Ensayo sobre la experiencia estética

July 26, 2017 | Autor: Juan Cruz Apcarian | Categoría: Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger, Jacques Derrida, Filosofía griega, Experiencia Estética, Farmacopea
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Descripción





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Final Estética
Alumno: Juan Cruz Apcarián
Prof.: Cristina Villariño
UNS
SOBRE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA,
EN CARTA A NÁIRABE

"Tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte – pues solo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo".
Nietzsche, El nacimiento de la tragedia.

FARMACOPEA GRIEGA
En su acepción amplia, la experiencia abarca un espectro que puede ser comprendido desde las aristas más diversas, entre las cuales podemos apresurarnos a considerar la meditación, el recuerdo vivo de un viejo amigo, el amor, escuchar una canción, leer un texto o reír y llorar. En tanto el cuerpo del individuo está implicado en la misma, hay dos decisiones que hacen a la experiencia (y que no por ello la agotan): se decide vivenciar la experiencia, pues en última instancia, experienciar es vivenciar; y se decide cómo vivenciarla. Personalmente, considero que una experiencia estética requiere de las dos decisiones para ser efectiva. A la dimensión que se libera en un experienciar estético, la llamaremos, por el momento, el espacio inefable. Este será el horizonte de nuestro discurrir. A su vez, se afrontará el andar a partir de decisiones metódicas y teóricas; serán arbitrarias su prosa y su contenido. Luego, lo primero, una farmacia nos interesa construir para poder habitar fisiológicamente el espacio inefable, pues si hay algo certero en el experienciar, eso es el cuerpo, y porque la noción de fármacon permite interpelarlo. Echaremos raíces, en este tramo, en el cuerpo del griego antiguo.
Ahora bien, el acceso a la Grecia Antigua consta de muchos rabbit-holes, pero sea preciso acceder a través del texto de Derrida, La Diseminación, y en él, La Farmacia de Platón. La noción de fármacon es recuperada por Derrida desde los diálogos platónicos, a partir de un trabajo exegético y de una reconstrucción histórica y simbólica del momento en que surgen, así como de las fuentes que los inspiran. Esto permite a Derrida resemantizar ciertos conceptos y abrir, desde Platón mismo, la analogía y el plano bivalente de la noción de narcótico o droga, aunque específicamente en relación con el lógos de la escritura. No obstante, la definición es esclarecedora e irá siendo enriquecida más adelante con otras lecturas, en construcción perenne del espacio inefable. En este sentido: fármacon como sustancia insustancial solo sustentada por su relación con el cuerpo; solo definible a partir de su uso y efecto, antídoto o veneno.
Creo que Platón es el punto de partida más idóneo en tanto es el más metafísico (y el plano extático nada sabe de metafísicas). Específicamente atañe el concepto de lógos, ya como discurso vivo y retórico o bien como logos-gráfico y pétreo, quiero decir, nuestra amada escritura. La experiencia estética entr-amada entre el texto y el mundo no plantea la necesidad de una metafísica, no obstante existe en ese entre una dualidad reconocida (texto-mundo) y que no puede ser obviada. Negarlo, sería metafísico. El texto de Derrida pone los términos en cuestión en movimiento a los fines de horadar sus intestinos ontológicos.
El más eterno de los antiguos griegos alude en el Fedro a un mito que rememora a Egipto y a los dioses Amón-Ré (rey sol) y Thot (mensajero divino, y en tanto representante, identificado con la astro lunar). En la península helénica, quienes dialogan son Zeus y su Rey Padre, al cual el primero ofrece en regalo el fármacon de la escritura, que viene a solventar las lagunas, el silencio y la finitud de la psique humana. Mas el rey, dueño de las dos caras de la luna, le reprochará: su remedio es en realidad un veneno. Los hombres se apoyarán en esta técnica y perderán el carácter espontáneo de su pensar, el ser físis del lógos. Lo que subyace es la distinción palabra viva – letra muerta.
"Mientras que el sabio socrático sabe que no sabe nada, ese estúpido no sabe que sabe ya lo que cree aprender con la escritura, y que no hace más que reponerse en memoria con los tipos. No acordarse, por anamnesis, del eidos contemplado antes de la caída del alma en el cuerpo, sino rememorarse, al modo hipomnésico, de lo que ya posee el saber mnésico. El logos escrito no es más que un medio para quien sabe ya (ton eidota) rememorarse (hipomnesai) las cosas a propósito de las cuales hay escritura (ta guegrámmena). La escritura no interviene, pues, más que en el momento en que el sujeto de un saber dispone ya de los significados que entonces la escritura se limita a consignar." (Derrida, 1968: 204).
El saber mnésico retroalimenta virtuosamente la memoria y la verdad (conocimiento) con el pensar dando vitalidad a quien lo engendra o incorpora. La hipomnésis, como pensar, abre la perspectiva al olvido negligente del sí mismo y del no – saber, que no obstante repite la letra hueca. La repetición es indefinida porque el lector no se encuentra ni a sí mismo ni a su inter-locutor; el texto es interpretable, pero sus respuestas están acotadas. El conocer se extraña errante expresándose desde un afuera de sí que radica en el texto. En todo caso, dependerá de la capacidad y la experiencia mnésica del lector. El texto es entonces un antídoto pero solo para quien experiencia la referencia eidética aludida, quien tiene luego capacidad para rememorar su memoria de lo vital, estando velado a quien no haya experianciado lo referido.
