Entre el Leteo y Mnemosine. Una lectura de Esther Seligson

July 24, 2017 | Autor: Karla Marrufo Huchim | Categoría: Mitologia, Literatura mexicana siglo XX
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Entre el Leteo y Mnemosine: una lectura de Esther Seligson

Resumen: La obra literaria de Esther Seligson (1941-2010) tiene, entre otras muchas cualidades, la de ir confrontando al lector mediante un constante diálogo con una larga tradición literaria, filosófica y religiosa. Su narrativa, poesía y ensayos, se caracterizan por la asimilación e incorporación de ese amplísimo bagaje, dando lugar a un entramado de referentes y significaciones librescas, así como una propuesta estética cuyo trasfondo se basa en un regreso a las cualidades más prístinas del ser humano. Por lo anterior, no resulta extraño encontrar en Seligson un número importante de textos elaborados a partir de otros clásicos, ya sean de la Antigüedad clásica griega y latina o de la tradición hebrea y judeocristiana. En este artículo me concentraré en este último aspecto: la reelaboración de algunos mitos clásicos (particularmente grecolatinos) y el modo como se van articulando a través de los vericuetos de la memoria de sus protagonistas con el fin de ofrecer una versión paródica, lúdica y tergiversada del original. Partiendo del principio más básico de que uno es en la medida en que es capaz de recordarse a sí mismo, iré planteando una serie de ideas respecto al proceso de la memoria y su tendencia inherente a la fabulación, la omisión o la ambigüedad. Si el recuerdo sólo puede ser concretado a través del lenguaje, y éste, a su vez, implica siempre una adecuación de lo que se quiere decir a la capacidad significativa de cada palabra, el recuerdo contado no puede ser menos que una especie de invención. A la luz de estas consideraciones, mi propuesta de lectura estará enfocada al análisis de la función que la memoria, el olvido y sus respectivos matices cumplen en la reelaboración del mito clásico en algunos textos de Esther Seligson.

Palabras clave: narrativa, mito clásico, memoria

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Entre el Leteo y Mnemosine: una lectura de Esther Seligson

Muchas son las facetas de la vida humana que cobran vigencia a través de los mitos. No es sólo su subsistencia a lo largo del tiempo gracias a su “estructura permanente”, según afirmaba LéviStrauss, sino todo un amplio espectro de significaciones simbólicas, antropológicas, religiosas, sagradas, artísticas y culturales que prevalecen y se van enriqueciendo en cada nueva apropiación que se hace de ellos. En su acepción original el mito remite a un cuento, una historia o una narración, pero su profundidad se basa en un “enfrentamiento entre fuerzas antagónicas primordiales (teogonías, cosmogonías) de cuyo combate surgió el universo, la naturaleza y el hombre, o entre fuerzas y aspiraciones que entran en conflicto dentro del alma misma del individuo humano que debe dar orientación al significado problemático de su destino y a su relación con el otro y con el mundo” (Herrero Cecilia y Morales Peco 14-15). El mito se articula entonces como una síntesis de la complejidad del ser humano, la vida, la naturaleza y las constantes tensiones que determinan las relaciones entre el uno y los otros, pero también como un fenómeno susceptible de ser llevado a las artes y con una capacidad ingente de significaciones. Si los mitos han sobrevivido al paso de los siglos es porque, al menos en el caso particular de la literatura, no se ciñen a un esquema genérico particular, sino que han encontrado acomodo tanto en la dramaturgia, como en la poesía y la narrativa. Carlos García Gual señala que una de las características más distintivas del mito y que le confieren mayor maleabilidad es el carecer de una forma artística específica. El mito, en tanto que relato, implica una estructura conformada por secuencias narrativas de las cuales solemos percibir apenas algunos momentos o alusiones (García Gual Mitos 20). Tal es el caso, por poner ejemplos de mitos clásicos grecolatinos, del Edipo Rey de Sófocles, obra en la que únicamente asistimos a los momentos claves a lo largo de la vida del protagonista, justo antes de llegar a su fatal desenlace; 2

