Entre el museo y el teatro: Oportunidades didácticas en la entrada real de Ana de Austria en Madrid

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Bulletin of the Comediantes, Volume 61, Number 2, 2009, pp. 51-68 (Article) 3XEOLVKHGE\%XOOHWLQRIWKH&RPHGLDQWHV DOI: 10.1353/boc.0.0028

For additional information about this article http://muse.jhu.edu/journals/boc/summary/v061/61.2.laguna.html

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Ana María G. Laguna_______________________________________________________

Entre el museo y el teatro: Oportunidades didácticas de la entrada real de Ana de Austria en Madrid Ana María G. Laguna Rutgers University-Camden os FESTIVALES populares y políticos de la edad moderna han adquirido en las últimas décadas una inusitada estatura cultural. Críticos literarios e historiadores estudian espectáculos como los autos de fe, las mascaradas o los recibimientos reales atraídos por el carácter disciplinario, festivo, teatral y propagandístico de estas celebraciones.1 Para los estudiosos del teatro, el caso de la entrada real resulta especialmente atractivo por demostrar cómo un espectáculo que se constituye principalmente como un instrumento político—la afirmación del poder real—produce a través de sus ritualizadas procesiones y representaciones una gran metamorfosis colectiva, un gran teatro del mundo. A pesar de que en su escenario se mantienen rígidas las jerarquías— dado que la actuación de cada personaje viene determinada por la del gran protagonista, el rey—las distinciones sociales a menudo se confunden entre el público asistente (Pizarro Gómez 122). Independientemente de sus gradaciones sociales e intelectuales, la población hecha audiencia se cohesiona en la contemplación y preparación del espectáculo. Ciudadanos de todos los estamentos se unen en la celebración y preparativos del acto, decorando balcones y ventanas, y asistiendo a los eventos asociados con el fasto, tales como los juegos de cañas y sortijas, o las corridas de toros. Mientras que la conversión de la ciudad en teatro se materializa el día de la entrada, la transformación del espacio urbano en taller artístico transciende la concreción de esta fecha. En los meses anteriores y posteriores al evento, ciudadanos de cualquier estamento social se convierten en testigos privilegiados del trabajo de los grandes artistas de la corte. Para el contento popular, las obras que elaboran estos artistas quedan a menudo expuestas en plazas y calles una vez concluida la celebración real. En la entrada de la reina Ana en Madrid (1570), por ejemplo, un grupo de esculturas, que representaba el juicio de Paris, quedó expuesto en la Plaza del Salvador, abierto al público para que se pudiera caminar entre sus figuras y leer el diálogo en sus inscripciones. La escena, en la

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que la reina Ana resulta vencedora (Paris tiende la manzana hacia esta esperada espectadora) se mantuvo expuesta hasta que el tiempo estropeó sus materiales efímeros.2 Hasta ese momento, esta plaza, como el resto de las calles y avenidas escogidas para el recorrido, se convierte así en una suerte de museo callejero con el que regalar al monarca y de manera indirecta—pero más prolongada—al ciudadano. Estas páginas se proponen elucidar la originalidad y transcendencia de este particular museo con el fin de recuperar el vínculo que establece entre la alta y baja cultura visual renacentista. Mientras un nuevo impulso crítico explora la abundante alusión a las bellas artes en autores como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Calderón, adscribiendo la plasticidad de sus obras a peregrinajes artísticos, o a su amistad con los grandes artistas y coleccionistas del Siglo de Oro, una escasa atención crítica ha considerado el impacto que el arte de la alta cultura parece haber ejercido en estos festejos públicos.3 Sin embargo, las oportunidades para admirar arte en vivo resultan esenciales para que según el historiador Fernando Checa Cremades se propiciara a finales del siglo XVI y principios del XVII el surgimiento de un nuevo tipo social: el aficionado al arte (Morán y Checa 231). Según Checa, este nuevo personaje social queda plenamente constituido dado que a finales del 1500: [S]e comenzaban a recoger los frutos de la educación humanística planteada en el siglo anterior; proliferan las academias que siguen los modelos manieristas, surgen los tratadistas de pintura e incluso la referencia [pictórica] comienza a ser habitual en escritores como Lope de Vega, Góngora y Quevedo. Sin duda, este ambiente estaba provocado por la continua contemplación de pinturas. (234) La gran revelación que entraña este gusto por la contemplación artística no es que sea mayoritaria entre la nobleza que rodea (e imita) los gustos artísticos del rey, sino que sea una actitud también practicada entre los menos privilegiados. Mientras el gusto de la nobleza y la burguesía por conseguir originales o copias de gran calidad se materializa en las soberbias colecciones de Juan de Soto, Antonio Pérez o el Duque de Alcalá,4 este afán coleccionista empieza también a practicarse a baja escala, gracias a un gran número de pintores, llamados “de tienda,” capaces de satisfacer la enorme demanda que surge de las clases sociales inferiores. Tal y como declara Alfonso Pérez Sánchez, “existieron, desde luego, lugares donde se vendían lienzos para atender a devociones domésticas, simples deseos de decoración o de posesión de modestas imágenes del poder real, pero todos los testimonios apuntan a que estas tiendas tenían un carácter menor” (Pérez Sánchez 29). Precisamente por este carácter humilde, resulta significativo el