El cuerpo está siendo seriamente vilipendiado, considero, en este análisis derrideano - platónico: explícitamente por el primero y tácitamente por Derrida, quien se camufla en la neutralidad de los conceptos (¿cómo no lo traicionan sus manos?). Aun así, algunas referencias a la sofística ateniense permitirán la reintroducción del logos en tanto que fuerza excedente del dominio de la verdad. En la Egloga de Elena, Gorgias, maestro antiguo de la sofística escéptica, alude al poder del discurso. Parido y por lo tanto deudor de un origen animal, el discurso es un ser vivo y animado (ósper zóon), un organismo engendrado que pertenece tanto al dominio de la físis y del cuerpo como al de la lingüística y la lógica; es una fuerza con capacidad persuasiva y estimulante, a la vez que centrífuga y destructiva. Esta reflexión recupera la polivalencia del logos griego, que actúa en una ontología fisiológica y mental; distinción redundante pero todavía solicitante:
"El poder del discurso (tu logu dínamis) tiene la misma relación (ton autón de logon) con la disposición del alma (pros ten tes psijés taxin) que la disposición de las drogas (tón farmacón taxis) con la naturaleza de los cuerpos (ten tón somatón físin). Igual que ciertas drogas evacúan del cuerpo determinados humores, cada cual el suyo, y unas detienen la enfermedad, otras la vida; igual ciertos discursos afligen y otros enardecen a sus oyentes; otros mediante una mala persuasión drogan el alma y la embrujan (ten psijen efarmakeusan kai exegoeteusan)." (Derrida, 1968: 175).
Derrida añade una aclaración pero no irá más allá en lo que hace al cuerpo: se trata de enfatizar que el concepto de lógos se desdobla y es utilizado para designar uno de los extremos de la analogía (discurso), a la vez que la relación misma, permitiendo la conjugación. Es necesario resaltar: la pasión y la visceralidad inciden en la cantidad de significado que tiene lo que se escribe, todo lo cual ahonda Derrida en otro texto (Firma, acontecimiento, contexto; 1971). El escritor puede hacer vibrar el sentimiento del lector y generar experiencias mnésicas. No todos los textos son iguales ni sus cargas de significación igual de densas. Ingesta narcótica capaz de alterar nuestra conciencia, de despertar en nuestro ser un estado distinto, rememorante o constructivo, en todo caso lo que hay es una alteración de la frecuencia o de la dirección del pensar. De su intensidad. Como los hilos de una telaraña vibrando ante la irrupción en el plano de otra presencia. O por la ausencia de una presencia. Digo, un mosquito sobre la hoja de este texto. Es preciso entonces ampliar el concepto de fármacon, las vicisitudes del camino hacia el espacio iridiscente así lo exigen.
La Farmacia de Platón no es la única en Grecia, todo lo contrario, los farmacópolos abundan. Podríamos clasificar desde nuestro umbral de conocimiento: celebraciones, ritos iniciáticos, terapia. Son sobradas las referencias al uso lúdico del vino griego, en diálogos de Platón mismo, donde el deleite de la embriaguez solicita a los comensales a perderse a sí mismos o incluso a desafiarse en busca del que tiene más aguante. Así, Sócrates, el más farmacópolo de los griegos, por ser el más sabio, era reputado como el último en tenerse en pie. Por otro lado, acontecimientos como los rituales eleusinos, que como comenta Escohotado en Las drogas, De los orígenes a la prohibición, estaban "orientados a producir una experiencia estática de muerte y resurrección" (Escohotado, 1994: 19), permiten ampliar el espacio y el uso del narcótico en Grecia, mucho más allá del dominio del logos, en tanto, como mínimo, el vino era parte del rito. ¿Será preciso ponernos puntillosos con el contenido experiencial? Basta con que sea una experiencia, es lo que buscamos. Un estímulo inducido y luego significado, cargado con un sentido existencial, protegido y amenazado por símbolos y guías, en este caso, mágicas o religiosas.
Finalmente, figuras como Hipócrates o Teofrasto (discípulo de Aristóteles), cultoras de la botánica y la medicina natural (secular), revelan un uso y una significación completamente distinta de la farmacia. Que no se diga utilitaria.
"Terapéuticamente, el reflejo de esta actitud es la escuela hipocrática, que presenta la enfermedad y la cura como resultado de procesos naturales. Al deslindar sus actos de magia y la religión, el hipocrático niega validez a cualquier cura basada en una transferencia simbólica del mal desde alguien a otro, rompiendo así con la institución del chivo expiatorio. Las drogas ya no son cosas sobrenaturales, sino –como dice el Corpus hippocraticum- "substancias que actúan enfriando, calentando, secando, humedeciendo, contrayendo y relajando, o haciendo dormir (IV, 246)." (Escohotado, 1994: 13)
Mientras el narcótico conserva su bivalencia antídoto – veneno, parece haber entre tanto cosmovisiones no opuestas, aunque psicológicamente divergentes. Ello conlleva distintos modos de acceder al mundo: ambas alusiones tienen al cuerpo como eje, más sus soportes y abismos portan distintas máscaras. Históricamente sería correcto afirmar que fue esta forma naturalista o terapéutica la que predominó en Grecia en su ocaso helénico y que se expandió cultural y epistemológicamente por todo Occidente a través de Roma, quizás. Es éste el contra-hechizo racional que se yuxtapuso a la dimensión mística de la naturaleza, prevaleciendo hasta nuestros días con altos grados de sobredosificación.

II. LA ORGANIZACIÓN DE LA MUERTE
Invocación de Thot.
Los cimientos de la farmacia fueron echados. Sus patios y galerías cuentan con vinotecas, herbolarios, estanterías rebosantes de libros. Sea hora de rescatar el uso que el griego hacía de su fármacon. Teofrasto, discípulo directo de Aristóteles y autor del primer tratado de botánica conocido, expone su receta para tratar con la datura metel (solanácea psicoactiva, también conocida como trompeta del diablo): "Se administra una dracma si el paciente debe tan solo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco; se administrará una dosis cuádruple si debe morir (Hist. Plant. IX, 11, 6)." (Escohotado, 1994: 14). Resalta la cita por la cantidad de aristas, no obstante, es la noción implícita de medida (que no es equivalente a mesura) la que revela la dimensión que organiza la muerte y que será analogada al logos narcotizante; es que, de hecho, la misma medición es ya un modo de pensar farmacéutico, estimulante e inhibidor de las posibilidades de pensar el mismo. Solo el autoconocimiento que el griego tenía de su propio cuerpo, en el mundo, podría dar como resultado la medida. ¿Pero qué es lo que se mide o administra? ¿Cómo?
