Entrevista a Slavoj Zizek, \"La Maleta de Portbou\", nº22 (2017)

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Descripción

ENTREVISTA

SLAVOJ ŽIŽEK «Trump es una catástrofe ética absoluta» Por

MIQUEL SEGURÓ

EN T RE V IS T A Conversamos con Slavoj Žižek, uno de los pensadores actuales de mayor influencia a nivel mundial. Es autor de una obra extensa y transversal, profusamente difundida y traducida en todo el mundo. En la actualidad es investigador en el Birkbeck College de la Universidad de Londres. También es conocido por su implicación y activismo sociopolítico. En 1990, por ejemplo, fue candidato a la presidencia de la República de Eslovenia. En más de una ocasión se ha definido a sí mismo como un filósofo hegeliano, psicoanalista lacaniano y comunista. Y precisamente por esto primero quisiera comenzar. Miquel Seguró: ¿Por qué crees, Slavoj, que un autor del siglo xix como es Hegel puede ser importante para nosotros hoy? Slavoj Žižek: Me gusta que comencemos por esta pregunta. Fundamentalmente porque la situación con la que Hegel se encontró es parecida a la que tenemos nosotros hoy. A Hegel le tocó vivir en un mundo postrevolucionario (la Revolución francesa de 1789) que había visto cómo la revolución, que tantas expectativas había levantado, pronto derivó en su propia perversión: la guillotina. Aun así, Hegel se dio cuenta de que su legado pervivía, y la revolución, si bien fracasada, seguía siendo una posibilidad. Ése fue su postrero triunfo. Lo mismo sucede hoy con el comunismo y el colapso total que vivió en los últimos años. Es en este sentido que soy hegeliano: al capitalismo salvaje hay que oponerle el legado del comunismo. Quiero aprovechar para decir que sobre Hegel se han hecho demasiadas caricaturas. Cuando habla del vuelo de Minerva en su filosofía del derecho, y de eso de que la filosofía va tarde, que alza el vuelo cuando el proceso de la vida se ha dado, no está reclamando el advenimiento de ningún estado totalitario. Lo que viene a decir es que sólo cuando una época comienza su ocaso podemos comprenderla. Y es en ese momento cuando aparece la tentación totalitaria de reducir el caos y el desasosiego que genera un sistema que lo ordena. No es que Hegel lo defienda; yo diría que lo que hace es más bien advertirnos de que eso puede suceder. M. S.: Hablas de revolución y de legado, pero ¿qué significa revolución hoy día? Porque vemos que no solamente la iz-

quierda habla de ella. También los movimientos reaccionarios hablan de la revolución de las clases populares... S. Z.: Si uno entiende por revolución el alzamiento exitoso de las clases populares en la toma del poder, hablamos de un tópico de la izquierda que la derecha puede perfectamente asumir como propio. Por eso la verdadera revolución tiene que ver con, primero, un cambio de las políticas generales económicas y, segundo, la progresión incansable de la transformación de la realidad la mañana siguiente de la toma del poder. No se trata de que la revolución triunfe. La exigencia está en el sostenimiento de un cambio radical del sistema de organización social. Hasta ahora la izquierda ha entrado en demasiadas ocasiones en el juego poco dialéctico con el sistema: se ha conformado a él barnizando levemente sus estructuras de poder (solidaridad, estado del bienestar, etc.). Esto se llama «izquierda liberal» y ésa es su tumba. La revolución es una forma de estar en el mundo, por eso debe ser permanente y procurar que la gente que ha salido a la calle vea que los cambios por los que se ha movilizado se dan. Esto exige un cierto grado de violencia en la revolución misma, quizá no exactamente física pero sí simbólica. En este punto no hay que ser fetichistas de la democracia, porque muchas veces es una manera aterciopelada de sofocar la dinámica revolucionaria. La revolución debe revolucionarse a sí misma una y otra vez, y ésa es su paradoja: habla de la posibilidad de algo nuevo, diferente, pero esa esperanza no sabe exactamente cómo encontrarla. M. S.: ¿Y no será que la izquierda adolece de un cierto complejo de superioridad o de narcisismo excesivo? ¿O quizá que es imposible transformar el poder desde dentro? S. Z.: Sobre lo primero, absolutamente. Hay que evitar la tentación de enamorarse de uno mismo, y más si se va de revolucionario. Porque está muy bien estar convencido respecto de uno mismo en cuanto a las intenciones, pero qué se hace en concreto respecto a la corrupción, las injusticias, los desequilibrios, eso ya es otra cosa. Sobre lo segundo, creo que sí y creo que no. Hay que intentar transformar e incidir desde el propio sistema. El ejemplo es el intento de Obama de introducir el Obama care. Es sin duda una revolución

