Entrevista Revista Nueva, 2015: \"El turf, a caballo de la historia\"

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El turf, a caballo de la historia Por Alejandro Duchini.

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El turf, a caballo de la historia El mundo de las carreras tuvo su gran apogeo en el siglo pasado. El historiador Roy Hora cuenta detalles de este deporte, que fue muy popular, en su último libro, Historia del turf argentino. Estamos en noviembre de 1918. Carlos Gardel y José Razzano andan de gira por La Pampa. Pero tienen la cabeza en Buenos Aires, donde faltan horas para que se dispute la denominada “carrera del siglo” en el Hipódromo de Palermo. Los protagonistas son los purasangre Botafogo y Grey Fox. El mundo burrero no habla de otra cosa. Y ellos, la dupla del tango, suben a un tren y emprenden el viaje para verla personalmente. Para ambos, todo lo demás queda en segundo plano. El ejemplo sirve para graficar lo que significaba el turf en aquellos tiempos. Era tal la pasión que generaba, que se lo puede comparar con lo que sería el fútbol después. Roy Hora, historiador e investigador del Conicet, describe esto en su libro Historia del turf argentino. A lo largo de sus páginas se entiende cómo la actividad atraviesa usos y costumbres argentinas desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Por ejemplo, lo más

importante de cada competencia hípica eran los dueños de los caballos y los caballos en sí; los jinetes, en cambio, no tenían tanto protagonismo. “Hasta que apareció Leguisamo y cambió las cosas”, dice Hora, con el libro entre sus manos. Después, los jockeys se convirtieron en los deportistas mejor remunerados del país, la clase media se volvió crítica de una actividad seguida de cerca por los sectores populares y los pudientes, y el dinero de las apuestas se transformó en un generador de conflictos. –Tema apasionante el del turf. ¿Por qué lo elegiste para escribir un libro? –Porque si bien hoy solo le interesa a una minoría, entre 1870 y 1960 fue uno de nuestros grandes espectáculos deportivos. Y hasta los años treinta fue sin duda el más importante, el más popular. Se trató de algo que le interesó mucho durante mucho tiempo a mucha gente. Una segunda razón tiene que ver con que era muy importante para los sectores más poderosos de nuestro país: el turf lleva la marca de la clase pudiente, dueña de los caballos de carrera, que eran carísimos. El hipódromo fue un espacio de inte-racción de clases altas y bajas. Esto lo vuelve un objeto de estudio muy interesante, porque sus transformaciones nos ayudan a entender cómo cambió la sociedad argentina. Y hay un tercer elemento. En el turf nació el deportista profesional, la estrella deportiva. Hasta los años cuarenta los jockeys ganaban mucho más dinero y eran más conocidos que los futbolistas. Leguisamo es el ejemplo paradigmático, pero había otros. Y lo interesante del caso es que para ganar un lugar de protagonismo en la pista, y frente al público, los jinetes debieron “ganarles” a los propietarios, que los habían relegado a ser figuras un poco anónimas. –¿Por qué? –Cuando se creó el Jockey Club, en el año 1882, y Palermo se consagró como el gran hipódromo argentino, la idea que primaba era que las carreras las ganaban los caballos; los jinetes eran como “choferes” que llevaban al caballo de la línea de salida a la meta. Hasta 1910 o un poco más, los protagonistas del hipódromo fueron los caballos y sus dueños. Todo cambió en la década del 20, cuando se produce un fenómeno de popularización del deporte, empujado por la democratización del Estado y de una cultura más popular. En ese marco, se crean las condiciones sociales para el ascenso de los deportistas profesionales. Desde entonces, comenzó a crecer la figura del jinete. –¿Es un deporte popular y aristocrático al mismo tiempo? –Sí, aunque desde la década de 1930 la clase media comenzó a darle la espalda. Para entender el prestigio de la actividad hay que recordar que, en su origen, en la década de 1880, fue concebido como un emprendimiento de importancia pública. Se pensaba que las carreras servían para seleccionar a los mejores ejemplares que mejorarían a los caballos de trabajo en una época en la que la economía se movía con caballos. Esta fue la gran justificación del turf, y por eso el Estado apoyó al hipódromo y al Jockey Club. Cuando nació, el turf estaba asociado a una ideología productivista y fue concebido como un emprendimiento de relevancia pública. –¿Qué te llevó a ejemplificar la pasión por el turf con el viaje de Gardel de La Pampa a Buenos Aires? –Esa imagen sintetiza el enorme atractivo del turf en ese tiempo. Muchos estaban dispuestos a hacer algo así. El turf era una pasión nacional y no solo algo que les interesaba a los porteños o a los habitantes de la provincia de Buenos Aires. Lo que pasaba en Palermo se conocía en todo el país. La intensidad de esa pasión era, en algún aspecto, equivalente a la que muchos espectadores sienten hoy cuando juega su equipo de fútbol o la Selección. –¿Roy, vos crees que se puede concebir al turf sin el tango? –El turf nació antes. Pero en su momento turf y tango marcharon juntos, al tope de las preferencias de las mayorías. El hipódromo fue uno de los temas privilegiados por este género musical, y fue evocado en cientos de tangos. No sucedió algo similar con el fútbol, que comenzó a crecer cuando el tango declinaba. En este sentido, tango y turf tienen trayectorias similares, y simbolizan la cultura popular de las décadas que van desde Hipólito Yrigoyen hasta Juan Domingo Perón.