o “Clitemnestra o el crimen” (relato incluido en Fuegos) de Marguerite Yourcenar, donde somos testigos de una sola escena en la que Clitemnestra dará razones de su proceder al ser juzgada por el asesinato de su esposo en complicidad con Egisto. Aunque muy lejanos en espacio y tiempo, ambos textos ofrecen los episodios mínimos necesarios para dar cuenta de una historia mucho más extensa y unos personajes tanto más complejos. Ya despojado de su contexto religioso y político original, el mito adquirió una fuerza particular en la producción literaria del siglo pasado ofreciendo nuevas versiones de los clásicos, sólo que ahora adecuadas a la lógica –más bien intrincada– de las sociedades occidentales asediadas de modo irreversible por sus guerras y revoluciones. Hacia finales del XIX y a lo largo del siglo XX, los personajes míticos resurgen ya despojados de su solemnidad trágica y su heroísmo para adquirir matices vagos, acordes con un espíritu desencantado. Por eso, la figura del personaje mítico, aunque llena de las cualidades y significados de mucho tiempo atrás, se nos presenta ahora revestida de una serie de facetas que van de la simple lamentación por la pérdida de los valores que antes tuvo, hasta la burla abierta basada en la ridiculización. Carlos García Gual apunta sobre estas figuras: “sus ropajes y sus títulos nos son exóticos […], pero de algún modo reconocemos en ellos rasgos de la condición humana que nos conmueven. De ahí una cierta nostalgia y simpatía familiar; y de ahí también, en esa ambigua sensación de distancia y cercanía emotiva, ‘de exotismo y familiaridad’, una invitación a tratar los mitos griegos con una cierta mirada irónica” (Relecturas 32). Recordar el Prometeo mal encadenado (1899) de André Gide, el Ulises (1922) de James Joyce o los Diálogos con Leucó (1947) de Cesare Pavese, nos ubica en una línea de producción literaria que en la primera mitad del siglo XX tomó como protagonistas a los personajes clásicos para volver a poner en juego las encrucijadas filiales, amorosas y éticas que los hicieron inmortales. Actualizar el mito, tergiversarlo, parodiarlo, agregarle episodios o sencillamente 3

traerlo de vuelta y colocarlo como eje de las obras literarias, se volvió un ejercicio común tanto en Europa como en Latinoamérica.1 En México, específicamente, destaca la obra de los Contemporáneos en las primeras décadas del siglo pasado y, más adelante, la de Sergio Pitol, Fernando del Paso, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Rosario Castellanos y Esther Seligson, entre muchos otros. El mito, en tanto que pretexto literario, no sólo representó una fuente inagotable de argumentos en los que el personaje principal era, sin lugar a dudas, la complejidad del género humano, sino también una herramienta imprescindible para las búsquedas personales que cada autor emprendiera a través de su obra. En su “Advertencia” a los Diálogos con Leucó, Cesare Pavese justifica su empleo de los mitos clásicos apelando a la riqueza de sentidos inherente a los mismos; para él, “el mito es un lenguaje, un medio expresivo –es decir, no algo arbitrario sino un vivero de símbolos que posee, como todo lenguaje, una particular sustancia de significados que ningún otro medio podría proporcionar” (1). Pavese cree en el carácter revelador de los mitos, en su inagotable capacidad de expresión y en que estas cualidades sólo pueden hacerse asequibles mediante la contemplación: “Estamos convencidos de que una gran revelación puede brotar solamente de la obstinada insistencia sobre una misma dificultad […] Sabemos que la más segura y rápida manera de asombrarse es clavar la mirada –imperturbables– siempre en el mismo objeto. Un buen día nos parecerá –milagrosamente– que a este objeto nunca lo habíamos visto antes” (12). Gracias a la obstinación de su mirada, Pavese logró poner de manifiesto una faceta muy particular de los mitos, ya que en sus Diálogos, son los protagonistas los que se revelan al lector a 1

