«Entre la reforma y las contrarreformas: una historia política de la fiscalidad española en la democracia»

July 14, 2017 | Autor: Juan Pan-Montojo | Categoría: Spanish History, Neoliberalism, History of taxation
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ENTRE LA REFORMA Y LAS CONTRARREFORMAS: UNA HISTORIA POLÍTICA DE LA FISCALIDAD ESPAÑOLA EN LA DEMOCRACIA1 Juan Pan-Montojo Universidad Autónoma de Madrid

Desde la aprobación de la Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, el 14 de noviembre de 1977, hasta la entrada en vigor del Impuesto sobre el Valor Añadido, el 1º de enero de 1986, el sistema tributario español recorrió un trayecto muy largo. En esos ocho años se rompió con una asentada tradición hacendística de casi siglo y medio, construida desde 1845 conforme a los principios doctrinales del liberalismo aunque desarrollada mediante el recurso a instituciones y prácticas propias de la fiscalidad ibérica anterior, y reformada, sobre todo a partir de 1898, para adecuarla a las transformaciones estructurales de la economía española y a los objetivos políticos de los diferentes gobiernos2. Si entendemos por democratización del sistema fiscal su reconstrucción de acuerdo con la tercera generación de derechos ciudadanos, los sociales y económicos, y de acuerdo con las aspiraciones integradoras de los estados del bienestar de la segunda posguerra, en España ese proceso se retrasó hasta la llegada de la democracia, en 19773. La democratización tributaria implicaba principios y objetivos diferentes para la fiscalidad y, en un nivel más específico, un cuadro nuevo de impuestos, 1. Este texto resume y actualiza parte de la información presentada en Pan-Montojo (1996). 2. Una visión de síntesis del contenido de la reforma, que resume las directrices sentadas por el propio Fuentes Quintana, en Comín (1992a), páginas 871-877. Este autor resalta asimismo el carácter «rupturista» de la reforma de 1977, sólo comparable en cierta medida a la de Mon-Santillán de 1845. 3. Sobre el papel de los derechos sociales en la evolución de la ciudadanía democrática en la posguerra, véase Zolo (1999).

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mecanismos administrativos renovados y fuentes de información mucho más amplias que las preexistentes. Una transformación tan profunda no podría haber avanzado sin la existencia de todo un programa detallado de reforma fiscal, gestado durante más de dos décadas, y sin las oportunidades ofrecidas por la coincidencia de la transición política y de la crisis económica de los años setenta. Pese a la rotundidad del cambio, muchos de los objetivos buscados por sus promotores tuvieron que ir siendo pospuestos o abandonados y nunca han sido alcanzados. Las resistencias de diversos grupos sociales, perjudicados por la nueva fiscalidad, buscaron en un principio la aprobación de cambios normativos restringidos, favorables a sus intereses o conducentes a una menor capacidad de control por parte de Hacienda de las bases tributarias. Los éxitos en ese terreno del frente anti-reformista contribuyeron a la persistencia de un elevado nivel de fraude y elusión fiscales que, según todos los indicios, ha venido a consolidarse con rasgos de fenómeno estructural en la democracia española. Las resistencias se transformaron en el curso del tiempo: desde la segunda mitad de los años ochenta contaron con el apoyo de un viraje ideológico, cuyo elemento central era precisamente el rechazo de la fiscalidad democrática y el regreso a planteamientos liberales en este campo, es decir, el cuestionamiento de la capacidad redistributiva de la fiscalidad y, más directamente, de que el Estado deba tener entre sus funciones la de la redistribución de renta. La paralela pérdida de soberanía económica del país tras el ingreso en la Comunidad Económica Europea, en 1986, y tras las sucesivas reformas de los tratados europeos en la década de los noventa, ha supuesto la plena liberalización de los movimientos de capital y la restricción externa de las políticas económicas. Uno y otro fenómeno han conducido a una transformación del debate tributario, trasladando su centro a la tributación viable en el nuevo marco institucional y a la distribución territorial de la carga. Alrededor de estos cuatro ejes (la gestación de la reforma, los rasgos de ésta, las primeras formas de resistencia a la reforma, la construcción de una nueva hegemonía doctrinal y sus efectos fiscales y políticos) se articulará este texto, que pretende ofrecer el esbozo de una historia fiscal de la democracia española. El sistema fiscal a finales del franquismo En la última fase de la dictadura, en la década de 1960, el sistema tributario español mantenía una elevada continuidad con el construido por el liberalismo en 1845. Se trataba de un cuadro de impuestos cuyo objetivo

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central era el crecimiento económico, el fomento de la economía en la terminología de la época, un objetivo que pasaba por garantizar a los inversores detracciones bajas y estables y situar en las figuras que gravaban el consumo la principal fuente de recursos del Estado (Comín, 1996: 116). Pese a las diferentes reformas acometidas en el primer tercio del siglo xx y en el propio franquismo, que buscaban la adecuación de los tributos a los cambios económicos, las grandes líneas del sistema, incluida la baja presión fiscal, se mantuvieron intactas. La fiscalidad resultante fue analizada, mediante aproximaciones con una fuerte componente histórica, por un grupo hacendistas muy vinculados al propio proyecto de reforma fiscal que se urdió a partir de comienzos de los años sesenta4. De acuerdo con estas aportaciones, desde 1845 hasta el franquismo final se sucedieron en nuestro país distintas figuras tributarias dentro de un sistema caracteriza­do por cuatro rasgos: 1. Su organización alrededor de los impuestos de producto, por lo que atañe a los impuestos directos, y el predominio recaudatorio de formas cambiantes de imposición indirecta; 2. La falta de informa­ción sobre las bases tributarias; 3. La debilidad de los mecanismos administrativos y jurídicos de control y, en consecuencia, 4. El elevado fraude y la tendencia a negociar con diferentes instan­ cias inter­medias la distribución de la carga tributaria, a través de los encabeza­mientos y conciertos fiscales y, desde 1957, de los convenios y evaluacio­nes globales. La vía de escape a la insufi­ciencia y la inflexibilidad estructurales ancladas en un sistema de tales características se obtuvo en el tiempo por medio de diversos expedientes. A lo largo de la fase final del franquismo el decisivo fue la concentración cuantitativa de la recaudación en dos fuentes: dentro 4. Comín (1990), al presentar una antología de los escritos de Fuentes Quintana sobre la reforma fiscal, efectúa un recorrido por la historiografía hacendística, animada directa o indirectamente por el propio Fuentes y su entorno. En esta presentación, Comín apenas hace referencia a su propia obra que se puede considerar que en cierta medida viene a abrir une nueva etapa y convertir la historia de la hacienda en una especialidad académica, integrada con la historia económica y la historia de las políticas públicas, pero sin perder los vínculos con la historia de la hacienda hecha por hacendistas y para explicar y fundar sus propuestas políticas concretas, como su propia relación académica e intelectual con Fuentes Quintana en los años noventa puso de manifiesto. La visión global de la historia de la Hacienda española presentada en Comín (1988) ha sido después enriquecida con análisis políticos y económicos más amplios en sus numerosos trabajos, tanto en los propiamente suyos como en los desarrollados bajo su dirección.

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de los impuestos directos en el impuesto sobre las rentas del trabajo personal (retenido en nómina al creciente número de asalariados) y, dentro de los impuestos indirectos, en el gravamen de bienes comercializa­dos por monopolios públicos (petróleo, tabaco y servicios telefóni­cos), así como en el de los importados o elaborados por sectores industriales muy con­centrados. El despegue del consumo masivo de ambos tipos de artículos su­puso que el porcentaje de participa­ción de los impues­tos indirectos en los ingresos públicos alcanzara su máximo histó­rico en 1965, para descender, pero manteniéndose muy por encima de la media del período 1845-1977, en años posterio­res. En tercer lugar, y desde 1963, se estableció definitivamente un sistema de Seguridad Social, que se venía a hacer cargo de mayoría de las infraestructuras sanitarias públicas y de su desarrollo. La Seguridad Social gestionaba los seguros obligatorios y las pensiones, con una caja autónoma de la estatal, nutrida por las cotizaciones sociales abonadas por asalariados y empresarios, que hasta mediados de los años setenta registró de manera continuada superávits. De este modo se descargó el presupuesto estatal de buena parte de los gastos sociales, que experimentaron un crecimiento signifi­cativo a lo largo del tardofranquismo y sobre todo de la Transición. El hallazgo de vías compensatorias de la insufi­ciencia tributaria no supuso que la reforma de Navarro Rubio en 1964 lograra superarla5. Dichas vías implicaban un gravamen extremada­mente desigual de las diferentes rentas en la imposición directa y regresividad y falta de neutralidad en la imposición indirecta, además de no generar suficiente flexibili­dad para hacer de los impuestos un instrumento estabili­zador eficaz (Sevilla, 1976). Existían por tanto rigideces que limitaban el creci­mien­to de los ingresos y era imposible su acompa­samiento con la evolución del gasto, necesa­ riamente al alza dada la exigencia de ampliar las infraes­truc­turas y bienes públicos para evitar el estrangula­miento del desarrollo. El resultado no sólo fue que desde 1966 reapareciera de modo intermitente el déficit presupuestario, sino que el gasto de las adminis­traciones se mantuvo en niveles bajos en relación a los demás países europeos y la infradotación en redes de comuni­cación, educación, sanidad y demás servicios públicos se hizo más acusada. La crisis de 1973 y las peculiares circuns­tan­cias políticas en las que España la vivió vinieron a agravar la situa­ción, tanto por el lado de los ingresos como por el del gasto.

