Entre el rencor y el acercamiento. Liberales y afrancesados en unos años difíciles (1812-1820)

October 9, 2017 | Autor: Juan López Tabar | Categoría: Guerra de la Independencia Española, Historia del liberalismo español, Fernando VII, Afrancesados
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Descripción

Entre el rencor y el acercamiento. Liberales y afrancesados en unos años difíciles (1812-1820)

Juan López Tabar Dr. en Historia

Justo hace ahora doscientos años un afanoso Miguel José de Azanza se multiplicaba para intentar organizar junto a las autoridades francesas la acogida de varios miles de afrancesados que, tras la debacle francesa en Vitoria, se veían forzados a cruzar la frontera para afrontar un azaroso destierro. Con lágrimas en los ojos 1, los recién llegados fueron estableciéndose en diferentes localidades del mediodía francés, aunque, como he mostrado en otro lugar, con la salvedad de unos pocos privilegiados, la gran mayoría penaron durante meses arrastrando su existencia entre marchas y contramarchas al dictado de unas autoridades napoleónicas absolutamente desbordadas2. Dejaban atrás años tumultuosos. Desde la turbulenta primavera de 1808, cuando el motín de Aranjuez obligó a complicados reacomodos a muchos de los afectos al valido, hasta llegar a la penosa situación actual, arrastrándose por diversas localidades francesas, sin conocer el idioma y sin que ni siquiera las propias autoridades tuvieran claro su futuro más inmediato, habían transcurrido cinco intensos años, en los que la mayoría de los ahora refugiados habrían pasado por experiencias y sentimientos parecidos: la sorpresa y la indignación, tras conocerse los sucesos del 2 de mayo; el proceso personal que, cada uno de ellos, tuvo que afrontar ante el vértigo de una decisión que a la postre marcaría sus vidas; la reafirmación en las bondades de la opción elegida3; la esperanza, y en algunos casos ilusión ante el proyecto josefino y su monarca4; la relación con las fuerzas de ocupación (que iría de la connivencia a la 1

«... Y las lágrimas caían de sus ojos y las recibía el Bidasoa». Con esta bella imagen Manuel José Quintana rendía en 1820 homenaje a su viejo maestro, el poeta Juan Meléndez Valdés, fallecido en el exilio (Poesías de D. Juan Meléndez Valdés, Madrid, Imprenta Real, 1820, prólogo). No sería el dulce Batilo el único que se derrumbara al cruzar la frontera, ni será este, como veremos, el único atisbo de reconciliación que, en las alturas de 1820, puede detectarse entre los que se separaron con tanto rencor tan solo unos años antes. 2 He tratado con amplitud estas desventuras en mi libro Los famosos traidores. Los afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, pp. 108-114. 3 En este proceso, que tiene no poco de psicológico, habría jugado un papel nada desdeñable los vínculos, profesionales, de amistad, familiares o incluso corporativos que ayudaron a muchos indecisos a decidirse y, terminada la guerra, ayudó a unos y a otros a cubrirse las espaldas. Véase algún testimonio de ello en mi trabajo “Tiempos de zozobra. Acoso, derribo y memoria de los afrancesados andaluces”, en VV.AA., El viaje andaluz del rey José I. Paz en la guerra, Madrid, Lunwerg – Ministerio de Defensa, 2011, pp. 185-193. 4 «(…) si Carlos un año ha nos la hubiese dado nos hubiéramos vuelto locos de contento», escribía en 1809 un ilusionado Luis Marcelino Pereira hablando a un amigo de la Constitución de Bayona. En cuanto al rey José, Cabarrús lo describía a Jovellanos como «el más sensato, el más honrado y amable que haya ocupado el trono, que usted amaría y apreciaría como yo si le tratase ocho días». Más allá de la intención propagandística de ambos testimonios, es innegable que el proyecto josefino despertó ilusiones en aquellos que anhelaban unas reformas que urgían en la destartalada monarquía de Carlos IV. Las cartas de

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irritación y, en algunos casos, el enfrentamiento)5; la impaciencia ante el alargamiento del conflicto, el temor, y finalmente el pánico de la huida. Describir, a modo de simples pinceladas, cinco años de experiencias tan intensas no es fácil, pero me conformaré si con estos breves brochazos el lector, echando mano de la imaginación, puede hacerse cargo del cúmulo de sensaciones que embargarían a la mayoría de aquellos refugiados y que, básicamente, podrían resumirse en dos: angustia y rencor. Angustia y miedo para la mayoría de los refugiados, esa masa de funcionarios, militares de mediana graduación y alguna que otra sotana, ante el panorama de incertidumbre que se les abría; odio, inquina, desencuentro y rencor, provocado por un sentimiento compartido por muchos de ellos: el de la injusticia ante el tratamiento que recibían por parte del gobierno patriota y de sus Cortes. La generación de 1808, que antes de la guerra había compartido lecturas, formación, proyectos, ilusiones y, en no pocos casos, lazos de amistad, se veía en 1813 rota por los horrores de la guerra y partida en dos. Veamos primero a qué punto había subido el rencor en estos años finales del conflicto.