Este resurgimiento del mito no sólo tuvo lugar en la literatura, sino también en las demás artes y en diversas disciplinas que se dedicaron a releer, interpretar y proponer teorías en torno a la función, significación, simbolismo, etc. de los mitos. Para una revisión más detallada a propósito de lo anterior ver el estudio de Eleazar M. Meletinski titulado El mito. Literatura y folclore y dedicado a las teorías y concepciones modernas del mito, sus formas clásicas, su reflejo en el folclor narrativo y su presencia en la literatura del siglo XX.

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través de las preguntas más entrañables o las más insidiosas, las que dejan abiertas las puertas para cuestionar lo que esos personajes han sido y siguen o no siendo en el contexto de la literatura contemporánea. De un autor a otro y en mayor o menor medida, es posible advertir cómo las estrategias más comunes empleadas para retomar el mito clásico han sido la parodia y la ironía, o esa “mirada irónica” de la que hablaba García Gual. Desde las obras ya citadas de Gide, Joyce y Pavese, hasta las incontables versiones que encontramos en el teatro, la poesía y la narrativa, el protagonista trágico se ve casi siempre despojado de su solemnidad para mostrar facetas más terrenales (humanas) de su ser o descender a conflictos cotidianos, sencillos o incluso anodinos. Esta manipulación de los personajes y los mitos clásicos, implica, las más de las veces, una burla, pero también un reconocimiento de la importancia de los valores que a través de ellos se introducen en la obra, valores que en muchos sentidos siguen vigentes y han sido pieza imprescindible para consolidarlos como parte de la tradición literaria. Uno no parodia a un poeta a menos que lo ame, conviene Linda Hutcheon citando a Sir Theodor Martin, y desde este principio nos introduce a su definición de parodia. Para Hutcheon la parodia pone en juego una tensión en apariencia contradictoria, pues se erige como un reconocimiento, al mismo tiempo que opera desde un distanciamiento irónico que repite (la historia, los personajes, las situaciones, etc.) poniendo énfasis en las diferencias a través de la ridiculización abierta o de un sutil tono de ironía (34-37). En un acercamiento a las raíces de la palabra parodia, Hutcheon destaca la importancia de reconocer en el prefijo para la idea de “contracanto”, oposición o contrasentido, pero también la de estar “al lado de” o “junto a”, implícita en el mismo prefijo. Desde esta perspectiva, la parodia, “in its ironic ‘transcontextualization’ and inversion, is repetition with difference” (Hutcheon 32). Este proceso de transcontextualización, inversión y repetición sólo puede llevarse a cabo a través del 5

distanciamiento irónico antes señalado, ya que la agudeza de la ironía permite esas gradaciones entre la burla lúdica o la obvia denigración, apelando siempre a la voluntad del lector y sus capacidades para involucrarse con el texto. Por eso, continúa Hutcheon, “the pleasure of parody’s irony comes not from humor in particular but from the degree of engagement of the reader in the intertextual ‘bouncing’ (to use E. M Forster’s famous term) between complicity and distance” (32). Retomar a los clásicos implica, sí, un homenaje a la tradición que representan, pero también admitir que los valores en ellos exaltados, en nuestro tiempo merecen y exigen otro tratamiento; tal vez el de la risa (amarga, irónica, cínica, dolorosa), pero risa a fin de cuentas, para expresar de un modo más cercano nuestra posición en este mundo. “El mito ironizado – apunta García Gual– nos indica cómo la modernidad puede recontar el viejo relato con sorna y escepticismo extremados, no sólo con el fin de expresar la enorme distancia en que el escritor se sitúa ante el relato heroico, sino también para contrastar el viejo texto mítico y sus sombras en un mundo próximo” (25). Para Hutcheon, la parodia y la ironía se encuentran estrechamente relacionadas, puesto que los dos niveles en los que operan (un “foreground” o superficie textual y un “background” o trasfondo) se yuxtaponen para dar lugar a un juego en el que el lector debe reconocer los referentes que están participando en todos los niveles del texto en cuestión. Si la parodia remite un paralelismo o contrasentido de un texto previo,2 la ironía estará dada de un modo mucho más ambiguo. En la caracterización de la ironía propuesta en Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Pere Ballart describe el papel del ironista como el de un creador que antes de expresar contundentemente una opinión o crítica, debe esbozar, sugerir a través de la 2

