Es bueno aquello que produce placer: un ejemplo de (sub)literatura galante española, o a la moralidad por la risa

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Descripción

Es bueno aquello que produce placer:
un ejemplo de (sub)literatura galante española,
o a la moralidad por la risa



La idea de felicidad, y en especial la entendida como prosperidad
pública, se convirtió en uno de los temas centrales del siglo XVIII en su
sentido secularizado, frente al uso habitual que reservaba el término, casi
exclusivamente, a contextos de beatitud religiosa, hermanado de forma
irremisible al promisorio adjetivo «eterna».
De este modo, en la centuria dieciochesca se colige que, para «ser
feliz», el individuo debe buscar dicho gozoso «estado del ánimo» aquí y
ahora, sin necesidad de posponer su hallazgo a un remoto más allá, pues se
razona, como bien explica José Antonio Maravall, que: «El anhelo de
felicidad está inscrito en la naturaleza humana y, por consiguiente, es más
un deber que un derecho»[1].
Prueba de ello son los títulos de multitud de obras del periodo que
muestran la abundante aplicación de este concepto. Así, se pueden recordar,
entre otras, la «Oda a la felicidad humana», de Juan Pablo Forner; la Oda
XXXII de Juan Meléndez Valdés, denominada «Que la felicidad está en
nosotros mismos», y su Discurso II, cuyo título reza: «El hombre fue creado
por la virtud y sólo halla su felicidad en practicarla». Por su parte,
Francisco Romá y Rosell escribe Las señales de la felicidad de España y
medios de hacerlas eficaces, y, análogamente, Gaspar Melchor de Jovellanos
redacta su «Discurso dirigido a la Real Sociedad de Amigos del País de
Asturias sobre los medios de promover la felicidad de aquel Principado»[2].
Y es que, cuando los reformistas comienzan a hablar de promover la
felicidad pública, piensan primordialmente en paliar de algún modo la
miseria material y cultural del pueblo, pero, también, el subconsciente
ilustrado busca el modo más conveniente de hacerlo participar de la alegría
y de los placeres[3].
Así, además de esta búsqueda persistente de la felicidad del Estado,
entendida como bien común de todos los ciudadanos[4], el siglo XVIII va a
conocer lo que podríamos denominar «cultura de la risa». Mediante el uso
del humor, la parodia o la ironía se pretende ahora disipar el temor a las
instituciones sociales, políticas y eclesiásticas objeto de la crítica
ilustrada[5], lo cual implica la omisión del respeto reverencial hacia lo
tradicionalmente establecido, en «un ambiente disciplinado ideológicamente,
en donde los que detentan el poder doctrinal dan muestras de una rigidez
absoluta y violenta». Por ello, no tendrá sentido «proponer argumentos
empíricos ni discutir en un tono objetivo, puesto que el único criterio
válido para la parte ya instalada en la verdad es la autoridad [...]. De
ahí que aquellos que pensaban de forma distinta y no querían caer
inmediatamente en las redes dialécticas de los inquisidores prefirieran una
forma de expresar el pensamiento que no pudiera fácilmente traducirse en
proposiciones justiciables, es decir, prefirieran ridiculizar al contrario
en lugar de afirmar algo»[6].
Y, en efecto, una vez descubierta la virtualidad subversiva de la
risa, se utilizará como único instrumento posible, convertida a un tiempo
en expresión de censura social y de reivindicación de una concepción lúdica
de la existencia, todo ello unido a la extensión de una noción material y
placentera de la felicidad, opuesta en su totalidad a la negación del
cuerpo y de los sentidos propugnada por la Iglesia.
De esta manera, cuando el exaltado predicador fray Jerónimo Fernández
de Cevallos y Mier inicie, a partir de la década de 1770, una campaña
contra lo que considera el espíritu irreligioso y liberal de la época,
constatará que, frente a las antiguas y enconadas disputas académicas o
teológicas, los pensadores ilustrados han optado mayoritariamente por una
estrategia distinta, y «además de no respetar las ciencias tradicionales,
hacen chistes acerca de cosas y temas que siempre habían sido considerados
sagrados y dignos de temerosa reverencia»[7].
Como representante paradigmático de la relación entre risa y
movimiento ilustrado encontramos la figura de Félix María Samaniego[8],
autor cuya producción literaria, más amplia que sus conocidas y
extensamente editadas Fábulas, ha sido minusvalorada durante décadas bajo
la restrictiva etiqueta de «prosaísmo dieciochesco»[9]. Su espíritu
reformista y su disposición hacia el humor han dado lugar a una obra de
intención eminentemente didáctica, deudora del proyecto ideológico de la
Ilustración.
En este contexto es en el que debemos situar la mayor parte de sus
composiciones en verso, entre las que pueden destacarse las décimas
«Ridículo retrato de un ridículo señor», donde demuestra su capacidad para
auto-parodiarse, y, de manera muy especial, los abundantes poemillas y
epigramas que compuso contra su amigo, y finalmente rival, Tomás de
Iriarte, con quien sostuvo encendidas polémicas.
Recurriendo a este mismo humor de naturaleza festiva, alejado de la
acritud de otros títulos de la época, Samaniego desarrollará también su
anticlericalismo de raíz ilustrada en textos crítico-burlescos como
«Descripción del convento de Carmelitas de Bilbao, llamado El Desierto»,
que, según demostraría Edith Helman, sirvió de inspiración para varios de
los Caprichos de Goya[10], y también en su conjunto de cuentos en verso
titulado -a posteriori- El jardín de Venus.
Este último tipo de composiciones sitúan a su autor dentro de otra
tradición netamente dieciochesca, la de la literatura erótica y galante,
tan abundante en una época en la que se armoniza frecuentemente la ética
con el goce. La temprana asimilación de las enseñanzas del sensualismo de
origen empirista pronto se tradujo en una moral hedonista y vital que
impregnó las diversas manifestaciones culturales. Como bien explica Luis
García Montero, la literatura erótica y libertina del siglo XVIII
«relaciona la moral con el placer, convirtiendo en bueno aquello que
produce felicidad y en malo aquello que provoca dolor. Plasma así de un
modo imaginario, forzando los límites del contrato social, el cambio ético
promovido por Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano, al definir
los principios de la moral, las leyes del bien y del mal, no respecto a
Dios, sino a la felicidad del ser humano»[11].
En consonancia con esto, la corriente subterránea de literatura
erótica fue durante el siglo XVIII caudalosa y fecunda, si bien la
vigilante presencia de la Inquisición impidió que viese la luz en ediciones
impresas y condicionó su circulación de manera manuscrita y clandestina. De
hecho, el conocimiento paulatino que se ha ido teniendo a lo largo de las