–En el libro explicás que el turf ocupaba en la sociedad el lugar que hoy tiene el fútbol. –Es así hasta entrada la década de 1930, cuando distintos fenómenos hicieron que el turf comenzara a perder terreno frente a otros espectáculos deportivos. ¿Por qué retrocedió? Este no fue un fenómeno exclusivamente argentino, pues el turf perdió protagonismo también en Europa y los Estados Unidos. Una razón de este retroceso es el ascenso del automóvil. Hay que recordar que el auto suscitó una gran pasión popular, cuyos emblemas son Fangio y Gálvez. Y también surgió una nueva oferta deportiva, centrada en el fútbol, que interpelaba a los jóvenes no sólo como espectadores sino también como jugadores. Para estas nuevas generaciones, el potrero fue más importante que el hipódromo como ámbito de socialización.

Un escritor en las pistas –¿El mundo de los hipódromos sigue siendo elitista? –Ya no. Si miramos a los dueños de caballos, hoy es más plutocrático que elitista. Entre quienes lo dominan ahora, hay muchos sin gran trayectoria en el ambiente. –¿Hay lugar para la mujer? –En el hipódromo elitista de comienzos del siglo XX la presencia de la mujer era muy visible. Estaba allí, en la tribuna oficial, elegante, bien vestida, exhibiéndose. Y también había niños. En otros aspectos, el hipódromo es muy misógino, ya que hay pocas mujeres que se hayan destacado como propietarias o entrenadoras. Solo Inés Victorica Roca, que estuvo al frente del haras Ojo de Agua, alcanzó el primer plano. Algo similar sucede entre los jinetes, un mundo que también es cerradamente masculino. Marina Lezcano logró hacerse un nombre en los años setenta y ochenta. Fue la única mujer que ganó la Cuádruple Corona y que llegó a la tapa de la revista El Gráfico. –¿Qué motivaba tanta pasión alrededor del turf? –Hoy nos cuesta comprenderlo, porque hemos perdido familiaridad con el mundo del caballo. Pero hay que recordar que este es un país de caballos y hasta la década de 1930 la inmensa mayoría de la población conocía y apreciaba a estos animales. Hasta que se masificaron los automóviles, la cantidad de caballos por habitante era enorme. En las provincias pampeanas, por ejemplo, había más caballos que personas. Se los trataba como herramientas de trabajo, pero también como criaturas dignas de respeto y afecto. Y los caballos de carrera eran una suerte de aristocracia equina: altos, elegantes, temperamentales, impactantes. Quienes iban al hipódromo podían estar interesados en la apuesta pero, por sobre todas las cosas, disfrutaban del espectáculo. Así como hoy podemos apreciar los talentos de un jugador de fútbol, en ese tiempo sucedía algo similar con los caballos y los jinetes. Si no hubiera sido capaz de generar entretenimiento y genuina emoción, el hipódromo no habría sido tan popular. –¿Alguna vez vos apostaste en algún hipódromo? –Soy un producto típico de las clases medias educadas, el hipódromo no es mi mundo. Solo fui dos veces, arrastrado por algún pariente burrero. –¿Y cómo te fue? –Nunca gané, pero lo pasé muy bien. Pero para gente como yo, no se compara con la cancha de fútbol. Sin embargo, este libro puede ser una revancha. No solo porque disfruté haciéndolo y aprendiendo sobre el mundo del turf, sino porque, como me dijo un amigo, tal vez pueda recaudar en derechos de autor lo que perdí apostando a un caballo.

Quién es Roy Hora?

Roy Hora se graduó como doctor en Historia Moderna en la Universidad de Oxford en 1998 y estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde se recibió de profesor de Historia. Tiene varios libros publicados, como Historia económica de la Argentina en el siglo XIX, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política y Peronismo y menemismo. Avatares del populismo en la Argentina, entre otros. Además ha dado clases en las universidades de Buenos Aires, Oxford, Di Tella, Stanford y San Andrés. También es investigador independiente del Conicet.

Leguisamo Nació el 20 de octubre de 1903 en Salto, Uruguay, y falleció el 2 de diciembre de 1985 en Buenos Aires. Irineo Leguisamo está considerado como el mejor jockey de los que compitieron en nuestro país. Roy Hora lo cuenta así: “Era un jinete superior. Sabía cómo explotar al máximo el potencial de un caballo. Marcaba una diferencia. Los propietarios hacían cola para que les montara sus caballos. Y él, por supuesto, elegía qué caballos correr. Con Leguisamo, pues, el jinete se volvió un gran protagonista del espectáculo, y el turf se volvió más popular y democrático”.

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