5. Sobre la reforma de Navarro Rubio y el resto de las medidas reformistas del franquismo desarrollista: Vallejo (2002).

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La preparación de la reforma En la década de 1950, un grupo de jóvenes economistas falangistas defendieron desde las páginas de Arriba, la cabecera madrileña asociada al falangismo, y desde otras revistas académicas de las instituciones del Régimen, un conjunto de reformas económicas que sus autores calificaban de anticapitalistas en la tradición joseantoniana (Martorell, 2012). Entre las reformas propuestas revistió especial importancia la de modificar la contribución sobre la renta para otorgarle un peso mucho mayor en el sistema y convertirla en un instrumento redistributivo. La batalla política entre este grupo, liderado por Juan Velarde y con Enrique Fuentes Quintana en un lugar destacado, y sus oponentes, economistas y altos funcionarios vinculados a las redes empresariales cuya cabeza visible era José María Naharro, partidarios de limitar las reformas fiscales a las que se pudiesen entender como favorables al ahorro y a la inversión privados, se saldó más bien con el éxito de los segundos (Comín y Martorell, 2013: 316-342). La reforma fiscal redistributiva, capaz a la vez de generar recursos para acometer los ingentes gastos precisos en una España con una dotación muy baja de servicios públicos, se convirtió en una «reforma pendiente», para cuya aplicación los integrantes de este grupo, Fuentes Quintana y Albiñana entre otros, desarrollaron a lo largo de los años sesenta una estrategia gradualista. Al tiempo que se extendía bajo su liderazgo la presencia universitaria de la disciplina de Hacienda Pública, entendida como economía pública, se articuló una corriente de opinión favorable a la transformación del sistema tributario, a la que se sumó un sector amplio de los profesores universitarios de dicha disciplina y, en menor medida, altos funciona­rios, sobre todo de los cuerpos de inspección del Ministerio de Hacienda. Esta corriente sometió a un crítico escrutinio la reforma efectuada por Navarro Rubio en 1964, celebró seminarios y jornadas y produjo artículos y libros en los que se presentaban soluciones parciales o generales a los que identificaban como sus defectos. Paralelamente, desde el ámbito del derecho financiero y tributario, profesores de esta materia, hacendistas e inspectores fueron proponiendo vías de reforma de determinadas figuras: desde principios de los sesenta empezó a aparecer el I.V.A. como referencia clave para la imposición indirecta y en la Semana XV y en la Semana XVII de Estudios de Derecho Financiero y Tributarios, que se celebraron 1967 y 1969 respectivamente, este impuesto y su posible implantación tuvieron un papel central (Luis, 2006; Abril, 2006). En apoyo de los reformistas se fueron alineando en la segunda mitad de los años 60 tres elementos heterogé­neos: la consolidación de una doctrina tributaria más o menos uniforme en Europa Occidental y en muchos países

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de la OCDE, reflejada en el desarrollo de la teoría de la Hacienda Pública6, así como –lo que tenía una relevancia política quizá mayor– en el sustrato doctrinal de los informes de las organiza­ciones inter­nacio­nales respecto a España; la reorgani­za­ción y despliegue de la contesta­ción interna al régimen y a su política económica, con una traducción genérica pero arraigada en la denuncia de la injusti­cia del reparto de la carga tributa­ria; y, por último, la extensión entre políticos y funciona­rios de la percepción de que el sistema fiscal era escasamente flexible e insufi­ciente, por no hablar de su inadecua­ ción para hacer frente a nuevos gastos públicos, cada vez más necesarios para asegurar la estabilidad en el crecimien­to7. Fruto de la adición de esos tres elementos, a principios de los años 70 «la reforma tributaria de 1964 estaba completa­mente agotada» (Gota, 1987: 6). La tríada de factores señalada, y la fuerte posición ocupada por los re­formistas en Hacienda tras la decisión del nuevo titular de la cartera, Alberto Monreal Luque, de nombrar a Fuentes Quintana director y a Albiñana subdirector del Instituto de Estudios Fiscales, a finales de 1969, dejaron su huella en el informe que el propio ministro presentó ante el Consejo Nacional del Movimiento en abril de 1970. En él se señalaba la necesidad de dar vigor a la Adminis­tración financie­ra, de combatir el fraude y de renovar las figuras de la imposición directa e indirecta, con vistas a aumentar la recaudación, alcanzar un grado más elevado de justicia distribu­tiva y prepararse para una eventual integración en el Mercado Común8. La aprobación del III Plan de Desarrollo el 9 de mayo de 1972, plan para cuyo cumplimiento hacía falta, según López Rodó, un aumento del 60% en la inversión pública, vino a respaldar la propuesta de Monreal, que el 22 de mayo del mismo año presentó 6. Un hito en el cierre de la ortodoxia hacendística de posguerra fue la publicación en 1962 del Informe del Comité Fiscal y Financiero para la armonización impositiva de los países del Mercado Común, presidido por Fritz Neumark. En los años setenta el Instituto de Estudios Fiscales acometió la traducción de las principales fuentes doctrinales y teóricas de la ideología fiscal dominante en la Europa de posguerra: en 1973 se tradujeron los Principios de la imposición de Neumark y El impuesto sobre la renta de Goode, en 1975 el Informe de la Comisión Real de Investigación sobre la Fiscalidad en Canadá o «Informe Carter». Por su parte Fuentes Quintana preparó la versión castellana de Fiscal Systems de Musgrave para la editorial Aguilar, en 1973. 7. La insuficiencia de los ingresos fiscales para financiar el gasto forzado por el desarrollo económico era, según algunos análisis de la oposición, el motor fundamental de las propuestas de reforma enunciadas desde dentro del Régimen a principios de los años 70: véase por ejemplo el artículo «La política fiscal en España» (1972), aparecido en Ruedo Ibérico, en el que se consideraba como síntoma del avance de ese reformismo pragmático la publicación por parte de Hacienda en 1972 de las listas de contribuyentes del IRPF. 8. Sobre la actividad de Monreal y en concreto sobre éste y otros informes presentados al Consejo Nacional del Movimiento, véase Valiño (1989), páginas 472-481.

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un informe más detallado de las propuestas hacen­dísticas ante el Consejo Nacional del Movimiento. Producto del clima dominante en la dirección de la Hacienda fue la primera reforma en profundidad de la inspec­ción y del organigrama del ministerio en 19719, así como la organización de grupos de estudio y discusión en el Instituto de Estudios Fiscales, que permitieron la realización del denominado Libro Verde, un largo informe en el que se criticaba sistemáticamente la fiscalidad y se des­plegaban todos los elementos para una nueva organización de la Hacienda y la tributación10. El Libro Verde fue clasificado por el Consejo de Ministros en junio de 1973 como documento secreto y materia de estudio, punto en el que se paralizó el pro­ceso reformista a consecuencia del cese de Monreal Luque y el acceso de Barrera de Irimo a la cartera. La salida de Monreal en junio prácticamente se encadenó con la precipitación de la crisis política del Régimen a raíz del asesinato de Carrero en diciembre y con el inicio de la crisis económica tras el choque ocasionado por el alza de los precios del petróleo en el último trimestre de 1973, precipitando la paralización de cualquier refor­ma de gran alcance11. Podemos especular sobre el contenido de la reforma, de haberse realizado en este momento del franquismo agonizante: por mi parte considero que hubiera conducido a un ordenamiento distinto al propuesto en el Libro Verde. La falta de difusión de es­ta obra, que no llegó a ser impresa, y más específicamente su celosa ocultación ya son de por sí indicativas del rechazo de sus con­tenidos: entre los despachos ministeriales y las Cortes sin duda elementos sustanciales del Libro Verde habrían desaparecido12. 9. El contenido de estas reformas está descrito en Ministerio de Hacienda (1972). La reforma tuvo sin embargo efectos muy limitados en el terreno de la coordinación de actuaciones de los diferentes cuerpos (Albiñana, 1986: 175) y la «despatrimonialización» de la información fiscal, en los términos de Albiñana (1974: 43), fue un proceso muy lento, al que los diferentes cuerpos especiales ofrecieron una fuerte resisten­cia. 10. Informe (1973), elaborado por Albiñana García-Quintana, Antón Pérez. Argüello Reguera, Arranz Esteban, Breña Cruz, Cañada Garmendia, Castellano Real, Castillo RodríguezAcosta, Díaz Malledo, Escribano Martínez, Fuentes Quintana, García-Margallo Riaza, Hernández de la Torre Galán, Lagares Calvo, LLaman Minguillón, Paramio Fernández, Peinado Pérez, Sevilla Segura, Soto Guinda, Zamit Ferrer y Zancada Peinado, según relación nominal de Valiño (1989), página 759. 11. Tanto López Rodó, que atribuía el bloqueo de la reforma al «trauma» del asesinato de Carrero, como Fernández Ordóñez que le respondía que la causa fue el cese del ministro, tenían razón (Diario de Sesiones de las Cortes, Congreso de los Diputados –DSC,CD–, 9-VIII-1977, n.º 6), si bien éste último se ajustaba más a los hechos al subrayar que el Libro Verde no había llegado nunca a ser un proyecto de ley y sólo accedió a la mesa del Consejo de Ministros en calidad de memorándum. 12. Gota (1987), página 6, señala que el Informe «fue condenado a un almacén, recluido, olvidado y considerado como gravemente peligroso».

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De entre los ministros que sucedieron a Monreal antes de las primeras elecciones democráticas (Barrera de Irimo, del 8.06.1973 al 30.10.1974, Cabello de Alba, hasta el 12.12.1975, Villar Mir, hasta el 8.07.1976, y Carriles Galarraga hasta el 15.06.1977) únicamente el segundo y el tercero trataron de llevar a cabo reformas sustantivas del sistema fiscal. Cabello de Alba ordenó la preparación de un memorándum y su presentación ante el Consejo Superior de la Hacienda Pública y el Consejo de Economía Nacional, iniciativa abortada por las declaraciones públicas de Arias Navarro de que se elaboraría un libro blanco y se sometería durante un año a discusión pública. Por su parte, los proyectos parciales de reforma de Villar Mir, del impuesto de la renta y disciplina contable y represión del fraude, quedaron asimismo bloqueados entre el Consejo de Ministros y las Cortes. Todos estos ministros del franquismo final apadrina­ron normas de renovación administrativa13 y diversas rectifica­ciones de las figuras tributarias, así como una medida instrumental de gran importancia para el ulterior control fiscal: la aproba­ ción del plan general de contabilidad en 1973 y la oferta de incentivos a las empresas para su adopción. Estas «microrre­formas» no podían empero sustituir a la gran reforma. En 1976, fecha de publicación del Libro Blanco14, ya existía un proyecto reformista coherente e integral, con un nuevo sistema de reparto de la carga tributaria. El Libro Verde y el Libro Blanco contenían un programa de abandono definitivo de todo tipo de fórmulas de relación indi­ recta entre la Administración y los contribuyentes, y las grandes líneas para una transformación cuantitativa y cualita­tiva de los medios ad­ministrativos, y en especial de los personales, de la Hacienda Pública. Introducían un cuadro de impuestos similar al existente en los restantes países europeos, sobre la base de la evolución del llamado por Fuentes (1978) «estilo tributario anglosa­jón» en el caso de los impuestos directos (impuesto personal sobre la 13. De las que destacan por su importancia: el decreto del 30-XI-1973 para la reorganización de la inspección; el decreto de 30-V-1974 de creación de la inspección financiera y tributaria y establecimiento de la Escuela de Inspección Financiera, consecuencia del anterior; el decreto de 31-V-1974 de reorganización de la Administración Central y Territorial de la Hacienda Pública; el decreto de 21-XII-1974 modificando la estructura del Ministerio de Hacienda y regulando las funciones de la Inspección Financiera; y el decreto de 13-II1975 modificando la estructura y organización de la Dirección General de Tributos e Inspección Tributaria. Véase al respecto López Linares (1985). 14. Ministerio de Hacienda (1976). El Libro Blanco venía a resumir y actualizar los contenidos del Libro Verde. Bajo la dirección de Fuentes Quintana trabajaron en esta obra (según Valiño (1989), página 759): Albi Ibáñez, Antón Pérez, Argüello Reguera, Breña Cruz, Cano Simón, Castellano Real, Díaz Malledo, Evangelio Rodríguez, García de Blas, García López, García-Margallo Riaza, Gonzalo González, Lagares Calvo, Moral Medina, Pereira Rodríguez, Sánchez Alberti, Sevilla Segura, Soto Guinda, Valle Sánchez y Zancada Peinado.