últimas décadas de la existencia de una amplia variedad de textos de esta
índole ha contribuido, sin duda alguna, a modificar el estereotipo
dominante sobre el periodo de las Luces como un siglo mesurado y
racionalista. Se constata, además, que «fueron los más notables poetas del
XVIII quienes no se recataron en cultivar género tan desenfadado y hasta
obsceno»[12], como bien señala Rogelio Reyes en su «Presentación» a la
edición de la primera y hasta ahora única Antología de Poesía erótica de la
Ilustración española.
Por recordar algunos nombres significativos, en la famosa Tertulia
Cadálsica salmantina de los años setenta del siglo XVIII encontramos a Juan
Meléndez Valdés, quien escribirá lo que al parecer constituye una
traducción libre de los Basia de Jean Second, colección de poemas entre la
sensualidad y el franco erotismo que titula Los besos de amor; y también a
José Iglesias de la Casa, perteneciente al estamento religioso y artífice
de composiciones de temática homosexual y adulterina. En Madrid, Nicolás
Fernández de Moratín ofrece, a modo de guía venérea de la capital, su
tratado en verso Arte de las putas, y su hijo Leandro, abundantes poemas
eróticos contenidos, en parte, en su libro Fábulas futrosóficas o la
filosofía de Venus; por último, Tomás de Iriarte dejará inédito un
manuscrito de Poesías lúbricas[13].
Este tipo de «poesía licenciosa» plantea, evidentemente, un principio
de transgresión de los valores establecidos que no pasará desapercibido a
Marcelino Menéndez Pelayo, quien, en su Historia de los heterodoxos
españoles (1880-1882), va a considerarla como la «llaga secreta de aquel
siglo», extendida por todos los países del Occidente europeo como «una de
las manifestaciones más claras, repugnantes y vergonzosas del virus
antisocial y antihumano que hervía en las entrañas de la filosofía empírica
y sensualista de la moral utilitaria y de la teoría del placer»[14].
Pero, conjuntamente con su innegable carácter transgresor, no escapa
esta literatura a las características propias de su época, y, de hecho, el
propio Menéndez Pelayo señalará su vinculación con las modernas corrientes
de pensamiento. Además, su lectura pone de manifiesto numerosas claves del
Siglo de las Luces, entre las que no resultan inusuales los rasgos de
didactismo dieciochesco, especialmente relevantes en el Arte de las
putas[15], pero también apreciables en El jardín de Venus.
Escritos en fecha cercana a la de sus fábulas, Samaniego acostumbrará
a leer sus cuentos eróticos a los amigos en tertulias informales[16],
circulando con frecuencia en copias manuscritas que posteriormente
permitieron la edición del conjunto, puesto que, al parecer, los originales
fueron quemados a instancias de su confesor poco antes del fallecimiento
del escritor[17]. Algunos de los poemas fueron publicados por primera vez
en el cancionero colectivo Cuentos y poesías más que picantes, editado en
1899 por el hispanista francés Foulché-Delbosc[18]. Pero hubo que esperar
hasta 1921 para que El jardín de Venus se publicara de manera independiente
incluido en la célebre biblioteca erótica de Joaquín López Barbadillo[19],
antecedido de una «Nota preliminar» en la que, puesto en boca de un
supuesto sacerdote, se justifica precisamente su carácter lúdico y festivo
al ofrecer al lector «Cuentos burlescos, [...] endemoniados, [...]
empecatados, [...] de diablejos alegres y graciosos; pecadillos veniales;
picardía, chiste y zumba»[20].
La primera lectura de estas composiciones sorprende al receptor en
cuanto al ámbito léxico, puesto que el autor se muestra como un consumado
maestro en el manejo del vocabulario erótico, terminología que, en
condiciones generales, corre siempre el riesgo de caer en la reiteración o
en la monotonía. Samaniego sortea con habilidad dicho lance, enriqueciendo
el texto mediante el uso de un atrevido e imaginativo lenguaje figurado,
por el que se deslizan metáforas, alusiones, metonimias, comparaciones y
ciertas perífrasis muy ocurrentes[21].
En lo que se refiere a su estructura, se atiene al clásico tripartito
de planteamiento, nudo y desenlace, desarrollado con suma destreza mediante
una sabia gradación de los hechos que suele conducir a un final
sorprendente, imprevisible e ingenioso. La conclusión de cada relato puede
caracterizarse, incluso, por el planteamiento de una suerte de moraleja
laica.
En efecto, la lectura atenta de los cuentos de El jardín de Venus
desvela la ya anticipada concurrencia de toda una serie de claves de época
y una para nada despreciable intención didáctica, unida a esa posibilidad
de su recepción a modo de fábula[22], con su aportación de enseñanzas[23],
la primera de las cuales viene dada, precisamente, por ese elogio de lo
lúdico y lo festivo que constituye una de las raíces últimas de esta
colección de relatos, que en la mayoría de los casos van a mostrar un final
feliz y que, junto con el desarrollo de la historia, defienden un
planteamiento de base vinculado con la filosofía roussoniana y que
considera el impulso sexual como algo connatural al ser humano, y por tanto
positivo y digno de ser vivido de manera gozosa, mientras que se rechaza la
castidad por opuesta a lo instintivo y primigenio.
Los textos de los autores del periodo reflejarán, igualmente a su
modo, la extensión de una moral laica que reivindica la necesidad de
integrar la sexualidad humana en la vida diaria de una forma plena y
normalizada. Por recordar tan sólo algunos ejemplos ilustres, Diderot
afirmará en 1769: «No acepto ni la castidad ni la continencia voluntarias
que son crímenes contra natura»[24], y, por su parte, el libertino Marqués
de Sade pondrá en boca de uno de sus personajes de La filosofía en el
tocador la siguiente frase lapidaria: «la continencia es una virtud
imposible, de la que la naturaleza, violada en sus derechos, nos castiga al
punto con mil desgracias»[25].
En España, Nicolás Fernández de Moratín se hará también eco de la
nueva moralidad sexual, que el pensamiento progresista ha reelaborado en
nombre de la ley natural, y así, en su Arte de las putas, aludirá
reiteradamente a esta cuestión y sostendrá, castizamente, «que mandarle/ a
un joven bueno y sano continencia/ es lo mismo que darle sentencia// de que
no coma o de que no descoma,/ dos cosas necesarias igualmente»[26].
Samaniego hará otro tanto, y manifestará su pleno arraigo en las
corrientes filosóficas ilustradas planteando la absoluta normalidad del
instinto sexual, ejercitado por placer e integrado en la vida cotidiana,
hasta el punto de que encontramos en la composición «Diógenes en el Averno»
una recreación del cínico griego que, según la tradición, sostenía con
total naturalidad que no había razón alguna para ocultar el acto sexual a
las miradas ajenas:

