Entre el peronismo y el nacionalismo de extrema derecha

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Descripción

Pensar a Jauretche Gustavo Marangoni (comp.) Luciano Barreras Gustavo Nicolás Contreras Matías Farías Delia García Claudio Panella Ana Virginia Persello Darío Pulfer Ranaan Rein Eduardo Romano Juan Manuel Romero Martín Servelli

Índice

Presentación

Gustavo Marangoni........................................................

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PENSAR A jAURETCHE Gauchesco, montonero y radical: El Paso de los Libres

Martín Servelli ................................................................

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Crisis del liberalismo y reformulaciones de la identidad radical: la emergencia de FORJA

Ana Virginia Persello......................................................

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Ex forjistas en el primer gobierno peronista de la provincia de Buenos Aires

Claudio Panella................................................................

55

Arturo Jauretche en la encrucijada posperonista: 1955-1958

Eduardo Romano............................................................

85

El grupo FORJA en el contexto de la “revolución libertadora” (1955-1958). Tácticas políticas y formulaciones ideológicas

Gustavo Nicolás Contreras y Delia García ...................

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8 Arturo Jauretche y el revisionismo histórico. Notas sobre una relación

Juan Manuel Romero .....................................................

147

Jauretche autor: un producto de los sesenta

Luciano Barreras............................................................

175

La polémica como género para pensar la nación: ruptura y búsqueda de síntesis en Los profetas del odio

Matías Farías..................................................................

193

Entre el peronismo y el nacionalismo de extrema derecha: Jauretche, los argentinos-judíos y la acusación de doble lealtad

Raanan Rein ...................................................................

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La educación en la obra de Arturo Jauretche

Darío Pulfer.....................................................................

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Sobre los autores.........................................................

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Entre el peronismo y el nacionalismo de extrema derecha: Jauretche, los argentinos-judíos y la acusación de doble lealtad Raanan Rein

Al analizar las relaciones entre el peronismo y los judíos, la década de 1946-1955 se caracteriza sobre todo por la lucha de los Perón en contra del antisemitismo. Juan Domingo Perón convirtió esta lucha en una parte inseparable de su política. A pesar de los temores y las reservas de algunos sectores argentino-judíos respecto de su régimen, fue patente un continuo descenso en el volumen de las actividades y publicaciones de las organizaciones antisemitas (Rein, 2007). En febrero de 1947 un grupo de profesionales y hombres de negocios de origen judío se dirigió al despacho del ministro del Interior, Ángel Borlenghi, para expresarle su apoyo al régimen de Perón y su política. La iniciativa para organizar este encuentro fue de Abraham Krislavin, viceministro y cuñado de Borlenghi. Krislavin, cabe destacar, se desempeñaba en un cargo público de jerarquía que ningún otro judío había ocupado hasta entonces. De hecho, esto era un reflejo de políticas justicialistas que habían permitido a diversos grupos étnicos, incluidos argentinos de origen judío y árabe, una mayor participación civil. Borlenghi recibió a este grupo con entusiasmo y lo acompañó a una reunión con el Presidente en su despacho. Perón los felicitó y expresó su rechazo contra cualquier

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medida de discriminación hacia los judíos: “Solamente anhelo que todos los que vivan aquí se sientan argentinos, que sean realmente argentinos sin tener en cuenta su origen o su procedencia porque estamos demasiado mezclados en este país para hacer semejante discriminación” (Sebreli, 1973: 147-148). No menos importante fue que Perón no veía incompatibilidad entre la lealtad de los argentino-judíos hacia su país y su apoyo a Israel. Perón consideraba a Israel como la “madre patria” de la colectividad judía, equiparable con el país de origen de cualquier otro grupo migratorio en Argentina. Del mismo modo en que los llegados de Italia o de España mantenían su contacto con los países desde los que migraron. Sus declaraciones legitimaban por completo la identificación manifiesta de la comunidad judía argentina organizada con el sionismo y con el Estado de Israel. Durante la década en que su régimen gobernó, este doble vínculo que muchos argentino-judíos sentían no se consideró una indicación de “doble lealtad”, como ocurrirá en períodos posteriores. En una ocasión, Perón llegó a afirmar que “un judío argentino que se abstiene de ayudar a Israel no es un buen argentino” (Tsur, 1981: 114; Varon, 1992: 206). A finales de 1964, Arturo Jauretche mostró una posición casi contraria a la de Perón, en el marco de una polémica con el intelectual y educador judeo-argentino Jaime Finkelstein y su periódico sionista Horizonte (reproducida parcialmente en Galasso, 2009: 111-120). En ella, Jauretche afirmó, entre otras cosas: Para mí es elemental que nosotros solo podemos ser un país existente como nación en cuanto sus hijos sean exclusivamente nacionales, es decir, en cuanto no sea posible que desdoblen su personalidad en dos líneas políticas nacionales que pueden ser coincidentes, pero que pueden ser opuestas.

Y agregó: Precisamente porque sé lo que ha significado la contribución judía en hombre, en trabajo y en cultura al quehacer nacional es que quiero que deje de ser judía para ser argentina.