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Ya he mostrado en otro lugar6 el proceso anímico por el que, durante estos años, pasaron los afrancesados, que fue de la ilusión por el proyecto josefino y su programa de reformas, a la esperanza de un rápido final (entreverada con un punto de burla hacia el contrincante); la impaciencia y la irritación, más adelante, por la perseverancia de la resistencia patriota, hasta llegar, ya en 1812, a la exasperación. No otra cosa es lo que destilan las palabras de un Marchena, «soldado veterano de la libertad y la filosofía», como él mismo se califica, quien en julio de aquel año publicó un largo artículo en la Gazeta de Madrid7, en el que acusaba a las Cortes y a sus diputados de no saber en su mayoría nada de la ciencia de gobierno y de ser meros «amantes de una libertad que no sabían en qué consistía». «Lo que faltaba a su gloria –continúa con su tono ácido– era un teatro en que pudiese lucir su elocuencia, y como no aspiraban a servir al pueblo sino a ser populares, halagaron y exaltaron las pasiones del vulgo en lugar de enfrenarlas y moderarlas». Acusa al gobierno patriota de «ilegalidad en las formas, violencia en las resoluciones, incertidumbre en la ejecución, demencia en las operaciones y nulidad en los resultados», y concluye, ya verdaderamente exasperado:

Pereira, manuscritas, se encuentran en el Fondo Gómez de Arteche, núm. 39.716 de la Biblioteca del Senado; la de Cabarrús en G. M. de JOVELLANOS, Obras Completas, IV. Correspondencia, Oviedo, Instituto Feijoo, 1988, p. 558. 5 El abanico de actitudes es tan amplio como la condición humana, y encontraríamos casos desde el que hizo prósperos negocios con los franceses (y ni siquiera tuvo que exiliarse) como el futuro banquero, y entonces joven y avispado negociante Gaspar de Remisa, hasta las dignas autoridades josefinas que a pesar de tener que cargar con la inquina popular, no dudaron en enfrentarse a los militares franceses para intentar contener sus excesos. Algunos ejemplos de estos últimos en Vittorio S COTTI, “La justicia y la Gracia: desavenencias y riñas entre militares franceses y autoridades josefinas”, en G. BUTRÓN PRIDA y A. RAMOS SANTANA (eds.), Intervención extranjera y crisis del Antiguo Régimen en España, Huelva, Universidad de Huelva, 2000, pp. 131-147. 6 Todo este proceso, con diversos ejemplos, en “La mirada crítica. Los afrancesados ante la revolución española”, en F. DURÁN LÓPEZ y D. CARO CANCELA (eds.), Experiencia y memoria de la revolución española (1808-1814), Cádiz, Universidad de Cádiz, 2011, pp. 99-119. 7 “Al gobierno de Cádiz”, Gazeta de Madrid, 27-29 de julio de 1812.

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¡Vmds. quieren la independencia de España! ¡Independencia de vosotros! ¡De los que han organizado las guerrillas! (…) ¡De los que han agotado los capitales productivos! (…) ¡De los que han entregado sus navíos y fortalezas a los ingleses quedándose imposibilitados a conservar sus ricas colonias! (…) ¡De los que han fundado un monstruoso gobierno amalgamando con la oclocracia la teocracia!

A partir de aquí, los afrancesados asistirían al declive definitivo del régimen, pasando por una penosísima huida a Valencia tras el triunfo de Wellington en los Arapiles, o el miedo para quien se arriesgó a permanecer en el Madrid patriota, hasta llegar al derrumbe definitivo tras la derrota francesa en Vitoria, ya en junio de 18138. Entre tanto, desde Cádiz y más tarde ya desde el Madrid liberado, el gobierno de las Cortes fue tomando una serie de medidas muy duras, dirigidas muy especialmente contra los funcionarios josefinos9. Así, ya en agosto de 1812 se cesaba a todos los empleados que sirvieron bajo el gobierno de José, hubieran sido o no nombrados por él, y un mes más tarde se les vetaba para el desempeño de cualquier cargo público. La puntilla llegaría el 19 de abril de 1814, cuando las Cortes decretaron definitivamente la inhabilitación de una larga relación de empleados y, por si no bastara, incitaron al pueblo a delatar a cualquier funcionario josefino que hubiera eludido estas estrictas medidas y conservara aún su puesto. Pero los ataques no llegaban únicamente desde instancias oficiales. Así, en septiembre de 1812 se publicaba en Sevilla un virulento folleto, Banderilla de fuego a los empleados que se quedaron en esta ciudad sirviendo a los franceses, que suscitó varias réplicas. En efecto, la reacción de los afectados no se hizo esperar. A finales de 1812 se publicaba en Sevilla un folleto anónimo que arremetía contra la injusticia de estas medidas que caían en el simplismo de considerar que Todos son buenos si se marcharon a Cádiz, y todos son malos si se quedaron por aquí (…) ¿Qué gentes se fueron a Cádiz? –se pregunta–. Los que tenía cerca de sí el gobierno ambulante; los que se cubrieron de un terror pánico y les parecía les faltaría tierra que pisar; los que tenían amigos por allá y creyeron adelantar marchando; los que nada tenían que perder. ¿Y toda esta caterva de gentes es la que exclusivamente ha de llamarse buenos y acrisolados españoles y buenos patriotas? (…) Harto mejores españoles son muchos que habiéndose quedado por acá se han negado a admitir empleos del gobierno intruso; los que han permanecido en sus destinos y que han conservado archivos, papeles y efectos importantes... estos son patriotas a prueba de bomba, y no los charlatanes a su salvo y sin riesgo, que han visto y ven los toros desde el balcón10.