El cínico Diógenes de Atenas
con su filosofía
hizo, mientras vivió, mil cosas buenas,
siendo su gran manía
ponerse a procrear públicamente
a sol radiante y a faldón valiente[27].

En sus poemas eróticos Samaniego plantea, además, las innumerables
virtudes salutíferas que la práctica del sexo ofrece[28], como sucede, por
ejemplo, en los titulados «El raigón», «La postema» o «El panadizo», en los
que los protagonistas encuentran un gran alivio a sus dolores dentales o
abscesos entregándose a la cópula[29]. La curación por medio del acto
sexual llega incluso, en la composición titulada «Las entradas de tortuga»,
al punto de devolver la vida a quien, al menos aparentemente, ya ha
expirado. En él se relata cómo un marido de cortas luces es apartado de su
mujer por médicos y familiares durante los últimos días de su agonía, por
considerarlo incapaz de hacer frente a la situación. Por fin, una noche se
da por muerta a la esposa, y después de ungirla convenientemente todos se
retiran dejando el supuesto cadáver en la alcoba. El marido, que ha estado
un mes sin verla, entra a despedirse, pero, al encontrarla tan hermosa y
apacible, no puede evitar el arrebato de su lúbrico deseo, que, consumado,
tendrá consecuencias imprevistas, según explica el propio narrador,
aludiendo directamente a sus receptores:

Dicho y hecho: de un brinco
montó, enristró, y al golpe, con ahínco
quedó, sin que más quepa,
clavada en su terreno aquella cepa.
¡Vive Dios que producen maravillas
del masculino impulso las cosquillas
según se prueba en el siguiente caso!,
porque, lector, al paso
que el marido empujaba,
su mujer se animaba,
y, cuando sintió el fuego
del prolífico riego,
abrió los ojos, medio suspirando,
y abrazó a quien estaba culeando[30].

Esta revivificante profilaxis ejercida por el ayuntamiento carnal se
manifestará igualmente eficaz en los casos de mujeres endemoniadas, tal y
como se narra en «El conjuro», historia en la que encontramos a un anciano
fraile y a su joven lego oficiando un exorcismo a una muchacha que se
encuentra fuera de sí, poseída por un ente diabólico. Conforme el fraile va
recitando las fórmulas preceptivas del ritual, las convulsiones de la joven
van en aumento, y así:

[...] el espíritu impuro,
haciendo resistencia,
agitaba a la joven con violencia
obligándola a tales contorsiones,
que la infeliz mostraba en ocasiones
las partes de su cuerpo más secretas:
ya descubría las redondas tetas
de brillante blancura,
ya, alzando la delgada vestidura,
manifestaba un bosque bien poblado
de crespo vello en hebras mil rizado,
a cuyo centro daba colorido
un breve ojal, de rosas guarnecido.
El lego, que miraba tal belleza,
sentía novedad grande en su pieza[31].

Tras dos horas de exorcismos, el viejo fraile decide tomarse un
descanso, y sale a pasear fuera del domicilio, no sin antes encomendar el
cuidado de la yacente al «tremebundo lego», quien, inflamado por la lujuria
y una vez a solas, poseerá por tres veces tres a la posesa. Cuando el
anciano vuelva a entrar en la casa, observará al diablo encaramado en la
barandilla de la escalera y le increpará de la siguiente manera:

- ¡Hola, parece que saliste huyendo
del cuerpo en que te hallabas mal seguro,
por no sufrir dos veces mi conjuro!
Yo me alegro infinito;
mas, ¿qué esperas aquí? ¡Dilo, maldito!
- Espero, dijo el diablo sofocado,
que sepas que tú no me has expulsado
de esa pobre mujer por conjurarme,
sino tu lego que intentó amolarme
con su tercia de dura culebrina,
buscándome el ojete en su vagina[32].