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EN T RE V IS T A concreta y con incidencia directa. Pero también en su desarrollo hay un riesgo, y hay que ser consciente de él: existe la posibilidad de nacionalizar el proyecto de transformación, de convertirlo en un America first. Y eso es lo que también la derecha puede fácilmente asumir. Trabajar para las clases populares de una nación no debe ser el mensaje, sino trabajar en un sentido concreto y directo para la transformación estructural de la realidad. Dado que el capital es global, entrar en los procesos de transformación del capital en un país concreto puede ser insuficiente. Por eso hay que ser internacionalista. Ésta es la diferencia entre los populismos de izquierda y los de derecha. Los primeros recogen la antigua idea de la internacionalidad, transversal, de los procesos de emancipación. Los segundos segmentan la idea de «el pueblo primero» para acabar defendiendo el «nosotros primero». America first. M. S.: Recientemente has participado en un libro que recoge diversas perspectivas sobre el futuro de Europa con un capítulo sobre los refugiados (¿Dónde vas, Europa?, Herder, 2017). En él te muestras especialmente crítico tanto con la derecha como con la izquierda en la gestión de la crisis. Justamente en relación a lo que acabas de decirnos ahora, en Europa hay un repliegue nacional evidente, que es antagónico al internacionalismo que defiendes. ¿Hacia dónde va Europa y concretamente la Unión Europea? S. Z.: Es evidente que la realidad europea desorienta. El aumento del anti-inmigracionismo es un cruel síntoma de esta radical pérdida de sentido, atendiendo sobre todo a lo que Europa dice querer ser. Pero creo que aparece una nueva expectativa a partir de la alianza entre Putin y Trump contra la Unión Europea que puede ser positiva. Quizá en el fuero de los europeos exista un proceso de deconstrucción radical imparable que comportará la defenestración del proyecto. Pero a mí me parece que el reconocimiento que estos dos potentes líderes tan antieuropeos hacen de Europa puede hacer despertar la conciencia de un renacimiento social. Para ellos Europa es el enemigo, el reverso para sus planes. Sin embargo hay que ser muy claro en un sentido. Un eventual proceso de recuperación europea solamente puede llevarse a cabo si lo hace la iz-

quierda, y no me refiero a la izquierda liberal. Es absolutamente alocado pensar que esa izquierda puede hacer algo. De Davos no salió nada más que una nueva élite, progre, con su coro de rockstars, actores y deportistas socialmente comprometidos y solidarios. Todos ellos son ahora los perdedores. Y es una tragedia, porque con la situación actual lo que está en peligro es algo más serio que su fama o su conciencia de benefactores. Está en juego el legado mismo de Europa. Esa Europa que ha hecho aguas, como le sucedió a la Revolución francesa, pero cuyo legado todavía vive. Y hay que protegerlo. Pero insisto: solamente la izquierda puede volver a reflotarlo. M. S.: Hablando de Donald Trump, no hace mucho dijiste que era un síntoma que no debía ser visto solamente como un problema, sino más bien como una oportunidad.

La victoria de Trump es una oportunidad para la izquierda norteamericana, que demasiado rápido desechó a Bernie Sanders. No sé si era «oportunidad» lo que realmente querías dar a entender, pero ¿en qué sentido Trump es un síntoma y una oportunidad a la vez? S. Z.: Sí, sí, dije oportunidad, y lo mantengo. Lo es en el sentido que acabo de decir. El triunfo de Trump es el síntoma del agotamiento de la izquierda liberal. Trump salió elegido porque el establishment que Hillary Clinton representaba era incapaz de afrontar con radicalidad las demandas de las clases populares. Con esto no quiero decir que las clases populares sean estúpidas o manipulables. Al revés, son enteramente lúcidas para entender que un modelo como el de Clinton no era suficientemente crítico consigo mismo para poder ofrecer soluciones nuevas, transformadoras, a lo que se requiere. Solamente en este sentido la victoria de Trump es una oportunidad para la izquierda norteamericana, que demasiado rápido desechó a Bernie Sanders. Dicho esto, que no quepa duda que la llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos es un síntoma muy peligroso. Primero, por la vulgarización del espacio público y la reducción del debate a un

