Entre el recuerdo y el imposible olvido. La épica y el trauma de la conquista

July 25, 2017 | Autor: L. Restrepo | Categoría: Trauma Studies
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Descripción

*ENTRE EL RECUERDO Y EL IMPOSIBLE OLVIDO: La épica y el trauma de la conquista 1 Luis Fernando Restrepo (Universidad de Arkansas)

Trillan, derriban, hacen tal castigo Que duran las reliquias hoy en día Y durará en Arauco muchos años El estrago y memoria de los daños La Araucana, canto VI

La épica generalmente cuenta la historia desde el punto de vista de los vencedores. Su heroísmo está hecho de muerte y destrucción. Los héroes de la epopeya logran matar a los contrarios, quemar y destruir sus ciudades para que no quede huella de ellos en la tierra. Pero aunque se celebre el triunfo sobre el enemigo, la violencia de la guerra no deja de ser perturbadora. Para los vencedores, la monumentalidad concedida a la epopeya puede ser también un esfuerzo por aplacar el amargo recuerdo de la violencia perpetrada. En cuanto a los vencidos, la memoria de un pueblo no se arrasa tan fácil. Y aún entre los versos de la epopeya queda plasmado el dolor de los vencidos.2 Así, en la epopeya Occidente expresa ambivalentemente su propia violencia fundacional.

Trauma, memoria histórica y la épica

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Deseo agradecer a Francisco Ortega por su cuidadosa lectura de una versión anterior de este ensayo. También a Paul Firbas, Elizabeth Davis, Raúl Marrero Fente y a los otros participantes del coloquio por sus valiosos comentarios a la ponencia sobre la cual se basa este trabajo. 2 En Epic and Empire David Quint examina cómo en la épica colonial se incluye la voz del otro que maldice al colonizador, como lo es el caso de Adamastor en Os lusiadas de Camoẽs (Quint 99 y ss.).

Qué tan hondo cala la violencia en la historia y la memoria se ha examinado a través del concepto sicoanálitico del trauma. Sin embargo, la validez y la utilidad del psicoanálisis para examinar procesos socioculturales es de por sí problemática; mucho más si se trata de sociedades lejanas a la sociedad moderna industrial, como lo es el caso de la cultura hispánica de la modernidad temprana y las sociedades nativas americanas. Para empezar, Dominick LaCapra señala que es preciso tener en cuenta cómo el discurso secular del siconanálisis puede estar desplazando y revistiendo conceptos religiosos anteriores que daban cuenta de las experiencias síquicas (LaCapra 169-70). El problema también tiene que ver con los propios prejuicios del sicoanálisis: Any use of psychoanalysis with reference to society and culture raises the preliminary problem of the applicability of certain concepts—for example, the return of the repressed—beyond the clinical context involving discrete individuals as subjects. Freud tended to see this applicabilty as analogical. (LaCapra 1994: 173)

Como resultado, la analogía entre el individuo y la sociedad parte de una visión que privilegia el individuo y tiene que ver claramente con los contextos en los cuales surge el sicoanálisis como disciplina: la sociedad burguesa contemporánea (LaCapra 1994: 173). En Contradictory Subjects, George Mariscal ha notado la importancia de prestar atención a las especificidades históricas de las subjetividades hispánicas de la modernidad temprana, tales como las filiaciones religiosas y la familia extendida, etc. Estas pocas observaciones que problematizan el uso del sicoanálisis en relación a la memoria histórica no pretenden más que resaltar algunos de los aspectos del debate, el cual trasciende los límites de este ensayo. Mi propósito es más modesto: enfocarme en el concepto de trauma en relación a la épica colonial, para lo cual es preciso referirme a dos

estudios recientes donde se debate el tema, uno de la crítica Cathy Caruth y otro de Ruth Leys, desde el sicoanálisis. Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History (1996) de Caruth examina cómo la literatura trata de dotar de sentido a aquellas experiencias tan violentas para el ser que parecen fragmentar toda posibilidad de comprensión. Basada en Freud, Caruth afirma incluso que la experiencia de la violencia es bloqueada de la conciencia. Como resultado hay una imposibilidad epistemológica de tener conocimiento de ciertos hechos históricos. Por otra parte, Caruth señala que hay una dimensión ética importante en las obras literarias sobre hechos traumáticos, pues en ellas somos compelidos a escuchar la voz del Otro, el sobreviviente. Pese a una buena recepción en el campo de la crítica, se ha cuestionado qué tan bien fundamentado está el trabajo de Caruth. En Trauma: A Geneaology (2000), Leys señala serios problemas en el trabajo de Caruth que van desde una lectura poco competente o selectiva de Freud, hasta contradicciones bastante obvias. Pero el trabajo de Leys es muy rápido en invalidar el pos-estructuralismo y poco ahonda sobre el papel de la literatura en relación a la memoria histórica. Desde mi punto de vista, este debate parece invitar a una discusión interdisciplinaria mucho más empapada en la historia de los estudios sobre el trauma sin minusvalorar los estudios literarios y culturales. El debate crítico sobre el trauma, la literatura y la historia aborda problemas que requieren tratarse transdisciplinariamente. El trabajo de Leys apunta en la dirección opuesta, más bien a reafirmar las fronteras disciplinarias y prácticamente a descalificar cualquier uso no ortodoxo del trauma. Sin embargo, se puede pensar el concepto del trauma como una categoría crítica, algo que Leys acepta de paso, pero al mismo tiempo