Este relato nos viene a situar en una de las constantes que
caracterizan los cuentos eróticos del autor, y que responde también a una
preocupación ilustrada. Se trata de la presencia literaturizada de los
estamentos religiosos que, por un lado, entronca con una tradición popular
y literaria preexistente, y por otro nos remite al conocido fenómeno del
anticlericalismo en la etapa dieciochesca. Y es que la actitud crítica ante
la Iglesia y sus representantes fue generalizada a lo largo de la centuria,
si bien los destinatarios de las sátiras y de las medidas gubernamentales
fueron las órdenes religiosas, y no tanto el clero secular. A éstas se les
reprochaba el constituir una carga para la nación debido a su excesivo
número y ociosidad, su hipocresía moral, así como lo poco ejemplarizante de
su conducta y, básicamente, el poder y las riquezas que acumulaban en unas
manos muertas e improductivas[33]. Frailes lúbricos y lascivos van a
adquirir, como era previsible, gran protagonismo en los textos libertinos
de Samaniego, según se aprecia, por ejemplo, en «El voto de los benitos»:

Un convento ejemplar benedictino
a grave aflicción vino
porque en él se soltó con ciega furia
el demonio tenaz de la lujuria,
de modo que en tres pies continuamente
estaba aquel rebaño penitente. [...]
Supo el caso el abad, quien, aturdido
del feroz priapismo referido,
a capítulo un día
llamó a la bien armada frailería[34].

Tampoco las monjas van a escapar de la divertida sátira anticlerical
de Samaniego, y así protagonizarán varios cuentos en los que se hacen
públicas exhibiciones de su talante sensual y de su disposición al disfrute
de los placeres mundanos. Es el caso, por ejemplo, del poema «El
reconocimiento», que plantea esta situación inicial:

Una abadesa, en Córdoba, ignoraba
que en su convento introducido estaba
bajo el velo sagrado
un mancebo, de monja disfrazado;
que, el tunante dormía,
para estar más caliente,
cada noche con monja diferente,
y que ellas lo callaban
porque a todas sus fiestas agradaban,
de modo que era el gallo
de aquel santo y purísimo serrallo[35].

La burla de Samaniego se extiende hasta el extremo de rozar, en
ocasiones, la irreverencia hacia lo sagrado, puesto que no sólo hace vivir
a los sacerdotes episodios impropios de su estado, sino que además «las
mismas iglesias se convierten en guaridas de estos hechos [...], utiliza en
ocasiones un lenguaje casi blasfemo o vierte a lo profano los rezos
eclesiásticos, se mofa de supuestas reliquias milagrosas, o se divierte con
sucesos religiosos en los que introduce incidentes atrevidos»[36]. Esto es
lo que sucede, por ejemplo, en «La fuerza del viento», en la que se narra
un episodio hilarante que tiene como motivo de fondo la Pasión de
Jesucristo. En efecto, el relato presenta a los habitantes de un pueblo
asistiendo a una representación viviente en la festividad de Jueves Santo,
como acompañamiento al oficio sacerdotal. El papel de Cristo lo encarna un
fornido mozo, mientras que María Magdalena es interpretada por una joven de
piel blanquísima y ojos negros, «a quien naturaleza en la pechera/ puso una
bien provista cartuchera»[37]. En un momento dado, la improvisada actriz se
abraza a los pies de la cruz, ofreciendo al joven una privilegiada visión
de sus encantos:

Allí empezó sus galas a quitarse
y en cogollo no más vino a quedarse,
con túnica morada
por el pecho escotada
tanto, que claramente descubría
la preciosa y nevada tetería.
Mientras esto pasaba,
el buen predicador siempre miraba
al Cristo, y observó que por delante
se le iba levantando a cada instante
la tuniquilla en pabellón viviente,
haciendo un borujón muy indecente[38].

Otra cuestión relacionada con el ámbito de las creencias religiosas,
que aparece también caricaturizada en algunas de las composiciones
recogidas en el ilustrado Jardín de Venus, es la pervivencia de la
superstición, un tema cuya denuncia había iniciado muchos años atrás Benito
Jerónimo Feijoo[39], y que ahora actualizará Samaniego en «El dios
Escamandro», cuento en el que se nos presenta la historia de Simón, un
joven que, en una gruta junto a las ruinas de la ciudad de Troya, se hace
pasar por una antigua deidad ante una hermosa e ingenua aldeana. Utilizando
su florido don de palabra, va a engañarla asegurándole que ha tomado forma
humana, pues desea hacerla su esposa. La incauta joven se entrega
reiteradamente a su olímpico amante hasta que este se acaba cansando de la
repetición y decide abandonarla. El desenlace nos presenta a la joven
lamentándose por haber sido «juguete de un pillo» debido a su credulidad, a
lo cual sigue una explícita moraleja final: «¡Oh, vil superstición! ¿Y hay
quien te abona?»[40].
De igual raíz ilustrada es otra cuestión presente en El jardín de
Venus, y que representa otro de los planteamientos habituales de la
literatura dieciochesca. Se trata de la poca conveniencia de celebrar
matrimonios entre hombres de avanzada edad y mujeres jóvenes. La
Ilustración actualiza el tema[41] desde sus postulados de racionalidad
aplicados a la vida pública y a la búsqueda de la felicidad de sus
ciudadanos, y reabre este debate que será tratado con rigor y seriedad por
Leandro Fernández de Moratín, a través de obras como El viejo y la niña
(1790) y, sobre todo, El sí de las niñas (1806), mientras que Samaniego, en
cambio, optará nuevamente por recurrir al eficaz instrumento de la risa
para hacer comprender al lector lo poco adecuado de tales uniones, que
solían derivar de una imposición paterna. En efecto, en su cuento en verso
«La medicina de San Agustín» plantea en clave erótica el conflicto, pues su
protagonista, una muchacha de veinte años entregada en nupcias a un hombre
«sesentón», buscará fuera del matrimonio lo que ya no tiene dentro, ayudada
en este caso por un dispuesto fraile agustino, en quien halla su consuelo:

En esto concertados,
el bravo confesor y la paciente
a la tarde siguiente
en una alcoba entraron, y, encerrados
allí, Su Reverencia
a la joven curó de su dolencia
con un modo suave
y al mismo tiempo vigoroso y grave[42].