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EN T RE V IS T A mero intercambio de mensajes a través de las redes sociales, que por lo que parece continúa haciendo ya como presidente (lo cual, dicho de paso subyuga la posibilidad del debate público a la existencia de estas empresas privadas destinadas al uso privado). Y en segundo lugar, por el modo obsceno en cuanto a los contenidos de ese debate. Trump es una catástrofe ética absoluta. Su victoria comporta que a partir de hoy se patentiza como modelo de éxito el uso público de rumores, referencias morbosas a la vida privada, insultos y todo tipo de descalificaciones. Y curiosamente esto deja a la izquierda en una paradójica situación: en este punto del siglo xxi es precisamente ella la protectora de la decencia moral del espacio público ordinario. M. S.: Se ha dicho que la victoria de Donald Trump es el mejor ejemplo de que estamos en la era de la post-verdad. ¿Estamos en la era de la post-verdad, donde solamente importa lo que queramos creer? ¿O esto no es más que un eufemismo para referirse al relativismo interesado de los sofistas y los charlatanes? S. Z.: Se trata de un término muy interesante, que ha sido nombrado, por el diccionario Oxford, Palabra del Año 2016. No entiendo muy bien qué significa ser la «palabra del año», pero sí que me parece que es cierto que estamos en la era de la post-verdad. Y nos hemos metido nosotros solos en ella por la vulgarización del espacio público que acabo de describir. Con esto no quiero decir que debamos idealizar el pasado. La nostalgia es un mal antídoto. Aquel mundo ya no existe, como tampoco existían los medios sin los que hoy es inconcebible pensar nuestro entorno vital. ¿Te imaginas el desarrollo de la Guerra Fría con Twitter de por medio? Pues por lo mismo hoy no podemos imaginar nuestro mundo sin la presencia de todo este entramado de redes. Me dirás y alertarás de que el problema de fondo es que la mentira se oficializa, y que además esto se hace y se consolida gracias a los medios. Respondo: primero, esto no es nuevo; y, segundo: ¿acaso no somos plenamente conscientes de que la mentira se oficializa? Hoy al menos ya no existe ese tabú. Otra cosa es que la gente siga todo esto como un espectáculo, como un entretenimiento, algo realmente triste. Y lo es porque en esta

propagación también tiene su responsabilidad la izquierda, que, participando de este juego mediático y cómico de la teatralidad partidista e interesada y profesionalizada, lo ha perpetuado. Es un humor nada divertido, sin duda, y esto no es ninguna post-verdad. M. S.: En este escenario de creación de relatos y místicas de la imagen y de la verdad ha aparecido un fenómeno terrorífico: el Daesch y su manera de propagar su mensaje. ¿Crees que el fenómeno del fundamentalismo terrorista remite a un choque de civilizaciones, como sugería Huntington?

Sí que me parece que es cierto que estamos en la era de la post-verdad. Y nos hemos metido nosotros solos en ella por la vulgarización del espacio público. S. Z.: Creo que aquí debemos oponernos tanto a Fukuyama como a Huntington. De hecho, los dos pueden converger en un mismo discurso: la globalización pretende liquidar la historia, entendida como dinámica de oposiciones (Fukuyama), pero el triunfo del capitalismo, que es lo que expresa la globalización, se ejemplifica justamente en el choque de civilizaciones (Huntington). Además, hay que decir que no es un choque entre civilizaciones, sino más bien que existe un choque en el interior mismo de las civilizaciones. Oponer el islamismo fundamentalista al mundo occidental es olvidar, por lo menos, dos fenómenos: primero, que el fundamentalismo existe en el interior mismo de lo que llamaríamos civilización. Existe por ejemplo el fundamentalismo terrorista supremacista blanco (Oklahoma, 1995) o cristiano (el caso de Breivik en Noruega en 2011). Y segundo, que incluso en aquellas religiones que consideramos más pacíficas existe la opción fundamentalista terrorista (en Sri Lanka o Tailandia hay un budismo «radicalizado»). ¿Qué significa esto? Que no podemos reducir el fenómeno del Daesch a una lucha de ellos contra nosotros. No hay que tener reparos en condenar el terrorismo que asesina en nombre del islam. Y hay que ser inequívocos con esto. Pero esto no tiene que hacernos perder de vista que es la globalización la que facilita que todo esto suceda. Son movimientos que se dan dentro de un proceso

