Encuestas sobre Felicidad y gestión gubernamental de las emociones

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Descripción

Evaluación, gestión y riesgo Para una crítica del gobierno del presente Departamento de Psicología Facultad de Ciencias Sociales Universidad Central de Chile San Ignacio 414, Santiago Sitio Web: www.ucentral.cl/facso Rector Universidad Central de Chile Rafael Rosell Aiquel Decano Facultad de Ciencias Sociales Osvaldo Torres Gutiérrez

Diseño y Diagramación Rodrigo Wielandt Corrección de Prueba Marcela Rivera Hutinel raúl rodríguez freire Gastón Molina Domingo Inscripción DDI Nº 000000 Registro ISBN Nº 000-000-000-000-0 Impreso en Chile / Printed in Chile

Intocable-Chile, Fernando Sánchez Castillo.

Directores de la Colección

Gastón Molina Domingo raúl rodríguez freire

Evaluación, gestión y riesgo Para una crítica del gobierno del presente

raúl rodríguez freire (Editor) Mónica de Martino Nikolas Rose Pat O’Malley Isabelle Bruno Jaron Rowan Mary Luz Estupiñán Iván Pincheira Vanina Papalini Nicole Darat G. Pablo Solari G.

Facultad de Ciencias Sociales Universidad Central de Chile

a Fabián, que vive los temas de este libro

ÍNDICE DE CONTENIDOS

Pro-scriptum sobre las sociedades de control raúl rodríguez freire

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Políticas de Transferencia de Renta Condicionada. Racionalidades, programas y tecnologías Mónica de Martino

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El gobierno en las democracias liberales “avanzadas”: del liberalismo al neoliberalismo Nikolas Rose

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Riesgo, neoliberalismo y justicia penal Pat O’Malley

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La investigación científica en la criba por el benchmarking. Pequeña historia de una tecnología de gobierno Isabelle Bruno

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La invasión de los sujetos-marca y otras aberraciones del capitalismo neoliberal Jaron Rowan

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¡La gestión os hará deseables! Notas sobre el gobierno de las migraciones internacionales Mary Luz Estupiñán

197

El gobierno de la felicidad Iván Pincheira

225

“Tecnologías del yo”: entre la gubernamentalidad y la autonomía Vanina Papalini

261

Una teoría de la elección irracional Nicole Darat G.

287

“Hablar no es inocente”. Filosofía, gestión y política en la “Escuela de Santiago” Pablo Solari G.

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Sobre los autores

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Pro-scriptum sobre las sociedades de control raúl rodríguez freire

¡La fruticultura bien podría ser una broma¡ ¡Igual que la agronomía¡ –replicó Bouvard. GUSTAVE FLAUBERT, BOUVARD Y PÉCUCHET La única oportunidad de los hombres está en el devenir revolucionario, es lo único que puede exorcizar la vergüenza o responder a lo intolerable. GILLES DELEUZE

I “¿Qué significa más para ti, tu propia seguridad personal o la existencia del Sistema?”, pregunta Lisa a su esposo en El informe de la minoría, el famoso relato de Philip K. Dick, publicado a inicios de 1956: “Mi seguridad —repuso Anderton, sin vacilar lo más mínimo”. Acto seguido, Lisa saca un arma y le espeta en un tono moralizante: “Si pones tu propio egoísmo por encima del interés general y todo lo bueno del Sistema...”. No hace falta relatar toda la trama de este fabuloso texto para reconocer en sus palabras una ominosa actualidad, una actualidad que no solo se inscribe en la producción de los deseos que sostienen el capitalismo neoliberal, sino también en la forma que adquiere el gobierno del presente: el control a partir de tecnologías preventivas, aplicadas a distancia. John Anderton es el jefe de Precrimen, una agencia policial encargada de detener a los asesinos antes de que éstos acometan su delito, antes incluso de realizar “cualquier acto de violencia”: Con la ayuda de tres mutantes

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premonitores, que son quienes predicen los ahora evitables crímenes, Anderton “ha abolido con éxito el Sistema Punitivo Post-criminal de Cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta”. Dichos mutantes, que viven en un estado de absoluta idiotez, entregan informes premonitorios, pero éstos no siempre coinciden, razón por la cual se emplea para su lectura “un cuidadoso estudio del método estadístico” –algo así como lo que hoy se denomina sistema actuarial, esto es, el uso de la estadística para predecir niveles actuación criminal o criterios de riesgo poblacional. El problema de Anderton surge cuando uno de los informes tenía inscrito su nombre, lo que dio lugar a un escepticismo sobre la supuesta perfección del sistema, pues él no pretendía asesinar a nadie ni tenía motivos para ello. No obstante, antes de averiguar algún error o incomprensión, hasta su esposa estaba dispuesta a entregarlo a la policía, con tal de mantener la tranquilidad del mejor de los mundos, aquel que redujo en un 99% los asesinatos y permitió la libre circulación, sin miedo, de sus habitantes, quienes ya no son disciplinados y gozan de una libertad que la sociedad del castigo solo soñó. Hay quienes hoy viven y se enfrentan a su mundo, como si éste todavía se sostuviera bajo una estructura disciplinante y monolítica, esa que hizo del encierro su lógica; hay otros que, no comprendiendo el relato, creen que estamos muy cerca del mundo pacífico ficcionalizado por K. Dick, abierto y diversificado, donde la fábrica fue reemplazada por el trabajo independiente (freelance) e interconectado, ya sea a la propia empresa o a una externa. Pero cuando nos enteramos de que el país con mayor “libertad de elegir” del mundo tiene un sistema penitenciario que ha logrado recluir aproximadamente al 23% de los presos de todo el orbe, o que Inglaterra concentra alrededor del 30% de las cámaras de vigilancia del mundo (aunque solo resuelve un delito por cada 1000), el vínculo entre disciplina y seguridad o control debe ser repensado, no para insistir que los tiempos modernos todavía nos determinan (aunque, en parte, sí nos constituyen), sino para circunscribir los límites de la libertad y la autonomía, dispositivos

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esenciales que el gobierno del presente, en su gramática neoliberal, llama competencias. II En Diseño y delito, uno de los mejores análisis que podemos revisar sobre el arte y la crítica en el momento de sus respectivas ruinas, Hal Foster (2004) reseña un libro de John Seabrook, “crítico y más cosas del New Yorker”, para quien las diferencias que tradicionalmente se inscribieran en el espacio social han desaparecido por completo, permitiéndose así la emergencia de “un mundo del gusto sin perfil”, “donde ‘la cultura comercial es una fuente de estatus’, [y ya] no de desdén” (4-5). De manera más clara: Al final, tal como lo ve Seabrook, la ley del Mundo sin perfil es simple: el criterio de Mathew Arnold de lo-mejor-que-se-ha-pensado-y-escrito ha sido derogado hace mucho tiempo, y rige el principio del Flujo de cualquiercosa-que-esté-de-moda. No más “¿Es bueno?” o incluso “¿Es original?, solo “¿Funciona en el demo?” –“demo” de demografía, no confundir con democracia, mucho menos con demostración (Foster, 2004: 7).

El libro de Seabrook tiene mucho de valioso, incluso “digno de elogio”, señala Foster, pero también mucho que criticar, “mucho a lo que oponerse”, como por ejemplo a su creencia en la desaparición de las clases sociales, cuyo agotamiento habría sido reemplazado por el incesante desplazamiento de un lugar (pobre, donde encontramos raperos, por ejemplo) a otro (donde vive papá, con quien Seabrook comparte un rico –y expensivo– vino), muy a lo Bourdieu, pero con credenciales para atravesar indiscriminadamente los “campos”. Foster critica también la supuesta novedad que Seabrook le atribuye a la cultura sin perfil; lo más probable es que sea el relevo o una versión actualizada de la industria cultural tan reprochada por Horkheimer y Adorno, aunque ahora presentada en su versión digital o ciberespacial; como tal, señala Foster, es difícil que la cultura sin perfil sea tan

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dominante como cree el “crítico y más cosas del New Yorker”, puesto que una gran parte de la población mundial prácticamente no tiene acceso a ella. Con Foster (y Seabrook), no es difícil reconocer la heterogeneidad socioeconómica que puede habitar, por ejemplo, el Palermo Soho de Buenos Aires o incluso el mismo Soho de Manhattan. Sin embargo, también es dable pensar que la cultura sin perfil, si bien no es el único modelo económico cultural existente, sí es el modelo hegemónico (en el sentido de Antonio Gramsci y Raymond Williams). De esta manera, tenemos un modelo que no logra abarcar todo el espectro de lo cultural y sus diversas manifestaciones, un modelo que incluso puede afectar a un número de personas menor del que desearía, pero es el modelo al que las personas intentan adherir o, por el contrario, rechazar, independientemente de las razones que se tengan para ello. Se trata del modelo cultural individualista e individualizante al que dio lugar el modo de producción postfordista del capitalismo tardío, un modo de producción que no afecta a todo el globo (como tampoco lo hizo, por cierto, el fordismo), pero que genera las mayores cifras de acumulación de capital, de la misma manera que la cultura sin perfil logra concentrar los mayores flujos de inversiones (personales, culturales, etc.) en la versión posmoderna de la cultura, reinventada como política, gestión y entretención, es decir, como espectáculo realizado por miles de emprendedores o empresarios de sí (como nos lo indican las cifras que produce lo que hoy se ha dado en llamar Industria creativa, que en Francia ya entrega mayores ganancias que las empresas del lujo o las de autos). De manera que no hay una sucesión de modos de producción, sino una reorganización de sus dispositivos, pues las tiendas Zara nos han mostrado que el modo esclavista todavía se mantiene a inicios del siglo XXI, y habita junto a los otros el espacio del capital. No hay por tanto una especie de posta que va de las sociedades de soberanía a las de seguridad, pasando por las sociedades disciplinarias, sino una reestructuración del lugar que ocupan en los procesos de acumulación, o, como dice Foucault (2006:

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23 y ss), un cambio en la técnica de gobierno dominante del “sistema de correlaciones”. De una manera distinta, un crítico como Fredric Jameson (2002), que no es seguidor de Foucault, piensa los cambios de forma bastante similar: “las rupturas radicales entre períodos no implican en general cambios totales de contenido sino más bien la reestructuración de cierta cantidad de elementos ya dados: rasgos que en un período o sistema anterior estaban subordinados ahora pasan a ser dominantes, y otros que habían sido dominantes se convierten en secundarios” (Jameson, 2002a: 35). Siendo así, podemos decir que la cultura sin perfil no es total, sino totalizante o axiomatizadora, tomando prestado un concepto de Gilles Deleuze y Félix Guattari;1 esta cultura reintroduce bajo un código reconocible/mercantilizable lo que necesita para mantener un dispositivo managerial o gestionario de los consumidores, a la vez que neutraliza lo que pretende resistírsele, cuestión por cierto que vuelve inestable sus propios equilibrios alcanzados, dado que el mercado tiene que aceptar la disidencia para poder de alguna manera reconocerla. Se trata este de un modus operandi que debiera ser resaltado, dado que, como recordó Jorge Alemán, “lo que le otorga al Poder su permanencia es lo que constituye la posibilidad de su derogación” (2007: 19). El mercado de hoy no responde a nuestras necesidades, sino que las inventa. Las ofertas son un buen ejemplo: “’Las liquidaciones obedecen al proceso normal de la venta y se hace para estimularla. El comercio está sujeto a una gran competencia y las empresas tienen que ser muy eficientes, considerando la gran velocidad del cambio tecnológico en electrónica y de diseño en vestuario y calzado. No les conviene tener productos acumulados y guardados en bodegas’, explica el secretario general de la Cámara Nacional de Comercio [de Chile],

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“Ahí radica la potencia (y el poder) del capitalismo: su axiomática nunca está saturada, siempre es capaz de añadir un nuevo axioma a los axiomas precedentes. El capitalismo define un campo de inmanencia y no cesa de llenar ese campo. Pero ese campo desterritorializado se halla determinado por una axiomática, al contrario que el campo territorial determinado por los códigos primitivos. A diferencia de los códigos, la axiomática halla en sus diferentes aspectos sus propios órganos de ejecución, de percepción, de memorización. La memoria se ha convertido en una mala cosa. Sobre todo, ya no hay necesidad de creencia, sólo de labios para afuera el capitalista se aflige de que hoy día ya no se crea en nada” (1998: 258).

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Jaime Alé” (citado el El Mercurio, 10/11/13. Énfasis agregado). La velocidad de la producción contemporánea es la que permite la feroz competencia que hoy se da entre las empresas, en este caso, del retail, teniendo como consecuencia la modulación del comportamiento de los consumidores, pues son estos quienes se ajustan a tal velocidad. Actualmente las tiendas cambian sus escaparates cada mes, ofertando al siguiente aquello que no se logró vender, pues, como agrega Jaime Alé, “no es rentable tener bodegas en las tiendas por el alto costo del metro cuadrado en los malls y centros de la ciudad donde se ubican, tampoco guardarlas lejos por el costo de traslado y además porque el vestuario se deteriora y pasa de moda”. Así, el cliente se contenta no tanto por haber comprado un producto que “todavía” podría estar de moda, sino porque estaba rebajado, afirmándose así “el principio del Flujo de cualquier-cosa-que-esté-de-moda”. En cuanto al origen o la calidad del producto, es irrelevante frente al 50% menos que se acaba de pagar por un producto. Retomando el análisis de Foster, es constatable una fuerte presencia de la cultura sin perfil, donde el diseño (design) aparece como la forma, quizá la estrategia, en que ella ha comenzado a fagocitar lo que le rodea, fundiendo así el arte y la vida, pero no a la manera pretendida por las vanguardias a inicios del siglo XX, que buscaban la libertad total, sino insertándose de lleno en lo comercial, pues hoy todo “parece considerarse diseño” mercantil, desde los jeans que usamos hasta nuestros mismísimos cuerpos, por no mencionar los genes.2 El diseño contemporáneo, que retorna fuertemente con ecos del Art Nouveau y su predilección por la decoración total (y la indiferenciación objetual), habría pervertido los deseos de la Bauhaus y otros movimientos similares, al instalar un circuito cerrado y ultrafast, casi perfecto, entre producción y consumo, operación que Occidente aprendió sagazmente de la Toyota y su sistema de justo a tiempo, el que articulado a la informática, hizo desaparecer 2

Gracias las empresas del genoma, se podrán rediseñar nuestras vidas, al transformarnos en los “verdaderos actores” de nuestra salud; al detectarse nuestros “riesgos” patológicos, no solo seremos los clientes potenciales de las farmacias, sino también los únicos responsables de nuestros cuerpos. 16

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las bodegas, incluso la de los supermercados, que más que vender productos, venden el espacio para su circulación; tal evento clausura o restringe las posibilidades de maniobra que otrora tuvo el arte (y la cultura en general), al sacrificar tanto su semiautonomía como sus posibilidades de interrupción. A lo que apunta Foster es a que actualmente la producción no presupone al consumidor, lo incluye (cuando no lo inventa o produce) gracias a que “la retroalimentación se convirtió en un factor de la producción” (19), llegando a instancias donde el mismo consumidor puede devenir su propio diseñador, pues el mercado y la genética tienen la gentileza de entregarle a sus clientes los materiales e insumos para que así sea: ¡Hágalo Usted Mismo! es el slogan de Homecenter, pero también de Benetton y otras tantas empresas. Pero en nuestra lectura, “sin perfil” no se corresponde, necesariamente, con homogéneo, pues la cultura de la Coca-Cola o de Macintosh, en las que tanto se ha insistido, tampoco son totales, sino axiomatizadoras, y como tal tienen que batallar o competir por su lugar, ya sea para ampliarlo o para no reducirlo, pues de ello dependen no solo sus ganancias inmediatas, sino también, y de manera más fundamental, la acumulación de capital ampliado, pues como mostró Jean-Pierre Duran en su trabajo dedicado a las transformaciones del trabajo en Francia, “las cotizaciones en bolsa aumentan hasta 30 veces más rápido (según los años y de acuerdo con la bolsa) que los dividendos pagados” (2011:94). De manera que la productividad de una empresa es menos relevante que la generación de valor accionario, relevancia que conlleva la posibilidad de presionar cada vez más a los trabajadores, llevándolos al máximo de su rendimiento, pues no solo se debe producir y vender bien, sino cotizar todavía mejor. De lo contrario, las amenazas de cierre no se harán esperar… estrategia retórica que explica porqué hoy se trabaja más duro que antes, independientemente de si se tiene trabajo estable o precario, y porqué han aumentado los discursos del coaching.

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III En El nuevo espíritu del capitalismo, Luc Boltanski y Ève Chiapello (2002 [1999]) realizan una estratégica distinción entre crítica artística y crítica social, la primera heredera de la bohemia parisina, la segunda del marxismo; una sería individual, la otra colectiva; con el fin de hacerse tolerable, la crítica artística habría sido axiomatizada por el capitalismo, mientras que la crítica social habría sido relegada, junto al movimiento obrero, a la oscuridad de la noche (293-298). Así, frente a la fábrica disciplinadora y enajenante, se nos devolvió la autonomía sobre nuestras vidas y nuestras formas de hacer, lo que implica, a fin de cuentas, un nivel de explotación mayor, dado que no solo nuestro cuerpo, sino también nuestra mente, están ahora al servicio del capital. Y todo supuestamente gracias a una radical generación estudiantil, cuyas prácticas de resistencia fueron absorbidas por la denominada clase “creativa”. Richard Sennett no está lejos de esta mirada cuando señala en La cultura del nuevo capitalismo: “La declaración de Port Huron, documento fundacional de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo del Estado como con las corporaciones multinacionales; ambos regímenes parecían prisiones burocráticas […] En la actualidad, la meta de los gobernantes, tal como lo fuera para los radicales de hace cincuenta años, consiste en desmontar la rígida burocracia” (2008: 9-10). De alguna manera, en ambos libros se encuentra la insistencia de que la crítica que la izquierda radical de los sesenta y setenta realizó al estatismo, pisaba el mismo suelo del liberalismo: “era, de alguna manera, liberal sin saberlo” (297), agrega Sennett. Aquí por supuesto no se está criticando a una generación estudiantil, sino también al pensamiento radical que le acompañó; sin embargo, los últimos cursos que Michel Foucault comenzó a dar hacia fines de los setenta contienen el más claro y certero análisis del liberalismo, desde Argenson hasta la escuela Chicago, pasando por la social democracia alemana. Allí es donde encontramos un análisis histórico que permite comprender las actuales formas de gobierno

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o aquello que Foucault llamó gubernamentalidad, una estrategia de control que obviamente no surge en un par de años, en tanto respuesta a una juventud “rebelde”, ni apoderándose de una determinada forma de la crítica: “vivimos en la era de la gubernamentalidad descubierta en el siglo XVIII”, señaló el pensador francés, término con el cual refiere un arte de gobernar que es mucho más sutil y dominante, dado que lo que toma a su cargo es la de vida, pero no desde el punto de vista disciplinario, sino de la seguridad, pues lo suyo no es ni la vigilancia directa ni el encierro, sino la conducción, a la distancia, de nuestras conductas. La publicación de sus últimos cursos ha permitido toda una revisión del trabajo foucaultiano, cuya lectura se hace una vez más actual y necesaria. De ahí que resulte sintomático que no sean pocos los intelectuales que continúan considerando a Foucault como el filósofo del poder, desde Baudrillard a Said, pasando por la ignorancia supina de la intelligentsia chilena, que, ad-hoc a los requerimientos del capital, le basta con leer libros para principiantes y hablar de la caduca sociedad disciplinaria, pero resulta que la disciplina dejó de ser central hace un buen tiempo, puesto que la llamada sociedad de seguridad asumió el lugar dominante de los dispositivos de sujeción. Es cierto que el mismo Foucault habría dado lugar a esta lectura, al señalar al inicio de La voluntad de saber (1976), en sus primeras palabras, que “durante mucho tiempo habríamos soportado, y padeceríamos aún hoy, un régimen victoriano” (2002: 9. Énfasis agregado). Pero como es sabido, luego de este libro Foucault realiza una autocrítica, que le lleva incluso a no publicar la continuación de su Historia de la sexualidad sino hasta varios años más tarde. En el periodo lectivo de 1876-1877, Foucault tiene un año sabático, en el que no da cursos en el Collège de France, pero en el que sí trabaja e investiga, pues las lecturas de este tiempo le llevarán a presentar Seguridad, territorio y población (1977-1978) y El nacimiento de la biopolítica (1978-1979), los cursos que marcan un giro radical en su trabajo, volcándolo hacia la ética, de la que se encargará en sus últimos años. Pero ya en 1977 vemos una distancia respecto a su

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noción de poder y, sobre todo, de disciplina, pues en una entrevista realizada en noviembre de aquel año, señalaba: “Las sociedades de seguridad que están en proceso de formación toleran por su parte toda una serie de comportamientos diferentes, variados, en última instancia desviados y hasta antagónicos entre sí; con la condición, es cierto, de que se inscriban dentro de cierto marco que elimine cosas, personas y comportamientos considerados como accidentales y peligrosos […]. Es un poder más hábil, más sutil que el del totalitarismo […] es un nuevo tipo de poder” (2012: 51-52). Se trata de una noción distinta de poder, una que incluso le lleva a reemplazar su antigua noción de poder, y que Foucault llamará gubernamentalidad, con lo cual se quiere referir, por una parte, racionalidades o programas de gobierno, que re-presentan y conocen un fenómeno y, por otra, tecnologías, que actúan y transforman dicho fenómeno. Las racionalidades son estilos de pensamiento, maneras de traducir la realidad para volverla objeto de cálculo y programación, mientras las tecnologías se encargan de ensamblar personas (expertos), técnicas, instituciones e instrumentos, cuyo objetivo es la conducción de las conductas (Miller y Rose, 2012). No obstante, hay que aclarar que aquí “no hay sucesión: ley [ie. soberanía], luego disciplina, luego seguridad; esta última es, antes bien, una manera de sumar, de hacer funcionar, además de los mecanismos de seguridad propiamente dichos, las viejas estructuras de la ley y la disciplina” (2006: 26). La pregunta central que se hacía aquí Foucault era la siguiente: “¿Podemos decir que en nuestras sociedades la economía general de poder está pasando a ser del orden de la seguridad?” (26). La seguridad es aquello que Gilles Deleuze señaló en un pequeño ensayo a propósito del control, un dispositivo que opera al aire libre, que necesita y, por tanto, produce libertad y autonomía para crear y para responder a ese deseo que, según Quesnay, busca su propio interés, su propia ganancia; se trata entonces de un dispositivo que se opone punto por punto a la disciplina. Visto así, la seguridad no consiste en un fenómeno reciente, pues encontramos

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sus antecedentes desde el siglo XVII y XVII, por ejemplo cuando se necesitó revisar el ordenamiento de la ciudad, que de amurallada y cerrada sobre sí, debía transformarse en un lugar de circulación política y comercial, que hará de la serie, de los elementos que se desplazan indefinidamente sobre un medio, sobre un soporte material, un objeto que debe ser gestionado, no disciplinado: “el medio aparece por último como un campo de intervención donde […] se tratará de afectar, precisamente, a una población” (41). De aquí se sigue luego la urgencia fisiócrata de dar libertad al comercio y circulación de granos,3 generándose un debate entre mercantilistas (precio fijo, injerencia del estado) y fisiócratas (precio libre, determinado por el mercado), que tuvo como ganador indiscutible a los partidarios del laissez faire, y la posibilidad cierta de introducir en la sociedad los dispositivos de seguridad, que por cierto debían preocuparse no solo del grano, sino del “momento de la producción, el mercado mundial y, por fin, los comportamientos económicos de la población, los productores y los consumidores”. En fin… hay otros ejemplos, como la implementación de la vacunación y su vínculo con la noción de riesgo durante el siglo XIX, y a quien le interese revisarlos, puede retomar los cursos de Foucault, pero antes de cerrar este punto, me gustaría entregar la descripción de esta sociedad de seguridad, sociedad que permitieron los debates económicos y políticos acontecidos entre fines del siglo XVII e inicios del XVIII y otros que le siguieron, aquellos que también se preocupaban no por la prohibición, sino por determinar un marco de acción controlable, en cuyo interior, la autonomía y la libertad es, no solo posible, sino requisito: La disciplina es esencialmente centrípeta […] concentra, centra, encierra […] podrán advertir, al contrario, que los dispositivos de seguridad, tal como intenté presentarlos, tienen una tendencia constante a ampliarse: son centrífugos: se integran sin cesar nuevos elementos, la producción, la psicología, los comportamientos, las maneras de actuar de los productores, los compradores, los consumidores, los importadores, los exportadores, y se integran al mercado mundial. 3

“el principio de la libre circulación de granos puede leerse como la consecuencia de un campo teórico, y al mismo tiempo como un episodio en la mutación de las tecnologías de poder y en el establecimiento de la técnica de los dispositivo de seguridad que a mi parecer es característica o es una de las características de las sociedades modernas” (51). 21

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A continuación, la segunda gran diferencia: por definición, la disciplina reglamenta todo. No deja escapar nada. No solo no deja hacer, sino que su principio reza que ni siquiera las cosas más pequeñas deben quedar libradas a sí mismas. La máxima infracción a la disciplina debe ser señalada con extremo cuidado, justamente porque es pequeña. El dispositivo de seguridad, por el contrario –lo han visto– deja hacer. No deja hacer todo, claro, pero hay un nivel en el cual la permisividad es indispensable” (Foucault, 2004: 67).

A estas diferencias, habría que agregar una tercera, dado que si la disciplina opera mediante un código que permite o prohíbe, un código o una ley que norma, la seguridad suspende estas opciones, en función de instalar las tácticas y estrategias necesarias que permitan regular y modular los deseos y ya no disciplinarlos. Como señaló Foucault en una clase titulada “Gubernamentalidad”, la ley no es la mejor forma de gobierno, ya que ella se cierra sobre sí y al hacerlo, dificulta la maximización o intensificación de los procesos que un gobierno dirige. Hoy es un lugar común afirmar que la burocracia, así como el modo de acumulación fordista, operaron normativamente, cuestión por cierto que Max Weber analizó espléndidamente en sus trabajos dedicados a la jaula de hierro. Interesa, sin embargo, buscar una hipótesis para determinar qué ocurrió para que la disciplina pasara a un lugar secundario luego de que el hierro también de desvaneciera en el aire y diera pie para que los herederos de Adam Smith se impusieran sobre Taylor y Ford: el quiebre de los acuerdos de Bretton Woods, y el consecuente fin de las restricciones nacionales al capital son acontecimientos que contribuyen a explicar el paso a la libre circulación del capital (Sennett, 2008: 13 y 37), así como dos siglos antes se había dado pié a la libre circulación del grano. En otras palabras, el quiebre de Bretton Woods habría permitido reenviar al lugar dominante las técnicas de seguridad, que esperaron por dos siglos hacerse con el control del funcionamiento de la población, porque el liberalismo no piensa en un pueblo estratificado, sino en la población en general, aquella que ya nos encontramos en la época de Malthus, haciéndose cargo de una bioeconomía que, en tiempos postfordistas,

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vuelve a emerger, y lo hace con toda la fuerza que puede. De manera que lo que aquí tenemos es una economía política que toma a su cargo a la población en su conjunto, hoy diríamos que mundial, mediante técnicas que la articulan con el territorio y la riqueza, pero también con la subjetividad de las personas que la constituyen, porque esta bioeconomía se dirige al todo y a sus unidades, y lo hace incentivando la libertad y la autonomía, lo que equivale a señalar que tal acento “no es otra cosa que el correlato de la introducción de los dispositivos de seguridad” (Foucault, 2006: 71) en el descampado neoliberal que habitamos. Se trata de una desestatización que incentiva la responsabilidad individual, desde la salud y el auto-empleo, pasando por la educación, que ahora deben depender exclusivamente de cada uno; por supuesto que va más allá del tema del acceso, ya que apunta a la gestión de uno mismo: ya no depender del médico, por ejemplo, sino, gracias al estudio del genoma, conocer nuestros propios riesgos y manejarlos; o, bajo la lógica del capital humano, considerar que el tiempo que le dediquemos a nuestra formación, debería ir en beneficio de nuestras futuras rentas. Esta forma de gobierno, por tanto, es indirecta y distanciada, una forma biopolítica que gobierna mediante el autogobierno, y que para ello fomenta la autonomía e incentiva el emprendimiento. Este escenario nos lleva obviamente más allá del lugar de la crítica artística y su supuesta incidencia en las actuales lógicas del capital, nos lleva hacia la empresarización de sí y el capital humano, como también hacia la producción y el consumo de la libertad encarnada en la figura del emprendedor, esa figura que caracteriza tanto a los profesores Part-time como al mismísimo Sebastián Piñera. No por nada el giro de Foucault se da en el momento en que la escuela económica de Chicago comienza a liderar el saber económico del mundo, favoreciendo la microeconomía, la economía de la vida cotidiana, pues no otra cosa es la libertad de elegir a la que se empuja a los consumidores. Lo que comprendió muy bien Foucault leyendo a los neoliberales de Chicago fue que el mercado dejó de ser un lugar

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de jurisdicción, al transformarse en un lugar de veridicción. Un buen o mal gobierno (estatal) dependerá de si favorece o no al mercado, si interviene lo menos posible en él, pues hacerlo sería incurrir en un artificio que dañaría su supuesta naturalidad. El “precio verdadero de las cosas”, para tomar prestada una idea de Fredéric Gros, determina la verdad de la política, de cualquier política. La gubernamentalidad, entonces, no es solo el gobierno del presente, también es su crítica, pues nos permite comprender mejor el lugar que la empresa y la empresarización de sí tienen en el siglo XXI. IV En su rimbombante crítica a una agónica burocracia, hacia fines de los años setenta Michel Croizer promocionaba la forma que la debería reemplazar: “La empresa es antes que nada la realización de un emprendedor: de alguien que emprende, que innova, que hace lo que no se espera de él, que aporta pues alguna cosa a la sociedad. Sin empresario innovador una sociedad se esclerotiza y declina. Además, una empresa es una institución en el sentido sociológico, la mejor institución que los hombres han creado hasta hoy para cooperar, para realizar lo que no habrían podido hacer de permanecer aislados [...] Despertar a la sociedad, devolverle su tono, supone ante todo liberar el espíritu de empresa” (1979: 192). De modo que la empresa, aquella institución que supuestamente no gustaba a los franceses, puesto que, según el autor de La sociedad bloqueada, preferían el espíritu rentista, representa un renovado modelo de civilización, ad hoc a los tiempos postindustriales: el emprendimiento desbloquea una sociedad gastada y permite salir de la crisis de la democracia –esa que cartografió junto a Samuel Huntington–, problemáticas que, para Crozier, también anidaban en los revolucionarios deseos sesentayochistas; de ahí que el acontecimiento llamado mayo del 68 no habría consistido en “una situación revolucionaria, en el sentido

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marxista, sino más bien en una profunda crisis que fue revelada [unfolded] de forma revolucionaria, y el mensaje que este arrojó quería decir algo” (1973: 128). Adelantándose a Friedman, Crozier apuntaba a que prácticamente “en todo occidente la libertad de elegir de los individuos se ha incrementado tremendamente” (1975: 25), no así las condiciones para su realización. Por ello la revuelta juvenil representaba “un punto decisivo principal” (1975: 26). No hay que ser un gran lector para comprender que el mensaje que portaba la revolución no era el mismo mensaje que comprendió Crozier, que es, de alguna manera, el que ha terminado primando, como veremos luego. Relevante para nosotros es que este sociólogo intentaba dirigir a la sociedad postindustrial, pues concuerda aquí con Daniel Bell, hacia su empresarización, quería reemplazar al Estado por las empresas y alcanzar así la tan ansiada libertad. A inicios de los noventa, Crozier señala que lamentablemente la sociedad seguía bloqueada, pero en Chile, una revolución silenciosa cuajada desde los años setenta cumplía su sueño, y nos hablaba de una emergente, aunque ingratamente desapercibida “sociedad de las opciones”. El personero del Consejo Económico y Social de Chile para 1988, señaló que, de mantenerse la estabilidad política, i.e. la dictadura, Chile sería un país completamente libre y desarrollado para el año 2000, similar a la California que cobija a Silicon Valley: “la riqueza potencial que posee y la calidad de sus profesionales”, señaló Joaquín Lavín, “harán de este país, una nación líder en la exportación de uva, la incorporación de tecnología a la agricultura y la fabricación de programas computacionales”. Pero no solo toda esta maravilla, dado que también tendríamos veloces sistemas de transporte que conectarían a Chile, y la descentralización habría sido casi completa, dado que la importancia de Santiago habría disminuido de manera considerable. Definitivamente estábamos más cerca de Australia de que nuestros vecinos Perú y Bolivia. Sería iluso creer que Lavín vivía en el mundo de Bilz y Pap. Lo suyo era una retórica neoliberal exhibitista dirigida a la mantención de

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Pinochet en el gobierno, y es desde esta óptica que se lo ha criticado. Sin embargo, podemos rastrear en su panfleto el advenimiento de la sociedad futura, la que los neoliberales llamaban la sociedad del capitalismo popular, aquella donde “la difusión de la propiedad privada de los medios de producción del país” (Valenzuela, 1989: 175) comenzaba no a desbloquear, como pregonaba Crozier, sino a desmantelar lo que incluso en Chile podríamos llamar sociedad fordista, con el sistema de seguridad estatal que le acompañaba, iniciándose el rápido camino hacia el autogobierno. El capitalismo popular fue el complemento de la privatización de la sociedad y la empresarización de sí que, gracias a la ley General de Universidad de 1981, comenzaban a instalar una antropología neoliberal: el capital humano. El capital humano es literalmente la transformación del ser humano en una máquina o como señaló el decano de la facultad de Economía de la Universidad de Chicago, Theodore Schultz (en una conferencia que dio en Chile en 1962), la transformación de cada ser humano en un capitalista o en un emprendedor, cuestión que se logró al transformar el saber en un bien de consumo. Gracias a la teoría del rational choise, se pensó el trabajo no como un proceso, sino como una actividad que, cuando entra en acción, obtiene utilidades; se reintrodujo el trabajo (intelectual y material) en el análisis económico, y lo desdoblaron en una renta y en un capital; de manera que un sueldo ya no es un salario sino la renta de un capital, y un capital es lo que permitirá recibir ingresos a futuro, un capital que se pone en juego a la hora de entrar al mercado laboral, y que no solo tiene que ver con el saber, sino también con la idoneidad que se tiene para invertir el propio capital, con las competencias y habilidades, o con los talentos, pues el capital humano bien puede ser la voz de María Callas, la destreza danzarina de Michel Jackson, la psicología de Pilar Sordo, el conocimiento de la obra de Platón o el manejo de la teoría cuántica (rodríguez freire, 2012). El capitalismo popular, por su parte, es la difusión de la empresa privada entre distintos sectores de la población, es decir, cuando los trabajadores de una empresa

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compran acciones de la misma y se transforman así también en sus propietarios. Esto comenzó gracias a la privatización de la empresas públicas (las AFP, pero también con algunos bancos), las que si teóricamente pertenecían a todos los chilenos, no lo eran fácticamente. En el exitoso balance del capitalismo popular que el economista Mario Valenzuela (1989) hacía a fines de los 80, se señalaba sin tapujos que la meta era “incorporar a todos los individuos en la generación de riqueza de las empresas y así lograr una mayor identificación con ésta y compromiso con el resultado operacional mismo” (198-199). En otras palabras, la meta era quitar el antagonismo histórico que fundaba la relación entre trabajadores y capitalistas, y así asegurarse el desbloqueo al desarrollo del capital. Para ello, sobre todo los más jóvenes, el centro de esta economía política, recibieron importantes créditos CORFOS, lo que logró que a tres años de implementada la medida, casi tres millones de trabajadores eran también empresarios. En una nota al pie, Valenzuela señala: “De acuerdo a cifras de la Superintendencia de Bancos e Instituciones Financieras, a diciembre de 1987, del total de los accionistas populares de los bancos de Chile y de Santiago, casi un 40% tiene menos de 35 años y un 64% menos de 45. Ello significaría que la juventud tiene gran interés en cimentar la capitalización de las empresas del país” (185). De ahí la alegría de Lavín cuando afirmaba que: En los últimos dos años, el desarrollo de la mentalidad empresarial entre los jóvenes ha sido sorprendente, dando lugar a congresos de nuevos empresarios, concursos de proyectos de nuevas Empresas [Lavín escribe aquí con mayúscula, tal como se escribe Estado], desarrollo de fondos de capital de riesgo, y de diversas otras iniciativas. A consecuencia de esta valoración creciente del rol del empresario, muchos de ellos son hoy invitados frecuentes a programas de televisión, o mantienen columnas en los diarios, mientras algunos se han atrevido, incluso, a comenzar a aparecer en su propia publicidad. Es el caso de Fabrizio Levera, quien al estilo de Iacocca, publicita sus productos personalmente, amparado en la música de Gigi, el amoroso (Lavín, 1987: 20-21).

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De manera que la revolución que se fraguaba durante la dictadura se escondía tras las cifras de televisores comprados y malls construidos, pues consistía en la transformación del trabajador en empresario o emprendedor. Transformar entonces el trabajo mediante la creación de pequeños capitalistas es la forma de la actual explotación flexible, el desbloqueo a la libertad de circulación del capital y la producción de la libertad necesaria para ello. Es, en síntesis, la forma de gobernar el presente. V Lo que resulta llamativo en esta forma de gobierno, es la falta de investigaciones y argumentos sólidos que sostengan la implementación de sus políticas neoliberales. Veamos un ejemplo: “Gary Becker y la revolución económica de las decisiones racionales”, es un ensayo escrito por Víctor O. Lima (2007), también profesor de Chicago, donde se resalta las virtudes de quien ha valorizado cada actividad del ser humano, desde tener hijos hasta el matrimonio. Su lectura nos deja perplejos, y no sólo por su redacción (una muestra: “los hábitos, las tradiciones y por el contrario, las adicciones, manifiestan aspectos importantes de comportamiento humano”), sino también por el positivismo radical de sus afirmaciones, las que argumenta con ejemplos burdos hasta el cansancio, tal como lo podemos ver aquí: “el comportamiento manada” o “cascadas de información”, es central a la hora de “cruzar la calle”: “imagine que está esperando para atravesar la calle en una esquina muy concurrida, en la que no hay semáforo para peatones” (231). La conclusión es la siguiente: “Resulta que si tanto la persona 1 como la 2 cruzan la calle, entonces la 3 la cruzará, incluso si su señal privada indica que no debería” (232). Con razón Lima no tiene reparos en afirmar que: “Sobre la base de unas pocas ideas simples, los economistas han sido capaces de generar teorías consistentes”; o que: “Las implicancias del análisis

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[de Becker] son convincentes, porque son de sentido común, que, como sabemos, es lo central del enfoque económico” (236). Becker es uno de los impulsores de la economización de toda decisión humana, hasta el punto de señalar, en palabras de Lima, que “un hijo es un bien producido por los padres en el hogar, utilizando bienes de mercado… además de tiempo, amor y paciencia” (227). Habría que partir señalando que una disciplina que se otorga el carácter de ciencia, no debería afirmar el sentido común, sino distanciarse de él, algo que en verdad debería hacer cualquier pensamiento o investigación que se precie de tal. Por lo mismo es que Ha-Joon Chang ha enfatizado que “prescindir de la ilusión de objetividad del mercado es el primer paso hacia la compresión del capitalismo” (2012: 34). Podemos discutir el lugar que Chang le otorga a tal develamiento, pero no de su crítica a la pretendida cientificidad del neoliberalismo. Por otra parte, la teoría de la acción racional desconsidera olímpicamente el inconsciente, para no hablar de la noción de gasto esgrimida por Bataille: “el lujo, los duelos, las guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad genital), que representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen su fin en sí mismas” (1987: 28). También habría que decir otro tanto de la noción de don descrita por Marcel Mauss, que refiere al triple acto de dar, recibir y devolver, con interés y sin interés. Tales desconsideraciones entregan una visión del ser humano reducida, pobre, pues éste, considerado en su mínima capacidad, solo parecería responder, como los perros de Pavlov, a los estímulos del mercado, en provecho de maximizar siempre sus propios deseos (Ewald, 2012: 29). Es más, el deseo y el interés parecerían coincidir en el sujeto neoliberal, lo que da lugar a una antropología que reinstala al sujeto cartesiano, pero sobre un escenario postmoderno que no lo acompaña. Por otra parte, el neoliberalismo también se mueve al interior de un mito, el del libre mercado, pues no hay ni ha habido nunca un mercado

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libre, dado que “todos los mercados tienen reglas y límites que acotan la libertad de elección” (Chang, 2012: 25). Esta no es más que una ficción que nosotros mismos mantenemos al votar por políticos que la refuerzan. Estados Unidos es un país tremendamente proteccionista, y que a la par que pregona desde hace más de tres décadas la libertad de elegir, ha experimentado una expansión sin precedentes (nacional e internacional) de su sistema penal (Harcourt, 2011) –aunque en gran medida gracias a la privatización de las cárceles, un gran negocio junto a la educación. En este mismo sentido, los teóricos del capital humano no han logrado establecer una correlación significativa entre educación y crecimiento económico (Pritchett, 2000), y eso es así posiblemente porque desde los inicios de este dispositivo, su única preocupación fue el crecimiento en desmedro del desarrollo (Schultz, 1956). No obstante, Becker es premio nobel de economía, así como Theodore Schultz y Milton Friedman, todos de Chicago, por lo que no está demás culpar de los actuales desastres económicos a la academia sueca, pues sus herederos se han apoderado de casi todas las organizaciones que tienen que ver con políticas económicas (desde la OIM –que ve la migración como inversión de capital humano– hasta nuestros ministerios de educación, que nos miden como Stock de capital humano, pasando por la ONU, el BM, el BID), políticas que regulan nuestras vidas sin que lo percibamos. En cuanto a sus críticas, éstas se han dado principalmente al interior de la economía. Por ejemplo, cuando Schultz señala que la inversión en capital humano (en tanto inversión económica en educación, salud, etc.) contribuye al crecimiento, más que la inversión en capital físico, el debate se centró en señalar que, por un lado, la idea de inversión en humanos ya estaba en Adam Smith y que, por otro, no está comprobado que el capital humano contribuya, como se dice, al crecimiento económico. Fuera de la economía, la crítica ha sido generalmente moralista (Bourdieu, por ejemplo), de manera que el presente libro tiene por objetivo contribuir a la deconstrucción de los actuales dispositivos de gobierno. Evaluación, gestión y riesgo son conceptos

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operativizados para el control de la subjetividad, no, como hemos insistido, en términos disciplinantes, sino permitiendo la introyección del control. Su lengua es la del management, que en nombre de la flexibilidad y la autonomía, gobierna el presente apropiándose del sentido común y de su lenguaje, pues ello hace más fácil su pliegue subjetivo. Competencias y calidad, por ejemplo, son dos términos que la avaluación tiene a su cargo, pero estos no tienen definición estable, por lo que su examen es radicalmente variable y arbitrario… pero quién osaría a estar en contra de la calidad y de la excelencia, quién se negaría a aprender nuevas competencias. El riesgo, por su parte, constituye el abandono de la noción de peligro, disciplinante, al dar lugar a un escenario en el que se debe anticipar e impedir una situación indeseable (Castel, 1986), como en el relato de K. Dick, lo que da lugar a sospecha infinita de determinadas poblaciones, estadísticamente propensas al delito. Aquí la gestión es tal vez el dispositivo mayor, pues es el que debe rentabilizar al máximo todo lo que pueda ser rentabilizable y deshacerse de lo tóxico y desechable, incluyendo seres humanos. Todo lo que logre ser atrapado por su lógica de cuantificación, cálculo y gestión hablará con el lenguaje de los datos y las cifras, por lo tanto, los sistemas de referencia, el monitoreo y la evaluación se hacen imprescindibles para garantizar “calidad” y “excelencia”. Los contenidos, las ideas y la crítica son cada vez más prescindibles, por no decir innecesarios por subjetivistas. En conjunto, aquí tenemos la articulación de una racionalidad técnica neoliberal cuya operatividad los ensayos del presente libro tratarán de desmantelar, después de todo, ¡la economía bien podría ser una broma! ¡Igual que la estadística!

Viña del mar, noviembre de 2013

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Políticas de Transferencia de Renta Condicionada Racionalidades, programas y tecnologías Mónica de Martino

Introducción El debate internacional sobre Programas de Transferencia de Renta Condicionada (PTC), entendidos como un tipo específico de Política Pública de transferencia monetaria a familias o individuos, ha venido ampliándose a partir de la década de los ochenta en un panorama de grandes transformaciones económicas, especialmente a nivel del mundo del trabajo y en las condiciones de vida de la población (Atkinson, 1995; Brittan, 1995; Bresson, 1993; Vuolo, 1995; Gorz, 1991). Los PTC, en variados casos en América Latina, son programas focalizados en los segmentos más pobres de la población y transfieren renta de manera condicionada al cumplimiento de determinadas exigencias que deben ser cumplidas, ya sea por los individuos como por las familias, en el campo de la educación, la salud y el trabajo, especialmente. La transferencia de renta y la exigencia de contrapartidas se basan en tres presupuestos. A saber: (i) la convicción de que las transferencias y las contraprestaciones contribuyen a interrumpir la reproducción intergeneracional de la pobreza; (ii) la articulación de las partidas económicas con políticas y programas estructurantes constituiría una estrategia política relevante para enfrentar las desigualdades sociales y económicas; y (iii) las contraprestaciones representarían el ejercicio de ciertos derechos y ejercicio también de la ciudadanía, como elementos insustituibles para alcanzar autonomía e inclusión social. Desde otra perspectiva, las condicionalidades representan

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una concepción de protección social como “inversión en capital humano”, en tanto que “[...] la reproducción intergeneracional de la pobreza se debe a la falta de incentivos necesarios para mantenerlo e incrementarlo para el uso de la red estatal de servicios en el ámbito de la educación, salud y nutrición” (Pereira y Stein, 2010: 120). Globalmente, los PTC poseen un discurso “innovador”, basado en el principio de “ciudadanía activa” del individuo, entendida como la posibilidad de asumir elecciones con libertad. Desde este enfoque, los PTC deben aportar las “herramientas” y las “capacidades” para que los individuos superen la situación de pobreza e indigencia. Todo ello a partir de una concepción de pobreza basada en carencias individuales, lo que denota el ideario conservador que alimenta este tipo de programas (Castro, 2010). Por último, cabe una apreciación: no es objetivo de este texto realizar un debate global sobre los PTC. Remitimos al lector a la amplia bibliografía existente al respecto. Tan sólo nos mueve el interés de delinear algunos de sus trazos en la clave analítica elegida, aquella que hace a la gubernamentalidad, en tanto forma específica de gobierno, en este caso, de los pobres. Acerca de la gubernamentalidad El sustento de nuestro abordaje no lo constituye solamente el referencial teórico de Michel Foucault, sino también las líneas de investigación que, desde la década de los noventa, un conjunto de investigadores anglosajones comenzaron a delinear en torno de la problemática del gobierno y del Estado. Sus obras, en conjunto, son reconocidas y denominadas como governmentality studies; no llegan a conformar una escuela de pensamiento sino que incorporan planteamientos heterogéneos que abrevan en conceptos, muy poco tematizados, como gobierno y gubernamentalidad, y lo hacen de manera crítica.

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Estos enfoques neo-foucaultianos revelan, como se deriva del ítem anterior, una suerte de acercamiento entre las miradas foucaultianas y marxistas a partir de la significativa modificación del concepto de poder que Foucault inscribió en sus escritos a finales de la década de los setenta, como veremos posteriormente. No pueden ser ubicados dentro de la ortodoxia conceptual de la filosofía política y de las teorías sociológicas clásicas con relación a los temas involucrados. Mirados desde esta perspectiva, pensamos que pueden aportar a la construcción de alternativas teóricas, especialmente si tenemos en cuenta que los profundos procesos de transformación sufridos en el Siglo XX y XXI requieren la re-elaboración de aquellos referentes surgidos en el Siglo XIX, como lo señalara hace algunos años Boaventura de Sousa Santos (1995). Esta línea de estudios es fiel a las últimas elaboraciones foucaultianas respecto a la gubernamentalidad, en el sentido que intentan desarrollar una analítica del poder político, pero abordando la cuestión del gobierno como un ejercicio, tratando de desentrañar en qué consiste el mismo y en cómo se desenvuelve. El foco de atención no está en el Estado, es decir, en el poder político a partir del Estado, sino en la racionalidad o en el arte de gobierno, en tanto forma de responder a ciertas interrogantes: ¿Quién puede gobernar?, ¿qué es gobernar?, ¿qué o quienes son gobernados?, ¿cuánto se puede gobernar? La preocupación por estas interrogantes tiene como interés hacer de ese ejercicio algo que pueda ser fáctico, aprehensible, tanto para aquellos que lo ejercen, como para los sujetos sobre los cuáles se ejerce (Gordon, 1999). Por otra parte, tales autores, con mayor o menor énfasis, advierten acerca de la sobrevaloración del Estado y del problema del Estado, por parte de la ciencia política tradicional. Y lo hacen a partir de la lectura que realizan de la gubernamentalidad. El Estado no sería un monstruo frío que domina, ni el centro único ni privilegiado de las funciones que se le asignan. Por el contrario, sería una abstracción mítica que encuentra un lugar particular en el ejercicio del poder político o del gobierno.

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La máxima expresión de esta posición puede encontrarse en Nikolas Rose y Peter Miller (1992), quienes no abordan al Estado como una entidad con existencia real sino que, apelando a la problemática –no al concepto– de la gubernamentalidad, asumen otra postura que podría resumirse en pocas palabras: el Estado no posee ninguna esencia funcional. Más bien el estado puede ser visto como un modo específico a través del cual se codificó discursivamente el problema del gobierno, un modo de separar una “esfera política”, con sus particulares características de gobierno, de otras “esferas no políticas”, con la cual aquella debía estar relacionada, y un modo a través del cual ciertas tecnologías de gobierno adquieren una estabilidad institucional transitoria y son puestas en relación bajo unas formas determinadas. Situados en esta perspectiva, la cuestión no es considerar el gobierno en términos de “poder del Estado”, sino dilucidar cómo, y en qué medida, el Estado es articulado en la actividad de gobierno: qué relaciones se establecen entre los políticos y otras autoridades; qué fuentes, fuerzas, personas, saberes o legitimidad son utilizados y a través de qué dispositivos y técnicas se tornan operables esas diferentes tácticas (Rose y Miller, 1992) No obstante lo señalado sobre la riqueza y originalidad de este enfoque, vemos que su punto débil fundamental es la sustitución de la criticada sobrevalorización del Estado por una subestimación o banalización del mismo. Si bien la analítica del poder político propuesta abre nuevas miradas sobre la problemática del gobierno, tanto de poblaciones como de sujetos y otras entidades sociales consideradas “no políticas” –como la familia–, creemos excesivo suscribir que el Estado no posee una realidad fáctica. El Estado tiene una existencia y especificidad en el orden de lo real que muchas veces, y no desde la perspectiva arriba delineada, es descuidada ante el énfasis colocado en lo público no-estatal, el llamado Tercer Sector, etc. Incluso los autores citados, violentan al propio Foucault quien ha señalado:

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Es cierto que en las sociedades contemporáneas, el Estado no es simplemente una de las formas o situaciones específicas del ejercicio del poder –aunque sea la más importante– pero de alguna manera, todas las otras formas de relaciones de poder deben referirse a él. Esto no es así porque todas deriven de él, sino mas bien porque las relaciones de poder han llegado a estar más y más bajo el control estatal (aunque este control estatal no haya tomado la misma forma en los sistemas pedagógicos, judiciales, económicos o familiares). Con referencia a este sentido restringido de la palabra gobierno, se podrá decir que las relaciones de poder han sido progresivamente gubernamentalizadas, es decir, elaboradas, normalizadas y centralizadas en la forma, o bajo los auspicios, de Instituciones estatales (2001: 57).

Por último, tal postura teórica conlleva otro riesgo: al presentarse como analítica, tal vez encuentre dificultades en el relevamiento fáctico de las técnicas de poder existentes, aunque la obra de Foucault y otros neo-foucaultianos indican que acceder a la empiria es posible y necesario. Ubicados nuestros referenciales teóricos, acerquémonos al concepto de gubernamentalidad desde la propia obra de Foucault. Sobre el concepto de gubernamentalidad Si bien somos contrarios a delimitar fases en el desarrollo del pensamiento de cualquier autor, para efectos de una exposición más clara, podríamos acordar que la etapa genealógica de Foucault tuvo básicamente dos preocupaciones claras. Preocupaciones que presentamos separadamente pero que se encuentran intrínsecamente relacionadas. En primer lugar: ¿cómo determinadas instituciones producían determinados individuos? O, en otras palabras, el autor critica el efecto disciplinador del poder sobre los individuos al considerar que éstos se transforman en sujetos como producto de mecanismos de poder anclados en determinadas instituciones. Su foco primordial son los cuerpos y su producción en determinadas instituciones disciplinarias.

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Si bien Foucault reconoce la existencia y la necesidad de prácticas de resistencia, parecería que, al mismo tiempo, presenta a los sujetos como instrumentos o efectos de redes y mecanismos de poder. De esta manera respondía a las concepciones liberales sobre el individuo, pero la autonomía del sujeto queda sustituida por una suerte de sujeción externa, heterónoma respecto a los mecanismos de poder. Nuevamente aquí la complicidad ontológica del individuo para con el poder aparece en penumbras. En segundo lugar, hasta mediados de la década de los setenta Foucault analizará el poder básicamente a partir de lo que dio en llamar hipótesis Nietzsche (Foucault, 2000), es decir, la modalidad del poder se expresa en la guerra y en la lucha. Basta recordar para ello las líneas finales de Vigilar y Castigar (1977). Y un punto de referencia fundamental en este tema es la crítica del discurso jurídico-político (1992), donde Foucault propone nuevamente una lectura alternativa a las teorías liberales para las cuales la autoridad legítima se codifica en leyes y se ampara en una perspectiva de derechos. Rompe con esta visión que asimila el poder al Estado, a una posesión –en este caso del Estado– y a efectos fundamentalmente represivos. Su foco de atención no estaba en una mirada macroscópica sobre el Estado, sino en una microfísica del poder y sus estrategias polimorfas y descentradas. En esta analítica del poder Foucault pretendía pensar el poder sin rey (1992d: 111), sustituyendo la ley y el consenso político por la coacción y la guerra. Lo cual, por cierto, puede considerarse una paradoja: ¿si su interés era el análisis de la microfísica del poder, por qué sustituir al Soberano –el Rey en las obras de referencia– por la guerra y la conquista, y hacerlo además con un lenguaje de estratega militar? A esto se suma la relación entre Estado y las formas locales y singulares del poder. Foucault no explicita de qué manera el Estado puede centralizar esas formas polimorfas del poder ni cómo éstas pueden alcanzar cierta coherencia y unificación para definir tendencias más globales. Posteriormente, el autor inicia un claro distanciamiento respecto a estas paradojas o punto sin resolución teórica y comienza

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a separarse de la hipótesis Nietzsche, es decir, la guerra ya no posee capacidad heurística para el análisis de relaciones: La relación de fuerzas en el orden de la política ¿es acaso una relación de guerra? Personalmente, en este momento, no me siento dispuesto a responder afirmativamente o negativamente esa pregunta. Me parece que afirmar lisa y llanamente que hay una “lucha” no puede servir de explicación primera y última para el análisis de las relaciones de fuerza (1992c:226).