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Las ideas de Jauretche sobre los inmigrantes en general y los judíos en particular, como han quedado expresadas en esta polémica, lo posicionan en un lugar bien alejado del primer peronismo. Aún más: las distintas interpretaciones acerca de la definición ideológica de Jauretche lo han considerado desde un marxista visceral hasta un nacionalista reaccionario. Teniendo en cuenta el contexto político y social argentino de la primera mitad de los años sesenta y la ola de antisemitismo liderada por Tacuara a partir del secuestro del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann por agentes del Mossad israelí, en mayo de 1960 (Rein, 2014), en esta polémica Jauretche aparece muy cercano al nacionalismo de extrema derecha. El período que siguió a la captura de Eichmann y su ejecución en Israel, en junio de 1962, fue el más duro para los judíos de Argentina desde el pogromo de la “Semana Trágica” de enero de 1919. Si parecía que unos meses después del secuestro y de solucionada la crisis diplomática entre ambos países pasaría esta ola sombría, la apertura del juicio en Jerusalén, en abril de 1961, y la amplia cobertura que tuvo en los medios de prensa del mundo entero, incluyendo naturalmente los argentinos, garantizaron la continuidad de la campaña antisemita. Varios grupos nacionalistas argentinos quisieron aprovechar el episodio de la captura y del juicio, con la consiguiente violación de la soberanía nacional, para atacar a los judíos de su país. Al mismo tiempo, esta ola antisemita debe relacionarse con la cultura política argentina y la coyuntura socioeconómica contemporánea, incluyendo la situación económica, la sensación de alienación de los seguidores del peronismo y la desilusión que muchos sentían con respecto a Arturo Frondizi que no había cumplido, al menos una parte, las promesas realizadas en la campaña que lo llevó a la presidencia. La combinación de la crisis política y una ola de huelgas y manifestaciones creaban una sensación de frustración y era tierra fértil para que surgieran fenómenos antisemitas, además de una presión creciente por parte de las Fuerzas Armadas sobre el gobierno civil.

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Este artículo, después de reseñar la ola de antisemitismo violento promovido por Tacuara y otros grupos de choque similares, se centra en la polémica Jauretche-Finkelstein publicada en la revista Horizonte a finales de 1964 y en los argumentos esgrimidos por cada uno a favor o en contra de la identificación de muchos judíos en Argentina con la empresa sionista en Palestina y el Estado de Israel, establecido allí en mayo de 1948.

Tacuara y la ofensiva antisemita

Durante la década de gobierno peronista fueron decayendo gradualmente la mayor parte de las publicaciones antisemitas y las organizaciones nacionalistas. Sin embargo, comenzaron a florecer otra vez bajo la Revolución Libertadora. La campaña contra los judíos estaba dirigida ahora por el ultraderechista Movimiento Nacionalista Tacuara (MNT), cuyo bautismo de fuego en actos violentos tuvo lugar en 1957. Esta organización paramilitar estaba compuesta por una nueva generación de activistas nacionalistas, adolescentes que rondaban los veinte años de edad. Muchos de ellos eran hijos de veteranos nacionalistas antisemitas y descendientes de respetables familias ligadas a la oligarquía, como podía verse en apellidos como Guevara Lynch, Quintana, Martínez Zuviría, Sánchez Sorondo, Díaz de Vivar y otros. También, el movimiento incluía a jóvenes de organizaciones estudiantiles católicas e incluso a varias agrupaciones de la Acción Católica. Sus primeros objetivos se concentraron en la lucha por la reinstauración de la educación católica en las escuelas estatales, después de que Perón eliminara la asignatura Religión poco antes de ser derrocado, y la participación en la campaña para autorizar la creación de universidades católicas. Ya en esa etapa se produjeron ataques físicos contra estudiantes de izquierda, reformistas y judíos. Al frente del MNT se encontraba Alberto Ezcurra Uriburu, miembro de una respetable familia de clase alta, descendiente de Juan Manuel de Rosas, el caudillo del

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siglo XIX, y familiar del general José Félix Uriburu, que ejerció el poder tras el golpe de estado militar de septiembre de 1930. La mayor parte de los militantes eran muchachos –en los años sesenta no hubo mujeres en sus filas– bien educados, de clase media y alta (Bardini, 2002; Gutman, 2003). Las organizaciones nacionalistas convirtieron a los judíos, algunos de los cuales ya eran tercera e incluso cuarta generación en el país, en chivo expiatorio a quienes atribuir toda la responsabilidad por las miserias de la época. Su concepción extrema de Argentina como un crisol de razas en el que debían fusionarse todas las comunidades inmigrantes señalaba a los judíos como extranjeros que se diferenciaban de esa unidad y, por consiguiente, peligrosos. Sin embargo, su antisemitismo servía también como instrumento para cuestionar el sistema político parlamentario y el régimen electo de Frondizi. En uno de los mítines políticos de MNT, recogido en un documento de la embajada estadounidense en Buenos Aires, después de atacar a los “judíos roñosos, que viven en [la calle] Libertad y en [el barrio] Villa Crespo” y exigir que fueran llevados a la horca, Ezcurra Uriburu reiteró su falta de confianza en la falsa democracia liberal argentina, compuesta por “instituciones corruptas” cuyos cimientos temblaban. Asimismo, instó a sus compañeros a hacer una limpieza a fondo, mediante violencia y derramamiento de sangre, en el sistema que se derrumbaba aunque se toparan con resistencia. El movimiento deseaba un país “libre de políticos, libre de demagogos y de judíos” y para eso estaba dispuesto a hacer cuanto fuera necesario para provocar la desaparición de los factores indeseables. Explicaba luego que la idea no era reemplazar a tal o cual ministro por otro, ni sustituir a “un payaso por otro; lo que queremos es que se vaya todo el circo” (Rein, 2007: 245). Uno de los mentores espirituales era el padre Julio Meinvielle, quien veía en judíos y comunistas una amenaza a la existencia de la civilización occidental y cristiana (Ben Dror, 2003). Su libro El judío, publicado por primera vez en 1936, apareció en una nueva edición en 1959, esta vez bajo el título El judío en el misterio de la historia, y desde entonces se han