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renta de carácter sintético como eje de la fiscalidad directa, completado con el impuesto de sociedades y los impuestos de sucesiones y del patrimonio) y de la solución al impuesto general sobre las ventas adoptado en Francia en 1953, el impuesto sobre el valor añadido (al que se sumaban los impuestos especia­les y el impuesto sobre transmisiones patrimo­niales y actos jurídicos documentados); un cuadro que respondía en síntesis a lo que Albi (1990: 31) ha denominado «estilo tributario europeo». Frente a este programa, la realidad es que, pese a los pequeños pasos dados, el sistema fiscal español respondía en buena medida al diseño de 1964, cuando se inició el reinado de Juan Carlos I. Sus deficiencias estructurales se volvieron especialmente visibles y contraproducentes ante la situación creada por la superposi­ción de la crisis política y la crisis económica. La escasa flexibili­dad del sistema tributario obstaculizaba el empleo de la política fiscal como instrumen­to estabilizador, una carencia de especial relevancia dada la magnitud de la depresión desde 1975 en adelante15. A la baja flexibilidad se sumaban las dificulta­des de aumentar los gastos públicos para hacer frente a los efectos sociales y sectoriales de la crisis sin generar un amplio déficit público: desde 1974 el presupuesto del Estado pasó a liquidarse con déficit y a partir de 1976 se inició una senda de creci­miento de la necesidad de financiación del sector público en su conjunto, determinada básicamente por la expansión de los gastos no financie­ros, sin una evolución semejante de los ingresos16. Por último, la regresividad del reparto de la carga tributaria se convirtió en un argumento con un peso superior en una sociedad muy movilizada y con una opinión pública receptiva a las críticas de los aparatos e instituciones franquistas. El fracaso de los ministros de Hacienda a la hora de abordar un cambio de rumbo mayor en la tributación, coadyuvó desde esta perspectiva específica a poner de manifiesto la impotencia de los gobiernos del tardofranquismo. 15. En palabras de Luis Gamir en «Se necesita un nuevo 1959», Informaciones económicas, n.º 377, 6-I-1976: «La reforma fiscal es aconsejable no sólo por razones de distribución de la renta [...], sino porque el actual sistema fiscal no es eficaz para el desarrollo ni, sobre todo, para realizar una política fiscal coyuntural en una crisis económica como la que estamos viviendo». Pastor (1978), página 165 (cit. en Trullén (1993), nota 17 en página 116) interpretaba la relación reforma-crisis en términos semejantes: «Desde el punto de vista de la estabilidad del sistema, el aspecto a destacar de la proyectada reforma fiscal no es tanto la mayor justicia en la financiación del gasto público, como la creación de un nuevo instrumento de política económica: la política tributaria. En el momento actual el gasto privado no responde de forma apreciable a pequeñas variaciones de la presión fiscal, por el predominio universal de la ocultación; de modo que una política de expansión del gasto ha de instrumentarse variando directamente el gasto público». Respecto a la política fiscal frente a la crisis en los años setenta, véase Canseco (1978), páginas 260-313. 16. Comín (1992).

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Las contradicciones públicas entre las declaraciones ministeriales en pro de una nueva fiscalidad y la escasa producción normativa, lograron ampliar la opinión favorable a la transforma­ción de los impuestos. Un paso para el que se venía ofreciendo desde dentro de la Administración un modelo detallado, de gran influencia en los grupos políticos que ocuparían el poder desde 1977 en adelante17. La Transición y la legislación reformista, 1977-1986 La reforma fiscal arrancó inmediatamente después de las elecciones del 15 de junio de 1977. En el primer gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD), presidido por Adolfo Suárez, la vicepresiden­ cia de Asuntos Económicos fue asignada a Enrique Fuentes Quintana y la cartera de Hacienda a Francisco Fernández Ordóñez, que había desempeñado el puesto de secretario general técnico de dicho Ministerio bajo Monreal –por lo que había estado directamente involucrado en los trabajo del Libro Verde dirigido por Fuentes–, además de ser la cabeza de la Federación Socialdemócrata. Con estos nombramientos, Suárez mostraba su voluntad de afrontar la crisis económica «olvidada» en los avatares políticos de los años previos, y de hacerlo por la vía del pacto, uno de cuyos elemen­tos centrales eran desde luego las reformas estructurales18. Se comprometía además con una reforma fiscal específica: la de los dos informes de 1973 y 1976. El 8 de julio de 1977 el propio Fuentes anunció por televisión la realización de la reforma fiscal, así como su voluntad de que el conjunto de la política económica fuera negociada con partidos políticos y fuerzas económicas, a lo que siguió la Declaración Programática del Gobierno sobre política económica, el 11 del mismo mes, en la que la reforma fiscal ocupaba una posición destacada. La fiscalidad iba a ser por otra parte el pivote de las disensiones en el seno del propio Gobierno entre Fuentes y Fernández Ordóñez, en un bando, y otros minis­tros de las familias liberal y democristiana, en el opuesto, así como de 17. En el partido creado por Suárez se integraron figuras importantes en el diseño de las reformas hacendísticas, como Fernández Ordóñez, personalmente comprometidos con los «libros» del Ministerio. Por su parte Miguel Boyer, como representante del P.S.O.E., y en el marco de unas conferencias sobre los programas económicos de la oposición celebradas en la Universidad de Barcelona en 1976, señalaba: «Existen estudios realizados por los técnicos del Ministerio de Hacienda y del Instituto de Estudios Fiscales, desde hace mucho tiempo, que han preparado el terreno, desde un punto de vista meramente técnico, para una reforma fiscal profunda. Estos estudios, evidentemente, dormirán el sueño de los justos mientras no exista sobre el gobierno la presión política suficiente para hacer que se apliquen» (Cortezo et al., 1976, página 71). 18. Respecto al papel del consenso en la concepción de la política económica por parte Fuentes Quintana, véanse las páginas 112-120 de Trullén (1993).

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las reacciones negativas de sectores organizados del empresa­riado19. Por ello, la presentación del proyecto de ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal ante la Comisión de Economía y Hacienda de las Cortes tuvo lugar el 9 de agosto y su contenido se vio modificado con elementos (la morato­ria fiscal y el tratamiento tributario de determinados activos empresariales), que venían a reflejar las presiones y movimientos políticos en el mes de julio. Todos los partidos represen­tados se felicita­ron por el texto de las Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, un consenso que se repetiría a grandes trazos en el debate de la ponencia y en los plenos del Congreso y del Senado, no obstante las numerosas enmiendas presentadas, que tuvieron un reflejo parcial en el texto final, la Ley 50/1977 de 14 de noviembre20. La Ley de Medidas Urgentes venía a establecer un «sistema-puente»21 hasta la definitiva aprobación del paquete legislativo que en la misma se anunciaba, con el objetivo de elevar el grado de cumplimiento fiscal tanto por medio de la regularización voluntaria cuanto por la ampliación de los medios administrati­ vos (levantamiento del secreto bancario) y jurídicos (intro­ ducción del delito fiscal) de lucha contra el fraude, y la nueva regulación de un mecanismo muy extendido de elusión (las sociedades interpuestas). A ello se sumaba el establecimiento de un impuesto sobre el patrimonio neto de las personas físicas, concebido inicialmente como medio de control al servicio del impuesto sobre la renta. Completaba el conjunto de medidas una reforma parcial del impuesto del lujo y la fijación de bonificaciones fiscales por la creación de empleo, que tenían como objetivo la lucha contra la inflación y el fomento de las inversiones. Respecto a los planes iniciales del Libro Verde y el Libro Blanco, la Ley incluía cambios en dos sentidos. En primer lugar, recogiendo los intereses expresados por distintas plataformas empresariales así como los de segmentos de profesionales y funciona­rios canalizados por la propia UCD y por Alianza Popular (AP), la Ley suponía la concesión de una generosa moratoria fiscal que encubría de hecho una amnistía fiscal (aspecto este en el que todos los grupos parlamentarios estuvieron de acuerdo), así como la autoriza­ción para regulari­zar la contabili­dad de las empresas, 19. El Wall Street Journal llegó a especular con la dimisión de Fuentes Quintana ante las reticencias con que su plan estaba siendo acogido por parte de algunos ministros. Fuera del Gobierno, la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) condicionó su apoyo a la política económica a «la aprobación de una serie de medidas tendentes a minimizar los costes fiscales de la adecuación de las empresas a la nueva situación» (Trullén (1993), página 164). 20. La tesis de Valiño (1989) analiza sistemáticamente las alteraciones sufridas por el proyecto gubernamental a su paso por las Cortes (recogidas junto con el texto original y las enmiendas presentadas en el anexo B del capítulo IV). 21. La expresión es de Soto (1986), página 560.