Un poco más cargado de sentido y de entrañas el cuerpo griego, es preciso volver a Derrida, de quien abrevamos la feliz idea de organizar la muerte. Thot, hijo y contraparte de su padre Amón-Ré (quien Sol, vida y desborde), distorsiona el mensaje del rey cuando le representa. Ser nocturno, "preside en todos los ciclos de la mitología egipcia la organización de la muerte. El amo de la escritura, de los números y del cálculo, no inscribe únicamente el peso de las almas muertas, primero habrá contado los días de la vida, habrá enumerado la historia" (Derrida, 1968: 136). Es la silenciosa inmensidad que aturde al hombre lo que es administrado. La contingencia se salva a sí misma a través de su autoconocimiento, su auto-medición, generando cierta dosis ilusoria de autonomía con respecto al orden regulador (caosmos). Este dominio abre la dialéctica como modo de ser y pensar: se trata de un ejercicio realizado sobre uno mismo (dada la capacidad de reversibilidad del yo) por medio de la clave del lógos discursivo, donde el propio reflejo da la pauta de la inconsistencia del antropos, de su perenne no – identidad consigo mismo. ¿Qué mueve los resortes de la dialéctica como aprehensión de lo dado? Ya escuchamos los timbales de Nietzsche. Por el momento, recordar que la medida administra lo terrible: el miedo a morir es el aliento vital de todos los encantamientos y las medicinas ocultas.
Sócrates, el punto de apoyo de Arquímedes, es un exorcista. Su dialéctica es un antídoto que salva del temor a la muerte como portal de lo indecible, embrujo que pesa sobre el alma abrumada. Figura polivalente, consumidor y vendedor de la farmacia; un sofista con la máscara de Apolo que juega con el doble filo de la psique, afilando sus bordes; Sócrates es un afilador paseando en bicicleta por el ágora. ¿Sabías, farmacópola, que el silbato del afilador se llama Flauta de Pan? Sócrates, cuya mejor música era su mayéutica, pasea en bicicleta y suena la armónica encantando a todos con su gracia. Pero para ejercer su oficio eleva la bici sobre las patas traseras y su pregón se pierde; en la hora de la verdad de aquél arte, las ruedas pedalean en el vacío. Los cuerpos no bailan con su canto, que se trucó en el lastimoso quejido de la cuchilla contra la piedra. En la Grecia hecha cuerpo, habita un griego con la máscara de Dionisos. Obnubilado por el sonido de aquélla flauta, sigue el discípulo enmascarado al encantador hasta su paraje. El verdadero sonido de la filosofía socrática, su petreidad, enferman al joven alemán, no obstante las verdades suenan certeras y joviales. Sócrates no es más que un orador estancado en su saber, incapaz de guiar a nadie. Jactancioso de ello. La tragedia como expresión artística de la comprensión de lo insondable de la vida y el mundo, ha muerto a manos de la dialéctica afiladora. El chirrido convive con nosotros, como estática de fondo de nuestra cultura.
Nietzsche entiende que es Sócrates quien oficializa este modo de habitar (que luego va a estetizar Eurípides); la clave de lectura, es la creencia optimista "en la posibilidad de sondear la naturaleza y en la universal virtud curativa del saber" (Nietzsche, 1985: 141). El hombre de la ciencia (el hombre teórico, alejandrino) es el eterno hambriento que "se queda miserablemente ciego a causa del polvo de los libros y las erratas de imprenta." (Nietzsche, 1985: 150). Solo la música (en su sentido schopenhaueriano: en tanto que representación inmediata de la voluntad vital que vibra en el cosmos) puede dar sentido trascendental a los símbolos apolíneos, que necesariamente co-existen. Una sobrecarga de este rasgo apolíneo, ordenador, estructurante de un modo supervivencial, pierde de vista su fondo vital e ignoto y se sumerge en una hipócrita sensación de superación del mismo: el temor a la muerte es trastocado en el temor silencioso, dado el sufrimiento, a una vida sin sentido o incomprendida.
Por esto es que los coros y la trama paradojal de las tragedias griegas son la mejor expresión de este talante griego, que fuerte como ninguno, duró no obstante muy poco, quizás debido a su talante. De acá que sea un gran error y una condena intachable el que Sócrates haya dado la espalda a sus musas, cuando le aconsejaban en su lecho de muerte aprender a tocar la flauta. El pensamiento apolíneo entra en acción a raíz de la necesidad de encauce del caudal de información dionisíaco. Cual sistema de diques, el principio de individuación de la conciencia contiene el brío de ese fondo que tiende a la despersonalización y al olvido de sí, por demás narcotizante. Esta contención, el principio de individuación, es en última instancia vital. En Nietzsche se puede leer: el abuso (consciente o inconsciente) del principio apolíneo, a manos de su organización dialéctica, se debe a una extrema sensibilidad existencial. De ahí que se haya impuesto como una represión tan agresiva.