Un breve repaso a la colección de cuentos en verso que componen El
jardín de Venus, textos de sumo ingenio y destreza, permite al lector
percibir, en efecto, que éstos no se encuentran exentos del didactismo
característico del siglo XVIII. Samaniego, que demostró un talante moderno
y avanzado al sumarse a una corriente, la de la literatura erótica influida
por el sensualismo de origen empirista y por el naturalismo roussoniano, no
desdeña, como buen ilustrado, cualquier posibilidad de poner en práctica su
afán pedagógico, y utilizará también estos relatos para plantear una serie
de temas, enraizados en su mayor parte con el ideario dieciochesco[43].
Además, se situará en la línea de quienes defienden la virtualidad crítica
y subversiva de la risa, y la necesidad de promover el placer y la
felicidad del individuo, con el convencimiento de que sólo puede ser feliz
una sociedad compuesta por ciudadanos felices.
Así pues, las composiciones eróticas de El jardín de Venus, al
contrario de lo que pudiera pensarse a priori, no resultan del todo
opuestas a las fábulas, sino más bien complementarias a ellas, si bien las
enseñanzas que transmiten unas y otras sean diferentes en función de sus
distintos destinatarios.
«El siglo XVIII, y menos su literatura, no pueden pensarse sólo bajo
alguna cómoda rúbrica -racionalismo, afrancesamiento, frialdad, decadencia-
»[44], y así, los poemas galantes de Samaniego reflejan la otra cara del
hombre ilustrado, otorgando una mayor complejidad a su personalidad
literaria, en la cual el epicúreo convive sin contradicción con el
moralista, y el cuentista erótico con el fabulista, como dos caras de una
misma moneda[45].
-----------------------
[1] Maravall, José Antonio, «La idea de felicidad en el programa de
la Ilustración» (1975), Estudios de la historia del pensamiento español
(siglo XVIII), intr. y comp. de Mª Carmen Iglesias, Madrid, Mondadori,
1991, p. 165.
[2] Cf., además, las siguientes palabras de Francisco Sánchez-Blanco
Parody: «Incluso el severo Gaspar Melchor de Jovellanos, hombre de gesto
adusto y concentrado, instado por el Supremo Consejo de Castilla y por la
Academia de Historia, redacta un informe [su conocida Memoria para el
arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su
origen en España (1790)] en el que considera la tristeza y lobreguez de
muchos pueblos de España como una lacra social, creyendo necesario promover
espectáculos y diversiones» («La risa y el movimiento ilustrado», Europa y
el pensamiento español del siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1991, p. 177).
[3] Cf. Sánchez-Blanco Parody, Francisco, op. cit., p. 176.
[4] En este sentido, resulta significativo el hecho de que el
ilustrado liberal León de Arroyal, en sus Cartas político-económicas al
conde de Lerena, escritas entre 1786 y 1790, exponga minuciosamente sus
teorías acerca de la necesidad y conveniencia de establecer una
Constitución, para cuyo segundo artículo propone la siguiente formulación:
«El fin de toda sociedad es la felicidad de los hombres; todo lo que no sea
encaminado a este fin no puede ser garantizado por el pacto social» (ed. de
José Caso González, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1971, p. 227).
[5] También se puede recordar la siguiente afirmación en esa misma
línea de Francisco Sánchez-Blanco Parody: «A la risa, en principio, no hace
falta pedirle más que su cualidad de sacudir el peso del respeto y de la
sumisión a la jerarquía, a la costumbre y a la norma» (op. cit., p. 189).
[6] Ibídem, p. 184.
[7] Ibídem, p. 173.
[8] Así, por ejemplo, encontramos en la fábula de Félix María
Samaniego titulada «El pastor», un inicio que nos sitúa de manera inmediata
en el ámbito de la literatura pastoril de evocación garcilasiana, puesto
que recrea una situación y un personaje de la Égloga I. Pero nuestras
expectativas de que el poema discurra por los cauces bucólicos que se
presagian desde su inicio, cambian rápidamente cuando, a partir del quinto
verso, se introduce un quiebro humorístico que sirve para formular una
moraleja inequívocamente ilustrada: «Salicio usaba tañer/ la zampoña todo
el año,/ y por oírle el rebaño,/ se olvidaba de pacer./ Mejor sería romper/
la zampoña al tal Salicio;/ Porque si causa perjuicio,/ en lugar de
utilidad,/ la mayor habilidad,/ en vez de virtud, es vicio» (Fábulas, IX,
13, Madrid, Castalia, 1991, 3ª ed., p. 213).
[9] Con la aparición de sus célebres Fábulas en verso castellano
para el uso del Real Seminario Vascongado, publicadas en dos tomos en 1781
y 1784, Samaniego inaugura una etapa de auge de un género que habría de
durar más de siglo y medio y que contaría con numerosos cultivadores en las
letras españolas. Teniendo en cuenta la enorme difusión que llegaron a
alcanzar sus composiciones, llama la atención la exigua presencia del autor
hasta fechas bien recientes en los estudios e historias literarias, quizás
por la consideración del género fabulístico como un «espacio menor» de la
literatura. No obstante, dicha situación está modificándose en los últimos
años con la publicación de varios trabajos monográficos centrados en el