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además de dejar fuera del Impuesto del Patrimo­nio a las personas jurídicas y eliminar la posibilidad de que Hacienda corrigiera las valoracio­nes catastra­ les de los bienes inmuebles cuando se apartaran de forma notoria del precio de mercado, eliminación que respondió a una enmienda de AP aceptada por UCD. En segundo lugar, y fruto sobre todo de las presiones de la oposición socialis­ta, se acentuó la progresi­vidad de los tipos del impuesto sobre el patrimonio, reduciendo los tramos de las bases y ampliando su número. En suma, y como veremos, la Ley de Medidas Urgentes constituyó un paso importante en el plan reformista, pero dejó abiertos flancos (sobre todo desde el punto de vista de la lucha contra el fraude) de los que se resentiría la reforma en su conjunto. De acuerdo con lo anunciado en la presentación del proyecto de ley de Medidas Urgentes, aunque con notable retraso, el Gobierno envió a las Cortes el proyecto de ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, del Impuesto de Sucesio­nes y del Impuesto del Patrimonio Neto, en enero de 1978, y los relativos al Impuesto de Socieda­des, al de Transmisio­nes Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, al Impuesto sobre el Valor Añadido y al Régimen Transitorio de la Imposición Indirecta, en julio de ese mismo año. La tramitación parlamenta­ria de este amplio paquete normativo estaba inicial­mente con­dicionada por su directa conexión con los Pactos de la Moncloa. A partir del 8 de octubre de 1977, el conjunto de las fuerzas con representa­ción parlamentaria se embarcaron en intensas negociaciones para un acuerdo económico global sobre la base del Plan para el Saneamiento y la Reforma Económica presentado por Fuentes Quintana, un proceso que se saldó con la firma del documento final el 25 y su debate y respaldo por parte del Congreso de los Diputados el 27 del mismo mes. En su vertiente fiscal los pactos no sólo recogían el grueso de las medidas ya aprobadas, sino que acotaban las nuevas figuras tributarias (Impuesto sobre la Renta de carácter global, personal, y progresivo, Impuesto de Sociedades e Impuesto sobre el Valor Añadido), a las que debían acomodarse los restantes impuestos y los medios persona­les y materiales y la planta de la Administra­ción de Hacienda. En suma una reforma fiscal integral que tenía que aplicarse en plazos muy rápidos para la imposición directa y menos definidos para la indirecta, y que ofrecía objetivos cuantitati­vos precisos como la igualación de los ingresos por impuestos directos e indirectos ya en el propio año 1978, para avanzar desde ese punto en la línea de la progresividad en años sucesi­vos, y la elevación de la presión fiscal en más de siete puntos del P.I.B. hasta alcanzar el 30% (Seguridad Social in­cluida) en 1983. En la medida en que el acuerdo con respecto a todos estos grandes principios y objetivos integrados en los Pactos económicos fue unánime entre los partidos políticos mayoritarios

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(desde AP a los comunistas), y en la medida en que las formulaciones genéricas respondían a proyectos más detallados y de todos conocidos, se podía esperar que el paso de las nuevas leyes por las Cortes fuera rápido. La realidad fue sin embargo bastante diferente. Hubo un claro retraso en la presentación de los proyectos de ley respecto a los propios anuncios del Gobierno. Ese retraso estuvo motivado por la movilización de diversos grupos tratando de alterar las diversas propuestas y en particular la relativa al impuesto sobre la renta. El 8 de febrero de 1978, el día anterior a la reunión de la comisión de Hacienda para iniciar el estudio del proyecto de ley del I.R.P.F. (Impuesto sobre la renta de las personas físicas), el catedrático de economía, diputado UCD, y asesor económico de Presidencia del Gobierno, José Ramón Lasuén, publicó en Informaciones un artículo bajo el título «El proyecto de reforma fiscal, error político y económico», que venía a manifestar el avance del rechazo de las propuestas reformistas y el aumento de la tensión en el seno de la propia UCD. El 24 de febrero de 1978 dimitía Fuentes Quintana, sometido al fuego cruzado de organiza­ciones empresaria­ les y dirigentes centristas, no sólo por su propuesta de reforma fiscal sino por el conjunto de su política económica22. Su plan completo de transformación de la fiscalidad sólo le sobrevivió –gracias a la voluntad política del Gobierno de mantener lo acordado con la oposición y a la centralidad del nuevo impuesto de la renta en ese acuerdo–, y con algunas variacio­nes, unos meses. Tras la apro­bación de la Constitución el 6 de diciembre de 1978, se inició la quiebra del consenso, sin que se llegara concluir el bienio de desarrollo de los Pactos de la Moncloa, que sus firmantes habían previsto (Sevilla, 1985). Por entonces, en diciembre de 1978, dos leyes decisivas habían sido aprobadas por el parlamento y promulgadas: la Ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, de 8 de septiembre de 1978, y la Ley del Impuesto de Sociedades, de 27 de diciembre del mismo año. 22. El comentarista político de Informaciones, Abel Hernández, señalaba en una columna bajo el título «Por fin la crisis», el 24-II-1978, que la dimisión de Fuentes Quintana estaba motivada por la «clamorosa disconformidad de amplios sectores de la UCD –incluido el consejero presidencial Lasuén– y del electorado ucedista con la política económica que se estaba llevando a cabo, y por los enfrentamientos dentro del equipo económico». Al día siguiente, el 25-II-1978, reiteraba que «las clases medias y el mundo financiero han dormido mejor esta noche», tras conocerse la salida de Fuentes y el nuevo gobierno. El País coincidía en el análisis de que Fuentes había caído a causa del rechazo de su partido a la política económica y subrayaba las declaraciones de Max Mazin, de los empresarios, en las que se señalaba que la salida de Fuentes y los relevos en el Gobierno, con la entrada de un dirigente empresarial como Rodríguez Sahagún, era un «cambio positivo» (El País 24 y 25-II-1978). El 26-II-1978 El País se hacía eco de la interpretación de la crisis por el corresponsal del Süddeutsche Zeitung en Madrid según la cual el detonante había sido el rechazo de la reforma impositiva.

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La interrupción del proceso reformis­ta no puede asociarse a los cambios menores de estas leyes: se plasmó en la paraliza­ción de los proyectos de ley que completaban la reforma respecto a otras figuras y respecto a la organización administrativa. La imposición indirecta fue desde luego la gran laguna de la reforma fiscal en este primer período: por ello hasta la entrada en vigor del I.V.A. el 1 de enero de 1986 no puede darse por concluido el ciclo reformista. Aunque la Ley de Medidas Fiscales Urgentes había introducido cambios menores en la legisla­ción relativa a los impuestos indirectos y la Ley 6/1979, de 25 de diciembre, sobre régimen transitorio de la imposición indirecta, remozó el cuadro y las prácticas en este campo, la dependencia de todo el bloque de impuestos indirectos respecto al I.V.A. supuso la prolon­gación de los diseñados por Navarro Rubio hasta 1986, con retoques menores como la nueva regulación del impuesto sobre transmisio­nes patrimoniales y actos jurídicos documentados, objeto de la Ley 32/1980 de 21 de junio y del texto refundido 3050/80, de 30 de diciembre. Sobre las razones de mantener una figura tan criticada como el I.T.E. durante ocho años, la Memoria de 1979 resulta diáfana y sigue la línea apuntada por Fernández Ordóñez en 1977: la introducción del I.V.A. ha tenido siempre efectos infla­ciona­rios (de hecho en 1986 trajo consigo entre un 2 y un 2,5% de aumento de los precios), en el caso español implicaba además la pérdida de las subven­ciones fiscales encu­ biertas bajo el régimen de devoluciones del I.T.E. a exportadores y por último exigía una renovación administrativa profunda, difícil de improvi­sar23. A similares argumentos se atendrían los titulares socialistas de Hacienda en los años 1983-85, que además se enfrentaban a diagnósticos muy catastrofistas sobre el impacto del I.V.A. por parte de los medios empresariales24. Al margen de la continuidad de determinados sesgos en la asigna­ción de bienes y servicios, implícita en la falta de neutralidad del sistema de imposición indirecta heredado, de la protección fiscal de la exportación y de la generación de otras rentas tributarias, la ralen­tización de la reforma fiscal aumentó la regresividad de los impuestos indirectos25. Pero más allá de todas estas consideraciones, lo fundamental es que el retraso en la introducción 23. Borrell (1987) señalaba, como indicador de las dificultades administrativas implícitas en la reforma ya efectuada, que el I.V.A. multiplicó por tres el número de contribuyentes respecto al I.T.E.. 24. Ferrer Salat señalaba en la XXX Semana de Estudios de Derecho Financiero, en 1985, que la introducción del I.V.A. iba a traer como consecuencia un fuerte aumento de la presión fiscal, un aumento de la inflación en cuatro puntos o más, la reducción de la demanda interior y el deterioro de la baja competitividad exterior de la producción española (cit. en Alemany, 1986, página 27). 25. El trabajo de Argimón, González-Páramo y Salas (1987) pone de manifiesto que en 1980 había aumen­tado la regresividad de la imposición indirecta respecto al término de

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del I.V.A., junto con la lentitud de las transformaciones administra­tivas y la incapacidad de la Justicia para hacer frente a los nuevos delitos fiscales, tuvo sin duda un alto impacto en la persistencia del fraude fiscal, el principal pasivo de la reforma. La suma de las lagunas de la reforma y los desfases de su aplicación lograron que no se extendiera plenamente la sensación de un nuevo comienzo26. El fin del consenso y la resistencia a la nueva legislación fiscal La historia de la reforma tributaria durante la Transición parece presentar dos notables discontinuidades en 1977 y 1979. Antes de la primera fecha existía un programa reformista que no lograba medios políticos para su aplicación. Entre 1977 y 1979 un consenso básico entre las formaciones políticas y un cierto silencio público de los demás protagonistas posibles, no obstante el mar de fondo que condujo a la dimisión de Fuentes Quintana en febrero de 1978, presidieron la puesta en marcha de la reforma fiscal. Un consenso que tuvo su plasmación última en la aprobación prác­ticamente unánime de la Ley de Medidas Urgentes, la Ley del I.R.P.F. y la Ley de Sociedades. Desde 1979 se rompió definitivamente el consenso y la reforma perdió fuerza: se atascaron las grandes normas en las Cortes, la UCD hizo pública su intención de sustituir el impuesto extraordinario sobre el patrimonio por un impuesto sobre las grandes fortunas y se dieron pasos contradictorios en el desarro­llo de las leyes ya aprobadas. Cuando en 1984 se reanu­dó el proceso reformista, lo hizo por iniciativa socialista, y frente a la contestación de la oposición y sobre todo de los grupos empresa­riales, ya plenamente reorganizados y dotados además de una nueva ortodoxia económica y hacendística. La segunda discontinuidad, la de 1979, tuvo efectos significati­vos aunque no separó una etapa de unanimidad de otra de conflicto, sino una etapa de actividad reformista de otra de inactividad en este campo, acompaña­das de dos tipos diferentes de discurso público. La reforma fiscal se enfrentó desde un principio a una enconada resisten­cia, como era de esperar dada la gigantes­ca redistri­bución de la carga tributaria que su efec­tiva realiza­ción iba a suponer. Pero desde la aproba­ción de la Constitu­ción esa resistencia pasó a manifes­tarse de forma distinta: la presión más o menos oculta para lograr comparación de 1965, además de crecer el tipo medio de imposición indirecta sobre la renta familiar, por más que sus efectos redistribu­ti­vos fueran poco significativos. 26. Del período 1979-86, este último año fue el de mayor reducción de la bolsa de fraude en el I.R.P.F., fenómeno que hay que atribuir en parte a la entrada en vigor del I.V.A. (Albi, 1990: 38). Una figura muy recaudatoria y con gran capacidad para generar información para los impuestos directos, razón que probablemente explique el elevado nivel de evasión existente en el I.V.A. (Díaz y Romero, 1994).