parece estar cerrada a que desde la crítica cultural se puedan formular cuestiones que aporten válidamente al campo del sicoanálisis (275). El problema en parte se origina con la crítica cultural que se arrima al sicoanálisis buscando fundamentar sus argumentos con un metadiscurso “científico.” Un camino más productivo es un diálogo crítico entre las dos disciplinas como lo propone, por ejemplo, Shoshana Feldman en el volumen Literature and Pschoanalysis. Retornando al tema de este ensayo, en su estudio Leys muestra que el concepto de trauma está lejos de ser unívoco y que hay que mirar los contextos históricos en los cuales se ha desarrollado (i.e. las guerras mundiales, el Holocausto y Vietnam). Leys revela también que hasta el propio Freud se debate con el tema y revisa sus planteamientos en más de una ocasión (2000: 21, 23, 26). Leys recalca que no podemos asumir que se haya progresado mucho en el campo. Estudios recientes sobre el trauma como los de Bessel van der Kolk desde la neurobiología y sobre el síndrome de estrés postraumático (SEPT) no son menos problemáticos, pues se ha tratado de crear “a unified theory that applies to the victim of natural disaster, the combat victim, the Holocaust survivor, the victim of sexual abuse, and the Vietnam veteran alike” (Leys 2000: 16). Éticamente, Leys resalta que este uso generalizado del concepto de trauma es problemático pues trata igual a la víctima y al victimario. Parte del debate entre Caruth y Leys trata sobre un texto épico, la epopeya renacentista Gerusalemme Liberata de Torquato Tasso.3 Esta obra es inicialmente citada 3

Leys trata de descalificar el uso de Caruth de este ejemplo al señalar que Freud trae el caso a colación en la tercera sección de su ensayo “Más allá del principio del placer” al referirse a las obsesiones de repetición más que al concepto de trauma en sí, aunque sí lo asocia con las neurosis traumáticas. Ciertamente Leys demuestra que el tema del trauma en Freud es mucho más complejo y que requiere de una lectura más comprensiva de su obra. Pero una relectura completa del ensayo de Freud apoya la interpretación de Caruth, en cómo la experiencia traumática irrumpe el proceso normal de la conciencia. Y es importante señalar que el propio Freud reconoce que se mueve en terreno incierto: “lo que sigue es pura

por Freud en su ensayo “Más allá del principio del placer” (1915). Pero Freud así como Caruth y Leys sólo discuten tangencialmente este texto y no consideran en lo sumo la larga tradición épica y cómo en ésta yace inscrita la memoria de los momentos más violentos en la historia de Occidente. En los estudios sobre el trauma no se ha prestado suficiente atención a formas narrativas como la épica. Es preciso tener en cuenta que las tradiciones narrativas son en última instancia las mediaciones concretas que estructuran la experiencia del trauma. En las Américas, desde mediados del siglo pasado Miguel León Portilla y Nathan Wachtel habían hablado del “trauma de la conquista”, sobretodo para entender las respuestas indígenas a la colonización, aunque sin indagar mucho en el concepto de trauma en sí, sin examinar las repercusiones traumáticas para los españoles por su propia violencia así como las formas como éstos la reprimen y, por último, sin prestar suficiente atención a las narrativas que dan forma a la experiencia del trauma (León Portilla 2002: 21; Wachtel 1977: 26-30). Más recientemente, Francisco Ortega ha abordado con mayor rigor crítico el concepto de trauma para la experiencia colonial americana, prestando atención a sus manifestaciones discursivas (2003: 399). Partiendo del hecho de que la voz “trauma” sólo adquiere sus dimensiones síquicas hacia fines del siglo XIX, Ortega propone indagar en forma más precisa en la experiencia histórica del trauma de la conquista, estudiando conceptos tales como la melancolía (2003: 399-400). Aunque Ortega nos aporta concretamente sobre la melancolía en el mundo hispánico de la modernidad temprana en los textos de Las Casas, Fernández de Oviedo y El Inca Garcilaso, es notable la ausencia de la épica, un género clave para esta reflexión, ya que

especulación y a veces harto extremada” (Freud 1981c: 2517). Freud clasifica a la épica de Tasso como “romántica”, un anacronismo que reproduce Caruth.