Cabe aclarar que la relación de la parodia con un “texto previo” es mía, ya que Linda Hutcheon en el estudio citado, A Theory of Parody. The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, se refiere al arte en general, tal como lo indica el título. Para efectos de este escrito, me limito a hablar sólo de textos literarios.

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contradicción o la oposición de situaciones, un cierto juicio de valor que nunca estará de modo explícito en la obra (415). La ironía opera en el ámbito de lo no dicho, en los vericuetos abiertos entre las líneas del texto y que el lector debe ir entretejiendo a lo largo de su lectura, por eso “el enunciado irónico es el único que por su decir oblicuo, no puede tomarse como base para una discusión” (Ballart 415). Entre las muchas posibilidades irónicas con que cuenta el discurso narrativo en particular, el autor destaca la confrontación de universos distintos, e incluso en conflicto, mediante su yuxtaposición y que tiene lugar cuando la realidad interior de los personajes, que conocemos por la ‘transparencia’ de sus mentes […] suele chocar frontalmente con el devenir de sucesos exteriores, y nuestra percepción privilegiada de una y otra instancias es una fuente innegable de ironías. Tales correlaciones, efectivamente, pueden dar pie a oponer, por ejemplo, la falsa imagen que una personaje haya forjado de sí con su imagen real, denunciada por el contexto global del relato (Ballart 390-391).

Otra de las estrategias irónicas más efectivas según Ballart, es la del tipo y la cantidad de información ofrecida en el texto y cómo se encuentra presentada. Si consideramos que la ironía es una forma de mirar y expresar las cosas, el modo como éstas se presenten jugará un papel crucial en la conformación de una obra que opere en el ámbito de la ironía (393). En este sentido y siguiendo a Gerard Genette en Figuras III, Ballart reconoce la distancia y la perspectiva como las dos modalidades principales de la figuración irónica en la presentación de información en la narrativa y cuyas técnicas expresivas son el discurso indirecto libre y la incorporación de “narradores no fidedignos” (394). Respecto al primero, el autor apunta que en un discurso creado mediante el estilo indirecto libre “confluyen, por así decir, la voz del personaje y la del narrador”, implicando con este entrecruce de voces la postura del narrador acerca de los personajes, ya sea a 7