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EN T RE V IS T A de tiranía y de homogeneización capitalista que se autoconstituyen como movimientos de respuesta y resistencia a la violencia sistémica del capital global. Y no son movimientos arcaicos o primitivos. Como comentas, no deja de sorprendernos que unos tipos que consideramos primitivos y obtusos porque se inmolan sean capaces de colarse a través de internet donde quieren o evitar los sistemas de seguridad más sofisticados de nuestras ciudades.

desde posiciones religiosas desde, para y por el espacio público. No me interesa el debate sobre la religión en sí y solamente me interpela desde su relevancia pública. Por eso la religión debe ser una perspectiva más y así debe asumirse ella misma. Sí, debe ser respetada en su posibilidad de discurso, pero también en su capacidad de asumir obligaciones.

M. S.: De acuerdo, asumamos que son movimientos de oposición a la globalización que desde el capitalismo occidental se capitanea. Pero ¿no implica esto un choque con la idea de secularización que tenemos sobre todo en Europa? Y digo Europa porque ya hemos visto como Donald Trump, al igual que Obama y tantos otros presidentes, juró su cargo sobre una Biblia (incluso dos en su caso), una tradición iniciada por George Washington en 1789.

S. Z.: Hablamos del legado de Europa que antes comentaba. No porque sea o no un laicista agresivo, que no me gusta la palabra, sino porque se trata de otorgar a la religión el papel que le toca en el debate público: ser un contrapunto argumentativo. Insisto en este punto: no me interesa la religión como tal, sino el debate de la influencia, buena o mala, que tiene para generar estructuras de mejora de vida de la gente. Y no me vale que me digan «esto atenta contra los valores del cristianismo o del islam». Es un argumento de

S. Z.: La relación entre religión y esfera pública es una cuestión fundamental. Pero antes déjame decirte algo sobre Trump y su America first, y luego lo relaciono con la pregunta que me planteas. La asunción de Trump del America first implica que los Estados Unidos ya no quieren jugar el papel de policía del mundo. Sin embargo, en su discurso dejó bien claro que querrá intervenir de manera global. Dijo que va a mantener relaciones con éste y con aquél; que va a perseguir a ése y al otro; que va a establecer puentes con impensables aliados hace unas décadas. Recuerdo, en mis años de juventud, cuando me relacionaba con círculos ecologistas, que el lema era: piensa globalmente y actúa localmente. Con Trump se da exactamente lo contrario: él piensa localmente pero actúa globalmente. Lo que significa que está dispuesto a actuar de forma brutal a escala global desde una concepción norteamericana brutalmente estrecha. Y ahora lo relaciono con la pregunta que me haces. Creo que el retorno de lo sagrado politizado, por decirlo en palabras biensonantes, choca sin duda con la idea de secularidad que en Europa ha costado tantas vidas conseguir. Porque Trump terminó, al igual que hiciera Obama, con su «God bless America». No seré yo quien niegue la posibilidad de que cada cual viva su religión e incluso la lleve al espacio público. Pero estoy con Habermas en el papel que debe tener en la esfera pública. Solamente hay posibilidad de argumentar

M. S.: ¿Hablamos de un laicismo agresivo, entonces?

El retorno de lo sagrado politizado, por decirlo en palabras biensonantes, choca sin duda con la idea de secularidad que en Europa ha costado tantas vidas conseguir. Porque Trump terminó, al igual que hiciera Obama, con su «God bless America». autoridad que no reconozco: tienen que argumentar y mostrar que esos valores son, efectivamente, modelos mejores para la vida de las personas. En China, por ejemplo, vemos como pervive un cierto confucionismo como sustrato del orden social. El legado de Europa, el de la modernidad europea para ser más exactos, es precisamente el de asumir la experiencia religiosa como una perspectiva más entre tantas otras. M. S.: Quizá en Europa se pretenda blindar el espacio público del poder de la religión y su influencia en los aspectos de la vida, aunque no sé hasta qué punto eso se ha dado. De hecho, esto me hace pensar en la pervivencia de este mismo esquema de control pero de una forma secularizada. Desde que Michel Foucault se refiriera a la biopolítica como la forma de gobierno del poder, muchos

