Entre Justino y Tertuliano, el primer surgir del pensamiento cristiano

May 23, 2017 | Autor: G. Briones Valdeb... | Categoría: Christianity, Theology, Medieval History, Early Christianity, Late Roman Empire
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Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad Resumen

Entre Justino y Tertuliano El primer surgir del pensamiento cristiano El s. II no fue fácil para los cristianos. Mientras el imperio vivía los años de su esplendor y daba a cada paso magníficos signos de salud, la minúscula comunidad de los creyentes debía recurrir a todas sus reservas de heroísmo para mantenerse en pie. Tenían plena conciencia de ser extraños a la vida del imperio, ajenos a sus valores, a sus tradiciones y a sus instituciones. Sabían a ciencia cierta que antes que romanos serían siempre cristianos. El imperio, sumido en este sordo enfrentamiento, no hizo nada por ocultar su incomodidad ante la nueva fe. Las persecuciones oficiales, firmadas por decretos y selladas con el timbre de la casa imperial, terminaban creando mártires, cuya muerte se convertía en hazaña y cuyos huesos se transformaban en reliquias. Ellos eran los nuevos héroes cristianos, cuyo ejemplo alentaba a todos los creyentes a resistir el combate y ganar la corona que no se marchita. Las persecuciones culturales, en cambio, eran muy distintas, no pretendían posicionar a los cristianos en la gloria del martirio, sino arrastrarlos por el fango del ridículo. Celso, un detractor del cristianismo, escribió el ​Discurso Verdadero contra ​ los cristianos, en él, compara peyorativamente la nueva fe con el gran logro de la civilización griega pagana: la racionalidad filosófica. “​... lo mismo acontece con los cristianos. Ninguno de ellos quiere escrutar las razones de las creencias adoptadas. Dicen por lo general: “no examinéis, creed solamente, vuestra fe os salvará”; e incluso añaden: “la sabiduría de esta vida es un mal, y la locura es un bien” Pero los cristianos no eran tan simples como celso pretendía. Ya San Pedro los había amonestado en una de sus epístolas a “dar razón de su esperanza”. Sea como fuere, para dar este combate era preciso que los cristianos dilucidaran previamente su posición en el mundo del pensamiento. Y es justamente este dilema el que hace de San Justino un hito importante en el decurso cultural de Occidente. Se trataba de dos mundos diversos, el pagano y el cristiano, pero también de dos conceptos distintos, la filosofía y la fe. La sabiduría antigua representaba lo alcanzado por la razón; la Buena Nueva cristiana, lo obtenido por revelación. La primera aludía a la capacidad de la naturaleza; la segunda, a las posibilidades insospechadas de la gracia. Pues bien ¿era posible equilibrar la balanza con dos platillos tan distintos? Los escritos de San Pablo no habían sido del todo claro. Algunos pasajes de sus cartas daban pie a una condena en bloque de la sabiduría antigua, desechándola como obra humana que se convertía en polvo ante la sabiduría divina. La sabiduría humana, la cultura filosófica de la antigüedad, era sólo necedad de frente a la auténtica sabiduría del creyente: la fe en Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador del género humano. Bajo estas ideas, buscar argumentos que hicieran creíble y comprensible el mensaje de Cristo era rebajar la sabiduría divina al nivel de sabiduría humana. No existía entonces puente ni conciliación posible entre paganismo y cristianismo. Quien representó paradigmáticamente esta postura fue Tertuliano (160-220), un brillante y culto cristiano del África, que conmocionó a la Iglesia del s. II con la potencia de sus escritos. Gonzalo Andres Briones Valdebenito Instituto de Historia PUCV

