Epílogo. Mil años de imitaciones. Gusto, cultura e identidad

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Descripción

COMER A LA MODA: IMITACIONES DE VAJILLA DE MESA EN TURDETANIA Y LA BÉTICA OCCIDENTAL DURANTE LA ANTIGÜEDAD (S. VI A.C. - VI D.C.)

Col·lecció INSTRUMENTA Barcelona 2014

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COMER A LA MODA

IMITACIONES DE VAJILLA DE MESA EN TURDETANIA Y LA BÉTICA OCCIDENTAL DURANTE LA ANTIGÜEDAD (S. VI A.C. - VI D.C.)

Francisco José García Fernández Enrique García Vargas (Eds.)

© PUBLICACIONS I EDICIONS DE LA UNIVERSITAT DE BARCELONA, 2014 Adolf Florensa, 2/n; 08028 Barcelona; Tel. 934 035 442; Fax 934 035 446. [email protected] 1ª edición: Barcelona, 2014 Director de la colección: JOSÉ REMESAL. Secretario de la colección: ANTONIO AGUILERA. Diseño de la cubierta: CESCA SIMÓN. Composición y maquetación: SERGI CALZADA. CEIPAC - http://ceipac.ub.edu Unión Europea: ERC Advanced Grant 2013 EPNet 401195. Gobierno de España: DGICYT: PB89-244; PB96-218; APC 1998-119; APC 1999-0033; APC 1999-034; BHA 2000-0731; PGC 2000-2409-E; BHA 2001-5046E; BHA2002-11006E; HUM2004-01662/HIST; HUM200421129E; HUM2005-23853E; HUM2006-27988E; HP2005-0016; HUM2007-30842-E/HIST; HAR2008-00210; HAR2011-24593. MAEX: AECI29/04/P/E; AECI.A/2589/05; AECI.A/4772/06; AECI.A/01437/07; AECI.A/017285/08. Generalitat de Catalunya : Grup de Recerca de Qualitat: SGR 95/200; SGR 99/00426; 2001 SGR 00010; 2005 SGR 01010; 2009 SGR 480; 2014 SGR 218; ACES 98-22/3; ACES 99/00006; 2002ACES 00092; 2006-EXCAV0006; 2006ACD 00069. Esta edición ha contado con la colaboración financiera de los Proyectos de Investigación: “La construcción y evolución de las entidades étnicas en Andalucía en la Antigüedad (siglos VII a.C.-II d.C.)” (HUM-03482), “Identidades étnicas e identidades cívico-políticas en la Hispania romana: el caso de la Turdetania-Betica” (HAR2012-32588) y “Sociedad y Paisaje. Alimentación e identidades culturales en Turdetania-Bética (Siglos VIII a.C. – II d. C.)” (HAR2011-25708/Hist), integrándose dentro de sus objetivos y difusión. Portada: Fotografía de plato de pescado de figuras rojas procedente de Apulia (ca. 350-325 a.C.) y conservado en el Museo del Louvre (Bibi Saint-Pol). Fotografía de plato de pescado en cerámica tipo Kuass procedente de la c/ Arellano 3 de Carmona (Sevilla) y conservado en el Museo de la Ciudad de Carmona (Violeta Moreno Megías). Composición original de Blanca del Espino Hidalgo. Impresión: Gráficas Rey, S.L. Depósito legal: ISBN: Impreso en España / Printed in Spain.

Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, transmitida o utilizada mediante ningún tipo de medio o sistema, sin la autorización previa por escrito del editor.

Índice General

Presentación (F.J. García Fernández, E. García Vargas)

9

Nomenclatura y taxonomía de las cerámicas de imitación hispanorromanas. A modo de psicoanálisis (D. Bernal Casasola)

13

Imitaciones en las vajillas de mesa en la Bahía de Cádiz desde la transición tardoarcaica hasta la época tardopúnica. Actualización de los datos y nuevas propuestas (A. Sáez Romero)

33

Oculto bajo el barniz. Aproximación inicial a las producciones grises de Gadir de época tardoclásica-helenística (siglos -IV/-III) (A. Sáez Romero)

79

El éxito de la vajilla helenística “tipo Kuass” ¿Resultado de la adopción de una moda estética o reflejo de transformaciones culinarias y comensales? (A.Mª Niveau de Villedary y Mariñas)

119

Formas que cambian, engobes que permanecen. Una visión diacrónica de las imitaciones de vajilla de tipo Kuass en el valle del Guadalquivir (V. Moreno Megías)

175

El peso de la tradición: imitación y adaptación de formas helenísticas en la cerámica común turdetana (siglos V-I a.C.) (F.J. García Fernández)

205

Las imitaciones de vajilla de barniz negro en el valle del Guadalquivir (Mª J. Ramos Suárez, E. García Vargas)

239

Las imitaciones locales de Terra Sigillata en la bahía de Cádiz (M. Bustamante Álvarez; E. López Rosendo)

271

Imitaciones béticas de sigillata: contextos del s. I a.C.-II d.C. en la Plaza de la Encarnación y el Patio de Banderas del Real Alcázar de Sevilla (J. Vázquez Paz, E. García Vargas)

301

Imitaciones béticas de African Red Slip Ware: una sucinta aproximación a los contextos de Hispalis (J. Vázquez Paz)

323

7

La Terra Sigillata Hispánica Tardía Meridional (TSHTM): últimas producciones béticas de imitación para la mesa (J. Vázquez Paz, E. García Vargas)

333

Epílogo. Mil años de imitaciones: gusto, cultura e identidad (E. García Vargas, F.J. García Fernández)

353

Índices analíticos Índice topográfico Índice de materias Índice de formas cerámicas

371

Láminas

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8

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Epílogo. Mil años de imitaciones: gusto, cultura e identidad Enrique García Vargas Francisco José García Fernández Universidad de Sevilla 1. Cacharros barnizados… ¿identidades ocultas? Seguramente uno no es sólo lo que come, sino también cómo lo come. Y eso incluye desde luego el menaje con que se cocina y se presentan la comida y la bebida a la mesa, la forma de vestir ésta última y hasta los gestos que acompañan unas ingestas más o menos ritualizadas (Bourdieu 2012, 230-231; cf. Díaz y Gómez 2005). Por pensar en nuestros días, por ejemplo, la fast food pide unos recipientes y unas formas de moverse en la mesa muy diferentes a las del placer de la slow food. Y, además, en la Antigüedad, había también unos comensales especiales: los que compartían con los vivos el último banquete antes de internarse en las aguas del olvido. Vivos y muertos se han hecho servir a lo largo de la Antigüedad en recipientes especiales las comidas más señaladas, incluidas las fúnebres. A menudo, ha sido una materia (la plata, el bronce, el vidrio) el signo de esa distinción; otras veces, las decoraciones más diversas sobre la superficie, noble o corriente, de vajillas y paños. Los barnices y los engobes han subrayado frecuentemente sobre la cerámica ese mismo deseo de distinción, especialmente en mesas y tumbas no tan lujosas, donde se quería emular el brillo del metal y las irisaciones del vidrio. Los barnices también tienen, desde luego, su etiqueta y en esto hay modas diferentes. Pero, además, el barniz cerámico posee la paradójica particularidad de ser el émulo emulado: si el barniz de la cerámica imita el del metal, unas cerámicas barnizadas imitan a otras en una serie de ecos sociales y culturales que resuena en muchos sitios y en muchas épocas.