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alteraciones de preceptos y artí­culos concretos, y con una defensa pública poco estridente y fragmentaria, se convirtió en denuncia sistemática de la vora­cidad fiscal y de la incompatibilidad de los nuevos princi­pios de reparto de la carga y el crecimiento económico, y finalmente se integró en un nuevo discurso económico contra el Estado intervencionista a principios de los años 80. El cambio de estrategia tuvo efectos importantes sobre el sistema fiscal. En 1977 y 1978 hubo en el parlamento discrepancias sobre aspectos concretos del proyecto de transfor­mación de la Hacienda y numerosas enmien­ das a los proyectos de ley gubernamen­tales, pero todos los grupos votaron finalmente a favor de unos textos que habían sufrido pocas modifica­ciones en el trámite parlamentario. Pero el consenso se cimentó en una situación mucho más ambigua fuera de las Cortes. En primer término, y como señala Santander (s.a.: iv) tras estudiar una muestra de periódicos nacionales en los meses de octubre de 1978 a junio de 1979, «no deja de ser sorprenderte la ausencia de un serio debate sobre las consecuen­cias económicas y sociales de la Reforma Fiscal para el funcio­namiento de la España de nuestros días». Esa ausencia probablemente se derivaba de que la reforma en sí, e incluso su sentido, el acercamiento a los modelos ofrecidos por los países del Mercado Común, no encontraba en principio ningún rechazo directo. Una muestra de empresarios consultados en una encuesta de urgencia en octubre de 1977 ofrecían una clara imagen de esa ambigüedad: «si bien la mayoría de los empresarios enjuician favorablemente el [vigente] sistema tributario español, tanto por la efectividad de la recaudación, como por el empleo que el Estado hace de ella, lo cierto es que la mayoría de las empresas admiten igualmente la necesidad de reformar las actuales leyes fiscales» y «el empresariado no es, en efecto, en absoluto reacio a la modifica­ción de un sistema fiscal que considera unánimemente que no está dotado de flexibili­dad ni de equidad, ni contribuye al desarrollo del país»27. De estas notas construidas por los analistas a par­tir de la encuesta hay que destacar la satisfacción con un régimen tributario caracterizado como no equitativo ni flexible ni suficiente. Esta resignada constatación pone de manifiesto la imposibili­dad política de defender abierta­mente el statu quo fiscal por parte de sus beneficiarios y la inexistencia de un modelo coherente de fisca­lidad distinto del ofrecido por el organizado y coherente frente reformista. Dos elementos que, al sumarse a la idea de que la transformación de la fiscalidad era un coste del saneamiento28, 27. «Comentarios del Círculo de Empresarios en relación con la reforma fiscal. 25, Octubre, 1978» en Círculo de Empresarios (1979), página 351. 28. Véanse, por ejemplo, las referencias a la reforma fiscal en las cartas a los accionistas del Banco Popular Español de Termes el 30-IV-1976 y el 27-X-1977, en Termes (1991), páginas 67 y 71. Desde esta perspectiva, la reforma fiscal se convertía en la contrapartida a

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tendieron a desviar la críti­ca de la reforma a cuestiones circunstan­ciales o laterales: la incove­niencia del momento elegido o la necesidad de moderar el ritmo de cambio29, y los efec­tos de sus detalles concretos sobre la inversión y el ahorro privados30. El tibio discurso de la oposi­ción abierta a la reforma entre 1977 y 1978, tuvo su reflejo en el contenido de las enmiendas de Alianza Popular. Una oposición suave en tono y reducida en dimensiones, que preludió la aceptación de las leyes de renta y sociedades por los diputados populares. Pero a la moderación de las voces antirreformistas se añadió una acción mucho más decidida para la consecución de pequeñas modificaciones «técnicas» en los anteproyectos, siempre bajo el escudo de la defensa de la inversión y de su seguridad jurídica. Muchos ministros y diputados de la UCD tenían unas relaciones personales fluidas con los medios representativos del capital industrial y financiero, y el partido como tal veía en los profesionales, los cuerpos superiores de funcionarios, los productores indepen­ dientes y los empresarios su base social de referencia (Caciagli, 1986: 247248), dos factores que empujaban a la receptividad a sus quejas y enmiendas. Sin embargo los grandes principios de la reforma se hallaban en el eje de la política de pactos e incluso de la propia orientación hacia la ocupación del espacio de centro-izquierda, que determinó la estrategia de los centristas en los primeros dos años de existencia de la UCD (Huneeus, 1985: 196-202). Por ello el ámbito natural de las concesiones a los perjudicados estuvo no tanto en las exenciones explícitas, ni desde luego en al aplazamiento de la reforma del impuesto de la renta, cuanto en la aceptación de espacios para la elusión imposi­tiva y en el bloqueo de medidas especialmen­te orientadas a luchar contra el fraude. Entre esos espacios para la elusión estaban las posibilidades de aplicar nuevas valoracio­nes al patrimonio para el cálculo ulterior de las plusvalías y minusvalías (apartado 5 del artículo 20 de la Ley31), una fórmula que supuso la moderación salarial, para la resolución del agudo conflicto distributivo característico de las transiciones a partir de 1970 (Haggard y Kaufman, 1995, páginas 156-157) y frente a la problemática imposición de la contención de los salarios sin contrapartidas que hubiera deslegitimado a la democracia. 29. Véanse las páginas sobre «recaudación tributaria» en CEPYME (1979), donde se subraya que la reforma fiscal debe escalonarse para evitar la caída de la inversión y los efectos inflacionarios, al tiempo que se solicitan mecanismos de fomento directo del ahorro y la inversión en el IRPF y el Impuesto de Sociedades. 30. Incluso el rechazo de la tipificación del delito fiscal y la regulación de la transparencia bancaria (dos instrumentos claros de lucha contra el fraude) eran criticados en términos de «frenos» a la inversión. Véase el comunicado de la CEOE a la prensa el 7-X-1977, en ABC, 11-X-1977 (cit. por Valiño, 1989, página 626). 31. Sobre el debate de este apartado, al que se oponían socialistas y comunistas, véase DSC, CD, n.º 101, 29-VI-1978, páginas 3.714-3.720.

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la actualización de valores a cifras muy elevadas y la posterior generación de minusvalías mediante la realización del patrimonio, lo que permitió que a lo largo del primer quinquenio de los ochenta, las rentas más altas escaparan al IRPF (Borrell, 1986, 1987, 1990). A esa forma de elusión cabe añadir la derivada de la regulación del régimen de transparencia fiscal en renta y en sociedades. La nueva legislación también permitió la minoración ficti­cia de los resul­tados empresa­riales por la vía la regulari­zación contable, si bien en el terreno de la pequeña y mediana empresa los mayores desajustes procedieron del régimen de estimación objetiva singu­lar32, en el que se mezclaban los mecanismos de elusión y la puerta abierta al fraude por la mera ocultación de las bases. A todo ello hay que sumar a partir de 1979 la rein­troduc­ción de múltiples bonificaciones fiscales por inversión y otros supuestos: a la altura de 1985, los gastos fiscales del Impuesto de Sociedades se situaban en un 38,6% de la recaudación. Por lo que respecta al bloqueo de mecanismos anti-fraude, hay que anotar en el pasivo de la reforma la restrictiva aproximación al levantamiento del secreto bancario, que junto a su obstaculiza­ción efectiva por parte de las instituciones financieras33, vino a impedir el empleo de datos bancarios para la investigación administrativa hasta 1985 (Borrell, 1990: 29). La propia banca desarrolló a lo largo de los años ochenta un amplio menú de activos financieros absoluta­mente opacos, que fueron sometidos parcialmente al control fiscal tras un intenso conflicto34. En segundo lugar, el impuesto sobre el patrimonio neto perdió parte de sus posibilidades como elemento de control antes de llegar a las Cortes y a lo largo del trámite parlamentario (con la exclusión de los patrimonios de las personas jurídicas, pero también con la elevación del número y progresividad de sus tipos, propuesta por la izquierda), una situación que en fechas posteriores se vio agravada por la falta de voluntad política para desarrollo de los medios jurídicos y administrativos necesarios para hacerlo eficaz como tal instrumento de control35. En 32. Fuentes (1983: 488). La Memoria de la Administración Tributaria. 1982-83 señalaba que los beneficios medios declarados por los contribuyentes acogidos a este régimen había permanecido estancado desde 1977 en un importe aproximado de 400.000 pts., signo inequívoco de la amplia diferencia existente entre rentas reales y rentas declaradas. 33. En nombre de la defensa de la intimidad de sus clientes, la Asociación Española de la Banca recurrió a los tribunales contra el levantamiento del secreto bancario, y se negó hasta que hubiera sentencia (cosa que ocurrió en 1984) a permitir que los bancos facilitaran a Hacienda el listado de las retenciones practicadas en las rentas del capital. 34. Una visión, desde dentro de Hacienda, de este proceso en Martín Seco (1995), páginas 312-317. 35. Tales exigencias serían en opinión de Breña y García Martín (1980) sintetizada y glosada por Fuentes (1983: 498): replantear conceptos y medios en materia censal (transformación