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Fue sólo hacia el año 194 cuando, estremecido por el testimonio de los mártires, decidió agregarse a la pequeña comunidad de los creyentes. Desde su nuevo estatus comenzó a ilustrar a sus compañeros en la fe con su palabra. La convicción de Tertuliano era que no existía conciliación posible entre el mundo que se había fraguado en el ​Liceo o la ​Academia y la fe que había salido del cenáculo de Pentecostés. En su mente clara de jurista y de converso se había dibujado una línea entre ambos mundos. A su juicio, Dios no necesitaba apoyarse en razones humanas ni justificarse con teorías ante los griegos: la fe reducía a la nada las inútiles disquisiciones de los “maestros del error”, los filósofos. A su mirada rigurosa la cultura imposibilitaba la recepción del evangelio. La posición de Tertuliano, sin embargo, era insostenible. Y durante los últimos años de su vida abandonó la comunidad cristiana seguramente decepcionado por su falta de verdadero espíritu evangélico. Sea como fuere, lo cierto es que en las mismas epístolas de San Pablo existían también otros textos que podían indicar una actitud muy distinta. El apóstol había afirmado que los filósofos eran capaces de elevarse al conocimiento de Dios, ya que “su eterno poder y divinidad se han hecho visibles a la inteligencia desde la creación del mundo por miedo de sus obras” (​Rom. 1, 20) y había dado a entender que dentro de cada hombre existía una ley natural que lo orientaba hacia el bien. De este modo se abría un terreno común en que tanto el filósofo pagano como el fiel cristiano podían reflexionar, discutir y comprenderse. Quienes comenzaron ese diálogo fueron los apologistas. En la práctica constituían alegatos redactados para obtener de los emperadores romanos el reconocimiento legal de la religión cristiana. Entre todos los cristianos que se batieron en estas lides, la figura más notable fue la de San Justino (100-165). Justino era inquieto por naturaleza y buscaba ansiosamente respuesta a los misterios de la existencia. Eternamente insatisfecho, pasó por diversas escuelas hasta encontrar algo que le pareció sorprendente. Ese encuentro lo narró él mismo en la más conocida de sus obras, el ​Diálogo con Trifón. En ella cuenta que aun cuando ni siquiera la brillante literatura platónica era capaz de apaciguar su espíritu, en el silencio del desierto encontró a un anciano, que le preguntó acerca de Dios y el alma. El filósofo le respondió citando a Platón, según el cual las almas habían tenido una preexistencia en la que habrían conocido a la divinidad. El anciano le hizo ver su incoherencia y Justino, sorprendido de encontrarse a un dialéctico tan agudo en esas soledades, le preguntó dónde podía leer la doctrina que profesaba. El viejo respondió que la sabiduría que él seguía no era obra de filósofo alguno, sino que estaba contenida en las escrituras de los cristianos. Poco a poco comenzaba a vislumbrarse la luz al final del túnel. No eran esfuerzos humanos los que serían capaces de resolver las preguntas que inquietaban su espíritu, sino una revelación divina. Lo que la Iglesia ganó con un hombre como Justino fue invaluable. A sus filas se incorporaba un sabio de exquisita formación, capaz de dar un empuje decisivo a la formación de un pensamiento cristiano que estuviera a la altura del mundo que pretendía conquistar. Y así fue. Apenas hubo consolidado su pertenencia a la Iglesia, Justino se puso manos a la obra. El primer problema era situar la nueva fe en alguna relación con las antiguas doctrinas de los filósofos. Y no tardó en ver la similitud. Los cristianos eran tachados de ateos porque no Gonzalo Andres Briones Valdebenito Instituto de Historia PUCV