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Algunas vajillas barnizadas copian detalles formales, determinadas técnicas de manufactura o elementos decorativos propios de otras más a la moda o con más “éxito comercial”. Otras veces, se copian repertorios enteros con su morfología y sus decoraciones asociadas o una parte de ambas. A menudo con menos destreza técnica en el caso de la vajilla de imitación, aunque no siempre es así. Este libro se ha ocupado de estas últimas producciones en el sur de Iberia, partiendo de la intuición de que tal clase de imitación nunca fue el reflejo simple de un deseo de emulación y ascenso social. El alfarero no es una tabula alba. Incluso cuando imita un elenco formal o una técnica productiva, sigue siendo el depositario de una tradición artesanal determinada, no pocas veces bastante alejada culturalmente de aquello que trata de imitar; una tradición que se “cuela” a menudo por los intersticios del arte o la maestría nueva, dando lugar a formas de hacer híbridas o cuando menos “entremezcladas” con una mayor o menor componente “alógeno” (si es que se puede hablar en estos términos). Desde luego, el propietario o el gestor de taller también tienen su “público”. Y las demandas de los “consumidores” no están gobernadas siempre ni exclusivamente por el deseo de imitar las formas de consumo de otros más ricos o más integrados en la elite social que ellos. A veces, la imitación esconde una forma de identidad “adaptada” a o “transformada” por una nueva situación socio-cultural. Entonces, no es una cuestión simplemente de “capacidad adquisitiva”, sino también de identidades fluctuantes, si se nos permite hablar de esta manera. Identidades fluctuantes, porque oscilan entre la moda de lo nuevo y la reinterpretación de lo viejo con nuevas claves culturales. Pero también, porque se ocultan tanto como se muestran, es decir, porque bajo la apariencia de un “seguidismo” formal y decorativo descarado, se esconde la reafirmación de justo lo contrario: un viejo componente identitario arrastrado a lo largo del tiempo y no siempre bien recibido o prestigioso. Sucede como en los talleres monetarios “indígenas” en los que la emulación de tipos inspirados en el retablo formal de los vencedores ocultó durante un tiempo más o menos largo las referencias culturales de base procedentes de una larga tradición local. No del todo subalterna, como se encargan de subrayar las leyendas monetales en alfabetos locales prerromanos. 2. Un sabor agridulce El objeto de este libro ha sido quizás demasiado ambicioso: desvelar este juego cultural y social a partir de unos fragmentos de cerámica de imitación barnizada, simplemente engobada o en algunos casos siquiera esto. El resultado ha sido en buena parte satisfactorio al poner en evidencia los avances de la investigación reciente al respecto en la región, pero también en parte descorazonador al constatar el hecho de que estos avances ofrecen todavía más preguntas que respuestas posibles. De ahí, su sabor agridulce. Las dificultades, desde luego, son todavía muchas. Tal vez una de las primeras es de carácter técnico, pues se refiere a los problemas de tipo metodológico que aún tenemos para distinguir, definir y valorar de forma adecuada las series de imitación. No es un problema simple de vocabulario ni una cuestión nominalista. Darío Bernal ha señalado en el artículo que abre esta monografía cuáles son los criterios que, a día de hoy, seguimos para hablar de imitaciones y el sentido que damos en arqueología al término, de manera que no quedan muchas dudas, al menos de momento, al respecto de esta cuestión. La cuestión es otra evidentemente y consiste, sobre todo, en separar unas series de imitación de otras, por un lado, así como las fronteras entre lo que es o no es imitación en el interior de cada grupo cerámico por el otro, sin olvidar la dificultad que entraña además aislar la presencia de dos o más influencias en los mismos conjuntos, como ocurre en esta región a finales de la Edad

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del Hierro, donde se entrecruza una matriz local, ya bastante mestizada, con influjos helénicos, centromediterráneos y posteriormente itálicos. Con respecto a lo primero, los talleres de Gadir ya ofrecen desde los propios inicios de este fenómeno imitador al menos tres producciones de vajilla de mesa con rasgos tecnológicos, morfológicos y decorativos bien diferenciados que incorporarán o adaptarán en diferente medida atributos formales o tipos completos de origen mediterráneo, como ha puesto de manifiesto A.M. Sáez Romero. No obstante, la producción paralela de vajillas de inspiración helénica en pastas oxidantes, grises o en cerámica de engobe rojo genera inevitablemente líneas de convergencia y divergencia entre sus respectivos repertorios en función de los usos y destinatarios a los que estaban orientados, que determinan su calidad técnica y fidelidad formal a los correspondientes prototipos, pero también como resultado de la evolución interna de los talleres, a pesar de la estandarización de las producciones que sucedió al cese de las importaciones de vajilla ática a mediados del siglo IV a.C. Lo mismo puede decirse de la relación entre las producciones gaditanas de tipo Kuass, las versiones locales de esta vajilla y las imitaciones en cerámica común de prototipos griegos, que pueden proceder tanto de los talleres insulares como del interior de Turdetania, y basarse tanto en formas helénicas directamente como en los especímenes de la vajilla Kuass genuina o incluso en sucedáneos de mayor o menor calidad. Y ello cuando hablamos de imitaciones sensu stricto, y no de formas inspiradas o incluso de producciones híbridas, donde se integran/heredan atributos o aspectos de diversas tradiciones. Resulta complicado pues dibujar el sistema de retroalimentación que represente las relaciones entre la vajilla griega de barniz negro, las producciones gaditanas de tipo Kuass, las versiones de esta vajilla en cerámica común gris y oxidante, las imitaciones de vajilla engobada del interior del Guadalquivir, así como las versiones comunes de este repertorio que circula por toda la región. Y aun así esto sería sólo una caricatura de lo que debió constituir un proceso más amplio y complejo de interacción cultural y de difusión de modas adquiridas, adaptadas y transformadas en la mayoría de las ocasiones por las prácticas locales. Un proceso de largo alcance que conecta con las imitaciones de vajilla campaniense y de las primeras importaciones de terra sigillata, incluyendo las producciones “tipo Peñaflor”, en una suerte transición de las formas de tradición griega al predominio de la vajilla itálica, pero donde aún es posible rastrear la impronta local y las sempiternas preferencias por determinadas formas y usos. Si bien, una vez más, nos encontramos con que las conexiones estrechas entre las imitaciones de cerámica “tipo Peñaflor” y las imitaciones de campanienses universales presentan un área común difícil de atribuir en ocasiones a una u otra producción, tanto en lo que se refiere a los aspectos morfotécnicos como a las decoraciones, como los trabajos de A. Mª Niveau de Villedary, V. Moreno Megías y Mª J. Ramos Suárez y E. García Vargas han subrayado en sus contribuciones al volumen. Con respecto a lo segundo, hay que recordar que las series cerámicas no surgen de la nada, ni siquiera en el caso de las imitaciones: siempre hay una tradición anterior. Incluso en Gadir, donde no existen hasta la fecha evidencias claras de actividad alfarera en época colonial, resulta difícil asumir que el dinamismo productivo que vive la ciudad en época tardoarcaica, representada por el complejo de Camposoto, no tuviera un precedente en el periodo anterior (Sáez 2007, 286). Resulta mucho más plausible presumir, como señala A.M. Sáez Romero, que la producción precoz de imitaciones de cerámicas griegas, principalmente vajilla de mesa, sea un fenómeno ex novo pero no ex nihilo, que responde tanto a la evolución interna de la metrópolis púnica como a los lazos económicos y culturales que establece con otros puntos del Mediterráneo. Lo mismo puede decirse de los alfares del interior del valle del Guadalquivir, donde anteriormente ya se habían producido versiones locales de recipientes de origen oriental o nuevas formas inspiradas en aquellas, como las urnas “Cruz del