Desde Castilleja de la Cuesta, un anónimo reivindicaba en septiembre del mismo año a quienes, con la ocupación francesa, no habían huido: «No han tenido razón en llamar indolentes a los empleados que han permanecido en Sevilla. Tan lejos están de haber acreditado patriotismo los que se han ido pidiendo limosna a Cádiz, que en mi concepto 8

Un testimonio interesante, y poco conocido, del calvario por el que pasó la comitiva que siguió al rey José a Valencia por caminos polvorientos en el tórrido agosto de 1812, nos lo ofrece la condesa de Merlín en sus Memorias, tal y como recoge E. MARTÍN-VALDEPEÑAS, “La condesa de Merlín: una criolla en la Guerra de la Independencia”, en F. DURÁN LÓPEZ (coord.), Hacia 1812 desde el siglo ilustrado, Gijón, Trea, 2013, pp. 1134-1135. 9 La propia Constitución de 1812 estipulaba en el título II, capítulo 4, artículos 24 y 25 que todo español perdería la calidad de ciudadano por admitir empleo de otro gobierno. 10 Purificación: Nuevo y flamantito avichucho, Sevilla, s.i. (BN, R 60358/3).

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son estos unos egoístas cobardes y débiles patriotas», y se pregunta sobre los que huyeron: «¿Por qué se han ido? ¿Por patriotismo? Por miedo de los franceses, por su propia conveniencia (…) ¿Cuántos empleados en Sevilla habrán tenido más patriotismo que los empleados que en Cádiz no han hecho otra cosa que comerse sus sueldos?»11. Y es que, muchos de los afectados (y no olvidemos que el porcentaje de empleados entre los afrancesados pasaba de largo del 50 % del censo conocido)12 no pocos de ellos con largos años de servicio público a sus espaldas, tenían insertado en su ADN una conciencia de servicio muy interiorizada: habían contraído una obligación solemne con la patria en el deber de velar por la salud de los habitantes puestos bajo su mando, de no desampararlos ante el peligro. Las autoridades ilustradas de los gobiernos de Carlos III y Carlos IV se habían preocupado por formar a estos funcionarios para que fueran celosos servidores en su jurisdicción, haciendo cumplir las leyes y manteniendo el orden13. Esta habría sido la actitud de muchos servidores del Estado, que en 1808 decidieron continuar en sus puestos y a partir de 1812 se veían expulsados de por vida de sus funciones, perseguidos y, muchos de ellos, camino del exilio. El sentimiento de injusticia alimentaría su rencor hacia unas Cortes que, en su opinión, se cebaba con ellos injustamente14. En estos meses que transcurren entre el otoño de 1812 y mayo de 1814, bajo la guerra ya sin cuartel entre liberales y absolutistas por ir afianzando posiciones, se libraría también, en segundo plano, pero con no menos interés, un intenso debate entre las voces que defendían a los josefinos, y los que los combatían. Ya hemos visto algunos ejemplos en torno al problema de los empleados públicos. Entre las voces de los defensores se alzarían también otros argumentos. Así, el anónimo redactor del folleto ¿Quiénes son los traidores? llamaría a separar el polvo de la paja, distinguiendo entre aquellos que forzados por las circunstancias, o «conducidos por su infeliz suerte al poder del enemigo permanecen alucinados bajo su dominación» de los verdaderos transgresores que (…) olvidados de los sentimientos que la naturaleza inspira, anhelan la perdición de su patria. Estos son a los que la patria, ejerciendo los derechos de madre, aparta para siempre de sí por su horrible ingratitud (…) al paso que lamentándose de la falta de aquellos hijos obedientes separados de su 11