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EN T RE V IS T A reconocen esta conexión perversa entre el poder efectivo y el control interesado de la vida biológica como lo esencial de la política actual. ¿Qué piensas al respecto? ¿En qué sentido podemos decir que nuestros gobiernos están interesados e​​ n controlar nuestra vida biológica, nuestra enfermedad y nuestra muerte? S. Z.: Creo que hoy ya no podemos hablar de la biopolítica en el mismo sentido que lo hacía Foucault. Para él, el principal elemento de esa biopolítica era la disciplina y el sometimiento de lo diferente a lo homogéneo. Había un sentido fundamentalmente moral en su crítica. Hoy en día el control es más bien una invitación esclavizadora al hedonismo: uno tiene que trabajar para su felicidad de manera incansable y tenaz y querer siempre más. Además, el sentido de lo biopolítico ha cambiado. El control hoy es más físico que simbólico: hay un verdadero poder interesado en manipular biogenéticamente y biosociológicamente la estructura del deseo, central del vida, de las personas. Y esto abre las puertas, obviamente, a la participación de poderosas empresas interesadas en el desarrollo de este control fáctico del deseo. La farmacología, por ejemplo, aunque no solamente. Existen otros modelos de control aparentemente menos invasivos (la obsesión por el deporte, por la comida sana, por el equilibrio biomédico) igualmente potentes. Por último, me parece que existe otra diferencia con la perspectiva que tenía Foucault. El poder de lo político en la vida de las personas es hoy un control biocrático anónimo. Esta impersonalidad del poder efectivo es lo que hace más difícil la oposición. De hecho, casi podemos decir que es la sublimación del poder. Hay un elemento de antagonismo que quiere esconderse de sí mismo, como el virus que aparece como no nocivo. Eso es justamente la actual biocracia.

de este estilo le permiten a uno poner el pesimismo entre paréntesis. Temporalmente, claro está, pero es la dinámica propia de los procesos de revolución. Por el contrario, si uno es optimista está condenado a la decepción. Y añado: solamente si uno es un pesimista no radical como yo puede albergar esperanzas de transformación. Ya lo he dicho con Trump. Parafraseando una frase de Mao sobre la situación desesperada de su país cuando llegó a la presidencia, solamente partiendo de la asunción pesimista es posible (subrayo lo de posible) que pueda darse un momento de ruptura, de conciencia social. Pero tenemos que llevar todo esto con una mayor paciencia. La irrupción de cosas que hoy nos parecen insuficientes eran totalmente imposibles hace cinco años. Sí, hay urgencia, pero también demasiada prisa, y a veces cuesta asumir que al momento carismático le debe seguir el episodio leninista por el cual el cambio, la ruptura, tiene que introducirse en los procesos de transformación real. Puede parecer paradójico, pero es lo que caracteriza lo verdadera-

El poder de lo político en la vida de las personas es hoy un control biocrático anónimo. Esta impersonalidad del poder efectivo es lo que hace más difícil la oposición. mente revolucionario. Porque para el largo plazo no es la elección entre éste o aquél partido lo que estará en juego, o entre tales o cuales siglas, sino la disyuntiva entre un modelo mejor preparado para afrontar las crisis que seguro vendrán o la consolidación de un progresismo acomodado que perpetuará sus consecuencias.

M. S.: No parece que el panorama sea muy alentador, ¿o me equivoco? ¿Eres optimista en relación al futuro inmediato de Europa, los Estados Unidos y el mundo? S. Z.: Mi punto de partida es siempre pesimista por una simple razón: el que es pesimista no tiene ninguna expectativa respecto a nada. Eso hace que de vez en cuando pueda sorprenderse con algo que parece romper el bucle de las cosas. Podemos, Syriza, Bernie Sanders o fenómenos sociales

Miquel Seguró (1979) es profesor de Filosofía de la Universitat Oberta de Catalunya e investigador de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull. Coordina la revista Argumenta Philosophica. Ha publicado diversos libros y recientemente ha coeditado ¿Dónde vas, Europa? (Herder, 2017).

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