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Negro”, los pithoi, o los cuencos carenados. Para un momento posterior y un área distinta, St. Mauné y C. Sánchez (1999) han señalado la superposición (que no simple sustitución) de las nuevas modas cerámicas de tipo itálico a las formas de hacer del artesanado céltico en el sur de las Galias a partir del siglo II a.C., con la excepción de los centros alfareros creados por artesanos italianos trasladados a las áreas de colonización de la Transalpina. A la misma conclusión llegan V. Barba y su equipo (Barba et al. e.p.) tras estudiar la cerámica gris bruñida republicana del Cerro de la Atalaya (Lahiguera, Jaén), cuyo repertorio formal está repartido entre las formas de imitación de campaniense conocidas desde hace algún tiempo (Adroher y López Marcos 2002; Adroher y Caballero 2008, 2012) y formas de “tradición ibérica” realizadas con la misma técnica de bruñido que hunde sus raíces en las formas de hacer del artesanado protohistórico del SE peninsular. En el Bajo Guadalquivir y la bahía de Cádiz esa tradición es antigua y potente y enlaza entre sí muchas líneas de identidad diferentes surgidas de los más diversos ámbitos. Como ya ha puesto de relieve F. J. García Fernández, la conformación de un elenco básico de formas de cerámica de mesa pintada en la Turdetania histórica a partir del siglo IV a.C. debe mucho a la existencia de formas culturales comunes entre la costa del Estrecho y el valle del Guadalquivir que se remontan a los inicios mismos de la colonización fenicia en la región (Ferrer y García Fernández 2008). Y no sólo en lo referido a las tradiciones alfareras, sino también a las formas de comer locales a las que éstas sirven. El dominio del plato/escudilla y el cuenco está bien establecido en este momento y parece que no hace más que consolidarse a lo largo del siglo III a.C. (García Vargas y García Fernández 2009; García Fernández y García Vargas 2010). Las formas cerradas para el menaje de cocina y la adopción del mortero revelan una gastronomía sencilla a base sopas o papillas semilíquidas (posiblemente de cereales) acompañadas de viandas secas o semisecas y sólidas. Es la tradición del litoral mediterráneo, claramente diferenciada del mundo “celta” donde las comidas hervidas y con alto contenido en grasas eran la norma, como denuncian la presencia casi exclusiva de la olla en el menaje de cocina y de los grandes boles o cuencos profundos en el de mesa (Bats 1992, 235). Platos de pescado y cuencos son también el reflejo mayoritario de esta tradición mediterránea en las series antiguas del servicio doméstico de Kuass, sustituidas hacia fines del siglo II a.C. tanto en los talleres del área nuclear gaditana (Niveau de Villadery 2010 y en este volumen) como en las áreas de “imitación” del Guadalquivir (Moreno Megías en este volumen) por un servicio de mesa básico compuesto de escudilla (forma Niveau IX - F 2255-2256) y copa (forma Niveau VIII), cumpliendo aparentemente la misma función. En los repertorios de imitación de barniz negro se documenta la preminencia de las mismas morfologías cerámicas, esta vez bajo la forma del servicio constituido por la copa Conspectus 8 y la pátera Lamboglia 5/7 - F 2632/ F 2282 (vid. Ramos Suárez 2012; Ramos Suárez y García Vargas en este volumen). Éstas últimas formas del repertorio de imitación de barniz negro tienen en común no sólo su relativa abundancia con respecto al resto de las formas imitadas de la misma clase cerámica sino también su carácter peculiar, por cuanto no se trata de imitaciones exactas de las formas de referencia, sino que aparecen con frecuencia engobadas con barnices castaños y no negros (grupo técnico 1A) y son prácticamente las únicas que adoptan el tema decorativo de la losange central en el fondo interior, lo que las relaciona con las series de imitación de Kuass citadas (Niveau VIII y IX - F 2255-2256) que a menudo se decoran en el mismo lugar con palmetas. De nuevo encontramos el mismo servicio en las producciones de imitación de barniz rojo, tradicionalmente denominadas de tipo “Peñaflor”, en las que el conjunto copa o cuenco / escudilla o plato se realiza en cinco morfologías diferentes de imitación de sigilatas itálicas (formas Martínez I a-e

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a II a-e del primer grupo de imitación: cf. Vázquez Paz et al. 2005), no todas sincrónicas (Bustamante y Huguet 2008; Bustamante y López Rosendo en este volumen; Vázquez Paz et al. 2005; Vázquez Paz y García Vargas en este volumen), a las que hay que añadir un servicio similar ya de época julioclaudia final y flavia que imita las formas de la sigillata gálica Ritterling 8 y Dragendorff 18. Es decir, que si consideramos los repertorios de imitación desde el punto de vista funcional, como servicios de mesa y no como formas aisladas, la conclusión que parece imponerse es que a pesar de la presencia romana, las formas de servir en la mesa los alimentos y el carácter mismo de esos alimentos se mantuvieron en el seno de viejas tradiciones mediterráneas de las que la lacial no fue más que una recién llegada (Bats 1992, 235). La única “ruptura” documentable en los servicios de mesa es la sustitución del plato Lamb. 23, de larga tradición en los repertorios fenicio-púnicos y turdetanos (aunque como se ha dicho probablemente es una forma ática en origen), por escudillas tipo Lamboglia 5/7 (y sus derivadas Niveau IX - F 2255-2256 y F 2632/F 2282) a partir de los años finales del siglo II a.C. o los iniciales del I d.C., un momento en el que la influencia romana a nivel formal y tecnológico parece intensificarse sin salir de dicha tradición cultural y culinaria. Los conjuntos de copa/pátera se identifican con servicios individuales hasta el punto de constituir el ajuar funerario estándar en las necrópolis julio-claudias del valle del Guadalquivir, especialmente en Córdoba (Vargas Cantos 2002) y Écija (Vázquez Paz et al. 2005), en muchas de cuyas tumbas se documenta un sencillo servicio cerámico compuesto por series de copas y platos en cerámica “tipo Peñaflor”, una lucerna y otros recipientes de cerámica común, vajilla esta supuestamente destinada a acompañar al difunto en sus actividades de ultratumba. Este tipo de ajuares estuvieron destinados a tener una larga perduración temporal que sólo afectó a las clases cerámicas que lo formaban y no a la morfología general del conjunto cerámico ni tampoco a sus usos rituales. Así, en la necrópolis de la calle “Bellidos” de Écija, el servicio copa/plato compuesto por las formas I y II de la primera serie de imitación de cerámica tipo Peñaflor es sustituido en época julio-claudia avanzada y flavia por el compuesto por las mismas formas, pero ya de la segunda serie de imitación, que reproduce sigilatas gálicas de las formas Ritt. 8 y 9 y Drag. 18 (Vázquez Paz et al. 2005, 329), mientras que en la de la calle Avellano de Córdoba (Penco 1998, 68-69) una tumba de incineración de la segunda mitad del siglo II d.C. presenta un ajuar en el que se incluyen dos terracotas, una copa en TSH de la forma 27, otra en ARS del tipo Hayes 9B, un plato de TSH de la forma 15/17, otro de vidrio del tipo Issings 97a, además de un ungüentario de vidrio, una moneda ilegible y un par de nueces calcinadas. En principio, no se observa una asociación clara entre el sexo del difunto y la ausencia o presencia de este ajuar “tipo” (López Flores y Tinoco 2007, 625), por lo que no parece que sean cuestiones de género las que se encuentren tras la “selección” de determinadas formas cerámicas en la conformación de los servicios. Más difícil resulta establecer las relaciones entre ajuares cerámicos de imitación y nivel social o etnicidad del difunto, siendo ésta la gran cuestión al respecto de la existencia misma de repertorios cerámicos de vajilla fina imitada, sobre todo si tenemos en cuenta la posibilidad de que en este uso preferente por formas imitadas intervengan también, al menos al principio, factores de tipo económico, como la mayor o menor disponibilidad de vajilla importada entre estas comunidades del interior en función de la intensidad y fluidez del tráfico de tales productos. El recurso a la comparación con los ajuares funerarios de las poblaciones prerromanas del Guadalquivir es imposible de realizar, puesto que el ritual funerario practicado en esta zona geográfica entre los siglos V y III a.C. no parece haber dejado rastro arqueológico detectable (cf. Escacena y Belén 1994). Por otra parte, la presencia de los servicios mayoritarios en necrópolis de Corduba y Astigi, dos colonias romanas en las que hay que suponer un componente poblacional