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ingente número de registros, compras y encargos de obras no religiosas— tales como los bodegones, paisajes, y batallas—ya consideradas dignas de colección y/o reproducción. De hecho, a veces, el arte ni siquiera tiene que comprarse para admirarse o comentarse. Que la pintura se convierte en cotidiana referencia social y cultural a principios del 1600 lo evidencia una obra como el Persiles, en cuyo cuarto libro el narrador comenta: Y sucedió que, pasando un día por una calle que se llama Bancos, vieron en una pared della un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta, y, apenas la hubieron visto, cuando conocieron ser el rostro de Auristela, tan al vivo dibujado que no les puso en duda de conocerle. (437; énfasis mío) Retratos como el referido fueron característicamente producidos a raíz de celebraciones como las entradas reales. En la proyectada entrada de Ana de Austria en Ribadeo—que nunca llegó a realizarse debido a un cambio de programa de última hora—la muralla de la ciudad había sido pintada en su totalidad con retratos similares. El reclamo y subtexto artístico en las celebraciones políticas ha sido a menudo notado, aunque no siempre estudiado en detalle. La relativa falta de atención parece deberse a la creencia de que la naturaleza efímera de estas celebraciones condiciona su supuesta escasa calidad artística. El análisis de la entrada de Ana de Austria en Madrid el 26 de Noviembre de 1570 permite desacreditar esta idea. El uso o la explícita referencia que hace este festejo de algunas de las obras de arte más representativas del renacimiento europeo se convierte en prueba de la incidencia que tiene la cultura pictórica del siglo XVI en este tipo de festejos. A través de copias de selectos retratos y esculturas, el festejo despliega una apoteósica alegoría política de Felipe II, a través de una no menos espectacular celebración artística.5 El resultado final del cortejo—y del relato del cronista que lo recoge y amplifica, la “Relación de la Entrada de la Reina Ana en Madrid”—atestigua la naturaleza híbrida de este espectáculo a medio camino entre el teatro y el museo callejero. Los efectos de este despliegue político e iconográfico crean así nuevos nexos entre palabra e imagen, y cultura alta y baja, reconciliando el deleite popular con el estricto programa político. Écfrasis y representación: Genealogía de un simulacro Mientras en la Edad Media española la celebración de la visita de un monarca consistía en un sencillo homenaje presidido por las autoridades locales, a partir

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de los siglos XIV y XV—en gran manera gracias a la acumulación del poder en manos de los Reyes Católicos—la entrada pasa a convertirse en un espectáculo de primera magnitud con la que la villa ofrece o renueva sus votos de fidelidad a la autoridad real (De Andrés Ríos 50-51). Existen, por supuesto, variaciones a este principio general; la entrada de Ana de Austria en Burgos (1570), por ejemplo, no se construyó a partir de la glorificación de la casa real, sino de la reivindicada gloria local de los héroes de la ciudad. Igualmente particular resulta la entrada de Felipe III en Lisboa (1619), usada para pedir que se mudase la capital del imperio a esta ciudad portuguesa (Pizarro Gómez 123-27). En general, no obstante, tanto en España como en sus virreinatos, la entrada constituye un espectáculo al servicio de grandes intereses monárquicos.6 El gran dispendio económico que supone es normalmente sufragado—a pesar de sus penurias—por las autoridades locales que intentan amortizar la inversión en la memoria social e histórica a través del encargo de una “relación.” Las relaciones surgen en el siglo XV en forma de carta y se consolidan a mediados del XVI a través de lo que José Antonio Maravall denominó una profusión monstruosa del género (v. Maravall 71-79). Escritores de la talla de Lope de Vega (Relación de la doble boda de Felipe III con Margarita de Austria e Infanta Isabel Clara Eugenia con Archiduque Alberto [1599]), Juan Ruiz Alarcón (Recibimiento del Príncipe de Gales por encargo del Duque de Cea [1623]) o aparentemente Cervantes ([atribuida] Relación de lo sucedido en la ciudad de Valladolid, desde el punto del felicísimo nacimiento del príncipe don Felipe [1605]) practicaron estos géneros e incluso participaron en la organización de los festejos que describen.7 Sin embargo, y en un periplo al más puro estilo barroco, las descripciones de muchas de estas relaciones que a veces sirven como referencia a futuras entradas pueden ser totalmente ficticias. Tómese por ejemplo el caso de la “Entrada de Felipe II en Amberes” en 1549. La espectacularidad del recibimiento descrito por Juan Cristóbal Calvete de Estrella, en El felicíssimo viaje de el mui alto y muy poderoso príncipe don Phelipe, hijo del emperador don Carlos Quinto Máximo, desde España a sus tierras de la Baja Alemania, 1552, parece tener poco que ver con el acontecimiento histórico en sí. Al menos en Amberes, ni al entonces príncipe Felipe le fue posible entrar gloriosamente en la ciudad—la lluvia y las temperaturas desapacibles lo impidieron—ni a los organizadores les fue posible levantar todas las grandiosas estructuras arquitectónicas referidas en el texto. Ajena a esta ficción, no sólo fue esta Relación la referencia elegida para preparar la entrada a la reina Ana en Madrid, sino que sería a su vez tomada como modelo para la de Margarita de Austria (también en Madrid) en 1599 (Cardiñanos Bardeci 183). Críticos literarios e historiadores tienen bien presente esta mezcla de realidad y ficción a la hora de aproximarse a estas crónicas marcadas por el clientelismo y la presión emulatoria (Marín Cepeda 162). Mientras durante