través de un distanciamiento irónico, una contraposición de opiniones o la abierta ambigüedad respecto a quién pertenecen ciertas partes de ese discurso (395). En cuanto a los llamados “narradores no fidedignos”, Ballart apela al problema de la focalización en un texto, en especial en aquellos casos de “narraciones retrospectivas en primera persona”, en las que “foco y narrador, pese a ser ambos un único individuo, representan en realidad dos yos independientes – el que experimentó los hechos y el que los cuenta–, y la mayor o menor distancia entre uno y otro puede constituir, en efecto, un disparadero de ironías” (400). Este tipo de narrador es percibido como “no fiable” en la medida en que su caracterización dé cuenta de una falta de neutralidad en lo que afirma, niega o calla. Narradores infantiles, con algún trastorno mental, mentirosos o simplemente olvidadizos, son algunos de los mejores ejemplos de poca o nula fiabilidad en el personaje que narra, así como un elemento importante para identificar que “cuanto ocurre en la historia es el producto de (por lo menos) una percepción de las cosas tan contradecible [sic] como cualquier otra” (Ballart 402). Aunque muchas han sido las estrategias empleadas para reelaborar los mitos clásicos en la literatura contemporánea, me interesa detenerme precisamente en aquella que pone en juego este entrecruzamiento de voces y en duda la fiabilidad del narrador a través de una exploración de la memoria de los protagonistas clásicos y los intrincados caminos por donde suelen discurrir los recuerdos, los olvidos y esa tendencia a la fabulación inherente al acto de rememorar. Combatir el olvido ha sido, desde la Antigüedad clásica, todo un arte. Baste con echar un vistazo a los tratados dedicados a las artes memorísticas examinados por Frances A. Yates en The Art of Memory o la preponderancia que desde entonces han tenido las figuras de Mnemosine y sus hijas, las nueve Musas, para hacer fluir recuerdos, episodios históricos y las palabras más adecuadas que deberán ser pronunciados por reyes y poetas. Si bien es cierto que el papel de la Memoria y sus hijas ocupa un sitio privilegiado e imprescindible en el ejercicio de enunciación 8

de cualquier discurso de la Antigüedad, también es cierto que su presencia guarda matices que vale la pena destacar; por ejemplo, la afirmación de las Musas en las primeras líneas de la Teogonía de Hesíodo: “He aquí las palabras que en primer lugar me dijeron las diosas, las Musas olímpicas, hijas de Zeus, portador de la égida: ‘Pastores rústicos, oprobiosos seres, sólo estómagos, sabemos decir muchas mentiras semejantes a verdades, pero sabemos, cuando lo deseamos, cantar verdades” (30). La Memoria, por naturaleza, es invención, y no tiene reparo en afirmar sus constantes fluctuaciones de la verdad hacia la mentira o viceversa, ni las apariencias que pueden enmascararlas. Al igual que el trabajo de escritura, el acto de recordar implica un complejo proceso de síntesis, supresión, edición y selección del material recordado, así como de las palabras justas con que habremos de comunicar dicho recuerdo. Visto de esta manera, “decir verdades semejantes a mentiras” no es privativo de una voluntad de invención, sino a veces (las más), el único modo de proceder de la memoria. Por eso, dice Néstor A. Braunstein en La memoria, la inventora, que las memorias auténticas no existen, sino que tan sólo podemos acceder a “ficciones de la memoria”, pues “al pasado uno no lo encuentra; lo hace… y luego, como memorioso, uno dice que allí estaba, que uno sólo se tomó el trabajo de recolectar los frutos maduros” (9). En síntesis, no hay memoria sin olvido, ni tampoco sin invención. Y así como la figura de Mnemosine presidía los altos discursos de reyes y poetas, la del olvido también ocupaba un sitio importante, sólo que en el imperio de lo oscuro. Proveniente de la noche (Nix, en griego; Nox, en latín), la diosa Lete, hija de Éride, la discordia, encarna el mundo del olvido. Es sobre todo el nombre del río del infierno, el Leteo, de donde beben agua las almas de los muertos para olvidar su previa existencia y ser libres de renacer en un cuerpo nuevo (Weinrich 25). Por esto, el olvido es frecuentemente asociado con la noche y con el sueño, pues sumergirse en éste equivale a caer 9