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reverenciaban a los dioses del estado. ¿No había hecho lo mismo Platón y Sócrates? Estos filósofos debían considerarse hermanos de los cristianos. Así también los estoicos que habían hablado del ​Logos, como principio y causa divina del mundo, el mismo que según el cuarto evangelio había tomado la forma humana de Cristo. Según Justino, los filósofos no eran “maestros del error”, como afirmaba Tertuliano. Por el contrario, la misma historia de la filosofía tenía su última e inesperada coronación en la revelación. Y el cristianismo podía presentarse como el último puerto de la especulación humana. A la mirada viva y entusiasta de Justino toda la sabiduría de los antiguos se representó como un lento y trabajoso sendero cuya culminación no era obra humana sino divina. Toda verdad, aunque fuera en incompletas partículas esparcidas por las obras de los filósofos, todo era propiedad del cristiano. Heráclito, Sócrates y los estoicos, ninguno de ellos fue extraño al pensamiento cristiano. En sus libros podía encontrarse un sentimiento genuino de la existencia de Dios. Especialmente en Platón, bajo cuyo alero era preciso asentar el naciente pensamiento cristiano. Justino tomó el método interpretativo de lo que para los cristianos comenzó a ser el Antiguo Testamento. Y orientó la exégesis hacia la explicación simbólica de los textos. De este modo, tanto la cultura pagana como la revelación judía culminaba en la persona de Cristo. Se trataba de una concepción universalista llamada a poner las bases del pensamiento cristiano. Afianzado en estas ideas Justino fundó hacia el año 150 una escuela de filosofía crisitana, primero en Éfeso y luego en Roma. Alcanzó éxito y consiguió discípulos… y por primera vez la cultura pagana tuvo un adversario de su misma talla. Se ensayaron en la justificación racional de las verdades que creían. Ya San Agustín habría de decir: “nadie creería en algo, si eso no le pareciese primero digno de ser creído”. La interesante producción intelectual de los apologistas constituía una respuesta adecuada a los desafíos del paganismo ilustrado. Pero por sí sola jamás hubiera sido suficiente para asegurar a los cristianos un lugar de relevancia en la historia. Si la cristiandad quería brillar debía hacerlo más por los testimonios de la santidad que por las luces del pensamiento. Y esto, para también para Justino, constituía una evidencia palmaria. La fortaleza moral de los cristianos ante la muerte venía a poner de manifiesto el sello de la nueva fe. “Nadie ha creído en Sócrate hasta el punto de morir por él”, recordaba Justino. La vida moral de los cristianos dejó un fuerte efecto en la masa pagana y constituyó uno de los motivos fundamentales de su rápida expansión. Por otra parte, la idea de la inminente venida de Cristo imponía a la comunidad un sobrio estilo de vida. En un contexto tan viciado como el de aquella Roma, la actitud de los cristianos constituía un mudo reclamo para un mundo sin espíritu. En un contexto como éste, la comunidad cristiana debía ofrecer un espléndido contraste. Y seguramente eran muchos los romanos capaces de apreciarlo. En nombre de un nuevo ideal el cristianismo venía a rescatar antiguas virtudes: la austeridad, la justicia, el trabajo y la lealtad. Entre ellos parećia haber renacido la dignidad del ser humano y la santidad de la familia. Tal vez el documento más importante de esta época sea la ​Carta a Diogneto, por algún tiempo atribuída al mismo San Justino. En ella, su autor realiza un retrato de la comunidad creyente a un alto administrador romano en Egipto que, hacia el año 197, había asumido el cargo de gran sacerdote. Gonzalo Andres Briones Valdebenito Instituto de Historia PUCV

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En cada una de sus paradojas el autor de la carta daba vuelta la opinión común que perseguía a los cristianos. La debilidad, la pobreza y el odio se transformaban en ellos en fuerza, riqueza y bendiciones. Se trataba de un mundo perseguido que, aun en su marginación, brillaba como ningún otro. Nada extraño si esta carta ha constituido para los cristianos de todos los tiempos un modelo, una inspiración y sobre todo un exigente examen de conciencia. Volviendo a Justino, el año 163 fue llevado a los tribunales por un filósofo pagano, Crescente. La enemistad entre ambos era conocida. Antes de ser llevado a juicio, Justino desafió al pagano a una discusión pública. La victoria de Justino parece haber sido aplastante. Sin embargo, frente a la denuncia, los tribunales de Roma operaron sin titubear. De acuerdo a la jurisprudencia que había establecido Trajano, Justino fue interrogado, y le hubiera bastado realizar la pantomima de un sacrificio pagano para salir libre de polvo y paja. “En nuestra mano está negar cuando somos interrogados, -había dicho en su ​Apología-, pero no queremos vivir en la mentira”... Llegaba el momento de mostrarse digno de sus propias palabras.Con Justino el cristianismo evidenció haber hecho propia la antigua lección estoica según la cual el mal corrompe a quien lo comete, no a quien lo padece.

Gonzalo Andres Briones Valdebenito Instituto de Historia PUCV

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