Paralelamente, la analítica del poder basada en los procesos disciplinarios de instituciones singulares, que no podía explicar aquellas relaciones de poder ni jurídicas ni disciplinarias, da paso a nuevos intereses. El cuerpo individual y el cuerpo social surgen como objeto de regulación, individuación y normalización. El poder encuentra otra expresión: el biopoder, que se expresa a través de dos tecnologías de poder sobre la vida: una anatomopolítica de los cuerpos (individuales), que aún mantiene funciones de disciplinamiento, además de las ya nombradas, y una biopolítica de la población. (Foucault, 1991). Con relación a lo anterior, es en la obra recién citada que encontramos una de las pocas referencias formales a Marx. “La hambruna del plustrabajo”, ubicada en el Libro I de El Capital es, para Foucault, una explicación para la invisibilidad política del cuerpo y del sexo del proletariado, en función de sus condiciones objetivas de vida (1991: 153). Los puntos de encuentro entre Foucault y Marx –y no solamente ellos– provocan un punto de inflexión teórico fundamental en la obra foucaultiana: el gobierno se transforma en objeto de análisis. La genealogía de las relaciones de poder toma otra dirección: orientación, conducción, conducir conductas, arte de gobernar, formas de gobierno. La hipótesis Nietzsche estaba definitivamente superada. Fruto de un pensamiento que se piensa a sí mismo, este cambio de óptica está en consonancia con su tiempo. Como ya dijimos, ella se produce en la década de los setenta, cuando el patrón de acumulación capitalista, característico del capitalismo monopólico, comienza a

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resquebrajarse, así como sus formas de regulación social: el Estado de Bienestar. No en vano el autor poseía esa preocupación constante por entender su tiempo. Foucault (1992b) comienza a utilizar el concepto de gobierno a partir de su búsqueda genealógica en la literatura contraria a Maquiavelo. Sondea sus definiciones más antiguas y en esa búsqueda logra articular formas de conocimientos, nuevos saberes, estrategias de poder globales y modalidades de subjetivación, para luego acuñar el neologismo gubernamentalidad de la siguiente manera: un conjunto constituido por instituciones, procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas, que permiten ejercer esta forma bastante específica de poder, que tiene como blanco la población, por forma principal de saber la economía y por instrumentos técnicos esenciales los dispositivos de seguridad (1992b: 291-292).

La gubernamentalidad es un neologismo que implica una determinada economía del poder –una forma de gobierno definida por la masa de la población, su volumen, su densidad– y que apunta a las diversas prácticas, destinadas a controlar individuos y colectivos y a generar las formas de auto-gobierno que se pretenden alcanzar (Foucault, 1992b: 292-293). Posteriormente el autor avanzará con relación a este último punto. El ejercicio del poder consiste en guiar las posibilidades de conducta y disponerlas con el propósito de obtener posibles resultados. Básicamente el poder es menos una confrontación entre dos adversarios, o el vínculo de uno respecto del otro, que una cuestión de gobierno [...] El “gobierno” no se refiere sólo a estructuras políticas o a la dirección de los estados; más bien designa la forma en que podría dirigirse la conducta de los individuos o de los grupos [...] Gobernar, en este sentido, es estructurar un campo posible de acción de los otros (2001: 253-254).

Colocando de esta manera la problemática del gobierno –y del Estado– Foucault modifica su anterior noción de poder, lo que le

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permite analizar cómo el ejercicio del poder gubernamental logra alcanzar el auto-gobierno o gobierno de sí y la conducción de la conducta de los otros. Este nuevo arte de gobierno no consiste en aplicar medidas represivas sino en lograr que tanto la disciplina como el control de sí sean “interiorizados”. En el orden social así analizado no sólo se fuerza a la gente, a los cuerpos y a las cosas, sino que éstos juegan, paralelamente, un papel activo. Las técnicas de dominio gubernamental no se basan en la regulación exterior de sujetos autónomos y libres sino en la regulación de las relaciones mediante las cuales éstos se constituyen a sí mismos como tales. Si en el primer volumen de Historia de la Sexualidad, Foucault hablaba de las tecnologías de poder sobre la vida, relacionando el disciplinamiento de los cuerpos concretos con el del cuerpo social, en las clases que dictó en 1978 y 1979 fue aún más allá. Desplegó con mayor énfasis su microfísica del poder hasta llegar a estructuras y procesos macroscópicos (Lemke, 2000, 2001). En estas clases analizó las transformaciones de las tecnologías del poder y su centralización en el Estado moderno, en un proceso que dio en llamar gubernamentalización del estado (Foucault, 2006), entendiendo por tal el entrelazamiento estructural del gobierno de un Estado con las técnicas de gobierno de sí (Lemke, 2000). Neo-liberalismo y gubernamentalidad Las elaboraciones foucaultianas analizadas significan todo un desafío, especialmente con relación a una apropiación coherente de las mismas, en cuanto herramientas teóricas innovadoras provenientes de países centrales. Tal vez nos permitan un acercamiento al ejercicio del poder político y al Estado en las sociedades periféricas como las latinoamericanas. Dentro de este panorama, Lemke (2001), al analizar los cursos de Foucault sobre la gubernamentalidad en esta era del capitalismo internacionalizado, señala que Foucault identificó un nuevo arte de

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gobernar. Este nuevo arte de gobernar incluye la crítica al Estado de Bienestar y la intención de extender la racionalidad económica a lo social, pero ya no recurriendo a la disciplina, sino a la libertad, en tanto imperativo que encuentra hoy su expresión más clara en los teóricos de la modernización reflexiva. Lemke (2001) indica, además, tres líneas a través de las cuáles el concepto de gubernamentalidad nos permite analizar críticamente las formas de ejercicio del poder en las sociedades neo-liberales. En primer lugar, el propio Estado es para Foucault producto de una tecnología de gobierno, si tenemos en cuenta que: Son las tácticas de gobierno las que permiten definir y redefinir a cada instante lo que debe o no competer al Estado, lo que es público o privado, lo que es o no estatal, etc.; por lo tanto, el Estado, en su sobrevivencia y en sus límites, debe ser comprendido a partir de las tácticas generales de la gubernamentalidad (1992: 292).

Si adoptamos esta perspectiva –pues de eso se tratan los guvernmentality studies, que aportan una forma de mirar la realidad– “la retirada del Estado”, “el reinado del mercado”, “el pensamiento único”, “el descrédito de la política y los políticos” pasan a ser no meros slogans sino las expresiones de un programa específico de gobierno. Y tales expresiones se muestran, entonces, como pura ideología, propia de dicho programa. Es decir, esta etapa del desarrollo capitalista no implica la incapacidad de los Estados nacionales para gobernar, sino una nueva ingeniería de las tecnologías de gobierno. A modo de ejemplo, si problemas tales como la pobreza, la exposición a riesgos de diversa índole, el desempleo, se colocan en la órbita de la responsabilidad individual, va de suyo que se tratan ahora de problemas relacionados con los cuidados de sí. La responsabilidad dada a los individuos, familias y otros colectivos, lleva a tal forma de individualización que no permite la idea de que tal tecnología de gobierno se encuentre fuera de la órbita estatal.

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En segundo lugar, la perspectiva de la gubernamentalidad nos permite ubicar cómo se procesa la relación entre ideología y los fenómenos político-económicos. Por ejemplo, las nuevas estructuras productivas y el discurso de la flexibilización. La gubernamentalidad permite, entonces, también indicar que el neo-liberalismo no solamente reproduce las desigualdades sociales, sino que muta los mecanismos de explotación y dominación sobre una realidad social que ha cambiado y mucho. Por otra parte, la imbricación de programas nacionales y programas de organismos internacionales no es ni fundamento ni límite económico para las nuevas formas de ejercicio del poder político, sino que es uno de sus elementos constitutivos. En tercer lugar, y siguiendo al autor de referencia, desde esta perspectiva el neoliberalismo –e incluso muchos de sus críticos– presenta a la economía como una esfera autónoma, pero que extiende sus dominios sobre la política, subrayando la separación entre Estado y mercado. En otras palabras, parecería que hay una economía separada, pura, a la que hay que regular. Así como Marx, en su Crítica a la economía política, indicó que no se trata de transformar las relaciones entre economía y política, sino de transformar las relaciones sociales de poder, para Foucault ni el ejercicio del poder ni el arte de gobernar se limitan a lo meramente político o a analizar el poder de la política, sino a identificar las nuevas formas que asume la economía del poder (1992b: 281-282). En pocas palabras, podríamos señalar que Foucault complementaría la crítica de la economía política de Marx con una crítica de la razón política (Foucault, 1995). Por último, podríamos decir que estos tres puntos se resumen en los efectos destructivos del neoliberalismo sobre los individuos: los procesos de individualización exacerbada, el imperativo de la flexibilidad laboral, de la responsabilidad individual y familiar, la pérdida de la afiliación a ciertos valores individuales, colectivos y/o familiares (Castel, 1997). También Rose y Miller (1992) proponen una serie de conceptos para el análisis de las actuales formas de gobierno. A saber: racionalidades políticas, programas de gobierno y tecnologías de gobierno. Por

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racionalidades políticas entienden los discursos políticos que reflejan las ideas a través de las cuales se analiza la realidad. Más allá de esta definición, poseen un carácter evidentemente moral. En las democracias liberales avanzadas o las sociedades caracterizadas por el capitalismo tardío, los autores identifican una racionalidad de tipo gobierno a distancia. Es decir, la regulación de las conductas no depende solamente de las acciones políticas, leyes o la disciplina a través de la política. Identifican un dominio externo a la política, que si bien es controlado, mantiene su autonomía. Esta racionalidad se caracteriza por la permanente formulación de alianzas: autoridades político-estatales y organizaciones de la sociedad civil; alianzas con agentes independientes como lo pueden ser diferentes profesionales –médicos, trabajadores sociales, managers, planificadores, etc. (Rose y Miller, 1992: 178-180). Pero los involucrados poseen diferentes lógicas –políticas, cognitivas, económicas– que deben ser armonizadas. Al decir de los autores: “Las fuerzas políticas han procurado utilizar, instrumentalizar y movilizar técnicas y agentes distintos de aquellos del ‘Estado’ a los efectos de gobernar ‘a distancia’” (1992: 181). Respecto a los programas de gobierno, implican la formulación de objetivos posibles de alcanzar a partir de ciertas estrategias por parte de las fuerzas políticas, estrategias y fuerzas que tornan posible al objeto de gobierno, de manera tal que pueda ser diagnosticado, medido, calculado y proyectada su evolución. Para ello es fundamental la relación del Estado con las Ciencias Sociales, quienes funcionarían a modo de maquinaria intelectual del gobierno. Esta relación con las Ciencias Sociales permite que la realidad sea pasible de un cálculo político consciente (1992: 182). Por último, las tecnologías de gobierno se refieren a todos aquellos procedimientos y técnicas a partir de las cuáles se puede dirigir la conducta de los otros. De tal modo que individuos, grupos, organizaciones y poblaciones puedan ser regulados según el criterio de la autoridad (182).

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Políticas de Transferencia de Renta y racionalidades en juego. Una aproximación Dicho lo anterior, podríamos pensar los PTC como nuevas formas de gobierno poblacional que representan una particular forma de comprender lo social en sentido amplio. Esta nueva forma de gobierno, o este nuevo arte de gobierno, en palabras de Foucault, no consiste en aplicar medidas represivas sino en lograr que tanto la disciplina como el control de sí sean interiorizados. En el orden social así analizado no sólo se fuerza al individuo, a los cuerpos y a las cosas, sino que éstos juegan, paralelamente, un papel activo. Las técnicas de dominio gubernamental no se basan en la regulación exterior de sujetos autónomos y libres, sino en la regulación de las relaciones mediante las cuales éstos se constituyen a sí mismos como tales, como sujetos, en el sentido estrictamente foucaultiano (Foucault, 1992b). Nuevamente la familia aparece aquí como espacio social privilegiado. Veamos ahora a partir de qué componentes se intenta concretar lo antedicho. La teoría del capital humano como dispositivo biopolítico La implementación de este tipo de programas, en tanto prácticas políticas, tiene precisamente una de sus manifestaciones en la progresiva adopción de la teoría del capital humano para comprender la pobreza y la naturaleza humana, así como los derechos sociales y las formas de garantizarlos. Es en esta teoría que se sintetizan tres rasgos de la racionalidad que alienta tal tipo de programa. El abordaje de la pobreza como una particular ingeniería de “activos”, “capacidades” y “logros” merece una serie de apreciaciones (Sen, 1985, 1995, 1999a, 1999b). En primer lugar, si bien se reconoce el carácter multidimensional de la pobreza que tal enfoque aporta, parece ser que olvida el carácter estructural de la misma. Podríamos

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agregar otras críticas más elementales: su definición de la pobreza vinculada a la libertad abandona la idea marxista que ésta sólo comienza cuando se supera la satisfacción de las necesidades o el mundo de la necesidad, pues el autor piensa la pobreza sin pensar en su opuesto: la riqueza y su acumulación. Este formato de política social califica la pobreza y la desigualdad como un problema de “buena o mala capacidad” con las que los individuos deben responder a la correcta utilización de los recursos que permiten la integración respecto al mercado (Cattani, 2008); de ahí que los PTC se dirijan “(…) en particular a aquellos sectores socioeconómicos que tienen restringidas sus oportunidades de incorporarse al mercado de empleo por diversas razones” (Plan de Equidad, 2008: 10). El pobre es entendido como un individuo incapaz que no logra integrarse al mercado de trabajo, y, por ende, con dificultades para garantizar su sobrevivencia. Del mismo modo parecería que los pobres tampoco saben con exactitud qué es lo que necesitan o qué deben hacer con sus recursos. Siendo así, es coherente que la intervención del Estado tienda a desarrollar estrategias vía transferencia de renta y capacitaciones dirigidas a los individuos en condición de pobreza, entendidas como inversión en “capital humano”, con la finalidad de que éstos logren su desarrollo individual en el mercado (Vecinday, 2010). De este modo, la explicación de la pobreza remite a la “falta de capacidad” individual para integrarse y competir en el mercado. En las nuevas versiones de programas de transferencias condicionadas implementadas en América Latina a partir de la década de 1990 se busca lograr ciertos comportamientos por parte de los hogares, como asistencia al sistema educativo de los niños y niñas y cuidados de la salud de los niños, niñas y de las embarazadas. El objetivo del sistema sería entonces proporcionar una transferencia de ingresos a los hogares con niños, niñas y/o adolescentes a cargo a cambio de contrapartidas sencillas en salud y educación (Plan de Equidad, 2008: 33).

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Pero a la hora de analizar las técnicas y procedimientos prácticos utilizados vemos el predominio de una determinada razón económica, un segundo rasgo a destacar. El ingreso es la variable que “define” la pobreza; el ingreso es la variable que “determina” la población objetivo. Como una hidra de dos cabezas, la pobreza, a través de la teoría del capital humano, es entendida de manera casi exclusivamente cultural. Mientras que a la hora de la instrumentalización, la pobreza es entendida de manera casi exclusivamente económica. Si bien tal abordaje de la pobreza y la condición humana redescubre un sujeto con amplios márgenes de libertad, el principio de la administración de activos y capitales implica necesariamente un sujeto racional, aquel sujeto que, si bien hijo de la Ilustración, no es totalmente transparente para sí. Vaya paradoja: el sujeto reflexivo en contextos de incertidumbre es aquel de la Ilustración que se piensa se ha desmoronado (Zizek, 2001). Paralelamente, la individualización de los problemas sociales, entre ellos la pobreza, es acompañada por una suerte de antropologización de la misma, lo que constituiría un tercer rasgo a subrayar. Parecería que la pobreza, en lugar de poseer raíces estructurales, es una suerte de atributos negativos imputados a aquellos que viven en condiciones objetivas desfavorables. Nacer y vivir en condiciones de pobreza se transforma en la configuración de un nuevo “anthropos”: el homo pauper, humanamente deficitario, humanamente irracional, humanamente “inorgánico”. En definitiva, lo que queremos señalar, es que los sustentos de estos programas parecería que fortalecen este tipo de construcción de la noción de pobreza, altamente individualizada, entendida culturalmente pero operacionalizada económicamente. Filosóficamente la economía clásica y neo-clásica acuñó la expresión homo economicus como forma de denotar una manera de ver al ser humano, entendido como una persona racional, capaz de decidir y actuar con conocimiento de causa y que persigue alcanzar ciertos beneficios siguiendo principios de menor esfuerzo y mayores

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logros. En otras palabras, un ser humano que racionalmente sigue principios de costo-beneficio. Es, por cierto, también el hombre al cual apela Sen (De Martino, 2013). Pero si el homo economicus se caracterizó por ser hombre, blanco, racional, inserto en el mercado laboral, el homo pauper se fragmenta en múltiples identidades. Hace referencia a la mujer y al hombre, madres y padres de familia pobres, aquella sospechosa de abandonar o de descuidar a sus hijos, así como de malgastar los magros ingresos familiares. Es un antrophos sexualizado y que ha procreado, porque ser padre/madre de numerosa prole sería otra característica de la pobreza. Tenemos, así, un homo pauper dicotómicamente sexuado, procreador irresponsable, con sus rostros teñidos por diferentes etnias y sus respectivas mezclas. Por último, un homo pauper sin la disciplina del trabajo, a veces, con la (in)disciplina de los trabajos zafrales cuyos ingresos se disipan no se sabe a ciencia cierta de qué manera. Si tomamos al homo economicus, en tanto anthropos, como parangón, podríamos pensar que este tipo de programas se circunscriben y son concebidos como programas correctivos de aquel homo pauper, en el afán de hacer reconocible en él el rostro estructuralmente desdibujado del homo economicus (De Martino, 2013). A modo de resumen, si la pobreza se asocia a capacidades y logros individuales, la responsabilidad última de la situación de pobreza recae en el propio individuo. Vemos aquí la racionalidad última de los PTC: la individualización de la pobreza, específicamente si nos atenemos a sus objetivos generales de combate a la misma. Individualización que es habilitada por una particular forma de comprender la pobreza y al individuo pobre. Esto nos lleva a delinear la siguiente hipótesis. Podríamos sugerir que la teoría del capital humano se ha transformado en un dispositivo biopolítico para la gestión tecnocrática de la pobreza e individualización de los problemas sociales (Mitjavila, 1999). El desarrollo de las capacidades, el aumento del capital humano, se

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encuentra dentro de las posibilidades de cada individuo, de cada beneficiario. En una lectura donde la pobreza puede leerse casi como un estilo de vida que se elije, una vez otorgado el beneficio, será responsabilidad de los propios individuos o familias el poder superar su situación. En líneas generales podemos decir que las familias pobres son abordadas como “responsables” de déficits de socialización que atentan contra la administración eficiente de los propios recursos familiares. Esta tendencia expresa una nueva relación entre las tecnologías sobre la vida y la familia: parecería que los PTR apuntan a la familia como “locus” en el cual deben generarse formas de conducir conductas. Se puede agregar que la teoría del capital humano ya no puede considerarse como mero criterio interpretativo, sino como dispositivo que incorpora a la familia ya no como entidad pasiva ante la colonización técnica (Donzelot, 1986; Lasch, 1991), sino como un agente activo en la implementación de nuevas tecnologías del poder. A este Estado gubernamentalizado, por tanto, que fomenta el autocontrol y la capacidad individual o familiar de administrar “activos” bajo un discurso basado en derechos, le corresponde una específica forma de ejercicio del poder. El ejercicio del poder consiste en guiar las posibilidades de conducta y disponerlas con el propósito de obtener posibles resultados [...] El “gobierno” no se refiere sólo a estructuras políticas o a la dirección de los Estados; más bien designa la forma en que podría dirigirse la conducta de los individuos o de los grupos (...) Gobernar, en este sentido, es estructurar un campo posible de acción de los otros (Foucault, 2001: 253-254).

Programas y Tecnologías de Gobierno Continuando con las definiciones aportadas por Rose y Miller (1992), cabe detenernos en otros aspectos que hacen a las características asumidas por los PTC. Aspectos más cercanos a la operacionalización de las racionalidades en juego, tanto en términos

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de discursos gubernamentales como de instrumentos utilizados a nivel de este tipo de programas. Dada su estrecha vinculación, hemos decidido ordenarlos en forma de pares conceptuales, de manera tal que a un cierto discurso programático se asocia una tecnología específica. Veamos solamente aquellos que consideramos más sobresalientes. La apelación a los derechos y la contractualización de la asistencia En un contexto de alta individualización, no es llamativa la contradictoria presencia de un discurso basado en Derechos a la hora de analizar los PTC. Los Derechos del Hombre, los Derechos Humanos, aquellos vinculados a la ciudadanía, los de los niños, niñas y adolescentes, los de las mujeres, minorías étnicas, sexuales, etc., parecerían ser hoy una suerte de panacea frente a lo que he dado en llamar la reproducción ampliada del dolor y reproducción reducida de la ciudadanía en nuestras sociedades actuales. Las dosis de violencia, material y simbólica, que se reflejan en las formas y expresiones de la pobreza, parecen ser sumisamente aceptadas, pasivamente contempladas y naturalizadas. Así, por ejemplo, en el análisis documental de diversos programas en nuestro país, se refleja la naturalización de las diferencias de clase, que son catalogadas como diferencias de “origen”, “de nacimiento”. A esta actitud digamos pasiva, llama Zizek (2005) la suspensión política de la ética, y ante ella el discurso basado en derechos parecería ser un contrapeso. No obstante, ese contrapeso aparece como despolitizado; en palabras de Brown: se presenta como algo antipolítico, una pura defensa de los inocentes y desposeídos contra el poder, una pura defensa del individuo contra las inmensas y potencialmente crueles o despóticas maquinarias de la cultura, el Estado, la guerra, el conflicto étnico, el tribalismo, el patriarcado y otras acciones o decisiones del poder colectivo contra los individuos (Brown, 2004: 453).

Pero la pregunta que plantea la autora es interesante:

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¿Qué clase de politización ponen en marcha (aquellos que intervienen a favor de los derechos humanos) contra los poderes a los que se oponen? ¿Sostienen una formulación diferente de la justicia o se mantienen contrarios a los proyectos de justicia colectiva? (Brown, 2004: 454).

Podríamos también cuestionarnos, en un nivel más general, la oposición misma entre los derechos humanos universales –o prepolíticos como los denomina Zizek (2005)– y los derechos específicamente políticos de un ciudadano. Balibar (2004: 320-321) proclama “la inversión de la relación histórica y teórica entre ‘hombre’ y ‘ciudadano’, que funciona “explicando que el hombre es constituido por la ciudadanía y no la ciudadanía por el hombre”. Retoma así la definición de Marx sobre la condición del ser humano: es una esencia colectiva, un modo de ser en común. Pero en el mencionado artículo también Balibar apela a Hannah Arendt, al indicar: La concepción de los derechos humanos basada en la presunta existencia de un ser humano como tal se quebró en el mismo momento en que aquellos que decían creer en ella tuvieron que enfrentarse por primera vez con gente que realmente había perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas, excepto que seguían siendo humanos (APUD BALIBAR 2004: 323).

Jaques Rancière (2004: 305) proporciona otra mirada sobre la antinomia entre derechos humanos y la politización de los derechos civiles y políticos. La antinomia no es entre la universalidad de los derechos humanos y una esfera política específica, la brecha más importante es la que separa a la totalidad de la comunidad en sí misma. Para el autor, en contradicción con Zizek (2005), los derechos universales no son pre-políticos, sino que, por el contrario, designan el espacio preciso de la politización propiamente dicha. En otras palabras, hacen referencia a la universalidad como tal, pero en el siguiente sentido: porque justamente el individuo, siendo un supernumerario, un ciudadano sin ciudadanía, un “sin lugar” en el espacio social, refleja la universalidad de lo social como tal, refleja su

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sociedad como un todo. La pobreza y el no tener derechos habla de la organización societal que los incuba, produce y reproduce. Retomando algunos rasgos de ese nuevo arte de gobierno, podríamos plantear la siguiente paradoja presente en los PTC: muchas veces los derechos humanos se reducen al ámbito de aquellos que precisamente ya no tiene derechos. Esta paradoja se desliza a umbrales difíciles de superar, pero que debemos visualizar. Si los derechos humanos son concebidos sin hacer referencia a los derechos universales y “meta-políticos”, perdemos como referencia a la propia política, lo que constituye una verdadera ingenuidad o perversidad: reducimos la política a un mero juego de negociación de intereses particulares, ya sea en el ámbito cerrado de la política, ya sea entre los que ya nada tienen y el Estado. De eso se trata el “contrato” y “acuerdo” entre Estado (transferencia) y familia/individuo (contraprestación) propios de los PTC. Esta convocatoria a los Derechos Humanos, en sentido amplio, también debe ser analizada dentro de las formas más afinadas del ejercicio del poder en Estados ya definitivamente gubernamentalizados. En primer lugar, hace parte del juego de racionalidades en el sentido siguiente: acompaña la individualización de los problemas sociales con una promoción de los derechos entendidos como derechos de ciudadanía del individuo. Citando nuevamente a Balibar, los pobres no construyen su ciudadanía; por el hecho de ser pobres son investidos de ella. Pero investidos de una ciudadanía y un conjunto de derechos, reiteramos, entendidos de manera clásica, en tanto individuales e intransferibles y a partir de un formato específico: la contractualización de la asistencia. Si bien este rasgo puede extenderse a otros períodos históricos, este nuevo arte de gobierno se caracteriza por esta concepción de ciudadanía individualizada a partir de procedimientos concretos: contrato, transferencia y contraprestación. De manera contradictoria, se “accede” a ciertos derechos a partir de un “contrato” particular,

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no universal, llevado a cabo en los márgenes de lo estatal y, por qué no, de lo humano. Un contrato que además de no “buscarlo” o “construirlo” colectivamente, ata al beneficiario a una transferencia y al cumplimiento de condicionalidades que paradojalmente remiten al ejercicio de derechos universales tales como derecho a la salud, a la educación y/o al trabajo. Si consideramos que los PTC amplían la ciudadanía y el goce de derechos, debemos reconocer que lo hacen en campos históricamente asociados a derechos universales. Por remitir a los mismos, justamente esta retórica nos habla de la desciudadanización que implica la pobreza y los propios PTC. Si el “contrato” individual parte de una negación –no ejercicio de derechos en la pobreza– remite, por elevación, a un “contrato” colectivo, pero intrínsecamente desrealizado. Es por ello que no podemos pedirle a los PTC como resultado la reciudadanización de los pobres o aumentar el capital global de ciudadanía. No se trata de un problema de diseño de este tipo de programas. Se trata de la racionalidad que los caracteriza: el reinado de lo individual, el reinado obsceno del individuo. Se trata también de los objetivos que en verdad pueden alcanzar. Esto es, a partir de un discurso retórico de derechos, pueden gestionar la pobreza fomentando, en términos de tecnología de gobierno, las mínimas expresiones de técnicas de cuidado de sí. La individualización del conocimiento como Programa de Gobierno Ya hemos visto cómo el combate a la pobreza se ha instalado como uno de los objetivos de gobierno en las últimas décadas. También hemos señalado la nueva ingeniería política en términos del primado de los PTC como formato hegemónico desde los noventa. Del mismo modo, a veces de manera no tan visible, otra de las características de la gubernamentalidad en tiempos neoliberales es la presencia cada vez más fuerte y clara de técnicos y científicos como agentes sociopolíticos.

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Puede observarse un doble movimiento isomórfico: así como se individualizan las problemáticas sociales restándoles su base estructural, así el conocimiento sobre lo social se hace cada vez más individualizante. Algunos términos en juego, como “activos”, “pasivos”, “prestaciones y contraprestaciones” colocan también el dilema de una fuerte economización de lo social. Pero en este ítem queremos retomar ese carácter que, hemos dicho, asume el conocimiento de lo social en una era caracterizada por la necesidad de focalizar poblaciones e identificar y clasificar individuos, familias y grupos sociales. En otras palabras, es innegable el aporte de las ciencias humanas a toda intervención socio-política individualizadora de lo social. Al respecto Mauriel indica lo siguiente: En las últimas décadas, hubo una mudanza en la forma de pensar y tratar la pobreza; y esa mudanza fue impulsada, en parte, por el movimiento realizado por las ciencias sociales en la tentativa de elucidar el fenómeno de la pobreza delante de las transformaciones societarias del último cuarto del siglo XX (…) tal contexto fue –y ha sido– propicio para un giro individualista en el foco de tales ciencias (2006: 49).

Agrega Mauriel (2006: 50) que percibe una ruptura con la tradición que caracterizó a las ciencias sociales a partir de la cual fenómenos tales como la pobreza eran explicados desde el funcionamiento de la sociedad, en su estructura o dinámica. En las últimas décadas, prosigue, gran parte de la producción, en esta rama del saber, celebra el triunfo del individuo sobre la sociedad, el incremento de las libertades individuales frente al peso de lo estructural. El poder explicativo sobre los problemas nuevos y antiguos, se asume que se encontraría en los comportamientos individuales. En una línea que se acerca a nuestras reflexiones sobre la antropologización de la pobreza, Atilio Borón indica que “los supuestos del pensamiento neoliberal que vertebran la teoría económica neoclásica han colonizado buena parte de las ciencias sociales” (2006: 106). Es decir, considerar a las personas como actores individuales,

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como portadores de información sobre la cual basan sus decisiones a partir de una relación costo-beneficio que habilitará la administración de recursos y riesgos, en fin, abordar así a las personas constituye un modelo “extraído de la ficción del homo economicus”. Dentro de este panorama, no es ajeno que parte significativa del conocimiento producido en torno a las políticas sociales apunte al sustento y desarrollo de prácticas de autocuidado, en la medida que se centran en “subsidiar al Estado con informaciones sobre como regular el comportamiento de las personas que viven en la pobreza” (Mauriel, 2006: 52). En este sentido es que nos encontramos con las contraprestaciones que son exigidas en términos de cumplir con ciertos requisitos de cuidado de la salud de niños, embarazadas y adultos; requisitos en torno a impulsar emprendimientos económicos que permitan al menos la subsistencia, etc. Si la pobreza, como vimos, se explica como experiencia individual, es esta experiencia la que debe ser transformada a partir de estrategias de intervención sociopolítica que apunten a la capacitación, transferencia de “herramientas” asociadas a una socialización “eficaz”, etc. Este conocimiento sobre lo social inclinado hacia la individualización de las problemáticas sociales, como Programa de gobierno, se traduce o se encuentra íntimamente relacionado con ciertas tecnologías. A saber, la población objetivo de los PTC en Uruguay, así como otros programas sociales sin contraprestación, definen su población objetivo a partir de un algoritmo que deviene del llamado Índice de Carencias Críticas. Este Índice sintetiza una serie de variables y sus respectivos indicadores relativos a diversos aspectos de la pobreza. El algoritmo define, pues, quien puede o no acceder a las prestaciones de los PTC y permanecer en los mismos. Esto no es ajeno a la producción individualizante de las ciencias sociales, es más, la materializa. Los análisis sobre cómo intervenir en la pobreza privilegian cada vez más la producción de indicadores sobre situación y comportamientos en la pobreza para evaluar déficits de capacidades y habilidades que

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expliquen no sólo al fenómeno de la pobreza en sí, sino sobre todo la experiencia individual de la misma. Al decir de Borón, el sociólogo se ha transformado: [E]n una especie de inocuo sociómetra, así como los economistas degeneraron en econometristas arrojando por la borda toda una tradición muy respetable de pensamiento crítico en la economía. Los sociólogos deben seguir el mismo camino y convertirse en prolijos agrimensores sociales, o en diligentes trabajadores sociales (2006: 132).

Pero necesitamos profundizar este aspecto. El Índice de Carencias Críticas no constituye en sí una tecnología de gobierno, es apenas un instrumentos asociado a la individualización del conocimiento sobre lo social. La tecnología en juego es la capacidad de clasificar personas y grupos sociales, la capacidad de diferenciar comportamientos y actitudes personales y grupales a partir de instrumentos afinados que operan matemáticamente sobre lo social. Ian Hacking (2006) nos advierte que las operaciones de clasificación están por debajo de todo conocimiento de lo social. La idea del autor de “Façonner les gens” se refiere a la existencia de grupos humanos que fueron construidos por las atributos que le fueron conferidos, en el sentido de producir un cierto tipo de sujeto: si se caracterizan se construyen individuos. Esto es lo que subyace al proceso de “antropologización de la pobreza” ya analizado. La pobreza pasa a ser un conjunto de atributos, cuantificables, medibles, que determinadas personas poseen. Para Douglas (1996) es importante destacar el papel jugado por las instituciones en la producción de conocimiento, en la medida que es necesario llegar a acuerdos sobre categorías básicas y determinar lo que se considerará idéntico. Y si se llega a definir lo idéntico, obviamente se está definiendo lo diferente, en este caso lo no pobre. “Clasificar consiste en actos de inclusión y de exclusión. Clasificar es dotar al mundo de estructura: manipular sus probabilidades, hacer algunos sucesos más verosímiles que otros” (Beriain, 2005).

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Es esta tecnología la base de la estrategia de focalización de las políticas sociales. Las operaciones de clasificación permiten objetivar la diferencia y construir perfiles poblacionales en función de la presencia de factores de riesgo, por ejemplo, o de “capacidades” o “déficits” como es el caso que nos preocupa. Pero los criterios a partir de los cuales se establece la diferencia no son más que representaciones mentales (actos de conocimiento) y representaciones objetuales (cosas, actos, estrategias de manipulación simbólica) (Bourdieu, 2001: 112). Nuevamente aquí es primordial el papel del saber experto en la medida que se encuentra habilitado para establecer las formas de intervención socio-política sobre lo social. Los expertos ocupan un lugar privilegiado en la división socio-técnica del trabajo asistencial, en la medida que sus clasificaciones impactan en la compresión de los problemas sociales, en las formas legítimas de intervenir en ellos, la inclusión/exclusión de individuos y familias en determinados programas o servicios sociales. Además de lo ya dicho: gran parte de la producción de conocimiento sobre lo social refuerza los procesos de individualización social, en el cual la normalización de las experiencias vitales es un objetivo de alto contenido político. Pero no es solo la experiencia de la población objetivo de los PTC la que es objeto de tecnificación y abordajes dualistas (cultura/ economía). Veamos ahora los desafíos de los técnicos “frontline”. Conocimiento experto y tecnologización del “factor humano” Ya hemos señalado como racionalidad predominante en los PTC a aquella constante individualización de los problemas sociales. Individualización que refiere a la responsabilidad personal frente a la administración de la propia vida. Tal atribución de responsabilidad deriva de la percepción y tratamiento de los problemas sociales como problemas individuales, como ya fuera señalado (Mitjavila, 2004). De Marinis (1999) habla de una racionalidad que apunta a una nueva subjetividad, que denomina homo prudens, haciendo referencia a una actitud de autocuidado propia de los estados gubernamentalizados. O,

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en otras palabras, al hecho de que los servicios asistenciales brinden posibilidades para que los beneficiarios demuestren su capacidad de transformarse en sujetos activos que desarrollen técnicas de cuidado de sí, de autocontrol y autogobierno, aún en el limitado campo de acceso a un servicio asistencial. Pero lo que queremos destacar en este ítem es que la gestión individualizada de los problemas sociales tiene una contrapartida específica: los avances tecnológicos introducidos en la gestión de la pobreza, a partir de la incorporación de instrumentos informáticos y de las denominadas Tecnologías de Información y Comunicación (TICs). (Vecinday, 2010). Grassi (2003) nos indica que esta tecnificación de la gestión de la pobreza es parte de la modalidad de asistencia gerencial que caracteriza estos Programas, que persiguen la identificación, conteo y clasificación de los usuarios de la asistencia en aras de la eficiencia. El principio de eficiencia exige que la prestación brindada sea eficientemente administrada, para lo cual se requiere la individualización de los beneficiarios para desarrollar estrategias específicas de atención que apuntan a brindar un acompañamiento familiar breve y puntual. Es en ese sentido que Castel (1984) señala que no es aleatorio que la infancia sea una población objetivo prioritaria: “...con la voluntad de constituir un banco completo de datos sobre la infancia se lleva a cabo también el proyecto de controlar las contingencias y planificar incluso las deficiencias para conseguir un programa de gestión racional de las poblaciones” (143). En Uruguay el primer paso dado en tal sentido fue el Sistema de Información para la Infancia (SIPI), del Instituto de la Niñez y la Adolescencia. Nace en 1989 bajo el auspicio del Instituto Interamericano del Niño y ha sido reformulado en los últimos años frente a la necesidad de gestión y posibilidades tecnológicas de capturar trayectorias individuales y familiares. También es necesario subrayar que este tipo de Sistema tiende a operar como una red interinstitucional al reunir información sobre las personas que reciben

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algún tipo de prestación social, por lo que podemos sustentar que se convierte en una suerte de vigilancia poblacional sobre los segmentos pobres. Estas transformaciones estuvieron a cargo del Programa Infancia y Familia (INFAMILIA) del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES), y se articula con la Dirección General de Registro de Estado Civil y la Dirección Nacional de Identificación Civil. Cada niño al nacer tiene así su Cédula de Identidad, el reconocimiento al derecho a la propia identidad, como lo establece la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CIDN) y el Nuevo Código de la Niñez y Adolescencia (NCNA). Pero también dicho documento se transforma en el instrumento que dará unidad a distintos sistemas de información y facilitará la gestión y administración institucional (individualización de usuarios y sus trayectorias, seguimiento poblacional, control de recursos a nivel de las diversas instituciones prestadoras de servicios asistenciales). A partir de ello y con los datos de las diversas dependencias, se propone y ya está en andamiento el Sistema Integrado de Información del Área Social (SIIAS) que: “...manejará datos de personas y prestaciones, los cuales se consolidarán a través de conexiones automáticas a las bases de datos de los organismos ‘proveedores’” (MEF/SIIAS). Este proyecto es financiado por el Banco Mundial (BM), lo que da cuenta del apoyo y respaldo que encuentra este tipo de iniciativa en determinados organismos internacionales, preocupados por un combate a la pobreza que respete el equilibrio de las cuentas públicas y la jerarquización de la eficiencia del gasto público social. La identificación de los beneficiarios de los servicios sociales mediante este registro único permite: (I) monitoreo de trayectorias individuales; (II) construcción de flujos poblacionales; (III) control de la asignación de los recursos y su utilización por parte de las familias beneficiarias, con el fin de evitar abusos o mala administración de las mismas; (IV) reorientación de las prestaciones, como ha ocurrido

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recientemente con la suspensión de aproximadamente 30.000 Asignaciones Familiares; y (V) economización de los dispositivos de administración y gestión de la pobreza, especialmente la incidencia del factor humano, a partir de la incorporación de constructos informáticos diversos. Calcular, contabilizar, medir, he ahí algunas de las características señaladas por Rose y Miller (1992), ya enumerados cuando de programas de gobierno se trata. Aspectos que se asocian a la racionalidad instrumental que se pretende ontologizar en la figura del homo pauper y que se encuentran relacionados con el desarrollo de un saber experto individualizante. Pero además de la incorporación de las TICs para llevar a cabo estrictos procesos de identificación, existen otras tecnologías de gobierno que tratan de asegurar las características ya analizadas de la gubernamentalidad. Así, por ejemplo, las prestaciones y contraprestaciones pueden ser consideradas como tecnologías de gobierno, de acuerdo a la conceptualización de Rose y Miller (1992), es decir, estrategias que permiten acceder al gobierno de la conducta de los otros. Las prestaciones y contraprestaciones apuestan a una doble temporalidad. A corto plazo. intentan mejorar el ingreso de los hogares. A largo plazo, apuestan a modificar la conducta de las familias pobres, procurando que las mismas cumplan con los mínimos sociales que garanticen una mínima inclusión (permanencia en el sistema educativo y sanitario, administración de recursos escasos, etc.). O, en su particular discurso, apuestan a la interrupción del “circuito intergeneracional de la pobreza” a largo plazo. En todo PTC, la población objetivo está definida con claridad: aquellos que viven por debajo de la línea de pobreza o indigencia. En contextos como estos, la obtención de tales objetivos se torna difícil. Aquellas situaciones más graves, asociadas a situaciones de pobreza estructural, ameritan intervenciones técnicas más cercanas. En estas situaciones, el propio dispositivo tecnológico, que sintetiza

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la información individual y familiar, demuestra sus debilidades y potencialidades. No dicta verdad sobre las formas de intervención socio-política en contextos en los cuales las respuestas a esperar son escasas. Pero indica con precisión el número de familias o individuos a ser “acompañados” específicamente, además de su perfecta identificación y ubicación. En otras palabras, el dispositivo tecnológico asociados a los PTC, define la población objetivo para cada programa, transferencia y tipo de intervención socio-política. Por lo tanto, el operador frontline se encuentra frente a dos perspectivas de intervención socio-política complementarias. Por un lado, el completar extensos formularios sobre diversos aspectos de la vida material y subjetiva de individuos y familias para alimentar la línea de base, restándole tiempo para otro tipo de desarrollo profesional. Pero para aquella población que se ubica ya en los márgenes de lo humano, el dispositivo tecnológico aporta su identificación exacta, como ya se dijo, para aproximaciones cercanas de índole personal. ¿Qué alternativas socio-técnicas son éstas que restan para tal población? De acuerdo a documentos institucionales analizados, resta el técnico frontline como la principal herramienta de intervención. Es decir: lo humano v/s lo humano devaluado. La “caja de herramientas” técnica, para las situaciones menos favorables, es la subjetividad, la capacidad de escucha, el insigth, el raport del cual es capaz el técnico en cuestión. Los PTC se han desmaterializado ante la pobreza más cruda y dura. Paradójicamente, frente a tanta “tecnología” de lo social, resta el “cara a cara” para trabajar con aquellas familias o individuos de los que ya casi nada puede esperarse. Paralelamente a una fuerte tecnificación de lo social, podemos ubicar, como estrategias de gobierno, lo que podríamos llamar un nuevo rescate de la afectividad o del factor humano a nivel de operadores sociales. Como se indica en instancias de capacitación para operadores sociales frontline: “La única herramienta que tienes eres tú mismo”.

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El encuentro entre afectividades asume una modalidad de “lucha cuerpo a cuerpo” con el pobre que relativiza la conducción de conductas. Más bien nos hace recordar instancias de normalización fuertemente disciplinantes. Es por ello que, en estas primeras aproximaciones, las estrategias de gobierno hablan de un conducir conductas a nivel general, pero dejando para la población más “deficitaria”, la clásica intervención que se acerca a la pastoral indicada por Foucault: el director de conciencia asociado a la figura del técnico (Foucault, 2009) Por último, la asociación del par dialéctico asistencia-punición se hace presente también como Programa de gobierno, en el recientemente implementado “Plan Siete Zonas”. Las políticas sociales de transferencia de renta o aquellas otras hiperfocalizadas, que no implican estrictamente contraprestación y que se desarrollan en los barrios donde la “seguridad ciudadana” se encuentra más acechada, llegan en compañía de los dispositivos de seguridad netamente policíacos. La asistencia llega junto a los dispositivos policiales. El disciplinamiento más puro y duro se hace presente junto a PTC, programas de workfare y políticas asistenciales en general. El Estado, con su mano femenina (asistencia) y su mano masculina (punición), llega a aquellas poblaciones donde las clasificaciones asocian crudamente pobreza y criminalidad (Wacquant, 2007). Queremos destacar con estas últimas reflexiones que en términos de tecnologías de gobierno, se abre un abanico de posibilidades: generar conductas, simple acompañamiento afectivo o de escucha y, como siempre, la punición/castigo. Pero todas ellas bajo una racionalidad que sintetiza: individualización de problemas estructurales, traducción de la experiencia humana en un lenguaje medible y cuantificable, conocimiento experto asociado al triunfo del individuo y la identificación estricta de los pobres asistidos o punidos. No es poco lo que está en juego.

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Para comprender las innovaciones que presenta el modo de gobierno neoliberal es preciso analizarlo a partir del telón de fondo del liberalismo. Paso, pues, a caracterizar estas dos formas de gobierno. Liberalismo En el siglo XVIII europeo la ciencia de la “policía” soñaba con un tiempo en el que el territorio y sus habitantes serían transparentes para el conocimiento: todo podría ser conocido, anotado, enumerado y documentado (Foucault, 1989; cf. Pasquino, 1989). La conducta de las personas en todos los ámbitos de la vida iba a ser definida y sometida a escrutinio hasta en sus más mínimos detalles mediante numerosas regulaciones de la vivienda, la vestimenta, los modales, etc. De este modo el desorden se vería neutralizado por la fijación de un orden de las personas y de las actividades (Oestreich, 1982). El liberalismo, en tanto que programa de gobierno, abandona esta fantasía megalomaníaca y obsesiva de una sociedad totalmente administrada. A partir de ahora el gobierno se enfrenta con una serie de realidades –mercado, sociedad civil, ciudadanos– que poseen una lógica interna y una densidad específicas, sus propios mecanismos intrínsecos de autorregulación. El liberalismo, como ha señalado Grahan Burchell, rechazó así “la razón de Estado” en tanto que racionalidad específica de gobierno en la cual un soberano ejercita su voluntad totalizadora a lo largo de todo el territorio nacional (Burchell, 1991; y cf. Burchell, 1996). Los gobernantes tienen que hacer frente, por una parte, a sujetos dotados

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de derechos e intereses que no tienen que ser puestos en entredicho por la política y, por otra, a todo un ámbito de procesos que no se pueden gobernar mediante un ejercicio de voluntad soberana porque los gobernantes carecen de los conocimientos y capacidades suficientes para hacerlo. Los objetos, instrumentos y tareas de gobierno deben de ser, por tanto, reformulados en relación a estos ámbitos del mercado, la sociedad civil y la ciudadanía, con el fin de asegurar que funcionen para beneficio de la nación en su conjunto. Los dos polos aparentemente no liberales de “poder sobre la vida” que identificó Foucault –las “disciplinas” del cuerpo y la “biopolítica” de la población– encuentran así un espacio en el interior de los programas liberales del gobierno, un gobierno que depende cada vez más de los medios para hacer inteligibles y practicables estas condiciones vitales para la producción y el gobierno de un Estado de ciudadanos libres (Foucault, 1977, 1979). Estos mecanismos y dispositivos que operan siguiendo una lógica disciplinaria, desde la escuela a la prisión, pretenden crear las condiciones subjetivas, las formas de autodominio, de autorregulación y autocontrol, necesarias para gobernar una nación ahora concebida como una entidad formada por ciudadanos libres y civilizados. Al mismo tiempo, las estrategias de la biopolítica –encuestas, estadísticas, censos, programas para maximizar o reducir las tasas de reproducción, para minimizar la enfermedad y promover la salud– pretenden hacer inteligibles aquellos ámbitos cuyas leyes el gobierno liberal tiene que conocer y respetar: el gobierno legítimo no será por tanto un gobierno arbitrario, sino que estará basado en el conocimiento operativo de aquellos cuyo bienestar está llamado a promover (Foucault, 1980a). A partir de este momento el gobierno tiene que ser ejercido con la ayuda de un conocimiento de lo que tiene que ser gobernado –la infancia, la familia, la economía, la comunidad–, de un conocimiento de sus leyes generales de funcionamiento –oferta y demanda, solidaridad social–, en una situación concreta y en un momento determinado (tasa de productividad, tasa de suicidios), y, a la vez, de un conocimiento

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de los medios a través de los que puede ser configurado y orientado a producir objetivos deseables al mismo tiempo que se respeta su autonomía. Desde una perspectiva de gobierno se pueden destacar cuatro rasgos del liberalismo 1. Una nueva relación entre gobierno y conocimiento. Aunque todas las fórmulas de gobierno dependen de un conocimiento de lo que tiene que ser gobernado y, por supuesto, constituyen ellas mismas una cierta forma de conocimiento de las artes de gobierno, las estrategias liberales vinculan el gobierno con conocimientos positivos sobre la conducta humana desarrollados por las ciencias humanas y sociales. La acción de gobierno se ve así ligada a todo tipo de hechos. Ian Hacking (1991) analizó la avalancha de estadísticas publicadas, así como otro tipo de informaciones), teorías (filosofías del progreso, conceptualización de las epidemias...), diagramas (reforma sanitaria, tratamiento infantil), técnicas (contabilidad de doble entrada, inspección médica obligatoria en las escuelas), y personas cualificadas que pueden hablar “en nombre de la sociedad” (sociólogos, estadísticos, epidemiólogos, trabajadores sociales). El conocimiento en este caso gira en torno a una diversidad de dispositivos destinados a la producción, circulación, acumulación, legitimación y realización de la verdad: el ámbito académico, los despachos gubernamentales, los informes de las comisiones, las encuestas y los grupos de presión. Es el “saber cómo” lo que promete convertir en dóciles aquellos ámbitos ingobernables sobre los que el gobierno debe de ser ejercido para hacer que dicho gobierno sea posible y más perfecto. 2. Una nueva definición de los sujetos de gobierno, en cuanto sujetos activos que participan en su propio gobierno. Los programas liberales de gobierno se caracterizan por la esperanza de que van a ser una inversión rentable para los propios sujetos de gobierno. Las

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proclamas en el campo político, jurídico y moral, así como en otros ámbitos, de que los sujetos son individuos cuya libertad y derechos deben de ser respetados mediante el establecimiento de límites a la esfera legítima de la regulación política y legal, son inseparables del surgimiento de toda gama de prácticas que parecen formar y regular una individualidad de forma especial. Las estrategias liberales de gobierno se hacen, por tanto, dependientes de toda una serie de dispositivos (escuela, familia domesticada, manicomio, reformatorios) que prometen crear individuos que no necesitan ser gobernados por otros, sino que se gobernarán y se controlarán por sí mismos, y se cuidarán solos. Y, aunque el sujeto abstracto de derechos se define utilizando un lenguaje universal, las nuevas tecnologías de gobierno producen, a lo largo del siglo XIX, nuevas exigencias y posibilidades de conocimientos positivos sobre sujetos concretos. El siglo XIX es, por tanto, un período de extensión de las disciplinas que, al mismo tiempo que definen a los sujetos en términos de funciones específicas de civilización, provocan una división entre los miembros civilizados de la sociedad y aquellos otros que carecen de capacidades para ejercer una ciudadanía responsable: la mujer infanticida o el monomaníaco regicida en los tribunales de justicia, los niños y niñas delincuentes en los reformatorios, las prostitutas o mujeres caídas, los hombres y mujeres considerados locos. Se puede comprobar de este modo el inicio de una transición dolorosa –acompañada de resistencias– que va desde los derechos de la verdad sobre los humanos, la teología o la jurisprudencia, a las disciplinas que deben sus verdaderas condiciones de disciplinarización a estas nuevas tecnologías de gobierno. A partir de este momento las gubernamentalidades liberales soñarán que el proyecto nacional para el buen sujeto de gobierno se fusionará con obligaciones voluntariamente asumidas por individuos libres para sacar el mayor provecho de su propia existencia, mediante la gestión responsable de su vida. Al mismo tiempo, los propios sujetos tendrán que adoptar toda una serie de decisiones acerca de su autoconducta asediados por una red de nuevos lenguajes, normas, promesas, serias

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advertencias, y amenazas de intervención, organizadas cada vez más en torno a una proliferación de normas y normatividades. 3. Una relación intrínseca con la autoridad de los expertos. Las artes liberales de gobierno, desde mediados del siglo XIX, intentaron modelar acontecimientos, decisiones y acciones en el campo de la economía, la familia y la empresa privada, y modelar la conducta de los individuos, a la vez que mantener y promover su autonomía y autorresponsabilidad. Estos modos de intervención no respondían a una lógica simple, ni formaban parte de un programa coherente de la “intervención del Estado” (cf. Foucault, 1980a), sino que más bien una serie de conflictos y perturbaciones –epidemias y enfermedades, delitos y criminalidad, pauperismo e indigencia, enfermedad mental e imbecilidad, ruptura de relaciones matrimoniales– se vieron recodificados como problemas “sociales”, hecho que tuvo consecuencias para el bienestar nacional y que exigió, por tanto, nuevas formas legitimadas de atención para remediar estos problemas. Las relaciones que surgieron entre las autoridades políticas, las medidas legales y las autoridades independientes, diferían en función de si se intentaban regular los intercambios económicos mediante contrato, mitigar los efectos del trabajo industrial sobre la salud, reducir los peligros sociales de las epidemias mediante reformas sanitarias, moralizar a los niños de las clases trabajadoras mediante escuelas de fábrica, etc. En cada uno de estos casos los expertos, al exigir que los arreglos económicos, familiares y sociales se rigiesen por los programas que ellos diseñaban, trataban de movilizar recursos políticos tales como la legislación, los fondos o la capacidad organizativa para lograr sus propios fines. Las fuerzas políticas intentaron hacer efectivas sus estrategias no solo mediante la utilización de leyes, burocracias y creando agencias y agentes legitimados del Estado, sino también instrumentalizando formas de autoridad distintas de las “del Estado” con el fin de gobernar –espacial y constitucionalmente– “a distancia”. Se confirió, de este modo, autoridad a autoridades expertas

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formalmente autónomas, al mismo tiempo que el ejercicio de esta autonomía se configuró, gracias a variadas formas de legitimación, a través de la profesionalización y la burocratización. A partir de este momento el ámbito de la “política” se diferenciará de otras esferas de gobierno legitimado, ya inexorablemente vinculado a la autoridad de los expertos. 4. Un cuestionamiento continuo de la acción de gobierno. Las sociologías de nuestra condición posmoderna subrayan la “reflexividad” considerándola una característica de nuestro tiempo (Giddens, 1990; Lash y Urry, 1994), pero la “reflexividad” que impulsa todos los intentos de ejercer el gobierno en el presente no es una característica distintiva de una etapa terminal de modernidad, ya que caracteriza a las racionalidades políticas liberales desde sus comienzos. El liberalismo se enfrenta asimismo a la cuestión de “¿Gobernar, para qué?”, una pregunta que exige un constante escrutinio crítico sobre las actividades de los que gobiernan realizado por otros y por las propias autoridades de gobierno. Pero, si los objetivos de gobierno están gobernados por sus propias leyes, “las leyes de lo natural”, ¿bajo qué condiciones se puede someterlos legítimamente a las leyes del gobierno político? Aún más, el propio liberalismo se enfrenta a las siguientes cuestiones: ¿Quién puede gobernar?, ¿bajo qué condiciones es posible ejercer la autoridad sobre alguien?, ¿en qué se funda la legitimación de la autoridad? Esta cuestión de la autoridad debe de ser respondida no por vías trascendentales, ni apelando a la carismática persona del líder, sino a través de variados medios técnicos –de donde se deriva que la democracia y la intervención de los expertos se manifiestan como dos soluciones duraderas. El liberalismo inaugura una continua desafección respecto al gobierno, un perpetuo cuestionamiento acerca de si los efectos deseados se están produciendo, un cuestionamiento sobre los errores de las teorías y los programas que obstaculizan la eficacia del gobierno, un diagnóstico recurrente del fracaso unido a una exigencia, también recurrente, de gobernar mejor.