Carta en defensa de los que se quedaron en Sevilla sirviendo a sus empleos (BN, R / 61.212). Véanse estos porcentajes en mi citado libro, Los famosos traidores, pp. 46 y ss. 13 A. CALVO MATURANA describe muy bien la formación de estos funcionarios y su perfil en su reciente libro Cuando manden los que obedecen. La clase política e intelectual de la España preliberal (17801808), Madrid, Marcial Pons, 2013, en especial el epígrafe “Los pequeños administradores de la monarquía”, pp. 67 y ss. 14 Félix José REINOSO incidiría en este argumento en su conocido Examen de los delitos de infidelidad a la patria, Auch, Impr. de la Viuda de Duprat, 1816, en el capítulo “Obligación de permanecer los empleados en el pueblo acometido por el enemigo” (pp. 28-34), en el que se zafa contra «las acusaciones de los cobardes que huyeron torpemente, infieles a sus pactos y a la confianza pública: quieren –dice a los empleados josefinos– oscurecer su crimen haciéndoos criminales». También Félix AMAT, en sus Deberes del cristiano hacia la potestad pública, o principios propios para dirigir a los hombres de bien en su modo de pensar y en su conducta en medio de las revoluciones que agitan los imperios, Madrid, Ibarra, 1813, recalcaría que «La peor esclavitud es donde no hay quien mande». Por ello, «en los países que son teatro de la guerra, uno de los primeros cuidados de la gente de razón ha de ser que las plazas de corregidor, alcaldes, regidores o cualesquiera otra nunca estén vacantes, pues no hay males peores que los de la turbulenta anarquía» (la cita en p. 161). Desde estas páginas, firmadas en octubre de 1813, el arzobispo Amat enhebraría con erudición e inteligencia toda una argumentación en defensa de los que se sometieron a los nuevos gobernantes, cimentada en el providencialismo y en el deber del cristiano de obedecer a las autoridades constituidas. 12

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seno por el temor de un desvío a que los ha conducido su infeliz suerte, llora su pérdida, y dándoles una última prueba de su amor, los busca, los llama, asegurándoles que están perdonadas sus ofensas15.

Otros autores clamarían contra la ola de delaciones que, impulsada desde el gobierno, estaba llevando a muchos inocentes a purgar culpas por envidias y venganzas personales16. Mas todo sería en vano. Con buena parte de los josefinos ya exiliados, y el resto, escondidos y atemorizados, el gobierno de las Cortes se mantendría firme en su resolución de no aceptar cualquier medida de gracia, y así, al conocer los términos del tratado de Valençay concertado entre Fernando VII y Napoleón, reaccionarían con virulencia a la amnistía prevista para los afrancesados en su artículo 9º por medio de una proclama a la nación fechada en 19 de febrero de 1814: «¿Podrá el rey desear volver a vivir rodeado de los verdugos de su nación, de los perjuros que lo vendieron y derramaron la sangre de sus hermanos? ¿Sufrirá que insulten desde el sagrado asilo impunemente y con aire de triunfo a tantos millares de patriotas? Esos monstruos por premio a su infame traición, ¿conseguirán de las víctimas mismas de su rapacidad la devolución de sus bienes mal adquiridos?»17. Así pues, cuando apenas unos meses más tarde la situación diera un vuelco total con el regreso de Fernando VII y el golpe de estado absolutista, el camino que, antes de 1808, habían recorrido de forma paralela, e incluso en ocasiones de la mano, quienes luego serían llamados afrancesados y liberales, permanecía ahora minado por los horrores de la guerra; alambrado por rencores mutuos y por el odio generado tras seis años de enfrentamiento. Un último testimonio basta para describir el ambiente. El anónimo M. S. G. del C., que escribía movido por «el celo por la libertad de mi patria, por ella, por mi religión, por mi rey y por la Constitución que he jurado», deploraba la habilidad de algunos afrancesados de nota por eludir el peso de la justicia, y pedía actuar con firmeza señalando que «sólo dando a conocer esta carcoma roedora del Estado, los partidarios del gobierno intruso se podrán distinguir y aun extinguir. Una de dos, o expatriarlos o distinguirlos por medio de una señal exterior para conocerlos»18.