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realizado varias reimpresiones. El texto de Meinvielle presenta a los judíos como dominadores de la economía y la diplomacia internacional, así como de los medios de comunicación del mundo entero, que “envenenan” las almas cristianas y las moldean según modelos espirituales judíos. Jóvenes nacionalistas de las décadas del treinta y del cuarenta, al igual que los activistas de Tacuara en los sesenta, bebían con ansias sus palabras. En el período 1960-1963, MNT pasó por varias escisiones y divisiones, originadas por rivalidades personales, diferencias ideológicas y discusiones sobre la estrategia que debía adoptarse y las lecciones que debían extraerse de la revolución en Cuba y de la lucha por la liberación de Argelia. En noviembre de 1960 se produjo la separación del ala derecha que se autodenominó Guardia Restauradora Nacionalista (GRN). Sus miembros se enorgullecían, entre otras cosas, de ser nacionalistas argentinos inmaculados, “con cinco o más generaciones [en el país] tras nuestros apellidos” (Primera Plana, 26/11/1963), sosteniendo que marxistas, trotskistas, comunistas, fidelistas y ateos se habían infiltrado en sus filas. En 1962 se escindió otro grupo de derecha para fundar el Movimiento Nueva Argentina (MNA); en noviembre del año siguiente se separó un grupo con tintes de izquierda, encabezado por el estudiante José (Joe) Baxter formando el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara (MNRT). Este fue el único que renegó del antisemitismo. Entre estas facciones, la GRN participó activamente en los ataques contra los judíos que tuvieron lugar en la primera parte de la década del sesenta. Este grupo mantenía vínculos con Jordán Bruno Genta que, en 1960, se convirtió en “asesor de política educativa” de la Fuerza Aérea Argentina. No sorprende que la derecha nacionalista haya gozado de los auspicios de los oficiales aeronáuticos. Genta, un ex marxista y masón, devenido nacionalista extremo y combatiente, descolló desde comienzos de la década del cuarenta en sus alocuciones ante militares de los más elevados rangos, en las que alentaba a los oficiales a tomar parte en la vida política, porque

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los combatientes representaban “la clase que goza de mayor prestigio” en el país, ya que la Nación nacía mediante una guerra y mantenía su derecho a existir mediante una guerra (Genta, 1976: 36). También clamaba para que se defendiera el orden occidental y cristiano. Para él, los judíos, los masones y el comunismo eran las tres expresiones ideológicas de la negación de la redención divina. Ezcurra Uriburu, por su parte, declaró en una conferencia de prensa que Tacuara: defenderá las posturas católicas frente al imperialismo marxista-judío-liberal-masón-capitalista. No somos antisemitas con intenciones racistas, pero somos enemigos del judaísmo. En la Argentina los judíos son lacayos del imperialismo israelí [que profanó] nuestra soberanía nacional, cuando [sus agentes] apresaron a Adolf Eichmann. En esta lucha tenemos mucho en común con [el presidente egipcio Gamal Abdel] Nasse (citado en Rock, 1993: 206).

Diversas publicaciones nacionalistas no tardaron en acusar a los judíos argentinos por el secuestro de Eichmann. Entre ellas puede mencionarse a El Pampero, Cabildo y Azul y Blanco. Todas estas revistas enfatizaron la falta de lealtad de los judíos hacia Argentina, o su doble lealtad, que en tiempos de crisis les hacía preferir el apoyo a Israel antes que su fidelidad a la República Argentina, cuya soberanía había sido violada por los sionistas. Sin embargo, no se trataba solo de propaganda contra “la quinta columna judía” (en forma de artículos y pintadas de lemas antisemitas y esvásticas en las fachadas de casas en barrios con alta densidad de población judía), sino de violencia física propiamente dicha: atentados contra instituciones judías y ataques contra alumnos y estudiantes judíos.

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Una escalada de violencia física: los casos Trilnik y Sirota

A comienzos de julio de 1960 se produjo un enfrentamiento entre estudiantes nacionalistas y liberales en la entrada a la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Varios de los derechistas actuaron al grito de “Queremos a Eichmann de vuelta”, “Muerte a los judíos” y “Judíos, a Israel”. Se pintaron cruces gamadas en varias paredes de la facultad y en las fachadas. Dos de los estudiantes nacionalistas y otros cuatro no nacionalistas fueron heridos de gravedad. Los ataques más frecuentes se produjeron precisamente en colegios secundarios. Uno de los incidentes más renombrados ocurrió en el Colegio Nacional Sarmiento de la Capital. En el curso de la ceremonia de homenaje al Libertador San Martín, el 17 de agosto de 1960, varios de los alumnos judíos fueron atacados por matones del grupo original Tacuara MNT. Uno de los jóvenes, Edgardo Manuel Trilnik, de quince años de edad, fue herido de gravedad con un arma de fuego; varios más resultaron heridos levemente. Este fue un eslabón adicional en una cadena de sucesos similares, ocurridos semanas antes en los colegios nacionales Sarmiento, Urquiza y Mitre, en los que se dejaron oír lemas como “Viva Eichmann, muerte a los judíos”. Estos hechos eran vistos también en el marco del enfrentamiento que dividía en aquel entonces a la sociedad argentina entre los adeptos a la educación laica y liberal y quienes bregaban por una educación católica y nacionalista. El presidente Frondizi adoptó medidas drásticas para impedir que se repitieran actos vergonzosos de esta índole que socavaban los cimientos de toda sociedad y régimen democráticos. El editorial del semanario Mundo Israelita (20/8/1960) expresó la furia y la frustración ante la impunidad de la que gozaban los perpetradores de los ataques antisemitas: la policía nunca los descubre, jamás los castiga [...] se sabe quiénes son, se conoce a sus conductores, los lugares donde se

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reúnen, las enseñas que enarbolan, los rótulos que les sirven de distintivos: no hacen misterio de sus intenciones, incluso anuncian con anticipación las fechorías que van a cometer; pero nadie los molesta. Por el contrario, la policía autoriza sus actos públicos; la prensa, en cumplimiento de una mal entendida misión, los divulga.