Todavía estamos en los patios de la farmacia e intentamos acceder a las vísceras de lo dionisíaco, cuya expresión social más fuerte en Grecia fueron los Mitos Eleusinos. En la búsqueda de una respuesta a su honda huella en el panhelenismo, Escohotado se enfoca en un análisis de distinta índole. Existe la posibilidad histórica y geográfica de que la poción (kykeón) que se injería en la iniciación, compuesta de "harina y menta" estuviera parasitada con un hongo psicoactivo, el cornezuelo (hongo del cual Hoffman sintetizó el LSD25, síntesis química psicoactiva), lo que explicaría "sin recurrir a milagros y a mera credulidad, el hondo e inefable efecto de la iniciación". (Escohotado, 1994: 18, 19); todo lo cual no anula la experiencia extática. Los Misterios Eleusinos datan desde antes de Homero, y no obstante su derrota cultural a manos de Apolo (derrota que hoy historizamos pero que quizás fue menos cruenta de lo que imaginamos), continuó siendo un cimiento y una forma de educación cultural, incluso para iniciados como Platón, Aristóteles, Píndaro, Sófocles y Marco Aurelio entre otros (Escohotado, 1994: 18). Del mismo modo, el éxtasis de las sibilas (cuyas profecías estaban inspiradas en Apolo, quien a su vez arrebató su poder a la Gran Serpiente Pitón, y de ahí el nombre pitonisa) podría haberse debido a los gases que manaban de la fuente de Castalia, en torno al santuario de Delfos, así como a la masca de los laureles que florecían a su alrededor, lo cual producía efectos psicosomáticos que inducían a las profecías, las musas y las pléyades a existir en los bosques aledaños. Quizás, quién sabe, solo fuera la sabiduría de las sacerdotisas el resultado de un profundo y ancestral conocimiento del hombre; la mera y audaz interpretación de los deseos y los sueños de quienes le consultaban; adivinación; o simplemente estrategia persuasiva, si el día de ayer la sacerdotisa recibió al vecino del de hoy, que es vecino de quien vino antes de ayer. No sería en todo caso un detalle menor el carácter panhelénico de los oráculos. Los gases emanados del "agua parlante" de la fuente fueron refutados en su toxicidad por la ciencia, mientras que la inspiración de las profecías (que eran más guías al estilo del I-Ching chino) es imprecisa. En última instancia, fueron históricamente ciertas: dichas, oídas, datadas e interpretadas.
La cultura del hombre teórico, cruza transversalmente nuestro espacio. Su farmacopea no deja cavidad a salvo del bisturí. La moral positiva, codificante del mundo según el patrón racional de las ciencias, encorseta el pensamiento y la conducta a exigencias cada vez más ridículas. Por otro lado, la farmacia de los siglos XIX y XX desnudó los principios activos del reino vegetal y proveyó al ántropos con su fármacon más puro, la síntesis de los alcaloides: morfina, heroína, cafeína; el glautamato monosódico en los caldos de cocina; la cocaína y la mateína; qué más da, un desfile de ínicos que ya no debe ser buscado pues la oferta nos satura. La potencia del narcótico excede con creces la resistencia del cuerpo occidental o al menos su capacidad de apercibirlo, haciendo mucho más difícil su regulación, y por lo tanto, una experiencia; mucho menos una estética. Como los habitantes de aquél pueblo, que de tan asépticos que se hicieron ya ni el agua de sus ríos podían tomar. Una in-sustancia cada vez más pulida y específica, cada vez más lejos de su cuerpo; el oxigeno en su forma más pura nos oxidará hasta la aniquilación, o ya no seremos hombres.
DITIRAMBO (SUBLIMACIÓN)
"Tarea fina perdida en mi soledad"
"Tonto de mí, que allí silbé La Cucaracha."
Los redondos/Indio Solari.
Quiero salir del atolladero pero soy Kafka y soy afilador.
Me incorporé de la cama para desligar de mi mente una reflexión sobre Kafka. No es que fuera sustancial; simplemente el desvelo es un mejor refugio, o eso me hace creer mi mente, incapaz de tolerar el sueño oscuro. Mi instinto solar regurgita cualquier asomo de disolución. No obstante, vivo de noche. Una imagen sugerente, Kafka entre laberintos griegos; los patios y galerías de la farmacopea humana ya son incontables a lo largo de la historia, que ha ido reproduciendo narcóticos elementales. Donde el muro es más tupido, el aire no circula entre los bloques de piedra, la vegetación ya no arquea el pasillo ni les viste setos. El precio a pagar por habitar el laberinto es la mutación según-la-propia-naturaleza, y mi forma dialéctica, destartalada, me permite seguir en pie, buscando, revolviendo rincones. Cirujeando. Ahora incontables puertas con sus llaves puestas flanquean el pasadizo, pero todas giran en falso y ninguna abre. En los frentes llevan su sino: Sísifo, Edipo, Antígona, Las Bacantes, Prometeo, El tigre de Borges escapando, El Peladito del Horror cayendo en un pozo sin fondo cual un eterno despertar; volviendo a dormir, para luego despertar; siempre cayendo. Siempre bajando. Por fin fuerzo una y salgo a patios con más puertas: La Paradoja, El Gobierno, La Justicia Poética. Una fuerte inhalación me saca del sopor. Los gases de los alquimistas no son tan suaves, por lo que el aroma que me arrebata y conduce mis pies a galerías verdes ha de ser chamánico. La vegetación desborda estos muros confundiendo los senderos, los Ditirambos de Dionisos llegan con el viento y mi respiración recupera su pulso. Por detrás de un espejo un destello me succiona a través de aquélla piedra imitadora, me invierte el estómago y luego sobre mí mismo otra vez. Me siento un dínamo ligado a una polaridad amada y esencial, que no obstante me polariza. La distorsión es total. Tu carta, Náirabe, que tengo en mis manos; sus palabras están al revés como a través de un espejo. Sobre su dorso encuentro el siguiente fraseo, espontáneo e impune, tan propio como desconocido:
Náirabe,
¿Cómo responderte? ¿Desde dónde y desde cuándo? Solo habitando se me ocurre, construyendo desde las entrañas del espacio que invocás, para dar vida abierta y no una clausura que sea netamente contemplativo pasiva. Porque hay la actividad que también contempla y lo implosiona todo; así quiero saltar desde dentro la fuerza de los resortes de tu carta, la fuerza que hace a su mecanismo, que genera fuerza. La escritura es el más exquisito de los brebajes, la cicuta más deleitable; o al menos para mí te veías radiante. Un despliegue vanidoso que se inmola por hacer a otro yo más pletórico de lo que es. El paso de lo textual a lo fisiológico, da las más claras cuentas de su carácter de fármacon, y de que como todo fármacon, la medida de su conocimiento, en las manos de cada quién, es lo que determinará el grado de estímulo. Cuánta sensibilidad y precisión transmitís a tus manos y dedos, sobre qué letras, en qué orden y con cuánta intensidad presionar para lograr el efecto sabido, para que así pueda entender el cuerpo lector que la comunicación de sensaciones trasciende el espacio presencial. La conciencia se mueve