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el siglo pasado se estudiaban como una ilustración fiel de la realidad de los siglos XVI y XVII, su valoración hoy viene determinada por cómo texto y evento construyen la idea de autoridad y legitimidad monárquica. Dado que en la entrada, esta construcción se realiza de manera óptica, a través de las implicaciones alegóricas y emblemáticas del cortejo, la relación mantiene presente esta importante dimensión visual. De hecho, la visualidad del texto no viene sólo dada por sus constantes descripciones de emblemas y alegorías, sino por asentarse en la básica premisa de que al ser una descripción recogida por un testigo ocular de los hechos, constituye una representación fiel de los mismos. Resulta por tanto revelador de este supuesto el constante subtítulo de “verdadera” que aparece en gran número de estas composiciones.8 Atentos a estos mecanismos visuales y narrativos, Walter Mignolo, Rolena Adorno y John Slater han estudiado el énfasis descriptivo del discurso histórico del Siglo de Oro. Historiadores tan significativos como Luis Cabrera de Córdoba intentan trascender la palabra escrita en narraciones que “no parece que se describen, sino que se hazen a la vista … como pintadas” (cit. por Slater 221). La dimensión visual de las relaciones, por tanto, no puede separarse del énfasis ocular con que el discurso histórico intenta garantizar la autenticidad de su narración (v. Slater 119-20). En un momento de crisis y profunda desconfianza de la historia como disciplina, Cabrera lamenta como algunos “llamaron históricas narraciones a sus escritos, llenos de fábulas y su argumento de cosas fantaseadas, siendo fabuladores y no historiadores” (44); Cabrera por ello recuerda que “no ay duda, sino que a los que intervinieron en las expediciones…y se hallaron presentes en los hechos se les ha de dar más crédito” (45). En las relaciones, sin embargo, el cronista no sólo se utiliza este alegato presencial y ocular como legitimación histórica, sino que también explota la dimensión lúdica del espectáculo. La relación atribuida a Cervantes asegura, por ejemplo, cómo el cortejo real y festivo resulta en una “invención agradable por la sustancia y por la vista” (Relación 216). Para el crítico contemporáneo interesado en la cultura visual del Siglo de Oro, el subtexto ecfrástico de las relaciones no sólo refuerza la conexión entre verosimilitud, descripción e historicidad, sino que también informa de los esquemas cognitivos y representacionales de esta cultura. Al explicar cómo se lee una imagen y lo que significa, o dónde se coloca un cuadro y cuál es la inscripción que le acompaña, el autor de la relación proporciona al lector moderno valiosa información sobre la naturaleza y percepción de estas narrativas visuales. Como señalan Sagrario López Poza, Begoña Camosa Hermida y Antonio Espigares Pinilla, “A pesar de que se suele asociar la presencia de imágenes emblemáticas en la fiesta pública más con el siglo XVII que con el del XVI, cada vez se está haciendo más patente que fue precisamente en los festejos públicos donde se introdujo a los españoles en el hábito de asociar imagen con palabra explicativa, antes de que aquí,