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romano o romano-itálico importante, no acaba de solucionar el dilema, puesto que la presencia de peregrinos “indígenas” en estos núcleos debió de ser importante con anterioridad a la concesión de la ciudadanía a los hispanos. Tampoco debemos olvidar que la propia población itálica era bastante diversa y aunque el peso de pautas culturales de la Urbe era creciente, no son menos resistentes las identidades itálicas (generalmente del sur de la península) que se escoden bajo paraguas más aparente que real de la romanidad, cuestión que se ha podido comprobar recientemente en la colonia de Valentia (Ribera 2008) y que quizá sea extrapolable al caso de Carmona, donde el problema en torno a la filiación cultural -y también social- de los personajes enterrados en su necrópolis sigue aún abierta (cf. Vaquerizo 2010; Rodríguez Temiño et al. 2012). En el Cerro de la Atalaya de Lahiguera (Jaén), un edificio interpretado como almacén de redistribución fechado en la primera mitad del siglo I a.C. ha librado un conjunto de materiales que comprende barnices negros “auténticos” y de imitación de la clase GBR (Barba et al. e.p.). Entre las cerámicas grises bruñidas, se incluye también un pequeño repertorio de formas que no imitan el elenco de las campanienses, fundamentalmente morteros (GBR-b-1), lebrillos (GBR-b-2), orzas (GBR-b-3) y dolia (GBR-b-4). Todas tienen en común la técnica bruñida sobre cerámicas reductoras (modo de cocción B), sin embargo este último conjunto resulta sumamente llamativo al estar constituido por piezas que funcionalmente no pertenecen al grupo de las vajillas de mesa, sino más bien al de preparación y envasado de alimentos. Junto a las imitaciones de barniz negro, nuevamente copas (Lamb. 1 y 2) y platos (Lamb. 5, 6 y 7), definen un repertorio completo de preparación (con excepción de los procesos de calentado y cocción), almacenaje y consumo que parece tener un componente ibérico importante, tanto por la tecnología empleada en su fabricación como por la morfología del grupo que no es de imitación (GBR-b). Sin embargo, bien mirado, las orzas del tipo GBR-b-3 dan la sensación de estar inspiradas en las ollas-orzas itálicas de borde entrante y pestaña horizontal, frecuentes en contextos peninsulares de los siglos II y I a.C. y aún en producción y circulación durante buena parte del siglo I d.C. De hecho, los autores indican que no puede asociarse a ninguna forma cerámica regional anterior al siglo II a.C. Por el contrario, tanto los lebrillos GBR-b-2 como los dolia GBR-b-4 se acercan más a prototipos “indígenas” que itálicos, quedando más indefinidos los grandes platos/morteros GBR-b-1. El conjunto de las formas, tanto imitadas como no imitadas, en GBR del área ibérica tiene su reflejo más cercano en el repertorio turdetano común y pintado de los siglos III al siglo I a.C., compuesto esencialmente por morteros que imitan formas púnicas, lebrillos y dolia, en lo que se refiere a la preparación y almacenamiento de alimentos (García Fernández y García Vargas 2010), así como platos de pescado y cuencos de importación y/o imitación de cerámica de Kuass (García Fernández en este volumen). Las orzas de borde con pestaña horizontal pueden haber cumplido en la Alta Andalucía el mismo papel funcional de las urnas pintadas de tradición turdetana en el Bajo Guadalquivir. De este modo, se definiría una vajilla básica en GBR que reflejaría en la monotonía de sus formas la relativa sencillez de la alimentación tradicional en el este tanto como en el oeste de la actual Andalucía, un tipo de alimentación que, si hemos de juzgar por la perduración de las formas de la vajilla habría sido corriente en la región hasta bien entrado el siglo I d.C. Es cierto que las costumbres funerarias suelen caracterizarse por su tradicionalismo y resistencia al cambio. Que el servicio funerario típico siga en uso hasta el siglo II d.C. no es necesariamente una consecuencia directa de las formas de circulación y uso de la vajilla “de los vivos” para esos mismos momentos. De hecho, los repertorios cerámicos regionales muestran importantes cambios a partir de época julio-claudia final, momento en el que la profusión de formas de vajilla común antes muy

