Entusiasmo y obsesión. Notas para una paideia en Adolfo Couve.

September 29, 2017 | Autor: Cecilia Bettoni | Categoría: Pintura, Modernidad, Adolfo Couve
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Descripción

Entusiasmo y Obsesión: notas para una paideia en Adolfo Couve.

por Cecilia Bettoni Piddo

“Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. ‘Necesito otros cinco años’, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que se hubiera visto”

Cuento chino

E

s difícil situar a Adolfo Couve, fijar su imagen de manera más o menos

acertada, medianamente definitiva, en la Historia del Arte en Chile. No solamente porque haya sido el defensor de un paradigma muy impopular –y, a primera vista, anacrónico-, sino también porque esta misma Historia del Arte en Chile es algo con lo que estamos en deuda1. Con el respeto que esta dificultad inicial merece, intentaré acá perfilar un territorio de trabajo a partir de dos polos anímicos que me parecen determinantes a la hora de pensar el legado de Couve: el entusiasmo y la obsesión. Sin embargo, no trataré de interpretar su legado-obra; más bien, me interesa averiguar esa otra herencia –pedagógica, si se quiere- que inaugura en Chile una antigua forma de hacer y pensar el Arte2. En este sentido, la presente lectura ha sido elaborada a partir de una serie de entrevistas que Couve diera a lo largo de su vida, donde fueron consignadas no sólo sus opiniones, sino, sobre todo, sus obsesiones3. Couve se reconocía como un melancólico sin retorno. Lo angustiaban la istmo 107

vejez y la muerte, al punto de afirmar que “el estado de ánimo que rige al

hombre es saber que se va a morir”4. En este sentido, el arte encarnaba la resistencia, una forma de capeo, en tanto “realidad que el artista logra poner fuera del tiempo”5. Lector de Baudelaire, sabe que la lucha del artista es contra ese tiempo devorador y contra su bostezo, que todo lo engulle. Y sabe también que para salir victorioso –pero con una victoria que asoma como una derrota- es necesario ceñirse a las “exigentes leyes del arte”, articular un ejercicio testimonial donde se castiga el tema y el lenguaje para producir el cortocircuito de la belleza6. Frente a ese tiempo que transcurre de manera dolorosa, cada obra de arte produce una manera de despedirse de eso que está, desde siempre, yéndose. De ahí el rigor formal que Couve se exige a sí mismo. En la línea de Cézanne, afirmaba que el arte no tiene nada que ver con crear (en el sentido de la pura expresividad desbocada), sino con realizar una traducción de la realidad que sólo podía lograrse desde cierta distancia. De hecho, hay pocas palabras tan desacreditadas en su diccionario personal como “vanguardia”, y cuando se le pregunta por la definición de la originalidad, responde que ella “es la resultante de una conducta, de una actitud y un rigor frente a la naturaleza y al hombre. Es la resultante de una retención, de un sometimiento a las leyes de la pintura hasta que finalmente aflora el aporte personal. Es aprendiendo y estudiando lo que es original, no expresándose libremente. (…) De la disciplina aflora la originalidad”. Y esto vale también para la literatura, donde, amparado en la objetividad, el escritor pasa a ser un descriptor, alguien que describe lo que ve, como mencioné más arriba, “con un rigor formal muy grande”. Este rigor es el de la sintaxis perfecta. Su ética está determinada por una comprensión del arte como desafío de la muerte, una suerte de trascendencia imperceptible donde no hay lugar para sinónimos. La traducción que hace el realista es instantánea, dice Couve, es una cosa en la que se ha puesto mucho trabajo –algo que se ha perseguido obsesivamente-, pero cuyo producto adviene con un solo gesto. En este sentido, Couve se queja de la inexactitud –y del éxito- de autores como Isabel Allende o García Márquez. En cuanto a la primera, desprecia su lenguaje ambiguo e improvisada subjetividad; respecto del segundo, lamenta su promoción de una América falsa, recortada bajo la luz de un realismo mágico que nada tiene que ver con lo Americano. Esto último sería, por oposición a lo que pretende el colombiano, la juntura de dos culturas –la indígena y la española-, que todavía no ha sido definida de manera acertada. Abiertamente, Couve declara que es esta definición la que está instalada en el centro de su programa de escritor-artista; programa que, como mencioné al comienzo, los escritores jóvenes habrían de continuar. Su misma adherencia al istmo 108