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Madrid, Impr. de Repullés, 1812. Las citas en pp. 7 y 8. El periódico El fiscal patriótico de España cedería sus columnas a varios de estos anónimos defensores. Uno de ellos deploraba las consecuencias de este sistema de delaciones, y se preguntaba: «¿Cuándo se castiga al vil delator que por falsario tiene, según las leyes, pena de resarcimiento de daños y de presidio? Así vemos la venganza personal tan cundida (…), porque no se les constituye responsables según derecho a las resultas de la delación, y por consiguiente se arrojan sin riesgo a calumniar» (núm. 12, 19 de noviembre de 1813). Félix AMAT escribiría en sus citados Deberes del cristiano: «Debe detestarse la conducta de aquellos viles egoístas que bajo el pretexto de atizar y purificar el fuego del amor de la patria, revuelven las heces de las envidias, odios e intereses particulares, y no cesan de esparcir ideas confusas y tal vez calumnias infames» (p. 150). Otros ejemplos de este cruce de reproches y defensas desde la prensa en mi libro Los famosos traidores…, op. cit., pp. 115-121 y en A. G IL NOVALES, “El tema de los afrancesados y la pérdida de la libertad en España”, en VV.AA., Un “hombre de bien”: saggi di lingua e letterature iberiche in onore di Rinaldo Froldi, Alessandria, Edizioni dell Oro, 2004, t. I, pp. 585-623. 17 Tomo de J. NELLERTO [Juan Antonio Llorente], Memorias para la historia de la revolución española, t. I, París, Impr. de Plassan, 1814, pp. 216-218. 18 Manifiesto sobre la verdadera inteligencia de la voz afrancesados: a quienes es aplicable, los daños que trae a la patria su impunidad, el modo de remediarlos radicalmente y las ventajas que de hacerles restituir sus robos pueden y deben resultar a la Nación, Madrid, Impr. de Vallín, 1814. Del lado absolutista, basta una breve cita, también de 1814, procedente del Redactor general de Cataluña, que de 16

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Así las cosas, Reinoso, que en aquellos momentos ultimaba la redacción de su Examen, resumía así el sentir de sus compañeros de infortunio ante tales acusaciones: «Los pocos hombres que hallaron un asilo contra la opresión enemiga, ansiosos del mando y de las rentas, procuraron seducir al pueblo con el fantasma de una justicia absurda y funesta, y el gobierno desalumbrado fomentó con sus decretos y su conducta el descrédito de los que sufrieron el dominio extranjero, y la persecución de los favorecidos por el conquistador, y encendió los odios, y renovó las lágrimas, y ahuyentó a millares de infelices, y pobló de otros innumerables la monarquía»19. Creo que no son necesarios más ejemplos para mostrar hasta qué punto había subido el encono entre unos y otros.

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A partir de mayo de 1814 la situación se haría aún más penosa. Con los principales gerifaltes liberales presos o en el exilio, la situación de los afrancesados tampoco era mucho mejor. El R.D de 30 de mayo de 1814 acababa de un plumazo con las ilusiones que el tratado de Valençay había despertado entre los josefinos, y para ellos se abrirían seis años de amnistías cicateras que, si bien aliviaron la situación de los menos comprometidos, no terminaron de cerrar las heridas. Cientos de ellos intentarían congraciarse con el nuevo monarca por medio de escritos justificativos (la mayoría de ellos manuscritos). Tan solo honrosas excepciones mantendrían la dignidad defendiendo sin ambages su actuación durante la guerra y criticando el absolutismo fernandino20. Entre tanto los refugiados josefinos siguieron lanzando sus dardos contra los liberales y la labor de las Cortes gaditanas. Así describía Sempere y Guarinos al gobierno patriota: «Un gobierno violento, pérfido y terrorista, un gobierno que (…) bajo la apariencia de amar la filosofía y la tolerancia, perseguía cruelmente a todos los que no eran de su parecer», y su Constitución, «resultado de las intrigas de una facción, concebida y preparada por escritos incendiarios y por los gritos y desórdenes de los hombres sediciosos que, colocados en las galerías y tribunas de las Cortes, tenían como objeto aplaudir, silbar e imponer silencio a los que querían intentar oponer resistencia»21. No guardaba mejor recuerdo Juan Antonio Zamacola, quien en 1818 aún calificaba a los gobernantes de Cádiz de «hombres impíos y atroces (…) que fomentaban la discordia (…) y prepararon la opinión para que el rey don Fernando se viese en la dura necesidad de desprenderse de tantos hombres de mérito»22.

puro excesiva tiene hasta gracia: «Malvadísimos, archimalos, ladrones, irreligionarios, protoluciferinos». ¡Hermoso ramillete de piropos! 19 Examen…, op. cit., p. 3. 20 El caso más notable, sin duda, el del comisario regio y prefecto josefino Francisco Amorós, a quien R. FERNÁNDEZ SIRVENT dedicó una tesis doctoral: Francisco Amorós y los inicios de la educación física moderna. Biografía de un funcionario al servicio de España y Francia, Alicante, Universidad de Alicante, 2005. Otro caso paradigmático: el del anónimo redactor, quizás el propio Amorós, de las Réflexions sur le décret du 30 mai 1814 (París, L. G. Michaud, 1814) de cuyas descarnadas acusaciones contra el monarca se apresuraron a desligarse no pocos de los refugiados josefinos más timoratos. 21 J. SEMPERE Y GUARINOS, Histoire des Cortes d’Espagne, Burdeos, Impr. de P. Beaume, 1815, pp. 334335. 22 J. A. ZAMACOLA, Historia de las naciones vascas de una y otra parte del Pirineo septentrional... desde sus primeros pobladores hasta nuestros días, Auch, Impr. de la Viuda de Duprat, 1818, t. II, pp. 52-57.