análisis de su trayectoria, así como con la edición con criterios solventes
de su producción literaria. El cambio de valoración de los estudiosos de la
literatura se ha plasmado, por ejemplo, en el diferente tratamiento que se
da a Samaniego en el volumen dedicado al Siglo XVIII de la Historia y
crítica de la literatura española (1983) y su suplemento (1992): mientras
que en el primero sólo se recoge alguna alusión aislada, el segundo dedica
al escritor un capítulo completo. En adición a esto, y tal como apunta
Ernesto Jareño -uno de sus editores de las últimas décadas-, las creaciones
de Samaniego ofrecen, desde el punto de vista de la literatura comparada,
un interés apreciable, puesto que se trata de uno de los autores españoles
de mayor aliento europeo en la época, que elegirá sus fuentes
principalmente fuera de nuestras fronteras (Cf. «Introducción biográfica y
crítica», en Samaniego, Félix María, Fábulas, op. cit., pp. 22-23).
Para una mayor información sobre la vida y obra de Samaniego, cf.
Palacios Fernández, Emilio, «Introducción», en Samaniego, Félix María de,
Obras completas, ed. y prol. de Emilio Palacios Fernández, Biblioteca
Castro, Madrid, Fundación José Antonio de Castro, 2001. Palacios Fernández,
máximo especialista en el autor alavés, ha llevado a cabo diferentes
ediciones de sus obras, aparte de numerosos estudios, que comenzaron con la
publicación hace más de tres décadas de una primera bio-bibliografía
exhaustiva titulada Vida y obra de Samaniego (Vitoria, Caja de Ahorros
Municipal, 1975).
[10] Cf. Helman, Edith, Trasmundo de Goya (1963), Madrid, Alianza, 1ª
ed. correg. y aum., 1983.
[11] García Montero, Luis, El sexto día. Historia íntima de la poesía
española, Madrid, Debate, 2000, p. 131. Además, el autor añade que «La
cultura ilustrada buscó una nueva respuesta a la voz del cuerpo y las
pasiones, para afirmar su legitimidad, al margen de cualquier definición
sacralizadora, y para conducir los impulsos de esta realidad carnal a los
intereses de unos proyectos sociales que pretendían armonizar las
exigencias del deseo subjetivo y de la felicidad pública» (Ibídem).
[12] Reyes, Rogelio, «Presentación», Poesía erótica de la Ilustración
española. Antología, Sevilla, El Carro de la Nieve, 1989, p. 7.
[13] Cf. Palacios Fernández, Emilio, «Introducción», en Samaniego,
Félix María de, Obras completas, pp. LIII-LIV. Un interesante estudio sobre
el tema se encuentra en Gies, David T., «El XVIII porno», en Calabrò,
Giovanna (ed.), Signoria di parole. Studi offerti a Mario Di Pinto,
Nápoles, Liguori Editore/Consorcio Editoriale friedericiana, 1999, pp. 299-
310.
[14] Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de los heterodoxos
españoles (1880-1882), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1963, tomo V, pp. 303-304.
[15] De hecho, y coincidiendo con otros estudiosos, Mario Di Pinto
considera el texto «a todos los efectos, un poema pedagógico [...], con una
evidente intención ilustrada, que se emparenta con ejemplos ilustres» [«Lo
obsceno burgués», en Caso González, José Miguel (ed.), Ilustración y
neoclasicismo, vol. 4 de Rico, Francisco (dir.), Historia y crítica de la
literatura española, Barcelona, Crítica, 1983, p. 244]. Diferente opinión
manifiesta, sin embargo, Gaspar Garrote Bernal, quien encuentra «reducido y
ambiguo» el didactismo, tanto de la obra moratiniana como de la de
Samaniego [«"Maestro/virtuoso, libertino, zurdo, diestro": la erótica
heterodoxia de Samaniego», en Palacios Fernández, Emilio (coord.), Félix
María de Samaniego y la literatura de la Ilustración, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2002, p. 96].
[16] Se conserva, de hecho, un curioso testimonio en este sentido de
Gaspar Melchor de Jovellanos en su Diario correspondiente a 1791: «Visita
de Samaniego, que reside en la hacienda de Juramendi; graciosísima
conversación. Nos recitó algunos versos de su Descripción del Desierto de
Bilbao, dos de sus nuevos cuentos de que hace una colección, todo
saladísimo» [Apud Alborg, Juan Luis, Historia de la literatura española
(1972), Madrid, Gredos, 2ª reimp., 1978, vol. III: Siglo XVIII, p. 531].
[17] Un relato pormenorizado de este episodio, así como del proceso
que siguió la Inquisición contra Samaniego en 1793, se puede encontrar en
el ya citado trabajo de Palacios Fernández, Vida y obra de Samaniego, pp.
112-118 y 126.
[18] Foulché-Delbosc, Raymond (ed.), Cuentos y poesías más que
picantes, Barcelona, L'Avenç, 1899.
[19] Samaniego, Félix María, Jardín de Venus. Colección absolutamente
íntegra de los graciosísimos cuentos libertinos del famoso Félix María de
Samaniego, ed. de Joaquín López Barbadillo, Biblioteca Barbadillo, Madrid,
Imp. Artística, 1921. Ya en nuestros días, el texto ha sido recuperado y
anotado en las diversas ediciones que de él ha llevado a cabo Emilio
Palacios Fernández, que ha completado el conjunto con otras composiciones
recuperadas de varios manuscritos, algunas de las cuales no son cuentos,
sino poemas de carácter lúbrico o galante que se basan con frecuencia en
juegos de palabras. La última de estas ediciones, anotada y precedida de un