entre las cosas en la medida de su arrojo. Estos dedos tamborilean ahora algo impacientes, indecisos o seguros, van y vienen sabiendo qué poner; desde hace tiempo vienen cargando (loading) su mensaje. Mis dedos también piensan por mí. Este espacio, el que intento habitar, en construcción, será mejor tratado por ellos como mensajeros y testigos de tu tacto, tanto así puesto que contienen información de tu piel, sibila. Sabrán direccionarse de seguro mejor que mis ojos, oídos o nariz, al menos hoy, dada la inversión de la polaridad presencia/ausencia. La campana de tu carta, dio origen y fin a la forma propia de este corpus teórico, y era insoslayable. Configura sus posibilidades desde lo semántico (digamos, el espacio poético señalado) y desde lo estructurante del vocativo (que, dado el necesario carácter metafísico de la ontología de un texto, me interpela como existente y no existente; de modo personal e impersonal). Solo espero no traicionarte. Sabrás perdonar la vacilación de muchas de sus figuras y símbolos, mas espero sepas encontrar el flujo sanguíneo serpenteante sobre todo su fondo, reconocer su melodía, sin las cuales aquéllos serían vanos y redundantes. Por todo lo demás, como bien esbozaste, una cobardía sería no ver que están irremediablemente vacíos. Pero de no ser así, ¿cómo habría lugar para que los habitemos? Por eso mismo quiero referir lo que me mueve en el cuerpo tu carta antes que al espacio semántico en sí mismo. Vivimos de la experiencia. Claro que nunca deberá ser admitido el pensamiento de que el cuerpo yace sumiso u en olvido, de más está decirlo. Pero entonces, ¿de qué vamos a hablar? Ese espacio inefable, dinámico y mutante, trasciende los duros esquemas ónticos de nuestra constitución coyuntural y nos permite, dada la relación, redefinir la constitución misma, para lo cual no podemos menos que hacer rechinar sus umbrales. ¡Qué alivio encontrarte y perderte en estos laberintos!, donde la cicuta es la dosis diaria, cual las máximas de Confucio. El espacio atemporal que ¿construimos?, ¿encontramos?, está dotado de un sosiego caótico tan adherido ya al registro de mi piel e información genética, que lo puedo invocar; te puedo invocar, Náirabe. Porque internamente siempre supe que la conectividad va más allá de la presencia. Tiene que ser así. De no serlo, la dulzura y la levedad se vuelven ruido blanco y desesperante eternidad, que amenaza con señales de un porvenir de nunca acabar. Lo presente, nunca dado pero siempre ahí a la vuelta de la esquina, le creo un espacio sí, pero también agujero negro: a través de él nos remontamos en búsqueda tejedora hasta el espacio inefable y primitivo, ¿qué otra cosa puede significar la proyección de la ilusión de Zaratustra más allá del hombre? ¿Qué impulsa el salto y el precipicio? La búsqueda de la verdad, ¿no se trata de encontrar el origen, en tanto que lo común – si la verdad es constructo, si el hombre es gregario? Nuestro espacio, como los rectángulos de Spinoza, se alternan en un despliegue infinito hacia la inmanencia, y ese espacio que moldeamos lleva en su forma las huellas de nuestro origen y nos remonta generaciones atrás. Nuestro puente, ascendente a la europa – oriental, está tendido desde hace siglos, ya sabés, ahí entre Turquía y Armenia. De esos desiertos, entre todos los mares de Europa y el azaroso fratricidio entre orientales y occidentales, también es Heliogábalo, el rey sol de Siria. Antes, incluso, de ser otomanos y arsásidas. Fantasio; pero la teletransportacíón que nos conduce me permite invocar esos tiempos. Me voy por las ramas, no puedo con mi Cancerbero. No obstante: en esos lugares también creo intuirte, Náirabe. Estamos velados mutuamente, vos y yo, por nuestra reversibilidad, que nos intima a la búsqueda de un espacio reversible para poder habitar con propiedad nuestro ser. De lo eidético a lo onírico quizás haya, ¿qué? ¿Un paso? ¿Fármacon? Creo que la indiferencia de lo uno es lo que motiva el interés de lo otro. Proyectamos nuestro ser en un plano que se define por ser maleable, fundible, risible y tremendamente silencioso, porque sin este silencio no habría espacio para tu música. Tus palabras me transportaron a eso ignoto donde ya no sé quién es quién. ¿A eso te referías? Es devastador lo bien que decís el amor y la muerte. Porque pienso ahora que no es el odio el anverso del amor: el odio es el resultado de una intolerancia, propia del temor primitivo que nos genera lo desconocido. Del mismo modo, los dioses no son meras representaciones que extrapolan la existencia nuestra a un - otro – inventado. Elijo pensar en dioses; cada quién llamará por su propio nombre lo que co – habita con nosotros, co-habitantes; desconocido, dios, ideología, ¿ruido blanco? ¿Muerte? Así también el modo, distopías o utopías… Te decía, qué vacío angustiante, qué alivio saber que hay amor. Que sobre o no, ¡lo mismo da! Lo que hay tiene huellas e identidad; la valoración va en cada quién, siempre y cuando sea bajo la óptica de la eternidad. Bajo una óptica. Sos una armonía enloquecida por lo paradójico de la sustancia ingrávida de la existencia; frágil-invencible como el agua de los taoístas, tu fuerza anfibia te preserva de los tsunamis a la vez que de los terremotos, y ya sabés que en alguna vida mesozoica fuiste pájaro, por lo que los giros siempre van a ser parte tuya. Hoy son los de tus palabras cuando escribís, los de tu cuerpo cuando bailás. Bajo tu danza, las cosas cortan transversalmente la rutina, volviéndose únicas e irrepetibles, lanzadas a una dimensión moldeable y muchas veces inhóspita; porque el desprecio es también un morador de la soledad artesanal. ¡Alfarera, vos, que ejercitas la telepatía! Y si me preguntas, sí, a veces pienso que tu afán de construir olvida que construir es también habitar, y que para habitar basta con estar, incluso cuando hay que hacer. Que por propia fuerza espontánea el cuerpo, la percepción y los olores, se funden y reconfiguran como un flujo constante la vibración de un espacio. La sola presencia construye, y la ausencia, a raíz de lo que diferido en la desaparición física, construye por la huella de la huella, quiero decir, la estela de los olores o los recuerdos viejos. Por otro lado, ¿construir implica a veces destruir? ¿Qué es el olvido? ¿Cómo puede existir el olvido si co-habita una dimensión ontológica que solo existe asociada a vos? Esa dimensión está libre del tiempo. Tarde me di cuenta, ahora, de que años pasaron mientras deambulamos en nuestra reversibilidad. Sos tan hermosa. ¡El tiempo y la luz no son lo mismo en esos planos! Por eso es tan rara la gente. Ahora lo sé. Nosotros éramos quiénes. Y si no éramos, ni somos, ni seremos, es porque hallamos la dimensión donde el tiempo no existe, donde no caben los tiempos verbales. ¡Qué más decir! Lo demás es dialéctica. Por tu letra estás hoy junto a mí, y yo a tu lado mojándote la oreja. En la medianoche del día más largo.