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en España, se editasen los libros de emblemas” (López Poza et al. 21). Independientemente de cuán literales o verdaderas resultan estas relaciones, estos textos atestiguan la unión de palabra e imagen que tiene lugar en las constantes inscripciones—en latín y en castellano—con las que se adornan cuadros, estatuas, frisos y arcos.9 Aunque el recorrido se enriquece a través de tales inscripciones, el mensaje básico del evento aparece, primordialmente, visualmente codificado para una audiencia analfabeta. Tal y como comenta el influyente teólogo contrarreformista Jan Vermeulen Molanus (1533-1585), “las letras levantan los ojos de la consideración a los sabios, mas las imágenes a los ignorantes y los sabios.”10 No en vano, el Concilio de Trento había reafirmado y potenciado el valor didáctico de la imagen,11 un valor que la dinastía de los Habsburgo había sabido explotar magistralmente en su política. Los Austrias según Leoni: Representación de una monarquía La apología política de la entrada de la Reina Ana en Madrid resulta especialmente relevante dadas las ansiedades de la corte española en 1570. Habiendo perdido al príncipe heredero sólo dos años antes, Felipe II es consciente de la necesidad de consolidación de la monarquía. Consecuentemente, explotando las connotaciones etimológicas de su nombre, el cortejo recibe a la reina como la nueva esperanza dinástica, intentando reinscribir la imagen de rey justo y magnánimo tras los escándalos de ese trágico 1568. A la muerte del príncipe Don Carlos se habían añadido la de la joven reina Isabel de Valois, la de Juan de Escobedo y las ejecuciones de los Condes de Egmont y Hornes. Rumores—hechos certezas en el caso de los Condes—sobre la responsabilidad del rey en todos estos fallecimientos transcenderían famosamente las fronteras peninsulares.12 Aunque los miembros del Consejo Real parecieron haber estudiado cuidadosamente cómo neutralizar las asociaciones negativas al rey en el cuidado programa ideológico del festejo, como ha demostrado Mercedes Carrión, ni siquiera un festejo tan marcadamente propagandístico puede escapar al impulso subversivo. Carrión ha notado el hecho de que, al menos en la entrada de Ana en Burgos, los comediantes interpretan en honor a la reina una adaptación libre y significativa de la historia de Oriana—la conocida amante de Amadís. Demostrando las ansiedades maritales e imperiales que rodean a esta también tremendamente joven reina (como en el caso de Isabel de Valois, el desfase de edad entre Felipe y Ana rondaba los veinte años), la comedia, lejos de mostrar a Ori-Ana como una damisela en apuros, representaba el momento en el que una princesa rechazaba la propuesta de matrimonio de un emperador (Patín). En una batalla naval, los seguidores de la libertad de Oriana derrotaban a las fuerzas imperiales de Patín y permitían que la princesa escapara de su forzado matrimonio. La relación que nos ha llegado de la entrada de Ana en Madrid

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guarda un conveniente silencio sobre esta representación. A pesar de describir una batalla naval, las omisiones sobre el argumento impiden al lector corroborar si la misma obra se había presentado en Madrid. El recibimiento en la capital imperial parece contar con una carga menos subversiva. Al menos así se desprende de la descripción que hace el humanista—maestro de Cervantes—López de Hoyos, autor de la relación y encargado del diseño alegórico de la procesión. Desde las primeras páginas, Hoyos se concentra en la descripción alegórica, artística y estructural del recibimiento. Aduce que su texto intenta “dar a entender lo mucho que esta Real y coronada villa de Madrid . . . se ha aparejado para su real recibimiento con grandes y soberbios gastos e industria” (5). Para ello, asevera hiperbólicamente, se han usado de “los más raros artífices que en nuestros tiempos conocemos” (5, 63). La exageración queda un tanto justificada por el calibre del espectáculo. La dirección artística queda encomendada al escultor y artista probablemente más reconocido en el último tercio del siglo XVI español: Pompeo Leoni (1533–1608), hijo del gran León Leoni (1509-90).13 La ejecución corre de la mano de los artistas más destacados del panorama peninsular: Alonso Sánchez Coello, Diego de Urbina, Rómulo Cinciato o Juan Becerra, entre los pintores, y Lucas Mitata, Andrés Mantuano y César de Sabierno entre los escultores. En total el equipo liderado por Leoni cuenta con más de 500 artistas (Cardiñanos Bardeci 187). Como responsable del recorrido, Pompeo decide vertebrar su itinerario artístico con tres grandes arcos del triunfo. Las tres grandes estructuras, verdaderos núcleos temáticos, se sitúan en enclaves estratégicos de la ciudad. El primer arco, dedicado a la reina Ana y a la dinastía de los Habsburgo, se levanta en la Carrera de San Jerónimo, junto al Hospital General (hoy Plaza de las Cortes). El segundo, dedicado a los dominios de la corona (especialmente las Indias), se sitúa en la Plaza de Sol. El tercero, en la Calle Mayor, se consagra enteramente a la figura de Felipe II. Los tres denotan un diseño clasicista que parecen responder al deseo de convertir Madrid en una nueva Roma (Espigares Pinilla 194). Leoni pareció inspirarse en el Foro Romano, tomando como claras referencias al menos dos de sus arcos, el Arco de Constantino para el primer arco efímero, y el de Tito para el segundo. Dentro de cada uno de estos arcos, los pintores y escultores del festejo exponen selectas decoraciones, relieves y pinturas, denominadas “grisallas”— por estar realizadas exclusivamente en tonos de gris, blanco y negro. Con ello, se consiguen imitar y resaltar los relieves escultóricos o arquitectónicos en que se encuadran. Para dar una idea de la magnificencia del recorrido artístico y arquitectónico, puede decirse que sólo en el nivel del primer arco, Hoyos describe dos esculturas, dos grisallas medallones y dos grisallas cuadros—retratos, como veremos, de Carlos V. En el segundo nivel, aparecen dos esculturas y otras tres grisallas con las que se proporciona una genealogía