En los meses siguientes no hubo semana sin noticias sobre altercados antisemitas de mayor o menor gravedad, incluyendo la colocación de bombas en sinagogas e instituciones comunitarias. Esta serie de ataques formó parte de lo que Jacob Blaustein, presidente honorario del American Jewish Committee, caracterizó como “una extensa campaña de vandalismo antisemita de grupos terroristas neofascistas argentinos” (Haaretz, 19/1/1962). En el año y medio de presidencia de José María Guido, la ola antisemita no amainó. Las medidas adoptadas por su gobierno contra las organizaciones de la extrema derecha fueron “muy poco, demasiado tarde” (New York Times, 2/8/1962). El contexto político-social-económico se caracterizó por la agitación en amplios sectores de la población como consecuencia del aumento del costo de vida, sin que los trabajadores fueran compensados en sus salarios de forma correspondiente. El peso argentino perdía valor; estallaron una serie de huelgas y se revelaron casos de corrupción en instituciones centrales de la nación. En una atmósfera semejante, era cómodo para las organizaciones de extrema derecha atacar a los judíos y acusarlos de todos los males que enfrentaba el país. Además, sentían que en el seno del gobierno de Guido gozaban de mayor apoyo, particularmente entre los oficiales Azules, que los consideraban una posible barrera de contención, tanto ante el comunismo como el peronismo. En un reportaje concedido al matutino en lengua inglesa Buenos Aires Herald (29/8/1962), el líder tacuarista Ezcurra Uriburu declaró que la policía no había interferido para nada en su accionar, manifestando explícitamente que “con el presente gobierno recibimos un trato mucho mejor que bajo el régimen de Frondizi”.

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El nuevo estallido de antisemitismo surgió a consecuencia de la ejecución en Israel de Adolf Eichmann. Los órganos de prensa de la derecha nacionalista publicaron opiniones extremistas. Un artículo virulentamente anti-israelí, con evidentes signos nazis dignos de la tradición de Der Stürmer, apareció en La Segunda República, dirigida por Marcelo Sánchez Sorondo. Mas la ofensiva no se limitó a artículos periodísticos. En Argentina se registraron en aquel mes unos treinta incidentes antisemitas. El más grave fue el ataque contra la estudiante Graciela Narcisa Sirota el 21 de junio. La muchacha, que tenía a la sazón diecinueve años, fue secuestrada en la calle mientras esperaba el autobús que la llevaría a la facultad donde cursaba sus estudios. Un auto gris con tres jóvenes en su interior se detuvo junto a ella; uno de los ocupantes bajó del vehículo e inmovilizó a la estudiante judía con un golpe de garrote, arrastrándola luego dentro del automóvil. En el sitio al que fue llevada, Sirota fue golpeada y torturada con crueldad; le produjeron quemaduras con cigarrillos en diversas partes del cuerpo y tatuaron una cruz gamada en su pecho. “Esta es una venganza por [la ejecución de] Eichmann” (Senkman, 1989: 37-43), le explicaron sus captores. A fines de noviembre de 1962, se produjeron tres ataques simultáneos contra sinagogas porteñas. Los nacionalistas lanzaron cocteles Molotov y bombas incendiarias, y desde un vehículo en movimiento, aparentemente tripulado por miembros de la GRN, se disparó en los alrededores de uno de los templos judíos, dejando heridas a dos niñas de 11 y 13 años. La ola de acciones antisemitas de 1960-1962, sumada a la crisis económica que afectó principalmente a las clases medias, incluyendo a los judíos, provocó una evidente conmoción en la colectividad: Las consecuencias psicológicas de los sucesos fueron mucho más fuertes que cualquier aspecto político o práctico de la cuestión. Es difícil describir en forma detallada las sensaciones de los miembros de la comunidad, que recientemente había celebrado el centenario de su existencia. Entre los factores que componían esta sensación había furia, amargura, temor

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físico, desilusión, sorpresa y también belicosidad. El caso Sirota, así como otros ocurridos a raíz de aquél, fueron un shock fuertísimo, particularmente para aquellos judíos argentinos nacidos en ese país y que en algunos casos eran incluso hijos de argentinos nativos, pues para muchos de ellos fue éste el primer caso que los forzó a reflexionar sobre su destino como judíos y como individuos (citado en Cohen, 1972: 548).

En un espíritu similar se expresaron Abraham Monk, del Instituto Judío Argentino, y el semanario La Luz el 5 de octubre de 1962: Para el judaísmo argentino el año tormentoso que acabamos de dejar atrás, fue el más triste de su existencia centenaria en el país [...] Esta situación intolerable ha inducido a algunos círculos judíos a pensar que será insostenible la vida judía en la Argentina [...] Una cosa resulta ahora evidente: el hermoso ideal, repleto de rosadas expectativas para el porvenir, con el que colonos judíos vinieron en creciente caudal a poblar y labrar esta tierra feraz, empezó a desmoronarse con cada niño judío tajeado con cruces svásticas, con cada institución israelita baleada, con cada escaparate judío hecho trizas. Planteose el angustioso dilema si habría porvenir para la comunidad judía aquí y si valía la pena para los judíos seguir viviendo en la Argentina.