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escasas, como las jarras, los jarros, las orzas con asas, las sartenes o los barreños, los grandes cuencos con asas horizontales (Huarte 2003), sugieren para estos momentos un grado mayor de complejidad y de variedad en las formas de preparar y servir los alimentos. Éstas serán morfologías cerámicas habituales no sólo en los talleres urbanos, sino también en los rurales (García Vargas et al. 2013) hasta bien entrado el siglo III d.C. Si a eso se une la importación en masa desde época flavia hasta fines del siglo I d.C. de vajillas de mesa de procedencia sudgálica, en especial del taller de Graufesenque (Millau), y riojana, con una presencia significativa de copas decoradas de las formas Drag. 29, 30 y 37, la impresión no puede ser sino la de una mayor cosmopolitismo en las formas de consumo, un mayor poder adquisitivo en general (si es que esta expresión significa algo aplicada a estas fechas) y, de forma paralela, un agotamiento súbito del repertorio cerámico ligado a la tradición alfarera prerromana. En este nuevo mundo de formas claramente “romanizadas” en la que se ha pasado con claridad de un panorama tecno-formal aún con un fuerte sabor “turdetano” a otro claramente provincial, de raíz romana, pero de fuerte personalidad, el fenómeno de las imitaciones no estará, con todo, ausente. Por una parte, los talleres que producen barnices rojos comienzan a copiar, con mayor o menor fidelidad, formas derivadas del repertorio formal gálico como las Drag. 18 y 24/25, las Drag. 36, 29, Ritt. 8 y 9…, si bien se verifica un cierto descenso en los niveles de producción, o esa es la impresión que dan los contextos excavados hasta ahora, a falta de una cuantificación detenida de los productos originales en relación a los de imitación. Por otra parte, los talleres imitadores pasarán a centrar su atención en otras clases cerámicas de más amplio uso. Así, a partir de mediados del siglo II, las cerámicas extrapeninsulares más imitadas serán las africanas de cocina (Alonso de la Sierra 2004), tanto las cazuelas Lamb. 23a y Hayes 197 como las tapaderas de ambas de las formas Hayes 194 y 196. Se verificará en este momento un cambio evidente de las formas de cocinar y de comer, asociado a la importación masiva de vajilla de cocina africana y de la vajilla de mesa también africana asociada a ella, especialmente la variante A de la ARS, objeto también de imitaciones aparentemente más reducidas, como se ha dicho, en cuanto al número de piezas puestas en circulación (Vázquez Paz en este volumen). Nadie ha sospechado ni propuesto un factor “étnico” detrás de los repertorios cerámicos que comienzan a imponerse muy a finales del siglo II d.C. y se consolidan a lo largo del siglo III d.C. Al margen de un posible traslado de alfareros africanos a Hispania, nunca masivo por otra parte, lo que hubo detrás de este cambio radical de la vajilla culinaria y de mesa parece haber sido una mutación cultural a escala mediterránea que hizo de la cerámica africana de cocina y servicio referentes formales de primer orden. Las características técnicas de los recipientes de cocina fabricados en Túnez (arcillas no calcáreas, ejecución esmerada, conservación y difusión eficiente del calor en los procesos de cocción) debieron unirse a lo apropiado de su morfología para unas nuevas formas de comer basadas en los guisos y sopas y con poca presencia de frituras y horneados. Las causas y características de esta mutación gastronómica a escala mediterránea están fuera del campo de interés de este epílogo. Pero vuelve a plantearse la pregunta acerca de por qué se hace necesario recurrir a imitaciones de los productos africanos, a menudo muy conseguidas desde todos los puntos de vista; pastas, morfología, tratamiento superficial, eficiencia energética… 3. ¿Quién imita y dónde? La necesaria contextualización productiva La respuesta al respecto de la producción y circulación de imitaciones de repertorios de mesa y cocina que emulan los de otros ámbitos geográficos ha solido siempre privilegiar el factor económico (o economicista) para este fenómeno, ya sea en las vajillas engobadas de tradición helenística, los barnices negros de fines de la República como en la cerámica de cocina medio y tardoimperial. Y ello desde dos puntos de vista diferente: como una vajilla más “asequible”, al alcance de poblaciones

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con menor poder adquisitivo, o bien como una respuesta a fenómenos de alta demanda no del todo satisfecha por una importación transmarina siempre insuficiente de vajillas originales desde sus lugares de fabricación (cf. Principal 2008, 140). Como de costumbre, una mirada contextual puede ofrecer algunas pistas acerca de estas cuestiones. Los contextos más adecuados para conocer las modalidades y aspectos del fenómeno de la imitación de cerámicas de mesa son los productivos. La aparición de alfares destinados a la elaboración de estas clases cerámicas implica siempre un aumento exponencial de nuestras posibilidades de comprensión del background cultural y económico de la producción de imitaciones, pero, por desgracia, hallazgos de este tipo son excepcionales. Para el caso de las vajillas prerromanas la totalidad de los testimonios se concentran en la bahía de Cádiz, donde la presencia de talleres alfareros está documentada al menos desde finales del siglo VI a.C. (Sector III Camposoto) y se extiende casi sin solución de continuidad hasta época tardorrepublicana, enlazando con la producción de imitaciones de vajillas plenamente romanizadas: Camposoto (siglo V a.C.); Villa Maruja, Residencial David y C/ Asteroides (siglo IV - inicios del III a.C.); Torre Alta y Pery Junquera (siglos III y II a.C.); o el horno de la calle Troilo de Cádiz (siglo I a.C.), entre otros (en general, Sáez 2008). Por el contrario, las escasas estructuras fornáceas exhumadas en el interior de Turdetania para esta época no muestran evidencias claras de haber sido destinadas a la cocción de vajillas de mesa, siquiera comunes (García Fernández y García Vargas 2012), aunque ello contrasta con la frecuente aparición de formas imitadas con pastas locales, especialmente abundantes en lo que se refiere al repertorio engobado (Moreno Megías en este volumen). Así pues, parece evidente que este fenómeno imitador de vajillas foráneas, por lo que respecta al sur de la Península Ibérica, tuvo su inicio en el ámbito púnico, con un claro epicentro en la bahía de Cádiz, cuyas poblaciones ya habían mostrado desde época colonial una apertura a las modas formales y los hábitos de consumo de raíz helénica. La llegada de ánforas griegas y cerámicas barnizadas desde el siglo VII a.C. dan fe de una demanda constante que no cejará en el siglo VI a.C. y que sólo se verá mermada -ya a escala mediterránea- en la segunda mitad del IV a.C. (cf. Cabrera 1994), momento en el que tiene su inicio la regionalización de la producción de vajillas de semilujo con la proliferación de talleres locales y la aparición del universo de las “precampanienses”. Aunque, como ya se ha visto, no contamos con pruebas que permitan analizar las raíces y antecedentes de este fenómeno en la antigua Tartéside, lo que está claro es que los contextos exhumados en el alfar de Camposoto ponen de relieve la temprana adopción de un menaje doméstico -paralelo también a la producción de recipientes de transporte- en el que convergen influencias griegas y centromediterráneas a través de la fabricación local de un amplio elenco de formas que incluye recipientes destinado tanto a la preparación como, sobre todo, al consumo de comidas y bebidas. El volumen de producción y su perduración en el tiempo demuestran la existencia en estos momentos incipientes de la polis gadirita de un tejido industrial consolidado, versátil y abierto a los las influencias foráneas, así como una demanda social cuya sofisticación irá en aumento, adaptándose a los gustos y modas imperantes en cada momento, si bien manteniendo al mismo tiempo una fuerte personalidad, que será aún más intensa si cabe conforme nos adentramos en las tierras interiores de Turdetania. La variedad de manufacturas, de soluciones morfológicas y de acabados refleja al mismo tiempo una diversidad de situaciones, que sólo en los últimos años se han empezado a explorar, donde convergen las coyunturas económicas/ productivas de cada momento, la extracción social de los usuarios, los contextos de uso (doméstico, religioso, funerario), con la propia variabilidad del gusto. Una tendencia que la conquista romana no hará más que acentuar, al menos hasta la plena estandarización de los repertorios imperiales de terra sigilata en el siglo I y la generalización de las pautas de consumo a ella asociadas en el marco de una