es una forma literaria que trata precisamente sobre la guerra y la muerte. Ortega se enfoca en textos más historicistas, historias y relaciones, quizás buscando una mayor aproximación a la realidad colonial. Lo irónico es que en los textos más literarios--donde hay una clara preocupación formal y una intencional reelaboración de la historia— puede ser que se vea más patentemente el trauma y haya una mayor preocupación por dotar de sentido a la muerte y buscar alivio al dolor que ésta causa. Por esto, es evidente que hace falta prestar más atención a las tradiciones literarias, sus continuidades y transformaciones transatlánticas, permitiendo así una visión diacrónica de la experiencia del trauma en el mundo hispánico. Teniendo esto en cuenta, mi propósito es hacer un breve aporte a este debate sobre el trauma desde la tradición épica.

La épica y el asalto a la conciencia

En su revisión del concepto de trauma, Leys problematiza la mirada reduccionista que ve el trauma como algo externo que impacta a un sujeto ya constituido. El esquema sujeto/objeto reduce enormemente el proceso de cómo se estructura el sujeto y cómo éste dota de sentido el mundo, un proceso nada literal. A pesar de las objeciones de Leys a Caruth por tratar de indagar en el tema desde la literatura, la épica parece confirmar lo dicho por la propia Leys. En la tradición épica en algún momento los héroes son forzados a tomar conciencia de la violencia de la guerra, una violencia que en algunos casos ellos mismos han causado. El conocimiento que surge en ese momento no siempre puede definirse en

términos de un sujeto racional y autónomo que comprende una realidad externa (objeto), pues el héroe no busca activamente la verdad que surge. Pero tampoco se trata de una revelación que viene completamente desde afuera, pues la verdad que surge es fruto de los actos que sin percatarse de su pleno significado efectúa el héroe. La verdad que surge tampoco puede verse como un hecho externo que literalmente y unívocamente es recibido por un sujeto a priori y fijo. Por último, se trata de un hecho del pasado que llega al presente en una forma nada simple, cuyo sentido no viene exclusivamente de ninguno de los dos polos (el presente o el pasado), sino de una relación dialéctica donde el pasado latente o retardado cobra significado. En términos freudianos se trata una acción diferida (Nachträglichkeit) (Leys 2000: 20). Este pasado latente del trauma está presente en la epopeya desde la época clásica. En la Eneida de Virgilio, tras dejar Troya, Eneas deambula por varias tierras hasta llegar al Lavinium, la futura Roma. En uno de esos lugares, Eneas trata de asentarse, pero lo abandona tras tener una visión espantosa (“horrendum”). Al arrancar unas ramas para preparar una ofrenda a Venus, brota una sangre que corrompe la tierra, haciéndola impropia para quedarse allí.4 A pesar de la sangre que brota de las ramas, Eneas intenta de nuevo y le sucede lo mismo y al tercer intento escucha una voz gimiente que le dice “Quid miserum, Aeneas, laceras?”(Virgilio 1997: III, 42). Se trata de Polidoro, asesinado injustamente, por codicia, por el rey Priamo y dejado insepulto en aquella tierra. Eneas y su gente le entierran dignamente, con los sacrificios de rigor y el llanto de las mujeres que le acompañaban. Allí invocaron su nombre por última vez (Virgilio 1997: III, 65-69).

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“Nam, quae prima solo ruptis radicibus arbos/ vellitur, huic atro liquuntur sanguine guttae, /et terram tabo maculant” (Virgilio 1997: III, 28).

Eneas desentierra una verdad que no buscaba, una memoria ineludible. La violencia aparece en forma retardada y no se trata sólo de la muerte de Polidoro, sino de cómo Eneas toma conciencia de ella, lo que dicha violencia significa para éste último, y cómo también esta memoria está definiendo al propio Eneas en el poema, su heroicidad y su destino. Pasemos ahora a la épica renacentista. En Unclaimed experience, Caruth, siguiendo a Freud, recuenta la historia de Tancredo en la Gerusalemme liberata de Torquato Tasso. En una batalla Tancredo se enfrenta y mata a su amada Clorinda, sin saber que se trata de ella, oculta tras la armadura (canto XII: 58). Tancredo se da cuenta demasiado tarde de lo que ha hecho. Tras el entierro, el ejército cruzado entra en un aterrador bosque encantado (canto XIII). Desafiante, Tancredo corta un árbol con su espada, de cuya herida mana sangre y surge la voz de Clorinda reprochándole por hacerle daño de nuevo.5 Tancredo no puede escapar de la violenta realidad sino que incluso tiene que vivirla de nuevo, quiéralo o no. La voz narrativa del poema se lo había advertido cuando él mató a Clorinda: “Gli occhi tuoi pagheran” (Los ojos tuyos pagarán) (Tasso 1964: XII: 59). El héroe no controlará cuándo y cómo lo pagarán sus ojos, es decir cuándo retornará a asaltarlo el amargo recuerdo. Esta inescapable repetición de la historia es en gran medida su carácter traumático. Esta historia es clave en la discusión de Caruth y Leys. Detengámonos brevemente en este debate. Caruth equivocadamente afirma que Tancredo no se da cuenta de la muerte de Clorinda hasta que escucha la voz de su amante salir del árbol encantado. Como Leys señala, Tancredo sí se da cuenta, aunque muy tarde. Antes de ir al bosque encantado, Tancredo acude al entierro de Clorinda. De modo que no puede afirmarse, como dice Caruth, de que se trate de una 5