Estos episodios fueron el parteaguas en todo lo que se refiere a diversas tendencias dentro de la comunidad judía. La emigración a Israel se convirtió en una probabilidad práctica y permanente que los judíos de Argentina consideraron y consideran, aumentando asimismo la sensación de la necesidad de crear marcos para fortalecer su identidad. De tal manera, la ola antisemita que inundó el país a comienzos de los años sesenta se convirtió en un factor de cohesión en la vida de la comunidad judía, contribuyendo precisamente a fortalecer la identificación con el Estado de Israel; incrementó el proceso de profundización de la educación judía, formal e informal, y la creación de nuevos marcos; fomentó la organización de grupos para asumir la autodefensa física de la comunidad; movilizó a la opinión pública general para una protesta que

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sobrepasó los límites de la colectividad y aumentó la emigración a Israel. Según un informe de la Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), desde la llegada de Arturo Illia al gobierno, el 12 de octubre de 1963, y hasta julio de 1964, ocurrieron 303 incidentes antisemitas en el país, incluyendo daños a instituciones, bienes materiales y personas. Es decir que, en promedio, no pasó prácticamente un solo día sin que se registrara una acción (de diversa magnitud) nacionalista y antisemita. El incidente más grave que siguió al de Graciela Sirota fue el asesinato del joven Raúl Altman a fines de febrero de 1964 quien militaba en las filas del Partido Comunista. Sus asesinos, miembros de la GRN y de MNT, quisieron, mediante esta acción, fortalecer en el público la sensación de que los marxistas eran judíos y viceversa. Es en este contexto en el que hay que analizar los argumentos ofrecidos por Jauretche a mediados de los años sesenta sobre los argentino-judíos y sobre el sionismo.

La polémica Jauretche-Finkelstein acerca del sionismo

A pesar de ser descendiente de inmigrantes –tercera generación de argentinos por el lado materno y segunda por el lado paterno–, Jauretche se caracterizó por la construcción de una biografía criolla que supuestamente justificaba su condición ejemplar de intelectual nacional y popular (Neiburg, 1998: 53-63). Puso énfasis en haber sido criado en un mundo rural, de provincia (nació en 1901 en la pequeña población de Lincoln, provincia de Buenos Aires), en contacto directo con la “vida real de los paisanos”. Allí, según su propio relato, hizo sus primeras amistades con la gente “del pueblo”, “descubriendo la cuestión social” y conociendo la “verdadera Argentina” (Jauretche, 1972: 190 y ss.). Así estableció sus credenciales de proximidad con lo popular. La “causa nacional” –que promovió primero en las filas del yrigoyenismo, luego, a

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partir de mediados de los años treinta, en la Fuerza de Orientación de la Joven Argentina (FORJA) y después de 1945, en el peronismo– supuestamente tenía que llevarlo a una sospecha hacia los inmigrantes y sus descendientes que mantenían algún componente de identidad étnico, sobre todo hacia los inmigrantes no-latinos y/o no-europeos (Galasso, 2014). Empeñado en combatir con su pluma a intelectuales y políticos, en esta polémica sobre el sionismo, Jauretche se enfrentó con Jaime Finkelstein, nacido en Polonia en 1911, en el seno de una familia más humilde. A los diecinueve años, ya como militante sionista y socialista, decidió emigrar a Argentina, donde vivía una de sus hermanas. Así, quizá, salvó su vida porque años más tarde, durante la ocupación de Polonia por los nazis, tanto los padres como dos de sus hermanos perecieron en el gueto de Brisk (Korin, 2014). En Buenos Aires, Finkelstein trabajó primero como maestro en las Escuelas “Bórojov”. En 1932 las autoridades ordenaron la clausura de estas Escuelas, a las que el gobierno tildaba de “peligrosos centros revolucionarios”. Finkelstein fue detenido junto con un grupo de maestros y activistas. El arresto duró un mes y terminó al cabo de una huelga de hambre. Unos meses después, en 1933, también Jauretche llegó a la cárcel, en este caso por su participación en luchas y conspiraciones a favor del radicalismo, como en Paso de los Libres. En 1934, bajo la inspiración de Finkelstein, se fundó la “Tzvisho” (Tzentrale Veltleje Shul Organizatzie [Organización Central de Escuelas Laicas Judías]), que llegaría a ser, en su momento, la mayor organización de escuelas judías en Argentina. La Escuela “Shólem Aléijem” constituyó el núcleo de toda una red escolar, con miles de alumnos y centenares de docentes, “el gran emprendimiento de la educación judía laica en el continente americano” (Korin, 2014). Finkelstein se ocupó de la tarea ideológica y organizativa, desde los núcleos elementales hasta la escuela secundaria, del Seminario de Maestros y aun de los niveles superiores. El crecimiento de su autoridad se refleja en sus cargos en todas las instituciones centrales de la comunidad judía or-

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ganizada. Era un orador popular en la calle judía y, además de sus frecuentes disertaciones, publicaba artículos en varios diarios y revistas, incluyendo Horizonte, donde se dio la polémica con Jauretche. Horizonte tenía una vida corta, como nos cuenta Daniel Finkelstein en una entrevista en Tel Aviv. En ninguna biblioteca porteña logramos encontrar la colección completa de esta revista que se autodefinía como “vocero sionista-socialista”. Por suerte, desde 2002, el Instituto de Estudios Superiores Efal en Israel, por iniciativa de ex alumnos y ex maestros de la Escuela Schólem Aléijem, cuenta con el archivo personal de Finkelstein, donde encontramos los números de Horizonte. La revista solía entrevistar a muchos políticos argentinos de distintos matices ideológicos. Así, por ejemplo, encontramos entrevistas al diputado justicialista Juan Armando Caro o al diputado radical Alcides Bartolomé Pérez Gallart. En el reportaje publicado el 25 de noviembre de 1964, Jauretche negaba la existencia de un clima de antisemitismo en el país: No creo. Reconozco que hay antisemitismo, pero para un hombre como yo, que ha vivido los años de comienzos de siglo, que ha visto el clima antiespañol de entonces y el anti-italiano posterior, eso carece de importancia. Recuerdo que todos los 25 de mayo había una directora de un colegio que sacaba de un golpe de su puntero el sombrero a un español recalcitrante, que no se descubría cuando tocaban el himno. Y eso ocurría en todas las fiestas patrias. Y recuerdo los posteriores sainetes, aquellos de principios de siglo que tenían como casi única finalidad ridiculizar a los inmigrantes italianos.