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Figura 1.  Anverso del arco primero, de San Jerónimo (Jiménez Garnica 45).

visual de la casa de Austria. Ana María Jiménez Garnica, Isabel Velázquez Soriano, Antonio Espigares Pinilla y Consuelo Gómez López han reconstruido la apariencia de este arco: En el reverso de esta estructura, Hoyos señala una pintura del dios Pan y la diosa Ceres en el primer cuerpo y otros dos medallones-grisallas y otros dos cuadros alegóricos en el segundo. Hoyos no siempre describe estas pinturas en detalle, limitándose a veces a indicar que representan valores como la clemencia, o la fidelidad. A pesar de que las grisallas se consideran obras de menor valor artístico, resulta difícil establecer su auténtica valía y calidad. Un gran número de ellas constituyen copias de obras más famosas. Véase, por ejemplo, la copia que hace Blas de Prado de un retrato de Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, pintado por Sánchez Coello [Figs. 2 y 3.]. A pesar de que en la Relación de 1571, Hoyos en ningún momento de su narrativa especifica de qué originales son copias, sus detalladas écfrasis proporcionan al lector amplia referencia. Así, el texto describe en posición central del primer arco un cuadro en el que: El emperador César Carlos Quinto, máximo rey de España, católico, piadoso, felice, augusto, habiendo entre el río Rhin y Albis, venciendo a los impíos capitanes y habiendo pasado de aquella otra parte del río Albis, las lacras banderas y estandartes de la cruz levantando grandes trofeos, destrozados, vencidos, y desbaratados los ejércitos de los rebeldes, y habiendo subjetado que aquellas bellísimas y fuertes naciones grandísimas gracias a Dios, habiendo consagrado y dedicado grandes memorias y tiempos a la virtud y santa fé católica. (38)

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Figura 2.  Alonso Sánchez Coello. Isabel Clara Eugenia. 1570. Museo del Prado. Cortesía del Museo del Prado.

La descripción parece referir significativamente a uno de los retratos preferidos del emperador y de Felipe II, La batalla de Mühlberg de Tiziano [Fig. 4.], copiado incesantemente durante el siglo XVI y XVII [Fig. 5.].14 Tiziano muestra al emperador volviendo de una de sus grandes victorias sobre la liga protestante que el mismo emperador asociaría con la de un César cruzando el Rubicón.15 El mismo Coello, autor de esta grisalla, había pintado varias veces el cuadro (en copias todas ellas perdidas). Ahondando en el tema de la victoria sobre el rebelde protestante, el mismo arco cuenta con otras obras icónicas de la imaginería austríaca. Como se aprecia en la Fig. 1., presidiendo el arco primero se sitúa una escultura descrita como un Triunfo de nuestra España, en el que aparece una alegoría del país:

Figura 3.  Blas de Prado. Grisalla. Infanta Isabel Clara Eugenia. Mueso de Santa Cruz de Toledo. Cortesía del Museo de Santa Cruz.

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[M]uy alegre tenía debaxo de los pies la Heregía, que parecía una vieja fiera y desforada que echava por los ojos y boca llamas de fuego. Ésta tenía una gruessa cadena a la garganta, la qual tenía España con la mano derecha fuertemente apretada…Esta era estatua de grande majestad y disposición de treinta pies de alto, toda dorada de arriba abajo. (FF 54v-55r) Críticos como Antonio Espigares Pinilla han notado las obvias coincidencias entre esta representación y la famosa composición de León Leoni Carlos V y el furor (1550-53). Mientras la imagen de esta España—como vieja fiera con ojos de fuego— parece estar influenciada por la emblemática de Ripa, la estructura de la obra se identifica explícitamente con la escultura de Carlos V. La inscripción del pedestal de la estatua, transcrita por Hoyos, confirma esta identificación y la adapta ahora al hijo del emperador: Con el favor, ayuda y socorro del omnipotente Dios, muy alegre España, refrenando fuertemente con la justicia y fortaleza de Philippo a la furiosa heregía, que ya casi por toda la Europa pretendía destruir la política y el gobierno particular de cada uno, y hazer la guerra a la equidad y valor y sanctidad y sinceridad de nuestra sancta fé católica, y totalmente derribar y destruir la razón y vínculo del amor y amistad universal, illustrísimamente triunfa en esta tan felice y dichoso día. (Fol. 55; énfasis mío)

Figura 4.  Tiziano. La batalla de Mühlberg. 1548. Museo del Prado. Cortesía del Museo del Prado.

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Figura 5.  Anthony van Dyck. Retrato ecuestre de Carlos V. 1620. Galleria degli Uffizi. Reproducido con permiso.