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sociedad intensamente provincializada donde, a pesar de todo, el fenómeno de las imitaciones de vajillas de mesa se mantiene. Veamos cómo se produce esta transición. Por lo que respecta a los primeros siglos de la presencia romana, contamos a día de hoy para todo el sur de la Península con escasos contextos productivos que estén asociados de forma clara con imitaciones de cerámicas barnizadas: Parque Nueva Granada (Granada: Ruiz Montes et al. 2013), Los Villares (Andújar, Jaén: Ruiz Montes 2012), calle Doctor Fleming 13-15 (Carmona: Ortiz y Conlin e.p.), Jardín de Cano (Puerto de Santa María, Cádiz: López Rosendo 2008; Bustamante y López Rosendo en este volumen), calle Sagasta 28 (Cádiz: Bustamante y López Rosendo en este volumen) y los muy dudosos de Córdoba (Vargas Canto y Moreno Almenara 2002-2003 y 2004). De todos ellos, el de Carmona y los de la bahía de Cádiz se encuentran en el marco geográfico de interés prioritario de esta monografía. En Doctor Fleming 13-15, los escasos fragmentos de cerámica barnizada de imitación (Lamb. 7 en imitación de barniz negro, Consp. 8 en imitación de barniz rojo y copas de la forma Ic de cerámica tipo “Peñaflor” se asocian a dos hornos circulares de pilar central y un vertedero de material defectuoso en el que las clases cerámicas más abundantes eran la común, la común pintada turdetana (lebrillos, cuencos, urnas…) y las ánforas (Pellicer D y Haltern 70). El conjunto debe fecharse hacia época medioaugustea, con posterioridad al 20 a.C., puesto que la tipología de las Haltern 70 es la correspondiente a estos años y el resto del material itálico datante puede atribuirse al mismo periodo. Las copas de cerámica tipo Peñaflor que fechan la construcción y la reforma del pavimento del horno son también asignables a este momento. Sólo hay seguridad de la producción aquí (fallos de cocción claros) de las ánforas y la cerámica turdetana, por lo que las imitaciones de barnices rojos y negros pueden ser alógenas. De cualquier forma, se insertan en un contexto con un carácter claramente “indígena”, aunque con elementos que denuncian una romanización parcial o inicial, como las propias imitaciones de barniz rojo y negro o las ánforas de tipología romana (Haltern 70) que, no obstante, comparten los vertederos de desechos de producción con un número similar de ánforas de tradición local (Pellicer D). En la Alta Andalucía, el alfar de Parque Nueva Granada parece tener el mismo carácter o uno aún más “romanizado”, puesto que a las producciones de cerámica gris bruñida republicana (GBR) de la forma Lamb. 5 hay que añadir la de imitaciones de platos en Rojo Pompeyano (Luni 1 y 3) y la cerámica de Paredes Finas (Mayet 2 y/o 3 lisas y decoradas), así como la de material de construcción romano (tégulas e ímbrices). Pero junto a estas manufacturas se constata un amplio elenco de cerámica pintada de tradición ibérica (urnas, barreños, lebrillos…) y de ánforas de la misma tradición regional. Todo ello, en un contexto productivo de hornos de planta rectangular que suelen considerarse como un tipo de piroestructura de influencia itálica. Lo mismo puede señalarse para el alfar del Jardín de Cano, en un ambiente tardopúnico bastante romanizado a partir de fines del siglo I a.C. –cuando hacen su aparición las ánforas de imitación de Dressel 1C– y ya claramente romano en época augustea, momento en el que se constata la producción de copas de barniz rojo de tipo Peñaflor. En conjunto (las informaciones para el alfar de la calle Sagasta de Cádiz son menos expresivas al respecto del elenco completo de productos cerámicos) se puede señalar un fenómeno que ya se intuía desde los primeros estudios sobre la romanización de las formas anfóricas tanto en la bahía de Cádiz (García Vargas 1996 y 1998) como en el valle del Guadalquivir (Fabiao 2001; Almeida 2008; García Vargas et al. 2011): la relativamente rápida adquisición por parte del artesanado cerámico

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regional de técnicas (Bernal Casasola et al. 2004) y morfologías de clara influencia italiana como índice de un proceso de asimilación cultural que incluiría no sólo las técnicas y las formas cerámicas, sino seguramente también las estructuras de producción y los usos de la vajilla. De todos estos factores, el más retardatario fue probablemente el organizativo, pues hasta mediados del siglo I d.C. no se encuentra consolidada en la región del Bajo Guadalquivir una red de alfares rurales lo suficientemente amplia y estable para asimilarse a la gran industria cerámica italiana (Chic y García Vargas 2004; García Fernández y García Vargas 2012). Este es el momento en el que parecen dar inicio también los grandes talleres regionales de sigilata y cerámica común del Alto Guadalquivir, de modo que antes de estas fechas (que, hemos de recordarlo, constituyen las de consolidación de un repertorio cerámico “provincializado” en el Bajo Guadalquivir) la producción cerámica descansaba sobre la base de un conjunto más o menos amplio de talleres suburbanos situados en el entorno de los centros más importantes. Esto explicaría el carácter híbrido de las producciones que podemos observar en Carmona o Granada, pues el medio urbano del sur de Hispania en los últimos años de la República debió ser de una enorme variedad étnica y cultural; en la cultura material de estos establecimientos, las influencias itálicas, púnicas o turdetanas parecen manifestarse de forma bastante vitalista y no necesariamente “especializada” para cada “grupo étnico”. Así las cosas, es una propuesta demasiado mecánica suponer que cada uno de estos grupos tuviese sus “canales de abastecimiento”, productos itálicos para itálicos e indígenas para indígenas, e incluso que determinados órdenes sociales romanos de extracción local, siendo como eran prevalentemente subalternos (libertos, ciudadanos de “a pie”), se comportaran de forma “elitista” al acudir a los suministradores de cerámica. Estrabón (3.2.1) reconoce que en el valle del Guadalquivir había ciudades (la tradición textual ha trasmitido una misteriosa ciudad de Baitis ¿o quizás la ciudad que está sobre el Baitis, es decir Hispalis?) que no estaban “brillantemente pobladas” mientras que urbes “privilegiadas” enteras, como Carteia, en la bahía de Algeciras, estaban pobladas por ciudadanos (latinos) de origen libertino. Evidentemente, había elites. Gentes muy acostumbradas a un determinado nivel de vida e incluso a una vajilla (pocas veces de cerámica) determinada. Incluso, al principio, las diferencias étnicas podían estar más claramente marcadas por la cultura material, bien porque poblaciones itálicas de recién llegados se agrupasen topográficamente en zonas determinadas de la ciudad (como da a entender el repertorio de cerámica de cocina y de mesa de la excavación de la calle Argote de Molina 7 de Sevilla: Campos 1986), bien porque en establecimientos menores, lo hiciesen en áreas de habitación en las que la procedencia étnica y la función social de los grupos eran correlativas, como en la mina romana de la Loba, donde incluso puede seguirse a través del repertorio material de cada sector del yacimiento la procedencia geográfica de los pobladores (Blazquez et al. 2002). Pero éstas son situaciones excepcionales o de “primera hora”. Con el paso del tiempo, la composición social de las ciudades y demás establecimientos “indígenas” debió verse alterada en el sentido de una mayor interacción, cuando no mezcla, entre poblaciones. Los niveles de construcción del gran almacén de opus africanum del Patio de Banderas del Real Alcázar de Sevilla ofrecen, en un mismo contexto, cerámicas de diversa procedencia y calidad: sigilatas orientales, aretinas negras, barnices negros de cales, campanienses A tardías, con una importante presencia de las cerámicas de imitación (14%), lo que parece indicar que las distintas realidades culturales no sólo se daban de forma conjunta en los lugares de producción, sino también en los de circulación y en los de consumo. Lo mismo sucede en el Cerro de la Atalaya (Lahiguera, Jaén), donde campanienses “verdaderas” y GBRs conviven en un mismo edificio, aunque la concentración “topográfica” de estas últimas tal vez indica un origen o un destino conjunto y separado al del resto de las producciones cerámicas.