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Liberalismo avanzado Las condiciones que dieron al traste con la aceptación de la que gozaba el gobierno social fueron heterogéneas. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, precisamente cuando algunos estaban asumiendo la lección de que era posible que el conjunto de la organización económica y social de una nación fuese gobernada, de un modo u otro, por el Estado central, un grupo de intelectuales europeos llegaba justamente a la conclusión opuesta. Posiblemente la propuesta más famosa fue la sugestión de Friederich von Hayeck de que la lógica del Estado intervencionista, tal como se había manifestado en los tiempos de la guerra en la organización de la vida económica y social, no solo era ineficaz y había fracasado, sino que además conducía al conjunto de naciones por un camino directo hacia un Estado total, tal y como se había manifestado en la Alemania nazi y se podía percibir aún en la Unión Soviética de Stalin –ambos países subvertían las verdaderas libertades, la libertad y la democracia, que precisamente decían promover (Hayek, 1994; cf. Gordon, 1987, 1991; Rose, 1994). Los argumentos contenidos en The road serfdom de Hayeck (1944) fueron elaborados en diferentes textos posteriores: el principio de la libertad individual era a la vez el origen de nuestro progreso y la garantía del futuro desarrollo de la civilización; aunque debemos desprendernos de la perversa ilusión de que podemos deliberadamente crear, mediante decisiones y cálculos de autoridad, “el futuro de la humanidad”, tenemos que reconocer que la libertad es en sí misma un instrumento de civilización, que “la disciplina de la civilización [...] es al mismo tiempo la disciplina de la libertad” (1979: 163). Apenas tres décadas más tarde, estas críticas del Estado social se fundieron dando lugar a un relevante asalto político a las racionalidades, programas y tecnologías del Welfare en Inglaterra, Europa y los Estados Unidos. Una tesis económica, articulada de forma distinta por la izquierda y por la derecha, cobró en este contexto una particular

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significación: el argumento de que los crecientes niveles de impuestos y de gasto público requeridos para sostener los servicios sociales de salud, bienestar, educación y otros, ponían en peligro la salud del capitalismo, ya que requerían tasas penalizadoras de impuestos sobre el beneficio privado. Esta contradicción fue formulada por la izquierda en términos de “la crisis fiscal del Estado”, y, por la derecha, en términos de las contradicciones entre el crecimiento de un sector de bienestar “improductivo” –que no creaba riqueza– y un sector privado “productivo” –que era el que creaba toda la riqueza nacional (O’Connor, 1972; Bacon & Eltis, 1976). La auténtica socialización de la empresa capitalista privada y de las relaciones de mercado –que había sido percibida como la salvación, a la vez, frente a las amenazas del socialismo y frente a la desintegración moral y social– aparecía ahora como incompatible con la supervivencia de una sociedad basada en una economía capitalista. Este argumento económico entraba así en confluencia, en este momento, con toda otra serie de críticas del gobierno social: la arrogancia de un gobierno que va demasiado lejos; los peligros de una sobrecarga de funciones del gobierno; lo absurdo de los políticos que juegan a adivinar por dónde va a ir el mercado eligiendo selectivamente a los triunfadores; los reproches de que las demandas keynesianas de gestión provocan expectativas inflacionarias y conducen a la depreciación de la moneda. Otros insistían en que estas medidas destinadas a hacer decrecer la pobreza condujeron, en realidad, a incrementar la desigualdad; que los intentos para asistir a los desfavorecidos empeoraron su situación de desventaja; que los controles de los salarios mínimos golpearon a los peor pagados al destruir puestos de trabajo. Y todavía más, las propias burocracias asistenciales, junto con los especialistas del Welfare y los expertos sociales asociados a ellas, se convirtieron en objeto de ataques provenientes de toda la gama del espectro político –desde los clásicos liberales y los libertarios, hasta los críticos izquierdistas del control social de la desviación, pasando por los activistas socialdemócratas

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preocupados por la falta de eficacia del gobierno social para aliviar la desigualdad y las desventajas. Se puso así de relieve que tras sus apasionadas demandas en aras de una mayor fundamentación para sus servicios subyacía la oculta estrategia de construir un imperio, así como el ascenso de intereses sectoriales, y se puso de manifiesto que fueron las clases medias quienes, más que los pobres, se beneficiaron tanto de las oportunidades de empleo como de los servicios del Welfare State, que estos servicios destruyeron, en realidad, otras formas de ayuda social tales como las de la iglesia, la comunidad y la familia, y que no favorecieron una responsabilidad social ni ciudadanía, sino más bien la dependencia y la mentalidad clientelística (Murray, 1980; Adler y Asquith, 1981; Friedman, 1982. Para la discusión de estas “retóricas de la intransigencia” véase Hirschman, 1991). Simultáneamente el imperio de los expertos sociales se fracturó dando lugar a diferentes especialidades en competencia: expertos en niños, viejos, incapacitados, alcohólicos, adictos a las drogas, madres solteras, enfermeras psiquiátricas, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales y muchos otros. Cada una de estas “especialidades” intentó organizarse profesionalmente para reclamar sus derechos y su propio campo de intervención: el mundo del bienestar se fragmentó a través de una división del trabajo cada vez más acusada y a través de lealtades prácticas y conceptuales divergentes. Los clientes de los expertos se vieron obligados a comprenderse a sí mismos, a narrarse a sí mismos, y a pensar su bienestar a través de nuevas formas. En la mayor parte de los sectores los individuos lograron reconceptualizarse a sí mismos en términos de su propia voluntad de estar sanos, y de gozar de una normalidad maximizada. Asediados por las imágenes de salud y felicidad producidas por los medios de comunicación, y por las estrategias de mercado desplegadas por la publicidad y los sistemas de consumo, pasaron a narrar sus problemas con el potente lenguaje de los derechos, se organizaron formando asociaciones propias, cuestionando los poderes de los expertos, protestando contra unas relaciones que ahora aparecían como tutelares, y degradantes para su

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autonomía, reclamando un aumento de recursos para sus condiciones particulares, y exigiendo poder decir algo respecto a las decisiones que afectaban a sus vidas. Frente a esta simultánea proliferación, fragmentación, contestación y deslegitimación del papel de los expertos en los dispositivos del gobierno social, se perfiló una nueva fórmula para la relación entre gobierno, expertos y subjetividad. Se desarrollaron así determinadas estrategias. Los “libertarios civiles” trataron de asediar a los expertos sirviéndose de una parafernalia de restricciones legales, derechos y tribunales, que modulasen sus decisiones: esta táctica resultó incómoda, lenta y cara, y únicamente sirvió para redistribuir poderes sociales a nuevos expertos; en el Reino Unido tales estrategias únicamente lograron un limitado impacto sobre la vida social (Reich, 1964; Adler y Asquith, 1981). Críticos de izquierda se contentaron por largo tiempo con denunciar los poderes de los expertos como un encubierto control social del Estado, tratando de distinguir entre el uso del conocimiento y su abuso, o de separar el verdadero conocimiento emancipatorio de la ideología que disfraza y legitima el ejercicio del poder en “los aparatos ideológicos de Estado”. Una política radical respecto al papel de los expertos, en la línea del eslogan maoísta “Más vale rojo que experto”, trataba de eliminar cualquier tipo de intervención pericial (como ocurrió con la antipsiquiatría y algunas formas de feminismo): esta “oposición a los expertos” generó rápidamente su propia profesionalización, con sus propias organizaciones, pedagogías, etc. Otras políticas de izquierda respecto a los expertos operaron bajo la rúbrica de “la generalización de competencias”, tal y como sucedió con algunos movimientos de cooperativas de trabajadores que trataron de reorganizar los lugares de trabajo controlados y gestionados jerárquicamente (cf. Cooley, 1980). En el campo económico, al menos en Inglaterra, este intento se encontró con resistencias, provenientes no solo de los jefes, sino también de los representantes tradicionales de los trabajadores preocupados por la erosión de sus propios poderes y por la emergencia de nuevos corporativismos con intereses opuestos a los suyos. Parecido destino

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tuvieron algunos intentos para democratizar la intervención de los expertos en otros campos tales como la psiquiatría y la justicia. Podría inducir a equívocos sugerir que los regímenes políticos neoconservadores, que fueron elegidos en Inglaterra y en los Estados Unidos a finales de los años setenta, estaban basados en una racionalidad política coherente y elaborada que tenían que desarrollar, e induciría a un error todavía mayor pensar que hacían del poder burocrático y profesional un problema clave. Inicialmente, sin duda, estos regímenes simplemente trataron de ocuparse de una multitud de diferentes problemas relativos al bienestar, de reducir costes, recortar el poder de los lobbies profesionales, etc. Pero, gradualmente, estas diversas escaramuzas fueron racionalizadas en el interior de un relativamente coherente programa de gobierno que se denominó neoliberalismo. El neoliberalismo se las arregló para reactivar una especie de vigilancia crítica sobre el gobierno político característica del liberalismo clásico, conectando diferentes elementos de la “retórica de la intransigencia” con una serie de técnicas –ninguna de ellas en sí misma particularmente nueva o destacable–, lo que permitió que estas críticas se incorporasen al gobierno. Por supuesto, un hecho que puede resultar paradójico en lo que se refiere al neoliberalismo es que, pese a presentarse a sí mismo como una crítica al gobierno político, mantiene el programático a priori, la presuposición, de que lo real es programable por las autoridades: los objetos de gobierno se hacen así pensables en la medida en que sus dificultades aparecen como susceptibles de diagnóstico, prescripción y cura (Rose y Miller, 1992: 183). El neoliberalismo no abandona la “voluntad de gobernar”, sino que mantiene la visión de que el fracaso del gobierno para alcanzar sus objetivos puede ser superado si se inventan nuevas estrategias de gobierno que triunfarán. ¿Qué significa “gobernar de modo liberal avanzado”? Las extremas alabanzas o condenas del thatcherismo se ha visto que eran una exageración. Pero ello no significa que no sea posible identificar una transformación más modesta y duradera en las racionalidades

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y tecnologías de gobierno. Estrategias “liberal avanzadas” pueden ser observadas en contextos nacionales distintos, desde Finlandia a Australia, reivindicadas por regímenes políticos de izquierdas y derechas, y en relación con campos problemáticos que van desde el control de los delitos a la salud. Estos regímenes se sirven de técnicas de gobierno que crean una distancia entre las decisiones de las instituciones políticas formales y otros actores sociales, conciben a esos actores de forma nueva como sujetos de responsabilidad, autonomía y elección, y tratan de actuar sobre ellos sirviéndose de su libertad. Paso a esbozar a continuación, de forma un tanto rápida, tres rasgos característicos del neoliberalismo. 1. Una nueva relación entre los expertos y la política. El Welfare debe ser considerado como una racionalidad “sustantiva” de gobierno: las expertas concepciones de los expertos sobre salud, niveles de ingresos, tipos de actividad económica, etc. fueron más o menos directamente transferidas a la maquinaria y a los objetivos del gobierno político. Al mismo tiempo, las tecnologías del Welfare proporcionaron a los expertos poderes que les permitieron establecer cotos cerrados en cuyo interior su autoridad no podía ser cuestionada, protegiéndoles así eficazmente de los intentos políticos exteriores para ejercer el control tanto sobre ellos como sobre sus decisiones y acciones. En contraste con esto, los modos de gobierno liberal avanzado tienen un cierto carácter “formal”. Los poderes conferidos previamente a los conocimientos positivistas sobre la conducta humana serán ahora transferidos a regímenes calculadores de contabilidad y de gestión financiera. Y los cotos cerrados de los expertos serán invadidos a través de toda una gama de nuevas técnicas destinadas a ejercer un control crítico sobre la autoridad –las técnicas presupuestarias, las técnicas de contabilidad y las auditorías son las tres más relevantes. Estos procesos de cambio sin duda están basados en una exigencia de verdad, pero de una verdad diferente a la verdad de las ciencias humanas y sociales: estas “ciencias grises”, estos “saber hacer” de la

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enumeración, el cálculo, la monitorización, la evaluación y la gestión, pueden aparecer al mismo tiempo como modestos y omniscientes, limitados y aparentemente sin límites, cuando se los aplica a problemas tan diversos como la conveniencia de un procedimiento médico, o la viabilidad de un departamento universitario. La mercantilización, por ejemplo, establece variadas formas de distancia entre la maquinaria política y las maquinarias de los expertos: se produce así una aparente devolución de los poderes reguladores desde “arriba” –planificación y obligatoriedad– hacia “abajo” –las decisiones de los consumidores. Esta mercantilización, en su forma ideal, permite imaginar un “mercado libre” en el que las relaciones entre los ciudadanos y los expertos no estén organizadas ni reguladas a través de la obligatoriedad, sino basadas en actos de elección. La mercantilización trata de regular, por vías diferentes, la pluralidad de intervenciones de los expertos, no tanto entrando a dirimir las demandas rivales de los diferentes grupos de expertos, cuanto transformando a los agentes de bienestar –departamentos de servicios sociales, departamentos de vivienda, autoridades sanitarias– en “compradores” que pueden elegir “comprar” servicios dentro de una gama de opciones disponibles. De este modo, en “el compradorproveedor”, escindido entre los servicios de salud, las técnicas de gestión de los servicios sociales, la autonomización de las escuelas del control de las autoridades locales que compiten por alumnos en el mercado, se puede ver una reconfiguración de importantes políticas de intervención, una nueva vía para “responsabilizar” a los expertos respecto a las exigencias que pesan sobre ellos, diferentes a las basadas en su propio criterio de verdad y competencia, que los vinculan a nuevas relaciones de poder. De forma similar, la monetarización juega un papel clave rompiendo los cotos cerrados del Welfare existentes en el interior de redes del gobierno social. Transformar las actividades –interviniendo sobre los pacientes, educando a los estudiantes, proporcionando entrevistas de trabajo social para clientes– en términos de dinero contable da

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lugar a que se establezcan nuevas relaciones de poder. Obligar a la gente a que anote minuciosamente lo que le pasa, prescribir lo que tiene que ser escrito y cómo, es en sí mismo un tipo de gobierno de las conductas individuales que produce una imagen del gobierno acorde con normas particulares. La técnica presupuestaria transforma la actividad de quienes elaboran el presupuesto aumentando las opciones, al mismo tiempo que las regula y proporciona nuevas vías para asegurar la responsabilidad y la fidelidad de los agentes que formalmente continúan siendo autónomos. Y estos procesos no solo tienen lugar cuando se elabora el presupuesto, sino también en la “presupuestarización” de cualquier actividad, de tal forma que los términos de cálculo y decisión se desplazan, al mismo tiempo que se coagulan nuevos diagramas de fuerza y de libertad. Entre estas nuevas estrategias de gobierno, la auditoría se convierte en uno de los mecanismos clave a la hora de responder a la pluralidad de las intervenciones periciales y a la inherente e inexpresable controversia de sus exigencias de verdad. Michael Power ha sugerido que la auditoría, en sus diferentes formas, ha reemplazado la confianza que la fórmula de gobierno había concedido a las credenciales profesionales (Power, 1992, 1994). Como señala Power, la auditoría responde al “fracaso” y a la inseguridad mediante una nueva “gestión del riesgo”. El riesgo pasa a ser algo manejable mediante nuevas relaciones distanciadas de control entre los centros políticos de decisión y los procedimientos, dispositivos y aparatos “no políticos” –tales como escuelas, hospitales o empresas– sobre los que recae de nuevo la responsabilidad de la salud, la riqueza y la felicidad. En este proceso las entidades son transformadas, para ser “auditadas” tienen que convertirse en “auditables”, producir una nueva trama de visibilidades en relación con la conducta de las organizaciones y de aquellos que las componen. La auditoría puede poner en marcha demandas difíciles y duras, pero se mueve bien a través del espacio y del tiempo, es capaz de propagarse a multitud de enclaves, dirigiendo y organizando actividades, y conectando centros de cálculo con sedes

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de implementación de acuerdo con nuevos vectores. Pese al hecho de que su “perfil epistemológico” es, si es que tiene alguno, todavía de más bajo nivel que los conocimientos que desplaza, y pese a que no existe nada nuevo en las técnicas de auditoría en sí mismas, sin embargo el modo en que operan –en términos de procedimientos más que en términos sustantivos, según criterios al mismo tiempo aparentemente estables y muy flexibles tales como eficiencia, conveniencia, efectividad– las convierte en una tecnología versátil y altamente transferible para gobernar a distancia. 2. Una nueva pluralización de las tecnologías “sociales”. Las estrategias de pluralización y de autonomización, que caracterizan a muchos programas contemporáneos destinados a reconfigurar las tecnologías sociales desde distintas partes del espectro político, muestran una tendencia hacia una “des-gubernamentalización” del Estado y hacia una “des-estatalización del gobierno”, un fenómeno que está relacionado con una mutación en el concepto de “lo social”, concepto que surgió a finales del siglo XIX y en cuya invención participaron la sociología y el gobierno del Welfare para quienes lo social era a la vez objeto y blanco de intervención. La relación entre el individuo responsable y su comunidad autogobernada sustituyó la relación que previamente existía entre el ciudadano social y su sociedad común (cf. Rose, 1996b). A lo largo de esta mutación se comprueba la pérdida de centralidad de variadas tecnologías de regulación que, durante el siglo XX, se intentaron ensamblar en una red de funcionamiento único y, en contrapartida, se produce la implantación de una forma de gobierno que actúa a través de la conformación de poderes y voluntades de entidades autónomas: empresas, organizaciones, comunidades, profesionales, individuos. De aquí se deriva la implantación de modos particulares de cálculo en los agentes, y la suplantación de ciertas normas, como las de servicio y dedicación, por otras, tales como las de competitividad, calidad y demanda de los usuarios. Estos cambios implicaron

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también el establecimiento de diferentes redes de contabilidad y de responsabilidad. El proceso posiblemente más significativo de todos éstos fue la desarticulación de una variedad de actividades de gobierno previamente ensambladas en el interior del aparato político: este fenómeno en Gran Bretaña suele conocerse con el nombre de quangoization of State. Proliferaron entonces organizaciones casi autónomas, no gubernamentales, que asumieron toda una serie de funciones reguladoras (como la regulación de seguridades e inversiones en el sector financiero), de planificación (como el surgimiento de nuevas entidades de gobierno y regeneración de las ciudades) y funciones educativas, tales como la constitución de organizaciones responsables para procurar una formación a aquellos que abandonaban la escuela, en fin, organizaciones que asumieron responsabilidades para la provisión de servicios “públicos” previamente existentes como el agua, el gas, y la electricidad, y para la “privatización” de servicios públicos como las prisiones y la policía. Todos estos procesos han estado relacionados con la invención y la utilización de otras medidas emergentes destinadas al gobierno de esas entidades, medidas que, al poner el énfasis en la aparente objetividad y neutralidad de los números, refuerzan la pretensión de esas entidades de que actúan de acuerdo con un programa apolítico (Hood, 1991). Contratos, objetivos, indicadores, medidas de los resultados, monitorización y evaluación están así siendo usados para gobernar el comportamiento de esas entidades, al mismo tiempo que les conceden una cierta autonomía para tomar decisiones de poder y responsabilizarse de sus acciones. Se puede comprobar, de este modo, cómo se produce un desplazamiento desde los mecanismos electorales de control democrático en los que intervienen los ayuntamientos a nuevas técnicas de contabilidad, es decir, a la representación de “socios” de diferentes “comunidades” –negocios, residentes locales, organizaciones voluntarias y ayuntamientos– en los consejos de administración. La reconfiguración del poder político que este proceso supone no

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puede ser bien entendida, por tanto, en términos de oposición entre el Estado y el mercado: nuevos mecanismos modulados y programados por las autoridades políticas están siendo utilizados para vincular los cálculos y las acciones de un heterogéneo conjunto de organizaciones, gobernándolas “a distancia” a través de la instrumentalización de una autonomía regulada. 3. Una nueva especificación del sujeto de gobierno. La entronización de los poderes del cliente en tanto que consumidor –consumidor de servicios de salud, de educación, de formación, de transportes– define a los sujetos de gobierno de una nueva forma: como individuos activos que buscan “realizarse a sí mismos”, maximizar su calidad de vida mediante actos de elección, confiriendo a sus vidas un sentido y un valor en la medida en que pueden ser racionalizadas como el resultado de elecciones hechas o de opciones por tomar (Rose, 1992, 1996a). La razón política debe ahora justificarse y organizarse a sí misma argumentando mediante pactos que se adecuan a la existencia de personas definidas, en su esencia, como criaturas libres y autónomas. En el interior de este nuevo régimen que supone un yo activamente responsable, los individuos tienen que cumplir sus obligaciones ciudadanas no a través de mutuas relaciones de dependencia y obligación de unos para con otros, sino tratando de realizarse a sí mismos en el seno de una variedad de ámbito micro-morales o “comunidades”: familias, lugares de trabajo, escuelas, asociaciones de ocio, vecindades. El problema consiste, por tanto, en encontrar los medios a través de los cuales los individuos se hacen responsables mediante opciones individuales que adoptan para sí mismos y para aquellos a los que deben lealtad, formando un estilo de vida acorde con gramáticas de vida que han sido ampliamente diseminadas, que ya no dependen de cálculos ni de estrategias políticas para su lógica de funcionamiento ni para las técnicas que implican (Rose 1996b). Poner en marcha esta noción de individuo activamente responsable fue posible gracias al desarrollo de un nuevo dispositivo que integra a

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los sujetos en un nexo moral de identificaciones y lealtades mediante los mismos procesos en los que parece representar sus opciones más personales. Las racionalidades políticas actuales se basan y utilizan una gama de tecnologías que instalan y apoyan el proyecto civilizador modelando y gobernando las capacidades, competencias y voluntades de los sujetos, que están ya fuera del control formal de los “poderes públicos”. A todas las cosas básicas que constituyen una nación tales como un lenguaje común, la escolarización y los medios de transporte, nuestro siglo ha añadido los medios de comunicación de masas, con sus pedagogías, que van desde el documental hasta los culebrones televisivos; las encuestas de opinión y otros mecanismos que proporcionan conexiones recíprocas entre las autoridades y los sujetos; la regulación de los estilos de vida a través de la publicidad, del marketing y del mundo de las mercancías, sin olvidarse de los expertos de la subjetividad (Rose, 1990). Estas tecnologías no tienen su origen o principio de inteligibilidad en “el Estado”; sin embargo, han hecho posible gobernar de un modo “liberal avanzado”, han proporcionado una plétora de mecanismos indirectos que han hecho posible introducir los objetivos de las autoridades políticas, sociales y económicas en el interior de las elecciones y compromisos de los individuos, situándolos en redes reales o virtuales de identificación a través de las cuales pueden ser gobernados. La reconfiguración del sujeto de gobierno asigna obligaciones y deberes al mismo tiempo que abre nuevos espacios de decisión y acción. Cada una de las dos dimensiones del gobierno social, la seguridad social y el trabajo social, van a verse así ahora transformadas. La seguridad social, en tanto que principio de solidaridad social, cede el paso a una especie de privatización de la gestión del riesgo. En este nuevo prudencialismo, el seguro frente a posibilidades futuras de paro, enfermedad, vejez, etc., se convierte en una obligación privada. El ciudadano es estimulado a gestionar los riesgos, no solo en lo que afecta a formas socializadas previamente existentes, sino también respecto a una amplia gama de otro tipo de decisiones; es

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estimulado a integrar el futuro en el presente, es educado de tal forma que debe calcular las consecuencias futuras de acciones tan diversas como las que se refieren a la dieta o a la seguridad de la casa. El activo ciudadano tiene, por tanto, que añadir a sus obligaciones una nueva: la de adoptar una prudente y calculadora relación personal con el destino, considerado ahora en términos de peligros calculables y riesgos previsibles (O’Malley, 1992). El trabajo social, por su parte, en tanto que instrumento de civilización tutelada, da paso al consejero privado, al manual de autoayuda, al teléfono de la esperanza, en suma, a prácticas que ligan a cada individuo con el consejo de los expertos al tiempo que adoptan la apariencia de ser el resultado de una elección individual libre (Rose, 1990). La regulación de la conducta pasa a ser así un asunto ligado al deseo de cada individuo de dirigir su propia conducta libremente con el fin de lograr la maximización de una concepción de su felicidad y realización personal como si fuese obra suya, pero semejante maximización del estilo de vida implica una relación con la autoridad a partir del mismo momento en que se define como el resultado de una libre elección. Se puede así constatar la “reversibilidad” de las relaciones de autoridad: lo que comienza siendo una norma que debe ser implantada en el interior de los ciudadanos puede ser reformulada como una demanda que los ciudadanos pueden hacer a las autoridades. Los individuos tienen que convertirse en “expertos de sí mismos”, pasar a establecer una relación de autocuidado, que se basa en la preparación y la información, con sus cuerpos, mentes, formas de conducta y con los miembros de sus propias familias. Por supuesto, esta nueva configuración tiene su propia complejidad, su propia lógica de integración y exclusión. Sin embargo, los “efectos de poder” que encierra no responden a la lógica simple de la dominación, ni tampoco a una concepción del poder definible en términos de “suma cero”. Si se considera, por ejemplo, la proliferación de las nuevas técnicas psicológicas y de los lenguajes de autorrealización en relación con los sujetos etiquetados ahora como “marginalizados” o “excluidos”,

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se puede observar que los regímenes políticos neoliberales ponen en marcha un conjunto de medidas para reducir los beneficios de aquellos que no tienen trabajo, para disciplinar a los delincuentes y a los que transgreden las leyes, para imponerles una responsabilidad personal, para desmantelar el archipiélago de instituciones en cuyo interior el gobierno del Welfare había circunscrito y gestionado sus problemas sociales. No conviene en absoluto minimizar la intensificación de la miseria y el empobrecimiento que surge de estas cambiantes especificaciones de la responsabilidad de los individuos respecto a su propio destino. Es difícil contemplar sin rechazo y repugnancia los cambios terminológicos que hacen que los parados pasen ahora a llamarse “buscadores de trabajo” y los que carecen de casa “personas sin techo”. Pero estos programas neoliberales, que responden a los que sufren como si ellos fuesen los autores de su propia desgracia, comparten ciertos rasgos con otras estrategias articuladas desde otras perspectivas políticas. Desde perspectivas diversas, los individuos desfavorecidos han llegado a ser considerados potencial e idealmente como agentes activos en la construcción de su propia existencia. Aquellos sujetos “excluidos” de los beneficios de una vida de elección y autorrealización ya no son ahora simplemente el soporte pasivo de un conjunto de determinaciones sociales, sino que son personas cuyas aspiraciones de autorresponsabilidad y autorrealización han sido deformadas por la dependencia cultural, y cuyos esfuerzos de autoperfeccionamiento se han visto frustrados durante todo el tiempo que ha durado su “incapacidad aprendida”, son, en fin, personas cuya autoestima ha sido destruida. De esto se deduce que todos estos sujetos deben ser asistidos no a través de la administración y los solícitos expertos que les proporcionaban ayuda y subsidios, sino a través de su propio compromiso con un conjunto de programas destinados a su reconstrucción ética en cuanto activos ciudadanos –programas que tratan de equiparlos con las destrezas y aprendizajes de autopromoción, de aconsejarlos para que recuperen su sentido de autovalor y autoestima, programas destinados a capacitarlos para que

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puedan asumir su legítimo puesto en cuanto sujetos autoactualizados y exigentes de una democracia liberal “avanzada” (Cruikshank, 1996). No se pretende, sin embargo, sugerir con lo expuesto hasta aquí que la construcción del ciudadano moderno, como agente activo de su propio destino, sea en cierto sentido una “invención” de los regímenes políticos recientes: las condiciones para que se haya producido esta mutación en la relación con nosotros mismos son complejas y no tienen un simple origen o causa. No obstante, el a priori ético del ciudadano activo en una sociedad activa, esta redefinición de la ética de la personalización es, posiblemente, la característica más fundamental y generalizable de estas nuevas racionalidades de gobierno, una característica, además, que justifica la afirmación de que lo que aquí estamos viendo no son simplemente las vicisitudes de una ideología política, la del conservadurismo neoliberal, sino algo mucho más relevante que subyace en los programas de gobierno de todo el espectro político y que justifica que se designen como “liberal avanzadas” todas estas nuevas tentativas para “reinventar el gobierno”. El poder de gubernamentalización de la derecha en las pasadas dos décadas radica en el hecho de que fue más bien la derecha que la izquierda la que logró articular una racionalidad de gobierno acorde con este nuevo régimen del yo, desarrollar programas que introducen este tipo de ética en el interior de estrategias encaminadas a la regulación de problemas y dificultades precisas tales como las del mercado de la vivienda, o las de la salud, e inventar fórmulas técnicas que prometen solucionar todos estos problemas. Fue también la derecha y no la izquierda quien abrió la vía a una política de las tecnologías humanas que no solamente cuestiona las relaciones de poder existentes entre los expertos y los sujetos de sus intervenciones, sino que además trata de dar a este cuestionamiento una forma técnica. Todas las críticas de la izquierda sobre el Estado y el control social, sobre los poderes de los expertos y las consecuencias no deseadas de las actuaciones burocráticas y de la profesionalización, no han sido percibidas aún

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como capaces de proponer modelos alternativos para regular estos dispositivos moduladores de la ciudadanía que responden a las necesidades de pluralismo. ¿Puede la izquierda proporcionar una racionalidad alternativa para articular estas tecnologías plurales y estas éticas autonomizantes sin perder los logros que ha conseguido y, al mismo tiempo, proporcionar seguridad a aquellos socialmente más expuestos? Esto exigiría que la izquierda articulase una alternativa ética y una pedagogía de la subjetividad diferentes a aquellas exigidas, e inherentes, a la racionalidad del mercado y la “valoración” de la libre elección. Traducción del inglés de Julia Varela.

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Riesgo, poder y prevención del delito Pat O’Malley

1. Sociedad basada en el riesgo Tal vez la propiedad definitoria de la concepción de Michel Foucault del poder disciplinario sea que este trabaja a través y sobre el individuo, y constituye al individuo como un objeto de conocimiento. En las disciplinas, la técnica central es la normalización en el sentido específico de creación o especificación de una regla general (norma) en términos de la cual la unicidad individual puede ser reconocida, caracterizada y luego estandarizada. La normalización, en el sentido disciplinario por lo tanto implica “corrección” del individuo, y el desarrollo de un conocimiento causal de la desviación y la normalización.1 Así, en la prisión, Foucault (1977) observó la disciplina como actuando directa y coercitivamente sobre el individuo, produciendo de este modo “un conocimiento biográfico y una técnica para la corrección de las vidas individuales” que debería seguir el curso de la vida del delincuente “no solo hasta las circunstancias de su delito sino también hasta sus causas” (Foucault 1977: 251-2). El rechazo de la focalización sobre los individuos y la causación por lo tanto reflejaría no solamente una redirección de ciertas políticas sino mas bien una transformación de la tecnología disciplinaria del

Este texto ha sido tomado de la revista Delito y sociedad, núm. 20 (2004): 79-102. Originalmente fue publicado como “Risk, Power and Crime Prevention” en Economy and Society, 21.2 (1992): 252-275. Agradecemos a Juan S. Pegoraro, director de Delito y sociedad, su ayuda para republicar este texto. 1 François Ewald (1990) señala que la normalización no necesariamente implica el proceso disciplinario de estandarización de individuos, sino que significa meramente el establecimiento de una norma, en el sentido de un punto dentro de una distribución. Las estrategias de normalización implican solamente la manipulación de distribuciones alrededor de la norma y, por ende, se extienden a lo que en este trabajo se refiere como tecnologías actuariales o de aseguramiento (en las cuales, ciertas categorías o aún la población entera pueden ser manipuladas). 99

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poder misma.2 En el campo del delito y del control del delito, diversos comentaristas han puesto de manifiesto el desarrollo de programas y políticas basados en la regulación de las conductas y sus consecuencias –en los que son puestos en juego supuestos y técnicas “actuariales” (Cohen 1985) o “asegurativos” (Reichman, 1986; Hogg, 1989). Tal vez, el planteo más notorio sobre estos cambios ha sido presentado por Stanley Cohen (1985), quien observa que la concepción de una “sociedad de control de mentes” representada en el libro “1984” de Orwell es errada, puesto que aunque algunos elementos claves foucaultianos como la vigilancia continúan desarrollándose, existe poco o nada de preocupación con respecto a los individuos como tales. Así, en la prevención situacional del delito, una de las técnicas de control de la criminalidad de más rápido crecimiento, la atención recae en los aspectos temporal y espacial del delito, pensados en términos de oportunidades para su realización más que en sus orígenes causales o biográficos: Lo que está siendo monitoreado actualmente es la conducta (o el correlato psicológico de emoción y conducta). Nadie está interesado en los pensamientos individuales... “el juego ha terminado” para todas las políticas dirigidas al criminal como individuo, ya sea en términos de detección (culpando y castigando) o causación (encontrando cadenas motivacionales o causales)... Los discursos ahora se refieren a los aspectos “espacial” y “temporal” del delito, a los sistemas, a las secuencias de conducta, a la ecología, al espacio defendible... a hacer el blanco del delito menos accesible... (Cohen, 1985: 146-8).

Mientras estos autores están preocupados fundamentalmente por comprender el control del delito, hay una literatura importante que identifica este proceso como meramente una instancia de la superación de las técnicas disciplinarias a lo largo de un amplio espectro de lugares

2 El uso del término “tecnología” en este trabajo será delimitado luego en mayor detalle pero, en términos amplios, se refiere a cualquier conjunto de prácticas sociales que está orientado a manipular el mundo social o físico de acuerdo con rutinas identificables. Las tres principales formas identificadas por Foucault son: soberana, disciplinaria y asegurativa. “Técnicas” aquí se refiere a las distintas formas de aplicación o a los distintos componentes de las tecnologías. Por ejemplo, la prisión y la escuela, el examen y la documentación de casos, pueden ser pensados como técnicas de la tecnología disciplinaria. 100

Riesgo, poder y prevención del delito

sociales (ej. Donzelot, 1979, 1991; Ewald, 1986, 1990, 1991; Simon, 1987, 1988; Castel, 1991; Defert, 1991; Miller y Rose, 1990). El análisis de este cambio está basado en las observaciones de Foucault, quien diferenciaba entre dos formas básicas de poder emergentes en el siglo diecisiete –las disciplinas, en tanto “una anatomía política del cuerpo humano” y “los controles regulatorios: una bio-política de la población”. Los segundos estaban focalizados, no en las desviaciones de los individuos con respecto a la norma, sino en la gestión de poblaciones, en un nivel de agregados, fundamentalmente a través de la regulación en términos de distribuciones estadísticas con respecto a un promedio (Foucault 1984: 139). Ejemplos familiares de este proceso son el desarrollo de dispositivos de seguridad social tales como el subsidio de desempleo y el seguro público de salud como técnicas de gobierno de las características físicas y económicas generales de la población. De este modo, el subsidio de desempleo administra los riesgos y efectos del desempleo y los distribuye a lo largo del tiempo y del espacio para reducir su impacto en la seguridad pública. Una estrategia disciplinaria, por contraste, identificaría individuos “problemáticos” e intervendría directamente en sus vidas en un intento por “normalizar” sus status. Uno de los primeros ejemplos de agencia disciplinaria en este campo fue la casa de trabajo. A pesar de identificar tempranamente en la historia moderna la emergencia de los controles regulatorios, Foucault percibió que sólo en el transcurso del último siglo se transformaron en predominantes sobre otras tecnologías de poder, aunque en su análisis de este tema en La historia de la sexualidad no deja totalmente en claro por qué ha sido de esta forma. Una de las elaboraciones más claras y desarrolladas dando cuenta de este cambio ha sido presentada por Jonathan Simon (1987, 1988), Jacques Donzelot (1979) y Francois Ewald (1986), quienes observan en general que estas técnicas basadas en el riesgo, asegurativas o actuariales, se tornan dominantes porque funcionan intensificando la efectividad del poder:

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Mientras el régimen disciplinario intenta modificar la conducta y la motivación del individuo, el régimen actuarial modifica las estructuras físicas y sociales dentro de las cuales los individuos se comportan. El pasaje desde la normalización (acortar la brecha entre distribución y norma) hacia la adaptación (responder a las variaciones en las distribuciones) incrementa la eficiencia del poder porque cambiar personas es dificil y costoso (Simon, 1988: 773, el destacado es mío).3

Se sostiene que estas técnicas basadas en el riesgo son medios de control más efectivos que la disciplina, principalmente porque no necesitan acudir a los métodos ineficientes de coerción directa de los individuos.4 En consecuencia, son más sutiles en su operación y menos susceptibles de generar resistencia (veáse también Donzelot, 1979; Ewald, 1990). Mientras que las disciplinas evolucionaron en la primera parte de la era moderna como estrategias defensivas para el control de las “clases peligrosas” por medio de la coerción, la exclusión y la corrección, las tácticas y categorías basadas en el riesgo apuntan más bien a la inclusión y al mejoramiento de las condiciones de vida. Las estrategias asegurativas, no obstante haberse desarrollado anteriormente (están presentes en el nacimiento del capitalismo moderno), han sido empleadas predominantemente en el siglo veinte,

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Resultará evidente que existe confusión en la terminología empleada para describir esta tecnología. Simon (1987, 1988) se refiere a ella como “actuarial”, puesto que uno de sus fundamentos radica en el management de multiplicidades basado en el conocimiento de las leyes de grandes cantidades. Stan Cohen (1985) también se refiere a la naturaleza actuarial de estas técnicas, aunque en su análisis están más comúnmente definidas como “regulación de conductas”. Sin embargo, este último término es demasiado restrictivo, ya que omite muchos procesos estrechamente relacionados con los actuarialmente basados tales como el seguro de la propiedad inmueble o el seguro de desempleo (por lo tanto, refleja el campo que él revisara en Visions of Social Control). Por otro lado, la preferencia de autores tales como Donzelot (1979) por “técnicas de seguro” o “aseguramiento” es asimismo demasiado restrictiva, porque no abarca las prácticas analizadas por Cohen. Sugiero que lo que todos los análisis comparten es un enfoque sobre el riesgo como concepto central subrayando esas prácticas diversas como la modificación del ambiente físico (por ej. la instalación de reductores de velocidad, mejoramiento de la seguridad inmobiliaria), intervenciones basadas en la identificación de categorías de personas de alto riesgo y diversos programas basados en el seguro. Por ende, aunque no habrá un uso inflexible en el artículo, prefiero en términos generales “riesgo” y tecnologías “basadas en el riesgo”. 4 Comparar también el párrafo de Stan Cohen sobre la filosofía contemporánea de control del delito: “resolver problemas a través del cambio de las personas es simplemente improductivo. Las personas no son fácilmente susceptibles de ser persuadidas, resocializadas, aconsejadas, tratadas, reeducadas. Debemos aceptarlos tal como ellos son, modificar sus circunstancias o accionar contra las consecuencias de su intratabilidad”. 102

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en el que la población ha sido ampliamente pacificada por la operación de las disciplinas y por el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo asociadas con el desarrollo del capitalismo industrial. De acuerdo con esta visión, en virtud de dicha naturaleza, en general, pacificada del pueblo, las sociedades modernas son capaces de tolerar un grado mayor de desviaciones individuales comparadas con las de la era del control disciplinario. Bajo tales condiciones la tecnología basada en el riesgo –que es más tolerante con la desviación individual y, por ende, menos abierta y coercitiva en sus intervenciones– puede operar efectivamente. Por lo tanto, los ejemplos centrales de esta tecnología de poder como la seguridad social, las indemnizaciones a los trabajadores y los impuestos a las ganancias “crearon formas de management que no necesitaban apoyarse en las engorrosas técnicas de disciplina individual” (Simon, 1988). Más aun, esta forma de poder emergente, a través de la utilización de técnicas basadas en el riesgo para detectar y gestionar problemas sociales, divide la población en categorías estadísticas y comportamentales organizadas en torno al riesgo, que no tienden a corresponder con las experiencias vitales de las personas. De este modo, ellas no se prestan fácilmente a los fines del reconocimiento y la movilización sociales, en torno a los cuales podría formarse una resistencia grupal. 5 En este enfoque, estos cambios están sintentizados en la idea de que implican una transición desde los discursos del control a los discursos de la seguridad (ej. Donzelot, 1991). Los aparatos asegurativos proveen seguridad distribuyendo los costos de la realización de los riesgos (en el campo de la salud, el empleo, la legalidad, etc.) y al hacer esto:

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Por ejemplo, tratando con categorías “en riesgo” de personas jóvenes, las estrategias de prevención del delito pueden bastante deliberadamente intervenir con respecto a escuelas completas o aún con respecto a todas las escuelas de un área, más que con respecto a grupos particulares de individuos. Aquí, una de las intenciones es reducir la probabilidad de identificación (y por lo tanto el ‘”etiquetamiento”) de ofensores potenciales. (Potas et al., 1990). Como este ejemplo también demuestra, los efectos que Simon y los otros autores buscan para atraer la atención de ningún modo son deliberadamente o malevolentemente provocados. 103

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Las prácticas asegurativas producen la desdramatización de los conflictos sociales, eludiendo la cuestión de la asignación de responsabilidad por el origen de los “males sociales” y suplantándola por las diferentes opciones técnicas... necesarias para optimizar el empleo, los salarios, las asignaciones familiares, etc. También, por otro lado, crean una solidaridad social pasiva, eliminando las formas de autodefensa colectiva (Donzelot, 1979: 81. Véase también Ewald, 1991; Gordon, 1991).

Estas interpretaciones del actuarialismo poseen fuertes resonancias con otras descripciones del management de las multiplicidades, principalmente con aquella referida al “control social disperso” (Cohen, 1979; Abel, 1982). Aunque existen diferencias claves entre estos enfoques (por ejemplo, sobre la integración del conjunto en un “sistema” de control) todos ponen énfasis en el management regulatorio, en la visibilidad reducida de la intervención coercitiva y en una consecuentemente disminuida resistencia frente a esta forma emergente de poder. En particular, en cada una de estas visiones se afirma que una forma de poder más eficiente se ha desarrollado –eficiente en términos de un cálculo costo/ beneficio político y económico. Correspondientemente, en estos enfoques existe también una tendencia muy marcada hacia una visión totalizante de la regulación. Se considera que el poder actuarial, fundamentalmente a causa de su mayor eficiencia, avanza sobre todos los campos sociales, remplazando “la ciudad punitiva” (Cohen, 1979) por la “sociedad del riesgo” (Simon, 1987; Gordon, 1991) o el “orden post-disciplinario” (Castel, 1991). Esta posición implica que las tecnologías de poder pueden ser ranqueadas jerárquicamente en términos de eficiencia y, más aún, que hay una cierta selección natural entre las tecnologías, de modo tal que sobrevive la más eficiente. Ciertamente estas interpretaciones pueden apoyarse en Vigilar y castigar, donde Foucault afirma que las tecnologías de poder avanzan de acuerdo a tres criterios:

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... primeramente, para obtener el ejercicio del poder en el menor costo posible (económicamente por el menor costo que acarrea, políticamente, por su discreción, su menor exteriorización, su relativa invisibilidad, la menor resistencia que suscita); segundo, para llevar los efectos de este poder a su máxima intensidad, para extenderlos tan lejos como sea posible, sin fracaso ni laguna; tercero, para enlazar este desarrollo económico del poder con el rendimiento de los aparatos... dentro de los cuales es ejercitado; en breve, para incrementar la docilidad y la utilidad de todos los elementos del sistema” (1977: 218). 6

Aun cuando una lectura de Foucault en términos de un modelo unilineal de eficiencia y poder es posible, claramente se dirige contra su insistencia en la naturaleza fragmentaria de las relaciones sociales a lo largo del tiempo y del espacio. Ademas, se contradice con el reconocimiento de Foucault de la disciplina y la regulación como “dos polos de desarrollo ligados por todo un conjunto intermedio de relaciones” caracterizado por “superposiciones, interacciones y ecos” (Foucault, 1984: 149). Por lo tanto, más que existir aquí una redundancia implícita, existe una interacción dinámica: Debemos, por consiguiente, ver las cosas no en términos de una sustitución de una sociedad de soberanía por una sociedad disciplinaria y el subsiguiente remplazo de una sociedad disciplinaria por una sociedad gubernamental; en realidad tenemos un triángulo: soberanía-disciplina-gobierno, que tiene como su blanco principal a la población y como su mecanismo esencial a los aparatos de seguridad (Foucault, 1979: 19).

Estas instancias no implican una jerarquía de eficiencia, ni una competición entre formas de poder, aunque puede esperarse que tales formas se contradigan y/o se confabulen. Para Foucault, fueron las combinaciones específicas de técnicas disciplinarias y regulatorias las que produjeron “las cuatro grandes líneas de ataque” en las modernas políticas del sexo (1984: 146). Por ende, en el control de natalidad y la psiquiatrización de las perversiones, “la intervención era regulatoria en su naturaleza, pero debía descansar en la demanda de disciplinas y constreñimientos individuales”. Por otro lado, la sexualización de los niños y la histerización de las mujeres se basaron en los requerimientos de la regulación (por ej. la asistencia social colectiva) para obtener resultados en el nivel de la disciplina. 6

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Por supuesto, Foucault no puede pronunciarse ex cathedra, pero sus palabras, claramente, no implican preveer el desarrollo de una evolución, sino comprender las dinámicas de estas relaciones triangulares y las condiciones que afectan los roles cumplidos por los diversos elementos en combinaciones específicas. Con respecto a la naturaleza y al impacto de las técnicas actuariales, por lo tanto, necesitamos considerar sus relaciones con la soberanía y la disciplina, en términos de articulaciones y alianzas, colonizaciones y traducciones, resistencias y complicidades, antes que en términos de la “pura lógica” de un desarrollo unilateral o unilineal (cf. Fitzpatrick, 1988).7 Entre los teóricos del riesgo social, sólo Simon parece haberse enfrentado con este problema. 2. Relaciones de mercado, riesgo y soberanía residual El énfasis de Simon en un modelo evolutivo del poder y su eficiencia significa que aun cuando se reconoce la fuerza de la soberanía, esta aparece como una anomalía tecnológicamente irracional, explicada principalmente por la resistencia de las reacciones morales a métodos de control más eficientes instrumentalmente.8 En el caso del castigo, “el esfuerzo estatal para castigar a los miembros de la “underclass” que cometen delitos es uno de los últimos vestigios de un compromiso de compartir una comunidad con ellos” (Simon, 1987: 82). Para mantener la fuerza de su argumento, sin embargo, Simon alega que las técnicas actuariales estan difundiéndose en estos espacios sociales degradados. Esto ocurre, en parte, porque “el acceso a los beneficios públicos está cada vez más siendo distribuido a través de métodos de evaluación del riesgo” y, en parte, por el desplazamiento de las sanciones penales por medidas de “regulación comportamental” analizadas por Cohen en Visiones del control social (Simon, 1987: 78). Ambas afirmaciones son dudosas.

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Este será un objetivo primario de la segunda parte del presente artículo, donde la prevención situacional del delito será evaluada en tales términos 8 “Los problemas de la guerra, el castigo de los delincuentes y la ciudadanía continúan atormentando al siglo veinte con el problema de la soberanía” (Simon, 1987: 81-2). 106

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Observando la enorme contracción de los beneficios públicos propios del “welfare” y las estrategias relacionadas que se han producido bajo los regímenes “económicamente racionalistas” en muchos estados occidentales, la primera afirmación parece un intento un tanto voluntarista de rescatar la tesis de la constante extensión de la socialización de la seguridad. Es evidente que la adjudicación de los beneficios basada en la evaluación del riesgo es un rasgo creciente del “welfarismo”. Por ejemplo, el desempleado por corto tiempo es tratado apuntando al “reentrenamiento” o la “reubicación”, mientras los desempleados por largo tiempo son excluidos del beneficio o se les adjudica una cuota menor del mismo (cf. Hatt et al., 1990). La posibilidad distintiva de los discursos actuariales radica en que no están siendo simplemente usados como medios para la redistribución de los beneficios sino, más bien, como una manera de reducir el “welfare”, al menos en una base per cápita. Esto seguramente es bastante diferente a teorizar las tecnologías actuariales en términos de la necesaria centralidad de los “aparatos de seguridad” (Foucault, 1979), la “hegemonía del welfare” (Simon, 1987), o la “sociedad de seguridad”, involucrando “un circuito distinguible de interdependencia entre seguridad política y seguridad social” (Gordon, 1991). Ciertamente, la focalización de tales perspectivas sobre el (presunto) efecto políticamente pacificador de la seguridad social parece enceguecer a estos teóricos con respecto a otras posibles relaciones entre seguridad política y social.9 De este modo, en tales modelos no hay un reconocimiento de la creciente severidad y alcance de las disposiciones “soberanas” acompañando el resurgimiento de las filosofías del “merecimiento justo”, “la verdad en la sentencia” y “la protección del público”. En la medida en que los niveles de encarcelamiento comienzan a superar aquellos existentes por generaciones y las justificaciones del encarcelamiento tienden crecientemente hacia lo punitivo y se alejan de lo correccional, se hace insatisfactorio ver ciertas formas de poder controlando eficientemente Gordon y Ewart hasta llegan a resucitar la vieja muletilla de que el estado de bienestar es una garantía contra la revolución (Gordon, 1991: 41). 9

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la población y otras formas como “sobreviviendo” o “persistiendo” en función del fracaso del sistema para incorporar parte de la población (Greenberg, 1990; Brown, 1989).10 Estas dificultades pueden, en parte, ser rastreadas en una sutil transición, ya aludida, en la naturaleza de las prácticas basadas en el riesgo. Los ejemplos que Simon, Gordon, Donzelot y los otros utilizan para ilustrar el poder actuarial refieren, en su mayoría, a técnicas desarrolladas en relación con mecanismos estatales para gestionar los riesgos, principalmente, frente a aquellos temporariamente excluidos del mercado laboral o a aquellos que existen en sus márgenes. Estos análisis parecen suponer que la existencia de un discurso de la seguridad social refleja el continuo crecimiento de las agencias correspondientes (resumido en una implausible referencia de Simon (1987: 80) a una actualmente “creciente hegemonía del welfare”). Sin embargo, yo sostendría que la pasada década no ha sido testigo de la continuación de este proceso. Antes bien, ha significado la transformación parcial del actuarialismo socializado en actuarialismo privatizado (o “prudencialismo”) como un efecto de intervenciones políticas promoviendo el creciente juego de las fuerzas de mercado. Más específicamente, esto ha involucrado tres cambios integralmente relacionados: la retracción de las técnicas basadas en el riesgo socializadas (beneficio público) de la gestión de los riesgos frente a la pobreza; su progresivo remplazo por medidas disciplinarias o soberanas; y la privatización de los beneficios públicos como un aspecto de la extensión de las técnicas basadas en el riesgo privatizadas. En resumen, esto sugiere una revisión completa de la conceptualización del actuarialismo y la lógica de poder que lo conduce. Implica pasar de un modelo de tecnologías de poder y sus eficiencias, hacia un modelo de programas políticos sustantivos que despliegan tales tecnologías de formas que no pueden ser reducidas a una fórmula simple o directa. Sería también poco convincente argumentar como haría Garland (1990) que este es el resultado de un crecimiento repentino de la indignación moral contra el crimen, dado que la conexión entre los sentimientos populares y las políticas públicas es variable y muy indirecta. 10

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3. Del poder a los programas políticos Para evitar las dificultadas asociadas con la creación del poder como un nuevo sujeto, motor o lógica de la historia, Donzelot ha sugerido que éste debe ser reconceptualizado en términos de tecnologías, programas políticos y estrategias. En esta conceptualización, las tecnologías, de las cuales el panóptico y el seguro son sólo ejemplos, emergen “como formas de activar y gestionar una población siempre múltiples, locales, entretejidas, coherentes o contradictorias” (Donzelot, 1979).11 Las tecnologías, aunque tienen su propia dinámica, se desarrollan fundamentalmente en función de su rol con respecto a programas políticos específicos. Los programas políticos se focalizan en hacer algo sobre un “objeto práctico”, por ejemplo, la reducción de los niveles de desempleo, las tasas de delitos o de jóvenes sin hogar. Son recetas “para una intervención transformadora... (y) una redirección”. A su vez, estos programas son conformados en términos de estrategias más abstractas –“fórmulas de gobierno, teorías que explican la realidad sólo en la extensión en la que posibilitan la implementación de un programa” (Donzelot, 1979: 77). El keynesianismo y la economía política del laissez faire proveen ejemplos de esto último. Apartándonos del esquema de Donzelot, puede sostenerse que las tecnologías no nacen simplemente como resultado de una lógica de poder, sino que son desarrolladas con propósitos específicos en mente (Miller y Rose, 1990).12 Posteriormente pueden extenderse a otros campos y propósitos. El planeamiento de la gestión institucional del Entre sus artículos de 1987 y 1988, Simon se desplazó desde una posición esencialista en la cual el poder existía más o menos como el sujeto de la historia, hacia una posición en la cual el actuarialismo es considerado como una técnica o tecnología. Sin embargo, en contraste con la posición adoptada en este artículo, también aparece allí como una técnica general, que no se encuentra dirigida o formada por ningún programa particular. Retiene de esta forma su status como una forma de poder más eficiente. Y significativamente en términos de mi posición previa, este último uso se refiere casi únicamente a formas privatizadas de práctica actuarial. 12 Esto no implica que ellas sean simple e ingeniosamente construidas ex novo. Muchas veces pueden nacer más o menos accidentalmente y luego son refinadas, otras son generadas reuniendo elementos diversos de otras tecnologías. El proceso analizado es uno en el cual los elementos son reunidos pragmáticamente y los que “se vuelven famosos” lo hacen porque son funcionales a objetivos presentes y accesibles. Por lo tanto, la lógica del crecimiento no implica eficiencia absoluta, sino adecuación pragmática. 11

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riesgo, por ejemplo, desarrollado inicialmente en relación con los seguros, luego fue adaptado de diversas formas a distintos propósitos en relación con la formación de programas tales como el welfarismo (Hacking, 1991). De todos modos, la continua difusión de tecnologías de ninguna manera está asegurada una vez comenzada. La atracción de las tecnologías puede estar basada en una variedad de criterios, más allá de las percepciones de efectividad; y hasta estas últimas están sujetas a fluctuaciones difícilmente explicables por una narrativa determinista –como lo sugiere la continua oscilación entre tendencias institucionalizadoras y desinstitucionalizadoras en el campo de la política de salud mental (Scull, 1975; La Fond y Durham, 1991). Lo que influye en la difusión de las tecnologías es, frecuentemente, su adaptabilidad a fines particulares y esto, en gran medida, estará relacionado con las luchas políticas que instalan programas en la agenda social. Esto sugiere que la historia de la prisión o de las técnicas actuariales de prevención del delito, no debe ser entendida como una entronización gradual de una tecnología de poder más eficiente, sino la irregular y negociada (y por eso parcial) implementación de un programa político y la consecuente (igualmente parcial) instalación de las técnicas apropiadas. El desarrollo del welfarismo puede así ser entendido como el resultado de conflictos entre programas políticos (informados por “estrategias” más amplias tales como el keynesianismo), tomando formas diferentes en cada instancia nacional, moldeadas por las condiciones locales y los resultados de luchas y negociaciones.13 Esta (familiar) manera de pensar sobre las tecnologías de poder conduce a una comprensión más abiertamente política de los desarrollos analizados hasta aquí. Más aun, posee importantes consecuencias para el análisis de las técnicas basadas en el riesgo. Esto puede ser examinado inicialmente con respecto a dos de sus elementos centrales –la amoralidad y la eficiencia de la tecnología actuarial. 13

Así, en el caso australiano la formación de un Estado de bienestar como una “red de seguridad” fue desarrollada en torno a condiciones tales como escasez crónica de trabajo, vulnerabilidad de la economía a las fluctuaciones en el mercado internacional de bienes, temprana formación de uniones, etc. (O’Malley, 1989). El resultado es bastante distinto del que se produjo en el centro colonial en Gran Bretaña, aun cuando ésta dominó la formación política, económica y cultural de Australia hasta bien entrado el presente siglo. 110

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4. Moralidad, riesgo y mercado libre En el análisis de Donzelot, Simon, Ewald et al. está claro que lo que ellos ven como el despliegue de las técnicas basadas en el riesgo es una interpretación focalizada en el poder del surgimiento del estado de bienestar e intervencionista (ej. Gordon, 1991: 3841). El welfarismo es representado, por ende, como una técnica para la gestión de poblaciones, una construcción también común en la teoría marxista (Gough, 1984). Debido a que en su funcionamiento cotidiano estas técnicas trabajan burocráticamente y sobre categorías, se ha argumentado que ellas son visualizadas como amorales por el pueblo. Como se ha visto, esta misma característica es interpretada como una fuente de eficiencia, en tanto reduce la oposición. Sin embargo, en muchos estados industriales occidentales en el presente, difícilmente pueda pensarse que el welfarismo “actuarial” es entendido públicamente como un producto de programas amorales y apolíticos. Una perspectiva alternativa sobre estos programas, los observa como resultado de luchas morales y políticas, que siguen siendo objeto de importantes conflictos. El logro de las compensaciones laborales, de impuestos al ingreso graduales, y de las diversas formas de seguro social (subsidio de desempleo, programas de salud pública, asistencia legal gratuita, etc.) han sido normalmente implantados contra una resistencia considerable en la arena política. Aun su formación en el discurso del actuarialismo ha sido combatida en términos morales y políticos (Pal, 1986; Cuneo, 1986).14 Como es evidente en nuestro Se debe hacer referencia aquí al análisis de Pal (1986) y Cuneo (1986) sobre el papel de la ideología actuarial en la construcción del Canadian Unemployment Insurance (UI) –Seguro Canadiense de Desempleo. En el debate entre estos académicos emerge muy claramente que el concepto de individuo de la elección racional fue un componente intrínseco de una política estatal actuarial abiertamente socializada. En otras palabras, aun cuando una política es construida en torno a formas socializadas, al menos en una economía capitalista las ideologías del individuo de la elección racional se encuentran todavía activas. En este caso, se desarrolló un conflicto entre aquellos que presionaban por un benecio universal y aquellos que usaban modelos de la elección racional para argumentar a favor de un plan estrictamente contributivo –porque los trabajadores (electores racionales) de otro modo “naturalmente” dejarían de trabajar para obtener un ingreso. Este conflicto jugó un rol fundamental moldeando la naturaleza de la política en cuestión, con el resultado de que el UI reflejaba simultáneamente, si bien de manera irregular, el impacto de los discursos de la elección racional y de justicia social. 14

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presente, su preservación es aun objeto de severos conflictos morales, notoriamente frente al racionalismo económico neoconservador. Ciertamente dentro de la visión estratégica de otros programas políticos, tales como aquellos de un gran sector de la nueva derecha, esa oposición toma la forma de una cruzada moral contra las ataduras del estado de bienestar, los cuales están minando la energía y capacidad de emprender de los individuos (Gamble, 1988).15 Más aún, el estandarte moral bajo el cual llevan adelante esta lucha es el del libre mercado –el libre mercado que reinstala el individuo moralmente responsable y lo coloca contra la colectivización inherente en las técnicas de gestión de riesgos públicas. Esto no significa negar que en muchos casos las técnicas de gestión de riesgo socializadas operen invisible y amoralmente. Más bien, implica negar que sea útil reducirlas a técnicas meramente instrumentales para controlar a las masas, cuyo éxito sea atribuible en gran medida a características o efectos intrínsecos. Como frecuentes objetos de lucha política, las técnicas actuariales no solamente son cuestiones abiertamente morales y políticas a largo plazo, sino que actualmente se encuentran en retirada como resultado de invenciones claramente morales. 5. Eficiencia: gobierno y relaciones de mercado ¿Puede el poder ser más o menos eficiente, como se pretente en las anteriores lecturas de los textos foucaultianos? En un artículo reciente, Miller y Rose (1990) señalan que una de las peculiaridades de los discursos de gubernamentalidad es que ellos son eternamente optimistas, asumiendo:

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Soy plenamente conciente de los peligros de atribuir un conjunto estrecho de visiones a la Nueva Derecha, o en verdad a cualquier movimiento o colectividad política. Sin embargo, mi propósito en este trabajo no es proveer un análisis complejo de la filosofía penal ni de la filosofía de la asistencia social de los variados agrupamientos que pueden ser en general definidos como la Nueva Derecha. Mi intención es indicar en términos muy amplios la importancia de examinar las relaciones entre tecnologías sociales y programas o estrategias políticas.