realismo está determinada por dicho programa, que es también la forma en

que él concibe la única vanguardia posible, y que culminaría con la traducción al francés de este realismo europeo pasado por el cedazo americano7. Más allá de lo acertado o no que sea este programa, de lo viable que sea su realización, creo que su densidad y su pretensión revelan una voluntad paradójica: Couve es intransigente en cada uno de los puntos que lo componen, y al mismo tiempo desea profundamente embarcar en su realización a generaciones posteriores. De hecho, insiste en señalar que no se fue de Chile, sino que se quedó (a diferencia, por ejemplo, de Matta, “que jamás ha pintado una cabeza, una mano, que nunca le ha dado nada a un joven chileno”8), y se quedó haciendo clases durante más de treinta años. Primero, como profesor de Pintura en el Bellas Artes; luego, abandonada la pintura por la literatura, como catedrático de Historia del Arte y Estética en la Universidad de Chile. Esta extraña vocación es, me parece, un ejercicio de contrapeso: si el artista está siempre en la obsesión, el maestro predica el entusiasmo. En una entrevista, Raquel Correa le pregunta a Couve qué es lo que quiere dar a los demás. Él, muy serio, muy categórico, responde: “Nada directamente a las personas. Considero que cuando uno le da entusiasmo a otro, ya es mucho. Me gustaría comunicar ese entusiasmo. Nadie tiene derecho a darle nada a los demás”9. No se puede dar, pero sí se puede transmitir. Más adelante, dice que esto es lo que más le gusta de la docencia: transmitir su experiencia, “dar a los jóvenes un entusiasmo real”10. Quisiera pensar que el entusiasmo que Couve pregona es una especie de antídoto, el ingrediente principal de un brebaje secreto cuya acción es capaz de anular la sensación de dureza exterior de la realidad. El artista reconoce los riesgos del mundo que le ha tocado vivir, “un mundo tan sin futuro, con todos los valores trastocados, con la gente loca por allegar bienes materiales que ni siquiera pueden usar, siempre en competencia y educados en la competencia”11 y sabe que en un escenario como este, se vuelve urgente educar a los jóvenes en el afecto del entusiasmo. Su temor a la vejez y a la muerte corre paralelo a su apología de la juventud como época en que uno podía arriesgarse a hablar de todos los temas posibles, incluso aquellos que desconocía –y precisamente porque los desconocía-. Esas aventuras van menguando con el tiempo, y por eso es necesario aprovechar el temprano entusiasmo. Bien encaminado, puede devenir el motor de una obsesión12 mayor. Sin embargo, Couve reconoce lo opresiva que puede llegar a ser esta obsesión, hasta qué punto es capaz afectarlo profundamente: “Yo escribo con la tercera mano. Para mí es un hecho que el hombre está disociado del artista istmo 109

aunque se alimentan uno del otro. Esa dicotomía es la que produce el arte”.

Tan decisivo fue en su obra este temple que, para justificar su migración hacia la literatura, reconoció que la pintura le era demasiado fácil, porque cuando pintaba se sentía demasiado feliz, mientras que la escritura era una especie de padecimiento, un dolor inmenso donde tenía -al menos- la impresión de estar efectivamente realizando algo13. En este sentido, su intransigencia llegó al punto de comparar la vocación del artista con una vocación religiosa, que impone una serie de sacrificios ineludibles. El obsesivo es detallista. No apunta muy alto, sino con precisión. Su habilidad es la del hacer minucioso, paciente14. Va hasta el final del camino, y hay veces en que pareciera que no va a volver. A Couve le sucedió eso al menos dos veces. Primero con El pasaje (cuya producción le significó no escribir nada durante casi diez años); luego con La Comedia del Arte. La tercera vez, definitivamente, no lo logró15. Y es que para Couve, realizar una obra de arte era construir una realidad y lograr ponerla fuera del tiempo. Semejante tarea exige un esfuerzo casi sobrehumano, pues el artista se toma atribuciones que parecen no corresponderle; hace las cosas sin permiso, y el miedo de haberlo logrado –o apenas intentando- lo acompaña día a día. Poner algo fuera del tiempo es, si se quiere, contemplar su contenido de verdad. Mirarlo de frente, con atrevimiento: “hay que mirar al cielo y saber de qué se trata todo esto”16. El equilibrio que se construye entre un temple y otro tiene que ver, a mi juicio, con la siguiente relación: el entusiasmo sería el ánimo mediante el cual podemos hacer sentir a otros una obsesión personal como una necesidad colectiva. La efectividad de esta transposición es fundamental para determinar el éxito de cualquier programa –no sólo el artístico. Quien ha mirado largo rato una misma cosa, la ha mirado por todos los demás. Podríamos decir que el programa artístico de Couve consta de tres momentos o etapas: la primera tiene que ver con la definición exacta de lo Americano; la segunda, con hacer algo bien hecho; la tercera, con ayudar a los demás. El mismo Couve lo sintetiza así cuando Ana María Foxley, en una entrevista para el diario La Época, le pregunta en qué cree: “Creo en esta definición del lugar donde estamos; creo en las cosas bien hechas; creo en poder ayudar a los demás, que es apasionante cuando uno se encuentra reflejado en algunas expresiones”17. Sorprende la simpleza de su voluntad, casi tanto como nos sorprende su franqueza, y tendemos a confundirla con soberbia (pero no se trata de eso, sino, como él mismo reconoce, de vanidad). Es sobre todo este tercer momento el que estaría mediado por el entusiasmo. Esta preocupación sería lo que lo mueve a la docencia, aún cuando nunca se haya sentido a gusto en la cofradía de los profesores. Pero ese trabajo sutil y silencioso, profundamente vivo al que se dedicaba en los subterráneos de Macul, le otorgaba una alegría indescriptible. De ahí también el secreto istmo 110