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íntima conexión con la ausencia de medidas para la mejora y actualización del catastro, estaría asimismo la debilidad del control del parque inmobiliario que, a partir de 1986 (tras la reforma del I.R.P.F. y la introducción del I.V.A. por parte de los socialistas que trajeron consigo la contracción de las bolsas de fraude), se convertiría en el refugio por excelencia del dinero negro, contribuyendo a generar el espectacular alza de precios del suelo y la fuerte ola especulati­va que siguieron a la entrada de España en la CEE (Naredo, 2003). Fueran cuales fueran los resquicios y defectos técnicos de las leyes aprobadas, lo más determinante para que resultaran efectivas era su desarrollo concreto en normas de rango menor y la transformación administrativa, así como el cierre de un sistema concebido globalmente y en el que cada pieza dependía de los demás. Un amplio campo de trabajo en el que se manifestó la eficacia de la resistencia al cambio fiscal. La ralentización del programa pactado tuvo su primer acto en la salida de Fuentes Quintana del Gobierno, un independiente que había jugado un papel protagonista entre los hacendistas partidarios de la reforma y que era por tanto remiso a considerar los cambios tributarios como moneda de cambio en las negociaciones de la política económica. Con la salida de Fuentes se trataba de facilitar el apoyo del empresariado a una política económica de la que se hallaban muy distancia­dos, y se pretendía eliminar tensiones entre las diferentes facciones de UCD36. El segundo acto se precipitó entre el otoño de 1978 y marzo de 1979, mes en el que tuvieron lugar las elecciones que pusieron fin de la política de pactos entre los partidos. Cuando había transcurrido un año desde los Pactos de la Moncloa, «un horizonte posible para contemplar la viabili­dad de las medidas de estabiliza­ción, pero [...] corto para la aplica­ción de las medidas de reforma» (Fuentes, 1983: 477), ni la CEOE –que por enton­ces tenía una organización y una presencia pública mucho más sólidas– ni los sindicatos se mostraron dispuestos a renovar los Pactos de la Moncloa. La exigua mayoría de UCD tras las elec­ciones de 1979 impidió que los centristas diseñaran y aplicaran un nuevo esquema tributario, aunque es dudoso que por entonces dispusieran de una propuesta coherente distinta de la auspiciada por Fuentes y Fernández Ordóñez37. Se del catastro y los censos); facilitar el acceso de la Administración Tributaria a la información fiscalmente relevante (banca, registros, régimen contable de las empresas); y disponibi­lidad de medios necesarios por parte de la Administración Tributaria. 36. Huneeus (1985: 227) y Caciagli (1986: 249). 37. Un esquema tributario alternativo que por entonces tampoco parecía existir fuera de UCD.: las peticiones de la CEOE al nuevo Gobierno a la altura de abril de 1979 se limitaban a solicitar regularizaciones periódicas de activos, aumentos de las deducciones por inversiones permitidas por el Impuesto de Sociedades, eliminación de la doble tributación por

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trató sin embargo de una mayoría suficiente para parali­zar la reforma. El agravamiento de la crisis con la nueva subida de los precios del petróleo dio lugar a medidas de estímulo a las empresas que, junto con la decisión de aplazar de nuevo los cambios en la imposición indirecta y la multiplicación de las declaraciones políticas y empresariales sobre las incorrecciones jurídicas de las normas aprobadas, su complejidad y su inoportunidad, llevaron a hablar de contrarreforma fiscal38. Por último y desde 1981 se redobló el marcaje político de los empresarios, que concentraron sus energías en lograr la eliminación del impuesto del patrimonio y la reforma del de sucesiones, figuras calificadas de ataque a la propiedad privada y acusadas de desince­ ntivar la inversión (Calvo Sotelo, 1990: 167-168). De hecho entre 1981 y 1982 el rechazo del sistema fiscal dejó atrás las críticas parciales, y se dotó de un discurso propio. Por una parte el fortalecimiento de Alianza Popular y el apoyo que le prestó la CEOE estuvieron asociados a una valoración negativa del coste que había supuesto a los empresarios en la Transición el excesivo izquierdismo de los gobiernos ucedistas, una inter­preta­ción que encontró uno de sus portavoces más influyentes en el sociólogo Pérez Díaz39. Por otra parte, como analizaremos en el próximo epígrafe, desde comienzos de la década de 1980 se redefinió la ortodoxia económica, y hacendística, de la mano de un profundo viraje político en Occidente. El tono del discurso en la CEOE y otras organiza­cio­nes

dividendos y mayores beneficios fiscales a la concentración y reconversión de empresas (medidas todas ellas, salvo la eliminación completa de la doble tributación, que fueron puestas en práctica por los gobiernos de UCD), así como la suspensión del gravamen de plusvalías en el I.R.P.F. y la reforma del proyecto de ley de sucesiones (que quedó paralizado en las Cortes). Véase CEOE (1979: 21-22). Similares eran las propuestas de Termes en una conferencia que pronunció en 1980 y recogida en Termes (1991: 139-181). 38. Un término y un giro que negaba el propio ministro, Jaime García Añoveros, en la presentación de la Memoria de la Reforma Tributaria. 1981, página 7: «Quede, pues, desde ahora constancia del esfuerzo y de la lealtad con que la Administración de la Hacienda Pública española continúa su tarea en pro de la vigencia efectiva de la reforma tributaria, sin desfallecimientos, sin desviaciones, sin contra-reformas sumergidas». Sin embargo, un hacendista y funcionario del Ministerio alineado con la reforma, como César Albiñana, escribió en la Hoja del Lunes de Madrid, del 16-VI-1980, un artículo bajo el título de «Antirreforma o contrarreforma tributaria» en el que por una parte se desmarcaba de determinados errores derivados del desplazamiento de la terminología jurídica por terminología económica en los textos legales y por otra subrayaba la complejidad de las declaraciones de la renta (aunque añadía «en cualquier caso, es de todos sabido que cuanto más elemental o tosco es un sistema tributario, mayores son las ventajas (legales o de hecho) para quienes son titulares de patrimonios o de rentas de elevada cuantía»), para terminar anunciado: «El Trento tributario está cerca». 39. Especialmente Pérez Díaz (1987), capítulos 3 y 4.

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empresariales experimentó bajo estas dos influencias una significativa inflexión40, y se plasmó en un programa de reforma de la reforma, que haría suyo AP en las elecciones de octubre de 198241. Atenazado por sus querellas internas, por la presión empresarial y por la profundización de la recesión, los gobiernos de UCD simplemente aparcaron la reforma tributaria. Lo hicieron en el plano legislativo, como hemos señalado ya, pero también en el del desarrollo normativo de las leyes aprobadas y en el de la reforma administrativa y la ampliación de los medios materiales y personales de una Hacienda que partía de una situación extremadamente débil. El inmovilismo afectó al conjunto de la Administración Tributaria, obsoleta en su organización tras la reforma. Uno de los rasgos más visibles de este inmovilismo estuvo en la falta de respuesta a la patente inadecuación de los medios personales de Hacienda a sus nuevas tareas: en 1981 las secciones tributarias de las delegacio­nes de Hacienda contaban con 556 inspectores y 1.177 subinspectores, ascen­diendo el personal no inspector a 621 funcionarios, unas cifras idénticas a las de 1976. En conjunto las plantillas totales de Hacienda tenían las mismas dimensiones que en 1972, mientras que el número de vacantes había crecido. No resulta por todo ello muy exagerada la afirmación vertida en la Memoria de la Administra­ción Tributaria. 1982-83 de que «la caída en el ritmo de los ingre­sos y la consiguiente ampliación de rentas no sometidas a gravamen hay que atribuirlas, esencialmen­te, al desfase creciente entre el nuevo sistema fiscal que se configura a partir de la reforma iniciada en 1977 y la administración tributaria encargada de servirlo»42. La edificación de todos estos instrumentos administrativos y judiciales para lograr un aparato capaz de gestionar las nuevas figuras y sancionar el incumplimiento, configuraba sin duda la parte más lenta y difícil de la reforma. Desde 1983 el nuevo partido en el poder, el PSOE inició una intensa tarea de reorganización administrativa: establecimiento de administraciones territoriales, informati­zación de la gestión, integración más estrecha de los 40. «Al iniciarse en septiembre de 1978 el mandato electoral que hoy se ha extinguido, todos los empresa­rios españoles sufrían los aspectos negativos de los llamados Pactos de la Moncloa realiza­dos en 1977 [...] En el orden económico nos trajeron una política antiinfla­cionista basada en restricciones crediticias a costa de la empresa privada y de los puestos de trabajo. Simultáneamente, el enorme creci­miento del gasto público improductivo y una reforma fiscal inadecuada y demagógica, realizada más por razones políticas poco confesables que técnicas, y en contra del ahorro y la inversión privada, constituyeron la causa principal del cierre de muchísi­mas empresas y pérdidas de puestos de trabajo en aquellos años» decía Ferrer Salat en CEOE (1982), páginas 5 y 6. 41. Sobre el programa y su adopción por AP, véase Fuentes (1983), página 480. 42. Memoria de la Administración Tributaria. 1982-83, página 13.

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diversos grupos de inspectores... Sin embargo esta labor acometida por los socialistas desde Hacienda tardaría tiempo en producir resultados y los tendría en el contexto nuevo configurado por la adhesión a la Comunidad Económica Europea y el avance de la nueva ortodoxia económica en el interior, incluso en el propio seno del Ministerio de Economía, y en el exterior, como pusieron de manifiesto los informes y estudios de las organizaciones económicas internacionales en los años 80 y primeros 90. Por ello, cabe pensar que la falta de impulsos políticos en esta dirección en los años inmediatamente posteriores a 1977 fue decisiva en la persistencia y consolidación de la cultura del fraude, una variable muy relevante para acercarse a la herencia tributaria de la Transición. Cuadro I. Niveles de cumplimiento en el I.R.P.F., 1979-1986 (en porcentaje de magnitudes declaradas sobre magnitudes económicas estimadas) 1979

1980

1981

1982

1983

1984

1985

1986

Declaraciones totales

52,2

56,9

56,2

56,1

59,4

58,7

61

64,1

Rentas totales

42,9

47,8

48,9

49,6

50,8

50,5

52

55,1

54

62,1

63,4

64,8

66,6

66,7

68,9

71,3

22,3

24,3

24,6

25,2

23,4

24,6

26,2

30,4

Rentas del trabajo personal Otras rentas

Fuente: Evaluación del fraude (s.a.)

La patente desigualdad ante el fraude de los diferentes tipos de rentas sometidas al I.R.P.F., reflejada en el cuadro i, y la subsi­guiente conversión del mismo en «un trasunto “mo­dernizado” del antiguo I.R.T.P.» (Evaluación, 1988: 159), no permite ser muy optimis­tas respecto a la renova­ción real del sistema fiscal en la Tran­sición desde el punto de vista del reparto de la carga fiscal, sobre todo teniendo en cuenta la persistencia de una fuerte imposición indirecta no re­formada. En realidad la transición fiscal tuvo dos efectos a corto plazo: el crecimiento de la presión fiscal, vinculado a la mayor elasticidad renta de las nuevas figuras, y un traslado parcial de la carga desde las empresas a los consumidores (vía impuestos indirectos) y a determinados grupos de contribu­yentes individuales (básicamente los obligados por el sistema de retenciones en nómina a hacer frente al impuesto sobre la renta).