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Con este panorama es natural que José Deleito y Piñuela, uno de los pioneros en el estudio de los afrancesados, opinara que «la común desgracia no aproximó a aquellos hombres –afrancesados y liberales–, igualmente perseguidos por la saña rencorosa de un rey tirano, y uno y otro bando prosiguieron en la expatriación, como en la Península, mirándose de reojo y desacreditándose mutuamente, pues cada uno de ellos creía merecida la suerte que al otro alcanzaba, aunque reputase injusta la propia»23. Una opinión que, por otra parte, ratifican las fuentes. Así, en marzo de 1816, el cónsul de España en Bayona informaba a su superior que «la generalidad –de los refugiados– ha estado y se halla en oposición directa con las ideas de los liberales por estar persuadidos que éstos son los que principalmente han ocasionado y ocasionan su desgracia, y así es que se ha notado que con ninguno de los prófugos liberales que han llegado aquí se han asociado»24. Y sin embargo, a pesar de que el rencor y la desconfianza subsistiría de forma permanente, hay algunos indicios que nos llevan a pensar que, poco a poco, se fueron tendiendo algunos puentes, vacilantes si se quiere, y no exentos de resquemor, pero canales de entendimiento al fin y al cabo. Vayamos viendo algunas señales de este deshielo. Buena parte de estos indicios proceden de testimonios escritos, más que de acciones propiamente dichas25. Al fin y al cabo, el riesgo no iba con el carácter de la mayoría de los josefinos que, generalizando, no eran hombres de acción, sino de temple moderado y, por qué no decirlo, calculado. Y en efecto, mientras los liberales protagonizaron diferentes intentos de derrocar el régimen absolutista, no encontramos afrancesados implicados entre los conspiradores que sostuvieron a Espoz y Mina, Lacy o Porlier. Con todo, algunas excepciones saltan a la vista. Una de ellas sería el caso del viejo José Marchena, quien, a pesar de que hacía solo dos años que había lanzado su filípica contra las Cortes de Cádiz, en 1814 se relacionaba ya con diversos liberales del círculo de Espoz y Mina durante su estancia como refugiado en Perpignan26. Dos años más tarde, el citado cónsul de Bayona, avisaba al ministro Ceballos de la peligrosidad de un refugiado, Antero Benito Núñez, recién regresado a España, quien había tenido relaciones con destacados liberales como el coronel Asura o Antonio Carrese, con quien, avisa, mantendría aún frecuente correspondencia27. A partir de 1817 la vigilancia de la policía francesa detectaría nuevos contactos entre unos y otros, y cruzarían con las autoridades españolas diversas “Listas de sujetos implicados en los proyectos de sublevación contra el gobierno de S.M.” en las que junto a liberales ilustres como el conde de Toreno o Flórez Estrada, figuran josefinos como Amorós o Núñez Taboada28.

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J. DELEITO Y PIÑUELA, “La expatriación de los españoles afrancesados (1813-1820)”, Nuestro Tiempo, núm. 270, 1921, p. 270. 24 Archivo General de la Administración, Asuntos Exteriores, leg. 2.941. 25 Pueden verse algunos ejemplos en mi citado artículo “La mirada crítica. Los afrancesados ante la revolución española”, pp. 112-115. 26 J. F. FUENTES se detiene en estos acontecimientos en su libro José Marchena. Biografía política e intelectual, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 260-264. Fuentes cita también a otros refugiados afrancesados entre estos supuestos conspiradores afines al guerrillero navarro, como Agustín de Quinto o Antonio Guillén. 27 AHN, Estado, leg. 3135. De nuevo, como en el caso de Marchena, un antiguo fustigador de los liberales da muestras de convergencia. Recordemos que Antero Benito Núñez había sido el autor de la comedia Calzones en Alcolea, representada en Sevilla en abril de 1811, en la que ridiculizaba a guerrilleros y patriotas. 28 Copias, más o menos similares, de estas listas en AHN, Estado, legs. 3.135 y 6.802, o en los Archives du Ministère des Affaires Etrangeres, Mémoires et documents, Espagne, vol. 383, lo que da idea de la preocupación de las autoridades.