orgullo que le provocaba el que al menos dos de sus novelas (El Picadero y

La Lección de Pintura) fueran parte del programa de lectura del Ministerio de Educación. “Que los niños de una escuela rural de provincia, que están mirando el potrero, la primavera por la ventana, lleven mis libros en sus bolsones, es más que recibir el Premio Nobel”18. El reconocimiento que el público, al que “siempre le gusta lo que no es y pasa a llevar lo que es”19, y los editores nunca le otorgaron, se deja entrever en ese homenaje que, sin saberlo, le rinden los pequeños lectores. Y es que, como profesor, Couve entiende que su labor consiste en transmitir esas “tradiciones estupendas” que sus profesores le cedieron. Y esta labor es siempre entusiasta20. Este es, para Couve, el único compromiso que admite el arte, el único que no es un compromiso externo, que no atenta contra la pureza del oficio21. Frente al compromiso contingente, cuya elución muchas veces se le reprochó, él propone uno realmente político “con un orden y una equidad de más largo alcance”22. La soledad obsesiva a la que se entrega en Cartagena, esa existencia monacal que no admite interrupciones, se vuelve en Santiago un entusiasmo sin límites: “calidez a través del hielo”. En 1995, Claudia Donoso le pregunta por el sentido del desplazamiento Cartagena-Santiago. Y Couve responde: “Hacer clases es una manera de ganarme la vida, pero yo necesito ir para allá: como no soy una persona caritativa ni buena, al mundo le doy a través de las clases. Me gusta ver a esos niños que no saben una cosa y después salen sabiendo. A lo mejor cuando me esté muriendo y me pregunten «¿Y no hiciste nada por los demás?», voy a poder contestar: «Sí, hice clases durante treinta años»”23.

Notas

1 Ya lo dice Adriana Valdés en el recientemente publicado Textos sobre Arte, de Enrique Lihn, donde apunta la necesidad de “facilitar la historia del arte en Chile” a partir del estudio de la

crítica: se echan de menos miradas viables, certeras, lúcidas, lo suficientemente arriesgadas como para emprender una relectura de lo que ha sido –y es- el arte en Chile. 2

La historia del arte moderno nos ha enseñado que hacer y pensar no son actividades disociables o independientes en la práctica artística. 3 Agradezco a Catalina Porzio el haberme facilitado, meses atrás, este material. 4

Cecilia Valdés Urrutia, “La Comedia del Arte. Entrevista con Adolfo Couve” (Santiago, El Mercurio, 1995). 5 Enrique Sanhueza B., “Peregrinar de Adolfo Couve por la pintura y las letras” (Santiago, El Mercurio, 1979). “No hay nada más extraordinario que la ecuación entre el lenguaje de una disciplina y el tema. Ambos hacen el todo que es la belleza. Ciertamente, hay que castigar un poco el tema y

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otro poco también el lenguaje para que ese todo sea «universal». Pero el autor debe situarse, desde luego, en un lugar adecuado. ¡Detesto el desequilibrio!”. En Ana María Larraín, “Yo soy lo marginal, lo desacreditado” (Santiago, Qué Pasa, 1985). 7