La introducción de una perspectiva comparativa por parte de Jauretche es importante, después de todo cada colectividad étnica tiende a ignorar la discriminación de otras colectividades. Sin embargo, ignorar los sucesos antisemitas violentos a partir del secuestro de Eichmann y hasta la realización de este reportaje es algo que llamó la atención de muchos lectores de Horizonte.

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Un estudio sociológico realizado por Gino Germani varios años antes del reportaje con Jauretche, basado en una muestra de 2.078 varones encuestados en el área metropolitana del Gran Buenos Aires, demostró que era evidente determinado grado de antisemitismo “tradicional” o “ideológico” en todos los estratos sociales argentinos de 1962. Estos datos provocaron ansiedad en los cuadros dirigentes de la comunidad judía, que tendía a ver el antisemitismo como un fenómeno limitado a los círculos aristocráticos católicos. No obstante, Germani enfatizó que en las clases altas se trataba de antisemitas ideológicos, que tendían a traducir sus posturas teóricas en hechos prácticos. En cambio, en las clases bajas se trataba sobre todo de un antisemitismo tradicional, una asimilación pasiva de los estereotipos, cuyo significado psicológico no era necesariamente parecido al del antisemitismo de las clases superiores. Germani escribió sobre el temor de que los antisemitas de las clases altas intentaran aprovechar las “reservas peligrosas” de antisemitismo tradicional existente en el seno de los estratos populares. Otra investigación, realizada en Buenos Aires para la DAIA en 1967, bajo la dirección del sociólogo Joaquín Fischerman y basada en las respuestas de mil encuestados, hombres y mujeres, también señalaba la existencia de determinado grado de antisemitismo en todas y cada una de las capas sociales (Germani, 1962; Fischerman, 1967). Sin embargo, el comentario siguiente de Jauretche, que implícitamente acusaba a los judíos, por lo menos parcialmente, por la violencia manifestada en contra de ellos, provocó la ira de muchos. Según Jauretche, “las colectividades, a medida que son más cerradas, más demostraciones de hostilidad provocan”. Esta afirmación se hacía eco de viejas acusaciones sobre la incapacidad de la minoría judía, a diferencia de otras, para asimilarse a la nación. Finkelstein respondió en el número del 10 de diciembre del periódico sionista: Nosotros los judíos, conocemos este argumento de quienes pretenden abandonemos nuestra naturaleza de tales y nos asi-

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milemos a los pueblos en cuyo seno residimos. Pero la historia nos ha demostrado que esa hostilidad no se debe precisamente al hecho de ser cerrados. Y aunque así fuera, no sería el caso de la colectividad judía en Argentina.

Obviamente, Finkelstein utilizó la experiencia judeo-alemana para refutar los argumentos de Jauretche: los judíos alemanes abandonaron los ghettos en los que estuvieron recluidos a través de centurias, y se introdujeron entusiastamente en la vida cultural y social del país. Y fue precisamente en este momento en el que comenzaron a ocupar posiciones económicas, sociales e intelectuales, que se despertó la envidia y el recelo de la clase social que ellos desplazaban. Nació así en Alemania el antisemitismo clásico, que tuvo su más trágica expresión en el nazismo. Usted sabe muy bien, doctor, que Hitler investigó incluso a aquellas familias que ya tenían cuatro generaciones de cristianismo por haberse convertido sus mayores. Y los eliminó como lo hizo con el resto del pueblo. Ellos no se encerraban, ¿verdad?

A continuación, Finkelstein enfatizaba la integración de los argentinos de origen judío a la realidad nacional, mencionando a los “gauchos judíos”, esos colonos que habían trabajado las llanuras de Entre Ríos o Santa Fe. Enumeraba los aportes del cooperativismo judío, de los comerciantes y técnicos, intelectuales y artistas, y puso énfasis en los niños judíos que concurrían a la escuela nacional, siendo tan patriotas como los demás. Concluyó preguntando: “No le revela todo esto, Dr., que estamos integrados al país?”. Sin embargo, para marcar las diferencias de opinión, aclaró Finkelstein: “si por integración se entiende perder nuestra individualidad, desde luego que no estamos de acuerdo. Creemos que la integración jamás debe hacerse al precio de renunciar a nuestras individualidades”. Aquí, de hecho, Finkelstein ofreció una identidad con guión de judío-argentino o argentino-judío. Una formulación que pone énfasis en la identidad nacional (argentina) sin negar la posibilidad de una identidad diaspórica (judía). Este concepto, la base de las sociedades multiculturales, inclu-

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yendo la argentina, del siglo XXI, era foráneo para Jauretche y lo rechazó enérgicamente. En el número siguiente de Horizonte, publicado el 26 de diciembre de 1964 bajo el título “Sin prejuicios, sin odios, sin rencores”, Jauretche expresó su anhelo de que la colectividad dejase de ser judía para ser argentina y sostuvo: Si otro criterio hubiese primado con respecto a otras colectividades tan respetables y numerosas como las judías, este país no sería una nación, sino un campamento de colonias extranjeras. Aquello de “todos los hombres del mundo que quieran habitar el pueblo argentino” está condicionado a que quieran ser argentinos, plenamente argentinos como hombres y no como miembros de una colectividad. Importa una doble obligación: para los que ya son argentinos, la de no crear ninguna dificultad y facilitar la identificación de los descendientes de los inmigrantes sin hacer cuestión de raza, religión, ni idioma de los padres; pero importa también la obligación de facilitar la definitiva y total incorporación de sus hijos a cargo de los inmigrantes. Ya no hay en el país ítalo-argentinos ni hispanoargentinos, ni tampoco vasco-argentinos, como en mi caso. Aspiro a que tampoco haya judeo-argentinos.