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Estos casos, tomados a título de ejemplo, desmienten, o al menos eso parece, la idea de que las producciones de imitación intentan cubrir los “huecos” de un suministro incompleto o escaso de piezas de importación, al menos en este momento. Una cuestión diferente es la de las modalidades y los receptores de dicho suministro. Los contextos del Patio de Banderas se asocian a un conjunto de edificios portuarios cuyo carácter oficial parece deducirse de la entidad de los mismos, de su ubicación topográfica y de las técnicas edilicias empleadas en su construcción. No estamos hablando tanto de un carácter militar en la elaboración y distribución de estas imitaciones cerámicas, como se ha propuesto en otras ocasiones (Adroher y Caballero 2008), como de una inclusión de estas producciones en los circuitos oficiales de distribución de mercancías en la región para fechas tardorrepublicanas. M. Bustamante y E. Huguet (2008) han llamado la atención acerca del hecho de que la presencia abundante de las producciones de cerámica tipo Peñaflor en los cotos mineros de la Bética Occidental apunta hacia compras de lotes cerámicos para el abastecimiento de las minas, una logística que, igual que la militar, se encontraba en manos de concesionarios privados que trabajaban bajo contratos de suministro de las más diversas materias. Estos concesionarios se comprometían a proporcionar determinadas mercancías adquiriéndolas bajo su responsabilidad en las áreas productoras o en los puertos de redistribución a cuenta de las cantidades asignadas por el Estado en pública subasta. El conjunto de alfares ciudadanos de la región afectada se constituía, de este modo, en cliente potencial de estos compradores “institucionales” que actuaban adquiriendo las mercancías requeridas a intermediarios. Éstos los importaban desde las zonas de procedencia (vinos y cerámicas de importación) y/o desde las propias regiones objeto de concesión. En estas condiciones, los alfares locales encontraban nuevos “mercados” para unas cerámicas que transformarían su morfología y su aspecto exterior en función no sólo de la influencia cultural de los “conquistadores” (aculturación) sino también de los gustos de los potenciales nuevos “clientes”. Nos encontraríamos, así, ante un complejo proceso cultural, político y económico que justificaría la aparición y la consolidación de las imitaciones cerámicas sin que ninguna de las causas aducidas hasta ahora (precio más asequible, lagunas de distribución) sea suficiente o decisiva para dar cuenta de este fenómeno para cuyo abordaje es necesario (además de más y mejor documentación material) una mirada más amplia y un mejor conocimiento de los mecanismos socioeconómicos del momento. Curiosamente, la regulación de los cauces del suministro militar y civil, esta vez desde la provincia al exterior y la progresiva adquisición de la ciudadanía por núcleos e individuos acabó regularizando también el repertorio cerámico producido en la región que, de esta forma se encontrará ya marcadamente provincializado hacia los años finales de la época julio-claudia, un momento en el que los servicios de imitación de cerámica “tipo Peñaflor” pueden considerarse más como parte de una facies romana local que como un producto de imitación tout court. A partir de ahora y a lo largo de los siglos II y III d.C. los fenómenos de imitación comienzan a adquirir otra forma, normalmente vinculadas a los cambios generales de tipo cultural verificados a escala Mediterránea (supra). Puede decirse que en la transición del siglo II al III d.C. se produce el fin, más o menos abrupto, del secular modo de comer de tradición helénica sustituido por otra forma de comensalidad reflejada en las producciones de ARS A y C y en los recipientes de cocina africanos, ligados a la preparación de los alimentos, formas de comensalidad que se prolongarán a lo largo de la Antigüedad tardía y que, paradójicamente, mantendrán el barnizado en las series de imitación como un rasgo de personalidad. Este tránsito supone, efectivamente, el final de una forma de comensalidad milenaria, pero por otro significa también el mantenimiento de una tecnología y de unos procesos productivos que reproducen lejanamente gustos periclitados (el engobe o los alisados que lo realzan o lo remedan),

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adaptándose a los nuevos tiempos; hasta el punto de que los tratamientos superficiales aplicados a las imitaciones de cerámica de mesa local a partir del siglo IV (TSHM) parecen surgir directamente de los ensayados desde mediados siglo II d.C. en las imitaciones béticas de las formas de cocina africana (vid. Vázquez Paz y García Vargas en este volumen). Las más antiguas documentadas hasta ahora proceden del alfar del Cortijo del Río (Marchena, Sevilla: García Vargas et al. 2013), donde se asocian a un amplio repertorio de cerámicas comunes y de cocina locales que presentan un elenco formal diferente en muchos aspectos al de épocas flavia y antonina y con numerosas novedades derivadas supuestamente de esas nuevas formas de tratar y presentar los alimentos que señalábamos más arriba: predominio de las ollas y los lebrillos profundos o barreños, cuencos simples y carenados, fuentes con asas horizontales…, que, junto a las imitaciones de cazuelas Lamb. 10A y tapaderas Ostia I.264, así como quizás cazuelas Ostia III.267/Hayes 197, parecen adecuarse a una cocina rica en alimentos líquidos o caldosos y poco dada a los servicios individuales de mesa. Lo mismo sucede en otros alfares contemporáneos o cercanos en el tiempo al de Marchena, como el de Los Matagallares, en Salobreña (Granada: Bernal Casasola 1998) con un repertorio muy similar y también con imitaciones de cazuelas Lamb. 10A y Ostia III.267/Hayes 197, y de tapaderas Ostia I.264, todo ello fechado en la primera mitad del siglo III d.C. A ambos habría que sumar las imitaciones de El Tejarillo, en Alcolea del Río (Sevilla: Remesal et al. 1994), con producción no del todo segura (cf. Alonso de la Sierra 2004, 541) de Hayes 181 y de Ostia III.264; y las de la Mesa de Alcolea, en la misma localidad (Alonso de la Sierra 1992), con producción de H. 181, Ostia III.332, Ostia III.267, Lamb. 10A a las que hay que unir otras imitaciones de ARS en A, C y D en ambos alfares: Hayes 6, 44, 50, 49, 61A. En general, estamos ante un amplio fenómeno de imitación que no sólo alcanza a las cerámicas de cocina (no tratadas en este volumen) sino también, aunque en menor medida, a las sigilatas claras de procedencia africana (ARS, vid. Vázquez Paz en este volumen), que constituyen el servicio de mesa habitual asociado a las producciones culinarias tunecinas. La enorme difusión de las producciones originales y su gran demanda supuso la aparición y consolidación, en especial en lo referido a las cerámicas de cocina, como se ha señalado, de imitaciones que a veces llegan a ser de gran calidad y que representan, al menos en los primeros tiempos (siglos II-III d.C.), un porcentaje cercano al 20% en general, aunque en los contextos rurales esta proporción puede aumentar. Centrándonos en las ciudades, no creemos que el fenómeno imitador sea consecuencia de las dificultades de adquirir esta clase de vajilla por su precio o por su escasez, pues la enorme cantidad de material importado en los contextos béticos desde el siglo II d.C. desmiente que se tratase de una cerámica de poca o difícil difusión y un precio alto de las importaciones es contradictorio con la abundancia de piezas originales en los mercados. La intuida existencia de talleres urbanos de imitación, como los de Córdoba (Monterroso 2005) y la nutrida presencia de ejemplares imitados, especialmente de cocina, en contextos urbanos demuestra, por otra parte, que no se trata de un fenómeno exclusivo de los talleres rurales, en los que la producción de imitaciones no es mayoritaria, al menos en los casos conocidos (supra). A pesar de las (necesarias) llamadas a la prudencia al respecto de X. Aquilué (2008, 557) parece lícito suponer que la importación de estas formas, y la aparición de sus imitaciones, respondió a la extensión de formas de cocinar y de servir la mesa similares a las que se dieron en el África romana y que están en su origen, por lo que insistimos en considerarlas el resultado de la adquisición por parte de los alfareros locales de tecnologías y morfologías exógenas que se estaban mostrando como las más adecuadas para los servicios de cocina y mesa que demandaban unas formas de preparación y consumo ya panmediterráneas.