en una especie de suspensión de la memoria diurna que sólo será interrumpida con el despertar (o el amanecer). Desde esta perspectiva, memoria y olvido serán vistos como los procesos necesarios, mutuamente incluyentes, para la construcción de lo que uno ha sido, de las historias que constituyen lo que hemos llegado a ser o el tejido que dará forma a la imagen que pretendemos dejar para la posteridad. Somos en la medida en que recordamos quiénes somos, aunque no sepamos a ciencia cierta si aquello que procede de nuestra memoria no son más que mentiras semejantes a verdades. La caracterización de la memoria ofrecida por Braunstein resulta bastante sugerente en este sentido: “la memoria, portentosa mitógrafa, falsa historiadora, urdidora de mentiras piadosas, siempre lista para rescatar del naufragio al yo, héroe y protagonista de una novela autobiográfica tan ficticia como él mismo” (19). Precisamente estos artilugios de la memoria exhibidos a través de los recuerdos de infancia o de episodios cruciales en la vida de los protagonistas serán los que rijan las reelaboraciones paródicas de los mitos clásicos en la obra de Esther Seligson. La escritura de esta escritora mexicana se caracteriza por ir confrontando al lector mediante el diálogo con una larga tradición literaria, filosófica y religiosa y en la que los mitos juegan un papel imprescindible. Es común hallar en ella múltiples referencias a una vastedad de obras y escritores que van desde los clásicos griegos y latinos hasta las nuevas generaciones de escritores mexicanos, pasando por la Cábala, la Torá, el Zohar, el Nican Mopohua, lo mismo que por Dante, Pavese, Bachelard, Rilke, Milosz, Steiner, Lispector o Paz. Tanto en su poesía y sus ensayos, como en su narrativa, es posible identificar una propuesta estética basada sobre todo en un meticuloso trabajo con el lenguaje y en la asimilación de ese amplio bagaje literario a su propia obra. Por eso no resulta

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extraño encontrar, especialmente en su narrativa y poesía, un número importante de textos elaborados a partir de otros clásicos.3 Si nos concentramos en los relatos de Esther Seligson dedicados a proponer nuevas versiones del mito clásico, advertiremos que Penélope y Ulises no serán los amantes reencontrados después de la aventura y la paciente espera, sino un héroe abandonado por una mujer ahora recluida en la “Isla del Tiempo Durable”, a la que sólo llegan “quienes han purificado su memoria de los resabios del recuerdo y su obsesionante nostalgia”, ahí donde “ni los recuerdos ni los sueños importan ya” (Seligson 352). Tiresias, más que el sabio y respetable adivino invidente, será el viejo que, haciendo acopio de los recuerdos de cuanto ha sido y hecho, confronta al dios judeocristiano compadeciéndolo y destacando los rasgos que hacen de él un ser patético antes que un dios todopoderoso (Seligson 322-324). Antígona y Creón, en vez de acercarse con el ánimo de la discordia, se inventan un amorío –cada quien en su individual fantasía– donde la seducción y el deseo opacan la infracción a las leyes del estado, sólo para al estar frente a frente, arrepentirse de ello y proseguir con la respectiva condena. Electra, en vez de meditar en la venganza con la que ella y Orestes deberán resarcir el asesinato de su padre a manos de su madre y el amante de ésta, se nos presenta enfrascada en ciertos recuerdos de infancia que dan cuenta de sus relaciones incestuosas con Ifigenia, de sus encuentros amorosos con las doncellas y de un deseo casi obsesivo hacia su propia madre, Clitemnestra. Aunque estas versiones son narradas en su mayoría por sus protagonistas, en ellos se hace evidente esa falta de neutralidad característica del “narrador no fiable”, pues el único asidero que tienen los personajes de Seligson son sus propios (dudoso, ambiguos) recuerdos.

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Por ejemplo, su novela La morada en el tiempo (1981), se encuentra creada bajo la consigna del libro totalizador y es definida por la autora como un intento de reescribir la Torá; o Sed de mar (1987), versión epistolar y paródica de la relación entre Penélope y Ulises.