Tasso 1964: XIII, 41-43; Caruth 1996: 2; Freud 1981c: III, 2516.

violencia tan fuerte que es reprimida por la conciencia. Pero en lo que sí tiene razón Caruth es que Tancredo no tiene control sobre el recuerdo de la muerte de Clorinda, un recuerdo que pese a su carácter doloroso, no puede evitar. Eso es lo traumático.6 Ahora bien, una objeción bastante razonable de Leys a Caruth es que parece olvidarse quién es la víctima aquí, éticamente qué voz del Otro nos impele escuchar la épica: ¿Tancredo, el perpetrador, o Clorinda, la asesinada? Y si Clorinda es la víctima de una violencia tan traumática que es reprimida por la conciencia, ¿cómo puede ser ella la voz de la memoria reprimida? Esta última objeción de Leys habría que dirigirla más bien a Tasso. Creo que aquí es donde hace falta una lectura más competente de la tradición épica y su contexto. Aunque parece desviarnos, esta discusión nos encamina ya a nuestro tema, la épica y la violencia de la conquista. Freud, Caruth y Leys dejan de lado una referencia importante al comentar la historia de Tancredo. La Gerusalemme liberata trata de uno de los conflictos bélicos que más profundamente han marcado a la Europa cristiana: las Cruzadas. La épica renacentista es desde esta perspectiva un intento tardío por hacer comprensible la muerte y la violencia de la “Guerra Santa.” En la narrativa épica se contrapone la guerra y el amor, donde el mundo de marte está visto como contrapuesto al mundo de venus, y lo público ha de prevalecer sobre lo privado (Quint 1992: 31-41; Pittarello 1989). No nos soprende entonces que la Gerusalemme se enfoque más en Tancredo que en Clorinda; y un problema central en este episodio es qué tanto este incidente compromete el estatus heroico de Tancredo, su

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En este aspecto no tiene razón Leys al tratar de descalificar a Caruth por basarse en el ensayo “Más allá del principio del placer”, al señalar que no tiene que ver con el trauma y lo que reprime la conciencia. Freud sí trata aspectos relacionados al trauma al final del apartado III y plenamente en el apartado IV al referirse a la obsesión de repetición y a los procesos síquicos primarios (Freud 1981: III, 2523-4).

condición de viros (el héroe clásico, guerrero, patriarca, protector). En este sentido no es gratuito que se enfatice la valentía de Tancredo al internarse en el bosque encantado. ¿Pero qué tan capaz es de confrontar y asumir las consecuencias de su propia violencia? Esta pregunta surge a través de una historia de amor cuyo trágico desenlace quizás sea una forma estilizada de abordar una violencia de otro modo incómoda y perturbadora: la violencia de las Cruzadas. Se sabe que Tasso revisó una y otra vez su poema épico, desde Rinaldo (1562) a Gerusalemme Liberata (1581) y Gerusalemme Conquistata (1593), descartando líneas y estrofas, mas nunca quedando satisfecho de su obra final (Nash 1987: ix). En este sentido, es diciente la preocupación de Tasso por la presentación de la violencia de los cruzados. En History and Warfare in Renaissance Epic, Michael Murrin afirma que ante las masacres perpetradas por los cruzados, Tasso distancia a sus héroes de la violencia. En Gerusalemme, Goffredo condena a los soldados por su violencia desmedida y su codicia. Además, siguiendo a Virgilio, Tasso presenta la caída de Jerusalén como un acto irremediable (Murrin 1994: 204-5). La pregunta clave para nosotros es ¿qué sucede con la épica en las Indias Occidentales y cómo ésta enfrenta el trauma de la colonización? A continuación lo que propongo es ver cómo la epopeya colonial nos permite entrever de qué modos los españoles del siglo XVI trataron de dar sentido a la violenta historia de la conquista en narraciones que nos cuentan quizás mucho más de lo que sus autores se propusieron contar. En la epopeya queda también rastros de la imposibilidad de borrar completamente aquella violencia que quizás preferirían olvidar.