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También del lado liberal encontramos algún testimonio de este deshielo en las relaciones. En 1818 Álvaro Flórez Estrada, uno de los liberales más activos del exilio, publicaba en Londres su Representación a S.M.C. el señor don Fernando VII en defensa de las Cortes. En ella incluía como una de las medidas necesarias a adoptar una amnistía total para los afrancesados, a quienes aludía del siguiente tenor: «No por esto dejaré de exponer a V. M. en favor de su causa lo que en mi concepto exige la humanidad, la política y aun la justicia». Y se pregunta: «¿Cómo podrían tampoco desentenderse –las Cortes– que una gran parte de los afrancesados había abrazado su partido al tiempo en que estaban disueltos los vínculos cuando no de la sociedad española, al menos de su gobierno, cuya disolución, si no en el todo, en gran manera disculpaba su conducta?»29. Y de los indicios, a los hechos. Claude Morange descubrió hace unos años un interesantísimo proyecto constitucional cuyos autores, desechando la Constitución de 1812, en sintonía con el liberalismo europeo, y muy críticos con el absolutismo fernandino, proponían una alternativa que limara algunos excesos del constitucionalismo gaditano y que, de haber triunfado, quizás se hubiera demostrado más aplicable para la situación de la España del momento. Pues bien, los promotores de este proyecto, procedentes del sector más moderado del liberalismo español, contemplaron ilustres nombres de afrancesados, como los ministros Azanza y O’Farrill, para ocupar de nuevo cargos ministeriales, y a pensadores de la talla de Gómez Hermosilla, Cambronero o Ramón Salas, entre otros, para el Senado que pensaba organizarse30. Y no olvidemos que, en la conspiración que, esta vez sí, triunfó, la abanderada por Rafael del Riego, algunos antiguos afrancesados jugaron un papel de alguna relevancia en la sombra31.

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Cuando en marzo de 1820 se restableció el régimen constitucional, los antiguos josefinos se apresuraron a afianzar unas relaciones que, como hemos visto, poco a poco se habían ido restañando durante los últimos años. Todavía desde el exilio, y otros ya en tierras españolas, los afrancesados se esforzaron, desde folletos, libros o periódicos, por reintegrarse en el nuevo régimen que ahora se abría, una maniobra sin duda interesada, pero, como he mostrado en otro lugar, en mi opinión sincera32. Uno de los argumentos más utilizados en estos escritos sería precisamente la similitud entre unos y otros, liberales y afrancesados. Veamos algunos ejemplos: 29

Cito por la reciente edición Á. FLÓREZ ESTRADA, En defensa de las Cortes, Madrid, Endymion, 2010, pp. 54-55. Simbólico es también el acercamiento entre otros dos ilustres miembros de ambas facciones. En 1817 Alberto Lista visitaba con frecuencia a Manuel José Quintana, preso en la ciudadela de Pamplona. «Cada vez que le veo –escribía Lista a Reinoso– se me parte el corazón de lástima y maldigo las guerras de opinión» y, aunque evitaban ciertos temas para no herirse, iban restañando la confianza, en una muestra de cómo el resentimiento fue poco a poco diluyéndose, hasta poder llegar a escribir: «Nos queremos bastante en el día» (H. JURETSCHKE, Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, CSIC, 1951, pp. 530-537). 30 C. MORANGE, Una conspiración fallida y una constitución nonnata (1819), Madrid, CEPC, 2006. 31 Me detengo en ello en el epígrafe “En torno a Riego. Relaciones afrancesadas con el héroe de la revolución” de mi libro Los famosos traidores…, op. cit., pp. 217-220. 32 Remito a mi citado artículo “La mirada crítica”, y al que con el título de “Por una alternativa moderada. Los afrancesados ante la Constitución de 1812” publiqué en los Cuadernos dieciochistas, núm. 12, 2011, pp. 79-100.

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¿Cuál es la diferencia entre las ideas políticas de los unos y de los otros? –se preguntaba Andrés Muriel–. Ninguna en cuanto a los principios, y ni aun quizá en las aplicaciones. En cuanto al fin, estaban ambos partidos perfectamente de acuerdo aun en tiempo de la guerra; la oposición entre ellos consistía en orden a los medios que fuera oportuno emplear. La destrucción de los abusos era el término; ambos querían ir a él por caminos distintos33.

Y un año más tarde un ilustre defensor de las libertades, Ramón Salas, antiguo rector de la Universidad de Salamanca, perseguido y juzgado por la Inquisición, escribía: Los hombres instruidos de Madrid, ¿y por qué no lo diré cuando es una verdad que puede demostrarse rigurosamente?, pensaban del mismo modo que los hombres instruidos de Cádiz. Sus opiniones no podían dejar de ser las mismas, pues las debían a los mismos maestros y a los mismos libros, y así ambos partidos, sin concertarse expresamente, trabajaron de acuerdo en la obra importante de la propagación de las luces (…) Ambos detestaban el despotismo y la arbitrariedad; ambos deseaban una constitución política (…) estaban de acuerdo en lo esencial34.