amplio y completo estudio introductorio, se ha publicado en fecha cercana
con los siguientes datos: Madrid, Biblioteca Nueva, 2004.
[20] «Nota preliminar», en Samaniego, Jardín de Venus, ed. de
Joaquín López Barbadillo, p. 7.
[21] «Al lector de todos los tiempos le ha llamado siempre la
atención la riqueza del vocabulario erótico que utiliza Samaniego. La
descripción de los órganos sexuales y la nomenclatura de todo lo
relacionado con el sexo adopta una terminología variadísima [...]. La
diversidad léxica no nace aquí del recurso tan frecuente del eufemismo, ya
que el narrador no evita en los cuentos los pelos y señales, ni manifiesta
ningún pudor por llamar a las cosas por su nombre en estos "textos verdes",
según los denomina en algún lugar. La utilización de las imágenes no nace
tampoco de un intento embellecedor y poético, pues obviamente son discursos
narrativos, sino como un medio de soslayar la pobreza del vocabulario, de
evitar la reiteración en una colección monotemática que acabaría en una
inevitable y tediosa repetición de los mismos términos. Pero al mismo
tiempo se convierte en un excelente recurso expresivo que provoca la
atención del destinatario.// Samaniego sabe manejar con acierto un complejo
mundo de imágenes [...] que reemplazan a las palabras con que designan los
órganos sexuales y sus funciones, pero emplea también una rica adjetivación
erótica que matiza y adorna persuasivamente» (Palacios Fernández, Emilio,
«Prologo», en Samaniego, Félix María, El jardín de Venus, ed. de Emilio
Palacios Fernández, Madrid, A-Z, 1991, p. 24. A partir de ahora se citará
por esta edición).
[22] De hecho, Mario Di Pinto denomina «fábulas verdes» a las
composiciones de El jardín de Venus de Félix María Samaniego (op. cit., p.
243), lo que se puede poner en relación con el título Fábulas futrosóficas
que reciben las composiciones eróticas atribuidas a Leandro Fernández de
Moratín.
[23] El propio Félix María Samaniego exhibe su afán didáctico en la
composición titulada «La discípula», en la que se refiere explícitamente a
la importancia de la enseñanza: «Tiene su aprendizaje cada oficio,/ y le
debe tener según mi juicio:/ en la forma que el fraile de novicio,/ cuando
novio el casado,/ son muchos los deberes de su estado./ ¿No tiene
aprendizaje el alfarero?/ ¿Valdrá menos un niño que un puchero?/ [...] La
gran dificultad está en el modo» (El jardín de Venus, p. 152).
[24] Diderot, Denis, L'entretien entre d'Alembert et Diderot (1769),
apud Zavala, Iris, «Inquisición, erotismo, pornografía y normas literarias
en el siglo XVIII», Anales de Literatura Española (Alicante), 2, 1983, p.
517.
[25] Sade, Marqués de, La filosofía en el tocador o Los preceptores
inmorales, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Akal, 1980, p. 61.
[26] Fernández de Moratín, Nicolás, «Canto primero», vv. 602-606, El
arte de las putas, México, Premià, 1978, p. 35. Acerca de esta curiosa
obra, cf. Gies, David T., «El cantor de las doncellas y las rameras
madrileñas: Nicolás Fernández de Moratín en El arte de las putas», en
Gordon, Alan M. (ed.), Rugg, Evelyn (ed.) y Lapesa, Rafael (foreword).
Actas del Sexto Congreso Internacional de Hispanistas celebrado en Toronto
del 22 al 26 agosto de 1977, Toronto, Asociación Internacional de
Hispanistas/University of Toronto, 1980, pp. 320-323.
[27] Samaniego, Félix María, «Diógenes en el Averno», El jardín de
Venus, p. 95.
[28] Cf., en este sentido, las siguientes palabras de Gaspar Garrote
Bernal: «No hay, pues, amores que matan, sino todo lo contrario. La
enseñanza implícita es que la naturaleza vuelve a su condición si se cumple
con lo que ella exige a los seres vivos» (op. cit., pp. 98-99).
[29] En un poema de similar «patología», titulado «La receta», Félix
María Samaniego sitúa la acción en un convento femenino donde: «De
histérico una monja padecía/ y ningún mes contaba/ las calendas purpúreas
que aguardaba./ Al convento asistía/ un médico arriscado/ que por su
ciencia conoció el estado/ de la joven paciente/ y cuál era el remedio
conveniente» (El jardín de Venus, p. 75).
No se puede pasar por alto la conocida etimología del término
«histérico», procedente del griego hysterá, «matriz, útero», de donde
derivó en español la palabra, precisamente en las últimas décadas del siglo
XVIII, documentándose por primera vez dicho término en torno a 1765-1783
(Cf. Corominas, Joan, Breve diccionario etimológico de la lengua
castellana, Madrid, Gredos, 1983, 3ª ed. muy rev. y mej., p. 322). La
histeria se asoció usualmente con la insatisfacción o frustración sexual,
de ahí que en la composición de Samaniego el médico averigüe enseguida el
tratamiento que corresponde aplicar a la joven religiosa, para el cual, por
cierto, él mismo se ofrece como voluntario administrador. Como un
desarreglo relacionado con carencias de orden sexual fue estudiado en los
últimos años del siglo XIX y comienzos del XX, destacando entre otros los
trabajos de Havelock Ellis [«Neurastenia e histerismo», incluido dentro del
capítulo «Fenómenos hipnóticos», Estudios de psicología sexual (1897-1910),
Madrid, Hijos de Reus, 1913, pp. 315-356], en una etapa en la que