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que un dominio o una sociedad podría ser administrada mejor o más efectivamente... (y como resultado) el “fracaso” de una política o de un conjunto de políticas está siempre enlazado a tentativas de idear o proponer programas que funcionarían mejor (1990: 4).

Tal “optimismo” puede aparecer, por lo tanto, como una característica importante de la gubernamentalidad, pero como tal debería ser distinguida tajantemente de la idea de que la gubernamentalidad (o cualquier otra manifestación del “poder”) pueda realmente perfeccionarse a sí misma. Por el contrario, los programas incorporan discursos de éxito y fracaso como parte de su carácter político. El imperativo de evaluar debe ser visto en sí mismo como un componente clave de las formas de pensamiento político en discusión: cómo las autoridades y los administradores realizan juicios, las conclusiones que extraen de ellos, las rectificaciones que proponen y los ímpetus que el ‘fracaso’ provee para la propagación de nuevos programas de gobierno (Miller y Rose, 1990: 4).

Desde tal punto de vista, la eficiencia no es tanto una propiedad abstracta universal, sino, como se ha sostenido antes, un reclamo político expresado como el logro de objetivos políticos bastante específicos. De este modo, los argumentos de muchos de aquellos que proponían el establecimiento de estas técnicas de gestión de riesgos como el seguro social eran que ellas incrementarían la eficiencia de las naciones mejorando la productividad del trabajo y reduciendo el conflicto generado por el desempleo y otras vicisitudes creadas por las relaciones de mercado (Gough, 1984). Tales argumentos se asemejan a aquellos de Simon, Donzelot, etc. Sin embargo, esto no es en de ningún modo una verdadera representación de lo que el welfarismo es o era. Es, más bien, una reafirmación de un argumento político propuesto inicialmente a favor del welfarismo y más recientemente (al menos condicionalmente) contra él (ej. Gough, 1984). Se trata de una postura en la cual la eficiencia es construida en relación con criterios y objetivos particulares de dominación clasista.

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Estas afirmaciones de eficiencia son desafiadas por los oponentes conservadores en la arena política. Para la nueva derecha, los desarrollos actuariales socializados han minado la eficiencia de la población. La verdadera eficiencia solamente será alcanzada por la restauración de las relaciones del libre mercado y por la reafirmación de la iniciativa individual y el espíritu de empresa.16 Los seguros sociales de cualquier tipo y todos los otros mecanismos que han removido el estímulo provisto por la necesidad de valerse por sí mismo en una competición abierta, deben ser anulados y reemplazados por dispositivos privatizados (Gamble, 1988). En la visión de la nueva derecha, esto no significa negar que los individuos deban ser prudentes. Por el contrario, ellos deberían protegerse a sí mismos contra las vicisitudes de la enfermedad, el desempleo, la edad avanzada, etc., construyendo las medidas privadas que juzguen convenientes –incluyendo obtener los seguros privados que puedan permitirse. De esta manera, las técnicas de gestión de riesgos ciertamente juegan un rol vital, pero este no es el actuarialismo socializado de Donzelot, Simon, Ewald, etc. Mejor entendido como prudencialismo, es una forma de gobierno que remueve la concepción clave de la regulación de los individuos a través de la gestión colectivizada de los riesgos y le impone al individuo la responsabilidad de administrar sus propios riesgos. Esta puede ser defendida por sus sostenedores como “eficiente”, puesto que los individuos son conducidos hacia mayores esfuerzos y emprendimientos por la necesidad de asegurarse contra circunstancias adversas –y cuanto más emprendedores sean, mejor será la red de seguridad que puedan construir.17 Gamble (1986: 40-41) se refiere a las visiones económicas de Friedman casi en el mismo tono que este artículo adopta hacia las afirmaciones de la eficiencia absoluta del management del delito. En torno a sus afirmaciones de que las soluciones del mercado son invariablemente más eficientes que las soluciones gubernamentales, Gamble puntualiza que la creencia de que las proposiciones económicas pueden ser comprobadas como verdaderas es parte de una estrategia política usada para desacreditar al Keynesianismo – antes que ser un fundamento real de tal desacreditación. 17 Para una descripción fascinante sobre cómo aun otro discurso sobre la eficiencia (nacional) generó diferentes reacciones, véase Miller y O’Leary (1987). Aun cuando su descripción tiene muchas similitudes con el enfoque actuarial, el punto de llegada del proceso examinado es la profundización de la comprensión del individuo y la construcción de tal comprensión en el marco de la naturaleza del contexto organizacional. 16

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Este programa específico para la creación de una economía eficiente, como es claramente entendido por la nueva derecha y sus aliados, creará una necesidad de un Estado fuerte para tratar con los conflictos más importantes que puedan esperarse que emerjan (Gamble, 1988). Entre ellos, en primer lugar, los conflictos con la clase de empleados y funcionarios públicos que ha surgido alrededor de los aparatos de gestión pública del riesgo, cuyo poder político será necesario contrarrestar. En segundo lugar, y más importante aun, aquellos conflictos generados por las personas cuyas vidas serán dislocadas por el retorno de las relaciones de mercado. Estos últimos incluyen los embates contra las organizaciones laborales que puede esperarse que resistan al desmantelamiento de los logros por los que tanto han luchado. También incluirán conflictos con aquellas personas ya desempleadas que necesitarán aprender para reubicarse ellos mismos y no para depender del Estado (pero de quienes puede esperarse que resistan a la abolición de las ayudas sociales). Por último, incluye además a los nuevos desempleados que serán creados por las inevitables dislocaciones generadas por la reforma de la economía –en la medida en que las agencias estatales improductivas y sobredimensionadas son cerradas o sus recursos son recortados, las compañías ineficientes quiebran, y las organizaciones inestables pierden trabajadores y se vuelven “flacas” y “hambrientas” (Gamble, 1988, 1989). Este escenario, en el que grandes cantidades de personas dislocadas y desposeídas por el impacto del avance de las relaciones de mercado, es muy similar a aquel en el cual las disciplinas emergieron originariamente (Foucault, 1977). En efecto, las medidas desarrolladas y expandidas en relación con las nuevas “clases peligrosas” son precisamente las que han sido comprendidas teóricamente como los “ineficientes” medios coercitivos y divisivos de la soberanía.18 18

Todavía los debates sobre el “fracaso” del encarcelamiento no están de ninguna manera muertos y enterrados. Por ejemplo, como Garland ha argumentado: “la prisión podría ser evaluada en términos de su capacidad para privar a los ofensores de su libertad de acuerdo con una orden judicial, para excluirlos de la sociedad por un período de tiempo, o para infringirles sufrimiento mental en formas que satisfagan a un público punitivo –en cuyo caso los únicos fracasos serían los escapes ocasionales o las

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Por lo tanto, en lugar de un modelo de formas de poder cada vez más eficientes, lo que Simon y otros autores interpretan como actuarialismo, debe ser entendido en cambio como una tecnología ajustada a tipos específicos de programas políticos. A su vez, este no está caracterizado por una inevitable expansión del campo social bajo su dominio. Más bien, en el presente, el éxito de los programas inspirados en el racionalismo económico y el neoconservadurismo ha ido destruyendo la gestión socializada de los riesgos y remplazándola por una combinación programática de prudencialismo privatizado y soberanía punitiva. Mientras el modelo de Simon construye un “conflicto entre riesgo y soberanía”, las políticas de la nueva derecha no revelan tal conflicto. Antes bien, las dos tecnologías están sistemáticamente relacionadas entre sí de una forma simbiótica, sustentándose mutuamente a través de sus argumentos –aunque las contradicciones inherentes en la amalgama deben ser gestionadas cuidadosamente. Para dar a este análisis demasiado general una forma más precisa, la segunda parte de este trabajo retomará estos temas en el examen de la prevención situacional del delito. 6. Prevención situacional del delito como gestión de riesgos Como se ha indicado antes en el llamativo pasaje de Stan Cohen, la prevención situacional del delito puede ser entendida como quintaescencialmente “actuarial”. No trata prácticamente con los ofensores individuales, no está interesada en las causas del delito y generalmente es hostil o, más bien, agnóstica con respecto al correccionalismo. Su preocupación se refiere al control del delito como gestión de riesgos (Reichman, 1986). En una casi agresiva

indulgencias no deseadas” (1991: 165). Es significativo destacar que aun el hasta aquí dado por descontado argumento de que las prisiones no son eficientes comparadas con las sanciones comunitarias está cuestionado. Recientemente han sido desarrolladas posiciones económicamente racionalistas en favor del encarcelamiento como efectivo en términos de su costo para combatir el delito (ej. Zedlewski 1985, 1987).

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descripción de sí mismo, el National Crime Prevention Institute (Instituto Nacional de Prevensión del delito) delineó las siguientes concepciones de lo que grandilocuentemente llama ‘”la perspectiva contemporánea” en criminología (1986: 18): • La prevención (y no la rehabilitación) debería ser la preocupación central de los criminólogos. • Nadie está seguro sobre cómo rehabilitar a los ofensores. • El castigo y/o el encarcelamiento pueden ser relevantes en el control de ciertos ofensores. • La conducta criminal puede ser controlada fundamentalmente a través de la alteración directa del ambiente de las potenciales víctimas. • Los programas de control del delito deben intervenir antes que el delito ocurra más que después de ello; y • En la medida en que las oportunidades para cometer delitos se reduzcan, lo mismo ocurrirá con el número de delincuentes.

Como Cohen también indica (véase además Bottoms, 1990; O’Malley, 1991; King, 1989; Iadicola, 1986; Hogg, 1989), la prevención situacional del delito está disfrutando de un período de extraordinario éxito en Gran Bretaña, Estados Unidos, Australia y otros lugares –al menos en el sentido político de su influencia como un programa de control del delito. Ciertamente es tentador, siguiendo los argumentos expuestos anteriormente, considerar esto como un resultado de la mayor eficiencia de las técnicas actuariales. Pero la rapidez de su preminencia difícilmente pueda ser atribuida a la evidencia de su superioridad sobre el correccionalismo y las criminologías sociales y causales. Más bien lo que emerge, como podría esperarse del enfoque original de Cohen (1985) sobre las “políticas del fracaso” es un conflicto político sobre la definición y los criterios de fracaso y de éxito. Esto puede ser analizado de varias maneras. Primero, los defensores de la prevención situacional del delito toman el inexorable aumento de las tasas de delitos como evidencia

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del fracaso de la criminología (ej. Geason y Wilson, 1988, 1989).19Aún cuando este puede ser un argumento políticamente persuasivo, es difícilmente un hecho indiscutible, dado que entre los años 60 y 80 las criminologías sociales progresivamente debilitaron la validez de las tasas de delitos en este aspecto. El significado y la validez de las tasas de delitos, en otras palabras, son parte de las políticas del fracaso antes que una regla neutral para la medición de la eficiencia.20 Segundo, la embestida sobre la inefectividad de las criminologías sociales y causales, aun cuando fuera aceptada, es fácilmente neutralizada por el argumento de que las visiones de estas teorías no han sido traducidas apropiadamente en las políticas. Este punto es abordado por Miller y Rose (1990), quienes destacan que todas las políticas “fracasan” por esta razón –porque siempre son adulteradas en la práctica. Quizás se trate, mas bien, del hecho de que sin importar cuán “puro” es el linaje teórico de una política, entre sus adherentes siempre habrá disputas sobre el “correcto” modo de implementar los programas en los cuales está basada. El “fracaso” siempre es atribuible al modo de implementación antes que a la política en sí misma. Tercero, la pretensión de la prevención situacional del delito, de ser exitosa, está minada por el argumento de que solamente logra el desplazamiento del delito hacia blancos más accesibles (Wilson, 1997; Cornish y Clarke, 1986). Más fundamentalmente, se le critica que reacciona sólo ante los síntomas y, por lo tanto, fracasa en

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Ese punto de vista, por ejemplo, recientemente ha sido promovido por el Australian Institute of Criminology: “El enfoque tradicional con respecto a la prevención del delito ha sido tratar de identificar las causas sociales y psicológicas del delito e intentar remediar estas deficiencias a través del tratamiento de los individuos ofensores y/o diseñando servicios educativos, recreativos y laborales específicamente dirigidos a grupos considerados en riesgo. Las crecientes tasas de delitos sugieren que este enfoque no funciona. Una alternativa es la “prevención situacional del delito”. Se basa en dos supuestos: que el criminal es un decisor racional que sólo avanza en el desarrollo del delito cuando los beneficios superan a los costos o riesgos; y que debe existir la oportunidad para la comisión del delito” (Geason y Wilson, 1988: 1) 20 Tales debates son extremadamente complejos y no muestran signos de resolverse. La posición de la izquierda ha sido confundida por la infusión de un respeto calificado por las tasas de delitos, como es entendido por los realistas de izquierda (MacLean, 1991), mientras los criminólogos más ortodoxos no pueden siquiera acordar si las tasas de delitos han subido o bajado (Stffensmeier y Harer,1987) y muchos otros autores de izquierda mantienen su postura extremadamente crítica hacia toda esta cuestión (Greenberg, 1990).

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enfrentar los problemas sociales permanentes de los que el delito sólo es una manifestación (King, 1989; Bottons, 1990; McNamara, 1992). En este punto, por supuesto, los dos enfoques más bien terminan por converger –puesto que los objetivos de cada una son observados como erróneos por el otro y los disputados criterios de éxito y fracaso, por lo tanto, pierden la apariencia de standards compartidos. Esos debates son interminables. Revelan solamente que las políticas de éxito y fracaso normalmente son conflictos sobre el status de los criterios, y excepcionalmente pueden ser reducidos a una escala de eficiencia universalmente aceptada. Si esto es así, entonces la pregunta de por qué la prevención situacional del delito ha probado ser una técnica tan influyente deberá ser analizada en términos de su relación con programas y estrategias políticos, y especialmente con aquellos actualmente en ascenso. Creo que los efectos políticos e ideológicos más amplios de la prevención situacional del delito revelan que su afinidad con los programas del racionalismo económico, del neoconservadurismo y de la nueva derecha proveen tal respuesta (aunque las no desvinculadas afinidades con las fuerzas policiales son también significativas). Las principales afinidades, se ligan directamente a los supuestos ideológicos centrales de la nueva derecha y, a través de estos, con las dos direcciones de la gestión de poblaciones –punitividad creciente con respecto a los ofensores y con respecto a las víctimas del desplazamiento de la gestión socializada de los riesgos por el prudencialismo privatizado. Aunque en ningún sentido sea ésta la única construcción posible de la prevención situacional del delito (otras serán tratados brevemente hacia el fin de este artículo), por una variedad de razones es una versión particularmente durable y fácilmente movilizada bajo las circunstancias actuales.

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7. Lecturas neoconservadoras de la prevención del delito 7.1. Prevención situacional del delito y el ofensor La prevención situacional del delito destruye al individuo biográfico de las disciplinas como una categoría de conocimiento criminológico, pero el criminal no desaparece. Las oportunidades sólo existen en relación con unos potenciales criminales que convierten ventanas abiertas en ventanas de oportunidades para el delito. Para instalar tal agente, la prevención situacional del delito reemplaza al criminal biográfico por una imagen radicalmente opuesta –el individuo “abiográfico”, abstracto y universal –el actor “de la elección racional” (véase también Geason y Wilson, 1989; Heal y Laycock, 1986; National Crime Prevention Institute, 1986). De todos modos, si bien abstracto y abiográfico, este individuo de la elección racional, sin embargo, está claramente estructurado. Piensa en términos de costo-beneficio –pesando los riesgos, las potenciales ganancias y los potenciales costos, y luego comete una ofensa sólo cuando los beneficios son percibidos como mayores que las pérdidas. Esta construcción puede pensarse que tiene un origen muy cercano a los fundamentos del actuarialismo. Es, por supuesto, el individuo amoral de la elección racional amado por los economistas clásicos, el homo economicus que habita el mundo del seguro –el lugar de nacimiento de los discursos de la gestión de los riesgos y una industria estrechamente vinculada con la promoción de la prevención situacional del delito (O’Malley, 1991). El mismo ser, pero investido con características morales y políticas adicionales es el habitante de los discursos neoconservadores y de la nueva derecha. Persigue como único propósito el ideal empresarial, como ser atomizado es “naturalmente libre”, confía en sí mismo y es responsable (Gamble, 1988). Es la forma acentuada del ser humano que la derecha liberaría de las debilitadoras cadenas de los “beneficios públicos” del estado de bienestar que le han sido progresivamente

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impuestas, especialmente desde el final de la Segunda Guerra Mundial (Levitas, 1986). En fin, la demolición de la gestión socializada de los riesgos y la restauración de las condiciones sociales aproximadas a la “libertad” del individuo responsable es central para el pensamiento neoconservador sobre el delito. Cuando la familia tradicional es debilitada, como lo ha sido, la confianza en sí mismo tiende a perderse, y la responsabilidad a desaparecer, para ser reemplazadas por una dependencia, a veces por largo tiempo, del gobierno y por la manipulación por los ingenieros sociales. También provee el ambiente que conduce a la gente joven al molino de rueda del abuso de drogas y el delito (Liberal Party of Australia, 1988: 15).

Es posible ver ya como los neoconservadores que están preocupados por desmantelar lo que Simon llama actuarialismo, pueden, no obstante, abrazar y fomentar el actuarialismo de la prevención situacional del delito. Pero existen también otras razones. El rechazo de la prevención situacional del delito de la preocupación de los enfoques biográfico-causales por entender el delito, y la focalización en los blancos del delito más que en los ofensores, se combinan para desviar la atención de los fundamentos sociales del delito. Este efecto es alcanzado en el modelo de la elección racional por su rechazo o agnosticismo con respecto a las condiciones que pueden haber causado la acción del ofensor, pero también y especialmente a través de la construcción del ofensor como abstracto, universal y racional. Como el sujeto legal abstracto explorado por Pashukanis (1977) y Weber (1954), el individuo abstracto aparece lógicamente como un ser “libre” y, por ende, como un agente voluntario. Estos individuos abstractos y universales, iguales y voluntarios son libres para actuar en una forma perfectamente “racional” en la persecución de su propio interés, maximizando ganancias y minimizando costos. Son libres para cometer el delito o para no cometerlo. Este último punto sugiere que no sólo el conocimiento del criminal es desvinculado de una crítica a la sociedad, sino que, a su vez, ambos pueden ser desvinculados de la reacción frente al ofensor.

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Como Foucault señaló, el “laberinto criminológico” fue construido alrededor del supuesto de que el crimen es causado, y que esa causa reduce la responsabilidad (1977: 252). La eliminación de la causa del discurso del delito obviamente restaura la responsabilidad y esto produce efectos sobre el castigo. En consecuencia, el corolario lógico de la prevención situacional del delito desde el punto de vista del discurso de la nueva derecha, es una política de “merecimiento justo” [just dessert] o crecimiento de la punitividad en las sentencias, más que un programa de sentencias para la corrección. La compatibilidad del pensamiento sobre la prevención del delito con estos modelos es profundizada por el argumento de que un castigo saludable bajo la forma de encarcelación incapacita a los ofensores y así actúa directamente como un medio de prevención del delito. De este modo, el delincuente deviene responsable individualmente y nuestra preocupación con respecto a los ofensores como tales cesa con esta constatación. En consecuencia, cualquier fundamento del delito: clase, raza, género, etc., especialmente los identificados por la criminología causal, son automáticamente excluidos de la consideración, excepto en su rol como factores productores de riesgo. Aun cuando se los vincule al delito, son considerados como predictivos de comportamientos y no como explicativos de acciones significativas. Es entonces democrático y no racista. Este cambio en la comprensión del delito elude también las dimensiones morales de las criminologías sociológicas, condenadas a la condición de “fracasos” por los teóricos de la prevención situacional del delito (National Crime Prevention Institute, 1986; Geason y Wilson, 1989). Con ellas evita también sus agendas que vinculan delito y justicia social – por ejemplo, aquella planteada por la teoría de la tensión [strain theory] y su preocupación por la privación relativa y la desigualdad de oportunidades, y el reconocimiento agudo de la variabilidad cultural y del impacto de la degradación material de los barrios pobres de la ciudad que era el rasgo distintivo del análisis ecológico. Tanto académica como política y administrativamente,

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deviene ahora respetable considerar a los delincuentes como agentes que actúan más allá de las constricciones, y a la política de control del delito como divorciada de las cuestiones relativas a la justicia social. Finalmente, las “políticas del fracaso” proveen un glosario técnico para justificar la punitividad. Si la corrección y la disuasión no funcionan, entonces las sanciones basadas en estas ideas deben ser dejadas de lado. ¿Qué queda para el ofensor sino castigo, retribución e incapacitación? 21 7.2. La prevención situacional del delito y la víctima Si la prevención situacional del delito rompe la conexión entre criminalidad y justicia social, entonces podría esperarse que la víctima del delito se desplace hacia el centro de las preocupaciones teóricas y políticas. En cierto sentido, ésto es indudablemente así, en la medida en que la retórica de la “protección del público” prevalece a lo largo de este programa (ej. Home Office, 1990). Sin embargo, así como los ofensores son desconectados de las dimensiones políticas de su existencia, lo mismo sucede con las víctimas, puesto que tanto víctimas como ofensores son entendidos como actores de elecciones racionales, individuos responsables y libres. La prevención deviene ahora responsabilidad de la víctima. Esta visión no es en absoluto la construcción de una reflexión académica, pero impregna el pensamiento sobre la prevención del delito en todos sus niveles. En un plano, no produce críticas porque disminuye la presión sobre las fuerzas policiales, que no han reducido sensiblemente los niveles de victimización y que, por ende, son vulnerables a las presiones políticas que este hecho genera. Así, un oficial superior del Australian Insurance Council (Consejo Australiano del Seguro) ha señalado: “los recursos policiales severamente restringidos y la 21

Las dimensiones de esta postura criminológica sin dudas son familiares, aunque por supuesto todos sus aspectos y sutilezas no pueden ser analizados aquí. Los problemas relacionados se refieren a la justificación del castigo como respeto de la dignidad del individuo ofensor y cuestiones más amplias como “la verdad en la sentencia” y su relación con el cálculo de placer y dolor que se considera intrínseco al ofensor como elector racional (véase, por ejemplo, Van den Haag, 1975). 123

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frecuencia del delito implica que cualquier mejora en la situación descansará fundamentalmente en la aceptación de la responsabilidad de los propietarios por sus propios bienes” (Hall, 1966: 243). Similares argumentos se están planteando por razones muy parecidas en niveles políticos más generales. Respondiendo a las noticias acerca de que las tasas de delitos en Gran Bretaña han alcanzado niveles récord, “la Primer Ministro Thatcher, responsabilizó por la producción de una gran porción de delitos a las víctimas descuidadas. ‘Debemos ser cuidadosos de que nosotros mismos no lo hagamos más fácil para el delincuente’, dijo” (Age 28 de setiembre de 1990). No sólo la responsabilidad cambia y con ella la crítica, sino también los costos. La privatización de las prácticas y costos de seguridad –puede ser visto en la tendencia hacia las agencias de seguridad privada, los mecanismos de seguridad (cerraduras, alarmas, etc.), las prácticas domésticas de seguridad, los esquemas de “neighbourhood watch” (con la contratación de un encargado de seguridad)– genera los rudimentos de un sistema de producción de seguridad en el que el usuario paga.22 Más cercano al corazón del neoconservadurismo, el público de la elección racional verá la justicia en este proceso: La apatía general del público sobre la autoprotección surge principalmente de la ignorancia acerca de las medidas de protección y de la percepción de que alguien más –“el Gobierno” o las compañías de seguros– soportan la mayor parte de los costos de los robos y vandalismos. La comunidad está empezando a creer, sin embargo, que la tasa de delitos está creciendo a pesar del incremento de las penalidades, que el sistema judicial no puede afrontarlo y que es el individuo quien eventualmente debe afrontar los

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Un elemento adicional en las prácticas emergentes de prevención del delito, coherente con el credo de la nueva derecha, es la focalización en la “eficiencia” y el análisis de “costo beneficio”. Por ejemplo, el Young People and Crime (Potas et al., 1990), creado por el Australian Institute of Criminology como parte de su serie de publicaciones referidas a la prevención del delito recientemente inaugurada, afirma que ningún programa de prevención del delito debería ser lanzado sin una previa evaluación rigurosa de eficiencia (para la cual debidamente provee un modelo). En fin, para las versiones más agresivamente empresariales de la prevención del delito “esto no significa solamente que es importante mantener los costos de la seguridad tan bajos como sea posible (en tanto sean compatibles con una buena seguridad), también significa que él [por ejemplo el analista de prevención del delito] debería aplicar su conocimiento del management de riesgos de un modo tan creativo como sea posible, buscando oportunidades para generar lucros u otros beneficios, así como también otras formas de minimizar pérdidas” (National Crime Prevention Institute, 1986: 51). 124

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costos del delito a través del incremento de los impuestos para la expansión de las fuerzas de policía y las prisiones y a través de primas más altas en los contratos de seguro (Geason y Wilson, 1989: 9).23

En este proceso, la seguridad se transforma en responsabilidad de individuos privados, quienes a través de la persecución del propio interés y liberados de la debilitante confianza en “el Estado” para proveerla, participarán en la creación de un nuevo orden. Concluyendo, puede observarse que en esta construcción de la prevención situacional del delito no existe conflicto entre gestión del riesgo per se y punitividad. Por el contrario, en la privatización de las técnicas actuariales están presentes las mismas nociones de responsabilidad individual y elección racional que se encuentran en la justificación para la expansión de la punitividad. La dependencia del estado, aun con respecto a la protección frente al delito, no debe ser alentada.24 Esto representa, casi literalmente, en un terreno específico, el ideal de la nueva derecha del Estado fuerte y el libre mercado, combinándose para proveer control del delito, en un período en que puede esperarse que aumente la amenaza del delito –generada por las propias prácticas políticas de la derecha orientadas hacia el mercado.

8. La prevención del delito y la justicia social El análisis de la prevención situacional del delito hasta aquí ha sido unilateralizado, porque ha sido deliberadamente focalizado sobre desarrollos ilustrativos de las formas en las cuales las técnicas

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Por supuesto, lo que este tipo de argumento tiende a olvidar es que los modelos “el usuario paga” generalmente perjudican a los pobres. En armonía con la tendencia a abandonar la justicia social –a través del progresivo infradesarrollo de los servicios del sector público– la prevención del delito tiende a dejar que los débiles se valgan por sí mismos (ver O’Malley, 1989). 24 Por supuesto, no hay nada en la prevención situacional del delito que implique la disminución de los poderes y recursos de las fuerzas policiales. Uno de sus mayores atractivos para la policía es que se trata una técnica complementaria, que incrementa la actividad policial tradicional más que remplazarla. Más aún, en muchas de sus formas, por ejemplo “neighbourhood watch” (vigilancia por parte de los residentes), la policía ha sido extremadamente activa tanto en promoverla, como en controlar la forma de su desarrollo y mantener el control sobre sus actividades rutinarias (véase O’Malley, 1991). 125

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basadas en el riesgo y las punitivas pueden compatibilizarse y reforzarse mutuamente bajo el neoconservadurismo. No debe perderse de vista que la prevención situacional del delito de ningún modo está necesariamente asociada con el neoconservadurismo. El programa francés Bonnemaison, por ejemplo, incorpora muchos elementos que están focalizados en la cuestión de la justicia social (King, 1988). De la misma manera, en el estado australiano de Victoria la prevención situacional del delito ha sido integrada bastante explícitamente con un abordaje gubernamental sobre problemas de justicia social y ha sido modificada en consecuencia (Sandon, 1991a, 1991b; Victoria Police, 1991). Así, con respecto al status de la mujer, un tema sobre el cual la prevención situacional del delito ha sido ampliamente criticada,25 estas políticas se han extendido mucho más allá las técnicas de gestión de riesgo estrechamente defensivas y privatizadas y han enraizado medidas preventivas en reformas socializantes, “concentrándose en reducir la violencia contra las mujeres, apuntando al involucramiento de la comunidad para cambiar las conductas y actitudes masculinas, brindar poder a las mujeres en situaciones de inseguridad y cambiar las percepciones y concepciones de la comunidad sobre la violencia contra las mujeres” (Thurgood, 1991). Claramente esta contextualización de la prevención situacional del delito en el marco de la justicia social choca considerablemente con el modelo de regulación de los comportamientos analizado anteriormente y criticado por Cohen. Esto no se debe sólo a la focalización en cambiar las actitudes y “estados interiores” de las personas, sino también a que refleja una serie de afirmaciones de valor y direcciones políticas que se encuentran alejadas del individualismo de la elección Consideremos, por ejemplo, lo señalado por Lake (1990): “En un sentido, la mujer ha ganado una porción de libertad. Una porción real de libertad. Sin embargo... en todas partes estamos confinadas y, quiero decir, física, mental y psicológicamente confinadas. Lo sabemos porque nos dicen con suficiente frecuencia que no debemos caminar en las calles por la noche. No debemos ahora, parece, viajar en trenes. O en transporte público. Ni debemos caminar por estacionamientos de autos escasamente iluminados. Debemos también cada noche estar seguras encerrándonos en casa. Y todavía, por supuesto, nuestra seguridad es ilusoria, porque los hombres ingresan por la fuerza a través de las ventanas de nuestras casas o porque pueden ya vivir en nuestras casas... la mayor parte de la violencia doméstica es cometida sobre mujeres conocidas por los hombres que las atacan, esto es, es cometida sobre sus esposas, amigas, hijas, hermanas”. 25

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racional. Esta articulación entre la prevención situacional del delito y las respuestas colectivas al delito como una cuestión de justicia social, por supuesto, refleja precisamente aquel modelo social basado en el riesgo descartado enfáticamente por los conservadores, que fue analizado específicamente por Simon et al. La articulación de la prevención situacional del delito con la justicia social es inteligible en términos de la construcción del riesgo como compartido por grandes sectores de la población –una precondición del actuarialismo socializado. Así, con el modelo del welfare, “El concepto de riesgo social hace posible que las tecnologías de seguro sean aplicadas a los problemas sociales de modo que puedan ser presentadas como productoras simultáneamente de justicia social y solidaridad social” (Gordon, 1991: 40). Es por lo tanto inteligible que las técnicas basadas en el riesgo puedan aliarse a programas políticos socializantes a través de su construcción discursiva en términos de riesgo compartido. A la inversa, es igualmente evidente que pueden ser articuladas con un programa político conservador a través de su construcción discursiva en términos de individuos de elección racional. Como se ha observado, esta construcción alienta la combinación de una variedad de técnicas disciplinarias, punitivas y basadas en el riesgo para lograr efectos consecuentes con los programas neoconservadores. 9. Conclusiones Tal vez el punto central en este trabajo es que la historia y el futuro son más contingentes que lo que implican los argumentos de aquellos que teorizan sobre las características de las tecnologías sociales basadas en el riesgo. He tratado de argumentar que aunque tales tecnologías indudablemente tienen sus propias dinámicas internas de desarrollo, estas no son perfectamente autónomas ni tienen efectos intrínsecos que se siguen automáticamente de su naturaleza. Más bien, la dirección de su desarrollo, la forma en la cual son puestas en funcionamiento

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en políticas específicas, su alcance vis- â-vis otras tecnologías y la naturaleza de su impacto social, son elementos bastante plásticos. Ojalá esto no sea considerado como una afirmación de que la historia es completamente contingente, puesto que debería resultar evidente que en el análisis precedente existen constantes producidas por el lugar central ocupado por el riesgo en las sociedades modernas (cf. Giddens, 1990). De este modo, no objetaría la afirmación común a los teóricos del actuarialismo que (en las palabras de Gordon referidas anteriormente): “El concepto de riesgo social hace posible que las tecnologías del seguro sean aplicadas a los problemas sociales de modo que puedan ser presentadas como productoras simultáneamente de justicia social y solidaridad social”. Mi planteo consiste simplemente en confirmar que el “riesgo social” y las “tecnologías del seguro” hacen este movimiento posible, pero no necesario. También hacen posibles una variedad de otras innovaciones con implicaciones completamente diferentes, principalmente ciertas formas privatizadas de gestión del riesgo social que no tienen como efectos probables ni la justicia ni la solidaridad social. Es más, estos desarrollos hacen posibles muchos otros desarrollos híbridos con efectos posibles complejos y diversos –la naturaleza de los cuales no ha sido aun determinada con certeza por la investigación o la teoría social. Por ejemplo, las campañas de publicidad promovidas por el Estado acerca de los seguros contra robo para las propiedades privadas pueden ser vinculadas con el desarrollo de programas de “neighbourhood watch”. Bajo ciertas circunstancias, estos programas pueden conducir al vigilantismo, a la constitución de grupos de presión compuestos por víctimas que buscan endurecer las condenas judiciales contra los ofensores y a la formación de una “mentalidad de fortaleza”. Bajo otras circunstancias pueden conducir a incrementar la responsabilidad de la policía con respecto a las demandas de la comunidad y a un incremento en los niveles de solidaridad e interacción comunitaria. Se trata simplemente de reafirmar la apertura de las formas sociales basadas en la gestión

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de riesgos y cuestionar la posibilidad de discernir un modelo lineal. Si después de tantos años de análisis crítico que no ha podido conducir a ningun tipo de respuesta definitiva sobre la naturaleza y dirección de desarrollos bastante específicos como el “neighbourhood watch”, ¿por qué debería anticiparse que esta tarea es menos problemática cuando está dirigida a desarrollos mas generales que han sido, ellos mismos, destilados conceptualmente de una miríada de ese tipo de programas específicos? Además, uno de los resultados emergentes de las nuevas tecnologías sociales es la resistencia, conformada fundamentalmente por la forma y el impacto anticipado de la tecnología en sí misma. Tal resistencia nunca puede volver atrás el reloj. La emergencia de tecnologías sociales de gestión de riesgo significa que el “laissez faire”, por ejemplo, nunca podría ser resucitado en su forma original y las políticas del neoconservadurismo obviamente lo reflejan. No obstante, el resurgimiento del neoconservadurismo y del racionalismo económico han generado claramente desarrollos que no fueron anticipados por la generación previa de los teóricos del estado de bienestar. La dificultad, evidentemente, está en delimitar las formas de resurrección e innovación a través de la resistencia que serán generadas por las nuevas tecnologías sociales. Y más dificil aún, es calcular cuál será su grado de éxito y cómo los conflictos cambiarán la naturaleza de la tecnología emergente y su lugar en el conjunto de tecnologías alineadas para tratar los problemas sociales.

Traducción de Augusto Montero y Máximo Sozzo (Universidad Nacional del Litoral)

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La investigación científica en la criba del benchmarking Pequeña historia de una tecnología de gobierno Isabelle Bruno

¿Sin duda usted ya oyó hablar de benchmarking?,1 en todo caso, si usted no ha escuchado nunca esta palabra, seguramente ha estado confrontado con el asunto, al menos de una forma indirecta. El benchmarking aparece regularmente en los titulares de la prensa a través de listas el ranking de los hospitales, de los liceos, de las regiones, de las universidades –como el famoso ranking de Shanghái– y hasta se ha visto el de los ministros. Bajo títulos que repercuten, como “campeones” y “últimos de la clase”, aparecen en la portada de los diarios y en los kioscos de cada esquina. Nadie escapa. Trátese de organizaciones públicas o privadas, de individuos o de territorios, todos son evaluados por las tablas de indicadores numéricos que “deben” evaluar los desempeños [performances], no en lo absoluto ni en el tiempo, sino siempre en relación a los “otros” –los pares que, desde este punto de vista, son sobre todo competidores y no homólogos o iguales. La clasificación jerárquica es así el acto a través del cual se mide la amplitud de la competitividad, esto es, la capacidad de mostrar el mejor puntaje –al menos uno mejor que el de los otros– en una competición que no existía antes del ranking, ya que ésta es parametrada según los criterios de la clasificación en sí misma. La información que resulta de esta comparación es destinada 1

Este artículo es fruto de una presentación oral, razón por la cual se conserva su estilo. Fue presentado en una mesa redonda anual, que tuvo lugar el 31 de mayo de 2008 y que fue organizada por la Sociedad de Historia Moderna y Contemporánea de Francia. Agradezco, por tanto, la invitación a reflexionar sobre la “fiebre de la evaluación”, sus orígenes y sus consecuencias para la universidad. 137

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a un público de inversionistas y de consumidores, que buscan “sitios atractivos” y “servicios de calidad”: ella debe ayudarlos a maximizar la utilidad identificando la mejor oferta de salud, educación o de políticas ministeriales, lo que en este último caso limita con lo absurdo. Pero el sin sentido de estos rankings, que comparan cosas incomparables y se dirigen al homo oeconomicus, no es destacado: su razón de ser se impone con la fuerza de la evidencia, solamente los criterios retenidos resultan de vez en cuando controversiales. Esta mediatización del benchmarking a través del juego de los rankings es solamente la parte visible del iceberg. Si nos sumergimos en sus gélidas aguas, descubriremos que es sobre todo un instrumento de auto-evaluación y de ayuda a la decisión concebido por la ciencia managerial preocupada por la racionalización organizacional. En cuanto al benchmarking, este se encuentra en boga en el mundo empresarial desde los años 90; se le consagró manuales,2 revistas especializadas,3 institutos, clubes, asociaciones,4 etc. Según una encuesta llevada a cabo por el gabinete del consejo estratégico de Bain & Company, realizada a 6323 empresas en 40 países, el benchmarking fue clasificado en segundo lugar del “ranking de instrumentos más utilizados entre 2002 y 2003” (precisamente después de la planificación estratégica). Junto al dowsizing, el outsourcing o el reengineering, compone la “coraza del buen manager” 5: tantos anglicismos dejan una sensación de escepticismo, aunque la moda promete no tenerlos mañana. A primera vista, el benchmarking evoca un artilugio managerial, cuya denominación tiende a banalizarse desde hace una década, pero su significación y su modo operacional no dejan de ser enigmáticos. Citemos, entre otros, a Jacques Gautron 2003. Ver, por ejemplo, la revista trimestral Benchmarking: an International Journal, publicada desde 1994 por Emerald (Bingley, Reino Unido). 4 En Francia, podemos ilustrar esta vivacidad asociativa con el Benchmarking Club de Paris, que reúne a unas sesenta grandes empresas y alimenta una base de datos sobre las “mejores prácticas” observadas en diferentes sectores. A otra escala y en otro registro, la asociación de los felices parangonneurs en Angers propone poner el benchmarking al servicio de organismos preocupados por mejorar la seguridad interior, así como también la motivación del personal (sitio Internet: ). 5 Cfr. Pascale-Marie Deschamps, 2003: 86-88. 2 3

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¿Qué es entonces el benchmarking? Los franceses lo traducen generalmente como “calibración de los desempeños” o “evaluación comparativa”; los quebequenses prefieren hablar de “comparación”. Sin embargo, sea cual sea la denominación empleada, se trata de identificar una referencia o parangón. En otras palabras, consiste en un modelo con el cual alguien debe compararse a fin de reducir la diferencia de desempeño que le separa de él. La proliferación actual de sus usos, ya sea en la vida privada o en la administración pública, tiende a inscribirlo en el sentido común como una necesidad imprescindible, como la respuesta a la supuesta necesidad universal e imperativa de competitividad. La comunidad universitaria no está exenta, ella ve esta descabellada técnica propagarse para coordinar y evaluar las actividades tanto de investigación como de formación. Es esta doble evidencia – de la competitividad como exigencia universal y del benchmarking como medio políticamente neutro de satisfacción– la que me propongo interrogar aquí, presentando los resultados de una investigación llevada a cabo entre 2001 y 2006, en el marco de una tesis doctoral en Ciencias Políticas.6 Antes de exponer de qué manera el benchmarking se transformó en la pieza maestra del dispositivo de Lisboa,* que preside al establecimiento de un “espacio europeo del conocimiento”, un desvío genealógico nos ayudará a comprender la racionalidad que ha puesto en marcha esta nueva forma de gobernar las políticas científicas. Genealogía de una técnica que se pretende neutra y universal Optar por una perspectiva genealógica, significa considerar la historicidad, la contingencia y la singularidad de las prácticas, en contraposición a una perspectiva positivista o utilitarista. En nuestro

Cfr. Bruno, 2006. Consultable en línea en el sitio de la Red Europea de Análisis de las Sociedades Políticas, REASOPO: http://fasopo.org/reasopo.htm#jr. * El Tratado de Lisboa, firmado por los representantes de todos los estados miembros de la Unión Europea en 2007 en Lisboa, es el dispositivo que sustituyó a la fallida Constitución europea. Este tratado le permite a la UE tener personalidad jurídica y así poder firmar acuerdos internacionales a nivel comunitario [e.]. 6

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caso, se trata de rastrear el camino del benchmarking desde la industria japonesa hasta la estrategia europea de Lisboa, pasando por Rank Xerox y la OCDE, con el fin de restituir la lógica constitutiva de su ejercicio más allá de la diversidad de usos que recubre. De manera que nuestro propósito no implica partir de sus orígenes históricos más profundos o de una relación de causalidad entre las teorías del management y la invención de esta técnica, sino más bien de distanciarnos, por una parte, de la necesidad y la neutralidad que le son asociadas y, por otra, de la evidencia de su finalidad, es decir, del hecho admitido de que toda organización humana tiene por objetivo a la competitividad. Bajo esta perspectiva es instructivo examinar cómo la disciplina del management atribuye a este saber hacer un estatus de cientificidad, y de esta forma, una pretensión de universalidad. Voy pues a intentar identificar los presupuestos, las ideas implícitas, el trabajo de contextualización; en otras palabras, la racionalidad que le confiere la fuerza de la evidencia encerrándola en una caja negra indiscutible. Entendámonos: describiendo la genealogía del benchmarking, no busco responder a la pregunta sobre su “novedad”. Es evidente que su principio comparativo depende del sentido común, que la fijación de objetivos cifrados no tiene nada de inédito y que la competición de autoridades públicas a través de indicadores estadísticos ya tiene precedentes. Tomemos un ejemplo. En su libro sobre la historia de la razón estadística, Alain Desrosières estudia el caso de la General Register Office (GRO) –la oficina británica encargada de administrar la ley sobre los pobres de 1834–, que ha desarrollado una técnica de emulación prefigurando el benchmarking, mucho antes del toyotismo y del New Public Management (NPM). En el marco del movimiento de salud pública que se desarrolla en el siglo XIX en el Reino Unido, el GRO jugó “un rol esencial en los debates sobre el diagnóstico y el tratamiento del problema que obsesionó a la sociedad inglesa durante todo el siglo, el de la angustia [détresse] asociada a la industrialización

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y a la urbanización anárquicas”. ¿Cómo? “publicando y comparando las tasas de la mortalidad infantil en las grandes ciudades industriales”. Para esto, unificó los datos estadísticos relativos a la morbilidad y a la miseria social, con lo cual creó “un espacio de comparación y de competición entre las ciudades”. El GRO incluso avivó esta “competición nacional sobre las tasas de mortalidad”: en los años 1850, se calculó la tasa media de los distritos más sanos para asignarlos como el objetivo de todos los otros. Al promedio nacional tradicionalmente usado como referencia, el GRO substituyó “un óptimo más ambicioso” como un objetivo que se debe alcanzar (Desrosières, 2000: 205-206). De esta forma podríamos señalar que él construyó un benchmarking. ¿Por qué entonces no extender la analogía y hablar de benchmarking también en este caso? La respuesta no se refiere a un problema de anacronismo, sino a una cuestión de disposición [agencement]. Si se reduce el benchmarking a operaciones estadísticas de centralización, de armonización y de comparación de datos, entonces se puede decir que le GRO es uno de sus precursores, pero habrían muchos otros, inclusive más precoces. No obstante, si deseamos mostrar la singularidad del benchmarking tal como fue concebido por el management de empresa y tal como es practicado hoy en día –sobre todo en el marco de la estrategia europea de Lisboa (2000-2010)–, entonces hay que considerarlo como un dispositivo de coordinación que combina un saber-hacer de conmensuración, es decir, de puesta en equivalencia y, como tal, de diferenciación posible, con una ingeniería managerial que actualiza a la competición como un principio de asociación y a la competitividad como el fin de toda organización. El ejercicio del benchmarking emerge como un dispositivo coextensivo a la exigencia de competitividad. Es, por tanto, su co-construcción la que debe ser considerada: la fuerza de los discursos políticos que diagnostican una carencia en la competitividad internacional y prescriben el benchmarking como remedio, tienen las pruebas numéricas que justifican sus enunciados. Sin embargo, la producción de estas pruebas participa de un proceso de

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benchmarking que consiste precisamente en calcular los diferenciales de desempeño, lo cual acontece al convertir en cifras la amplitud competitiva. En lugar de desacoplar las prácticas discursivas y materiales, las herramientas de cuantificación y de decisión, la ciencia de la gestión y la acción política –en resumen, el saber y el poder– lo relevante es estudiar la tecnología de gobierno que ellas componen. Dicho de otra forma, hay que rechazar el postulado dominante según el cual el benchmarking sería neutro, un simple medio de coordinación útil y eficaz sean cuales sean sus fines. Su lógica competitiva impone una misma gramática de análisis y de acción a todas las formas de organización humana. Rastrear la genealogía ayuda a descifrar los efectos de codificación y de prescripción producidos por su práctica, es decir, la manera como informa a sus practicantes –sobre todo los gobernantes– sobre lo que hay que saber y lo que hay que hacer. “Quien quiera mejorar debe medirse, quien quiera ser el mejor debe compararse” He aquí resumida en una fórmula proverbial toda la filosofía del benchmarking. La tomo prestada de Robert Camp, quien hizo de ella su divisa y quien es considerado en la literatura de gestión el inventor del benchmarking; jefe de proyectos en el departamento de logística de Rank Xerox, Camp dirigió el primer programa de benchmarking lanzado en Estados Unidos en 1979, y supo sacar provecho de esta experiencia convirtiéndose él mismo en su teórico. Se volvió célebre en la comunidad internacional del management relatando su experiencia en revistas especializadas y, de manera menos confidencial, en una obra exitosa publicada en 1989. El renombre de Camp no se debe a su creatividad, ya que su precepto –“analizar para responder mejor”– fue directamente inspirado por el movimiento Kaizen, una corriente japonesa que tiene como ambición cumplir una verdadera “revolución cultural” en la gestión de las empresas, substituyendo

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el productivismo y el mimetismo por el principio de “mejoramiento continuo”. Literalmente, kai-zen significa “cambio bueno” y designa el esfuerzo del “progreso permanente” exigido por el término maestro de “calidad total”. El instigador del movimiento Kaizen, Masaaki Imai, ve en este “arte de gestionar con sentido común” la clave de la competitividad de la cual su país viene haciendo gala desde la posguerra, una clave de la cual él reveló la combinación a los gerentes [managers] occidentales en un best-seller7 que antecede por tres años al libro de Camp. Las afinidades son numerosas entre el “milagro económico” de Japón y la success story de Rank Xerox, que se volvió un caso clásico de estudio en los manuales de gestión. Confrontados a la “embestida nipona”, particularmente ofensiva en sus áreas de actividad, las estrategias de Xerox contraatacaron aplicando la táctica adversa. La prensa hizo eco de esta “guerra económica” adoptando un estilo marcial. Un artículo que apareció en el New York Times del 7 de noviembre de 1985 se titulaba triunfalmente: “Xerox halts japanese march”. Fue por medio de una filial común con Fuji que Xerox se inició en el saber-hacer de sus competidores japoneses. Cuando Camp lanza su programa de calibración [étalonnage] del aparato productivo, no está inventando nada: importa conceptos y herramientas forjadas en otros lugares. Sin embargo, para hacer que el benchmarking sea adoptado por las altas esferas de su firma, y luego por el conjunto de sus colegas estadounidenses, Camp debió reinventarlo, adaptarlo a su contexto nacional, traducirlo en términos manageriales de una metodología esquematizada en 10 etapas (ver el documento n°1). Y en un medio adepto a las buzzwords, como lo es el de los managers, no fue el menor de sus trucos el volver a bautizar la técnica con el fin de popularizarla lo que más se pueda, reivindicando al mismo tiempo legítimamente su paternidad. No obstante, la etimología de Cfr. Imai, 1986. El año de aparición de esta obra en Estados Unidos es también el año de la creación, por el mismo autor, de un “instituto Kaizen”, donde inscribió su marca antes de extenderla en forma de red en los tres continentes de la Triada. 7

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la palabra tomada del lenguaje de los informáticos no nos explica en nada su genealogía. Es preciso retornar a la experimentación del dispositivo de gestión en el Japón de la posguerra, y preguntarse cómo se distingue el modelo de gestión enarbolado por el Kaizen de la “dirección científica de las empresas” desarrollado por Taylor (1965).

Documento 1: “Pasos en el proceso de Benchmarking”

La respuesta no reside, evidentemente, en el exotismo de una filosofía oriental, sino en el imperativo de calidad que caracteriza al toyotismo, es decir, el sistema de producción propio de la industria del automóvil japonesa, de la cual Toyota fue precursora en desmarcarse de su rival Ford y el fordismo. Más precisamente, es conveniente hablar de “ohnismo”, según el nombre del ingeniero que desarrolló este paradigma industrial en los años 50: Taiichi Ohno, promovido a director de las industrias Toyota, y luego reconocido como el teórico del toyotismo gracias a su obra El espíritu Toyota

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(1989). En un sentido, es verdad que centralizando y analizando las informaciones relativas a los rendimientos de las industrias Toyota, Ohno no hizo otra cosa que prolongar el esfuerzo taylorista de racionalización y de estandarización de los métodos de producción. Pero introduciendo la palabra clave “calidad”, entendida como una calidad relativa evaluada por comparación con lo que se hace mejor, quiso desprenderse de la lógica productivista que regía la organización taylorista. ¿Cómo? Desplazando la instancia de control. La orden del jefe deja lugar a la demanda [commande] del cliente, y es a través de este enroque [truchement] que el principio de competencia ingresa en la organización productiva. Toda la cadena de fabricación es así expuesta a las demandas del mercado y a su disciplina competitiva. Dicho de otra manera, el “espíritu Toyota” debería animar cada gesto, cada operador –desde la mano de obra al jefe de servicio–, cada unidad, cada departamento, con el objetivo de una “calidad total”. Para esto, el ohnismo aplana la estructura jerárquica, sistematizando, por ejemplo, el trabajo en equipo en el seno de “círculos de calidad”. Pero no concierne simplemente al nivel individual y la microeconomía de la empresa. Considerando que los estrechos lazos que unen a los miembros de los keiretsu* y que sus conglomerados forman la trama del tejido económico japonés, es que el “espíritu Toyota” es transmitido al conjunto del sector industrial, si es que no a la sociedad en su conjunto. Cooperación + competición = “coopetición” En una obra que lleva por título una recomendación fundamental de Ohno, “pensar al revés”, el economista Benjamin Coriat mostró de qué manera el ohnismo rompió, no sólo con “la herencia venida de * El keiretsu es un término japonés cuya traducción literal es “gestión sin cabeza”. En el campo empresarial, keiretsu se refiere a un sistema de empresas cuya articulación permite, por un lado, tomar participaciones pequeñas de manera recíproca y, por otro, en tanto resultado del movimiento anterior, tener una relación comercial cercana, puesto que la estrecha colaboración transforma a los involucrados en proveedores y colaboradores mutuos. Su estructura operacional simula la de una red o telaraña, al ser varias empresas las que se articulan para la elaboración final de un producto. Durante la última década del siglo pasado, logró gran notoriedad mundial al derribar la barrera existente entre compradores y proveedores [e.]. 145

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Occidente”, sino también con la famosa regla de oro: “copiar permite ganar” puesta en práctica por el reverse engineering, que consiste en desmontar los productos vendidos por los competidores con el fin de imitarlos. Toda su originalidad se debe a que sobrepasó la contradicción teórica instaurada entre las relaciones de competencia y las relaciones de colaboración: este método de organización consiste, según Coriat, de una “prudente dosificación de cooperación y de competencia” (Coriat, 1991: 124). Si las firmas japonesas lograron adoptar un “nuevo sendero de competitividad industrial”, fue abandonando el razonamiento autorreferencial del taylorismo, para adoptar una lógica diferencial que exige “abrirse a las mejores prácticas posibles”. He ahí la “revolución cultural” de la cual el benchmarking será el estandarte: transformar la “cultura de empresa” mediante un procedimiento comparativo que “implique ser lo suficientemente modesto para admitir que otros son mejores en un área particular, y lo suficientemente inteligente para intentar aprender cómo alcanzarlo e incluso cómo sobrepasarlo” (Brilman, 2003: 203). Este tipo de afirmaciones ilustra perfectamente la edificante ambición del management. Desde los inicios del siglo XX, esta disciplina proyecta su voluntad de “hacer ciencia” sobre todas las formas de organización, puesto que todas deberían buscar la óptima eficacia de sus actividades. Postula un “isomorfismo funcional entre la gestión privada y la gestión pública”, al tener ambas los mismos problemas que resolver (Cochoy, 1999: 211). Y la principal vocación del management científico es aportar soluciones a estos problemas de coordinación. No obstante, y es lo que he intentado mostrar con el ohnismo, el benchmarking pone en práctica un método original de “colaboración competitiva”. Los gerentes hablan de “coopetición”, una palabra compuesta de la contracción entre “cooperación” y “competición” (Brandenburger y Nalebuff, 1998). Este neologismo es utilizado para designar la estructura organizacional por la cual el benchmarking reúne los principios de cooperación y de competición.

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Para comprender esta rareza, hay que tener presente dos presupuestos subyacentes al benchmarking, y que le pueden parecer contra-intuitivos a quienes no comparten el sentido común de los gerentes, o a quienes no le sean familiares estos aforismos. El primero es la idea según la cual una organización no puede ser competitiva si no está expuesta a la competencia, y para ello debe integrarse a la competencia mundial. El segundo puede ser presentado como un silogismo: la ciencia económica nos enseña que el mercado competitivo es el dispositivo de coordinación más eficiente; ahora bien, las organizaciones necesitan una coordinación eficiente para ser competitivas en el mercado; es la ciencia managerial entonces la que debe establecer las condiciones de una competición interna a la organización, a través de la puesta en marcha de un sistema de información que confronte la eficiencia de sus miembros. El proceso del benchmarking concretiza de esta forma un dispositivo de coordinación que vuelve operacional el principio de competencia como principio de organización. Del TQM al NPM Desde la analogía postulada entre la administración de un Estado y la gestión de una empresa, el benchmarking en tanto remedio managerial trasciende la división público-privado para transformarse en un panacea política, un principio universal de organización social. De tal forma es que se inscribe en el movimiento del New Public Management (NPM). Sin entrar en los detalles de esta corriente, que nace en “los laboratorios de ideas neoliberales de los años 1970” y encuentra su poder de convocatoria en el mito de la modernidad gestionaria (Merrien, 1999: 95), la acción política por medio de la cual pretende “reinventar el gobierno”8 no puede ser eludida. Los “nuevos gestionadores públicos” ejercen un poder de convicción y de atracción en todos los escalafones de los aparatos estatales. Ciertamente, su 8

Según el título de una obra célebre en Estados Unidos, a la que la administración ClintonGore se referirá para reformar la gestión pública. Cfr. Gaebler y Osborne, 1992.