Voces heroicas y cádaveres exquisitos

Tanto La Araucana de Ercilla como las Elegías de Castellanos han encendido la imaginación nacionalista en Chile y en Colombia a partir de lecturas monumentalizadoras que de una forma u otra ignoran lo contradictorio de estos textos.7 En cuanto a La Araucana, la crítica bien ha señalado que en realidad allí no hay héroes, pues no sobresale ningún español y los conquistadores pecan por su codicia o la violencia (Quint 1992; Pittarello 1989; Davis 2000). Por otra parte, los guerreros araucanos son valientes en muchos aspectos. Sin embargo, con sus continuas discordias y numerosas traiciones difícilmente podrían ser considerados ejemplares (Davis 2000: 41-51). En las Elegías de Castellanos hay una crítica de corte lascasiano, aunque atenuada, mediante la cual se condenan los abusos de la conquista; pero por otro lado, se legitima la violencia de la conquista como una guerra justa. Esta posición hace asimilable esta épica sólo dentro de una mirada nacionalista de corte hispanista que presenta a los españoles como los civilizadores del país. Esto es problemático en un país donde el pasado indígena ha sido parte del mito fundacional colombiano, como puede verse en el Museo del Oro en Bogotá, donde se exhiben los “orígenes” de la nación. Pese a esta complejidad de posiciones ideológicas en ambos textos, en cierta medida contradictorias, en gran número de las escenas del campo de batalla repetidamente los guerreros hispánicos destruyen cientos de indígenas anónimos, un tema muy propio de la épica, como lo ha señalado David Quint (1992: 26-7). Así lo vemos en Ercilla:

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La Araucana, por ejemplo, sirvió de inspiración para la imaginación proto nacionalista del jesuita exiliado Juan Ignacio Molina en su Storia civile (1787), como bien lo señala Charles Ronan (2002: 210-31). En el caso de las Elegías, numerosos críticos lo ven como obra fundacional de la literatura colombiana, entre ellos Miguel Antonio Caro (1879), Germán Arciniegas (1988) y más recientemente William Ospina (1999).

Salen los españoles, de tal suerte [.......] hieren, dañan, atropellan, dan la muerte piernas, brazos, cabezas cercenando (1998: III, 144)

También en Castellanos: Adonde los peones presurosos Emplean a su gusto las espadas, Piernas, brazos, cabezas cercenando (1997: 1182) En ambos pasajes hay una estratégica codificación de la representación de la violencia que hace posible su consumo y disfrute (lo que podría llamarse el “efecto Schwarzenegger”), donde se alinea al espectador/lector a identificarse con el agente de la violencia, no la víctima.8 En ambas epopeyas este esquema sólo favorece a los guerreros españoles y cuando los indígenas son los agentes de la violencia, algo no permite ni la identificación ni el disfrute. La muerte de Valdivia en el canto III de La Araucana es ilustrativa pues éste neciamente se encamina a una muerte avisada, sufre una muerte deshonrosa (a garrote), la cual es celebrada por los araucanos en festines lujuriosos y carniceros que no permiten que el lector/espectador se identifique con los agentes de la violencia. Algo similar sucede con la muerte del capitán Hierónimo Hurtado de Mendoza en las Elegías de Castellanos. Este último es muerto por una horda anónima que lo sorprende mientras leía fervorosamente unas horas. Esto lo he tratado ya en Un nuevo reino imaginado y lo que ahora quiero ofrecer son mis reconsideraciones del tema (Restrepo 1999: 123-180). En la epopeya colonial no toda la representación de la violencia logra ser controlada por este esquema donde las voces heroicas de los guerreros españoles se

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Otros ejemplos son los siguientes. Ercilla 1978: 175, 176, 177, 179, 421; Castellanos 1997: 204, 426, 779, 913, 1257.