constituyó una temática nada infrecuente en la obra literaria de diversos
autores, como, por ejemplo, en el prototípico caso del relato titulado
«Virginidad», de Melchor Almagro San Martín, que tiene como protagonista a
una mujer soltera y ya madura cuyos profundos trastornos psicológicos
proceden precisamente de su estado célibe (Sombras de vida, prólogo de
Ramón María del Valle-Inclán, Madrid, Imp. Antonio Marzo, 1903, pp. 157-
167; reed. facs.: intr. de Pere Gimferrer, Granada, Diputación de Granada,
1986).
[30] Samaniego, Félix María, «Las entradas de tortuga», El jardín de
Venus, p. 41.
[31] Samaniego, Félix María, «El conjuro», El jardín de Venus, p. 50.
[32] Ibídem, p. 51.
[33] Para un análisis detallado de la situación del clero en España
durante el siglo XVIII y la actitud que generó en la sociedad, cf.
Domínguez Ortiz, Antonio, «El estamento eclesiástico», Sociedad y Estado en
el siglo XVIII español (1976), Barcelona, Ariel, 1ª reimp., 1981, pp. 359-
382 y Sarrailh, Jean, «El pensamiento religioso. I: La crítica de la
Iglesia», La España Ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII (1954),
trad. de Antonio Alatorre, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 3ª reimp.,
1985, pp. 612-660.
[34] Samaniego, Félix María, «El voto de los benitos», El jardín de
Venus, p. 54. Los monjes se van a presentar, en los cuentos eróticos de
Félix María Samaniego, generosamente dotados por la madre naturaleza, hasta
el punto de que en «La peregrinación», composición donde se narra el asalto
que sufre camino de Jerusalén una mujer por parte de diez árabes que tienen
la pretensión de violarla, se nos describe la escena en los siguientes
términos comparativos: «alegres manifiestan/ diez erguidos y gordos
instrumentos,/ capaces de engendrar hombres a cientos;/ instrumentos que
España no vio iguales/ sino en las observancias monacales» (El jardín de
Venus, p. 145).
[35] Samaniego, Félix María, «El reconocimiento», El jardín de Venus,
p. 43.
[36] Palacios Fernández, Emilio, «Prólogo», El jardín de Venus, p.
19.
[37] Samaniego, Félix María, «La fuerza del viento», El jardín de
Venus, p. 64.
[38] Ibídem, p. 65. Una escena similar se encuentra en el poema de
Félix María Samaniego «La reliquia», donde se describe a una joven que se
arrodilla en el confesionario: «Una moza morena/ llegó a sus plantas, de
pecados llena,/ con ojos tentadores, talle listo,/ y unas tetas que
hicieran caer a Cristo» (El jardín de Venus, p. 70).
[39] Cf., entre otros, Caro Baroja, Julio, «Feijoo en su medio
cultural o la crisis de la superstición», Cuadernos de la Cátedra Feijoo,
I, nº 18, 1966, pp. 153-186. También José Clavijo y Fajardo llevaría a cabo
reiterados intentos por desterrar la superstición desde las páginas de El
Pensador. Y, en el terreno artístico, no se puede olvidar la importante
contribución en este sentido de Francisco de Goya y sus Caprichos (Cf.
Helman, Edith, «Supersticiones populares», op. cit., pp. 78-80).
[40] Samaniego, Félix María, «El dios Escamandro», El jardín de
Venus, p. 159.
[41] En realidad, el tema no era nuevo, y aparece ya incluso en la
literatura griega clásica. De hecho, se conserva una ilustradora cita de
Teognis de Mégara con relación a este tipo de matrimonios desiguales, según
la cual: «No es cosa apropiada para un viejo una mujer joven, pues no
obedece al timón como un barco ni la retienen quieta las anclas, sino que
muchas veces rompe las amarras y entra de noche en otro puerto» (Apud
Rodríguez Adrados, Francisco, «Arcaísmo e innovación en la erótica griega»,
El cuento erótico griego, latino e indio. Estudio y Antología, intr., trad.
y not. de Francisco Rodríguez Adrados, Madrid, Ediciones del Orto, 1993, p.
15).
[42] Samaniego, Félix María, «La medicina de San Agustín», El jardín
de Venus, p. 99. Este es otro de los cuentos en que se exponen las virtudes
beneficiosas del acto sexual, puesto que la protagonista, insatisfecha por
la impotencia de su anciano esposo, que «en el crítico instante/ la dejaba
ardorosa y titilante» (Ibídem), contrae un pertinaz «mal de orina», que
sólo encontrará curación con la milagrosa intervención de un fraile
agustino.
[43] En adición a lo que aquí se ha expuesto, Juan Alfredo Bellón
Cazabán, en su artículo «La ética del siglo XVIII: Las fábulas y los
cuentos. El caso de Samaniego» (en VV. AA., Cadalso, Cádiz, Diputación de
Cádiz, 1983, vol. I, pp. 7-28), sugiere que tanto en El jardín de Venus
como en sus apólogos, Félix María Samaniego permite traslucir una
concepción centralista del Estado, acorde con la política borbónica, al
presentar una «valoración jerarquizada de los españoles según pertenezcan
al núcleo castellano y a sus aledaños o a la periferia» (p. 17). De
aceptarse esta proposición, podría considerarse como otra suerte de
«enseñanza ilustrada» presente en el texto del autor alavés.
[44] Polt, John H. R., «Introducción crítica», en Poesía del siglo
XVIII, ed. de John H. R. Polt, Madrid, Castalia, 1984, p. 13.
[45] Cf. Palacios Fernández, Emilio, «Introducción», p. LVIII.
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