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Cuadro II. Ingresos fiscales, 1977-1985 1977

1978

1979

1980

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1982

1983

1984

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ID

21,2

23,4

24,2

26,9

26,5

25,0

26,5

27,2

27,4

II

28,0

25,0

24,6

23,9

25,4

27,5

25,9

29,3

30,1

CS

50,0

51,2

50,8

48,9

47,8

47,5

44,9

43,2

42,5

PF

26,0

26,6

27,8

29,5

30,2

30,4

31,7

31,7

32,6

Impuestos directos (impuestos sobre renta y capital), impuestos indirectos (impuestos sobre la producción) y cotizacio­nes sociales en porcentaje sobre ingresos fiscales. Presión fiscal: ingresos totales/P.I.B. Fuente: INE: Contabilidad nacional de España y Banco de España: Informe Anual

Pero fuera de esos dos cambios importantes, y de la introducción de nuevos principios para la evolución posterior del sistema, la fiscalidad retuvo con el fraude algunos de sus rasgos más significativos. El volumen del fraude y el desigual acceso al mismo, más allá de sus implicaciones en términos de equidad (que han ayudado a deslegitimar la fiscalidad de la democracia al concentrar la presión fiscal en sectores sociales específicos), tiene asimismo consecuencias directas sobre el tamaño del déficit público, que en 1986 alcanzó un máximo histórico, y sobre la neutralidad del sistema en su conjunto, ya de por sí dañada por los rasgos de los impuestos sobre la producción y por los beneficios fiscales contemplados en el impuesto de sociedades43. En suma, en 1986 la reforma fiscal era un proceso inconcluso, por más que en el plano legislativo hubiera tocado casi a su fin. El cambio de ciclo político-económico en los «países centrales» y la suerte de la reforma fiscal Si a comienzos de la década de 1970 podía parecer que había una línea de «progreso» en el terreno fiscal que culminaba en lo que pronto se llamaría modelo europeo –el sistema fiscal progresivo, mixto aunque con predominio de las figuras directas, y cuya pieza central era un impuesto sintético sobre la renta personal–, a comienzos de la siguiente década, el panorama había cambiado. Desde comienzos de los años setenta en los países anglosajones, y desde comienzos de los ochenta, en el resto de Occidente, se impuso la hegemonía de lo que podríamos denominar un nuevo pensamiento

43. Sobre la desigualdad y falta de neutralidad de la imposición empresarial, véase GonzálezPáramo (1990a).

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político-económico44. Otorgarle un nombre resulta difícil porque el término más empleado, el de neoliberalismo, no es aceptado por los intelectuales y académicos que se mueven en su órbita (Ghersi, 2004); tampoco cabe asociarlo al predominio de alguna de las culturas políticas más arraigadas en toda Europa por cuanto que ha permeado a todas ellas en diferente medida, desde el conservadurismo hasta la socialdemocracia, pasando por el liberalismo y la democracia cristiana. Aunque desde luego la comprensión del mercado como el mecanismo por excelencia de la vida económica y la fundamentación de su análisis en la agencia del individuo estaban firmemente arraigados en la síntesis neoclásica de posguerra, en la teoría económica coexistían una microeconomía articulada alrededor de la tendencia al equilibrio y una macroeconomía keynesiana, que afirmaba el carácter recurrente de los desequilibrios. Esa discrepancia tendió a resolverse, desde la década de 1980, a favor del enfoque microeconómico. Por las mismas fechas los departamentos de economía pasaron a estar dominados por el rechazo de cualquier metodología no matemática, con lo que se favoreció un enfoque reduccionista y la expulsión definitiva del campo de visión de la economía de las relaciones sociales, el poder y otras variables difícilmente abordables en términos cuantitativos (Lawson, 2012). En tercer lugar, organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o la Comunidad Económica Europea fueron reflejando en sus acuerdos e informes posiciones cada vez más favorable a lo que podríamos llamar, siguiendo a Polanyi (1989), el mercado autorregulado. La supremacía de la new right en los países políticamente más influyentes, el cierre de la economía académica y la consolidación de una nueva ortodoxia en las instituciones económicas internacionales se han visto reforzados por un proceso de multiplicación y densificación de las relaciones internacionales y supranacionales, la globalización, que estos sujetos han contribuido a configurar y que ha incluido el fin de toda restricción a los movimientos de capital, el aumento del comercio internacional y la constitución de una elite empresarial-profesional mucho más rica y móvil que en períodos anteriores. Sujeto activo y pasivo de la globalización finisecular desde sus comienzos fue la disciplina de economía pública. Partiendo de la tesis de los «fallos del Estado» y del carácter forzosamente negativo de las interferencias políticas 44. Sarias (2013) data convincentemente la adopción de lo que él denomina «liberalismo neoclásico» en la presidencia de Nixon, entre 1967 y 1971, si bien únicamente bajo Reagan se produjo la plena identificación del republicanismo con el liberalismo clásico. En relación al Reino Unido: Gamble (1994).

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en la asignación, muchos de sus principales autores convirtieron a partir de la década de 1980 la reducción de la presión y la carga fiscales en uno de los objetivos principales de la política económica. Sobre la base de premisas semejantes, hicieron del estímulo del crecimiento mediante el «fomento del ahorro» una de las funciones clave de la política fiscal. Por otra parte, si en el horizonte de cualquier proyecto político-económico aceptable debía estar la reducción de la presión fiscal, puesto que los impuestos eran vistos como un mal necesario, y paralelamente se regresaba al dogma pre-keynesiano del equilibrio presupuestario, parece evidente que se optaba por un recorte a medio plazo del gasto público. En tercer lugar, una creciente bibliografía negó la posibilidad, si no la deseabilidad, de usar los impuestos con fines redistributivos. En España todas estas novedades fueron recibidas y adoptadas, bastante acríticamente, desde fechas muy tempranas. Fuentes Quintana –un personaje clave en la reforma fiscal, como hemos reiterado a lo largo de estas páginas, pero además un auténtico nodo dentro de la red académica de hacendistas– señalaba en 1986 como problemas fundamentales de la política fiscal española el retraso en la aplicación de las reformas previstas en 1978, el impacto de la inflación de los años ochenta sobre la presión fiscal y la valoración de las bases, el elevado fraude y la complejidad de la legislación y la tarifa del impuesto45. Al año siguiente, la simplificación del impuesto sobre la renta y la reducción de la progresividad fueron algunos de los temas estrella de un monográfico de Papeles de economía española, promovido por el propio Fuentes. Tres años más tarde, Fuentes (1990b: 7) –a la cabeza de un número significativo de profesores de Hacienda Pública de la Universidad española– dirigía al Gobierno un informe sobre la reforma del I.R.P.F. en unos términos radicalmente nuevos. En este informe se constataba inicialmente que la década de 1980 «ha[bía] sido […] fecunda en propuestas reformadoras realizadas por la teoría y la política de la tributación» y que «probablemente no se registre en este siglo una etapa semejante de discusión del reparto de los impuestos, de propuestas para inspirar su reforma y de realización de cambios en la realidad fiscal de los distintos países occidentales» (Fuentes Quintana, 1990b: 18). Esto último es muy relevante porque tanto Fuentes como el conjunto de los hacendistas a los que coordinaba construyeron sus muy diferentes discursos de los años setenta y de los ochenta alrededor de la constatación de la posición históricamente periférica de España en Europa y la necesidad de sincronizar sus cambios tributarios con los de los países europeos. Únicamente que esa convergencia obligaba a adoptar, hacia finales de la década de 1980, 45. En una conferencia en el acto de apertura del año académico de la Universidad de Comillas: Fuentes (1986).

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los planteamientos de Naharro y los empresarios treinta años antes o de los portavoces de la CEOE en la Transición, contra los que se había alzado la voz de Fuentes y contra los que se había edificado a partir de 1977 el nuevo sistema fiscal español. De hecho, conviene diferenciar dentro de la amplísima producción doctrinal que bajo la forma de artículos, libros, conferencias, columnas en la prensa, ponencias… inundó el espacio público desde 1987 en adelante, dos tipos de argumentos de naturaleza muy diferente: el relativo a la transformación del contexto en el que se movía o iba a mover el sistema fiscal tras la progresiva integración económica del espacio regional comunitario –la necesidad de la «convergencia con la fiscalidad de los principales países de la CEE» (Fuentes Quintana, 1990b: 36)– y los vinculados a la teoría económica, tributaria y de la política económica –«reformar la imposición al servicio del aumento del empleo, del ahorro y la inversión» (Fuentes Quintana, 1990b: 36). La tesis de que la pérdida de la soberanía económica hace inviable una fiscalidad redistributiva se ha empleado con frecuencia desde la década de 1980 hasta hoy. En su forma más extrema niega la viabilidad en las nuevas circunstancias de gravar las rentas del capital: En un mundo con libertad de movimientos de capitales, si un país pretendiese aumentar la imposición sobre los rendimientos del ahorro, para conseguir que éste se invirtiese en su territorio tendría que ofrecer rentabilidades brutas antes de impuesto más elevadas que las de sus competidores, lo cual conduciría a menores retribuciones para el factor trabajo. De hecho, tal situación sería equivalente a la existencia de un gravamen implícito sobre los rendimientos del factor trabajo, por lo que algunos opinan que resulta más adecuado gravar directamente el trabajo que hacerlo indirectamente mediante un impuesto sobre el rendimiento del ahorro. Un impuesto sobre los rendimientos del capital, al reducir la oferta de este factor y, consiguientemente, las inversiones termina por elevar la rentabilidad bruta del capital y reducir paralelamente la retribución del trabajo, es decir, termina por incidir sobre el trabajo dada la falta de elasticidad de su oferta. En la búsqueda de una mayor equidad mediante una elevación de los impuestos sobre los rendimientos del capital se terminaría así gravando más al trabajo, aunque de forma no visible (Ministerio de Hacienda, 2002:73).