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“Esto es lo que quiero algún día pasar por el Cono Sur y llevarlo de vuelta a las fuentes. Sería mi vanguardia. La vuelta a los orígenes con todo el contenido americano. Traducirlo y publicar este libro en París. Esa sería mi vanguardia. Lo que me va a costar, porque los franceses cuando

leen mis cosas las encuentran igual a las de ellos. Si otros escritores chilenos están pegando fuerte allí lo están haciendo por lo exótico, y yo quiero entrar por lo profundo. Debo encontrar editores franceses que se den cuenta de que lo que estoy mandando es un «Balzac» pasado por América”. En Cecilia Valdés Urrutia, “La Comedia del Arte. Entrevista con Adolfo Couve” (Santiago, El Mercurio, 1995). 8 Adolfo Couve, “La poesía nos va a salvar”. Conferencia en La Sebastiana. 9

Raquel Correa, “El escritor dentro del baúl” (Santiago, Ercilla, 1977). Ídem. 11 Enrique Sanhueza B., “Peregrinar de Adolfo Couve por la pintura y las letras” (Santiago, El Mercurio, 1979). 10

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Obsesión no es, en el diccionario de Couve, una palabra negativa. Más bien, es la palabra que él opone a creación, y da cuenta del entusiasmo propio del hacer artístico. “[Los artistas] son personas que están en la obsesión –porque a mí me carga la palabra creación, porque es nefasta- de realizar cosas y en una introspección que les impide relacionarse con la cuenta del agua, con la cuenta de la luz, con las mujeres, con los amigos, con todo”. En Philippe Fardel, “La soledad de un artista es espantosa” (Santiago, El Mercurio, 1996).

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“A mí me cuesta mucho menos pintar que escribir. Cuando pinto estoy feliz. Pero no estoy creando. Se crea en el dolor nomás. La felicidad va en contra del talento. El talento es dificultad. Es fe. Escribiendo lo paso pésimo”. En Malú Sierra, “La difícil realidad de Adolfo Couve” (Santiago, Paula, 1976).

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“Es sagrado eso de comunicarse con los demás. [Los escritores profesionales] creen que basta con tener una máquina de escribir. Y publican cuarenta novelas. Otros hacen dos novelas al año. Virgilio escribió cuatro cosas y son perfectas. Baudelaire un solo libro y es un libro santo.” En Raquel Correa, “El escritor dentro del baúl” (Santiago, Ercilla, 1977). 15 “Cuesta mucho más vivir cuando se ha desdoblado uno tras haber alcanzado una cosa intemporal. Entonces se siente mucho más el transcurso del tiempo, la vejez, lo precario de todo. Cuando se ha podido cincelar un párrafo, bruñir una página, eso se vuelve en contra tuyo, ¿me entiendes? Se vuelve muy inestable y precaria la existencia de uno”. En Marta Blanco, “En los desórdenes de Couve” (Santiago, Paula, 1977). 16 Raquel Correa, “El escritor dentro del baúl” (Santiago, Ercilla, 1977). 17 Ana María Foxley, “Adolfo Couve: un sentimental que se castiga” (Santiago, La Época, 1989). 18 Beatriz Berger, “Un enamorado de la belleza” (Santiago, El Mercurio, 1993). 19 Raquel Correa, “El escritor dentro del baúl” (Santiago, Ercilla, 1977). 20 “(…) yo agradezco enormemente a los profesores que me transmitieron tradiciones estupendas. ¿Será mejor haber triunfado afuera o haber tenido la oportunidad de ayudar a gente que tenía el entusiasmo pero no otra opción que ver las grandes obras en reproducciones diapositivas?” En Carolina Ferreira, “Cuando la casa es grande” (Santiago, La Época, 1997). 21 “Y una buena obra de arte es siempre una buena obra política. No necesita comprometerse políticamente. En cambio a veces lo necesitan los hombres e incluso algunos artistas, porque creen que el mensaje político tiene que ser evidente. Son artistas más aprehensivos que necesitan del compromiso político para definir ciertas cosas que el arte de por sí lleva implícitas” En Malú Sierra, “En los desórdenes de Junio” (Santiagom, Paula, 1970). M. C. G., “Preguntando a un joven escritor” (Santiago, El Cronista Dominical, 1976). 23 Claudia Donoso, “Los artistas son monjas” (Santiago Caras, 1995).

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