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Una de las figuras de la mitología clásica más recurrente en la obra de Seligson es Eurídice, pues a ella dedica tres relatos: “Orfeo y Eurídice”, “Eurídice” y “Eurídice vuelve”.4 Para efectos de este texto me concentraré en el primero y el último,5 ya que en ellos las relaciones entre memoria, olvido y fabulación se entretejen para poner en entredicho el destino de los personajes trágicos. En “Eurídice vuelve” la protagonista es la que narra, recordando sus amoríos con Orfeo, los dos momentos clave del mito para dejar, de entrada, una imagen bastante sobajada del héroe. Resulta que Orfeo nunca descendió a los infiernos y ella le reclama: “sabes bien que nunca llegaste a buscarme, que el miedo te paralizó a las puertas del Averno, que fui yo quien le imploró con palabras ardientes a Perséfone y bañó con lágrimas filiales a sus pies […] En cambio tu lira, tu lira, Orfeo, enmudecida, pendía de tus manos, espectral” (325). El otro momento es el de la muerte del héroe, narrado por Eurídice en los siguientes términos: “No, lo sabes, la historia no es del todo como la narran los Poetas, impudente Orfeo. No fueron las Musas quienes cercenaron tu cabeza, y no será difícil imaginar mis razones para haberlo hecho yo, la propia Eurídice” (325). A partir de esta escena inicial contundente en confesiones, Eurídice se dirigirá a un Orfeo ausente, para desmitificar la historia de amor entre ellos y justificar su proceder. Así, asistiremos a una violación más que una relación amorosa, veremos a un Orfeo temeroso, indeciso, despojado de su instrumento –símbolo de poder y virilidad–, incapaz de salvar su relación con Eurídice, quien, por su parte, se mostrará también en desventaja, frustrada, insatisfecha. A pesar de las revelaciones de Eurídice, el mito al final no se modifica abiertamente; primero, porque los sucesos son narrados desde la memoria dudosa, poco fiable, de la propia 4

Estos tres relatos están incluidos en Toda la luz en las páginas 58-60, 318-321 y 325-330, respectivamente. De las tres versiones del mito, “Eurídice” es la que más se aparta de él, pues la historia transcurre en una “Ciudadresumen” donde se conjugan distintos espacios, tiempos y episodios históricos, en el que más que presentar una versión de la figura de la protagonista, accedemos a la historia de una mujer tan sólo definida por su nombre (Eurídice) que espera en una estación de tren y a lo largo de todo el texto es instada a olvidar su pasado (en la inquisición, en un campo de concentración, en París y otros varios lugares y tiempos) representado por una maleta. 5

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protagonista, y segundo, porque en las últimas líneas ella misma confiesa, luego de depositar la cabeza del “héroe”, que “–no sería honroso para un hombre, menos aún para un poeta inmortal, que una mujer lo hubiese sacrificado para no abandonarlo por mero desprecio– y la posteridad grabe en el duro mármol Aquí dieron las musas sepultura al tracio Orfeo con su lira de oro. Jove, que reina en tronos celestiales, con flecha ardiente le quitó la vida… (330).

La imagen degradada de Orfeo que hemos visto dibujarse a lo largo del texto, se ve amortiguada por el rencor y la frustración de los deseos de Eurídice; ella no es un narrador en el que se pueda creer ciegamente y menos después del contundente gesto de ironía que precede los versos de Diógenes Laercio.6 En “Eurídice y Orfeo” se da una situación similar, pues es la evocación de los recuerdos de los protagonistas la que viene a dar cuenta de lo acontecido, aunque una vez más la autora pretenda dejar el mito intacto. Después del encuentro amoroso, Eurídice se interna en los bosques aliándose, en un ambiente con ciertas reminiscencias de Eva en el jardín del Edén, con la serpiente: ahí “entre la hierba, se hablaron al oído y se confiaron su delirio. Fue entonces cuando la apretó contra su pecho” (Seligson 58). En esta versión, después de la muerte voluntaria de Eurídice, Orfeo baja a los avernos, no por amor a ella, sino por venganza, pues no podía tolerar que la propia Eurídice le condenara así sin más a tanto dolor: “juró Orfeo arrebatarle a la sombra su perfección de recuerdo, su redonda eternidad, destruir la memoria de su memoria” (Seligson 58). Y más adelante, es Orfeo quien admite acerca del emblemático episodio donde él vuelve la 6

En la cuarta parte del Libro I de Vidas de los filósofos más ilustres. Edición digital.