La herejía en esta composición es ahora el enemigo encadenado. Carlos V y el furor estaba también asociada con una victoria del emperador sobre el hereje, en este caso, la liga rebelde alemana. La imagen, al estar encargada en 1547, tres años después de la batalla de Schmalkalden, constituía oficiosamente un emblema de la victoria imperial contra el protestantismo (v. Checa 137). Oficialmente, sin embargo, la escultura simbolizaba un propósito distinto. Según León Leoni (autor de la pieza), la obra había sido inspirada en un conocido pasaje de la Eneida (v. Trevor Roper 32 y Checa, Carlos V 140): “dirae ferro et compaginabus artis / Claudentur Belli portae; / Furor impius intus / Saeva sedens super arma et centum vinctus aënis / Post tergum nodis fremet horridus ore cruento” (Virgilio 1.291–96) [las terribles sanguinarias puertas de la guerra se cerrarán con hierros y apretadas trabas; dentro, el impío Furor sentado sobre sus crueles armas y atadas las manos detrás de la espalda con cien cadenas, bramará espantoso con sangrienta boca 933)]. Como Virgilio celebra a Augusto, León Leoni elogia al emperador Carlos V por traer paz al mundo a través de la supresión de la violencia que representa la figura encadenada. Fernando Checa ha señalado la dificultad de aceptar la interpretación de Leoni que considera a esta escultura como una alegoría de la paz. Al fin y al cabo, la imagen ofrece una representación emblemática de una victoria bélica, ya que muestra a un enemigo vencido, postrado, ensangrentado y encadenado (Checa, Carlos V 139; véase Laguna, cap. 4). El Triunfo de España que Pompeo dedica a Felipe II usa desde luego esta connotación poco pacífica. La escultura del arco efímero elimina cualquier tipo de ambigüedad al representar la erradicación del rebelde protestante en los territorios españoles. El programa bélico de Felipe II se explora en detalle en el arco tercero, presidido por una imagen más serena del rey. Mientras en los cuerpos

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inferiores se presentan alegorías de las virtudes del rey—en diálogo las unas con las otras—el tercer cuerpo muestra una escultura de Felipe II sentado, “armado y togado a la antigua” (Fol. 115v). Al lado derecho del rey aparece Apolo, junto a una alegoría de la Templanza, presentando en un cuadro el triunfo de la fe católica. Al otro lado, Marte y otra alegoría de la prudencia presentan otra pintura de la conquista de Malta. Hoyos describe los cuadros colaterales de este cuerpo como “dos ficciones poéticas bien acomodadas a los triumphos y magestad del Rey, nuestro señor, en las quales se representan la potencia y valor de Su Majestad en dissipar los males y . . . reprimir los vasallos rebeldes en todos sus estados, assí de España como de las Indias, Flandes, Milán, Nápoles, y todos sus reinos, estados, y señoríos” (Fol. 186r). El hecho de que estas imágenes aparezcan enmarcadas en la presencia de un rey sereno resulta significativo. Primero, porque la composición de este grupo escultórico parece hacer referencia directa a la Visita de la reina de Saba a Salomón, un cuadro pintado por Lucas de Heere (1534-1584) en Gante en 1559 [Fig. 7]. La obra había sido encargada por el embajador Viglio van Aytta para adornar la catedral de Gante durante la celebración de un capítulo de la Orden del Toisón de Oro al que asistiría Felipe II (Checa, Felipe II 102). La pintura, muy popular a finales del siglo XVI, transcribía visualmente la identificación de Felipe II con Salomón, al presentar a este rey mítico con la apariencia del príncipe español [Fig. 7].16 La recurrente identificación de Felipe con Salomón pretendía identificar la equidad y la justicia de ambos monarcas.17 Dice por ejemplo Baltasar Porreño en sus Dichos y hechos del señor rey Don Felipe

Figura 6.  León Leoni. Carlos V y el furor. 1550-53. Museo del Prado. Cortesía del Museo del Prado.

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Figura 7.  Lucas de Heere. Visita de la reina de Saba a Salomón. 1559. Catedral de Gante.

II que “jamás se vio en el mundo ni la gente con más sosiego, ni sus estados con más paz, ni los pobres más amparados, ni los poderosos más reprimidos que en su tiempo. Porque con la vara de su justicia lo tenía todo allanado de manera, que como en el tiempo de Salomón” (158). Hoyos enfatiza en su texto esta asociación—y la alusión al cuadro de Heere—al aseverar que Felipe II recibe a la reina Ana tal y como el rey Salomón recibió “aquella venida de la reina de Saba, que vino a Austro a ver y gozar de la sabiduría y riquezas de Salomón” (Fol. 74). Mientras que la mención de la reina de Saba en relaciones como la de Calvete de la Estrella y en la pintura de Heere demuestran la sabia utilización de referentes clásicos en la maquinaria propagandística de los Habsburgo, la imagen en la narrativa de Hoyos revela además la incidencia de la pintura en el diseño de espectáculos reales como esta entrada.18 La asociación del rey Salomón con Felipe parece materializarse en el recorrido con un propósito añadido; al situar a ambos lados de un Felipe sereno y justo los cuadros de sus campañas militares, las imágenes de estas conquistas y supresiones bélicas quedan codificadas como ejercicios justos y necesarios. Para Ana María Jiménez Garnica, estas cuidadas alusiones—visuales y textuales—cumplían la misión de persuadir del necesario uso de la fuerza a “las delegaciones extranjeras con los argumentos reales y, en concreto,