inscriben sobre los anónimos cuerpos de guerreros indígenas desmembrados. Hay mucho más que eso en torno a la muerte, otra economía que no había captado antes hasta que empecé a indagar en temas como la memoria, el duelo, la melancolía y el trauma. La epopeya colonial presenta una visión más problemática de la muerte, está más marcada por el duelo y más perturbada por la violencia y la destrucción del cuerpo de lo aparente. Como texto fundacional, las Elegías es una historia hecha de silencios y olvidos: el dolor de los cuerpos indígenas cercenados en batallas y el sufrimiento de los indígenas sobrevivientes queda casi completamente suprimido del texto. Lo impactante de las Elegías es la imposibilidad de concebir el dolor de la conquista, batalla tras batalla, desmembramiento tras desmembramiento. La narración repite el esquema triunfante y salvo algunas excepciones como el episodio de La Gaitana, una cacica paez que presencia la tortura y muerte de su hijo, un caso discutido por Betty Osorio, prácticamente no se le da espacio al dolor del otro en el texto de Castellanos, lo que sí encontramos en Ercilla. Hasta ahora me habían parecido supremamente perversas las múltiples narraciones de batallas que presenta Castellanos, simbólicamente destrozando la sociedad indígena que hace posible su cómoda existencia en su amada Tunja. Ahora, desde la perspectiva sicoanalítica, me pregunto si es, como propone Caruth, una realidad que se le escapa, demasiado dolorosa para poder soportarla, sólo aceptable a través de la distancia que posibilita el esquema épico para representar la violencia. Pero ver la relación de Castellanos con la violencia colonial de este modo, como imposibilidad de una conciencia, presenta un problema ético: ¿qué responsabilidad puede haber ante lo que Caruth describe como “an experience that cannot fully be claimed one’s own” (Caruth 67)? Claramente no se trata de exonerar de culpa al colonialismo hispánico, ni de decir

que no tuviesen conciencia de la violencia que generaban: el debate Las Casas Sepúlveda lo atestigua. Lo que se propone desde esta perspectiva del trauma va más allá, se trata de ver qué tan hondo cala esa violencia colonial, de ver la imposibilidad de la sociedad hispánica de darse cuenta de las dimensiones del proceso. Lo que queda patente es que el trauma (i.e. los silencios, la recurrencia y reelaboración de la violencia) pone en relieve los límites no percibidos de la racionalidad occidental moderna para captar la violencia de la colonización en toda su amplitud. Lo que queda por fuera en la representación de la violencia es el dolor del otro. Y si este dolor entra, se muestra en forma limitada. Lo vemos en los discursos de los indígenas de las Elegías, como en el caso del cacique muisca Tundama, quien responde al capitán Baltasar Maldonado: “mas tú todo lo coges y arrebañas, /en nuestra sangre bañas tus alanos, / cortas los pies y manos y narices, / genitales raíces atormentas...” (Castellanos 1997: 1314). Pero son unas pocas voces interpoladas, como en paréntesis, seguidas de una continua celebración de la destrucción de los indígenas. El discurso indígena no tiene el mismo valor que las voces españolas, como lo ejemplifica este caso. Mientras que Maldonado habla en perfectas octavas reales, el discurso del Tundama es en endecasílabos sueltos. Con sus 113.000 versos, las Elegías representan un enorme esfuerzo por borrar la violencia de la conquista. Mejor decir, los cientos de endecasílabos son huella de un imposible olvido. Pero como con Tancredo y Eneas, inexorablemente la sangre sigue brotando en los endecasílabos de las Elegías. Pasemos ahora a La Araucana. Si bien hay allí una racionalización de la violencia, tales como el castigo a tiempo para detener mayores males (exordio al canto IV) y la justa guerra (a través de los ejemplos de las Alpujarras, San Quintin y Lepanto), encontramos

una relación mucho más ambigua ante la violencia, la muerte y el dolor que en el texto de Castellanos. La violenta muerte de Caupolicán y la mutilación de Galvarino son dos ejemplos ilustrativos, bastante comentados por la crítica.9 En el canto XXVI, Ercilla se distancia de la postura celebradora que caracteriza las descripciones épicas de las batallas para condenar las acciones de sus compañeros en un pasaje sobre una masacre que antecede el ahorcamiento de varios caciques y la mutilación de Galvarino: “como los nuestros hasta allí cristianos / que los términos lícitos pasando, / con crueles armas y actos inhumanos / iban de la gran victoria deslustrando” (Ercilla 1998: 719).10 Tras rendirse, los mapuches fueron masacrados y otros fueron ahorcados. La intervención de Ercilla para “salvar” a Galvarino, así como los casos de Tegualda y Glaura y la imposibilidad de intervenir en la muerte de Caupolicán revelan una recurrente preocupación del propio Ercilla por una violencia colonial inasimilable e injustificable, una realidad concreta que contrasta con el abstracto proyecto civilizador del imperio que apoya el mismo texto.11 En La Araucana hay unos pocos momentos donde se confronta todo el horror de la violencia de la conquista. Como Murrin señala, en la masacre de Cañete, Ercilla nos presenta un cuadro de horror, dramatizado por el propio poeta, quien afirma no poder escribir tanta violencia: “aunque yo apresure más la mano, / no puedo proseguir, que me divierte, / tanto golpe, herida, tanta muerte” (Ercilla 1998: 842). Ercilla critica la violencia en la cual participó y sugiere que la campaña de terror del capitán Reinoso, bajo