LOS MOROS DE LA DIMENSIÓN CUATERNARIA

En la primera de las cuatro Lunas Rojas.
Hay búsqueda porque hay vacío y hay vacío porque hay búsqueda. El bisturí del lógos narcotizante abrió, con cada incisión sobre su objeto, un abanico de filamentos que se extiende al infinito. Sobre la estela de planos que va dejando la viajera de Zenón, entre tanto, el espacio revela la diversidad de los matices y desmiente la extensión misma como cualidad de la cosa. La cercanía y la lejanía pierden su parámetro; lo que nos envuelve está siempre tan lejos y tan cerca como lo dicte cada quién, pero nos envuelve: es nuestra misma realidad, compartida, el cántaro, en tanto que recepción y cobijamiento, tejido por la relación. El recipiente acoge el vacío, y el vacío nos acoge a nosotros habitándolo en su construcción. El logos constructor de nuestro tiempo es el de Heidegger, quien habita entre las ruinas del siglo XX, las suyas en su Alemania.
No toda construcción es vivienda o morada, dados los espacios frecuentes a los que asistimos por estar situados en la región de nuestro errar. La cotidianeidad y la costumbre no implican para nosotros una vivienda, porque hay un distanciamiento del Ser que se encuentra en espacios que no siente esencialmente, a pesar de la cercanía. Ni hablemos mejor de internet. La supresión de las distancias alteró el espacio y el tiempo. Pero no hay por ello necesidad de una reconstrucción ni mucho menos; no hay reconstrucción así como no hay necesidad de una nueva gramática. Por el contrario, hay que habitar las ruinas de lo que se deja para construir de manera auténtica (lo que no es lo mismo que habitar con fantasmas), como las huellas dactilares sobre las ruinas que son reveladas en su identidad por la incandescencia de una quemadura. Cada cosa, lo que es, encarna todo su ser, sus posibilidades e historia, liberándose a sí mismo al espacio inefable. La relación es asimétrica, pues no son todas las cosas iguales, pero nada de eso sabrán jamás los apolíneos, esos, incansablemente nómadas en su construir y derruir monolitos.
La unidad ancestral, que llamamos inefable, sostiene el existente desenvolviéndose en cuatro: los mortales, con los pies en la tierra, precisan del cielo sobre su cabeza, donde albergar sus divinos.
El recinto de la morada resuena. El espacio que habitamos puede ser nuestra casa, pero no por ello sentirse como nuestro hogar. No se trata de alterar el orden, sino de comprender su carácter reticular polivalente; de aprender a convivir. La cuaternidad de Heidegger es tanto una directriz para un habitar poético como una poesía en sí misma. Las figuras apelan a poner en movimiento relaciones eidéticas, a la vez que se expresan de modo poético, generando una experiencia que atraviesa mente y cuerpo. Capaz exagero. Los sentimientos más raigales y confusos de nuestro ser, la muerte y la tierra madre, atados a su revés ontológico, la inmortalidad y el cielo (¿paterno?). Las primeras necesitan de las segundas para ser, y viceversa. Tierra, Cielo, Divinos y Mortales están por igual implicados y aunados en la relación de lo que mora. Así, la hamaca paraguaya, el puente de piedra, sutilmente; "con las orillas, lleva a la corriente las dos extensiones de paisaje que se encuentran detrás de estas orillas. Lleva la corriente, las orillas y la tierra a una vecindad recíproca. El puente coliga la tierra como paisaje en torno a la corriente. (…) El puente coliga según su manera cabe sí tierra y cielo, los divinos y los mortales." (Heidegger, 1994: 133, 134). Los ríos dividen orillas, a la vez que reúnen en ritual a quienes abrevan de él. Así en el espacio inefable.