Unas interpretaciones, si se quiere, forzadas, pero que buscaban ante todo poner el acento en lo que les unía. Pero si alguien trabajó con ahínco y sinceridad en favor de la reconciliación, ese fue Manuel Silvela. Este antiguo consejero de Estado josefino, cómodamente instalado en Francia, de donde ya no regresaría, quiso, a pesar de su situación personal, hacer desde la lejanía todo lo posible para acercar a unos y a otros. Ya en la primavera de 1820 había publicado una Correspondencia de un refugiado con un amigo suyo de Madrid, dirigida a los propios afrancesados, a los que instaba: «No olvidemos que el mejor modo de probar que siempre fuimos ciudadanos dignos es no dejar de serlo (…) Un solo interés debe animarnos, que es el de contribuir a consolidar el régimen constitucional, obedeciendo nosotros y mandando todos los demás»35, y poco después quiso utilizar el potencial educador y comunicativo del teatro para hacer llegar al público un mensaje: la necesidad de olvidar el odio acumulado. Para ello escribió El reconciliador, que envió a Madrid con el encargo de que fuera representado. La obra escenifica el drama de la discordia entre tres hermanos (uno absolutista, otro liberal, y el tercero afrancesado) y los perjuicios que ello conlleva para la casa común (metáfora de España), hasta que la mediación de un pariente imparcial, el reconciliador, hará que la concordia vuelva a la familia. Entre los mensajes, quizás el punto sobre el que más llama la atención Silvela es la necesidad de que liberales y afrancesados sean pacientes con el hermano absolutista. Los errores de vuestro hermano –les dice el reconciliador– (…) son el producto necesario de una educación mal dirigida, y su desgracia, lejos de autorizaros a perseguirle, os impone la obligación de contemplarle, de instruirle (…). Considerad cuán difícil es renunciar en un día, en una hora, a las impresiones, a los hábitos de toda la vida. También vuestro hermano llama principios a sus errores. Respetad por ahora en

33

A. MURIEL, Los afrancesados, o una cuestión de política, París, Rougeron, 1820, p. 50. R. SALAS, Lecciones de Derecho público constitucional para las escuelas de España, Madrid, Imprenta de El Censor, 1821, t. I, pp. 7-8. 35 Burdeos, Lawalle joven, 1820. Utilizo la versión recogida por su hijo F. A. SILVELA (recop.), Obras póstumas de Don Manuel Silvela, t. I, Madrid, Est. Tip. de Francisco de Paula Mellado, 1845, pp. 269326. La cita en p. 272. 34

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él cuanto no contradiga a aquellas verdades elementales de orden público, necesarias a la felicidad de las naciones. Transigir no es abandonar (…)36.

Una llamada a la moderación, al gradualismo en las medidas, que será tónica general en los escritos de los afrancesados durante el Trienio.

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A la postre, las esperanzas de Silvela resultaron baldías. Aunque, como he mostrado en estas páginas, hubo acercamientos en las posturas de unos y otros, no solo en cuanto a sus posiciones políticas (fruto, principalmente, de la moderación de algunos sectores del liberalismo), sino incluso personales37, los fragores de la política separarían de nuevo a liberales y afrancesados. Julián Marías expresó con clarividencia una de las consecuencias del nacimiento de la política cuando, la necesidad de ganar la opinión del nuevo soberano, el pueblo, traería consigo uno de sus frutos más amargos: la discordia. Todavía en febrero de 1821, con motivo de los funerales de José Marchena, escribía el cronista del acto: «Ciudadanos celosos de la libertad de la Patria, y que la han buscado por caminos diferentes, se han reunido en torno de su tumba: tan cierto es que los hombres de luces y bien intencionados no alimentan enconos vergonzosos, y que en cualquier parte donde la suerte los reúne, se abrazan como amigos, y se arrepienten de no haberse abrazado antes»38. Por desgracia, esta fraternidad (que nos ha llegado relatada, no lo perdamos de vista, por un antiguo afrancesado), no sería más que un espejismo.

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M. SILVELA, “El reconciliador”, en Ibídem, t. II, pp. 65-143. La cita en pp. 134-135. Afrancesados conspicuos como Marchena o Juan Antonio Llorente abrazaron en estos años, los últimos de sus días, posiciones plenamente liberales. Así da cuenta de ello Juan Francisco Fuentes en su citada monografía, o G. DUFOUR, en su ponencia inédita (espero que por poco tiempo) “Juan Antonio Llorente, de corifeo del afrancesamiento a mártir liberal”, dictada en el marco del congreso Los afrancesados en la encrucijada de la España contemporánea, coordinado por Pedro Rújula en Zaragoza en 2011. 38 Miscelánea de Comercio, Política y Literatura, núm. 347, 9 de febrero de 1821, p. 4. 37

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