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agenda reformista y su ambición de derrocar la frontera supuestamente inquebrantable –aunque siembre haya sido porosa– entre las esferas públicas y privadas, entre terrenos políticos y económicos, tampoco es inédita. Estos tipos se inscriben en la prolongación de una tradición administrativa que nunca se prohibió recurrir a la “racionalidad calculadora” y a las técnicas mercantiles para administrar el reputado espacio soberano del Estado.9 Sin embargo, sería reduccionista negar toda especificidad a los cambios etiquetados como “NPM”, y delimitar su envergadura a un efecto colateral del “consenso de Washington”, que desde las años 80, preside el giro neoliberal adoptado por todos los países industrializados (Dezalay y Garth, 1998: 3-23). La mutación más radical implica, al mismo tiempo, las maneras de pensar y de actuar que caracterizan a las prácticas gubernamentales. Los promotores del NPM vehiculan no sólo el ideal de un “Estado estratega”, que se volvió dominante durante los años 90 (Bezes, 2005: 431-450), sino también a la ingeniería administrativa, que contiene la caja de herramientas que le permitió a sus agentes realizarlo. Vuelen operacional una forma managerial de gobernar a distancia y la sistematizan en un régimen singular de gubernamentalidad, conocido fundamentalmente bajo el nombre de gobernanza. Con la “buena gobernanza” como caballo de batalla, y el benchmarking como arma predilecta, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) hace de cabecera de puente [tête de pont] de la “nueva gestión pública” en todos los países miembros (Saussois, 2002). Desde 1990, la Dirección de gobernanza pública y desarrollo territorial se apoya en su red PUMA (PUblic MAnagement) para difundir sus principios de acción bajo el sello de una experticia legítima. A través de la publicación de datos comparativos y su examen colegial en comité, familiariza a los altos funcionarios con la clasificación de los desempeños como pilar de 9

Sobre el “decisivo rol jugado por el desarrollo del comercio, hacia fines de la edad media, en la transformación de las formas de pensar” y de las prácticas políticas, ver Senellart, 1995. Sobre la máxima “administration is business” y los otros préstamos del NPM a “la gestión científica”, así como a la “ideología del mercado”, ver Suleiman, 2003.

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una “gestión centrada en los resultados”. A partir de 1994, un estudio expone claramente la “revolución cultural” de la cual este proceso sería el fermento, haciendo pasar a la administración “desde una cultura de aplicación de reglas a una cultura del desempeño” (OCDE, 1994). En 1996, la reunión de participantes de la subred PUMA dedicada a la gestión de desempeños (Performance Management Network) dio lugar a un informe de las prácticas del benchmarking en el sector público (OCDE, 1997). El mismo año y con el mismo espíritu, la Comisión Europea organizó, en colaboración con la Mesa Redonda Europea de Industriales (ERT) –club elitista que reúne a unos 40 capitanes de las empresas más poderosas de Europa–, un seminario sobre “el benchmarking para los políticos responsables: hacia la competitividad, el crecimiento y la creación de empleos”.10 Ella, por cierto, no se contenta con promoverlo únicamente entre las empresas europeas, dado que su fin es el de confirmar su aptitud para conquistar cuotas de mercado a nivel mundial (European Commission, 1996). Bajo la influencia de la OCDE, entonces, apunta a los gobernantes nacionales como blanco privilegiado. En un documento de trabajo de 1997, titulado “Benchmarking: puesta en marcha de un instrumento destinado a los actores económicos y a las autoridades públicas”, les anima a utilizar esta técnica de gestión para administrar eficazmente a su población y a su territorio (European Commission, 1997). Para ello, un “grupo de alto nivel dedicado al benchmarking” fue creado por la DGIII (Industria) con la intención de acreditar sus ventajas. En el informe que entregó a la Comisión en 1999, propone una calibración sistemática de las “condiciones generales” de la actividad económica, con el fin de que los Estados miembros las hagan más atractivas para los inversionistas y los trabajadores calificados (High Level Group on Benchmarking 1999). Aunque ya Jacques Santer, en ese entonces presidente de la Comisión, pudo exclamar “we are old benchmarkers now!” (Citado en Richardson, 2000: 26). 10

Preparado por el grupo de trabajo “competitividad” del ERT, este seminario reunió en Bruselas a más de 80 representantes de los Estados miembros, instituciones comunitarias y personeros del sector industrial; Cfr. ERT, 1996. 149

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La estrategia de Lisboa 2000-2010, o cómo doblegar los gobernantes a la disciplina de la competitividad El Consejo Europeo reunido en Lisboa en Marzo 2000, dio razón al presidente de la Comisión Europea* Jacques Santer. En esta ocasión, los jefes de Estado y de gobierno, consagraron la práctica del benchmarking como una técnica de coordinación intergubernamental, con el objetivo de dotar a la Unión de los medios para poder realizar “un nuevo objetivo estratégico para la próxima década: convertirse en la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo, capaz de crecer económicamente de manera durable con más y mejores empleos y con mayor cohesión social” (Consejo Europeo de Lisboa, 2000: §5). En sus conclusiones, este objetivo se concretizó en un programa decenal de dos partes, apuntando, por un lado, a “preparar la transición hacia una economía competitiva, dinámica y basada en el conocimiento”; y, por otro, a “modernizar el modelo social europeo mediante la inversión en capital humano y la constitución de un Estado activo de bienestar” (Cfr. documento 2). Documento 2: La estrategia de Lisboa

* La Comisión Europea es el órgano ejecutivo de la Unión Europea [e.]

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La estrategia de Lisboa se proyecta entonces de manera global y pragmática: global en la medida que ella concierne tanto a las políticas de empresa, empleo e investigación, como a la reforma de los sistemas nacionales de pensiones, salud o innovación; pragmática puesto que abandona el método comunitario tradicional, consistente en la producción del derecho que hace funcionar el “triángulo institucional”, según el cual la Comisión propone, mientras el Consejo de ministros dispone en colaboración –cada vez más estrecha (mediante un procedimiento de “codecisión”)– con el Parlamento europeo. Este método de construcción europea a través del derecho se mostró ciertamente útil para integrar las economías nacionales a un Mercado único, pero resulta inapropiado para transformar a la Unión en una organización competitiva a nivel mundial. Para un nuevo objetivo un nuevo método Por primera vez, los problemas de investigación, educación e innovación son planteados en la escena europea. Forman el “triángulo del conocimiento” y este es la base sobre la cual la estrategia de Lisboa se propone edificar una “Europa competitiva”. Este proyecto se inscribe en un contexto doblemente motivador. Por un lado, lo que se llama “marea rosa” estalló sobre Europa en octubre de 1995, fecha en la que el partido socialista portugués, dirigido por António Guterres, accede al poder. Esta victoria es seguida en abril de 1996 por la del “Olivo”, la coalición italiana de demócratas de izquierda formada alrededor de Romano Prodi. En Mayo 1997, el New Labour de Tony Blair accede al poder que hasta entonces había estado en manos de los conservadores por 18 años. Al mes siguiente, al otro lado del canal de la Mancha, las elecciones legislativas anticipadas de Francia le dan la ventaja a la Izquierda Plural [gauche plurielle], que llevan a Lionel Jospin a la cabeza de un gobierno de co-habitación. En septiembre de 1998, el social-demócrata Gerhard Schröder vence a Helmut Kohl, canciller demócrata cristiano desde hace 16 años…

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En total, 11 países miembros, de un total de 15, son gobernados por una centro-izquierda cuando Portugal asume la presidencia de la Unión en enero de 2000. Su primer ministro António Manuel de Oliveira Guterres puede, desde aquel momento, tomar ventaja de una relación de poder bastante más propicia para los acuerdos políticos ya que también se encuentra a la cabeza de la Internacional Socialista, donde juega el rol de “hombre de síntesis”. Con el fin de remediar los conflictos y bloqueos inherentes a la cooperación interestatal, fuera del consenso sobre el mercado único, desea reconciliar lo social y lo económico hibridando la herencia progresista de la social democracia con los aportes liberales de “la tercera vía”. Por otro lado, el clima económico también ofrece las condiciones favorables para tal compromiso. A las promesas de la “marea rosa” se agregan las de un “nuevo milenio”, portador de una “nueva economía”, mientras los Estados Unidos ofrecía su escaparate al Viejo Continente. El advenimiento de las nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TICs) y la euforia de Internet nutren entonces la creencia frenética –aunque ampliamente compartida– en una era de crecimiento ilimitado, fundada sobre lo “inmaterial” y el capital humano, garantizando la vuelta al pleno empleo. Fuerte de esta coyuntura política y económica, la presidencia portuguesa ambiciona con llevar la obra europea hacia áreas no mercantiles. Con el fin de aguzar el voluntarismo de los gobiernos y de organizar sus acciones según un plan lógico, con un objetivo común, los convence de recurrir a las soluciones manageriales, que ofrecen instrumentos más flexibles que el derecho. Aconsejada por Bernard Brunhes, cuyo gabinete de consultores es especialista en el despliegue operacional de políticas públicas y el acompañamiento de reformas en las empresas y en los organismos públicos, se propone “modernizar” la forma de hacer Europa, sistematizando el método experimentado en el marco de la “estrategia europea para el empleo” lanzada en 1997. Aquí reside toda la originalidad de la estrategia de Lisboa: la puesta en marcha que inaugura (ver documento n° 3) crea un dispositivo de coordinación

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intergubernamental, supuestamente abierto a todos los actores de la “sociedad civil” y bautizado, por tanto, como Método Abierto de Coordinación (MAC en la jerga europea). Documento 3: El método abierto de coordinación

Con el benchmarking como pieza maestra, el dispositivo del MAC funciona a través de la incitación, la emulación entre pares y la vigilancia multilateral y sin ningún recurso a la restricción legal. A través de la valorización de los desempeños nacionales, su cuantificación y la publicación de su clasificación, compromete a los Estados a una “colaboración competitiva” (“coopetición”). Esta forma de estimular la acción gubernamental por medio de una estimulación competitiva está directamente inspirada por la gestión de empresas. Encontramos en las operaciones constitutivas de la MAC (ver documento N°3) las cuatro etapas que constituyen el procedimiento iterativo del benchmarking, tal como fue formalizado por Camp (ver documento N°1): “planificación” (línea directiva, calendario, objetivos); “análisis” (indicadores, criterios de evaluación, mejores

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prácticas); “integración” (traducción a nivel nacional y regional, adaptación-adopción); “acción” (seguimiento periódico, examen de pares, aprendizajes). La singularidad de este método se basa en que está desligado de cualquier formalismo jurídico, y es lo que le da su fuerza. Puramente incitativa, depende de la buena voluntad de los Estados, no tanto para adherir a una intensión proyectada como para equiparse efectivamente con los instrumentos gestionarios y estadísticos preconizados. Equipados de esta manera, los gobiernos estatales tienden a alinearse a la “conducta económica del empresario moderno” que actúa “conforme a un plan, con vistas a un fin y teniendo como base el cálculo” (Sombart, 1966: 145). Observando las prescripciones materiales del MAC, se pliegan a la disciplina pragmática de una gestión basada en objetivos, que incluye una obligación de resultados. La estrategia de Lisboa contempla así la continuación de la construcción europea, pero mediante otros medios –medios que no son ni diplomáticos ni jurídicos, sino de gestión y disciplinarios. Dicho de otra forma, los nuevos campos sobre los cuales actúa la Unión, bajo la bandera del MAC, ya no son objeto de una integración a través del derecho, sino de una europeización a través de las cifras. Cuando unirse es competir: la “disciplina indefinida” de una carrera intergubernamental El benchmarking no podría ser confundido con las armas coercitivas pertenecientes al arsenal del Estado soberano. No deja de ser, por tanto, una poderosa técnica de gobierno que consiste a actualizar la “disciplina indefinida” de la competitividad. ¿Por qué indefinida? Porque la norma de competitividad es endógena a la carrera sin fin en la que el benchmarking libera a sus practicantes. El benchmark –es decir, el objetivo que asigna como referencia– es idealmente fugitivo: es fijado no para ser logrado sino sobrepasado, y dejar así el lugar a los nuevos ejemplares que van a la cabeza. De hecho es inaccesible.

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Presentar la competitividad como un objetivo a alcanzar por medio de una calibración de desempeños, que consiste precisamente en calcular las diferencias, es objetivar una distancia que la operación misma de su “reducción” reproduce indefinidamente. Tomo prestada la expresión de “disciplinas indefinidas” a Michel Foucault, quien la emplea en otro contexto para designar “un procedimiento que fuera a la vez la medida permanente de una desviación respecto de una norma inaccesible y el movimiento asintótico que obliga a coincidir con ella en el infinito” (Foucault, 2002: 230) Mediatizando las relaciones intergubernamentales por medio del benchmarking, el MAC somete así a los dirigentes políticos a una gubernamentalización que desborda las fronteras estatales. Esta gubernamentalidad que se aplica a los gobernantes mismos, no es por tanto supra-estatal: es no estatal. No obra de manera soberana, sino que se contenta con actuar en el entorno del “juego económico”, dejando a los jugadores tan libres como sea posible, pero disciplinando la acción gubernamental. Realiza en esto el programa del neoliberalismo que proyecta “una sociedad en la que haya una optimización de los sistemas de diferencia, […] en la que haya una acción no sobre los participantes, sino sobre las reglas del juego, y, para terminar, en la que haya una intervención que no sea del tipo de la sujeción interna de los individuos, sino de tipo ambiental” (Foucault, 207: 302-303). Esta manera de gobernar, aparentemente apolítica ya que aparece adornada con los atuendos de la objetividad (científica) y de la neutralidad (técnica), tiene un nombre: la gobernanza. Más allá –o más bien de este lado– de la Unión Europea, no concierne solamente a las empresas sino todas las organizaciones humanas. Lejos de ser una excepción, las universidades y los laboratorios de investigación son uno de los primeros sectores afectados por este enorme proceso de transformación social.

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El Espacio Europeo de la Investigación, piedra angular de una “Europa competitiva” 11 El modo operativo utilizado para construir un Espacio Europeo de la Investigación (EEI) es emblemático de la gubernamentalidad neoliberal puesta en marcha por la estrategia de Lisboa. El EEI no procede de una transferencia de soberanía en materia de elección científica, sino de operaciones estadísticas que miden diferenciales de desempeño y, al hacerlo, objetivan una competencia entre “sistemas nacionales de innovación”. La apuesta no es reducir las desigualdades económicas y sociales en su seno, sino más bien la de distinguir “campeones”, “polos de competitividad” y “centros de excelencia”, aptos para enfrentar a sus rivales estadounidenses y japoneses en la competencia de patentes y la captura de cerebros. Este proyecto se propone explícitamente construir un “mercado común de la investigación”. Para hacerlo posible, se asigna a los gobernantes la tarea de instaurar y mantener un ambiente institucional, administrativo, legal, reglamentario, fiscal, social, e incluso cultural propicio al desarrollo de este mercado. Se trata, en otras palabras, de reunir las condiciones que permiten la realización –en el orden de las ideas y en el de las acciones– del establecimiento de relaciones de competencia, no sólo entre individuos y organizaciones, sino que también entre regiones y países. La intención expresa de los promotores del EEI, entre los cuales a la cabeza se encuentra la Comisión Europea, es resolver la “paradoja europea”, esto es, la presunta incapacidad de los investigadores europeos para poder convertir su excelencia científica en innovaciones, en lo posible patentables y comercializables. Resolver esta paradoja implica, según ellos, racionalizar la investigación europea: se trata de solucionar la fragmentación de actividades de Investigación y Desarrollo (I&D), la separación entre los sectores público y privado, 11

Para una presentación más completa, ver Bruno, 2008.

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y a la dispersión de los esfuerzos de financiamiento. Para ello, no es importante integrar los sistemas nacionales a escala europea sino, por el contrario, ponerlos en competencia con el fin de que aprendan los unos de los otros y salgan más fuertes de esta confrontación, aptos para enfrentar a la competencia internacional. El EEI no pasa entonces por la creación de una política común, apoyada en un presupuesto federal, sino a través de la armonización de las políticas comunitarias, estatales y regionales por medio de un lenguaje estadístico común y un dispositivo colectivo de benchmarking. El EEI tiene por objetivo organizar un “territorio europeo dinámico abierto y atractivo para los investigadores y los inversionistas”. Participa en una recalificación del territorio como ventaja competitiva, de la cual el Estado debe optimizar en una óptica de racionalización gestora. Lejos de asistir al avenimiento de una gobernanza desterritorializada, vemos florecer en todos los países europeos políticas llamadas de competitividad territorial. Estas en Francia coinciden con los llamados polos de competitividad, que tienen que ser comparados con los distritos industriales italianos, los clusters británicos o las redes alemanas de competencia (Kompetenznetze). Esta nueva forma de administrar el territorio no procede por perecuación en una perspectiva de cohesión regional, sino por diferenciación, con el objetivo de localizar sitios atractivos a los ojos de los poseedores de capitales financieros o “humanos”. Introduciendo la mediación del benchmarking en las relaciones interregionales, ésta designa una nueva geografía política que encierra espacios localizados de competitividad en un espacio globalizado de competencia. Y así es como distribuye los poderes entre niveles de gobierno, entre actores públicos y privados, entre detentores de capitales volátiles y trabajadores “inmóviles”. A esta nueva concepción del territorio responde la valorización de la movilidad bajo todas sus formas (geográfica, intersectorial –sobre todo entre sectores públicos y privados, interdisciplinarios, inclusive virtual gracias a las redes electrónicas); movilidad erigida como

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virtud cardinal sobre todo en la Tarjeta europea para el investigador. Se desprende de esto que la postura en el mercado de las actividades de R&D pasa en primer lugar por la libre circulación de sus agentes, que conviene de realizar por medio de la supresión de los obstáculos estructurales, administrativos y culturales con tal de favorecer un “verdadero mercado de trabajo para los investigadores”. Este tipo de mercado garantizaría la disponibilidad de recursos humanos altamente calificados y sus mejores asignaciones posibles. Con el fin que este mercado funcione de manera optima, el programa de EEI se preocupa de crear y mantener un ambiente favorable: un contexto macroeconómico estable; facilidades reglamentarias destinadas a los fondos de capital-riesgo; incitaciones fiscales a los esfuerzos privados de R&D; una legislación sobre la competencia y la creación de una patente europea; una base sólida de investigación pública al servicio de la industria; una “cultura dinámica de espíritu de empresa”. La investigación no se concibe como una fuente de poder estatal o de saberes colectivos, sino como un lugar de producción de innovaciones patentables y de propiedades intelectuales, que conviene gobernar a distancia con la preocupación de la optimización gestora, por medio de indicadores cienciométricos y socioeconómicos comparables a escala europea. La Comisión reivindica esta “revolución cultural”. Según el boletín de información de la Dirección General de Investigación, el “tiempo donde tradicionalmente los saberes adquiridos en los espacios científicos académicos constituían un patrimonio abierto, puesto a la disposición de todos, pertenece al pasado”. Veamos otra sentencia igualmente explícita sobre la finalidad de las políticas europeas de investigación: el “objetivo último de la investigación pública no es simplemente producir conocimientos científicos, sino promover la explotación concreta de los avances que ésta genera. Sin embargo, esta explotación, en una economía de mercado, tiene una dimensión intrínsecamente económica” (Commission Européenne, 2002a: 16).

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Por esto es que la “nueva organización de la investigación” está organizada alrededor de la figura emblemática del “investigadoremprendedor” (Commission Européenne, 2002b: 2) y del principio de competencia (Commission Européenne, 2002c: 1). Esta forma de gobernar las actividades científicas no significa, por cierto, la retirada del Estado, sino una redirección de sus intervenciones, de sus beneficiarios y de sus finalidades, que se efectúa a costa de las ciencias humanas y sociales (CHS). Éstas son puestas en peligro financieramente, reducidas a una porción congruente en el séptimo Programa General de Investigación y Desarrollo (PGID), como en el financiamiento de la Agencia Nacional de la Investigación (ANR) para el caso Francés. Pero más allá de esta reducción de medios, es la función que se les atribuye la que es reductora. Si todas las ciencias están enroladas en la competición económica, las CHS son movilizadas como ayudantes al servicio de los emprendedores económicos o políticos. Desde una óptica utilitarista, están consagradas a convertirse en la instancia reflexiva de las otras ciencias, con el fin de hacerlas más “productivas”; optimizar los procesos de innovación de las empresas, los laboratorios y los aparatos de estado; o incluso para proponer herramientas para la toma de decisiones y las soluciones para los problemas públicos. Bajo la presión de la evaluación comparativa y de los rankings que de ello resultan, éstas parecen condenadas a volverse útiles o a desaparecer. Vale decir que la vivacidad crítica de las ciencias sociales no les habría sido más vital que hoy en día. *** Concluyamos con una cuestión que no deja de ser presentada con respecto a la estrategia de Lisboa y de su instrumento estrella, el benchmarking: ¿Cuál es su verdadera eficacia? Todos los informes –producidos por la Comisión, por autoridades nacionales o grupos de expertos de reputación independiente, sindicatos o jefes de empresas–

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concuerdan en la constatación de insatisfacción, presentando como pruebas las diferencias de desempeños que se profundizan entre la Unión Europea y sus contrincantes mundiales.12 Si confrontamos efectivamente los objetivos presentados y los resultados obtenidos, no se puede concluir un fracaso. El ejemplo del benchmark del “3%”, fijado por el Consejo Europeo de Barcelona en 2002, con el objetivo de aumentar las inversiones públicas y sobre todo las privadas en I+D al nivel de los países con mayor desempeño, es sorprendente. Lejos de estar en camino de alcanzar tal objetivo de aquí al 2010, el promedio de los Gastos Interiores de Investigación y Desarrollo (GIID) en el Producto Interno Bruto (PIB) pasó, según las cifras de Eurostat, de 1,92% en 2000 a 1,91% en 2006 en los 15 países de la Unión, y cae a 1,84 si se considera a los 27 miembros. 13 No obstante, por más decepcionantes que sean los balances que se han realizado, el problema jamás se liquida. Las recomendaciones emitidas a partir de estas evaluaciones negativas no acusan nunca la ineficacia del dispositivo: en lugar de concluir en la insolvencia de los ciclos del benchmarking, estos afirman, por el contrario, la necesidad de continuarlos racionalizándolos cada vez más, es decir, reduciendo las listas de indicadores utilizados y reorientando los objetivos en torno a las prioridades económicas, en detrimento de los objetivos sociales o medioambientales. Si “esto no funciona”, no será a causa de un problema técnico, sino de una falta de voluntad política. Los ejercicios de benchmarking se orientan a la mantención de una presión constante sobre los gobiernos, con el fin de que éstos intensifiquen sus esfuerzos en la dirección del sentido convenido.

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Citemos el informe Relever le défi solicitado por la Comisión a un grupo “de alto nivel”, presidido por Wim Kok, encargado de examinar la estrategia de Lisboa a la mitad de su periodo. El informe fue publicado en noviembre de 2004, en él se presentaban resultados insatisfactorios en términos de competitividad y preconizaba una reorientación hacia el crecimiento y el empleo, asimilando las finalidades sociales y medioambientales a la búsqueda de “ventajas competitivas”; Cfr. Commission Européenne, 2004. 13 El ratio DIRD/PIB es el indicador comúnmente utilizado para medir la intensidad de investigación y desarrollo. La DIRD de un país incluye el conjunto de las inversiones (de administraciones públicas y empresas) realizadas en el territorio nacional. Los datos de Eurostat son accesible en línea en su sitio web: http ://epp.eurostat.ec.europa.eu.

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Estos ejercicios se acompañan de discursos movilizadores que utilizan el registro de la urgencia de los plazos, de la carrera contra el tiempo, de la recta final. Tomando en cuenta los dispositivos de evaluación comparativa que se propagan en las administraciones públicas y en las instituciones sociales, se puede considerar que el benchmarking funciona completamente. Esto no quiere decir que vuelva a todas las instituciones en instituciones competitivas, sino que inscribe las formas de pensar y de hacer que extienden hacia las áreas no mercantiles la “disciplina indefinida” de la competitividad. Sean cuales sean los resultados registrados, instala las condiciones de posibilidad de una búsqueda del desempeño y de un espíritu de competitividad propios de la gubernamentalidad neoliberal.

Traducción de Diego Fernández Varas Centre de Recherches et Etudes Anthropologiques (CREA) Universidad de Lyon

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La invasión de los sujetos-marca y otras aberraciones del capitalismo neoliberal Jaron Rowan más que vender un objeto, se está vendiendo a sí mismo, el producto es usted. Dan Schawbel Seems like everybody’s got a price I wonder how they sleep at night When the sale comes first and the truth comes second. Jessie J-Price Tag

Introducción Con la expansión del capitalismo de corte neoliberal ha aparecido una nuevo actor llamado a convertirse en su figura laboral por excelencia: el emprendedor. En el siguiente texto voy a explorar algunos de los factores que han favorecido la emergencia de este sujeto para posteriormente ver cómo interactúa con el campo de la producción cultural contemporánea, poniendo atención a las nuevas relaciones que se dan entre la economía y la cultura. Esta figura no es exclusiva del ámbito cultural, es un actor clave del desarrollo empresarial en sectores como el tecnológico, dentro de contextos como Silicon Valley, o en ámbitos como el de la innovación social, y un elemento central para comprender el crecimiento del modelo de trabajador autónomo (Bologna, 2006). Aun así, y por motivos de espacio, a continuación me centraré en el emprendedor cultural pese a que gran parte de las críticas que voy a desarrollar son extrapolables al emprendedor en general.

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En este trabajo no abordaré tanto el espacio socio-político que ha propiciado la emergencia del emprendedor, sino el perfil subjetivo que define a esta figura laboral. Mi hipótesis es que su emergencia es inseparable de la aparición de lo que voy a denominar el “sujeto-marca”. Para desarrollar esta idea exploraré qué constituye una marca en la actualidad y qué circuitos económicos y formas de consumo promueve. Aventuraré que este crecimiento de la subjetividad-marca produce procesos extremos de individualización y de instrumentalización de las redes sociales y las comunidades humanas. Hemos de entender efectivamente la capacidad de capturar estos conocimientos y saberes sociales, como elemento esencial para la producción de valor del emprendedor cultural. Este proceso de depredación de lo social tiene sus consecuencias a las que prestaré su debida atención. Por último presentaré algunas propuestas que buscan escapar de estas lógicas de individualización, competición y captura de saberes sociales, analizando si pueden entenderse como una alternativa viable y sostenible a los modelos de emprendizaje promovidos por ciertas administraciones públicas y qué tan bien encajan en el ideario neoliberal. Un mundo de pequeñas empresas El geógrafo y teórico social David Harvey define el neoliberalismo cómo “una teoría de prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo dentro de un marco institucional caracterizado por los derechos de propiedad privada fuertes, mercados libres y libertad de comercio” (Harvey, 2007: 6). Como bien señala este mismo autor el neoliberalismo ha crecido y se ha desarrollado de forma desigual en las diferentes regiones y países en los que ha tenido impacto, pero aun así en todos los casos la idea de la libertad

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individual es un elemento central en este entramado ideológico. El recelo a la figura del Estado y la confianza en el mercado como ente democrático son otras de las características que definen el ideario neoliberal. Esta ideología premia la voluntad individual sobre formas de cooperación o solidaridad y pone todo el peso del éxito en la responsabilidad individual. Michel Foucault analizó los orígenes del pensamiento neoliberal y sus diferentes materializaciones, en un conjunto de charlas ahora publicadas bajo el título Nacimiento de la biopolítica. Leyendo este trabajo se hace casi imposible disociar la figura del emprendedor de una serie de discursos liberales y modelos de subjetividad que se han forjado a lo largo de los siglos XIX y XX y que en estos momentos tienen un papel hegemónico tanto en el plano político como en el económico. Recordemos que desde el liberalismo se denunció el poder de los Estados y la regulación económica bajo el argumento de que eran los principales obstáculos que impedían que la autorregulación de los mercados se culminara con éxito. Presumiblemente la mano invisible debe ser libre para poder llevar a cabo con solvencia su labor providencial. El neoliberalismo recupera esta tradición y va más allá al situar la competición, la desregulación y la libertad como ejes centrales que guían la economía estableciendo estas categorías como valores inalienables. Es en esta visión de la sociedad entendida como un escenario en el que las diferentes empresas compiten entre sí con el objetivo de maximizar sus beneficios y labrarse un porvenir disfrutando de su libertad para poder “triunfar”, donde se encuentran los orígenes del fenómeno que quiero analizar a continuación: el sujeto-marca, es decir, la emergencia de un sujeto empresarial que exacerba la producción de marca como una estrategia para insertarse en la economía pero también como una nueva forma de estar en el mundo. De acuerdo con Foucault, la lógica que transforma a los sujetos en empresas es una forma de poder que subyace al modelo de gobierno implícito en la ideología neoliberal. El Estado no tiene por objeto «construir un tejido social en el que el individuo esté en contacto

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directo con la naturaleza, sino que ha de construir un tejido social en el que los elementos que lo componen adopten la forma de la empresa» (2008: 148). Y sigue, «creo que esta multiplicación de la forma empresa dentro del cuerpo social es un punto elemental de la política neoliberal. La cuestión es convertir el mercado, la competencia y por lo tanto la empresa en lo que podríamos denominar el poder formativo de la sociedad» (2008: 148). Según el credo neoliberal, la sociedad ya no está formada por sujetos sino que está compuesta por una multitud de empresas (o emprendedores) que son las encargadas de articular el tejido social, dar forma al espacio público y producir riqueza. El economista estadounidense adscrito a la universidad de Chicago Gary Becker (1964), contribuyó a definir la noción de auto-empresa que analiza Foucault al introducir la noción de capital humano. Para Becker todo ser humano es un sujeto calculador que se enfrenta a los diferentes mercados (laborales, financieros, de mercancías, etc.) realizando una labor constante de cálculo en torno a lo que puede invertir, ganar o perder, al participar en las diferentes formas de transacción que acontecen en los mercados. Este sujeto nunca se enfrenta con los bolsillos vacíos al mercado, siempre puede movilizar e invertir una serie de activos que ha ido atesorando desde el día de su nacimiento: sus saberes, sus experiencias, sus contactos, sus intuiciones o sus redes sociales forman parte de los recursos de los que dispone y que sabe poner en circulación. Estos activos, que Becker define como “capital humano”, pueden ser cruciales en la carrera de cualquier trabajador/a, por esta razón el sujeto debe invertir constantemente en incrementar sus conocimientos, mejorar sus aptitudes, expandir sus redes sociales y en definitiva, evaluar y monetizar diferentes aspectos de su vida y existencia. Así el emprendedor/a, el sujeto/empresa a través de su actividad empresarial sitúa el valor económico como centro y brújula de todo su sistema de valores, instrumentaliza sus redes sociales y amistades para alcanzar logros en los circuitos económicos, y de esta manera, borra la frontera entre su vida privada y su actividad empresarial. Vemos de esta manera cómo se va dibujando una

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subjetividad calculadora, que entiende las relaciones sociales como un terreno de juego en el que competir es un imperativo.1 Según sostienen teóricos neoliberales, el sujeto se comporta como lo haría una empresa y se enfrenta a sus pares de la misma manera: de forma estratégica, calculando los posibles beneficios y pérdidas que se desprenden de la interacción y buscando ante todo defender sus intereses. Para ello, es imprescindible la libertad, la libertad para entrar y concurrir en el mercado. Milton Friedman, uno de los máximos adalides del libre mercado escribe: “la organización económica que es capaz de generar libertad económica de forma directa, el capitalismo competitivo, también promociona la libertad política puesto que separa el poder económico del poder político” (Friedman, 1962: 9). Es necesario presuponer el mercado para garantizar la libertad. El sujeto-empresa necesita del mercado para poder ser. El mercado neoliberal constituye parte de la base ontológica del fenómeno que estamos investigando. Del sujeto empresa al emprendedor cultural De esta manera, surge lo que denominamos el sujeto-empresa, el empresario de sí mismo, el emprendedor que compite en el mercado por mantener su nicho y hacer viable su existencia. Obviamente este proceso no ha acontecido de espaldas a marcos institucionales y sin el auspicio de políticas de promoción, que han sido determinantes a la hora de crear la figura del emprendedor/a tal y cómo la conocemos hoy en día. En un trabajo anterior he estudiado cómo se ha ido construyendo el discurso en torno al emprendizaje en cultura en el Estado español y qué tipo de dispositivos e instituciones se han creado para propiciar este fenómeno (Rowan, 2010). Obviamente se pueden entender las condiciones sociales e institucionales que favorecen la emergencia de este fenómeno en muchos otros contextos, pero si cotejamos los Parte de este imaginario se concreta en las novelas de Ayn Rand, controvertido personaje que se merece un texto a parte.

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presupuestos básicos sobre las que se articulan veremos, sin lugar a dudas, muchas similitudes. A lo largo de los últimos años se ha edificado una densa arquitectura institucional compuesta de incubadoras, planes de promoción, oficinas de información, eventos, charlas y talleres, líneas de financiación o espacios de co-trabajo, que complementada con programas de televisión, eventos públicos, películas, libros y revistas, han impuesto un modelo empresarial muy específico en el campo cultural: la figura del emprendedor/a cultural. Este proceso ha venido acompañado por importantes cambios en las políticas públicas y los discursos que las sustentan. Un ejemplo de esto es la escisión entre la tradición que considera que el acceso a la cultura debe ser un derecho básico de la ciudadanía garantizado por el Estado, frente a la que considera que la cultura es un recurso que hay que aprender a explotar económicamente y promover como tal. Por primera vez las políticas culturales se diseñan siguiendo fines económicos y la cultura se valida dependiendo de su capacidad para crear riqueza o empleo. Esto tiene consecuencias directas en el tipo de proyectos o iniciativas que se promueven, las prácticas culturales más experimentales o minoritarias padecen una constante pérdida de recursos y visibilidad. De forma paralela, desde las diferentes administraciones se deja de hablar de subvenciones y ayudas para hablar de inversión pública, intentando de esta manera promover dinámicas de carácter económico en el que el riesgo y la sostenibilidad son elementos centrales de las prácticas culturales. El origen de este proceso de fusión entre la economía y la cultura que tiene lugar actualmente en el Estado español, se encuentra en Reino Unido, cuando durante el gobierno de Tony Blair –bajo el epígrafe “industrias creativas”– se puso en marcha un ambicioso plan para promover el crecimiento de pequeñas empresas culturales y se articularon un gran número de políticas destinadas a fomentar el emprendizaje en cultura. Este sector emergente caracterizado por la “creatividad individual” y por “generar riqueza y empleo a través de la explotación de la propiedad intelectual”, ponía a los

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emprendedores culturales en el centro mismo de los procesos de crecimiento económico de la nación. El modelo básico que sustenta a las industrias creativas es muy claro, consiste en capturar los flujos creativos y extraer valor económico de los procesos cooperativos que acontecen en el espacio de lo social. La propiedad intelectual es un elemento central de esta lógica, puesto que es el marco legal que dota de autoría a ideas que se han creado gracias a concatenaciones de palabras, sonidos, sensaciones e imágenes que circulan sin parar en lo que algunos han definido como cuencas de cooperación social (Lazzarato, Corsani, Negri, 1996). Dentro de este contexto, y no sin poner cierta resistencia, emerge la constelación de microempresas y trabajadores/as autónomos que conforman este sector. Las políticas diseñadas para legislar sobre las industrias creativas posiblemente constituyen el primer marco político-cultural cuyo objetivo es convertir la actividad de artistas, escritores, creadores, etc. en un conjunto de empresas o emprendedores. Se trata de un marco de políticas culturales que legisla la sociedad como un conjunto de empresas, de acuerdo con la crítica que hiciera Foucault unos 20 años antes. Sujetos-Marca2 A continuación me centraré en una de las facetas menos estudiadas de este proceso de empresarialización de uno mismo que es el emprendizaje: la aparición de sujetos-marca, es decir, personas que son empresa hasta sus últimas consecuencias. El sujeto-empresa es aquel que aprende paulatinamente a implementar y a hacer suyas diferentes estrategias de mercado, y a moverse en un entorno poblado por otras empresas; la producción de una marca fuerte que le representa es tan sólo una consecuencia de este proceso. Así, el emprendedor explota todos sus activos, es decir, sus saberes, sus contactos, sus redes, sus 2

Partes de las crítica a la figura del emprendedor que siguen a continuación están fuertemente influenciadas a la crítica al homo-economicus que se ha realizado desde el feminismo, de forma más específica Strober, 1987, Folbre y Hartmann, 1999 o Ferber y Nelson, 2004. 173

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intuiciones y sus afectos y se convierte prácticamente en una máquina cuyo objetivo es aumentar la productividad y competir en el mercado con otras formas empresariales. Debe poner su cuerpo a trabajar y depende de su capacidad para autogestionarse lo que le hace viable o no como modelo empresarial. Uso esta idea de sujeto-marca de forma metafórica, pero también introduciendo una figura que se ha popularizado en las teorías manageriales contemporáneas, la posibilidad de crear una marca de ti mismo.3 Ya en 1997 Tom Peters escribió un artículo en la revista Fast Company llamado “A Brand Named You” 4, en el que avanzaba la idea de que progresivamente las y los trabajadores debían de considerarse marcas personales que entraban a concurrir en el mercado. Argumentaba una propuesta que se ha ido afianzando, “para permanecer competitivos hoy en día, nuestro trabajo más importante es ser el jefe de marketing para una marca llamada Tú Mismo”. Para diseñar esta marca-personal hay que seguir algunos pasos simples como “empezar identificando las cualidades y características que te hacen diferente de tus competidores o de tus compañeros”. Con esto Peters pone por escrito una idea que hemos introducido antes: el emprendedor ha de considerarse a sí mismo como una empresa que entra en lo social para concurrir, tanto con compañeros como con otros trabajadores, que ahora se perciben como pura competencia a la que hay que superar. Pese a lo trágico que pueda sonar esta descripción del medio social y laboral, la ventaja principal que se percibe es que ahora vivimos en una sociedad puramente meritocrática, en la que todo el mundo tiene opciones de triunfar. En sus propias palabras, “la buena noticia es que todo el mundo puede destacar. Todo el mundo tiene la oportunidad de aprender, mejorar y fortalecer sus habilidades. Todo el mundo tiene derecho a ser una marca reconocida”. 3

Las industrias culturales han sido especialmente prolíficas a la hora de forzar esta transformación de sujetos en marcas registradas. Davies (2004) estudia este fenómeno y desentraña algunos de los mecanismos legales que han permitido que esto ocurra. Explica cómo en el caso del cantante Robbie Williams la patente sobre su nombre cubre 18 supuestos, entre los que destacan la producción de vídeos musicales, registros sonoros o calendarios y pósters que contengan ese nombre. En el caso de Britney Spears su registro cubre hasta la producción de muebles inflables. 4 Una marca llamada tú, http://www.fastcompany.com/28905/brand-called-you.

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De esta manera vemos prístinamente cómo la noción de meritocracia y de capital humano se asocian para presentarnos una visión de sociedad horizontal en la que se puede ascender acumulando y promocionando los méritos y cualidades personales. Esta noción de meritocracia estaba a su vez también muy presente en las ideas de Charles Leadbeater, uno de los principales asesores de Tony Blair y artífice del concepto de industrias creativas. En su libro, Living on Thin Air, argumentaba que una economía que está basada en la creatividad y el talento permite que cualquier persona que descubra cual es su cualidad, su talento principal, pueda triunfar social y económicamente. Ejemplos tales como artistas, diseñadores, cocineros televisivos, etc., le servían para legitimar la idea de una economía basada exclusivamente en tus cualidades personales. Más recientemente esta idea de sujeto-marca ha sido retomada por otro autor que ha popularizado la expresión YO 2.0, es decir, el sujeto-marca que se mueve en las redes sociales y que forja su identidad aupándose en el entorno virtual, Dan Schawbel. Este autor estadounidense centra su trabajo en la idea de la marca personal y afirma: “La marca personal describe el proceso por el cual individuos y empresarios se diferencian y destacan entre una multitud, identificando y expresando su propuesta de valor único, ya sea profesional o personal, que después promocionan en distintas plataformas, con un mensaje y una imagen consistentes que les permiten alcanzar una meta específica. De este modo, los individuos pueden conseguir que se los reconozca cada vez más como expertos en su terreno, labrarse una reputación y credibilidad, fomentar su carrera y mejorar la confianza en sí mismos”(Schawbel, 2011: 22). Siguiendo esta premisa el autor escribe un libro con recomendaciones, consejos y tácticas para conseguir desarrollar una marca personal potente. El autor no tiene inconveniente en asumir que este sujeto-marca es un ser egoísta e individualista que busca maximizar sus intereses por encima de los de su comunidad. Como él mismo establece “las marcas personales son una forma de promoción personal y egoísmo, ¡pero no por eso es algo negativo!” (Schawbel, 2011: 19).

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Este sujeto, tan característicamente neoliberal, se debe todo a sí mismo, es pura meritocracia, y busca por encima de todo el éxito personal que se traduce a través de la creación de riqueza económica. El emprendedor es “capitán de su carrera, influye e inspira a los demás y se gana su respeto. Sus recompensas son relaciones fructíferas, oportunidades de éxito y, con suerte, compensación económica” (Schawbel, 2011: 60). Esta transformación del sujeto en marca, viene acompañada de una instrumentalización intensiva de todas las relaciones personales, todo encuentro con el otro deviene un acto mercantil. Schawbel no lo esconde, es más, hasta considera que las relaciones íntimas son espacios de negociación. Escribe “cada encuentro romántico que tiene es, con el debido respeto, una propuesta de venta; desde la primera conversación hasta el momento en que se confirma la relación, está trabajando para conseguir que la otra persona piense que está tomando la decisión adecuada” (Schawbel, 2011: 63). Esta instrumentalización del otro es lugar común en libros de management y manuales para fomentar el emprendizaje, como deja bien claro Fernando Trias de Bes “un socio es un recurso más, y como tal debe considerarlo el emprendedor” (Trias de Bes, 2007: 68). Cuando la sociedad es un campo de competición, todo sujeto al que te enfrentes se pone a tu servicio para triunfar. De esta manera, vemos que el sujeto-marca opera en el ámbito de lo instrumental, pero este proceso conlleva a un efecto inesperado, uno se vuelve a su vez producto, nos los advierte el autor, “más que vender un objeto, se está vendiendo a sí mismo, el producto es usted” (Schawbel, 2011: 149). Como cualquier empresa, el sujeto-marca debe aprender a producir una constelación de signos, elementos visuales, discursos propios y rasgos identitarios que le diferencien de sus competidores y ayuden a su identificación. Es entonces cuando se genera un interfaz capaz de mantener de forma sostenida al sujeto-empresa en la esfera pública. La marca es la condensación del valor del sujeto-empresa, es el punto en el que sus activos se exponen al escrutinio de sus posibles clientes y potenciales competidores.

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Como bien explica Lury (2004), la marca nunca constituye un elemento transparente, como cualquier interfaz, comprime una cantidad variable de elementos heterogéneos y en cada momento modula la información que proyecta hacia el exterior. A través de los diferentes elementos que la componen (logotipos, jingles, colores, olores, sonidos, tipografías, etc.), articula una suerte de espacio de marca (brandspace) por el que circulan los objetos y mercancías que tratan de vender las diferentes empresas. El sujeto-empresa también necesita construirse un espacio dentro del espectro simbólico puesto que la propia presencia ya es una fuente de valor para su marca. Si bien ya hay varias voces que han dado la voz de alarma sobre el inusitado crecimiento y el poder que han acumulado las marcas en nuestra sociedad, de forma notable Naomi Klein (2011), es necesario entender también porqué ha tenido tanto calado en nuestras vidas. Liz Moor explica que “la aplicación constante de estrategias de branding levanta miedos de homogenización cultural, pero los logos, los símbolos y la imaginería producida por estas técnicas ya se han convertido en un importante recurso usado por los individuos a la hora de construir su identidad laboral “(Moor, 2007: 1), por ello resulta tan complicado escapar del influjo y seducción de las marcas. Ya nos pensamos como marcas, seguimos sus mismas lógicas. La producción de sujetos-marca es la producción intensiva de ciertas subjetividades. De la subjetividad neoliberal. El psiquiatra Guillermo Rendueles es una de las personas que ha lanzado algunos de los ataques más contundentes contra las formas de subjetividad que afloran gracias a estos procesos. No duda en afirmar que “los rasgos del emprendedor, del empresario que sale de la nada son sospechosamente similares a los que señala Deustch en relación a los estafadores: gusto por el riesgo, rapidez de evaluación situacional, ambición, seducción, desde de lucro, hipocresía afectiva, inteligencia emocional…” (Rendueles, 2004: 111). Incidiendo en esta descripción del perfil subjetivo del emprendedor, el autor escribe: “la generalización como modelo de salud mental de este

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paradigma del egoísmo que ensalza al aprovechado ha desacreditado las viejas virtudes del sacrificio o la generosidad, que han pasado a considerarse como conductas cercanas al masoquismo que crean bucles de dependencia. Ahora el individuo normativo es el gorrón” (Rendueles, 2004: 23). De esta manera se aleja mucho de las visiones reduccionistas imperantes que elogian y consideran que los atributos del emprendedor, sólo por serlo, son atributos positivos. Este gorrón de Rendueles, o free rider que le denominaremos después, hace uso de sus redes sociales, de sus amistades y de su entorno inmediato en beneficio propio. Ya hemos leído cómo se recomendaba desde ciertos manuales. Para el autor esto constituye un ejemplo claro de la egolatría que predomina en la actualidad y encaja a la perfección en el contexto de competición neoliberal que ya hemos descrito con atención anteriormente. En sus propias palabras “el gorrón-mentiroso es un sagaz maximizador de beneficios que calcula antes de actuar lo mínimo que debe dar al grupo social a fin de obtener las mayores ventajas invirtiendo el mínimo esfuerzo. De este modo, el gorrón se convierte en el paradigma de decisor racional cuya estrategia cortocircuita la posibilidad de acción altruista. Toda actuación individual en la que entra en juego el comportamiento respecto a la colectividad parece enfrentarse entonces a alguna versión naif del dilema del prisionero ¿es racional actuar cooperativamente y aportar algo al grupo sin obtener beneficio inmediato y sin saber si cuando necesito ayuda la recibiré?” (Rendueles, 2004: 107) Recogiendo la idea de re-invención constante de uno mismo inherente a la idea de capital humano, y que gente como Peters o Schawbel ven consustancial al sujeto-marca, Rendueles se lamenta de que “la postmodernidad nos exige la cansina tarea de estar eternamente disponibles para el cambio, como si la vida fuese una perpetua adolescencia” (Rendueles, 2004: 282). La lógica de las marcas demanda una constante reinvención. Un cambio permanente, pues si una marca no se adapta a las necesidades del mercado pierde su valor, la marca se vuelve obsoleta de forma rápida. De la misma

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forma el sujeto que no acumula nuevo capital humano, que no va a cursos de formación, a talleres de coaching, seminarios salpicados de post-its, etc., se verá rápidamente desplazado de un mercado en el que predomina la novedad, en el que triunfa la inmediatez.5 Pero donde Rendueles observa los efectos dañinos de esta nueva subjetividad más claramente es en la destrucción de sentimientos de comunidad, de trabajo en grupo. Escribe: “la lealtad grupal o la coherencia de valores es mero neuroticismo mientras la pertenencia a redes sociales laxas, múltiples, intermitentes y marcadas por el nihilismo se percibe como un signo de salud mental” (Rendueles, 2004: 283). Esta crítica resuena a las lamentaciones del Sennett que en su conocida obra La Corrosión del Carácter, ya denunciaba la destrucción de las comunidades de trabajo e identidades colectivas creadas en torno a la actividad laboral. No obstante, en 1983 el sociólogo Mark Granovetter popularizó una idea que ha tenido un importante calado en el imaginario laboral contemporáneo. En su artículo “The Strength of Weak Ties: A Network Theory Revisited” defendía que desarrollar lo que él denomina vínculos débiles, es mucho más fructífero a la hora de encontrar trabajo. Señalaba que las relaciones sociales esporádicas, las redes sociales abiertas y los amistades superficiales son medios ideales por los que circula la información. Los grupos sociales abigarrados o las comunidades muy cercanas obstaculizan la transmisión de información, ergo, entorpecen la innovación. De esta manera, Granovetter validó la idea de pensar lo social como un recurso que hay que saber poner a tu disposición para enterarte de nuevas vacantes, oportunidades de inversión o ascenso laboral. Cuando todo el mundo ha devenido recurso, las redes sociales son el método para acceder a estos otros que se ponen en valor. Son medios ideales para crear relaciones instrumentales con el otro, con los otros sujetos-marca.

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Para una discusión más detallada en torno a la relación entre innovación e inmediatez, ver Yproductions (2009).

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Para los emprendedores culturales las redes sociales son las autopistas por las que circula y se canjea el capital simbólico que –como bien argumentó Bourdieu– siempre ha sido crucial en el campo de producción cultural. Ahora el capital simbólico adquiere unos mecanismos optimizados para su construcción y diseminación, y, por lo tanto, resulta imprescindible analizar el auge del sujeto-marca para entender las recientes transformaciones en el campo cultural. Para ello se puede servir de diferentes herramientas y tecnologías de la comunicación como los blogs, cuentas de Twitter y de Facebook y otras redes sociales que permiten construir la identidad digital de la marca, y, al mismo tiempo, sirven para promocionarse dentro de los espacios de validación social de la cultura: inauguraciones, saraos, presentaciones, conferencias, etc. De esta manera, su cuerpo es la barrera última que distancia a la empresa de sus clientes, el cuerpo es el interfaz de la marca. Los sitios sociales son el medio ideal para performar identidades. Es por esta razón que en ocasiones se hace muy complicado separar lo público de lo privado, lo íntimo de lo social, la realidad de lo que se busca proyectar. La necesidad de regular lo que la marca comunica implica un proceso de regulación, es decir, es necesario hacer un trabajo constante de evaluación en torno a qué emociones se exteriorizan y cuáles no, qué ideas se pueden formular en público y cuáles no, qué comportamientos son deseables y cuáles no. En este sentido, la marca puede terminar siendo un estrecho contenedor y un límite al desarrollo de la subjetividad, y, en última instancia, el autocontrol se transforma en paranoia. Un tweet demasiado mordaz, un comentario desafortunado, una emoción mal calculada, pueden hacer que la marca se resienta. Es necesario entender esta producción de sujetos marca dentro de la economía de la atención (Davenport y Beck, 2001), donde prevalece la necesidad de estar siempre fuera, en lo público. El valor de la marca depende de su capacidad de copar la esfera pública, de hacerse notar y ser imprescindible dentro de la imaginería social. No hay nada peor

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para la marca que caer en el olvido, dejar de contar, dejar de estar en los sitios en los que es necesario estar, dejar de alternar con las marcas de las que puedes captar valor simbólico, perder tu espacio en las instituciones que validan el campo. En este sentido la producción de marca requiere un trabajo constante y arduo que puede ir en detrimento de otras tareas que también requieren tiempo y energía. Puede que esta sea la razón por la que la precariedad afectiva esté tan enquistada en la producción cultural. Como bien indica Virno en su texto seminal, en las industrias culturales es más fácil que afloren el miedo, el cinismo o el oportunismo, a otros estados emocionales. El estrés, la ansiedad o la fatiga por sobreexposición están a la orden del día. El tiempo que se dedica a cuidar el personaje público es tiempo que no se dedica a cuidar otros aspectos de la existencia. Franco Berardi “Bifo” ha insistido de forma reiterada que la energía libidinosa que se invierte en construir una marca seductora es energía que no se deposita en la producción de otro tipo de afectos. La energía dedicada a producir el espacio y valor simbólico va en detrimento de otras formas de entender lo social en el que la hospitalidad y los cuidados predominan sobre la legitimación y la individualidad. La marca culmina el proceso de individualización del sujeto, define de forma clara los contornos de la empresa y su área de influencia. Cuanto mayor sea tu brandscape más capacidad tendrás de afectar a los demás. Cuanto más prevalente sea tu presencia, más fácil acceder a espacios de remuneración, más fácil conseguir trabajos y proyectos. Teniendo en cuenta que en el sector cultural prevalece la economía de la atención, la necesidad de estar siempre presente es sumamente importante. Es en este contexto en el que podemos entender la emergencia de la figura del comisario/a estrella, cuya marca está por encima de los contenidos que propone y que se mueve entre instituciones a las que legitima con su rúbrica. Vemos la importancia del artista freelance que se dedica de forma constante a producir su marca y que trabaja para definir su espacio simbólico en la esfera artística. El sujeto-empresa conferenciante es invitado a dar más

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charlas si logra mantener su presencia pública de forma constante en el circuito jornadas, mesas redondas, presentaciones etc. Se produce, así, la empresa opinadora que tiene algo que decir en todos los debates, su carta de presentación: opinólogo profesional. La producción de contenidos acontece a nivel de la marca, lo importante es la autolegitimazión como elemento indispensable, los contenidos dejan de ser importantes: la comunicación es ya producción. Los beneficios se generan a través de charlas, talleres, conferencias y gracias a la participación en eventos públicos, es una economía de lo virtuoso, pura reproducción. De esta forma se exacerba la competición entre empresas. Es necesario significarse de forma clara y diferenciar bien tu nicho. Esta competición se realiza dentro de un ambiente de camaradería y aparente familiaridad que tan sólo en algunas ocasiones deja traslucir las tensiones y fuerzas sobre las que se sostiene. Utilizando la linterna bourdiana, vemos que luchas de egos, disputas por captura y capitalización de ciertos discursos y conocimientos, desacuerdos en torno a quién ha introducido y quién no una idea al circuito acontecen entre bambalinas. Los “espíritus animales” de Keynes nunca han dejado de estar presentes. Efectivamente son estas pequeñas crisis, este tipo de problemáticas las que nos ofrecen atisbos de aquellos aspectos que los sujetos-empresa no quieren dejar que se cuelen por las rendijas de su marca. Esta concurrencia entre empresas, esta lucha neoliberal por ocupar nichos de mercado utilizando tu cuerpo como dispositivo productivo va en detrimento de la construcción de comunidades. Los procesos de individualización extrema que promueve el mercado conducen irremediablemente a la destrucción de un tejido cultural común. La marca concibe este común como el lugar del que extrae ideas, nuevas imágenes, nuevas identidades, nuevos conceptos a los que asociarse, nuevo conocimiento que explotar. Como bien nos indica Adam Arvidsson, la ambivalencia de la marca reside en que los consumidores pueden consumir objetos de forma productiva, usan estos bienes para “construir relaciones sociales, compartir emociones,

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crear formas de identidad o de comunidad” (Arvidsson, 2006: 18). En este sentido, el “consumo es un acto central en la construcción de las comunidades” (Arvidsson, 2006: 19), pero es en este momento en el que las marcas empiezan a asociar la identidad o los valores de estas comunidades consigo mismas. Una marca de zapatillas usadas por comunidades de skaters se benefician de esta comunidad, incorporando el capital simbólico de esta comunidad como valor de marca. Los skaters usan los zapatos para reforzar su identidad mientras que la marca absorbe el valor del colectivo que la consume. Es de esta manera que “las marcas subsumen el valor del trabajo inmaterial invertido en la creación de estos comunes. De esta manera, el valor de la marca reside en su capacidad de apropiarse de la identificación y vinculación con estos comunes” (Arvidsson, 2006: 88). Hemos de entender las marcas como mecanismos de apropiación, al capturar el valor de las comunidades en las que se insertan. Gran parte de los libros y manuales de gestión de marcas inciden sobre cómo capturar el valor generado por los grupos sociales con los que se relacionan estas marcas, de cómo “la vida puede transformarse en una fuente directa de riqueza” (Arvidsson, 2006: 94). A través de la captura de las experiencias de sus consumidores, de sus valores éticos y morales, de las identidades y de los imaginarios creados, las marcas van mutando, van produciendo valor y van alargando su existencia. La marca devuelve a la sociedad lo que esta misma ya ha creado, pero lo devuelve en forma de productos cerrados, en objetos políticamente pulidos, en versiones aguadas y digeribles de la idea original. El sujeto-marca opera de la misma manera, se inserta en las comunidades para capturar y hacerse con su valor. Para volverse portavoz verdadero de la complejidad social. Instrumentaliza sus relaciones para sacar el máximo provecho. Para expoliar cual free rider el procomún. El emprendedor se individualiza para poder así explotar en exclusiva la riqueza generada de forma colectiva, la marca es el mecanismo por el que se captura y valoriza esta riqueza social.