No se puede habitar de modo atento a lo que la esencia del habitar implica en cada caso, sino se está atento a lo que demanda su esencia. La penuria del hombre es que tiene que aprender a habitar (saber mnésico e hipomnésico) en el mundo; un mundo que extrañaron y viviseccionaron, sin prever (dada la co-ligación) el coletazo esquizofrénico. Ello hoy implica el cuidado de las relaciones intramundanas: salvar la tierra, recibir el cielo, esperar el llamado divino, el conducirse de los mortales; un cuádruple cuidado en el que lo que recibe y lo que da se escuchan y atienden mutuamente. "Es que lo Mismo, solo se deja decir cuando se piensa la diferencia" (Heidegger, 1994: 168). Entremedio la cuaternidad residen las cosas y el hombre entre ellas; cuidar de lo que crece y erigir lo que no. La llave la calibran hombres y mujeres, artesanos, jardineros y alfareros. La medida del calibre es totalmente arbitraria y se obtiene a partir de la comparación de los mortales con los dioses:
"La esencia de la dimensión es la asignación de medida del entre, una asignación despejada y por ello medible de un cabo al otro: del hacia arriba, hacia el cielo, y del hacia abajo, hacia la tierra." La medición la hace el hombre en calidad de hombre y "puede acortarla o deformarla, pero no sustraerse a ella. El hombre, como hombre, se ha medido ya siempre en relación con algo celeste y junto a algo celeste. El hombre se mide… con la divinidad. Ella es la `medida´". (Heidegger, 1994: 170).
Para Nietzsche esta medida es biológica y en algún punto inconsciente, pues nos salva de nosotros mismos. En todo caso se trata de volver consciente nuestra relación con lo que desborda la razón. La conciencia, saltimbanquea entre las cosas en la medida de su arrojo. Entremedio la cuaternidad residen las cosas y el hombre entre ellas; residir "cabe las cosas" es custodiar la cuaternidad, así como Borges y Artaud.
La farmacia mutó sus humores, su luz, el color de sus patios y la temperatura de sus correntadas de aire. Sus galerías y pasillos siguen ahí, las puertas ciegas y los laboratorios alquímicos; corredores techados con parras y enredaderas en las tapias; la selva famélica continúa su avance paciente; una de ellas selva negra. El silencio llama a la curiosidad lo que rodea, la cúpula sucumbe bajo una garúa y el espacio se abre al cielo: lo que baja se funde en ciclo con lo que sube, nutrientes y energía retroalimentando el proceso termodinámico. Una atención transparente se refleja entre las superficies, que hasta los cuerpos celestes destellan más brillo de lo normal, o bien roban algún reflejo en el primer charco de agua que encuentran; la luna es roja. O escarlata. Todo se mueve como en un time-lapse grabado durante miles de años. Lo que logra salir del reloj de arena es lo que muere, siendo que morir es despertar. Cuando venga la tormenta, le sucederá la calma. Y luego el despertar a los Ciclos.

LA EXPERIENCIA ESTÉTICA
La fatiga del herbolario de uno de los rincones griegos deja lugar a la intemperie del tiempo, donde alimañas y reptiles, pacientes, hacen de ese patio cenagoso su morada. Una pitón amarilla y blanca me sale al paso. No es la pitón del Monte Parnaso, la que sé en su cueva. Aquélla se camufla reversible como el tigre de Borges. No obstante, mi mente retorcida por laberintos (ahora lo sé), distorsionada por la sed ilusoria de verdad, me exige estar a la altura del juego. Cautelosa pero decidida avanza y se eleva esbelto el cuerpo del reptil sobre su tronco, al tiempo que silba con ojos rojos los motivos por los cuáles está vedado el paso al hombre. Lárgate, mortal. Aquí no eres bienvenido. El seseo es hipnótico y amenazadora la forma en que me paraliza el cuerpo; tan terrible su belleza, no consigo hilvanar el significado de lo que me infunde. El espasmo que me provoca su presencia me ciega el juicio, tanto así como (imagino) supo cegar a Apolo. Quiero descifrar el criterio de sus manchas y la razón de su sonido. Veo su doble párpado con detalle, ese que le permite mirar y ver. También la danza de su tenerse en pie. Veo resabios de una piel vieja cuyos jirones cuelgan a su costado.
Quiero eso, le aviso con voz fina por la sequedad de mi garganta. Quiero tus ojos. Quiero una membrana nictitante como la tuya, ese tercer párpado que me permita ver sin tener que cerrar nunca más el ojo. Quiero que mi glándula lacrimal, vestigio evolutivo de párpado nictitante, me desgarre la piel, que vuelva a nacer permitiéndole a mi ojo salirse de su interfaz ontológica visual, que le es prioritaria a su modo de ser (alejandrino, alfabético, crédulo) pero que no ha evolucionado lo suficiente como conocer sus límites o prescindir de sí misma; su Cancerbero son las tres dimensiones euclidianas. Fuera de ellas, nuestras pupilas serán una aguja cuando los rayos del sol arrecien y nuestros párpados dobles se abrirán y cerrarán primero uno y luego el otro, en vertical y en horizontal, en una frenética secuencia que nos arrojará información desde una doble perspectiva. La metafísica luego no existirá, superada fisiológicamente por la doble constatación de la pic. O capaz mutará, doblará su estructura, y nuestro mundo estará así colmado o agotado de sí mismo una vez más a manos de una meta-metafísica de raíz cuádruple. Quiero ampliar el espectro de luz que puedo absorber. ¿Vos hacés eso, dragón pitón? Lo antojo… Pero el silbido aumenta la frecuencia, pierde inteligibilidad y se cuela en mi mente, en trance mental con ella. Quiero contestar, decir que mi piel habita, pero mi lengua se vuelve torpe y ansiosa, se enreda sobre sí misma y todos sus músculos se acalambran. ¿Es que me envenenaste?, pregunto hundiéndome poco a poco en caos neuronal, tormenta eléctrica orquestada por los patrones de productividad y utilidad; la sobredosis del fármacon me hierve febril en la garganta y las sienes, llevándome lentamente. Yo no enveneno, es tu propia lengua la que te estrangula. Mi visión se nubla, me estoy quedando ciego; relucen sus escamas.