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a los nobles de los Países Bajos, cuyas recientes insurrecciones contra el gobierno del Duque de Alba habían culminado en los públicos y ejemplares ajusticiamientos de los condes de Egmont y Hornes, que se alejaban notoriamente de ideales tan civilizados” (242). El propósito propagandístico, sin embargo, no parece haber resultado convincente. Mientras, según la crónica de Hoyos, este programa político e iconográfico—común a otras entradas de Ana, como la de Segovia—parece haber sido bien recibido por el público local, no deja de ser severamente criticado por los observadores extranjeros. Al contemplar la ilustración de las victorias de la “India, Granata, Flandia, Malta” a manos de un Felipe declarado “invencible” (Philip Invictis Victoriae), Lamberto Wyts, un testigo ocular flamenco, lamentaba en su Viaje por España la hiperbólica “presunción de los españoles al querer decir que el rey había hecho la conquista de Flandes y Malta” (335). El mismo Wyts también notaba tristemente como en estas imágenes había “muchas cosas odiosas de ver para los del país [Flandes]” (336). Desligado de esta crítica, Hoyos elogia el dramatismo y realismo de las imágenes. Para él, el valor de las escenas de Pompeo Leoni, como las pinturas de Coello, parece recaer en el hecho de que sean representaciones vivas, por ser “retratos llenos de gracia y realismo, hasta el punto que casi parecen hablarnos” (44). En la mayor parte de las ocasiones, Hoyos sólo puntualiza este realismo alegando la laboriosa minuciosidad de la imagen (“muy bien acabada”). Sería difícil argüir que las intenciones críticas o artísticas de Hoyos vayan más allá. A diferencia de Vasari, por ejemplo, Hoyos no parece saber cómo integrar en su texto detalles técnicos o anecdóticos. La falta de profundidad artística a menudo intenta compensarse con excursos humanísticos gratuitos que revierten en palpable plagios a la Hieroglyphica, siue De sacris Aegyptiorum, aliarumque gentium de Pierio Valeriano, a la Emblemata de Alciato o la Hieroglyphica de Horapollo.19 Aunque superficiales y repetitivos, los comentarios de Hoyos sobre la pintura señalan algo más que sus limitaciones artísticas, por atestiguar el peso del emergente referente artístico en el espacio narrativo y escénico de estas celebraciones. A través del diseño, la ejecución y la descripción de esta entrada real, Hoyos, Leoni y el cortejo en sí confirman cómo las artes visuales se habían convertido en referencia necesaria para el discurso histórico, literario y parateatral de finales del siglo XVI. Convertido en una suerte de museo callejero, el recorrido de este espectáculo reproduce y explica—en nombre de los intereses reales—algunas de las grandes obras maestras de la pintura y escultura renacentista. Aunque se ha asumido que las “grisallas” o copias que realizan los pintores de corte para este tipo de eventos no son normalmente de gran calidad, el hecho de que un coleccionista como Pompeo Leoni comprara aquellas que Coello había realizado para la entrada aquí estudiada desacredita esa creencia.20 Incluso

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con las limitaciones de estas copias, y las restricciones de tiempo y espacio de su naturaleza efímera, la entrada de la Reina Ana parece haber creado una meritoria oportunidad didáctica para la comprensión y admiración del arte y sus alianzas políticas a finales de los 1500. Mientras se ha hablado generosamente sobre el uso de la imagen como vehículo conceptual que—especialmente tras Trento—hacen los órganos de poder político y religioso, apenas se ha explorado el efecto didáctico y potencialmente subversivo que conlleva el uso del material iconográfico en las celebraciones populares del Siglo de Oro. Tal y como los autos sacramentales ayudaron a la población a asimilar, si no siempre a entender, los nuevos principios tridentinos, el museo callejero de entradas como la de Ana de Austria llevó al público asistente un contacto y entendimiento más directo, si no más profundo, del valor de la pintura. El estudio artístico de los festivales populares y parateatrales permite crear nuevas equivalencias sobre el tono cultural de la sociedad temprano moderna española. El hecho de que estos cortejos utilizaran la alusión artística más elevada demuestra cómo la referencia y cultura visual del ciudadano medio no depende sólo del limitado acceso a las colecciones reales o particulares, ni del indiscriminado poder adquisitivo a la copia modesta. Gracias a las ansiedades imperiales, la convivencia del individuo con el arte en este tipo de festejos es constante, comunal, y gratuita. Como el teatro, el arte aparece así convertido en referencia cotidiana del capital cultural aúreo.