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vista atrás: “Y si intenté una vez más forzar las puertas del Averno, no obstante haberme dado vuelta seguro de perderte, fue porque, al hacerlo, tú me dabas ya la espalda condenándome al insomnio” (Seligson 59). La culpa es de ella, y él sólo es consecuente con las faltas de Eurídice. En esta versión, la muerte del héroe tampoco se salva de una especie de ridiculización, aunque bastante sutil en el tono del texto. Aquí no es Eurídice quien toma la voz para desmitificar al héroe, sino un narrador que mira a Orfeo deambular inconsolable por los campos, viendo cómo se le desmorona irremediablemente el recuerdo de su amada. “Así lo encontraron las ninfas: embebido en la muerte sin morir, viviendo sin estar vivo, inmóvil en un punto invariable del Tiempo. Quizá por eso, conmovidas, lo mataron: para devolverle al paisaje su movilidad, al tiempo su fluir, al habla sus ecos, y a la palabra sus vibraciones” (Seligson 59). En ambos casos, el mito se restituye para que su final sea tal y como la posteridad lo ha guardado, a pesar de que la historia contada por sus protagonistas se presente tergiversada mediante la incursión de sus recuerdos imprudentes y la duda abierta de cuestionarnos hasta qué punto esas confesiones no son más que una mera invención producto del despecho, el rencor o el desencanto. En ambas recreaciones, vemos una parodia en la que retomar el mito implica el reconocimiento a una tradición, una puesta en juego de toda la complejidad de las pasiones humanas inherente al argumento mítico, pero también una distancia crítica que ofrece una lectura más cercana, flexible a admitir la burla y acorde con el carácter lúdico de la propuesta de la autora. El tono irónico reside, precisamente, en ese constante fluctuar entre la contundencia de la confesión de los protagonistas y la duda generada desde las imprecisiones de la Memoria, desde esas mentiras semejantes a verdades o de esas verdades con apariencia de mentiras.

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Bibliografía Ballart, Pere. Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno. España: Sirmio. Quaderns Crema, 1994. Braunstein, Néstor A. La memoria, la inventora. México: Siglo XXI, 2008. García Gual, Carlos. “Los mitos griegos en la literatura de nuestro tiempo”. En Miguel Gabriel Santos Ochoa (coord.). Mito, filosofía y literatura en la Modernidad. México: Universidad Autónoma de Zacatecas; Plaza y Valdés; LVII Legislatura del Estado de Zacatecas, 2003. ________________. “Relecturas modernas y versiones subversivas de los mitos antiguos” en Herrero Cecilia, Montserrat Morales Peco, Pierre Brunel… [et al.]. Reescrituras de los mitos en la literatura: estudios de mitocrítica y de literatura comparada. Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2008. Herrero Cecilia, Juan y Montserrat Morales Peco. “La palabra permanente del mito y su reescritura a través del tiempo” en Reescrituras de los mitos en la literatura: estudios de mitocrítica y de literatura comparada. Juan Herrero Cecilia y Montserrat Morales Peco (eds.). Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2008. Hesíodo. Teogonía. Madrid: Alianza, 2007. Hutcheon, Linda. A Theory of Parody. The Teachings of Twentieth-Century Arf Forms. New York: Methuen, 1985. Laercio, Diógenes. Vidas de los filósofos más ilustres. Libro I. Edición digital. Meletinski, Eleazar M. El mito. Literatura y folclore. Madrid: Akal, 2001. Seligson, Esther. Toda la luz. México: FCE, 2006. Weinrich, Harald. Leteo. Arte y crítica del olvido. Madrid: Siruela, 1999. Yates, Frances A. The Art of Memory. USA; Canada: Routledge, 1999. 15

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