¿Tiene una lógica la estética? ¿La tiene el mundo? ¿Qué quiere decir Nietzsche cuando intenciona la ciencia de la estética? ¿En qué medida no es el eterno retorno una dialéctica? ¿Una dialéctica experiencial sería posible? ¿No apuntan todas las dialécticas, acaso, a generar una experiencia - o es resultado inevitable del ser dialéctico la clausura de lo insondable? El ímpetu de Nietzsche invita a tomar las riendas y transvalorar la significación de ese vacío en busca de la plenitud estético existencial. Mas, como buen griego, Nietzsche no puede dejar de afilar, aunque suene la Flauta de Pan; jugar con la verdad suicida pero jugar de verdad al fin, todo lo cual lleva implícita una decisión. Pienso que habría que sondear qué grado de coacción cultural y moral tenían los Ritos Eleusinos en Grecia, cuánto estigma o presión social caían sobre el iniciado: ¿era una tradición heredada? ¿Qué grado de decisión personal había en quien se iniciaba? En tanto la experiencia es inducida, simbólica y biológicamente (en ambos casos narcotizante), aclararía mucho en lo que hace a cuán consciente era el individuo griego de sí mismo, de su realidad; de su decisión. Pues la experiencia estética, como decíamos, atañe también a decisiones. En todo caso, nuestra propia realidad actual nos demuestra que efectivamente los símbolos y la experiencia no son apreciadas; hoy co-habitan grandes y locuaces manifestaciones, ya sean racionales, artísticas o fantásticas, que expresan lo que es, según pienso, lo que no implica que sean apreciadas en su dimensión inefable. A pesar de la aniquilación de la cosa. Nada quita que el caso del griego encarnado sea idéntico y que nuestro afán de mitos no sea más que un abuso farmacéutico de nuestra propia medida. Qué sea lo dionisíaco es justamente la pregunta que intenta responder Nietzsche en El nacimiento de la tragedia.
Mi lengua entumecida por la contorsión, ciego por la vehemencia, casi sordo por mi propio estruendo, todavía le distingo silbando, lo único, a mi pesar, que me mantiene con vida. El frío de la fiebre ya me sacude los huesos. ¡Pitonisa!, siempre supe quién eras. Dame tu piel, musa, o moriré. Quiero sacudir la atroz condena de mi lógos. ¡No sabés lo que pesa el ancla de saberme mortal! Dialécticamente mortal. ¡Sobria Ebrietas!, despertáme ya, para poder invertir todos los Paracelsos: revitalizados serán tus símbolos y mitos, ritualizados con los ciclos de muerte y resurrección eternas. Acepto la medida de la cicuta heidggeriana: lo divino sea hoy y para la eternidad nuestro parámetro de valoración; alma, corazón y vida mediante. También la sangre. Solo así, morar en la eternidad sin culpa alguna. Quiero tu silente apercepción y tu espectro sensitivo. Ser iridiscente o morir opaco. Estimular el umbral de la sensibilidad de mi tacto, hasta que ésta, mi piel, pueda cambiar en atenta escucha de su medio. En cóncava apertura ontológica ser desgarrado por el espacio polivalente, pero a la vez poder modular las múltiples reflexiones de lo percibido y apercibido por medio de los mil ojos de mi dermis, todos ellos en simultáneo. Pitonisa, yo no soy Apolo. Yo no robé tu sabiduría ni saqueé tu templo. Mas la guardiana se yergue cada vez más y el frío de su sombra por sobre mí hace que caiga de rodillas. Mi mente me abandona. Luego habló, a todos mis sentidos.
Leer la realidad como si fuera un texto: hacer una hermenéutica de sus planos y sus yuxtaposiciones, cíclicas y a-cíclicas; identificar arquetipos y datar su intensidad ontológica, su discurrir mecánico y sincrónico; datar cómo nuestro cuerpo habita, rodeado por lo artificial y lo natural del espacio-tiempo; erradicar las distinciones anteriores; hacer y escuchar música; trepar muros y árboles; hundir los pies en la ciénaga, el barro o el mar; jugar con los dioses, pues al fin y al cabo, ellos también juegan con nosotros. Creo que es cuando los ojos (todos ellos) siguen mirando más allá de su umbral de atención, que la realidad se flexibiliza y abre a la comprensión. Necesitamos entrenar nuestra percepción y afectividad en aras de la experiencia estética, sintonizar y mudar nuestra piel, acceder fotosintéticamente el mundo. La visión estética y extática debe poder permitirnos la valoración animal. Una especie de impunidad nos envuelve: nuestra melanina (fotoprotectora) apolínea, todavía constitutiva, aunque más sabia, cauta o confiada, protégenos de radiaciones dañinas; ya no reprime, transforma el daño en calor. La nueva piel conduce la electricidad (en ésta, la era de los rayos) y absorbe el sonido supliendo las frecuencias que el oído no puede alcanzar, pues todavía no son sonido. ¡El pensamiento de nuestros umbrales y la organización de la anarquía, para ver surgir al fin la era de Heliogábalo y Dionisos! Que ese panteón divinice el sagrado orden del caos, que dure mil años y luego se hunda en el olvido, pues nadie habrá recordado registrarlo.
Náirabe, el mundo es hoy, de Dionisos, cuando logramos transmutar en serpientes, nosotros con las cosas. Cuando reconocemos la melodía que vibra en el aire cuando parlamos, los tonos que componen esa melodía (cuando la hallamos) son entonces para nosotros más mundo que cualquier otro. Las palabras se ligan con las cosas por vibración y ya no hay dudas sobre lo que es y sobre lo que somos: seres de música, vacíos, vibrando gracias al soplo que nos atraviesa, sonando de modo único e infalible. Así, el espacio inefable.
La experiencia fue su decir sibilante. Ya siento el calor bajar a mis pies.

Bibliografía:
Artaud, A., Heliogábalo o el anarquista coronado, Bs. As., Argonauta, 1972.
Borges, J. L., El oro de los tigres.
Derrida, J., La Diseminación, 1968.
Derrida, J., Firma, acontecimiento, contexto, 1971.
Escohotado, A., Las drogas, De los orígenes a la prohibición, Madrid, Alianza, 1994.
Heidegger, M. Conferencias y Artículos, 1994.
Nietzsche, F. El nacimiento de la tragedia, Bs. As., Alianza, 1995.

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