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Gran parte de la crítica menciona estos dos personajes. Por ejemplo, Pastor (1992: 269), Lerner (1998: 301), Davis (2000: 34-5), Morínigo (1973: 473) e Iñigo Madrigal (1982: 195). 10 Este pasaje es resaltado por Morínigo (1973: 429). 11 Davis discute como en la edición de 1589-90, Ercilla introduce una estrofa que lo distancia de la muerte de Caupolicán. La figura del verdugo, un “negro gelofo”, mengua la responsabilidad castellana ante el atroz empalamiento (Davis 2000: 34-35).

las órdenes de Hurtado de Mendoza, ha perpetrado más la violencia que traído la paz (Murrin 1994: 213). En la épica se hacen patentes las contradictorias actitudes ante la muerte en la cultura occidental. En “Consideraciones sobre la guerra y la muerte” (1915) Freud nos ilumina el camino. Según Freud, negamos nuestra propia muerte y quizás por esto nos son atractivos los héroes invencibles de las epopeyas. Pero también existe el goce ante la destrucción del enemigo en estos textos. Por otro lado, nuestra experiencia de la muerte se da a través del dolor sentido ante la pérdida de un ser amado. Este último punto es el que quiero examinar en La Araucana, en las heroínas mapuches Gualcolda, Tegualda y Glaura. Como se sabe, Ercilla comienza su poema prometiendo sólo hechos de guerra: “No las damas, amor, no gentilezas / de caballeros canto enamorado” (1998: 77). Sin embargo el poeta cambia de opinión en el transcurso de la obra: “Qué cosa puede haber sin amor buena?” (1998: 429). De este modo, Ercilla justifica interpolar historias de amor a su discurso épico. Para la crítica, esta inclusión le da un balance a la historia bélica, dándole unidad artística a la obra (Schwartz 1972: 616). Desde otro punto de vista, estas historias representan más que un complemento estético a la historia bélica: una apertura al dolor del otro, altamente estilizado, filtrado por la épica y la novela caballeresca, el romance italiano y en parte por la elegía.12 La crítica ha señalado que estas son las partes claramente ficticias de la obra (Morínigo 1973: 439; Schwartz 1972: 616; Vila 1992: 213). Además, se trata de personajes

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La elegía es un género literario que contribuye a dar forma a las historias amorosas de La Araucana, como lo demuestra Lía Schwartz de Lerner. La Araucana reelabora varios versos de la “Elegía I” de Garcilaso (1972: 619).

altamente estilizados, elaborados a través de la poesía amorosa renacentista y la novela caballeresca (Pastor 1992: 223-30). No obstante, desde la perspectiva de la historia como trauma no es casual que se recurra a la ficción para asimilar la violencia de la colonización. Incluso si se termina sacrificando el principio de realidad, como sucede en el proceso del duelo. Pero, como Freud argumenta en su ensayo sobre el duelo y la melancolía, el principio de realidad sólo es perdido temporalmente en el duelo. No sucede así con la melancolía, la cual implica un trastorno mucho más profundo en el ser. Las historias de Gualcolda, Tegualda y Glaura pueden ser vistas como la repetición de una misma historia en la cual el narrador-poeta sumido en la melancolía no logra aliviar el trauma de la conquista. En la primera historia Ercilla está ausente y es un hecho presentado como inevitable, pues la muerte de Lautaro es predestinada en el sueño de Gualcolda (Ercilla 1998: 406-17). La segunda historia es la de Tegualda, la cual logra escuchar Ercilla, pero el narrador-poeta interviene demasiado tarde y sólo puede aspirar a darle consuelo, aunque en realidad al forzarla a contar la historia le revive el dolor: “aunque me será cosa insufrible, / diré el discurso de mi amarga suerte” (1998: 573).13 En la tercera historia, el narrador-poeta interviene liberando a los amantes cautivos, Glaura y Cariolano, sólo para reencontrar más tarde a Cariolano, quien se debate entre la muerte o la sumisión colonial (1998: 76076). Feliz y voluntariamente Cariolano acepta esta última, “no en figura de siervo, mas de amigo” aclara Ercilla (1998: 776). Se invoca pues un pacto colonial basado en una amistad aceptada y reconocida, mas sólo en los términos del conquistador. De este modo, La Araucana nos ofrece una perspectiva de la conquista que coincide con las propuestas 13

El dolor sentido por Tegualda al narrar la historia, la vivencia traumática de ésta, es reiterada más adelante en el poema, cuando ella se la ha contado a Ercilla: “Y pues que por tu causa la memoria, / mi llaga ha renovado encrudecida” (Ercilla 1998: 584).