Pero los hacendistas no se han limitado a constatar las dificultades derivadas del nuevo marco institucional para gravar con equidad a los ciudadanos y perseguir el objetivo de fomentar la igualdad. Si este fuese el eje de sus objeciones al «estilo tributario europeo», propondrían soluciones transitorias y la búsqueda paralela del acuerdo con las fuerzas políticas europeas, lo que exigiría además una tarea de movilización de la opinión pública, para restablecer o establecer ex novo las condiciones que hagan viables la hacienda

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democrática en el sentido definido en la introducción. No, la ortodoxia económica y hacendística española ha relegado la redistribución a la categoría de finalidad subsidiaria del sistema fiscal y ha regresado a la consideración de los impuestos y gastos públicos como un factor distorsionador de la economía de mercado que debe ser minimizado. Son esos puntos de partida los que inspiraron en la década de 1990 los sucesivos informes y acabaron transformando elementos centrales de la Hacienda, en un proyecto de contrarreforma que se prolonga hasta nuestros días. En el informe sobre el I.R.P.F. presentado en 1990 por el grupo de Fuentes, el fomento del ahorro pasaba por la simplificación y recorte de tipos, el tratamiento separado de rentas del capital, la integración de I.R.P.F. y el impuesto de sociedades, rebajando los tipos del primero, los incentivos fiscales a los planes y fondos de pensiones, los ajustes automáticos para corregir la inflación…46 Unas propuestas resumidas en Albi (1990: 52-53), quien colocaba la equidad –especialmente la horizontal y ya no la vertical– como cuarto objetivo tras los de la sencillez (que incluía la propuesta de separar la tributación de las plusvalías a largo plazo y su gravamen a tipo proporcional), eficiencia y fomento del ahorro. Pese al despliegue de apoyos, el gobierno del PSOE no quiso hacer suyas estas peticiones de reforma del IRPF en 1990, en pleno giro socialdemócrata tras la huelga general de 1988. Por el contrario en 1995 otro gobierno socialista aceptó muchas de las sugerencias relativas al impuesto de sociedades de un equipo de hacendistas de composición semejante47. Mejor suerte tuvieron las propuestas de reforma de la reforma en 1997, al designar el gobierno del Partido Popular una comisión presidida por el Lagares e integrada por otros hacendistas, altos funcionarios y asesores fiscales, con la misión de proponer un informe básico para la reforma del IRPF48. Esta comisión recomendó el gravamen de las pérdidas y ganancias 46. Una breve referencia a este informe, al que se adhirieron «todos los catedráticos de Hacienda pública de la universidad española» –unanimidad que dice mucho de la naturaleza de sus relaciones internas y sobre su gran cohesión como grupo– en Lagares (2004: 557). 47. No hay prácticamente ningún trabajo sobre este período, analizado casi en exclusiva por uno de los protagonistas –el propio Lagares– que no lo hace a modo de memorias personales sino dentro de estudios de corte académico. Eso le lleva a utilizar técnicas formales de distanciamiento y rigor (como el empleo de la tercera persona, incluso para hablar de sí mismo y sus propuestas y actuaciones), que no logran ocultar los profundos sesgos del análisis de proyectos y normas, en los que el propio autor tuvo gran protagonismo: Lagares (2002) y Lagares (2004). 48. Comisión para el Estudio y propuesta de medidas para la reforma del impuesto sobre la renta de las personas físicas (1998).

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patrimoniales a tipo fijo para evitar el exceso de progresividad (siguiendo en este terreno las dos reformas estadounidenses en la década de 1980 y del Reino Unido), la reducción de los tipos marginales puesto que cuando son elevados desincentivan «el trabajo, el ahorro o la aceptación de riesgos económicos», según «ha venido insistiendo la literatura científica actual» (Comisión, 1998: 38), compensada por menores deducciones, la limitación del número de tramos… Aunque se aludiera una vez más a la inviabilidad de la fiscalidad existente por las nuevas condiciones institucionales (por ejemplo al señalar la Comisión (1998: 58) que una «política redistributiva más realista, prudente y efectiva, [está] especialmente justificada a partir del momento en que las fronteras han dejado de ser un obstáculo para la libre circulación de mercancías, capitales e, incluso, personas»), en realidad se adoptaba en estos textos, cada vez de forma más abierta, una argumentación contraria al modelo fiscal construido en la posguerra en Europa. En definitiva contraria al modelo importado, en gran medida gracias a muchos de los hacendistas que pasaban a impugnarlo, durante la Transición. Desde los escritos pioneros que vieron la luz en Papeles de economía española en 1987 hasta hoy, se ha venido sosteniendo que los tipos elevados en el impuesto de la renta fomentan el consumo frente al ahorro, que el ahorro público no puede sustituir al ahorro privado (Comisión, 1998: 48), que la imposición de una fuerte progresividad induce al ocio, reduciendo la actividad económica de las personas, e incide sobre la asunción de riesgos, (Comisión, 1998: 50)…, factores todos que perjudican el crecimiento. Se trata de un conjunto de afirmaciones que carecen del respaldo de estudios sobre comportamientos sociales en términos comparativos y de medio plazo y se fundan en unas aproximaciones sin base empírica en información estadística o en estudios sociológicos, antropológicos o psico-sociales sobre los efectos de la fiscalidad en los comportamientos colectivos49. En definitiva, los hacendistas españoles como grupo, y al margen de algunas excepciones, optaron en los años ochenta por una nueva ortodoxia que hacía del recorte de gastos e ingresos públicos, y del fomento del 49. Lo segundo es un argumento mío: no entiendo muy bien cómo conociendo como conocemos que las pautas de consumo y ahorro cambian en el tiempo, en el espacio y entre grupos sociales de forma tan marcada, incluso para niveles de renta y de imposición semejante, se pueden realizar afirmaciones sobre los determinantes de estas variables sin el apoyo de otras disciplinas. Por el contrario lo primero, lo relativo a la falta de estudios estadísticos, no es una afirmación mía sino del propio informe de 1998: en él se señalaba que algunos niegan desde hace mucho la existencia de cualquier efecto negativo sobre el ahorro familiar de la imposición de la renta y se sostenía que pese a que no hay pruebas empíricas, sí existen hipótesis racionalmente concebidas (Comisión, 1998: 49).

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crecimiento sobre la base del ahorro y la inversión privadas, el eje de sus preocupaciones. Alinearon así sus propuestas con las que desde la década de 1970 habían dejado en un segundo plano el problema de la desigualdad, un fenómeno de graves consecuencias sociales, políticas y económicas que ha experimentado un claro aumento en el mismo período (Piketty, 2013). Lo peculiar en el caso español es que esa transición hacia una hacienda liberal, renovada desde luego por cuanto que ya no reviste los rasgos de la fiscalidad heredada de 1845, se inició antes de que concluyese la transición hacia una hacienda democrática, y de la mano de quienes habían contribuido a poner en marcha esta última. Epílogo: de la redistribución social a la territorial A lo largo de este texto hemos tratado de señalar algunas peculiaridades de la reforma fiscal de 1977-78 y de las rectificaciones posteriores de que ha sido objeto. Se ha destacado el carácter radical de esta reforma, su larga y compleja preparación y su adecuación a lo que en los años setenta podía todavía calificarse de ortodoxia tributaria europea e incluso occidental. Se ha explicado que el desarrollo de la reforma, cuya adopción fue posible por el particular equilibrio de fuerzas políticas en la Transición, se vio lastrado desde 1979 por una pérdida de impulso, que impidió un salto cualitativo en el grado de cumplimiento fiscal. Finalmente, se ha subrayado que antes de que se hubiesen logrado superar los obstáculos materiales y administrativos para su funcionamiento pleno, el nuevo sistema fiscal se enfrentó a un viraje en el pensamiento político-económico que proponía su transformación. Ha quedado orillada, en parte por la decisión de no llevar el análisis hasta el siglo xxi, una perspectiva de todo este proceso. En España la construcción de la democracia implicó asimismo la reorganización del Estado y el desarrollo de un sistema autonómico de nuevo tipo. La descentralización administrativa supuso una descentralización del gasto sin, inicialmente y con la excepción de las provincias forales, una descentralización de los ingresos tributarios. Las comunidades autónomas adquirieron en 1997 capacidad normativa para regular la mayoría de los tributos que les había cedido el Estado (cesión total o parcial en la mayoría de las figuras, con las excepciones relevantes del I.V.A. y de los impuestos especiales). Entre los cedidos en su totalidad cabe destacar los impuestos del patrimonio y de sucesiones y donaciones, dos figuras directas que estaban diseñadas para cumplir funciones de cierre del sistema fiscal, al permitir controlar la evolución de la riqueza personal y por lo tanto indirectamente la renta. La competencia fiscal entre comunidades ha llevado a reducir los tipos de estas figuras directas,

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hasta el punto de anularlas para determinados supuestos, y a aumentar las indirectas (como el impuesto de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados): de este modo se ha acentuado la tendencia a la erosión de la progresividad del sistema y se han aumentado las vías de elusión y fraude. Junto con esta faceta de la descentralización, cuyos resultados no cabe desligar del contrarreformismo, la falta de un acuerdo global sobre los principios y las prácticas de la financiación del Estado autonómico ha hecho que el reparto de ingresos y gastos entre comunidades se haya convertido en uno de los ejes del debate tributario. En este plano (como también en el de las contribuciones nacionales a los gastos de la propia Unión Europea), las discusiones sobre los grados de solidaridad interterritoriales están en buena medida lastrados por el abandono del principio de redistribución. La renuncia a hacer de la fiscalidad un instrumento de igualación relativa de rentas ha debilitado en términos sociales y políticos los mecanismos de redistribución interterritorial, que no eran sino una consecuencia del principio de redistribución en la sociedad. Las críticas a la progresividad pueden con facilidad convertirse en críticas a las transferencias entre territorios que –sostienen algunas voces– ralentizan el crecimiento de los centros económicos más dinámicos y favorecen el estancamiento de las regiones más pobres, con menor capacidad relativa de generar rentas. El cuestionamiento de la hacienda democrática y su proyecto de integración social tiene en definitiva múltiples derivas, algunas de ellas muy negativas para cualquier fórmula de organización colectiva de la convivencia, sea en España, sea en las restantes naciones europeas, y desde luego puede acabar haciendo peligrar la existencia de la Unión Europea. Desde esa perspectiva es relevante recordar que en los pasos iniciales de la construcción europea se situaron los trabajos sobre armonización fiscal que dieron forma final al «estilo tributario europeo». Bibliografia Abril Abadín, E., «Las Semanas y Europa», en 50 semanas de estudios de derecho financiero, Fundación para la Promoción de los estudios financieros, Madrid, 2006, pp. 65-68. Albi Ibáñez, E., «La reforma fiscal», en Albi Ibáñez, E. (dir. y coord.), La Hacienda Pública en la democracia. Estudios en homenaje al profesor Enrique Fuentes Quintana, Ariel, Barcelona, 1990, pp. 27-54. Albiñana García-Quintana, C., «Apariencia y realidad del sistema tributario español», Revista de Economía Política, n.º 66, enero-abril, 1974, pp. 7-46. Albiñana García-Quintana, C., Sistema tributario español y comparado, Tecnos, Madrid, 1986.

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