Empero, el choque frontal entre ambos intelectuales tenía que ver con sus interpretaciones del sionismo como un movimiento de liberación del pueblo judío. Jauretche concedió que se trataba de un movimiento con estas características. Sin embargo, insistió en que: lo que es difícil de determinar es dónde el sionismo deja de ser un movimiento de liberación para ser un movimiento de aferramiento a otra nacionalidad en los países que se rigen por el jus soli. En este sentido y como argentino, repudio a los que se oponen a la identificación del judío argentino con el país por antisemitismo. Pero no me grato que se lo retenga dentro de otra estructura nacional. Y aclaro que no me refiero al sionismo sino como un movimiento nacional. La solución del sionismo sería el viaje a Israel, pero en Israel no caben todos los judíos del mundo. Debían haber buscado un territorio mayor, un país más grande, con mayores posibilidades de producción.

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Aquí nos encontramos frente a un fracaso de Jauretche para entender el significado del sionismo para muchos argentinos de origen judío. Pero, por otro lado, nos encontramos frente a una cierta coincidencia entre los dos interlocutores, por la que Finkelstein estaba instando a los judíos a dejar Argentina y trasladarse a Israel. De hecho, fue lo que hizo su hijo Daniel ese mismo año –1963– y lo que hizo él también a fines de noviembre de 1968. Finkelstein vivió en Israel más de treinta años y falleció en Jerusalén, en octubre de 2000, a los ochenta y nueve años. Sin embargo, la mayoría de los judíos en Argentina nunca se ha afiliado a las instituciones comunitarias y la mayoría de los afiliados tampoco ha optado por la emigración a Israel. De hecho, el sionismo no estuvo necesaria ni exclusivamente vinculado a la Tierra de Israel, sino que con frecuencia se trató de la creación de identidades étnicas en la diáspora. La actividad sionista en Argentina ha sido para muchos una estrategia que permite a los argentinos-judíos tener una madre patria similar a la de los ítalo-argentinos (Italia) y los hispano-argentinos (España). De acuerdo con esta formulación, apoyar el sionismo es la forma judía de ser típicamente argentinos. Así, por ejemplo, el trabajo de Arnd Schneider sobre ciudadanos argentinos que han obtenido pasaporte italiano a finales del siglo XX demostró que tener un pasaporte extranjero es fundamental para la identidad de la clase media argentina, no importa su origen (Schneider, 2000). Respondiendo a Jauretche y a su argumento acerca del tamaño físico de Israel y las limitaciones que eso impone sobre su capacidad de absorber a millones de judíos, Finkelstein insistió en que “no es un problema real pues está en condiciones de absorber muchísimos millones de judíos [...] y pocos países en el mundo revelan la misma ansiedad por recibir nuevos inmigrantes”. Más interesante aún, Finkelstein le ofreció a Jauretche – que siempre estaba preocupado por el concepto de espacio nacional, que consideraba había sido abandonado en el momento del nacimiento de la Argentina moderna y de la san-

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ción de la Constitución de 1853– repensar los límites geográficos nacionales. Para Finkelstein, Argentina está donde hay argentinos y donde se manifiestan expresiones culturales argentinas: Y algo más, Dr. Jauretche. Como argentinos podemos usted y yo hablar orgullosamente de los jóvenes aquí nacidos que viven en Israel. Yo los he visto: puedo asegurarle que con su trabajo dejan muy alto el honor de nuestra tierra. Han llevado allí consigo la lengua gaucha, la música, las tradiciones. No se asombre si alguna vez le relatan que se escucha un tango en el desierto de Neguev o una zamba en la Galilea. Pues ellos siguen siendo argentinos, jamás han dejado de serlo. Sienten el verdadero, profundo amor por esta patria, en la que jamás se han sentido extraños. De la que no huyeron. Yo los he visto cantar el Himno Nacional, en el corazón de Israel, el 25 de mayo y el 9 de julio. Pues su trabajo ha unido a ambas naciones y no existe ninguna contradicción. El trabajo de ellos en Argentina e Israel es lo que significa esta idea del sionismo. Y darse cuenta de que, al fin y al cabo, siendo un movimiento inspirado en la idea de liberación que usted mismo sustenta, es un socio natural de aquellos que, en el mundo entero, luchan por un mañana mejor.