Notas 1. Para una introducción breve del tema, véanse Lobato y García. Con respecto a la entrada de la reina Ana, consúltense Jiménez Garnica, Valdovinos, Espigares Pinilla y Cardiñanos Bardeci. 2. López de Hoyos, Real Apparato, y Sumptuoso recebimiento con que Madrid como casa y morada de Su Majestad recibió a la serenísima reyna D. Ana de Austria. 1572. Fol. 224r. Existe una edición facsímil (Madrid: Ábaco, 1976) incompleta, faltando toda la descripción del tercer arco. En el texto, me referiré a ambas. 3. Véase Bass, Camamis, Dudley, De Armas, Laguna, Martin. 4. En 1613 un abogado como Melchor Guerrero era capaz de adquirir una docena de originales italianos y flamencos (Checa 232). Felipe de Guevara (?–1560) describe cómo un amigo de escaso presupuesto y gusto artístico puede permitirse la compra de 24 pinturas en Amberes (citado en Laguna p.129, nota 20). 5. Como señala Ana María Jiménez Garnica, la decoración artística y epigramática de la entrada de Madrid resulta mucho más importante que otras del recorrido de la reina como Burgos y Segovia, a pesar de que las nupcias con Felipe II tuvieron lugar en esta última ciudad (“Funcionalidad” 226). 6. El espectáculo es similar en el territorio americano. Para la legitimización del poder del virrey y la participación nativa en el espectáculo, véase Ferré 73-87. 7. Aunque subsiste la controversia sobre la atribución a Cervantes de la “Relación de lo sucedido en la ciudad de Valladolid,” López de Hoyos, maestro de Cervantes, agradece explícitamente la ayuda y colaboración de su caro alumno en la composición de la Relación de las exequias de la reina Isabel de Valois (Jiménez Garnica, “Funcionalidad” 231n13). 8. Como atestiguan la Relacion verdadera del recibimiento que hizo la ciudad de Segovia a la magestad de la reyna nuestra señora doña Anna de Austria en su felicissimo casamiento (1534)

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de Francisco de Xerez, la Relacion verdadera del recibimiento que hizo la ciudad de Segovia a la magestad de la reyna nuestra señora doña Anna de Austria en su felicissimo casamiento (1572) de Jorge Báez de Sepúlveda, o la anónima Relacion diaria verdadera de lo sucedido en el viage de la Reyna María Luisa desde 20 de Setiembre que salio de la Corte de Paris hasta 25 en que Su Magestad quedava en la ciudad de Orliens (1679). 9. Para un estudio epigráfico de esta Relación, véase Jiménez Garnica 225-48. Para una lectura iconográfica completa del programa, consúltese Montoya 91-105. 10. De Historia SS. Imaginum. 1570. Lib. 2.18, 61. 11. Montaner 5-14. Consúltese García Arranz y Saravia 139-52. 12. Los rumores se consolidarían después de la mano del príncipe Guillermo d’Orange en su Apología (1581) y de Antonio Pérez en sus famosas Relaciones (1598). 13. Los detalles de las obras se conservan gracias a los múltiples pleitos interpuestos a Leoni. Véase Cardiñanos Bardeci. 14. Coello se refiere en sus cartas al menos a tres copias de este retrato. Véase Mulcahy 775-77 y Schneider 125. 15. Así lo describen las Memorias del emperador. Véase Laguna 110-15. 16. Para la influencia de este cuadro en Hoyos, véase Espigares Pinilla 199. 17. En la relación de 1559, Calvete de la Estrella, por ejemplo, usaba la referencia clásica para transcribir al futuro rey español una popular exhortación sobre la clemencia: Alejandro Magno concibió grande yra y enojo contra la ciudad de Jerusalem, porque no quería obedecer sus mandamientos; pero luego que vio al Pontífice de los judíos se aplacó. . . . tanta era la reverencia y acatamiento de aquel Rey y tan grande su clemencia. Estas virtudes, amad, pues, ¡Oh gran Príncipe don Phelippe! (160-61) 18. Por supuesto, la identificación de Felipe II con el rey Salomón, asentada con la construcción de El Escorial, será constante hasta su muerte. Mínguez 19-56 proporciona un buen resumen de la trayectoria de esta asociación. 19. Jiménez Garnica recuerda que López de Hoyos necesitaba demostrar a Felipe II su erudición con el fin de defender su academia, cuya profundidad humanística había sido puesta en duda por los jesuitas de la corte. Garnica piensa que los abundantes plagios a Pierio Valeriano confirman las dudas sobre la real erudición del humanista (233). 20. Como muestra Cardiñanos Bardeci (179), estas grisallas se citan en la relación de bienes testamentarios de Pompeo. Veáse también Helmstutler 137-67.

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