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Prácticas de base comunitaria Es en este contexto de competición entre sujetos-empresa, privatización de lo común y prevalencia de los intereses económicos sobre los culturales que re-emerge un interés por modelos diferentes de producción y de vida. Por formas de emprendizaje que produzcan más común y no lo destruyan.7 Arvidsson recoge un concepto que hace tiempo se gesta en los movimientos sociales: la empresa política. Define el emprendizaje político como “la manera de acumular beneficios o superávit, no a través de la explotación del trabajo material, sino a través de la explotación de comunidades, afecto y flujos comunicativos” (Arvidsson, 2006: 89). Crear riqueza desde la comunidades para revertirla sobre las mismas. Sólo haciéndonos cargo de este contexto podemos entender el renovado vigor con el que aparece en la escena el procomún, es decir, modelos de gestión comunales de recursos. Los sistemas de intercambio P2P que, además de ser extremadamente efectivos, introducen lógicas provenientes de la “economía del don” (Mauss, 2010), proyectos de producción colectiva de conocimiento como puede ser la Wikipedia, espacios de gestión colectiva del acervo cultural como pueden ser archive. org o Project Gutenberg o la proliferación de licencias libres han contribuido a repensar las bases mismas de la producción cultural. Si bien estas iniciativas son minoritarias, las podemos leer como síntoma de un malestar que se está generalizando con los modelos productivos que hasta ahora han predominado en las industrias culturales y creativas. Por su parte, las administraciones siguen proponiendo marcos regulatorios y políticas miopes que defienden los intereses de los grandes grupos cuyos modelos de producción están en entredicho económicamente y faltos de legitimización social. La polémica y denostada “Ley Sinde-Wert” en el Estado español, el ACTA o la SOPA impulsados por EE.UU, nacen auspiciadas por los grandes lobbies financiados por las industrias culturales que a 7

Sobre la noción de vida en común; ver Garcés 2013.

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través de este tipo de iniciativas legisltativas intentan mantener su status quo.8 Estas políticas-parche inciden en defender modelos de producción privativa, en las que se acumulan los beneficios en los pináculos de las cadenas productivas, en lugar de pensar en modelos de producción de riqueza más distributivos como los que se han dado en el ámbito del denominado “software libre”. Esta realidad, es decir, la producción colectiva de software cuyo código es accesible y editable, pero que además permite su redistribución y venta con ánimo de lucro, ha puesto en jaque muchas de las formas de entender la producción que se habían impuesto hasta el momento. Teniendo en cuenta que por sus condiciones resulta mucho más efectivo e innovador, y que debido a su versatilidad y robustez ya está presente en un 60% de los servidores sobre los que funciona Internet, el software libre ha abierto las puertas a pensar en modelos no privativos de producción cultural en el que se dan beneficios a muchas escalas y en diferentes puntos de la cadena de valor.9 No obstante, pese a que numerosos autores entre los que podemos destacar a Lawrence Lessig (2005, 2008) o Yochai Benkler (2007), hablen de la importancia de la cultura libre como respuesta a la saturación y los desequilibrios generados por los mercados tradicionales, aún estamos lejos de poder experimentar en el ámbito de la producción cultural un fenómeno tan exitoso como ha sido el software libre en el campo de la informática. Sin duda estamos siendo testigos de nuevos modelos de producción híbridos, proyectos empresariales en los que se busca trabajar desde las comunidades y no a expensas de ellas, pero en términos de mercado, toda esta producción y estos movimientos aún tienen un papel marginal. El trabajo de Elinor Ostrom en torno a la viabilidad del procomún, merecedor del Premio Nobel de Economía, ha contribuido a incentivar la aplicación de esta lógica en el ámbito cultural. Por otra parte, la extenuación que supone tener que comportarse como una marca, las Para un debate más elaborado sobre este tema, ver Levi, 2012. Con esto no quiero argumentar que dentro del entorno del software libre no puedan producirse también desigualdades ya sea económicas o como formas de discriminación por género, raza, etc. como bien ha explorado Fuster (2011). Más información sobre este asunto http://wiki.digital-commons.net/Gender 8 9

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elevadas tasas de precariedad que impera en el sector o la constatación de que los mercados culturales hasta ahora hegemónicos viven a costa del trabajo apenas remunerado de gran parte de agentes facilitan la incorporación de estas nuevas formas de entender la empresarialidad en el sector cultural. Estos descontentos han facilitado la introducción de licencias Creative Commons y explican su rápida proliferación. Aun así, aun faltan mecanismos que permitan realizar esta transición. Fuentes de financiación alternativas, cambios en los modelos de propiedad intelectual, instituciones que velen por los intereses de la comunidades, etc., son elementos infraestructurales que aún han de llegar. La subjetividad-marca, como modo de vida es insostenible. Padece del mismo problema que afecta la economía capitalista actual, explota recursos sin miramientos con el fin de moverse en busca de nuevos yacimientos cuando ya no queda nada que explotar. Las comunidades en las que operan los sujetos-marca se perciben de forma instrumental. Es por ello que empezamos a ver los primeros movimientos en contra de esta perversa forma de actuación. Si bien en la década de los noventa apenas nadie se oponía o resistía a los planes de emprendizaje, ahora vemos infinidad de proyectos y colectivos que buscan redefinir su forma de funcionar para poner en el centro a la comunidad. Colectivos que denuncian procesos de gentrificación derivados de la presencia de empresas de carácter cultural, grupos que combaten la expansión sin parangón de la propiedad intelectual, movimientos de cultura de base que rechazan las formas de funcionar impuestas por las agencias e instituciones que promueven el emprendizaje cultural. Tenemos que buscar en estos movimientos de protesta atisbos de nuevas formas de operar. De nuevas formas de poner en relación la economía y la cultura. Concluyendo, frente a la crisis que ha provocado la falta de legitimización pública de la producción cultural (que se ha traducido en recortes y la progresiva cesión de competencias públicas a la gestión privada), a la ineficacia para producir rentas distribuidas

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y modelos sostenibles por parte de las industrias culturales y, por último, frente a los cambios en las formas de consumo y acceso a la cultura que ha propiciado el advenimiento de las tecnologías digitales, nos encontramos en un momento de total incertidumbre en lo que al futuro de la producción cultural se refiere. Buscando escapar a los procesos de privatización de los saberes colectivos y en un intento por escapar de la tiranía inherente a las formas de trabajo derivadas del devenir empresa, vemos que aparece un nuevo mapa de prácticas y formas de entender la producción cultural que distan mucho de los cánones marcados por las industrias creativas. Lejos de la egolatría que define al sujeto-marca, se abre un interés por repensar comunidades (virtuales, afectivas, de cooperación) que puedan dar pie al desarrollo de otros modelos de subjetividad. En este campo de tensiones que se abre entre lo público y lo privado emergen modelos de trabajo que podrían ofrecer alternativas a las formas imperantes de entender la producción cultural. Sin duda estamos en el mejor momento para explorarlas y alumbrar estas formas no tan solo de producir, sino también de ser. De ser en común.

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¡La gestión os hará deseables! Notas sobre el gobierno de las migraciones internacionales Mary Luz Estupiñán Serrano

No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas. Gilles Deleuze

I Hoy más que nunca las migraciones internacionales son un terreno en disputa. De ahí que las políticas migratorias impulsadas especialmente por los países industrializados en las últimas décadas, están siendo moduladas y contorneadas desde los dispositivos de seguridad y control, dispositivos que en rigor son caras de una misma moneda, aquella que ha puesto la gestión en el centro de la articulación societal. Pero la gestión no es más que otra forma de control, ahora indirecta. No significa ello que el control basado en la restricción y la prohibición del ingreso de extranjeros a ciertos estados –principios que caracterizaron las políticas migratorias a partir de su giro restrictivo de los años 70–, hayan dejado de operar. De hecho, la creación de centros de internamiento (CIEs) –medida que se ha popularizado entre los países de la Comunidad Europea en los últimos dos lustros–, coexiste con los dispositivos de control “al aire libre” que predican la evaporación de las fronteras. Aquí la biometría, el escaneo del rostro, la identificación del iris de los ojos, los bancos de datos, son las expresiones por excelencia de este nuevo tipo de control que se

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anuncia como gestión. Este cambio, diría Deleuze, “no es solamente una evolución tecnológica, es una profunda mutación del capitalismo” (1990: 283), el que ahora opera centrado en la venta de servicios, y aquí centrado no quiere decir que formas anteriores de producción y trabajo hayan desaparecido, sino que son rearticuladas desde el postfordismo contemporáneo. De ahí la conjunción de soberanía, disciplina y seguridad que definen el gobierno del presente. Es en este escenario que la migración internacional ha sido identificada como una problemática a ser intervenida y gestionada. De manera que estas líneas deseamos dedicarlas a la revisión de las ideas y principios que sustentan el programa de gestión migratoria a nivel internacional y entrever las repercusiones para las políticas regionales. Tal como afirman Peter Miller y Nikolas Rose en Governing the Present (2012), la gubernamentalidad neoliberal se caracteriza por la búsqueda incesante de espacios para la extensión de las racionalidades y tecnologías del mercado a zonas anteriormente exentas de ellas. Así, una vez gubernamentalizadas la educación, la salud, las pensiones, el riesgo y el saber, el foco se ha trasladado a los recursos naturales, el cambio climático, las migraciones, entre otros. Ello ha sido posible gracias a la introducción, en el sector público, de procedimientos y dinámicas de la empresa privada. Esta articulación público-privada, a nivel administrativo, es promovida desde fines de los años 70 e inicios de los 80 bajo la etiqueta de la Nueva Gestión Pública, NGP (New Public Management). Aquí el management o gestión ocupa un lugar central no sólo porque hace posible el cultivo de un espíritu empresarial, innovador y competitivo, condición sine qua non para lograr el éxito prometido, sino que es, por excelencia, una de las expresiones del arte gubernamental de los días que corren. En otras palabras, la gestión es una forma y, a la vez, un dispositivo de gobierno. Sin embargo, éste no es un invento reciente; la gestión ha sido históricamente un mecanismo de administración del sector privado. Recordemos que sus primeros usos tuvieron lugar en el seno de las compañías decimonónicas y que luego fueron adoptados

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al interior de las fábricas de las primeras décadas del siglo XX. En los años 20, el management invocó por primera vez un carácter científico inspirado en el modo de producción taylorista, lo cual dio lugar a un campo de estudios ahora denominado clásico y que, como tal, fue respondiendo y adecuándose a las contingencias históricas y políticas. De suerte que una vez desmanteladas las fábricas de Taylor y Ford, se instala la empresa como forma de producción y de organización privada dominante en la que la gestión se convierte en la columna vertebral de dicho engranaje. En el marco de la NGP esta forma de administración privada cobra mayor relevancia y es puesta en el centro del funcionamiento, ora organizacional, ora personal. La novedad radica en que pretende hacer funcionar todas las esferas (pública, privada, global, local) a nivel social e individual según los valores y criterios de la empresa privada. En el sector público, la gestión entró a reemplazar la noción de administración, de modo tal que en países como Chile ya se usan indistintamente. La gestión es, así, el término bisagra que permite referir una “nueva forma de gobernar”; la vía que conducirá al “buen gobierno” a escala internacional o, para decirlo en el código lingüístico de los Organismos Internacionales, la vía que conducirá a la “gobernanza global”. Independiente de cómo hayan sido las vías de incorporación –sea invocando necesidades de modernización de las administraciones públicas, sea siguiendo recomendaciones de la OCDE, sea incorporándosela a cuenta gotas o de forma desestructurada y en ocasiones hasta enmascarada por los gobiernos de turno–, lo cierto es que en nuestros días el término es de uso cotidiano y en múltiples escalas. Es común no sólo invocar la gestión de instituciones (universidades, escuelas, hospitales), de bienes antaño inmateriales (cultura, patrimonio) y de sujetos (capital humano, migrantes), sino también validar y hasta exigir las vías de control, seguimiento (auditoria) y evaluación (acreditación) estatales y “ciudadanas”. No obstante, se sea consciente o no de ello, la gestión implica un modo de pensar y de actuar específico, puesto que obedece a una racionalidad

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administrativa distinta, cuya institución referencial por antonomasia es la empresa privada y su gramática está regida por el ethos empresarial. Esta racionalidad y este ethos es lo que tenemos a la orden del día en niveles tanto micro como macro, así se gestionan consorcios, multinacionales, supermercados, tiendas de barrio, museos, teatros, municipalidades, pero también seres humanos. Y no nos referimos únicamente a la gestión del departamento de recursos humanos, sino a la gestión de contingentes de sujetos cuyas características han devenido cuantificables, calculables y administrables: estudiantes, profesionales, trabajadores calificados, mano de obra “barata”, etc. En el terreno de las migraciones internacionales, la incorporación de este dispositivo es especificado como Migration Management o lanzado más concretamente como: “Nuevo Régimen de Gestión Migratoria Internacional para la gobernanza global”. Éste es un enfoque diseñado y promovido por los países metropolitamos, en especial de Europa Central y Estados Unidos, junto con los Organismos y Agencias Internacionales para contener y desincentivar la migración del Sur Global, por un lado, y, de darse, rentabilizar su movilidad, por otro. En los apartados siguientes presentaremos algunas consideraciones generales sobre la introducción de la gestión en el sector público para, seguidamente, indicar su incorporación en el terreno de las migraciones internacionales y así señalar algunas políticas e iniciativas paradigmáticas que han surgido dentro de este marco en la Comunidad Europea. Insistimos en que este enfoque persigue no sólo la contención de la migración en sus lugares de “origen” (en especial del Sur Global), sino que además busca rentabilizar la acción misma de migrar; estrategia que comparte algunas características con el dispositivo del capital humano, naturalizado ya en el medio académico. La paradoja aquí resultante no es una anomalía, es la forma en que opera el gobierno de la libertad en la contemporaneidad. En otras palabras, es la forma que permite la modulación de las subjetividades, mediante la apelación del consentimiento, y en la que la codificación del discurso de la globalización es coadyuvante.

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II La idea de gestión como forma de administrar las instituciones públicas toma fuerza en los programas académicos en Administración Pública de Estados Unidos e Inglaterra hacia finales de los años 70 y se consolida a lo largo de la década siguiente. Ésta pronto sería adoptada por los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y diseminada por el resto del mundo gracias a los programas y recomendaciones de organismos internacionales neoliberales tales como OMC, BM, FMI, BID, PNUD (Prats i Catalá, 1995). Esto ocurre porque una vez los economistas de la Escuela de Friburgo (Alemania) y la Escuela de Chicago (Estados Unidos) establecen el programa neoliberal, requieren el apoyo de sus colegas de las áreas de administración y negocios1 para materializar el nuevo rol del Estado, cuya otrora centralidad debía ser cedida al mercado. Éstos ponen entonces en el centro la técnica de la gestión en aras del “buen gobierno”.2 En dichas áreas ya se venían realizando ajustes y propuestas para aplicar al sector público prácticas empresariales que permitieran reducir el tamaño del Estado, maximizar beneficios, flexibilizar estructuras y dar vía libre a la competencia. Criterios que están en claro correlato con las ideas neoliberales radicales. De esta manera surgió la NGP que, pese a la imprecisión en su definición (estrategia por lo demás común y no gratuita en la formulación de terminología de esta racionalidad) y a la diversidad de técnicas3 que emplea, es una tecnología de poder que tiene una meta clara: Al respecto ver: Dingweth, Klaus y Pattberg, Philipp, 2006. La primera crítica al interior de los estudios de gestión, apareció en 1992 con una publicación editada por Alvesson y Willmott, denominada justamente Critical Management Studies. Los trabajos críticos fueron teniendo cada vez más adeptos y se formó un grupo denominado Critical Management Studies, principalmente con colaboradores británicos. En la misma década de los noventa, esta línea de pensamiento fue desbordándose del marco empresarial y se va introduciendo en las ciencias sociales, ya no utilizando el conocimiento de estas áreas para ejecutar sus programas sino que la lógica de la gestión se instaló en el centro a partir del cual se generan conocimientos. De esta manera, tanto sus dinámicas como su jerga han permeado la vida cotidiana de los sujetos y su crítica aun está en curso. Al respecto ver: Grey y Willmott, 2005; Geiger y Pécoud, 2012. 3 Según Gernod Gruening el NPM ha sido inspirado en las siguientes perspectivas teóricas: “public-choice theory, management theory, classical public administration, neoclassical public administration, policy analysis, principal-agent theory, propertyrights theory, the neo-austrian school, transaction-cost economics, and NPA [New Public Administration] and its following approaches” (2001: 17). Lo cierto es que es un campo de producción de saber aún en disputa que no alcanza a ser una ciencia ni un paradigma, pero sí un modelo de administración basado en las dinámicas de la empresa privada. 1 2

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Modificar la administración pública de tal manera que aún no sea una empresa, pero que se vuelva más empresarial. La administración pública, como prestadora de servicios para los ciudadanos, no podrá librarse de la responsabilidad de prestar servicios eficientes y efectivos dentro de la economía, sin embargo, tampoco mostrará una orientación hacia la generación de utilidades, como es la obligación indispensable de una empresa que quiere mantenerse competitiva dentro del mercado (Schröder, s.f.: 8).

Desde este marco, las instituciones estatales son asumidas como si fueran empresas que deben competir con el sector privado en la prestación de los servicios que los clientes demanden. Éstas deben ser eficientes en el gasto público, y efectivas en la rentabilización de utilidades. La gestión aquí “no se presenta como un mero añadido tecnocrático al orden tradicional de la legitimidad legal de las Administraciones, sino como portador de un propio factor de legitimidad, representado por los valores de eficacia y eficiencia” (Prats i Catalá, 1995: 1). Estos son los valores centrales de esta segunda generación de reformas que “han dejado de ser una mera invocación retórica justificativa del poder tecnocrático para configurarse como verdaderos valores proclamados constitucionalmente y exigidos socialmente como condición de legitimidad” (Prats i Catalá, 1995: 1). Habría que hacer un estudio exhaustivo para recoger experiencias de diversos lugares, pero una revisión a la bibliográfica secundaria permite afirmar que esta legitimidad se ha alcanzado prácticamente a escala planetaria. Sólo para ilustrar, la cita de Peter Schröder pertenece a un documento elaborado para la Oficina Regional América Latina de la Fundación Friedrich Nauman. Asimismo, el Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD) ha sido un actor clave para la divulgación y diseminación de estas ideas en el subcontinente. De igual forma, autoridades relevantes en la materia como el francés Michel Crozier y el catalán Joan Prats i Catalá fueron, en vida, asiduos asesores de programas de modernización estatal tanto en Centro como en Sudamérica. Y es que la gestión porta la promesa del

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éxito, ella haría posible administrar de la “mejor” manera los recursos disponibles (materiales humanos, financieros, técnicos, etc.), en todas las escalas (individual, comunitario, organizacional) y para todos los servicios (educación, salud, pensiones, ocio, cultura). III Ahora bien ¿cómo ingresa este concepto al terreno de las migraciones? En primer lugar, la etiqueta bajo la cual aparece es, como ya mencioné, Migration Management. Aquí el rol de los expertos ha sido central. Bimal Ghosh4 (2012), uno de los ideólogos, deja constancia de que fue entre 1993 y 1994, a pedido de un organismo de la ONU (Comisión en Gobernanza Global, CGG, 1995), que él introduce el concepto. Pese a que no era una propuesta del todo novedosa, en vista de que el término ya circulaba en la literatura migratoria desde fines de los años 80, aunque sin mayor aceptación, su trabajo consistió en esquematizarlo e impulsarlo como enfoque global. Posteriormente, la propuesta base de la CGG fue empleada en otra instancia de la ONU y financiada en conjunto con los gobiernos de Alemania, Suiza y Suecia. Se trata del Nuevo Régimen Internacional para el flujo ordenado de personas (NIROMP, por sus siglas en inglés), coordinado por el mismo Ghosh en 1997. El argumento fundamental que soportan estas iniciativas es que después del fin de la Guerra Fría, la migración es un factor que puede desencadenar crisis, por tanto “un régimen de leyes y normas globales e integrales es requerido para direccionar exitosamente el fenómeno, en la misma vía en que los regímenes de Bretton Woods y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) [actual OMC] han aumentado la gobernanza de las finanzas y el comercio internacional” (Geiger y Pécoud, 2010: 2). Tal como el mismo Ghosh (2012) lo reconoce, la migración es un tema sensible puesto que la diferencia que presenta en relación a los Bimal Ghosh es un experto en administración pública, desarrollo y cooperación internacional. Ha sido asesor, director y coordinador de programas de desarrollo de las Naciones Unidas, de la OIT y de la OIM; miembro ACNUR del grupo intergubernamental de expertos sobre los derechos humanos de los migrantes y promotor del Programa sobre Integración de Refugiados y Desarrollo de esta misma entidad. Coordinador Científico de la Conferencia Ministerial de África Occidental en migración y desarrollo (Dakar, 2000). 4

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intercambios de bienes, de servicios y de capital es que ésta involucra movimientos de personas, cuyas salidas, tránsitos y entradas hay que regular. De ahí que el aparente reemplazo del control por la gestión, junto con las medidas propuestas para asegurar la gobernanza de este espinoso tema, produjeron en un inicio mucho ruido e incomodidad entre algunos estados miembros de la ONU, que se oponían a que tal enfoque fuera incorporado en dicho sistema, pues los Estados industrializados se resistían (y se resisten aún) a abandonar el poder soberano de decidir y de ejercer el control sobre quién, cómo y por cuánto tiempo ingresará a su territorio. Con todo, gracias al trabajo de los llamados expertos, el MM se fue incorporando en instancias como los Procesos Consultivos Regionales (PCR)5 y poco a poco devino en el marco desde el cual se establecen convenios bilaterales o multilaterales en el tema migratorio. Así mismo, también es el marco desde el cual se desarrollan los programas de otros organismos internacionales que han incorporado el tema migratorio a sus agendas de trabajo, o que han incursionado en este terreno prestando sus servicios de asesoría y experticia. Tales son los casos de la OIT, ACNUR y PNUD. Sin embargo, son sin duda los atentados del 11 de septiembre de 2001, los que gatillan o favorecen su incorporación dosificada en varias de estas instancias. De manera que, a juicio de Ghosh, el MM es un marco tecnocrático que busca “hacer los movimientos de personas más ordenados y predecibles, así como productivos y humanos, basado en el acuerdo y la reciprocidad de intereses de todos los actores involucrados” (2012: 26). Para alcanzar estos objetivos, el MM plantea ver la movilidad desde

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Los PCR fueron recomendados en el plan de acción de la Conferencia del Cairo, cuyo referente es el Proceso de Budapest. Éstos surgen como foros informales y no vinculantes para la consulta y el intercambio de las mejores prácticas entre los diversos actores encargados de las políticas migratorias de los Estados miembros. Existen once PCRs, que cubren cinco regiones, a saber: I. Europa y ex Unión soviética: Proceso de Budapest (1991); Proceso de Praga (2009). II. Las Américas y el Caribe: Proceso de Puebla (1996); Conferencia Sudamericana de Migraciones (CSM, 2000). III. Mediterráneo Occidental: Migration in the Western Mediterranean (Diálogo 5+5, 2002); Mediterranean Transit Migration (MTM, 2003). IV. África: Intergovernmental Authority on Development (IGAD-RCP, 2008); Migration Dialogue for Southern Africa (MIDSA, 2000); Migration Dialogue for West Africa (MIDWA, 2001). V. Asia, Oceanía y Medio Oriente: Diálogo de Abu Dhabi (2008); Ministerial Consultation on Overseas Employment and Contractual Labour for Countries of Origin in Asia (Proceso de Colombo, 2003). 198

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un enfoque comprensivo; vale decir, considerar e incorporar todas las formas de flujo migratorio, a saber: “migración laboral, reunificación familiar, solicitantes de asilo y otros flujos humanitarios, para evitar el exceso de presión sobre un canal y su atasco como resultado del desvío de los flujos desde otro canal o canales de entrada” (Ghosh, 2012: 27). Este enfoque debe ser complementado con otro que aborde la migración de manera integral. En otras palabras, que establezca una red de relaciones con el desarrollo, la diáspora, la seguridad, el riesgo, la salud, etc. El dispositivo que haría posible todo lo anterior es la gestión, ya no el control en su forma disciplinar. En este sentido, el MM se plantea como una política mixta, resultado de la relación entre aperturas reguladas basadas en las necesidades del mercado y las restricciones moderadas, pues lo que se quiere restringir es la migración indeseada, dado que se argumenta que a menor migración irregular, mayor posibilidades para la migración legal. En este punto, es crucial la cooperación entre estados, cuyos pilares, según su ideólogo, deben ser: 1) armonización de las políticas e intereses entre los países involucrados en la migración (origen, tránsito y destino); 2) un nuevo marco internacional de acuerdos sobre la movilidad y la migración; y 3) vinculación de otros actores a quienes se les otorga un papel importante en la elaboración de políticas. Éstos últimos dicen relación con organismos intergubernamentales, ONGs, empresas privadas y paneles de expertos. En síntesis, siguiendo los planteamientos de Martin Geiger y Antoine Pécoud (2010) en The Politics of International Migration Management. Migration, Minorites and Citizenship (La política de gestión migratoria internacional. Migración, minorías y ciudadanía) podemos decir que el MM involucra por lo menos tres aspectos claves; a saber: 1) actores (especialmente IOs) que movilizan la noción para “justificar sus crecientes intervenciones en el campo de la migración” (2010: 1); 2) prácticas promocionadas por los mismos actores que vehiculizan la noción; y 3) discursos o narrativas que buscan definir la migración para luego sugerir cómo debería ser direccionada.

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Estos elementos están conectados, aunque parcialmente y de manera compleja. Es decir, mientras los actores crean discursos para “justificar su existencia y legitimar sus prácticas”, las intervenciones y actividades que ponen en escena se distancian sustantivamente de lo que proponen, con lo cual se busca beneficiar intereses particulares y modos específicos de ejercer el poder (Geiger y Pécoud, 2010, 2012). Es este conjunto de mentalidades y tecnologías al que Michel Foucault (2007) refería como gubernamentalidad. Lo que ello busca no es otra cosa que el gobierno de las poblaciones, en este caso, de poblaciones migrantes, entendiendo por gobierno la conducción de la conducta o comportamiento de los otros. Nótese hasta aquí que al incluir todas las formas de movilidad, este enfoque instala serios peligros epistemológicos de los cuales no nos haremos cargo en este espacio, puesto que excede nuestro propósito inicial. Lo que sí señalaremos es que en tanto dispositivo de poder, el MM permite, por un lado, aplanar las diferencias y esconder las relaciones de poder que cruzan a las migraciones (raza, género, etnia, origen, norte, sur) y, por otro, trasladar a los sujetos migrantes la responsabilidad de los problemas estructurales irresueltos por sus Estados de origen. En esta misma línea, al hacer, por ejemplo, prácticamente intercambiables refugio y migración económica, así como migración legal e irregular las violaciones a los derechos elementales se hacen inminentes. Lo que el MM ha logrado, en últimas, es mapear todos los elementos relacionados con el terreno de las migraciones para hacerlas gobernables, hecho que ha posibilitado la proliferación de una serie de programas y favorecido el fortalecimiento o la creación de organismos tales como la Organización Internacional para la Migraciones (OIM, 1951), el International Centre for Migration Policy Development (ICMPD, 1993); la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores de los Estados miembros de la Unión (FRONTEX, 2004) y el Sistema Europeo de Vigilancia de Fronteras (EUROSUR, 2008), los cuales prestan sus servicios a los gobiernos

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europeos. Estos organismos, a su vez, responden a estas lógicas de mercado gracias a que ya son moneda corriente, especialmente en los países industrializados, los procedimientos de externalización de las funciones estatales que la primera generación de reformas buscó a través de la descentralización y la autonomización de dependencias. Mención especial merece la OIM, pues ha sido una de las instituciones baluartes de este enfoque. Desde 1989 adoptó el carácter de agencia intergubernamental a nivel internacional y poco a poco fue redefiniendo sus funciones para estar en correlato con las transformaciones de la gubernamentalidad neoliberal; de ahí que a fines de los años noventa incorpore, en la base de su trabajo, los lineamientos del proyecto del NIROMP. Para ello contó con el asesoramiento del mismo experto que lo diseñó: Bimal Ghosh. La OIM ya era una asidua participante de los Foros y Conferencias sobre Población y Desarrollo en los que pretendía instalar el tema migratorio en las agendas internacionales (Georgi, 2010). De manera que los presupuestos y definiciones del MM se pueden establecer en varias de sus prácticas y en la revisión de los programas que adelanta en su carácter de asesora de gobiernos. En las dos últimas décadas, la OIM ha devenido un actor clave para la globalización del control migratorio, gracias a su trayectoria y al reconocimiento de los Estados, así como por la vinculación con organismos de diverso nivel, cuya membresía ha crecido de manera exponencial en los últimos años. Por ejemplo en 2011, en su sexagésimo aniversario, la OIM contaba con 132 estados miembros y 97 Observadores, de los cuales 17 eran Estados y 80 eran organizaciones internacionales y no gubernamentales de alcance mundial y regional. A fines de 2012, el número de estados miembros ascendía a 146. Esto es así porque la migración se ha instalado como un tema prioritario en las agendas internacionales, y en este escenario, la OIM funciona como una empresa prestadora de servicios migratorios a los gobiernos preocupados por su aumento. 6

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Para ver las respectivas listas de países miembros ir a: http://60years.iom.int/en/welcome. html y http://www.iom.int/cms/es/sites/iom/home/about-iom-1/members-and-observers/ governments/member-states.html. 201

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III En un escenario pos Guerra Fría, afirmar que la migración es un “verdadero proceso global” (Ghosh, 2012), y que, a su vez, en este contexto puede ser un factor generador de crisis, implica que la migración internacional ha devenido un tema político problemático. No es que la migración no se haya abordado políticamente antes, sino que ahora es presentada con un énfasis y unas dimensiones mayores. Volviendo a Miller y Rose (2012), la “problematización” refiere un proceso en el que los problemas son construidos y visibilizados. En este sentido, la construcción de un campo de problemas es lenta y compleja, en tanto que éstos deben aparecer como problemáticos de diferentes formas, en diferentes lugares y por diferentes agentes, para luego ser contorneados por los expertos especializados o profesionales, grupos de presión, políticos, líderes corporativos, medios, etc. Una vez es alcanzado cierto consenso de que el problema o los problemas existen y que necesitan ser corregidos, éstos son enmarcados dentro de un lenguaje común y objeto de un conocimiento más o menos formalizado. Dicha formalización por parte de los expertos puede darse tanto en una etapa temprana, como en una etapa intermedia. En lo que respecta al caso que estamos analizando, dicha formalización funciona como una estabilización del problema. Finalmente, la formalización puede llegar una vez el hecho se ha establecido, con lo cual se presenta el problema como un territorio fértil a ser explorado. Desde la perspectiva del gobierno, una vez identificada la problemática, se despliega una serie de tecnologías con el fin de corregirlo, de modo que para llegar a ser gubernamental el pensamiento debe primero traducirse técnicamente. A inicios de la década del noventa, el aumento de las solicitudes de asilo, el auge de la migración de Europa del Este hacia Europa Central y el aumento de la migración irregular hacia los países industrializados del norte fueron las situaciones que legitimaron las voces que clamaban con urgencia la creación de nuevas y urgentes formas de intervención. He ahí el Migration Management.

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Grosso modo, las prácticas que este modelo busca instituir, se anclan en tres estrategias principales: 1) desarrollo de capacidades [capacity building], tanto a nivel institucional como a nivel de sociedad civil; 2) promoción de las “mejores prácticas”; y 3) campañas tanto informativas como preventivas. En su conjunto, las prácticas contemplan: esfuerzos para combatir el tráfico y la trata de personas; entrenamiento y capacitación de funcionarios en países involucrados (destino, tránsito y emisión) en temáticas tales como migración irregular, control de fronteras, digitalización de pasaportes e identificación de documentos de viajes falsos; diseño de políticas que articulen migración y desarrollo (uso productivo de remesas y transferencias de conocimiento); programas de retorno y readmisión (sean forzadas o voluntarias); y programas basados en los impactos positivos de la migración y la diáspora en los países de origen (Geiger y Pécoud, 2010). Dentro de las medidas propuestas para contener y desincentivar la migración, están principalmente las campañas preventivas para evitar el tráfico, la trata y la migración irregular al igual que las campañas informativas –sea de derechos migratorios, sea de asilo o de oportunidades de empleo. Gran parte de los esfuerzos desplegados por los OIs en África Subsahariana tienen como foco principal el combate de la trata y el tráfico de personas. Esfuerzos que coinciden con el propósito de la UE de reducir la migración irregular que ingresa a su territorio proveniente del Sur del Sahara. En sintonía con lo anterior, el modelo propone establecer acuerdos y sinergias bilaterales y multilaterales para promover la migración circular y laboral, el retorno, la readmisión, la repatriación y el aumento de controles en los países emisores. Dentro de los programas adelantados desde este marco, tenemos algunos dedicados a trabajadores temporales impulsados por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (Piché, 2012) o las vías no convencionales adoptadas por el ACNUR en el caso de los refugiados afganos en Irán y Pakistán (Scalettaris, 2010), al igual que los cuestionados programas para refugiados asumidos por la

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OIM, en el conocido caso denominado “The Pacific Solution” (Inder, 2010). Aquí también encontramos la redefinición de fronteras llevado a cabo por FRONTEX a través de programas como Hera, Minerva, Nautilus y Poseidón (Kasparek, 2010; Kasparek y Wagner, 2012; Rodier, 2013). Con estos últimos programas las fronteras de la UE extendieron sus tradicionales límites en aguas mediterráneas con el fin de evitar el ingreso de migrantes subsaharianos. Lo mismo ha ocurrido con las fronteras continentales, pues a través de los programas de externalización y extraterritorialización de las políticas migratorias, la CE ha incorporado sus estándares en países de Europa del Este y en los países del Norte de África (Geiger, 2010; Hess, 2010; Marchetti, 2010), debido a su cercanía a la Unión, pero también por su ubicación estratégica como puntos de tránsito de flujos migrantes. En este sentido, la medida más controvertida ha sido la creación de Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), los que en la última década se han convertido en una medida común de la política migratoria comunitaria, cuyo mapa de instalación excede la geografía de los países centrales.7 Los programas de externalización y extraterritorialización también se proponen atacar la formación de cadenas migratorias, cuyos puntos iniciales parten de Asia Central, el Lejano Oriente, África Subsahariana y Sudamérica. Insistimos en que muchas de estas prácticas están a cargo de los OIs, los que, a su vez, producen algunas de las situaciones sobre las cuales actúan después. Un ejemplo de ello es lo ocurrido en Mauritania en los últimos años. Allí el nomadismo y el tránsito transfronterizo ha sido una práctica cultural de larga data; sin embargo, ésta se ha convertido en un problema, puesto que, a inicios del siglo XXI, el país fue definido por la OIM como un lugar de tránsito de migración subsahariana hacia Europa. En consecuencia, esta agencia invocó la intervención y normalización de dicho “problema”; para lo cual ofreció su apoyo para la formulación de una ley “nacional” de migración (2006). De modo que el nomadismo ahora es considerado migración ilegal por el 7

Para ver la lista de centros por países se puede ir a: http://www.globaldetentionproject.org/ countries/europe/spain/map-of-detention-sites.html.

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estado mauritano (Poutignat y Streiff-Fénart, 2010). En esta misma línea encontramos el caso de Albania, donde la OIM también ha puesto todos sus esfuerzos para alinear su política migratoria, pues éste ha sido definido como un país clave en el tránsito migrante que se dirige hacia Europa Central (Geiger, 2010). Marruecos, por su parte, al ser definido como un país de origen y de tránsito de migrantes, se ha convertido en foco de diversas políticas de cooperación y de partenariado [partnership] con los países europeos para aceptar, de un lado, programas de retorno voluntario, tanto de ciudadanos marroquís como de otros países subsaharianos, y programas de obturación y reducción de la cadena migratoria, por otro (Caillaut, 2012). En la región, las medidas de externalización de la política migratoria europea, se han manifestado en intentos por establecer tratados de readmisión y acuerdos de cooperación de policía. En este caso, los intereses están puestos en Colombia, Ecuador, Perú, Argentina, Venezuela y Uruguay (Marchetti, 2010). No es menor que en los PCR, para el caso la Conferencia Sudamericana de Migración (CSM), en la que la OIM oficia como Secretaría Técnica desde su inicio en el año 2000, se insista en la necesidad de establecer convenios bilaterales con los países de la CE, algunos de los cuales ya se han firmado entre Ecuador y España, Ecuador e Italia, Colombia y España. En este marco es necesario analizar también los programas “Colombia nos une”, así como los programas de retorno positivo y otra serie de programas de emprendimiento migrante, migración circular y temporal que han empezado a impulsar algunos países sudamericanos. Como lo han evidenciado otros sectores cuyas medidas de gestión se han empezado a regir por el principio de rentabilización máxima de beneficios y de reducción al mínimo de los costos, la medida del éxito es el lucro. El terreno de las migraciones no está exento de grandes réditos, de hecho Nina Sorensen, Thomas Gammeltoft-Hansen (2012) y Claire Rodier (2013) evidencian que en las últimas décadas se ha creado una gran industria en torno al tema. Aquí sostenemos que este negocio es posibilitado por el enfoque del MM. Se lucra

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entonces con la xenofobia, el racismo y con los deseos mismos de los migrantes. En este negocio se cruzan empresas de diverso tipo. Tenemos así empresas de seguridad que prestan servicios de vigilancia y de gestión en los CIE (Grupo GEO Inc., G4S Security), pero también servicios de inteligencia (para combatir el terrorismo), de capacitación de policías y guardias fronterizos y organismos como la OIM que adelantan programas de combate contra la trata y el tráfico de migrantes. Parte de los fondos requeridos para tales iniciativas provienen de los gobiernos interesados en estos servicios. A los servicios de construcción y mantención de CIEs, se suman los de la deportación misma (transporte de migrantes vía aérea y terrestre). Las fronteras también implican gran movimiento de dinero sea para vigilarlas (compra de sensores, satélites, aviones no tripulados), blindarlas (muros) o modernizarlas (biometría, reconocimiento facial, escaneo del iris). Estos son sólo algunas de las empresas más visibles y de alto nivel, pero no hay que olvidar que la migración activa un negocio clandestino y criminal que no debe ser desestimado. A menor escala están las redes que lucran con los deseos de los migrantes y van desde matrimonios ilegales, contratos laborales precarios y toda la cadena de servicios que se implican en el viaje e instalación en el lugar de llegada. IV En este punto queremos insistir en la paradoja de la libertad contenida. Vale recordar entonces uno de los contrasentidos liberales por excelencia y que tiene que ver con la instalación de la libertad como condición de posibilidad de su racionalidad, una libertad que necesita ser producida pero que, a su vez, requiere ser organizada: “El nuevo arte gubernamental se presentará entonces como administrador de la libertad, no en el sentido imperativo ‘sé libre’ [sino, en el sentido] de la administración y organización de las condiciones en que se puede ser

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libre” (Foucault, 2007: 84). De esta manera, se produce un ambiente de libertad y a su vez las condiciones que la amenazan, regulándola. La idea entonces de que se gobierna a través de la libertad tiene su corolario no sólo en los programas selectivos, sino también en las técnicas indirectas de gobierno como son las técnicas de producción subjetiva que busca migrantes emprendedores y responsables. Si volvemos un poco sobre las prácticas producidas y promovidas por el MM 1) desarrollo de capacidades a nivel institucional y de sociedad civil; 2) promoción de las “mejores prácticas”; y 3) campañas tanto informativas como preventivas), advertiremos que al incorporar la denominada sociedad civil y todos los agentes involucrados en la “cadena migratoria” (guardias, funcionarios públicos, Estados, migrantes), y al insistir en las campañas informativas y preventivas, lo que se busca es modular la conducta, en especial la de los propios migrantes, pues ellos son los que deben, en últimas, tener claro los costos y los beneficios de su “decisión”: migrar. Pero en caso de que la decisión sea irremediable, los Estados pueden ver esta situación como una posibilidad para el desarrollo. Las remesas se muestran como uno de los mecanismos que portan la posibilidad de “contribuir de forma considerable al desarrollo económico de los hogares, las comunidades, las naciones y las regiones. Entre otras ventajas, las remesas constituyen una fuente de divisas, que permite a los países receptores adquirir importaciones cruciales y subsanar la deuda externa, así como potenciar su solvencia” (OIM, 2006: 16). En este mismo sentido, en los países del Sur, la OIM insta a que las agrupaciones de migrantes efectúen aportes colectivos en beneficio de la comunidad de origen (escuelas, saneamiento, servicio de salud, vivienda). Si bien incluye la participación de políticas de gobiernos que complementen estas iniciativas, lo que aquí opera es un traslado de responsabilidades económicas, sociales y políticas desde los países de origen a los sujetos migrantes. En esta misma línea, la promoción de las “mejores prácticas”, se condice con una de las características de la gubernamentalidad, a

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saber, su eterno optimismo. Este aspecto le permite mantener viva la promesa de que una situación puede ser administrada “mejor” y de manera “más eficiente”, mientras que la identificación del fracaso en los programas políticos es un aspecto esencial para sostener tal promesa (Miller y Rose, 2012). De ahí que, una vez es reconocido el fracaso de las políticas de control anteriores, entendidas como prohibición y restricción, en últimas, formas de coerción o de disciplina, la gestión se instala como la forma “idónea” para abordar la migración internacional. Pero la gestión es una forma velada o indirecta de control o seguridad, en vista de que lo que se busca es el consentimiento de los sujetos. En este sentido, estas técnicas tienden a ser más eficientes que la disciplina en tanto que “son más sutiles en su operación y menos susceptibles de generar resistencia” (O’Malley, 2004). En nombre de la seguridad, ora global, ora nacional, ora subjetiva, y que tiene su máxima expresión en el combate de la ilegalidad, se busca que los sujetos migrantes se informen antes de migrar. Así, pese a que se insista en que la migración es una acción normal y consustancial a la globalización, esto es, un acto natural, esta naturaleza es contrarrestada con la producción de una subjetividad que, teniendo esta posibilidad en el horizonte, optará por permanecer en casa, puesto que el grupo objeto de gobierno al cual el MM va dirigido son, en su mayoría, migrantes pobres del sur. Estas técnicas de gestión, que también hemos denominado control indirecto (campañas informativas, programas de emprendimiento migrante, combate de la trata y el tráfico, combate de la migración irregular), se siguen conjugando con las técnicas de control directo (muros, militarización de fronteras, centros de internamiento, cuotas de visas), pero las primeras avanzan sigilosas como la serpiente. De modo que la sociedad de control, ya no es nuestro futuro, sino el presente que habitamos. Aquí vale retomar las palabras de Deleuze y que hacen de epígrafe: “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”.

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V Si bien la idea misma de gestionar migrantes es controversial, ésta tiene un antecedente que ha abonado el terreno, el dispositivo del capital humano. Es preciso recordar que la propuesta de rentabilizar los seres humanos toma forma ya a finales de los años 50, en manos de Jacob Mincer, aunque fueron los laureados Theodore Schultz y Gary Becker quienes afinaron tanto el modelo como la técnica y la popularizaron durante la década del 60 y siguientes (Rodríguez Freire, 2012). Desde esta “nueva” perspectiva económica, se considera a los “seres humanos como bienes de capital” y para evitar cualquier barrera mental nos aconsejan “pensar en los recursos humanos como en otros recursos, es decir como medios producidos de producción” (Schultz, 1962: 12). De este modo, el perfeccionamiento es visto como un capital indisociable de su portador y éste, a su vez, es visto como fuente de crecimiento. Vale decir, la formación y capacitación “mejoran las aptitudes económicas de las personas”, por ello se piensa que invertir en estos “servicios” permitirá aumentar un ingreso futuro. En otras palabras, los costos que implica educarse y/o capacitarse deben ser proporcionales a los beneficios que se desean obtener. Pero dejemos que sea el mismo Schultz quien lo exprese: “la inversión humana se propone aumentar el ingreso futuro ya sea en cuanto a las satisfacciones que obtienen (como consumidores) o los beneficios que perciben (como productores)” (16). Siguiendo con su modelo, Schultz planteaba –hace ya medio siglo– como una de las formas de invertir en capital humano, “la migración de personas y familias con fines de adaptación a las variaciones del empleo” (17). Si bien, él estaba pensando en la migración campo ciudad, pues en el campo ya no estaba la fuente de trabajo, en la actualidad esa recomendación vale para la migración que se mueve en la aldea global, pues la migración es un agente clave para proveer la mano de obra que el mercado requiere, y, al mismo tiempo, es vista como una forma de aumentar el capital humano y, por tanto,

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los ingresos futuros. De forma que si los niveles de desempleos son altos, una empresa personal es migrar. Pero si en cambio los mercados se saturan de mano de obra, producto de crisis por ejemplo, la recomendación es el retorno. En este sentido, uno de los argumentos que fundamenta la migración circular y temporal, así como el retorno “voluntario” es la transferencia de conocimientos y de tecnología. Aquí lo que se en-cubre es la reunificación familiar y los procesos de integración al lugar de residencia. Al considerar la migración (individual y colectiva) como una forma de inversión en capital humano, se rentabiliza la acción misma de migrar, regida principalmente por la lógica del costo-beneficio. No obstante, para que esto sea así, la migración debe ser legal, ordenada, segura, deseada y previsible, en una palabra, gestionada. Es la transformación del hombre en máquina, efectuada con la estrategia del capital humano, la que hace análogos a los seres humanos con el capital fijo: “la enseñanza profesional y vocacional [es] una forma de inversión en capital humano, análoga a la inversión en maquinaria, construcción y otras formas de inversión en capital no humano. Su función es elevar la productividad económica de las personas” (Friedman y Friedman, 1980: 100). Por eso no es de extrañar que se pongan en el mismo nivel las migraciones internacionales, las finanzas y el comercio internacional y se invoque un régimen de leyes y normas globales e integrales para gobernar exitosamente a las primeras, en la misma vía en que los regímenes de Bretton Woods y la OMC lo han hecho con las dos últimas. De ahí que Bimal Ghosh proponga asumir los flujos de migrantes de la misma forma en que se dan los flujos de bienes, de servicios y de capital. Para terminar podemos establecer un punto en común entre Theodoro Schultz y Bimal Ghosh, principales ideólogos de las formas de gobierno aquí revisadas. Ambos apelan a un argumento similar al intentar convencer acerca de las bondades que traen sus propuestas de capital humano y gestión de las migraciones, respectivamente. Schultz resolvía un dilema ético recomendando soslayar la dimensión

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moral y tomar la dimensión material del sujeto para rentabilizarlo sin tapujos. Cuando Ghosh se pregunta si es migration management una palabra obscena [dirty], reconoce que si bien la migración es un terreno sensible, pues “lo que la hace marcadamente diferente al intercambio de bienes, servicios y capital es que se involucran movimientos de personas” (2012: 29), hay que matizar su uso para que no suene tan dura. La primera tomó varias décadas introducirla, la segunda, al parecer, tomará menos tiempo naturalizarla, pues la fase más difícil ya está allanada: la idea de invertir en seres humanos, de modo que gestionarlos es un tema más técnico que ético. En resumidas cuentas, la gestión migratoria es una forma de gobierno que hace parte de la gubernamentalidad neoliberal en curso, de modo que diagnosticar sus formas, presupuestos, conceptos, vocabulario, red de relaciones, actores y prácticas, permite a la crítica reconocer los peligros, vislumbrar los puntos de fuga y advertir las formas de desobediencias individuales como colectivas.

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Las Encuestas de la Felicidad y la gestión gubernamental de las emociones en el Chile actual* Iván Pincheira Torres

Vivere, Gallio frater, omnes beate volunt. (Todos los hombres, querido Galio, quieren vivir felices) Séneca

Palabras como felicidad, bienestar o satisfacción son nociones siempre presentes en el horizonte de expectativas de las sociedades occidentales. De esta forma, la apelación a esta emoción de carácter positivo será recurrente al momento de pensar los modos de organizar la vida en comunidad. La felicidad se constituye así en un objetivo que constantemente direccionará la acción política. La búsqueda de la felicidad como un objetivo de las prácticas de gobierno la encontramos ya entre los mismos griegos a través de Aristóteles. Si en su tratado titulado Ética a Nicómaco planteaba que, siendo la razón la parte mejor del hombre, lo más divino que hay en nosotros, la actividad principal del intelecto deberá entonces estar dirigida a lograr la felicidad completa. En concordancia con lo anterior, tenemos que en La política, Aristóteles sostendrá que todos convienen en que la felicidad del Estado está constituida por elementos idénticos a la felicidad de los individuos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la riqueza, no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto como es rico. Con posterioridad, proveniendo de la palabra latina felix, que significa fertilidad o fortuna, durante el Imperio Romano la felicitas fue directamente consagrada como diosa. En el año 44 a.c. el * El presente artículo forma parte del proyecto postdoctoral número 3130602, financiado por Fondecyt-Chile.

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emperador Julio César autorizó la edificación de un templo en honor a la diosa Felicitas en las cercanías del lugar de reunión del Senado romano, subrayando así la proximidad de esta diosa con el poder. No extraña entonces que durante el siglo primero d.c. Felicitas comenzó a aparecer en el reverso de las monedas romanas, como complemento a la imagen del emperador. Difusora de la riqueza y la buena fortuna, de la paz y la seguridad, de la fecundidad, la felicidad conjugaba la prosperidad privada bajo los auspicios del Estado romano (McMahon, 2006). Durante el periodo medieval la felicidad también será un tópico insistentememte tematizado, soló que esta vez la verdadera felicidad, la beatitud perfecta, es imposible en esta vida. Únicamente en el cielo alcanza el alma el éxtasis definitivo. La felicidad entonces se identifica ahora con la contemplación beatífica de Dios, es decir, con la vida del santo. Estando presente en los programas teológicos de filósofos tales como San Agustín o Tomás de Aquino, el concepto de felicidad servirá como un indicador de perfección humana, una especie de “don” que solo algunos podrían alcanzar (Pierantoni, 2006; Muñoz, 2004). Con el declive de los preceptos teológicos que dominaron durante el periodo medieval, también se produce el declive de aquellas concepciones que refirían a la felicidad como un atributo, o un don, como acabamos de señalar, el cual solo podrian alcanzar quienes obtuvieran el derecho a la eternidad celestial. Combinando una innovadora teología cristiana y un humanismo renacentista que luega irá desembocando en las ideas propias de la Ilustración, se abre la posiblidad de imaginar a la felicidad como una meta que todos podían alcanzar acá, en el mundo terrenal. De ahora en adelante, “se desplaza el punto de observación de la felicidad desde el orden natural de Dios al orden de los hombres. Los hombres buscan vivir con felicidad” (Mascareño, 2005: 178). Es así como la felicidad se va conformando en una noción estructurante de las sociedades modernas. Entendida como un objetivo a alcanzar y que será asumido por los más variados

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sectores sociales, la felicidad se conformará en un aspecto central de cualquier sistema de gobierno moderno. En este sentido, tal como hemos sostenido anteriormente (Pincheira 2012, 2013), si en los antiguos gobiernos monárquicos el soberano afirmaba su legitimidad a partir de un poder heredado, que en última instancia se validaba en trascendentes prerrogativas teológicas (el rey como el representante de Dios en la tierra), posteriormente, a partir del arribo de las seculares sociedades modernas, dicha base de apoyo tendrá que ser constantemente alentada desde las esferas de gobierno. Atendiendo a este requerimiento, el logro del bienestar, la satisfacción o la felicidad, se convertirá en un objeto de atención permanente por parte de las modalidades modernas de gobierno. De esta manera, frente a la pérdida de la legitimidad fundada en la tradición, será en gran medida a través de la apelación al recurso de la prosperidad, el bienestar y la felicidad que se suscitarán dichas adhesiones ciudadanas a las modernas programaciones de gobierno. En este punto es coincidente nuestro análisis con la descripción desarrollada por Foucault, respecto de algunos de los aspectos que caracterizan el surgimiento del Estado moderno. Esto principalmente en relación a las funciones asignadas entre los siglos XVII y XVIII a la policía. En ese momento existe una policía de la religión, de las costumbres, de la salud, de los alimentos, de las autopistas, del orden público, de las ciencias, del comercio, de la fabricación, de la servidumbre, de la pobreza, etc. Tal como se le entiende y es pensada en aquel periodo, las intervenciones de la policía van dirigidas a garantizar que la vida de los individuos sean efectivamente útiles al acrecentamiento de las fuerzas del Estado. Para lograr dicha fortaleza, la policía debe garantizar la felicidad de los hombres. Citando a algunos autores de la ciencia política de aquel periodo, Foucault sostiene: “En Delamare el objeto de la policía es llevar al hombre a la más perfecta felicidad de que pueda disfrutar en esta vida. Y Hohenthal dice que la policía es el conjunto de medios que aseguran el esplendor de la república y la felicidad de cada uno de los individuos” (2006: 377).