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No existen pruebas de una emigración del alfareros africanos a los territorios occidentales ni tampoco el contexto formal de las cerámicas imitadas en el Guadalquivir, en talleres que producen sobre todo recipientes comunes y materiales de construcción como los del Cortijo del Río (Marchena), Córdoba o Los Matagallares (Salobreña), es especialmente “africano” (cf. Monterroso 2005, 138, sobre el elenco formal en cerámica común de taller de Córdoba del que se afirma que es similar al de Marchena). Aún más, la supuesta ausencia o extrema escasez en las ciudades béticas de originales de las formas más imitadas del repertorio inicial en ARS (Hayes 14 en ARS A, Hayes 17 var. B…), de la que se deduce que los alfareros conocieron esas formas no en Hispania, sino en Africa, origen de su experiencia artesanal (Monterroso 2005, 180), parece más un espejismo de la investigación que una realidad. Las excavaciones recientes en puertos como el de Hispalis o Itálica (Vázquez Paz 2010) demuestran que para fines del siglo II y principios del III d.C. cada uno de los tipos del repertorio imitado, que, por lo demás, no es muy amplio, se conoce igualmente en el importado y que son precisamente las formas importadas en más cantidad las que más se imitan. Incluso la adopción de tratamientos como el alisado exterior de las cerámicas de cocina de imitación parece constituir un recurso técnico propio de los alfareros béticos, pronto aplicado a otras producciones locales, como la TSHTM, cuyos terminados (a pesar del nombre de sigilata hispánica tardía que se le atribuye) podrían proceder directamente no de los barnizados tradicionales de las clases cerámicas del tipo sigilata, sino de este tipo de tratamientos habituales en las cazuelas y tapaderas que copiaban las formas africanas originales (vid. Vázquez Paz y García Vargas en este volumen). Una vez más estamos ante producciones que se documentan en los mismos contextos que las piezas que imitan y desde los inicios mismos de su producción, hacia mediados del siglo II d.C. Asimismo, las encontramos tanto en los establecimientos urbanos como en los rurales, donde lo que sí se observa es un “filtrado” de las producciones de ARS y cerámica de cocina africana, en el sentido de que del complejo y variado repertorio que se recupera en las ciudades sólo una parte, es decir, algunos tipos recurrentes (como Hayes 9a en ARS A, Hayes 50 en ARS C, Hayes 61a en ARS D y Lamb. 9, Lamb. 10a, Ostia I.261, Ostia III.264; Ostia III.267, por citar las principales), alcanza en las áreas rurales una presencia significativa, siempre en convivencia con los correspondientes tipos importados, aunque con cierta tendencia a superar en número a éstos desde fines del siglo III d.C., justo antes de que la presencia masiva de ARS D vuelva a aumentar el número de elementos del repertorio africano documentados en el campo bético. Incluso establecimientos rurales muy modestos cuentan con ejemplares recogidos en prospección o excavación de cerámica fina o de cocina africana, lo que pone en duda la idea de que determinados grupos sociales (sobre todo del interior) no pudieran acceder a su consumo y sitúa la producción de imitaciones en una perspectiva más amplia, dando a entender que no se trataba de un repertorio sustitutivo de otro en determinados medios socioeconómicos, sino más bien de una producción “añadida” a la otra como consecuencia de una demanda muy amplia, diversa y articulada. 4. Perspectivas de estudio De todo lo dicho hasta aquí pueden señalarse varios aspectos relevantes por lo que hace al futuro del estudio de las imitaciones de vajilla fina en el Bajo Guadalquivir y la bahía de Cádiz durante la Antigüedad. La primera constatación es que el inicio de la sistematización de los estudios es en sí mismo una garantía del futuro de la investigación. Los trabajos que conforman este volumen no son los primeros que se dedican a la materia, pero sí la primera serie de estudios coordinados y normalizados

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que recogen el estado de la cuestión para prácticamente todas las clases cerámicas de mesa imitadas en ambos ámbitos geográficos. Todo ello no sólo permite entender el fenómeno de las imitaciones en diacronía y a una escala regional, como un proceso a largo plazo que puede rastrearse sin solución de continuidad durante prácticamente mil años de historia, sino que también permite visualizar campos de investigación hasta ahora más o menos ocultos, así como identificar las carencias de la investigación actual y evaluar las posibilidades de remediarlas. La primera y más evidente carencia es la falta de analíticas arqueométricas que ayuden a caracterizar las producciones y determinar su origen no sólo desde el punto de vista de su morfología y aspecto exterior, aunque se están comenzando a dar algunos pasos, aún inéditos, al respecto. En este volumen se definen los primeros grupos macroscópicos de pastas a partir de descripciones y fotografías, pero es necesario avanzar en los análisis ceramológicos pertinentes para conocer además del aspecto visual de las mismas su composición química y mineralógica. La segunda, tal vez tan grave como la primera, es la escasez de contextos productivos, es decir, de alfares excavados en los que se verifique la producción de cerámicas de mesa imitadas, pues en la actualidad contamos con un número exiguo conocido, sobre todo en el interior del valle del Guadalquivir, habitualmente sin excavar o con intervenciones muy someras o no publicadas convenientemente. Sólo un avance en el conocimiento de estos contextos puede ayudar a aquilatar las relaciones entre las producciones imitadas y el resto de clases cerámicas elaboradas en los alfares de la Ulterior-Baetica. La tercera es la ausencia de estudios sobre contextos de consumo en los que poder establecer con claridad las relaciones cualitativas y cuantitativas entre los tipos de cerámica en circulación en un momento determinado y en un lugar concreto a lo largo del tiempo, o con los que poder comparar las tendencias de circulación y consumo que se dan en el mismo momento, pero en asentamientos diferentes de similar o diversa categoría funcional. Este capítulo de la monografía ha insistido en la idea de que no es posible avanzar interpretaciones no dar respuestas a interrogantes socio-culturales persistentes sin un estudio contextual de los repertorios cerámicos. La cuarta necesidad de los estudios de cerámicas de mesa importada en las regiones que se incluyen en esta monografía es el análisis cuantitativo, sin el que la aproximación contextual estaría incompleta. Hoy existe una amplia gama de técnicas de cuantificación a disposición del arqueólogo para transformar lo que en este capítulo y en otros muchos de esta monografía no son sino “impresiones” generales, fruto de la experiencia personal o del estudio de los contextos publicados, en tendencias cuantitativas u órdenes de magnitud, cuestión sin la que no se pueden enfrentar con garantías suficientes determinadas problemáticas básicas. Esas son las tareas que quedan para el futuro, y seguramente muchas otras que no acertamos aún a identificar correctamente. Esperamos haber contribuido con este libro que reúne aportaciones de algunos de los mejores especialistas en los estudios cerámicos al menos a identificarlas y a poner los cimientos de un trabajo futuro prometedor. Que así sea. 5. Bibliografía A.M. Adroher Auroux; A. Caballero Cobos, Imitaciones de barniz negro en pasta gris en época tardoibérica. La cerámica gris bruñida republicana, en: A.M. Adroher; J. Blanquez (eds.),

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