Conclusiones

La década peronista fue un tiempo de transformación de significados y de fronteras de ciudadanía en Argentina. El país pasó por cambios profundos y las acciones gubernamentales contribuyeron a la promoción de un debate sobre la comprensión y conceptualización de la ciudadanía. En aquellos años, Argentina experimentó modificaciones en la representación política y, simultáneamente, iría transformándose hasta convertirse en una democracia participativa y en una sociedad multicultural. Las identidades étnicas se volvieron menos amenazadoras para el concepto de argentinidad. En lugar de fomentar el crisol de razas tradicional, el régimen otorgó una creciente legitimidad a las identidades-con-guión o identida-

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des múltiples, y puso énfasis en la amplia variedad de fuentes culturales sobre las que se cimentaba la sociedad argentina. De este modo, las autoridades concedieron un reconocimiento sin precedentes a las diferencias multiculturales. La sección judía del Partido Peronista, la Organización Israelita Argentina, conocida por sus siglas, abogaba por la integración social de los judíos mediante el peronismo y, a la vez, planteaba una declaración de identidad que subrayaba tanto su nacionalidad argentina como sus componentes identitarios judío y sionista. Bajo los auspicios del gobierno, contribuyeron a la articulación de nuevas identidades colectivas y desafiaron el viejo concepto del crisol de razas (Rein, 2015). En la Argentina pre-peronista había poco espacio para los no católicos a nivel del discurso público. Desde sus primeros días como Estado-nación independiente, los estadistas e intelectuales argentinos se preocuparon por la composición demográfica del país. Muchos compartían la idea de la necesidad de alentar la inmigración (“gobernar es poblar”, declaró Juan Bautista Alberdi a mediados del siglo XIX) para “blanquear” la población y garantizar el desarrollo y el progreso del país, pero no todos estuvieron de acuerdo respecto a quién podía considerarse argentino. Entre las élites liberales, aun los más acérrimos promotores de la inmigración acogían la idea del crisol racial. Se esperaba que todos los recién llegados, en especial quienes no eran católicos y/o tampoco europeos, abandonaran las costumbres e idiosincrasias que traían consigo de sus países de origen, para favorecer la nueva cultura que surgía en la sociedad de inmigrantes argentina. La idea de una Argentina esencialmente blanca, cristiana, descendiente de europeos era fundamental para los debates argentinos sobre la identidad nacional. Esta actitud y la presión por lograr una homogeneidad cultural y asimilación se agudizaban en particular entre aquellos vinculados con los sectores nacionalistas, católicos y xenófobos. Jauretche se adhirió al discurso nacionalista, marcando una brecha con el discurso del primer peronismo. Su sobrino Ernesto Jauretche perteneció a estos círculos nacionalistas.

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En 1967 fue uno de los fundadores, con Rodolfo Galimberti, de la Juventud Argentina para la Emancipación Nacional (JAEN) y, en 1973, se integró a Montoneros, que miraban al viejo Jauretche como una fuente de inspiración. Arturo Jauretche siempre prefirió no ser calificado de nacionalista, sino de hombre que poseía un “pensamiento nacional”. Sí reconoció su deuda hacia el nacionalismo de derecha, pero solo en cuanto al revisionismo histórico y a las denuncias al imperialismo inglés, así como por haberle enseñado que en Argentina hubo un “ocultamiento sistemático de la verdad”. En este artículo apuntamos a la similitud también con respecto a la actitud hacia los inmigrantes. Alternativamente, podemos ver a Jauretche como un heredero de las ideas intelectuales de la Generación del Centenario y de su nativismo anti-inmigratorio. Reconocidos autores como Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas o Manuel Gálvez glorificaron la figura del gaucho y mostraron su rechazo a las masas de inmigrantes y sus corruptoras influencias sobre la nación. Según esta visión, los recién llegados buscaban exclusivamente un beneficio material y no contaban con la espiritualidad inherente al gaucho, convirtiéndose pronto en meros peones que cultivaban el campo argentino. Lugones, el más xenófobo dentro de la tríada citada, incorporaba a esta actitud un giro antisemita, hasta el punto de denunciar que Buenos Aires se había convertido en una metrópolis deformada, algo así como una nueva Salónica. Más que un mestizo, la figura del gaucho vino a representar la oposición existente entre la ciudad portuaria, con sus inmigrantes europeos, y las provincias, asociadas con las tradiciones nativas. Dentro de la polémica entre Jauretche y Finkelstein, este último abogó por una identidad nacional basada en la constitución, la ciudadanía y otros símbolos estatales, mientras que en el primero resonaban los ecos de una argentinidad basada en la forma de vida rural del pueblo. Finkelstein ofreció una mirada renovada acerca de la argentinidad y el lugar de las distintas colectividades étnicas dentro de la nación argentina:

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En la Edad Media se exigía la uniformidad religiosa. Hoy ya se comprende que la Libertad de Cultos es un derecho fundamental. Nosotros aspiramos a forjar una sociedad futura en la que también la diferenciación cultural y nacional sean universalmente aceptadas.

Jauretche, por su parte, conservaba celosamente viejas ideas acerca del crisol de razas argentino: Los demás inmigrantes han dejado su historia atrás. Los judíos tienen la suya documentada en el libro más grande y antiguo. Pero italianos, españoles y franceses tienen la suya a la que no se consideran adscriptos sus descendientes empeñados en la tara de hacer esta modesta historia nuestra, que recién estamos comenzando. De otra manera y una vez escindido el país en descendientes de colonias extranjeras, terminaríamos por hacer de esta patria una especie de mar polinésico –un amontonamiento de ghettos en forma de islas– por entre cuyos canales andarían navegando los últimos gauchos vestidos de vigilantes, para impedir las peleas de isla a isla, o para vigilar las transacciones pacíficas de ghetto a ghetto. Y nosotros, los que somos el producto de la cruza de varias nacionalidades, que ha facilitado el ser una nación y no un agregado de minorías nacionales, carentes de ghetto propio, seríamos los parias, sin patria y sin isla propia.

Finalmente, mientras Finkelstein repensaba las fronteras y los límites geográficos argentinos, Jauretche seguía pensando en el espacio físico de la República diseñado en el siglo XIX.

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