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Acrecentar el poder del Estado a través de procurar la felicidad de los individuos, esa será la función fundamental asignada a la policía en los albores del Estado moderno. En definitiva, nos encontramos con un panorama en donde se produce una enérgica búsqueda de la felicidad. De hecho, tal como sostiene el historiador británico Darrin McMahon, en ninguna época anterior se había escrito con tanta frecuencia sobre este asunto. “En Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos, en Alemania, Italia y los Estados Unidos, las disquisiciones sobre la felicidad manaban de las imprentas: reflexiones sobre la felicidad, tratados sobre la felicidad, sistemas de felicidad, discursos, ensayos, artículos y epístolas al respecto” (2006: 208). Una similar descripción es la que nos proporciona el canadiense John Ralston Saul, quien en su libro titulado Los bastardos de Voltaire: la dictadura de la razón en Occidente, también constata que la palabra felicidad abundaba en los primeros discursos modernos. “Rara vez una palabra se difundió tan rápidamente entre los filósofos. Mientras dios agonizaba lentamente, crucificado en la estructura del Estado racional, la felicidad se erigió en la nueva deidad de una civilización que se estaba convirtiendo a un politeísmo secular inconciente” (1998: 445). Haciéndose patente su relevancia, la felicidad es una figura presente en textos fundacionales de la modernidad, como son la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano en Francia en 1789. En este marco, la búsqueda de la felicidad será un objetivo transversal del pensamiento político de aquel periodo fundacional. Así, por ejemplo, del lado del pensamiento liberal, hacia finales del siglo XVIII el reformador social Jeremy Bentham sostendrá que: “El fin último de la política debería ser el promover la mayor felicidad para el mayor número de personas” (citado en Layard, 2005: 16). Por otra parte, también del lado del socialismo utópico habrá referencias directas a la idea de felicidad. En el Libro del Nuevo Mundo Moral, publicado en 1834, Robert Owen establece que “todo núcleo social será basado

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y completamente construído sobre ese principio: la felicidad de todos será el fin y el objetivo de cada parte de esa organización en toda la sociedad”. Todo lo cual se logrará mediante la “organización científica de la sociedad” en tanto fundamento de la unión universal, asistencia mutua y cooperación (Presta, 2012). La promesa de la modernidad más bien parece una promesa de felicidad. Tan importante es esta noción que incluso se llegará a implementar durante el siglo XX una configuración estatal en función de este objetivo: Welfare State (Estado de bienestar). Se instituyen de este modo intentos a gran escala de reforma social planificada, cuyo objetivo planteado era asegurar un estándar de vida material razonable para todos. Se desarrollaron, en consecuencia, estadísticas sociales para registrar los logros del progreso, midiéndoselo sobre todo por los incrementos en los ingresos de dinero (Veenhoven, 1994). Esto fomentó una abundancia de investigación social sobre la pobreza y las desigualdades sociales, que es todavía una importante área de investigación. No obstante lo anterior, en los años sesenta apareció un nuevo tema de investigación. En esa época, en el mismo momento en que la mayoría de las naciones occidentales se habían convertido en ricos estados de bienestar, se reconocieron límites al crecimiento económico y ganaron importancia los denominados valores postmateriales. “Las prioridades comenzarán a transitar desde un énfasis enorme en la seguridad económica y física hacia un creciente énfasis en el bienestar subjetivo, la libre expresión y la calidad de vida” (Inglehart, 2005). Esto trajo consigo concepciones y medidas más amplias respecto de lo que podría ser considerado una buena vida. La búsqueda de indicadores adecuados del bienestar “no económico” comenzó a principios de los años setenta. De ahí en adelante se han venido generando una serie de estudios que darán como resultado el establecimiento de un campo de investigación referido específicamente a la medición de la calidad de vida de la población (Veenhoven, 1994). Ya sea que se propongan conocer los niveles de bienestar

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subjetivo, satisfacción personal o de felicidad en sí, se configurará un área de indagación que proporcionará información –estadística– que resultará indispensable para nuestras contemporáneas prácticas gubernamentales. Siendo promovidas desde instancias universitarias y centros privados de investigación, las encuestas de felicidad hacen parte de las actuales modalidades de gobierno. Todo lo cual demuestra cómo es que los procesos subjetivos se constituyen en un objeto de gestión gubernamental. En estas condiciones, a partir de las experiencias desarrolladas por países como Francia, Inglaterra o Canadá, a lo que se suma el llamado realizado desde instancias supranacionales como la OCDE y la ONU, a partir del 2012 el gobierno chileno comenzará a implementar instrumentos estadísticos para medir los niveles de felicidad y satisfacción de la población. Al igual que lo sucedido en el ámbito internacional, se sostendrá que los datos proporcionados por estos instrumentos estadísticos oficiales (CASEN, PNUD, INJUV) resultarán imprescindibles en el diseño y planeamiento de la práctica estatal actual. En lo que sigue, nos concentraremos por tanto en la incorporación de las mediciones estadísticas de la felicidad –en tanto ámbito de gestión gubernamental– en el Chile actual. La preocupación estatal por la Felicidad El Producto Interno Bruto no tiene en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación, o la alegría de su juego, la belleza de nuestra poesía o la fortaleza de nuestros matrimonios, en fin, mide todo, excepto lo que hace que la vida valga la pena. Robert F. Kennedy, Universidad de Kansas, 18 de Marzo 1968

“Índice de felicidad para medir el estado de ánimo nacional de Gran Bretaña” (The happiness index to gauge Britain’s national mood): así se titulaba un artículo publicado en la edición del 14 de noviembre del 2010 del diario británico The Guardian. En dicho texto se informa sobre las declaraciones del primer ministro británico, David Cameron,

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quien anunciaba la elaboración de un instrumento estadístico capaz de medir el estado de ánimo de la población. Se trataba de un registro de bienestar, que tendrá por objetivo dirigir y orientar la política del gobierno. “Cameron dice que desea colocar los resultados finales en el corazón de la futura formulación de políticas de gobierno” (Stratton, 14/11/2010). De esta manera, en coordinación con la Oficina Nacional de Estadísticas de Gran Bretaña, se implementarán una serie de disposiciones tendientes a la aplicación del ambicioso proyecto de medición de la felicidad. El objetivo del gobierno es que los encuestados sean con regularidad consultados sobre su bienestar subjetivo, mediante un instrumento estadístico que incluya un cálculo de felicidad: “[…] y también un sentido más objetivo de lo bien que se están logrando sus objetivos de vida” (Stratton, 14/11/2010). De este modo, el gobierno del Reino Unido comenzará a medir el bienestar subjetivo de las personas, aspirando a estar entre los primeros países que monitorean oficialmente la felicidad. Pero en esta iniciativa los británicos no están solos, ya que tal como se indica en el periódico español El Mundo: Varios países han lanzado reflexiones para salir del marco estrictamente económico del PIB y medir la calidad de vida, como Canadá y Francia. El presidente francés, Nicolás Sarkozy, anunció en 2009 su intención de utilizar el grado de bienestar de los franceses como indicador de crecimiento. Bután ha ido, incluso, más lejos y ha ideado un “Índice de la Felicidad Bruta” que pretende que sustituya al PIB (El Mundo, 25/11/2010).

Conscientes que desde hace años las sociedades occidentales han visto su PIB aumentar regularmente mientras que los niveles de satisfacción siguen estables o bajan, todos estos gobiernos responden al llamado realizado por diversos investigadores quienes han sostenido la necesidad de alejarse de un concepto puramente económico del Producto Interno Bruto, el cual en la actualidad se presenta como el único criterio desde el cual medir el bienestar de los ciudadanos. En definitiva, se sostendrá que el Producto Interno Bruto (PIB), que mide

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el crecimiento económico, no puede ser el único índice que valore la calidad de vida En este escenario, insatisfecho con el estado de la información estadística disponible, el ex Presidente francés, Nicolás Sarkozy, le encargó a Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean Paul Fitoussi la creación de la Comisión para la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social (The Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progress). El objetivo de dicha comisión era la identificación de los límites del PIB como indicador del desarrollo económico y el progreso social. De este modo se considera la utilización de información adicional que incorpore cifras de “bienestar”, así como cifras de “sostenibilidad”, tanto económica como ambiental. El informe distingue entre la evaluación del bienestar actual y una evaluación de la sostenibilidad, ya que esta última puede perdurar en el tiempo. El bienestar actual tiene que ver con los recursos económicos, como la renta, y con los aspectos no-económicos de la vida de la gente (lo que hacen y lo que pueden hacer, cómo se sienten, y el entorno natural en que viven). Si estos niveles de bienestar pueden ser sostenidos en el tiempo depende de si las reservas de capital que garantizan nuestra sobrevivencia (naturales, físicos, humanos, sociales) se transmiten a las generaciones futuras. (Stiglitz, Sen, Fitoussi, 2009: 11).

De regreso a Gran Bretaña, demostrando su liderazgo en este emergente campo que persigue la implementación de un registro de felicidad, luego del anuncio realizado por el primer ministro David Cameron –quien incluso sostendría que: “llegó el momento de admitir que hay más cosas que el dinero” (Allendes, 2011)–, el gobierno británico comenzó con una consulta nacional a partir de la cual se buscaba identificar los principales componentes de lo que se entenderá por bienestar. John Helliwell, un miembro del Consejo Nacional de Estadísticas de Canadá, quien ha estado en conversaciones con el Reino Unido sobre cómo medir el bienestar subjetivo, declaró a The Guardian: “Los planes

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del Reino Unido están poniendo en acción los dos elementos más importantes del informe Stiglitz/Sen: sistemáticamente medir el bienestar subjetivo, como parte de un sistema de contabilidad nacional más amplio, y utilizar estos datos para informar las opciones políticas” (Stratton, 14/11/2010).

En esta dirección, la directora del Instituto Nacional de Estadísticas de Gran Bretaña, Jil Matheson, indicará que desde abril del 2011 se incluirán preguntas acerca del bienestar subjetivo en la Encuesta Integrada de Hogares (Integrated Households Survey), esperando así “captar lo que la gente piensa y siente sobre su propio bienestar” (Matheson, 2011). De esta manera, se sentenciará que las nuevas preguntas de la encuesta serán una poderosa manera de entender el bienestar de las personas en todo el país y comparar el bienestar de diferentes lugares y grupos de personas, dando así la posibilidad de direccionar de manera adecuada la política gubernamental. Expuestos estos primeros antecedentes, vemos perfilarse un escenario donde la medición de la felicidad surge como un tema claramente en boga a nivel internacional. Interés que será compartido por autoridades de gobierno, académicos y profesionales que plantearán estar comprometidos con mejorar el bienestar no monetario de las personas. De este modo, como se puede ver en el siguiente cuadro, la penetración del tema se aprecia en el crecimiento acelerado en el número anual de publicaciones y noticias sobre felicidad en español, inglés y francés. Número de publicaciones y noticias sobre felicidad, 1990-2011

Fuente: Beytía y Calvo (2011), Instituto de Políticas Públicas, Universidad Diego Portales. 225

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En definitiva, la preocupación por la felicidad de las personas se ha transformado en una cuestión de Estado. De este modo, tal como nos detendremos en las páginas siguientes, buscando hacer perfectibles los instrumentos de medición existentes hasta ahora, veremos desplegada una serie de encuestas que, incorporando diferentes variables, pondrán a disposición de gobiernos de todo el mundo información acerca de los niveles de satisfacción y bienestar de los ciudadanos. Datos que resultan imprescindibles en el diseño y planeamiento de la práctica estatal actual. Acerca de la metodología y objetivos de las encuestas sobre felicidad La felicidad es una dimensión objetiva de nuestras experiencias. Y se puede medir. Podemos preguntar a alguien cómo se siente y podemos pedir una evaluación independiente a sus amigos o a un observador imparcial; también, y esto es muy importante, podemos medir la actividad eléctrica en las partes relevantes de su cerebro. Todos estos parámetros diferentes dan respuestas fiables acerca de la felicidad de una persona. Con estos datos podemos trazar los altibajos de la experiencia de una persona, además de poder comparar la felicidad de distintas personas entre sí. Las medidas son todavía imperfectas, pero mejoran a buen ritmo.

Richard Layard, Lecciones de una nueva ciencia.

Tal como señalábamos al inicio, a partir de la década de los sesenta en varios países se iniciaron encuestas periódicas de calidad de vida. Este desarrollo es conocido como el “Movimiento de los indicadores sociales”. Según Veenhoven (1994), a pesar de su rápido despegue, este movimiento alcanzó pronto su techo. Las recesiones económicas de 1975-76 y de 1980-82 y el desarrollo consiguiente del desempleo masivo alejaron la atención de los objetivos no económicos. Aunque el interés político y la financiación disminuyeron, esta área maduró científicamente. En los años ochenta se cosecharon los frutos de los estudios comenzados en décadas anteriores, pues se publicaron varias

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investigaciones destacadas. Posteriormente, desde los años noventa, esta área ya puede ser caracterizada como una especialización de las ciencias sociales, pequeña pero bien establecida. En sus inicios, por lo tanto, era desde el “movimiento de los indicadores sociales” que se persiguió la elaboración de instrumentos metodológicos que permitiesen la medición estadística de conceptos tales como calidad de vida, bienestar social, bienestar social percibido o salud social. Aunque cada una de estas denominaciones comporten su propia especificidad, para los autores dedicados a este campo de investigación, todas estas nociones aparecen actualmente estrechamente relacionados con el concepto de felicidad (Barrientos, 2005: 28). Para Ruut Veenhoven (2005), un reconocido experto en estas materias, el estudio de la felicidad ha sido por mucho tiempo un escenario para la especulación filosófica. Por carecer de mediciones empíricas, no ha sido posible verificar propuestas con relación a esta cuestión. Por lo tanto, el entendimiento de la felicidad ha permanecido especulativo e incierto. No obstante, durante las últimas décadas, algunos métodos de investigación y estudio presentados por las ciencias sociales han proporcionado un gran adelanto. Se han desarrollado formas de medición confiables para la felicidad, por medio de las cuales ha evolucionado un cuerpo significante de conocimiento. Dentro del campo de investigación que se ha venido estructurando, se han elaborando una serie de instrumentos que tienen por objetivo la medición de dicho fenómeno emotivo. La mayor parte de estos instrumentos estadísticos responderán a los criterios de confiabilidad y validez exigidos desde las ciencias sociales. Tanto es así que incluso se ha llegado a señalar la existencia de una verdadera “ciencia de la felicidad” (Alarcón, 2006; Layard, 2005; Diener et al, 1985). De manera similar se van a pronunciar los sociólogos chilenos Pablo Beytía y Esteban Calvo (2011). En páginas anteriores referíamos, gracias a estos investigadores, el exponencial crecimiento

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que se venía registrando en el número de publicaciones existentes sobre la temática de la felicidad. Ahora bien, buscando apoyar las iniciativas tendientes a la implementación de indicadores de felicidad en Chile y otros países, a partir de una exhaustiva revisión de la bibliografía disponible en estas materias, Beytía y Calvo además nos proporcionarán algunos antecedentes para comprender cómo se confeccionan los instrumentos estadísticos que persiguen medir la felicidad de forma válida, confiable, eficiente y concordante con los estándares internacionales. Luego de reconocer la existencia de distintas perspectivas para abordar el concepto de felicidad, tales como la filosófica y la artística, constatarán que la perspectiva científica se caracteriza por ofrecer una definición operacional de la felicidad que permite su medición. En estos términos, la felicidad es definida como “el grado con que una persona aprecia la totalidad de su vida presente de forma positiva y experimenta afectos de tipo placentero” (Beytía y Calvo, 2011). Esta definición tiene implicancias metodológicas importantes, ya que a partir de ella se pueden aplicar un conjunto de preguntas mínimas para medir la felicidad. En esta dirección, lo más frecuente es recurrir a preguntas sencillas y generales para evaluar la “felicidad global” (acá se derivan preguntas del tipo: Tomando todo el conjunto, usted diría que es: muy feliz, bastante feliz, no muy feliz, nada feliz); también se puede recurrir a preguntas que midan la “satisfacción con la vida presente”; finalmente, también es frecuente la utilización de preguntas sobre afectos positivos y negativos, los cuales pueden ser analizados por separado o resumidos en una “escala de balance afectivo”. Dentro de la literatura internacional abocada a la elaboración y aplicación de índices de medición de la felicidad, no resulta problemático la elaboración de instrumentos que interroguen por felicidad, la satisfacción o los afectos de las personas. Esta indistinción entre felicidad, satisfacción y afectos no resulta ser un inconveniente al momento de medir el grado con que una persona aprecia la totalidad

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de su vida presente de forma positiva. De este modo, durante los últimos años ha surgido un importante consenso en términos de que la felicidad es una noción vinculada tanto a la satisfacción con la vida como a la presencia de emociones positivas y a la ausencia de emociones negativas. Este ha sido el criterio predominante dentro de los estudios internacionales de medición de felicidad, o de bienestar subjetivo (subjective wellbeing), tal como se le conoce en la tradición de habla inglesa. Junto con describir las preguntas que permiten medir la felicidad, Beytía y Calvo entregan antecedentes acerca de la validez y confiabilidad de este tipo de mediciones. En términos generales, sostendrán que “una medida es válida si mide lo que pretende medir y es confiable si entrega información consistente en mediciones repetidas”. Por lo tanto, la confiabilidad es un requisito para la validez, aunque se advierte que en este aspecto las medidas de felicidad no son perfectas, pero si suficientes. De este modo, se ha comprobado que pequeñas diferencias en el orden de los cuestionarios y en las circunstancias específicas de aplicación pueden alterar el nivel reportado. Por este motivo los autores recomiendan evitar aplicar el cuestionario en circunstancias excepcionales, tales como “el día después de ganar un Mundial de Fútbol”. Así también la confiabilidad disminuye o varía con el tiempo que pasa entre una aplicación y la siguiente. Por lo tanto, se recomienda realizar medidas anuales o incluso de manera frecuente. Por último, la conclusión de múltiples revisiones respecto de la validez es que las medidas de felicidad la alcanzan mediante su constructo, en tanto capturan el significado actual de la palabra felicidad. También tienen validez de convergencia, en tanto los indicadores se corresponden con otros indicadores que pretenden medir el mismo concepto. Se ha demostrado que quienes declaran una alta felicidad tienen una mayor actividad cerebral en la zona de los pensamientos y las emociones placenteras (corteza prefrontal izquierda), y sus amigos suelen confirmar su satisfacción vital de forma independiente. También se ha demostrado que quienes declaran una alta felicidad demuestran con mayor regularidad actitudes positivas como sonreír frecuentemente o manifestar verbalmente una satisfacción, y tienen una mejor respuesta a las enfermedades (Beytía y Calvo, 2011).

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A partir de este conjunto de consideraciones metodológicas se haría posible medir la felicidad de forma válida, confiable, eficiente y concordante con los estándares internacionales. Así también, el conjunto de estas consideraciones metodológicas resultarán de vital importancia para cualquier gobierno que pretenda conformar un robusto sistema de medición de la felicidad, que le permita comprender mejor cómo se distribuye la felicidad en la población y así poder mejorarla mediante la ejecución de políticas públicas correctamente enfocadas. En último término, serán precisamente éstos los objetivos planteados por los responsables del diseño, aplicación y evaluación de las encuestas de felicidad: conocer cómo se distribuye la felicidad en la población, y así poder direccionar más adecuadamente la política pública. La incorporación de la felicidad al “enfoque holístico del desarrollo” de la ONU La búsqueda de la felicidad es un asunto muy serio y creemos que su debate en Naciones Unidas no debería retrasarse más. Lhatu Wangchuk, embajador de Bhután ante la Asamblea de la ONU, 13 julio 2011

En una crónica publicada en Expansión, una reconocida revista mexicana de negocios, se comentan los intentos por cambiar la medición del éxito de los países por el Índice de Felicidad. Esto es lo que estaría en las mentes de cada vez más economistas e investigadores internacionales, para quienes la medida tradicional de riqueza de las naciones –el Producto Interno Bruto (PIB)– ha dejado de ser un índice suficiente, representativo o confiable sobre la calidad de vida de los países. En cambio se estaría proponiendo la aplicación del Índice Nacional de Felicidad, un complejo sistema que desde hace varios años se aplica en el reino budista de Bhután, un pequeño Estado monárquico parlamentarista enclavado entre China e India. En este contexto, el economista estadounidense Joseph Stiglitz viajó en abril del 2010 a Bhután y pidió a Estados Unidos que siguiera su

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modelo: abandonar el PIB y evaluar los países según el bienestar de sus ciudadanos. La de tal viaje vale la pena citarla en extenso: En diciembre de 2006, el rey Khesar de Bhután ordenó a los tecnócratas de su gobierno que diseñaran un índice para medir el bienestar de su pueblo con más precisión que el Producto Interior Bruto (PIB). Los tecnócratas obedecieron y crearon la Felicidad Nacional Bruta (conocida como GNH, por sus siglas en inglés), un índice que evalúa la felicidad privada y pública de sus habitantes. Al rey Khesar le gustó lo que le mostraron sus funcionarios y entonces, desde noviembre de 2008, Bhután oficialmente elabora sus políticas de gobierno según lo que le indican los resultados de su GNH. El gobierno de Bhután define la felicidad como un bien público experimentado subjetivamente, “y es por ello que no puede ser dejada exclusivamente a artículos o esfuerzos privados”. Para medirla, envían a un grupo de especialistas a recorrer el país y hacer encuestas. La encuesta dura varias horas y sus preguntas están divididas en nueve categorías: bienestar psicológico, uso del tiempo, vitalidad de la comunidad, cultura, salud, educación, diversidad ambiental, estándar de vida y gobierno. Con todos estos resultados (cada categoría tiene el mismo peso), el gobierno obtiene un puntaje final para el país y para cada distrito. El objetivo del gobierno de Bhután es que todos sus habitantes tengan un nivel “suficiente” de felicidad en cada una de las categorías. El sistema butanés tiene sus defensores pero también sus críticos, quienes recuerdan que en el pequeño país budista no hay extranjeros ni libertad de prensa, el analfabetismo es alto y la televisión llegó hace apenas una década. Se puede ser feliz y raro al mismo tiempo (Iglesias, 2010: 53).

En sintonía con la experiencia de Bhután, a partir de un conjunto de elaboraciones, donde ocuparán un lugar destacado los análisis de los premios Nobel de economía Daniel Kahnemann, Joseph Stiglitz y Amartya Sen, así como también los aportes de investigadores provenientes de áreas tales como la propia economía, la psicología y la sociología, se ha venido planteando que la medición de los niveles de felicidad de las personas se presenta como la manera más adecuada para orientar las políticas públicas de los países. Acogiendo el llamado realizado desde el mundo científico, son varios los países que han venido incorporando medidas de “bienestar subjetivo”, con la

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finalidad de complementar las tradicionales mediciones de crecimiento y desarrollados –por ejemplo: el ingreso per cápita, el Producto Interno Bruto (PIB) y el Índice de Desarrollo Humano–, las que, por cierto, han sido oficialmente implementadas. De ahora en adelante, entonces, será el nivel relatado de felicidad de las personas el criterio más pertinente al momento de dirigir la política pública. Tan relevante se ha tornado esta temática que incluso organismos internacionales, tal como la ONU y la OCDE, también han implementando mediciones globales de satisfacción y felicidad. Se persigue de este modo alentar a los gobiernos del mundo a incorporar dichos dispositivos como una cuestión de Estado. Tal como se destaca en su sitio oficial, la misión de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) es promover políticas que mejoren el bienestar económico y social de las personas alrededor del mundo. Basado en experiencias y hechos reales, se recomienda el diseño de políticas para hacer mejor la vida de las personas. En esos términos en mayo del año 2011, y en el marco de su 50° aniversario, la OCDE hizo el lanzamiento oficial de su propio sistema de indicadores de bienestar: el Índice de Vida Mejor (Better Life Index). El Índice de Vida Mejor buscará medir el bienestar de los habitantes de los países miembros de esta organización a través de once indicadores: vivienda; presupuesto; trabajo; relaciones sociales; educación; medioambiente; gobierno; salud; bienestar subjetivo; seguridad; equilibrio entre el trabajo y la vida privada. Ahora bien, la particularidad de la medición realizada por la OCDE es que estos indicadores de bienestar no producen un único índice, sino que cada persona que accede a su sitio web puede, de forma interactiva, conocer cómo se desempeñan los diferentes países en cada uno de los tópicos que han sido incorporados en el Better Life Index.1 La preocupación por aquella manifestación emotiva que es la felicidad se advierte como una de las preocupaciones cardinales al

1

Para acceder a los índices interactivos que muestran el desempeño de cada país en los tópicos que han sido definidos por la OCDE para medir una “Vida Mejor” ver http://www. oecdbetterlifeindex.org/. 232

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interior de las actuales prácticas de gobierno, esto es lo que podemos constatar a partir de la resolución adoptada el 13 de julio del 2011 por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y que lleva por titulo: “La Felicidad: hacia un enfoque holístico del desarrollo” (Happiness: Towards a Holistic Approach Development). De esta forma, considerando que “la búsqueda de la felicidad es una meta y una aspiración humana universal” y “reconociendo que el PIB es un indicador que no fue diseñado para reflejar la felicidad y el bienestar de la gente”, se invita a los estados miembros de la ONU a “desarrollar nuevos indicadores” y adoptar otras medidas para que “la felicidad y el bienestar” puedan orientar las políticas públicas. Dentro de este orden de cosas, la resolución de la ONU será acompañada por la reciente aparición del World Happiness Report. Publicado en abril del 2012, el Informe de Felicidad Mundial es un estudio encargado por la ONU a la Universidad de Columbia. Elaborado por Jhon Helliwell, Richard Layard y Jeffrey Sachs, a través de este informe se buscará ahondar en el estado de la felicidad en el mundo, en sus causas y consecuencias, y en recomendaciones de políticas públicas. La implementación de los Índices de Felicidad en Chile El año 205, Jaime Barrientos realizó uno de los primeros estudios sobre felicidad en Chile, utilizando para ello la encuesta internacional ISWS realizada en el año 1985. Aplicada a una población de 264 estudiantes universitarios, se consultó lo siguiente: ¿considerando su vida como un todo, podría usted describirla como: muy infeliz - muy feliz? En un rango de 0 a 7 puntos, el promedio fue de 4,7. El segundo gran estudio fue llevado a cabo en el año 1990 por el World Values Study, un proyecto de investigación mundial sobre valores. Aplicada a una población general de 1500 personas, se consultó lo siguiente: ¿cuán satisfecho o insatisfecho estás ahora con tu vida? Usando un rango de respuesta que iba de 1 a10 puntos, la media obtenida fue de

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7.28 puntos. El tercer estudio formaba parte también parte del World Values Study, y se realizó en el año 1996. Aplicada esta vez a una población de 1000 personas, realizaron dos preguntas. La primera: ¿En este momento, podrías decir que estás: muy feliz - no del todo feliz? En una escala de 1 a 10 puntos, el promedio fue 7,05 puntos. La segunda pregunta fue: ¿cuán satisfecho o insatisfecho estás tú con tu vida ahora? En una escala de 1 a 10 puntos el promedio fue de 6,56. El cuarto estudio formaba parte del Latinobarómetro y se realizó en 1997, y contó con las respuestas de 1200 personas. La pregunta estaba referida al grado de satisfacción con la vida. En una escala de 1 a 10 puntos el promedio fue de 6,85 puntos. Para el año 2000 se reiteró este estudio del Latinobarometro. Frente a la misma pregunta referida al nivel de satisfacción con la vida, el promedio de respuesta alcanzó 6,70 puntos. Las apreciaciones sobre los niveles de felicidad son juicios internos que se hacen desde el punto de vista de cada cultura. En este sentido, según los estudios estadísticos sobre felicidad sí se puede saber en qué sociedades la población –de acuerdo con su propio sistema valórico– expresa un mayor nivel de bienestar subjetivo. Asumiendo que éste ha sido el criterio utilizado, el sociólogo Eugenio Tironi (2006) constatará que en Chile también se han implementado mediciones de felicidad. Uno de los estudios sobre la felicidad que Tironi destaca fue una encuesta vía telefónica realizada por la Fundación Futuro en un estudio del año 2003, el cual se denominó: “La felicidad, el amor, la fe y la autoestima de los chilenos”. Sus resultados indicaban que el 46% de los entrevistados se declaraba feliz. Otra encuesta considerada por Tironi es la realizada –también en el año 2003– por la empresa de estudios de mercado Adimark, y que llevó por título: “¿Son felices los chilenos? En este estudio se indicaba que un 40% de los encuestados se declaraba feliz. Pese a no corresponderse completamente con los estándares internacionales, para Tironi la visión que entregaron estas dos encuestas sobre felicidad en Chile es bastante congruente con el

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patrón que muestran los estudios internacionales. A este respecto cita el estudio elaborado por el Centro de Investigación y de Estudios de Mercado CIMAGROUP en el 2006, el cual sí se adecuó a las preguntas que utilizan los estudios clásicos sobre el tema. Frente a la pregunta: “Pensando en el último mes, ¿Qué tan feliz se siente?, el 66% de los chilenos se declara feliz o muy feliz. Por nuestra parte, siguiendo este mismo criterio de adecuación a los estándares internacionales, nos detendremos en dos encuestas nacionales. La primera es la Encuesta Nacional de la Universidad Diego Portales. A partir del año 2005 la Universidad Diego Portales inició un programa de encuestas de opinión pública, las cuales tienen el propósito de contribuir a la comprensión de los cambios en las percepciones de los chilenos en diversas áreas donde el país evidencia transformaciones cruciales. Formando parte de este instrumento estadístico, la pregunta por la felicidad no estará ausente. Es así como ante la pregunta: “Y en general, ¿cuán satisfecho está Ud. con su vida actualmente?”, la Encuesta Nacional UDP 2009, determinará que los chilenos en general están satisfechos con la mayoría de los aspectos de su vida, alcanzando un promedio de 79%. Así se sostendrá que: “Año a año, los niveles de felicidad de los chilenos aumentan discretamente. Si bien este porcentaje no es significativo, algunos aspectos destacan en incremento a lo largo de estos últimos cinco años” (UDP, 2009). El segundo instrumento estadístico en el cual nos detendremos es el Primer Barómetro de la Felicidad en Chile. Realizado en el año 2011 por el recientemente inaugurado Instituto de la Felicidad Coca-Cola Chile, este estudio contará con una muestra representativa a nivel nacional: 1.045 entrevistas a personas con edades que fluctuaron entre 16 y 60 años. Así tenemos que el 5% de los chilenos se mostraron “muy insatisfechos”; 9% “insatisfecho”; 15% “ligeramente bajo la media de satisfacción”; 25% “ligeramente satisfecho”; 31% “satisfecho”; y, finalmente, el 15% de las personas encuestadas se manifestó “muy satisfecha”’. Tomando en consideración las dos últimas variables, según se concluye en el informe, los resultados de este estudio

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demuestran que el 46% de los chilenos se considera “muy feliz” con su vida. Según los responsables del Primer Barómetro de la Felicidad, las conclusiones generales de esta investigación no permiten entregar una receta para ser feliz, sin embargo hacen posible identificar las características de los chilenos que se consideran más felices, lo cual es relevante porque entregan pistas acerca de los rasgos individuales positivos que comparten quienes reconocen mayores niveles de bienestar personal, y también demuestran que los aspectos que inciden en menor medida en su felicidad son los factores económicos personales, los ingresos del hogar y la percepción de la situación económica nacional. En síntesis, serán estos los aspectos a considerar por el Instituto de la Felicidad Coca-Cola toda vez que, a partir de la información suministrada por el Barómetro, plantee que su misión será reflexionar acerca de las fortalezas personales de quienes se consideran más felices y, de esta forma, contribuir a la educación de la población en las actitudes y habilidades que contribuyen a ser más positivos. Todo ello tendiente, en definitiva, a incorporar este tema dentro del ámbito de las políticas públicas. Tal como veremos a continuación, dicho llamado a prestar atención a los estados de ánimo será prontamente considerado por parte de las instancias gubernativas. La incorporación de la felicidad en las prácticas de gobierno en el Chile actual

Hoy quiero aprovechar esta última cuenta pública para reconocer que hemos cometido errores. Pero también para asegurar que siempre hemos actuado de buena fe y entregando lo mejor de nosotros mismos con un solo norte: mejorar la vida de los chilenos y facilitar su camino hacia una mayor felicidad. Sebastián Piñera, Cuenta Pública a la Nación, 21 de mayo 2013.

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Uno de los primeros antecedentes existentes respecto de la implementación de indicadores gubernamentales de felicidad en Chile corresponde a la Encuesta Nacional de Calidad de Vida. Implementada por el Ministerio de Salud (Minsal) en coordinación con el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), dicha investigación busca indagar en los factores psicosociales asociados a la salud física y mental de la población chilena. En dicho instrumento estadístico se evaluará, en una escala de notas que va desde el 1 hasta el 7, donde 1 es cuando se siente muy mal y 7 cuando se siente muy bien, el nivel de satisfacción de los chilenos en diversos aspectos de la vida. Los aspectos considerados son: Privacidad que tiene donde vive, cantidad de dinero, condición física, bienestar emocional o mental, relación de pareja, cantidad de diversión, vida familiar, trabajo, vida sexual, vida en general, salud en general (Minsal & INE, 2002, 2006). Tal cual se indica en el sito web del Ministerio de Salud,2 en los años 2000 y 2006 se aplicó en Chile la Encuesta Nacional de Calidad de Vida y Salud (ENCAVI), y sus fundamentos descansaban en la necesidad de establecer una línea base para la elaboración de planes y programas en torno a la promoción de la salud y la generación de insumos para la formulación de políticas públicas. Ciertamente la Encuesta Nacional de Calidad de Vida y Salud resulta ser un antecedente relevante al momento de describir la incorporación de la felicidad como un ámbito de interés gubernamental, todo lo cual nos indica que son varios los gobiernos que en Chile –Ricardo Lagos y Michelle Bachelet– han venido implementando indicadores de bienestar subjetivo al momento de la formulación de políticas públicas. No obstante lo anterior, será bajo la presidencia de Sebastián Piñera que la felicidad aparece más resueltamente al centro de la acción gubernamental. Demostrando estar en conocimiento de los desarrollos alcanzados en estas materias, durante la presidencia de Sebastián Piñera, el gobierno tomará una posición de liderazgo mundial al incorporar mediciones de 2

http://epi.minsal.cl/estudios-y-encuestas-poblacionales/encuestas-poblacionales/encuestanacional-de-calidad-de-vida-y-salud-encavi/.

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felicidad en la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN). En octubre del 2011, mediante un comunicado emitido por el Gobierno de Chile, se anunciaba oficialmente que la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN) incorporaría, “de manera innovadora”, una pregunta referida al “grado de felicidad de las personas”. La encuesta CASEN, realizada por el Ministerio de Desarrollo Social, es el principal instrumento para medir la situación socioeconómica de los chilenos. Dicho instrumento estadístico fue creado en 1985 para medir el nivel socioeconómico, sin embargo, desde el 2011 se incluirán varios componentes que apuntan a conocer factores subjetivos. Con ello, el gobierno apunta a identificar los niveles de satisfacción de las personas, que servirían para elaborar políticas públicas. En este sentido, el ministro de Desarrollo Social, Joaquín Lavín, explicaba que: Normalmente, las encuestas de política económica y social miden el bienestar objetivo, cuánto gana la persona, si tiene acceso a los servicios sociales, pero cada vez más países están comenzando a medir el bienestar subjetivo, la percepción, si es feliz o no con su vida, lo que hace la felicidad, si la salud, el dinero o el amor (Gobierno de Chile, 18/10/2011).

Tras esta decisión de incorporar mediciones de felicidad en la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN) 2011, se espera –tal como ha sido planteado desde las esferas gubernamentales– dar un paso trascendental para orientar las políticas públicas en las más diversas áreas del quehacer nacional. Todo lo cual, en última instancia, redundaría en el mejoramiento supuestamente del bienestar subjetivo de los chilenos. En el mes de Julio del 2012 se harían públicos los resultados de esta medición oficial de felicidad. Es así que a partir de la pregunta “Considerando todas las cosas, ¿Cuán satisfecho está usted con su vida en este momento?”, se determinó –en una escala que va del 1 al 10– que el promedio de satisfacción de los chilenos corresponde a un 7,2. Asumiendo que esta pregunta no tiene que ver con indicadores

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“objetivos”, y haciendo mención a las repercusiones que tendrán los resultados de esta medición de felicidad sobre las políticas públicas, el ministro Lavín indicó que: Lo que haremos ahora es aislar cuáles son las variables que tienen mayor impacto con la satisfacción de las personas, la educación, acceso a la salud, niveles de ingreso, el tipo de familia, para que a través de las políticas públicas, podamos influir indirectamente en la vida de cada uno de ellos. (Ministerio de Desarrollo Social, 29/07/2012).

En otra de las alusiones gubernamentales respecto a esta temática, en el marco de la presentación del Informe de Desarrollo Humano 2012 elaborado por el Programa de Naciones Unidas (PNUD), titulado Bienestar subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo, será el propio Presidente de la República, Sebastián Piñera, quien se referirá al lugar que ocupará el concepto de felicidad dentro de la política pública chilena. Una de las líneas que estamos siguiendo en nuestro Gobierno es tratar de ver cómo las políticas públicas pueden potenciar, ampliar y fortalecer esas capacidades para entregarles instrumentos a las personas, para que ellos vean los caminos hacia esos niveles superiores de satisfacción personal. O como lo menciona el informe de bienestar subjetivo, a lo cual estamos apuntando, de alguna forma, es a la calidad de vida o a la felicidad (Piñera, 2012).

El Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 2012, titulado Bienestar subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo, plantea que hoy Chile está llamado a rediscutir los fines del desarrollo desde la subjetividad de las personas, es decir, desde la manera en que estas piensan, sienten y desde la evaluación que ellas hacen de sus vidas y de la sociedad en que viven. Siendo precisamente el concepto de felicidad el que se ubica al centro del debate. De hecho, el intento por incluir la felicidad en la medición del progreso social y en la orientación del desarrollo y las políticas públicas suscita hoy importantes adhesiones. Diversos gobiernos se han sumado a las iniciativas para desarrollar mediciones con miras a implementar políticas públicas que ayuden a expandir la satisfacción con la vida de sus ciudadanos (PNUD, 2102: 35).

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Las diversas estadísticas analizadas en este Informe muestran que, en general, los chilenos y chilenas están satisfechos con sus vidas. El promedio de satisfacción con la vida, en una escala de 1 a 10, es de 7,3. En contraste, la percepción acerca de la sociedad es más bien negativa, y en el largo plazo ha venido empeorando. La ciudadanía evalúa con una nota promedio de 4,1 a las oportunidades que el país entrega a las personas. La confianza en las instituciones se ha ido deteriorando. Mientras en 1995 un 30% confiaba en las instituciones, hoy solo lo hace un 20%. En síntesis, “satisfechos consigo mismos pero críticos con la sociedad”, esa parece ser la realidad de la subjetividad en Chile según los datos que arroja este informe (PNUD, 2012). Más recientemente, junto a los instrumentos estadísticos recién señalados (CASEN, PNUD), será a través de la Encuesta Nacional de la Juventud, implementada por el Instituto Nacional de la Juventud (INJUV), que las instancias gubernativas se dotarán de un arsenal informativo que le permitirá conocer los niveles de felicidad de un sector importante de la población, como lo es la juventud. Tal cual se señala en la presentación de dicho informe, la Encuesta Nacional de Juventud es un instrumento de análisis cuantitativo que se aplica cada tres años con la finalidad de actualizar el diagnóstico nacional en juventud. Permite, como resultados inmediatos, informar, diagnosticar, visibilizar las temáticas de la juventud e influir en el desarrollo de las políticas públicas. A mediano plazo, permite dar soluciones a los problemas de la juventud, orientar las políticas públicas y focalizar los recursos de programas dirigidos a las y los jóvenes de Chile (INJUV, 2013: 6). La 7ª Encuesta Nacional de la Juventud tendrá como novedad la inclusión de una pregunta referida a niveles de felicidad. Es así como en el capítulo referido a “Representaciones Juveniles y Orientaciones Valóricas de la Juventud”, se arrojarán los siguientes resultados:

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Un 84% de las personas jóvenes reconoce ser feliz, siendo las y los jóvenes de los grupos socioeconómicos medio y alto quienes en mayor proporción declaran ese estado. Los jóvenes pertenecientes a los grupos ABC1 y C2, se declaran felices en 90% y 89%, respectivamente; en tanto que estos porcentajes descienden al 84% y 80% en los grupos C3 y D, alcanzando el 74% en el E. Al analizar por región, se observa que la Región de Magallanes presenta la mayor proporción de jóvenes felices, con 90%, seguida de las regiones de Antofagasta y Valparaíso, ambas con 87% de jóvenes felices. Entre las regiones con una menor proporción de jóvenes felices se encuentran la Región de Tarapacá (75%) y las regiones de Aysén y Los Ríos (ambas con 77%) (INJUV, 2013: 103-104).

Con todo, pese a que recién se está comenzando a escrudiñar en las nociones de bienestar subjetivo, satisfacción y felicidad como un ámbito a partir del cual estructurar la política pública, no obstante, tal como mencionaba Sebastián Piñera en la presentación del Informe de Desarrollo Humano 2012 elaborado por el Programa de Naciones Unidas (PNUD), discurso al que referíamos más arriba, “es importante que las políticas públicas y, por tanto, los gobiernos, que son los que tienen que administrar el Estado, se hagan cargo de este nuevo desafío”. En estos términos serán varias las medidas propuestas por el mandatario chileno. Se planteará, por ejemplo, el mejoramiento de la calidad, la cobertura y el financiamiento del sistema educacional, la generación de nuevos empleos, fortalecimiento de la familia como núcleo de la sociedad, etc.; y así también se planteará el “fortalecimiento de valores” tales como la honestidad, la confianza, la solidaridad, la tolerancia, el respeto por los demás, la confianza en las instituciones. En definitiva, tal como concluirá Piñera, “a través de estas acciones el gobierno chileno está tratando de acercarse a ese concepto de cómo hacer que nuestros compatriotas puedan tener una vida más plena y más feliz”.

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A modo de Conclusión: Las encuestas de felicidad como modo de gestión gubernamental de las emociones en el Chile neoliberal Emociones, sentimientos, afectos o pasiones, son todas denominaciones utilizada para describir específicos procesos mediante los cuales percibimos y nos relacionamos con el mundo. Ya sea que nos refiramos al miedo, felicidad, vergüenza, repugnancia, envidia, lástima o cólera, asumiendo su carácter plural, las emociones están continuamente presentes en la vida de los sujetos. Junto a lo anterior, vamos a asumir que las emociones no remiten sólo a procesos individuales, sino que forman parte de un relato social mayor. Las emociones no surgen y no son expresadas en el vacío: son fenómenos socialmente construidos dentro de contextos culturalmente definidos. De este modo nos resulta más sugerente abordar el fenómeno de las emociones en relación al escenario social en que se originan. En estas circunstancias –y siempre en dialogo con aquella línea de estudios vinculada a la Sociología de las emociones (Le Breton, 2009; Scribano y Figari, 2009; Hochschild, 2008; Nussbaum, 2008; Illouz, 2007; Elster, 2002) –, de nuestra parte nos interesa abordar el fenómeno de las emociones –en general– y la felicidad –en particular– en relación al escenario social en que se suscitan. Dado su carácter históricocontextual, la idea entonces es problematizar los nexos existentes entre aquella manifestación emotiva que es la felicidad y la actual gestión gubernamental. Ubicados en este terreno, en función del análisis del conjunto de documentos y archivos presentados, esperamos haber proporcionado una serie de antecedentes que permitan la caracterización de una de las modalidades a través de las cuales operan las actuales prácticas de gobierno. De esta manera, junto a las modalidades de acción de carácter global, que dicen relación con medidas de tipo general que apuntan a intervenir a nivel de las instituciones y estructuras sociales, todo ello tendiente a la adecuación de un determinado marco regulatorio dentro del cual vendrán a desenvolverse las poblaciones, podemos constatar

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que los procesos subjetivos también se conformarán en un campo de preocupación gubernamental. De esta manera, entonces, los antecedentes de los que hemos dispuesto nos permiten comprobar que más allá de un sujeto racional, podemos concluir que será en torno al reconocimiento de un sujeto emotivo que se conformarán los vigentes programas de gobierno. Esto es lo que hemos buscado demostrar a través de la descripción de las modalidades mediante las cuales la felicidad se ha posicionado como un legítimo objeto de gobierno. A esto hemos apuntado al concentrarnos en la caracterización de las encuestas de felicidad que han venido siendo implementadas en distintos países del mundo, incluyéndose ahora a Chile con mucha fuerza. Tal como indicáramos al inicio de este artículo, la felicidad es una noción constantemente redituada en el horizonte de expectativas de las sociedades occidentales. Constituyéndose así en un objeto de gestión gubernamental desde el momento en que comienza a instituirse la sociedad Moderna. Ahora bien, el interés de nuestro trabajo no solo apunta a describir cómo la relevancia asignada a la felicidad se encuentra vigente hasta hoy en día; todo lo cual se manifiesta a través de la medición estadística de los niveles de bienestar subjetivo. Nos interesa también relevar las condiciones de posibilidad desde las cuales se actualiza hoy en día la apelación gubernamental a la noción de felicidad. En este sentido, debemos indicar que –al menos para el caso chileno– la incorporación de la felicidad al discurso y práctica gubernamental se produce en el marco de la preeminencia de los principios rectores de la racionalidad neoliberal. La contemporánea apelación al concepto de felicidad hace parte de las vigentes “políticas del individuo” (Merklen, 2013) que, junto con “debilitar las protecciones y derechos sociales”, se concentrarán en la producción de un sujeto que se asuma responsable de asegurarse por sí mismo frente a la existencia de “diferentes tipos de riesgos” (Castel, 2004); todo lo cual llevará a los sujetos a establecer prácticas de autoaseguración a través de una relación calculadora y prudente

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con el futuro; “nuevo prudencialismo” le denominará Pat O’Malley (2006). En esta misma dirección, basándose en preceptos tales como “capital humano” o “empresario de sí mismo” (Foucault, 2007), dentro del marco neoliberal de gobierno se pondrá énfasis en las responsabilidades del propio individuo, de las familias y de las comunidades al momento de garantizar su futuro bienestar. De esta forma será una obligación personal el dar pasos activos para asegurar una adecuada calidad de vida (Rose, 2007). Conectada a una “nueva cultura psicológica” que contribuirá a la abundante generación de técnicas de manejo del yo que garanticen la adecuada preservación y la reproducción del propio capital humano (Stecher, 2013; Papalini, 2010; Rose 1998; Gordon, 1991), las contemporáneas modalidades de gestión gubernamental de la felicidad serán coherentes con las neoliberales políticas de individuación que, bajo la lógica de la privatización de los “bienes comunes”, tenderá a un proceso de “desinstitucionalización” de aquellos espacios que habían sido diseñados para ser garantes del acceso igualitario a sistemas de protección social. Estas son las condiciones de posibilidad a partir de las cuales se desplegarán las actuales encuestas de felicidad. En estas circunstancias, vamos a señalar que de no producirse transformaciones profundas en el programa político, económico y social vigente, desde ya podemos avizorar que las medidas dispuestas para proporcionar estados de felicidad y satisfacción a las personas seguirán siendo del mismo tipo que las políticas que han sido implementadas por cerca de cuarenta años en Chile. Momento en que el gobierno militar decide –allá por la década de 1970– adoptar radicalmente las premisas neoliberales como vehículo para proporcionar bienestar a la población. En estas condiciones es probable que la continuidad de este tipo de políticas tenga como consecuencia, asimismo, la continuidad de una serie de manifestaciones que han puesto en evidencia el estado de malestar de un sector importante de la población chilena actual.

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Sin lugar a dudas las encuestas son un instrumento indispensable para la gestión de toda política pública. No obstante, intentar dar cuenta de la complejidad de lo social resulta insuficiente si este acercamiento se realiza solamente desde el idioma de la cifras. Es por esto que, junto a los diferentes índices y mediciones que han venido y seguirán siendo elaborados, una caracterización más precisa del estado emotivo de los chilenos podría también considerar, por ejemplo, la diversidad de expresiones de protesta, tales como: el movimiento estudiantil, el conflicto mapuche, manifestaciones ecologistas, movimientos animalistas, movimientos ciudadanos regionalistas, y otra serie de movilizaciones que se han venido desarrollando durante los últimos años en Chile. Las que tendrán su momento de mayor visibilidad durante el año 2011 con el movimiento estudiantil. Concentrando sus reparos sobre aspectos específicos del proyecto neoliberal vigente –contrariando así a los discursos de la felicidad desplegados ya sea a través de diversas campañas publicitarias o en declaraciones presidenciales–, vistas en conjunto, cada una de estas manifestaciones se constituyen en expresión del descontento social existente hoy en día en Chile.

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“Tecnologías del yo”: entre la gubernamentalidad y la autonomía Vanina Papalini Es muy básico lo que yo busco, es estar bien, todo el tiempo. O sea estar, cuando digo estar bien es, va a sonar muy trillado, es aprender a ser feliz (Eduardo, 42 años). Hay veces que realmente me resulta pesada la soledad (…). No obstante me voy familiarizando con esta situación de la soledad, pero entonces leer un libro como este, como este que estoy terminando de leer ahora (…) de pronto me saca de pensamientos que pueden ser un poco así girando a ciertos problemas que tengo que solucionar y que son vitales, como ya no vivir más en una casa grande, o cómo solucionar que mi hijo no tiene trabajo, toda una serie de cosas, las relaciones con mis hijos, bueno un montón de cosas; para sacarme de esos problemas que me llevan como a un solipsismo digamos, yo veo que la lectura es una gran cosa, pongo mis neuronas a trabajar y tratar de entender bien todos estos libros (Vicky, 73 años).

Eduardo es arquitecto, está casado y tiene hijos. Goza de buena salud, su entorno afectivo lo contiene y desarrolla proyectos que lo estimulan. Tiene un buen empleo y no le falta dinero. Podría decirse que “le va bien” en la vida. Vicky es profesora de artes retirada, vive sola. Sufre graves problemas de columna y a veces debe quedarse en la cama, postrada. Está divorciada; sus hijos no la visitan con frecuencia y pasa sola mucho tiempo. Toma sedantes para dormir escasas seis horas por noche. Debe elegir entre la conexión a la TV por cable o la cuota del club donde hace natación, pues no puede solventar ambos gastos. Aunque las situaciones no sean simétricas en modo alguno, hay un dato en común: tanto Eduardo como Vicky son lectores contumaces de libros de autoayuda. Cada uno busca en ellos diferentes tipos de ayuda, pero los dos recurren a la misma fuente. En algún sentido, ambos son vulnerados por las nuevas condiciones de vida que reclama el capitalismo contemporáneo; ambos son exigidos por iguales

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constricciones y confrontados con los mismos ideales y modelos de éxito y felicidad. Sin embargo, ninguno de los dos puede responder completamente a esas exigencias. Ninguno de los dos, tampoco, pide apoyo a las agencias o instituciones que tradicionalmente lo brindaban: la familia, el estado, el empleador, la ayuda social, los sistemas expertos, las organizaciones de trabajadores. ¿Qué tan generalizado es este proceder? Las cifras de ventas de libros de autoayuda, que indican que uno de cada 5 libros vendidos en América Latina (Papalini, 2011) pertenece al género amplio de la autoayuda (Papalini, 2007a), prueban que se trata de una vía frecuente de búsqueda de solución a los conflictos vitales que experimentan los sujetos durante su vida. Pero, ¿qué es lo que esto significa? La pregunta implica, al menos, tres vectores: el primero, analizar las demandas que se plantean a los sujetos contemporáneos en la etapa actual del capitalismo; la segunda, describir los recursos que están a su alcance para satisfacerlas, y la tercera, comprender qué significan, en términos de gobierno de las poblaciones, estos procesos. El intento de respuesta que ensayaré a continuación ordena el razonamiento según un plan expositivo que va de una caracterización general del momento socioeconómico que vivimos, hasta la dimensión microfísica de las prácticas personales (Foucault, 1992), recorriendo en medio una serie de conceptos que oficien de puntos de apoyo para su escrutinio. En un ejercicio de especulación, en el cual las referencias empíricas estimulan la reflexión, intentaré asomarme a la compleja dinámica que desencadenan las culturas terapéuticas y sus dispositivos, atendiendo a su doble filo: puestas al servicio de la gubernamentalidad, contribuyen a producir sujetos que convienen a las estrategias del capitalismo mundial integrado; pero al mismo tiempo, son capaces de generar procesos de transformación cuya dirección no está nunca garantizada. Esta doble valencia de los procesos que analizaré se explica por el concepto foucaultiano de “tecnologías del yo”, el cual explica los procesos de autotransformación de los sujetos. Mi tesis es que estas refiguraciones suceden aunque no necesariamente impliquen una

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ruptura con el orden dominante. Intento examinar las articulaciones, conexiones, condiciones y relaciones que se producen en los pliegues cuando un dispositivo particular, el de las prácticas terapéuticas, se ensambla con las configuraciones actuales del capitalismo. Un panorama conocido Al observar los casos de Eduardo y Vicky presentados al inicio, uno de los aspectos que resulta llamativo es que ambos buscan, por sí solos, salida a los problemas que experimentan. Esta situación no es simplemente una decisión personal; antes bien, se trata de una elección, en un abanico muy limitado de posibilidades, que sólo les permite buscar paliativos a las consecuencias menos agradables de un cierto modo de vivir que pesa sobre ellos. Tanto el planteo del problema –lo que experimentan como “malestar” –, como las posibles soluciones, están precodificados –es decir, designados, tipificados y valorados– dentro de un modelo societal que excede el “mundo de la vida” (Schutz & Luckmann, 1973), las situaciones y vivencias tal como se experimentan ordinariamente. Esto es: que la soledad y las restricciones económicas sean el horizonte “normal” de una mujer jubilada, que deba resolver sus dolencias físicas sin asistencia social, que las instituciones y la familia “pasen de ella”, implica ya una definición de sus dificultades que la confronta violentamente consigo misma –y sólo consigo misma. Por otro lado, en el extremo “exitoso” de la cadena, encontramos un profesional que busca una felicidad que, extrañamente, tiene que aprender a reconocer –es decir: no se siente feliz– aún en condiciones de vida muy superiores a las de Vicky. Sabe que “estar bien todo el tiempo” es difícil: el éxito siempre es precario; para mantenerlo necesita cada día reforzarlo, actualizarlo. Percibe que tal logro –y el potencial fracaso– sólo dependen de él. Esta circunscripción individual de los problemas es el primer elemento a observar. Pareciera que las condiciones sociales del capitalismo contemporáneo exigen el involucramiento de los sujetos

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para enfrentar –con recursos gestionados personalmente– (Sennett, 2000) condiciones de existencia que demandan, fundamentalmente, sus potencialidades subjetivas: su creatividad, sus capacidades de liderazgo y de autogestión, su resiliencia, su flexibilidad. El nuevo capitalismo fundamenta su productividad en un “ser” (Boltanski & Chiapello, 1999), mucho más que en un “hacer”. Ya no se trata de competencias productivas –un “saber hacer”. Las capacidades y aptitudes requeridas para acceder a un empleo y ascender en la pirámide ocupacional son modulaciones de la personalidad, que constituyen exigencias claves para un mundo del trabajo orientado a los servicios. Esta característica constituye una de las reconfiguraciones del neocapitalismo que se hace eco de los reclamos de los 60, en términos de mayor autonomía, menos rigidez en las rutinas y una crítica a la uniformidad proveniente de la industrialización (Boltanski & Chiapello, 1999; Le Goff, 2009). En el nuevo modelo, la producción seriada que fue propia del fordismo ha sido delegada a las tecnologías y al ensamblaje humano-maquínico de las maquiladoras y factorías trasnacionales. El nuevo management se orienta a potenciar la interfaz humana y desarrollar proyectos que exploten justamente las capacidades creadoras y sociales imposibles de ser delegadas a un autómata (Fernández Rodríguez, 2007). Estas nuevas competencias, que reposan en cualidades personales, demandan y, por lo tanto, agotan rápidamente, los recursos subjetivos. La necesidad de mantener siempre un ánimo “positivo”, la proactividad, la creatividad, no sólo describen una condición normal y estable a la que aspirar, sino que también proscriben y patologizan estados –también normales– que los sujetos atraviesan ocasionalmente: la tristeza, el desgano, la ausencia de “inspiración”, la timidez, el temor. El léxico circulante en los discursos sociales ha transformado ciertos sustantivos que, tanto en la lengua corriente como en la poesía, designaban un pathos conocido, bajo términos expertos que los tipifican: depresión, angustia, pánico, fobias, stress, son denominaciones

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provenientes del campo psicológico y psicoanalítico que deslizan subrepticiamente una acusación de anomalía (Papalini, 2013). El peso desmesurado de las demandas dirigidas a los sujetos contemporáneos, compelidos a sostener este “deber ser” activo y positivo, resistente al stress y creativo, tiene como correlato el aumento de las crisis en un mismo plano: el de la subjetividad. Es esta necesidad –a la vez personal y sistémica– de constituir y sostener a los sujetos la que actúa como origen de un nuevo dispositivo de la gubernamentalidad contemporánea: la llamada “cultura terapéutica”. La “cultura terapéutica” (Illouz, 2010) o “psy” (Rose, 1999), que incluye como caso paradigmático las diversas formas de la autoayuda, ha sido señalada como un emergente de las transformaciones contemporáneas, cuya finalidad es proveer apoyo y organizar las respuestas personales frente a las exigencias de los ámbitos de trabajo, de las relaciones familiares, de pareja. Cumple funciones diversas tendientes a lograr una mayor “adaptabilidad” (Papalini, 2007): se plantea como un sistema informal para la adquisición de las nuevas competencias y aptitudes laborales no provistas por instancias de capacitación formales como son aquellas basadas en la “personalidad”; orienta las relaciones interpersonales hacia estilos emocionales y modelos de interacción adecuados a estas condiciones; ofrece estrategias de afrontamiento de los problemas sociales y personales; funciona como apoyo proponiendo salidas a las crisis subjetivas y aumenta los niveles de tolerancia a la fatiga y el stress. Este dispositivo, como explicaré a continuación, puede ser pensado como una “tecnología del yo” actual. Las tecnologías del yo El seminario dictado por Michel Foucault publicado bajo el título de Tecnologías del yo (1990) presenta una clasificación de las tecnologías de gobierno divididas en tecnologías de producción, tecnologías de los sistemas de signos, tecnologías de poder y tecnologías del yo. De

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ellas, las dos últimas conforman la esfera de la gubernamentalidad: las primeras implican a las determinaciones a las que se somete a los sujetos, las segundas conciernen a las operaciones que éstos realizan sobre sí mismos –sobre sus cuerpos, pensamientos, prácticas– con el fin de alcanzar un cierto estado de felicidad, sabiduría o santidad que se corresponde con un determinado modelo moral. En las sectas helénicas estudiadas por Foucault, las tecnologías del yo servían como espacio de autogobierno, que tanto podía luego volcarse a un mejor gobierno de la polis, como apartarse de todo reclamo mundano persiguiendo ideales tales como el ascetismo y el desapego, es decir, el control completo del cuerpo, las emociones y las representaciones, en función de una mayor autonomía y una mayor sabiduría (Foucault, 2002). A la inversa de lo que ocurre con los casos examinados por el filósofo francés, sostengo que las modernas tecnologías del yo, cuyos fundamentos provienen de fuentes diversas (religiones y formas religiosas sui géneris, tanto como las neurociencias, la bioquímica y la sociología, las psicologías conductistas, transaccionales y cognitivistas), al adherir a un modelo donde la moral está inextricablemente ligada a la orientación productivista del capitalismo, dirige a los sujetos hacia valores y conductas heterónomos tales como el éxito, la adaptación, la flexibilidad. Dicho de otro modo: las tecnologías del yo pueden ir tanto en dirección de la autonomía, como en dirección inversa, hacia una mayor sujeción. Las tecnologías del yo que constituyen las culturas terapéuticas, están, en general, puestas al servicio de la gubernamentalidad neoliberal y son utilizadas como dispositivos de sostén, adhesión y control de los sujetos (Papalini, 2007b). Si revisamos la noción de tecnología, para la perspectiva foucaultiana, toda tecnología es materialización de una racionalidad. La una y la otra se amalgaman para constituir la dimensión de la gubernamentalidad.