de Las Casas y Cabeza de Vaca de atraer al otro por medio del amor. La compleja figura del “araucano” indómito es poco asimilable al estado, pero el amor heterosexual (parejas de amantes nativos), así como el asimétrico pacto homosocial (el poeta reconoce al nativo como amigo), proyecta una subjetividad compatible con el sistema de producción colonial.14 Entretanto, Glaura desaparece del texto y su dolor es así obliterado cómoda y completamente. Una vez validado el poeta, las mujeres sufrientes dejan de interesar a la economía moral de la narración y desaparecen del texto. Si bien estas historias parecen abrirse al dolor del otro, por otra parte pareciera que estuvieran trabajando el trauma del propio escritor, quien trata de hacer asimilables las muertes violentas que presenció. Un aspecto problemático de esta presentación del dolor del otro, la violencia contra el pueblo mapuche, es que se presente como un dolor feminizado e individualizado. Tegualda, “furiosa por morir, echaba / la rigurosa mano al blanco cuello/ y no pudiendo más, no perdonaba, / al afligido rostro ni al cabello” (Ercilla 1998: 590). Una mujer llorando, lastimándose el rostro y arráncandose los cabellos es una recurrente figura estilizada en los plantos y en la elegía. En el caso de Tegualda, se trata de una humanización bastante problemática. Ésta es presentada primero como un negro bulto que se mueve en cuatro patas acompañado de un rumor, y pareciera como si se estuviera describiendo un animal: “donde vi entre los muertos ir oculto / andando en cuatro pies un negro bulto” (Ercilla 1998: 570). Más aún, ésta nunca adquiere el mismo estatus de su interlocutor. Como Juan Diego Vila ha señalado, el diálogo entre Tegualda y el poeta es claramente asimétrico (1992: 215). Es a través del código occidental del

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Mediante su amistad con el colonizador, Cariolano es incorporado a la sociedad colonial como “vasallo libre, ” siendo el vasallaje uno de los elementos definidores de las subjetividades hispánicas de la modernidad temprana, un aspecto que atraviesa el texto de Ercilla, como Elizabeth Davis lo ha resaltado, especialmente en cuanto a la relación de Ercilla con su interlocutor, Felipe II (2000: 21-39).

dolor y la empatía que Tegualda adquiere el reconocimiento como sujeto, un sujeto melancólico—en el sentido freudiano— para quién la propia vida y autoestima nada valen por la pérdida del ser amado. En última instancia, la historia de Tegualda ofrece una redención menguada. Su historia invita a compadecernos por el dolor mapuche, pero pone en evidencia los límites de la empatía humanista y cristiana, basada en la identificación con el otro, lo que es en última instancia la reducción del otro a un yo. Al discutir la representación de la violencia de la guerra en la épica renacentista, Murrin afirma que Ercilla contrapone la clemencia como una alternativa al régimen de terror de la conquista (1994: 213). Murrin, sin embargo, dice que la guerra chilena no le ofrece muchos ejemplos de clemencia y por lo tanto es necesario presentarla en forma negativa, por la ausencia de ésta. Sin embargo, si consideramos los casos de las mujeres indígenas, sí encontramos casos de clemencia en la obra y, en particular, en el propio poeta-narrador. En su estudio sobre el personaje de Tegualda, Aura Bocaz llega precisamente a esa conclusión: “el poeta siente, vive, sufre penurias de su personaje” como puede verse en los siguientes versos: “Con ansia y dolor que me obligaba / A tenerle en el duelo compañía” (Bocaz 1976: 26; Ercilla 1978: 585). La clemencia cristiana, la individualización de las guerras contra el pueblo mapuche, y la feminización del dolor, son pues las grandes traiciones a la historia de la conquista que La Araucana hace para hacer entendible y disfrutable su violencia. Como en las Elegías, la memoria de La Araucana está hecha de silenciamientos, pero también de un imposible olvido. Este imposible olvido está reveladoramente representado en el último beso de Tegualda a su amante Crepino, cuando ésta le encuentra muerto y sangriento entre los cadáveres del campo de batalla:

Al fin, entre los muertos que allí había, hallamos el sangriento cuerpo helado, de una redonda bala atravesado. La mísera Tegualda que delante vio la marchita faz desfigurada, con horrendo furor en un instante sobre ella se arrojó desatinada; y junta con la suya, en abundante flujo de vivas lágrimas bañada, la boca le besaba y la herida, por ver si le podía infundir la vida (Ercilla 1978: 589-71). En este beso se entrecruzan fugazmente los perturbadores cuerpos destrozados de la épica con los bellos difuntos de la elegía. Este beso de la muerte es una redención de Crepino como sujeto, quien aunque destrozado, es un guerrero vencido digno de ser llorado.

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