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A través de las tecnologías –dicen Francisco Jodar y Lucía Gómez (2007)– se despliegan las racionalidades políticas. Por ello, en la “conducción de las conductas” de los individuos, racionalidades y tecnologías sólo son separables analíticamente. Todo ello está implicado en las prácticas complejas y múltiples de la gubernamentalidad (385). No es sorprendente, entonces, que aun las tecnologías del yo participen de la lógica de la gubernamentalidad, y estén atravesadas por las tecnologías del poder que suponen un saber. En el caso de estos dispositivos, construyen un tipo de saber sobre el sí mismo basado en la vulgarización de conocimientos expertos, incluso conocimientos complejos como el de la ciencia bioquímica. Estos conocimientos, que provienen de sedes científicas pero se trasladan al discurso social simplificados, se aplican al cuidado del cuerpo como conocimientos de receta (Berger & Luckmann, 1972), en la misma línea que la dietética helénica; es decir: la atención del organismo y los alimentos que se ingieren suponen un equilibrio que permita un mejor manejo de las “potencias” corpóreo-afectivas. Los estudios de la química en relación a la anatomía y fisiología humanas ofrecen una versión popular que intenta operar en términos de ese equilibrio de componentes orgánicos que permita el buen estado psicofísico. La sugerencia de comer chocolate como modo de reemplazo de las actividades de las feromonas es uno de los ejemplos de vulgarización de estos conocimientos expertos. Luego, el paso del alimento al sustituto químico no se vuelve un salto “mayor”; la dinámica psicofarmacológica se va volviendo, como consecuencia de esta divulgación, aproximadamente comprensible para el paciente. La lectura que Foucault propone de los procedimientos del “cuidado de sí” en las sectas helénicas incluía la figura de un tutor, un maestro, que acompañaba al discípulo y guiaba su interrogación filosófica. En la antigüedad grecorromana, la preocupación por el sí mismo –“una actividad extensa, una red de obligaciones y servicios para el alma” (Foucault, 1990, p. 61)– proporcionaba un saber sobre el sí mismo.

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En el mundo moderno, en cambio, el conocimiento de sí constituye el principio fundamental del cual se derivan las prácticas del cuidado propio. Este conocimiento –ajeno a la inquietud de sí y producido bajo las lógicas de abstracción y especialización del gobierno de las poblaciones– se aplica en función del control de los cuerpos y almas. La novedad del neocapitalismo es que aquellas prácticas disciplinarias que demandaban la intervención de un experto (un médico, un psiquiatra, un profesor, un policía), han cedido su lugar a modos de vigilancia globales que presuponen una interiorización del gobierno. Con la difusión de un conjunto de saberes expertos puestos al alcance de las poblaciones como enseñanzas pragmáticas, se facilita que los propios sujetos se autocontrolen, se autolimiten. En el extremo del autocontrol, incluso el proceso de subjetivación ha sido delegado en los sujetos, esto es: los sujetos encuentran a su alcance un número de recursos útiles para regular sus conductas de un modo tal que resulten compatibles con los modelos morales propiciados por los poderes de gobierno. La consecución “exitosa” de estos modelos garantizaría la felicidad. Existe, entonces, una dimensión en la cual estas estrategias del gobierno de las poblaciones se plasman y distribuyen a nivel microfísico. Recorren toda la extensión de las sociedades en la forma de objetos y prácticas triviales que habitan la cotidianeidad. Como lo enuncia Nikolas Rose: Las prácticas de gobierno son intentos deliberados por dar forma a la conducta de cierta manera y en relación con ciertos objetivos. Los intentos, desde el gobierno, deben ser formalmente racionalizados en declaraciones, políticas, panfletos y discursos (…) pero otros están menos articulados formalmente; existen en la forma de una variedad de racionalidades instrumentales dentro de tipos particulares de prácticas (…) algo en cierta medida captado en una multitud de palabras capaces de describirlo y representarlo: educación, control, influencia, regulación, administración, gestión, terapia, reforma, guía (Rose, 1999: 8).

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Estas nuevas tecnologías del yo persiguen la soberanía del sí-mismo en la forma de omnipotencia, el desapego traducido como denegación y la autonomía en la forma de autoafirmación individualista. Los ideales “caídos” del conjunto de virtudes a las que aspiraban las sectas grecorromanas son la sabiduría, que en la versión secular de la modernidad deviene un campo propio de ciertos especialistas, y la santidad, entendida como una forma de realización de la vida que tienda a la trascendencia. Sin embargo, aun cuando las tecnologías del yo se articulen con las tecnologías del poder, por su misma forma de operar, generan pliegues cuya dinámica es imprevisible. En tanto las tecnologías del yo exigen la intervención directa del sujeto, una aceptación deliberada y una inscripción efectiva en su materia corporal y sus representaciones mentales, abren un espacio plural, polifónico, de fuerzas encontradas –aquellas que el sujeto condensa existencialmente. Aunque la lógica de la gubernamentalidad intente organizarlas bajo un imperativo proveniente del afuera, su realización es paradojal ya que introducen la posibilidad de escamoteo del sí-mismo frente a las formas más generalizadas de subjetivación. La subjetividad como clave de la gubernamentalidad de nuestra época Desde la perspectiva de los autores foucaultianos británicos, como Nikolas Rose o Colin Gordon, la gubernamentalidad es otro de los conceptos clave para examinar los procesos contemporáneos. El término foucaultiano, preferido por Rose al uso de biopolítica, (Rose, O’Malley & Valvedere, 2012), retiene en su segundo término la noción de “mentalidad”, que subraya un aspecto particular del gobierno de las poblaciones: sus estrategias, tecnologías y acciones están imbuidas de una lógica práctica de la que participan tanto poblaciones como gobiernos. Dicho de otro modo: la actividad de gobierno está ligada a la actividad del pensamiento, una racionalidad

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que no es una especulación teórica sino que se materializa en procedimientos, objetos, políticas, argumentos y vías por y con los cuales se modela la conducta de los sujetos. La contribución que la perspectiva de la gubernamentalidad brinda para el estudio de lo social consiste en una concepción del poder que se articula mejor a los procesos del presente cotidiano, iluminando lo que Foucault denominaba “superficies de emergencia” (Foucault, 1970). Éstas constituyen planos de inteligibilidad sobre los que se proyectan, ingresando en un determinado “sistema de visibilidad”, los objetos producidos por procesos de construcción particulares (Rose, 1996: 61). Los problemas prácticos de la vida cotidiana no existen de antemano, esperando a ser descubiertos. Antes bien, ellos son el resultado de las “problematizaciones” que han logrado definir determinados aspectos conflictivos de la existencia humana, volviéndolos disponibles para ser pensados e intervenidos (Rose, 1996: 11). Así, cuando buena parte de los conflictos contemporáneos se define en términos del “yo”, se está al mismo tiempo produciendo el problema y guiando sus formas de resolución de una manera específica que conviene a la gubernamentalidad. La subjetividad, efecto de procesos de subjetivación y sujeción, se vuelve así una categoría central que se expresa ejemplarmente en dos procesos. Por un lado, la individualización de la sociedad (Castel, 1995; Ampudia de Haro, 2006) y, por otro, la psicologización de la cultura (Rose, 1999; Álvarez-Uría Rico, 2004; Illouz, 2006). El primero se refiere al debilitamiento de las referencias vitales tradicionales, tales como el civismo, la religión, las instituciones. La política basada en la individualidad supone que la interpelación pública se produce de sujeto a sujeto. El segundo punto se refiere al proceso por el cual la inteligibilidad de lo social remite en una especie de sustrato psíquico profundo; el “yo” aparece aquí como la fuente de lo “auténtico” y una explicación omnicomprensiva para todo lo que ocurre. El refuerzo constante de la escisión entre el yo y el conjunto y entre “interioridad” y “exterioridad” que manifiestan estas dos lógicas, es

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una operación que instala un cuestionamiento a la ética colectiva. Si lo único “auténtico” es la verdad dicha por el sí-mismo, no se aceptarán críticas ni límites que provengan de los “otros”. El único juicio válido es el propio, pues es el único verdaderamente “auténtico”. De allí la legitimidad de la autorreferencia como parámetro de verdad: una verdad que ya no es objetiva ni intersubjetiva sino plenamente subjetiva. Pero la exhortación que lo afirma todopoderoso, al mismo tiempo lo convierte en responsable. La potencia reside pura y exclusivamente en el sujeto, un sujeto que, como podrían imaginar Deleuze y Guattari (1997) es construido como un -1, ya que se constituye como un efecto artificiosamente unitario logrado merced a su sustracción de las tramas que lo configuran y lo sostienen, tramas que en la misma operación se invisibilizan. En su faz política, esta lógica se traduce como “neoprudencialismo” (O’Malley, 2006); y se refiere a un sujeto que se autorregula y autoprovee, que hace de la previsión y la precaución una constante (Sepúlveda Galeas, 2011). El neoprudencialismo se convierte en una nueva modulación de la gubernamentalidad que desplaza las funciones públicas y las vuelve objeto de acciones privadas, enmascara los condicionamientos estructurales y las determinaciones sociales que limitan al sujeto y, al mismo tiempo, enfatiza su capacidad para resolver, con sus recursos personales, las múltiples contingencias que se le presentan. La seguridad, como el éxito, el empleo, la felicidad, la estabilidad, condiciones de vida dignas, la salud, son un asunto que atañe al sujeto y que éste es responsable de resolver. Las competencias requeridas para autosostenerse y autorregularse no están ni en las capacidades físicas ni en las mentales; fundamentalmente, se trata de un conjunto de cualidades que se asignan al sujeto. En cuanto el poder y la verdad son atribuidos al yo, el sujeto cree poder transformarlo todo y, por lo tanto, se vuelve garante de todo. En las versiones de la esfera cotidiana, la supremacía de la subjetividad toma la forma de una filosofía –o más

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exactamente: un conjunto de creencias– idealista que desdobla al sujeto en un cuerpo (envase imperfecto, de caducidad rápida, sobre el que se puede intervenir), y un alma, verdadera sede del yo. Este neoidealismo insiste en la premisa de que el pensamiento, la psiquis o las representaciones dominan, conducen y modifican la materia. La resolución de problemas o el cumplimiento de los deseos apelan a la imaginación, la concentración y las aptitudes personales. Este tipo de pensamiento, en su forma “racional”, destaca las capacidades latentes de la inteligencia y los atributos del carácter, y en su vertiente religiosa, apela a nociones tales como la energía, la fuerza de las representaciones mentales y un número de creencias variables según la doctrina o religión que se profese. Sus premisas fortalecen la idea de que nada es inmutable y que la propia intervención –inclusive en la forma de “programaciones inconscientes” y “visualizaciones”– puede modificar el mundo circundante. Si el sujeto puede, por sí sólo, modificar sus condiciones, se vuelve responsable por (culpable de) ellas. Si las sufre, y no las cambia, es porque no se lo propone con suficiente decisión y compromiso. Según esta lógica, todo el poder está en sus manos. Las condiciones estructurales desaparecen de toda consideración. El principio de voluntad y autonomía en el que se basan las actuales tecnologías del yo expresan una ética en la que el sujeto, “responsable de sí mismo”, resulta funcional a las lógicas de la gubernamentalidad en tanto desplaza el control a los propios sujetos. Esta operación política está expresada ampliamente en las formaciones discursivas contemporáneas: de manera directa o indirecta, el tema de la subjetividad aparece como una de las “claves explicativas” de un sinnúmero de situaciones que van desde lo laboral a lo personal, desde la salud a la economía. La autonomía aparece como otra forma de engaño; la insistencia sobre el empoderamiento y la creatividad habilitan procesos de control y autocontrol en la lógica neoprudencialista. El capitalismo aprende de sus críticos; la nueva versión del trabajo flexible es respuesta a los reclamos de los 60 (Boltanski & Chiapello, 1999).

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Culturas terapéuticas y libros de autoayuda La exigencia conlleva la oferta de recursos para sostener a sujetos autoexigidos y demandados en tanto “autónomos” y “responsables”. La extendida cultura “psy” o terapéutica –conformada por dispositivos diversos, entre ellos, los libros de autoayuda, que, como indica su prefijo, enfatizan las capacidades propias–, ofrece una respuesta a las angustias experimentadas y a la necesidad de salidas –naturalmente, individuales– a problemas vividos como privados. Entiendo a las culturas terapéuticas como amalgama de discursos y saberes legos y expertos, prácticas y creencias científicas y religiosas que conciben el malestar subjetivo y la dolencia física como sufrimiento inaceptable o sólo admisible en niveles muy bajos. Reactivas a toda forma de padecimiento, las culturas terapéuticas proponen una serie de recursos para “estar bien” de manera constante o casi constante. Las terapias mixturan prácticas diversas basadas en concepciones del cuerpo y creencias trascendentes o religiosas, a veces, hasta contradictorias entre sí. Bajo el gobierno de las culturas terapéuticas y el imperativo de “estar bien” y “ser feliz” todo el tiempo, como manifestaba Eduardo, se comprende por qué se amplía el rango de lo que se considera “patológico” que expliqué precedentemente. Así, tanto la enfermedad, como la ancianidad o la fealdad, y el abatimiento, al igual que la incertidumbre o la lentitud, pueden ser concebidas como alteraciones o menoscabos de lo normal y lo deseable. La extensión de las formas terapéuticas es condición de posibilidad de una forma de capitalismo que descansa sobre los recursos personales. El “tipo antropológico” que proponen, sobre todo en su vertiente managerial y mucho menos en la que se basa en preceptos de religiones orientales, reconvierte a los sujetos sobre el molde del “empresario de sí mismo” (Du Gay, 2003). Según Paul Du Gay, las formas organizacionales emergentes otorgan “prioridad ontológica a una categoría particular de persona” –el ‘hombre de negocios’ o

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‘empresario’” (252)– como un tipo de disposición particular que excede el mundo empresarial o de los negocios. La noción de “empresario de sí mismo” retoma la noción de Colin Gordon de “empresario del yo” –un sujeto altamente receptivo a las modificaciones de su ambiente (Gordon, 1987: 300)– para señalar que la gubernamentalidad neoliberal compone al sujeto como un tipo particular de persona, prescindiendo de la condición en la que ella se encuentre concretamente. La formaempresa ha sido extendida a la totalidad de lo social: “la empresa –dice Deleuze– es un alma, un gas” (1997: 19) y, por ello, constituye la clave de todas la modulaciones de gobierno. Las culturas terapéuticas proveen a las poblaciones de un lenguaje y conceptos que le permiten tanto identificar las metas, como diagnosticar las situaciones que atraviesa y los bienes y las técnicas que necesita para superarlas. Las terapias y procedimientos que aconsejan, en su mayor parte, tienen como objetivo mejorar la performance y superar los malestares causados por sus propias condiciones de existencia (Ehrenberg, 2005). Las técnicas, fácilmente accesibles, incluyen manuales, libros y recetas presentes en publicaciones y medios de circulación masiva; terapias y prácticas físicas, psicológicas y espirituales, fitoterapias, complementos nutricionales y sustancias psicoactivas, legales e ilegales. La divulgación de artículos y programas radiales y televisivos que explican la “química de las emociones”, el funcionamiento psíquico de los sujetos y las influencias del ambiente sirven a la interpretación de los síntomas que el sujeto experimenta. Este autodiagnóstico conduce a menudo a la decisión de un autotratamiento. Cuando media una intervención profesional, la salida preferente es la prescripción de antidepresivos y tranquilizantes. La demanda de psicofármacos ha crecido de manera alarmante (INDEC, 2009). En Francia, España y Estados Unidos, varios autores destacan este aumento de consumo de psicofármacos (Zarifian, 1996; Healy, 1999; Secades Villa y otros, 2003). La ingesta de antidepresivos es particularmente significativa puesto que la depresión –denominación

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vaga que ha salido del campo específico de la salud mental para aplicarse de manera indiscriminada en la designación de sensaciones subjetivas diversas y difusas– (Ehrenberg, 2000) es la contracara de la hiperproductividad. El uso de terapias de autoaplicación economiza el ejercicio del poder, pretendiendo que el individuo se aplique su autogobierno. Es necesario señalar que estas técnicas, procedimientos, prescripciones y terapias, coexisten con formas intersubjetivas cooperativas, como los grupos de ayuda mutua, los grupos que realizan prácticas tendientes a mejorar la salud o desarrollar la espiritualidad y los cultos que se orientan al empoderamiento, sin perder de vista la solidaridad. Aunque muchos de ellos se apropian de este mismo vocabulario, tienen como dato fundamental otra gramática; es decir, un modo de establecer vínculos recíprocos, horizontales y fraternos, y no individualistas e individualizantes. Rejillas de especificación: la dinámica del pliegue Al considerar a las culturas terapéuticas en términos de “tecnologías del yo”, se abre una posibilidad que resulta imprescindible explorar: aquellas dinámicas en donde el sujeto “escapa” de la gubernamentalidad y abre un espacio que, más que resistir, ofrece un nuevo tipo de experiencia y un conocimiento diferente de sí mismo que puede moverse en direcciones inusitadas. El énfasis en estas dimensiones productoras de experiencia se traduce Esa derivación, esa ruptura, debe entenderse en el sentido en el que la relación consigo mismo adquiere independencia. Es como si las relaciones del afuera se plegasen, se curvasen para hacer un doblez, y dejar que surja una relación consigo mismo, que se constituya un adentro que se abre y se desarrolla según una dimensión propia (Deleuze, 2003: 132).

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en la necesidad de situar y contextualizar los procesos estudiados, puesto que las prácticas y las técnicas de la gubernamentalidad son diferentes para cada sociedad y en cada momento histórico. La lectura de los procesos de subjetivación no puede, entonces, reducirse a estas consideraciones generales. El examen del modo en que los dispositivos de la cultura terapéutica se articulan con las biografías singulares y las condiciones específicas permite observar sus inflexiones. Resulta útil recurrir entonces al concepto foucaultiano de “rejillas de especificación” (Foucault, 1970) que permite anclar específicamente la aparición de los discursos. He respondido, aproximadamente, las preguntas por su superficie de emergencia y las macro-circunstancias que delimitan la aparición de los discursos terapéuticos, referidos a los contextos espacio-temporales y sus temas y significaciones centrales. Resta observar, siquiera someramente, la “regla del sujeto” que implica preguntarse a quién se habla. En esta interpelación, se configuran sujetos de un determinado tipo que caractericé bajo la lógica del neoprudencialismo. No obstante, la respuesta no está completa; percibo la pregunta como una interrogación por la exterioridad, por el afuera y no por el pliegue. Si, como sugiere Deleuze, las tecnologías del yo, a pesar de que están concebidas como parte de la gubernamentalidad, instalan diálogos y revisiones que llevan a cuestionar el yo, entonces es necesario reconceptualizar estas “rejillas de especificación” para que incluya no sólo los discursos dirigidos a los sujetos, sino sus apropiaciones desde los sujetos. Podemos dejar que los sujetos hablen. Podemos leer el “sí-mismo” como un filtro. En el sentido de los interrogantes que pueden producir las tecnologías del yo, los procesos subjetivos pueden seguir cauces inimaginables, que no son completamente funcionales a las lógicas de la gubernamentalidad. Volveré a uno de nuestros casos iniciales, el de Vicky. Una larga entrevista permite entender un uso particular de los libros de autoayuda, que comenzaron a colarse entre sus lecturas a partir de su

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divorcio. Llegan a ella por recomendación de sus amigas, que la veían desprovista de medios para sostenerse en su nueva situación, sin el apoyo de un marido. A partir de esa separación –que experimenta como un trauma–, se inicia un proceso de reconstitución de su identidad y empoderamiento femenino que le permite, con dificultades, sostenerse por sí misma. La experiencia –pues constituye una experiencia en el sentido de establecer una ruptura con su “modo de ser” previo– resulta buena. Quizá la recordaba cuando, 20 años después, se integra a un grupo de mujeres ya retiradas de la actividad laboral, que participan en la discusión de lecturas de autoayuda. Cuando la entrevisté, se reunía con sus amigas una vez por semana. Compartían un té con “algo rico” que cada una aportaba, discutían lecturas, veían películas, alejaban la soledad al mismo tiempo que se daban trabajo intelectual y discusión grupal. Me mostró sus cuadernos de notas: ellas estudiaban con y a partir de libros de autoayuda. Mirá lo que estoy leyendo, porque es una cosa inaudita lo que estoy leyendo. (…). Es un libro que se llama La reinvención de la física en la era de la emergencia, que es de Robert Laughlin, que es uno que ganó el premio Nobel de física, hace… no sé si es del 2005 este premio Nobel (…) Y nosotras tenemos con S. … un grupo que le llamamos de física cuántica, que es un poco un aggiornamento de todo esto de la New Age, de todos los libros de autoayuda, pero como dándole un respaldo más físico ¿no? (…) [S.] nos congregó a toda una serie de mujeres de la zona sur [de la ciudad] ¿no? Y nos pasó unas películas, hay una serie de películas de esta gente (…) La primera que vimos fue ¿Qué rayos sabemos? (…) Y bueno, ocurrió que en esta reunión había una que había sido docente (…) que dijo: “bueno, pero nosotros hemos visto una película, todo el mundo quedó muy impactado con esta película, pero –dice– hay que saber qué es la física cuántica”. Mínimamente, aunque sea que te lo expliquen así en un nivel fenomenológico más o menos ¿no cierto? Hay que saber qué es la física cuántica (Vicky, enero de 2010).

Lo que vemos aquí es un desplazamiento que va de la lectura de autoayuda al estudio de la física cuántica, una deriva completamente impensable para este tipo de textos, y este tipo de lectoras: mujeres

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de 65 a 75 años. Por otro lado, también es notable que el precepto de la omnipotencia preconizado por la autoayuda sea desarticulado, para dar lugar a una actividad colectiva, horizontal y participativa, perfectamente moderada por las propias participantes. Vicky cuenta las “reglas” que seguían para que nadie monopolizara la palabra ni hubiera agravios, los cuidados en relación a la preparación del espacio de la reunión y la importancia de la comida compartida. Inversamente al sentido de la autoayuda para una racionalidad de gobierno, aquí sirve de motivación para la formación de una micro-comunidad que instala relaciones virtuosas, profundamente solidarias, estímulos para la autonomía. Cierto, éste es un caso raro, pero no único. En mi bitácora de investigación aparecen algunos otros que muestran trayectorias extrañas a las previstas por el dispositivo. De allí que estoy convencida de la necesidad de abrir la perspectiva para escuchar y ver lo que significan estos procesos a niveles microfísicos. Las dinámicas en las que el dispositivo se inserta –en el caso de Vicky, de interacción y contención grupal– estimulan un proceso reflexivo compartido que desencadena prácticas no imaginadas en los diagramas del funcionamiento terapéutico. El caso raro, el caso marginal, exige salir de los análisis teóricos puros para comprender sus inflexiones y matices. Quisiera conjeturar qué tipo de dinámica se producen en los pliegues: una dinámica cuyo devenir no está en modo alguno determinado. En tanto las tecnologías del yo facilitan un movimiento de densificación de la subjetividad, acontecen procesos de refracción. Llamo “refracción” al proceso de interiorización modificada de las condiciones objetivas, un proceso en el cual se articulan dos dinámicas de la subjetividad: la de su producción social, en relación a lo dado, y la de su recreación. El orden social se resitúa en la constitución de sujetos: al plegarse, permite que se establezcan nuevas dinámicas y nuevas combinaciones. Como un caleidoscopio, las subjetividades se modifican y recrean.

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Éste es un efecto paradojal de los dispositivos de la gubernamentalidad, cuando apela a las tecnologías del yo. Atendiendo a estos procesos de constitución y reconfiguración, se hace posible construir un concepto dinámico que retenga las tensiones que lo atraviesan. Siguiendo a Guattari (1996), existen distintos movimientos de formación de la subjetividad: • Se constituye como fijación provisoria y continuidad seriada de la pauta internalizada en relación a un tiempo-espacio histórico-social; • Se desplaza-deviene otra en relación con un acontecimiento singular que se establece como experiencia, que irrumpe en la serie vital; • Es recapturada a través de distintos dispositivos que retoman los movimientos de fuga, resignificando la experiencia disruptora y amarrándola a las lógicas del poder.

Las culturas terapéuticas están generalmente ligadas al tercer movimiento; el movimiento de reaprehensión de las subjetividades, de fijación de sus cambios cismáticos y reencauzamiento de sus dinámicas disidentes. Creo que puede postularse, sin embargo, un cuarto movimiento, concibiendo una dinámica no lineal sino espiralada. Las crisis movilizan “líneas de fuga” que, aunque luego sean reaprisionadas, han producido un tipo de experiencia, una complejización de la subjetividad. Nunca se regresa exactamente al mismo punto, del mismo modo que no es posible permanecer “igual”. El sujeto tiene como atributo la potencia, definida como la capacidad de devenir-otro, diferente de aquello que se esfuerzan por imponer las lógicas hegemónicas. Allí radica la posibilidad de su recreación y transformación radical. La autonomía es un trabajo. Las paradojas que intento exponer demuestran que este trabajo es asequible.

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Una teoría de la elección irracional Nicole Darat G. §I A modo de introducción

La motivación para escribir este breve artículo es la de dar forma a una incomodidad más o menos deforme, que suele lastrar el acercamiento a la economía de quienes nos dedicamos laxamente a aquello que se denomina “humanidades”; me refiero a la incomodidad con la teoría de la elección racional y los supuestos antropológicos que subyacen a ella, que se suele expresar como una incomodidad con el “enfoque económico”. Se trata pues de una incomodidad que se manifiesta de modo más bien amplio e indistinto y cuya indistinción amenaza con hacerla aparecer ante los ojos de quienes piden razones, como arbitraria o “moralizante”, en el sentido despectivo que suele adquirir este término. El objetivo de este texto es más modesto en un sentido y más pretencioso en otro. Debemos distinguir pues, los distintos flancos que nos ocuparán en estas líneas: el primero de ellos, la antropología neoliberal, cuya construcción más típica es la del homo oeconomicus como sujeto de las elecciones relevantes; otro flanco del análisis será el concepto mismo de elección racional y finalmente, aquel que más escozor provoca dentro de las humanidades, el de “capital humano”, y que es un ejemplo perfecto de cómo operan ambos supuestos de la teoría económica neoclásica, tanto en nuestro imaginario, como en el de quienes tienen la tarea de diseñar políticas públicas, a las que inevitablemente estamos sometidas y sometidos. Quienes trabajamos desde las humanidades sentimos un particular malestar con este concepto, que se cuela en nuestras prácticas y en nuestros propios

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proyectos de vida, sin que podamos hacer mucho más que tomar conciencia de qué es lo que estas producen. Sin embargo, este malestar dista mucho de estar generalizado y no son pocas ni pocos quienes se sienten a gusto con la idea de ser un activo fijo de gran valor, e invierten en ello. El malestar de quienes lo sentimos, no nos ha impedido entrar en la carrera por valorizarnos en el mercado, afectando la relación erótica que tenemos con nuestro propio trabajo. Quiero volver más adelante sobre la relación erótica con nuestro trabajo y rescatar una distinción hecha por el filósofo Antoni Domènech entre una razón erótica y una razón inerte, identificando con esta última, precisamente, la del homo oeconomicus, un sujeto que se relaciona de manera acrítica con sus preferencias. Parte de nuestra incomodidad pasa entonces porque estas asunciones se cuelan en nuestra vida cotidiana y en nuestro quehacer, querámoslo o no, y la amenaza para quien se resiste, parece ser la de una suerte de extinción. La antropología neoliberal y el concepto de capital humano que en ella se apoya, son pues, la versión postmoderna del fatum estoico, que guía a quien se deja y arrastra a quien se resiste. La reflexión que quiero hacer aquí, busca echar luces sobre estos conceptos y mostrar que no pueden constituir el fatum de nuestras prácticas, ya sea que queramos resistirnos o que nos dejemos guiar por ellos, se trata de ideas no garantizadas, y que tras su apariencia meramente descriptiva, dependen de una serie de presupuestos normativos no declarados, con los cuales, una vez más, podemos o no estar de acuerdo. Nada más lejano a la fuerza irresistible del destino a la que los estoicos se entregaban. La tesis que sostendré en este texto es que los supuestos de la antropología neoliberal son falsos, la experiencia, tanto cotidiana como la de laboratorio no ha dejado de demostrar que nos desviamos de la conducta maximizadora que la teoría define como racional. Aún más, aunque la teoría económica neoclásica haya intentado resolver la cuestión de los vínculos sociales, o aquello que Elster denomina “el cemento de la sociedad”, meramente en términos de egoísmo, la mera reciprocidad

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entre egoístas racionales, aunque logra explicar la reproducción de un vínculo, no puede explicar su origen. Me parece atractivo utilizar las herramientas analíticas de la economía para explorar estos argumentos, de hecho, estas herramientas han sido ampliamente utilizadas para criticar los supuestos del modelo neoclásico que solemos identificar con el sistema neoliberal. No creo que rechazar el fatum que pretenden constituir estos supuestos, pase por rechazar estas herramientas, todo lo contrario, es fundamental poder distinguir entre los distintos enfoques económicos existentes y no hablar del fantasma de “la economía” que pena a las humanidades. §II Ecce Homo “Ecce homo”, estas fueron las palabras pronunciadas por Poncio Pilatos al lavarse las manos y dejar la decisión de la condena de Jesús de Nazareth, a merced de la muchedumbre. Tal como Pilatos, los dogmas de la economía neoclásica se lavan las manos frente a la naturaleza egoísta de los seres humanos que la teoría se limita meramente a describir, dejando a la muchedumbre que juzgue si esta es buena o mala o qué hacer con ella para que la sociedad no se autodestruya en un día. Tal vez sea bueno echarle un vistazo al homo antes de lavarnos las manos. Busquemos pues, un primer acercamiento: el término homo oeconomicus no es nada neutral ni descriptivo, de hecho el uso del término ya implica una toma de posición respecto de la antropología que subyace al modelo neoclásico, la sabida concepción del ser humano como un individuo cuyo principal objetivo es la obtención de riqueza o de bienestar, tal como ha buscado entenderlo la teoría contemporánea al alero del pluralismo de fines vitales. En su defensa, los teóricos de la economía neoclásica, han insistido en que se trata meramente de una abstracción y que no pretende dar cuenta de la complejidad de motivaciones y relaciones humanas, el homo

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oeconomicus sería solo esa parte del mapa motivacional humano que le interesa a la economía. El término aparece por primera vez en la literatura económica a partir de la crítica al sujeto descrito por John Stuart Mill en su ensayo de 1836 On the Definition of Political Economy; and on the Method of Investigation Proper to It. El autor parte del monismo motivacional como un supuesto metodológico; nos bastaba con reconocerle al sujeto económico el deseo de acumular riqueza y la capacidad de reconocer los mejores medios para conseguirlo, pero a la vez también apuntaba que era necesario considerar aquellos deseos que se oponían al dominante deseo de riqueza, como la aversión al trabajo o el deseo de disfrutar en el presente de caprichos costosos. Sin embargo, el mismo Mill procedería en textos posteriores como sus Principles of Political Economy de 1848 a complejizar la comprensión de su sujeto. Lo que le interesaba era entender cómo este sujeto podía comportarse en distintos escenarios institucionales (Persky, 1995), el sujeto descrito por el autor de On Liberty estaba lejos de ser un mero elector racional en medio de un desierto. Desde esta primera versión del concepto en adelante, los economistas han justificado insistentemente la necesidad de aislar analíticamente las motivaciones humanas, de modo tal de hacerlas comprensibles, sin dejar de hacerlas interesantes. La crítica de reduccionismo enfrenta entonces dificultades para esgrimirse contra los padres (que son en su mayoría hombres) del homo oeconomicus, que han defendido bastante bien su retoño. La tendencia a ir más allá de la mera acumulación de dinero en el espectro motivacional, no es exclusiva de Mill, el mismo Gary Becker, uno de los exponentes más destacados de la teoría de la elección racional, amplía el horizonte de su sujeto económico, sin perder de vista la necesaria delimitación del objeto para la teoría. Para Becker los supuestos son bien claros: El análisis asume que los individuos maximizan el bienestar como lo conciben, ya sean egoístas, altruistas, leales, vengativos o masoquistas. Su conducta es previsora y también es consistente a lo largo del tiempo.

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En particular, ellos tratan todo lo que pueden de anticipar las inciertas consecuencias de sus acciones. La conducta previsora, como sea, puede incluso estar enraizada en el pasado, pues el pasado puede ejercer una larga sombra sobre las actitudes y los valores (Becker, 1992: 38).

El análisis asume que los individuos maximizan el bienestar como lo conciben, ya sean egoístas, altruistas, leales, vengativos o masoquistas. Su conducta es previsora y también es consistente a lo largo del tiempo. En particular, ellos tratan todo lo que pueden de anticipar las inciertas consecuencias de sus acciones. La conducta previsora, como sea, puede incluso estar enraizada en el pasado, pues el pasado puede ejercer una larga sombra sobre las actitudes y los valores (Becker, 1992: 38). Esta definición que goza de una enorme claridad, debería hacer que nos retrotrajéramos de nuestra primera y más típica crítica a la antropología del homo oeconomicus, la consabida suposición de egoísmo. El bienestar puede ser concebido de múltiples maneras, incluso desde la perspectiva de un masoquista o de un altruista, que por definición sacrifican lo que tradicionalmente se entiende como bienestar. Mientras la teoría de la evolución enfrentaba dificultades para explicar la conducta altruista de los miembros de una especie dentro del marco de la selección natural individual, la economía neoclásica lo sortea sin problemas: las conductas altruistas producen bienestar en la persona altruista y, por ello, un altruista buscará maximizar su bienestar sacrificando parte de sus ganancias económicas. Su bienestar no es incomprensible para la teoría, simplemente se encuentra en otros fines distintos de la acumulación de dinero. Mientras esta conducta siga pudiendo ser transparente al cálculo costo-beneficio, el altruismo aparecerá como perfectamente racional. Esta apertura nos muestra que para la teoría neoclásica, no es el contenido de las preferencias lo que determina la racionalidad de las elecciones, sino la estructura de la decisión: debe estar orientada a la maximización (Klamer, McCloskey, & Solow, 1988).

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Entonces, el homo oeconomicus no es simplemente un acumulador de capital, un avaro, ni siquiera un egoísta, es sencillamente un maximizador racional, después de todo ¿quién no querría obtener más, de aquello que le da bienestar, al menor costo? Para quienes mantienen una perspectiva crítica respecto de la etología del homo oeconomicus (Vid. Persky, 1995), la representación de este implica la reducción más que meramente metodológica, de las motivaciones humanas. Para el sociólogo español Félix Ovejero (Ovejero, 2008), la cabeza del homo oeconomicus funciona como una caja registradora, calculando a cada segundo qué será aquello que le reporte mayor beneficio, incluso en el largo plazo, una conducta completamente ajena a nuestra experiencia cotidiana entre personas de carne y hueso. Ovejero asume que nuestro sujeto es un egoísta y a partir de ahí predice que será un “adicto al dilema del prisionero”, queriendo decir con ello que de un sujeto así entendido, siempre se espera que elija la jugada que le beneficia más, sin importar lo que su contraparte haga, es decir, no que simplemente se representará la cooperación social como un dilema del prisionero, lo que ya de por sí reduce las opciones de coordinación social, sino que elegirá siempre la opción de defraudar a su contraparte, extraer el mayor beneficio posible de la situación. Cuando ambas partes (pues se trata de un juego diseñado para dos jugadores) elijen “hacer trampa” o defraudar a su contraparte, nos encontramos frente a lo que se denomina equilibrio, también conocido como equilibrio de Nash. Esta solución es el equilibrio del juego, pues cada una de las partes elige lo que sería el mejor resultado, sin importar lo que la contraparte haga. Ahora, el equilibrio no es el resultado más óptimo, pues tomado colectivamente, ambas partes podrían alcanzar un resultado mucho mejor, si decidieran cooperar; sin embargo de egoístas racionales no se puede esperar la cooperación. Esto es lo que tiene en mente Ovejero al rechazar como nefasta la antropología del homo oeconomicus: sin cooperación, es imposible pensar en la producción de bienes públicos, no solo de aquellos que estamos constantemente disputando, como la educación, el aire puro

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o el agua potable, sino de cuestiones tan intangibles como el respeto a las leyes o la participación en las votaciones u otros mecanismos más democráticos que requieren de la cooperación para tener lugar. Pero si hemos dejado de concebir al homo oeconomicus como un egoísta racional, tal vez el resultado del dilema no sea necesariamente el equilibrio que Nash predecía para actores racionales. Existe una anécdota que nos permitirá ilustrar el contraste entre la predicción de Nash para sujetos racionales, y los resultados obtenidos en laboratorio, con sujetos reales. Corría el año 1950 y Merril Flood junto a Melvin Dresher, los diseñadores del dilema del prisionero, quisieron saber cómo se comportarían sujetos reales, es decir, complejos y no meras abstracciones teoréticas, ante las opciones dispuestas por la matriz de pagos del dilema. Para ello reclutaron a Armen Alchian, miembro del departamento de economía de UCLA y a John Williams, catedrático del departamento de matemáticas del RAND, el instituto de investigación al que pertenecían Melvin y Dresher. Ambos profesores jugaron un total de 100 veces el dilema, de ellas Alchian cooperó sesenta y ocho veces, mientras que Williams lo hizo un total de setenta y ocho veces. Ambos alcanzaron la cooperación conjunta un total de sesenta veces. Claramente, dado el perfil de los jugadores, el resultado no podía imputarse a una incomprensión de las reglas del juego o de la matriz de pagos implicada, a lo que Nash responde lacónicamente “Creí que eran más racionales”. El experimento muestra en condiciones controladas de laboratorio, cómo dos economistas, que han comprendido cabalmente las reglas del juego y las consecuencias de cada jugada, se desempeñan en una serie de rondas del conocido dilema. Con todas las diferencias que siempre es preciso considerar, creo que el resultado que obtenemos cotidianamente no es muy diferente, de no ser así, requeriríamos de niveles crecientes de coacción y vigilancia para obtener resultados mínimos de coordinación social. Muchos problemas de este tipo, resultan más inteligibles al ser abordados como un juego de la confianza (o stag hunt) en lugar de un dilema del prisionero, siendo crear las condiciones de la confianza el principal objetivo.

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De todos modos, la cooperación puede ser entendida como teniendo lugar incluso entre individuos egoístas autointeresados. Cuando el dilema del prisionero se juega de manera reiterada y sin saber cuántas rondas se jugarán, las partes suelen cooperar sin necesidad de que exista un acuerdo explícito, sin necesidad de que exista simpatía o una idea de bien común, independiente del juego. Bien, la experimentación en teoría de juegos (Vid. Axelrod, 1984) de la mano del enfoque evolutivo en economía, ha mostrado suficientemente que agentes racionales buscando maximizar su bienestar, pueden actuar de manera altruista. Axelrod, en su pionero trabajo de 1984 (una profundización del paper publicado tres años antes junto a W.D Hamilton), expuso los resultados de un torneo computacional del dilema del prisionero, mostrando cómo la estrategia llamada tit-for-tat, una estrategia que partía cooperando y que luego se limitaba a repetir la jugada de la contraparte, salía victoriosa. En torneos posteriores, estrategias “capaces de perdonar” tenían aún más éxito. La investigación de Axelrod acababa por probar cómo la cooperación podía ocurrir entre egoístas racionales, si se daban ciertas condiciones. Axelrod y Hamilton, buscaban responder cómo podría emerger la cooperación en un ambiente no cooperativo o cómo podía tener éxito frente a otros individuos usando otro tipo de estrategias y no ser invadida por ellas, en suma, lo que ambos autores querían averiguar es cómo la cooperación podía emerger y estabilizarse sin la necesidad de un poder central, es decir, sin requerir un poder capaz de mantenerlos atemorizados a todos, como creyera necesario Hobbes. Sin requerir empatía o siquiera racionalidad por parte de los agentes. La reciprocidad emergía del mero hecho de no saber cuántas veces se jugaría, es decir, de no saber cuál sería la última jugada. A diferencia de la teoría neoclásica donde podemos fácilmente situar a Becker, la perspectiva evolutiva no hace asunciones fuertes respecto de la racionalidad de los agentes, y trabaja, por definición, con niveles menores de conciencia y previsión del futuro.

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La perspectiva evolutiva logra entonces explicar el altruismo sin emoción, sin compromiso y sin mayor complicación respecto de la desventaja evolutiva que, a simple vista, representan las conductas altruistas que implican un sacrificio respecto del propio bienestar. Volviendo sobre la definición de Becker, el altruismo puede, por un lado, ser entendido como una conducta cuya maximización produce bienestar, o bien, tal como lo entiende Axelrod, como una conducta resultante de la mera reciprocidad mecánica. Con todo, ninguna de las dos definiciones de altruismo se asemeja a aquella que solemos tener en mente cuando hablamos de altruismo. Ambas implican, en un nivel más o menos consciente, el cálculo de beneficios. En el caso de la maximización de Becker es evidente y, aunque menos evidente en el caso de Axelrod, el cálculo está ahí en la psyché de unos sujetos que cooperan, pues no saben por cuánto tiempo estarán unos frente a otros y se necesitarán para subsistir. Esta noción evolutiva de altruismo es conocida como “altruismo recíproco”, algo que sin duda parece un oxímoron. Y es que parece que la introducción del altruismo en el análisis económico ha sido un poco tramposa. Para Becker el altruismo no presenta mayor problema, así como tampoco el masoquismo: ambas conductas pueden ser comprendidas desde la perspectiva de la maximización del bienestar. No debería distraernos el hecho de que tanto el altruismo como el masoquismo, por definición, compartan la característica de disminuir, de forma temporal o permanente, la aptitud para la sobrevivencia del individuo que los practica. Si para un individuo, en su orden de preferencias, aquellas que disminuyen sus posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia, son las que le generan mayor bienestar, entonces lo racional será que las maximice al menor costo, y no otra cosa. Bienestar y supervivencia quedan disociados en el esquema de Becker. Es preciso entender entonces, si acaso hay altruismo disociado del bienestar y si, de ser así, esta conducta es o no racional. Me gustaría a continuación mostrar porqué el altruismo no puede ser completamente entendido desde la perspectiva de la conducta maximizadora, ya sea del bienestar

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o de la adaptabilidad evolutiva. No quisiera, sin embargo, negar que las conductas altruistas puedan generar bienestar en quien así actúa, tampoco me gustaría asumir una perspectiva rigorista kantiana y restarle valor a la acción moral cuando otros factores como el placer o la simpatía concurren en la motivación. Tanto para la economía evolutiva como para la neoclásica, el altruismo puede ser reducido a un cálculo, más o menos consciente por parte de los sujetos. El “altruismo recíproco” se revela como una estrategia evolutivamente estable, esto quiere decir que se trata de una estrategia de juego en el dilema del prisionero, que es improbable que sea invadida por otras estrategias. A diferencia del enfoque neoclásico, para el enfoque evolutivo los jugadores no necesitan tener conciencia de qué estrategia están jugando, no necesitan propiamente decidirlo con miras a maximizar su nivel de bienestar presente o futuro, por tratarse de una estrategia que ha alcanzado estabilidad a nivel genético y es, por ende, una característica heredada. La economía evolutiva trabaja con actores ciegos movidos por la selección natural, mientras que el enfoque neoclásico presupone una capacidad excesiva de planificación de parte de los sujetos. Con todo, y reconociendo la prescindencia de la previsión, uno de los textos de referencia en la literatura del “altruismo recíproco”, The evolution of reciprocal altruism de Robert Trivers (1971), nos proporciona un ejemplo que vale la pena analizar con detenimiento: Un ser humano salvando a otro con quien no está relacionado y que está a punto de ahogarse, es un acto de altruismo. Asuma que la chance de que el hombre que se está ahogando muera, es del 50% si nadie se lanza a rescatarlo, pero la chance de que quien lo salve, se ahogue, es mucho más pequeña, digamos, una en 20. Asumamos que el hombre siempre se ahoga si quien lo salva se ahoga y que se salva si su rescatador se salva. También asumamos que el gasto energético de quien salva es trivial en comparación con las probabilidades de supervivencia. Si fuera un hecho aislado el rescatador o rescatadora no se molestaría en salvar al hombre que se ahoga. Pero si el hombre que se ahoga le retribuye en algún momento futuro, y si las chances de supervivencia, son exactamente reversas, sería para el beneficio de cada participante haber arriesgado su vida por el otro (Trivers, 1971: 36).

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El “altruismo recíproco” es el resultado de un cálculo, un cálculo que probablemente hemos hecho en un momento precedente a la situación de emergencia y que de alguna forma hemos interiorizado como una norma social, de otro modo es difícil imaginar que nuestra mente sea tan poderosa como para calcular estas probabilidades en un lapso tan corto, sobre todo en situaciones donde cada segundo cuenta. Es ridículo imaginarse al sujeto de Trivers calculando a la orilla de la playa mientras el hombre se ahoga. Haciéndole justicia a Becker, su definición del objeto de análisis de la teoría, no incluye ninguna definición del altruismo, solo nos hace intuir su cercanía al masoquismo y la posibilidad de subsumir ambos en la conducta maximizadora racional. En ese sentido, la definición de Becker se aproxima a la de Trivers: el altruismo es algo que puede maximizarse, es decir, obtener el mayor beneficio, al menor costo. Eso es precisamente lo que hace el sujeto “apto” o “apta” de Trivers, evalúa el costo que podría tener el acto altruista, y solo si este es inferior al beneficio que rinde el altruismo en un marco de encuentros sucesivos entre sujetos capaces de reconocerse mutuamente y devolverse favores, solo entonces, el acto altruista aumenta la aptitud para la supervivencia, del sujeto que lo ejecuta. ¿Qué sería un costo para la persona altruista de Becker? Arriesgar la vida, si produce bienestar, no lo sería. Cualquier cosa que produzca una disminución en el bienestar de nuestro altruista cuenta como un costo que es racional minimizar o eliminar. Pero si la acción altruista se hace por razones diferentes que el bienestar, si la llevamos a cabo kantianamente, es decir, aún contra la inclinación, ¿somos acaso irracionales? La perspectiva neoclásica parece indicar que sí. En este punto puede resultar iluminador recurrir a un texto ya clásico en la literatura crítica de la teoría de la elección racional, un artículo del economista indio Amartya Sen, decidoramente llamado Rational Fools: A Critique of the Behavioral Foundations of Economic Theory. Para Sen, el problema del enfoque neoclásico es la reducción del ser humano a un animal auto-interesado (self-seeking), para el que cualquier decisión puede ser entendida como una maximización de

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las preferencias y no hay forma de escapar de ahí, salvo mostrando ser inconsistente, es decir, elegir B sobre A en una oportunidad y luego hacer lo contrario en la oportunidad siguiente. Siempre que haya consistencia en las elecciones, el enfoque neoclásico verá una maximización de las preferencias, sin importar qué preferencias sean, altruistas, egoístas o de conciencia de clase: si son consistentes, entonces pueden ser entendidas como la maximización de una función de bienestar. De acuerdo con Sen: Esta perspectiva, a la vez, asume muy poco y mucho: muy poco porque existen fuentes de información sobre las preferencias y el bienestar, tal como se suelen entender estos términos, que no provienen de la elección, y demasiado porque la elección puede reflejar un compromiso entre variadas consideraciones de las cuales el bienestar puede ser solo una más (Sen, 1977: 323- 324).

El compromiso, a diferencia de la simpatía, no implica un aumento del bienestar y escapa, por ende, a la grilla omniabarcante de la racionalidad more neoclásico. Siguiendo a Amartya Sen, el compromiso podría ser definido como la acción de “una persona que elige un acto que cree que le producirá un nivel más bajo de bienestar personal que una alternativa que también tiene disponible” (Sen, 1977: 327). El compromiso es entonces la elección consciente de una opción que produce menos bienestar que una alternativa conocida. No es meramente el resultado de un error por desconocimiento de alternativas: no hay realmente una elección comprometida si sacrifico mi bienestar por error, debo, por definición, conocer que existen otras opciones que maximizarían mi bienestar, y, a sabiendas, elegir aquella que lo disminuye. Por otro lado, si el bienestar de quien elige aumenta como un efecto colateral de la acción, es decir, si en la situación hipotética de que este efecto no se produjera, la agente elegiría, de todas maneras, dicho curso de acción, en ese caso también podemos entender que la motivación ha sido el compromiso y no la maximización del bienestar.

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El análisis de Sen resulta esclarecedor en este punto, pues nos muestra que, pese excluir el egoísmo como característica necesaria del homo oeconomicus, el enfoque neoclásico continúa actuando bajo el supuesto de individuos auto-interesados, donde la motivación última de las acciones altruistas debe ser reducida al bienestar de quien actúa para ser considerado como racional. Es en esta misma línea que Sen quiere deslindar la simpatía del compromiso, acercándose así al rigorismo de la acción moral kantiana, donde solo la acción realizada por deber y contra la inclinación tendría valor moral. El compromiso nos permite establecer reordenamientos de nuestras preferencias y no tomarlas simplemente como un “dato” a partir del cual nos procuramos bienestar y que no es posible modificar. Esta es precisamente la idea de una razón inerte, incapaz de mirarse a sí misma y proponerse un objeto que aquel que actualmente persigue. Nuestra incomodidad con el homo oeconomicus parece radicar entonces en la tramposa inclusión del altruismo dentro de sus motivaciones, pues el altruismo, tal como lo concebimos en la vida cotidiana, no puede ser reducido a un cálculo, no puede, en suma, ser maximizado. Ese altruismo que es meramente espejo del bienestar individual (o del núcleo familiar del individuo), es incapaz de dar cuenta de la miríada de motivaciones que pueden estar detrás de una acción altruista, el bienestar no siendo la principal de ellas. El compromiso, uno de los sentimientos más apreciados por quienes se resisten al fatum de la antropología neoliberal, es irreductible a la racionalidad implícita en la elección racional. El compromiso no es inconsistente, no es tampoco resultado de la información deficiente; es simplemente la elección consciente de una opción que no es la que mejor avanza nuestro interés, es, de acuerdo con la definición de la economía neoclásica, irracional. Con todo, me gustaría marcar mi diferencia con Sen en cuanto al lugar de la simpatía, o más bien, de la empatía. Sen ha entendido la simpatía como la dependencia del propio bienestar, del bienestar de otro. En este sentido, la simpatía es susceptible de ser capturada

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por la racionalidad del homo oeconomicus y ser la mejor candidata para explicar el altruismo en términos racionales. Resulta curioso que la simpatía, una emoción que no cae del todo dentro de nuestro control, pueda ser objeto de cálculo. Sin embargo la simpatía puede ser entendida de otra manera cuando la pensamos como un ingrediente motivacional del compromiso. Me explico. El análisis de Sen es tremendamente clarificador y nos permite identificar la fuente de nuestra incomodidad con el homo oeconomicus, aún después de haber constatado que no necesariamente es un egoísta racional: lo que nos incomoda, creo, es la reducción de toda la motivación al cálculo de bienestar futuro: el monismo motivacional del homo oeconomicus. El compromiso, por definición, escapa a dicho cálculo de utilidades, sin embargo Sen, al poner la simpatía de un lado y el compromiso de otro, está dejándonos como única opción disponible, pensar el compromiso como emergiendo desde una idea kantiana del deber, mientras que nuestra experiencia cotidiana del compromiso puede contarnos una historia algo distinta. Tal vez el compromiso no es del todo racional y en este sentido tienen razón los economistas neoclásicos, pero su irracionalidad dice relación precisamente con su vínculo con las emociones que se resisten al cálculo. La irracionalidad no es simplemente una deficiencia de racionalidad, es otra fuente motivacional distinta y no subordinada. Esto nos lleva al segundo foco que señalábamos en un principio: la incomodidad con la “elección racional”, aunque ya hemos avanzado buena parte de esta crítica, en el siguiente apartado me propongo mostrar que, si tomamos como cierto que la racionalidad es la maximización del bienestar, entonces la racionalidad es solo una parte de nuestra vida consciente y no necesariamente la más importante. El compromiso, aunque puede ser la expresión de la racionalidad práctica kantiana, es también, y en gran medida, producto de nuestras emociones, de todo aquello que queda fuera de la racionalidad.

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§III La elección (no tan) racional La contraposición entre razón y emoción es, sin duda, un tópico, pero no por ello carente de sentido y en esta investigación sobre los supuestos antropológicos de la economía neoclásica y del neoliberalismo que la toma como su credo, puede servirnos de guía. La perspectiva feminista en economía y epistemología, ha contribuido a cuestionar los cimientos tanto antropológicos como epistemológicos que sostienen la teoría de la elección racional (Folbre & Hartmann, 1988; Jaggar, 1989), pero las voces masculinas no han estado ausentes y nos han aportado reflexiones valiosas al respecto, desde el marxismo analítico, por ejemplo, Elster ha sido uno de los más entusiastas críticos de la racionalidad económica (Elster, 1985, 1997, 1998). La biología, como en pocas ocasiones, ha servido también de soporte a las tesis feministas sobre la racionalidad (de Waal, 1996; Ridley, 1998); por otro lado, la misma economía evolutiva ha respondido cuestionando el modelo de sujeto racional (Field, 2001; Frank, 1988, 2011). La perspectiva de la epistemología feminista puede servirnos entonces, como una entrada crítica posible al concepto de racionalidad del que se sirve la rational choice. De acuerdo con Jaggar (1989: 145- 146), la razón despojada de valores y capaz de hacer cálculos, pero no de ponerse fines, es el resultado de la emergencia del modelo científico empírico en el siglo XVII. El consiguiente desplazamiento de la esfera del valor desde la naturaleza a lo humano, se consolida en el pluralismo postmoderno al que hacíamos referencia al principio. Es por eso que el modelo de la decisión racional puede adaptarse a múltiples fines, solo necesita responder a la maximización del bienestar para conferirle racionalidad a la decisión, aunque ese bienestar venga dado por el altruismo o el masoquismo. La emoción, como residuo, queda desplazada al ámbito de lo íntimo, algo así como una externalidad que solo puede ser incorporada si es capaz de calcularse y maximizarse de la mano con el

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bienestar que por defecto busca el homo oeconomicus. Las emociones, no obstante, son definidas precisamente por esa insumisión al cálculo, por así decirlo. Una emoción, para ser tal, no puede ser fingida: calcular los costos y beneficios de una acción antes de exteriorizarla, equivale a fingirla y, por ende, a no sentir del todo dicha emoción. Las emociones, como el cálculo racional, pueden comportar beneficios en nuestra interacción con las demás personas y fundamentalmente en la producción de bienes públicos como la reproducción de las normas sociales, o incluso en la subversión de las mismas1, que es el contexto en que más ampliamente han sido estudiadas, sin embargo, su éxito en esta tarea radica precisamente en que no responden al cálculo. Es por eso que propuestas como la del profesor de la Universidad de Cornell, Robert Frank, parecen lastradas con un defecto congénito. El economista, en su libro ya clásico de 1988 Passions within Reason: The Strategic Role of Emotions, expone una tesis que ya se anuncia en el título mismo del libro: las pasiones tendrían un rol estratégico, es decir, podríamos obtener un rendimiento consciente a partir de nuestras pasiones. El trabajo de Frank busca revelar la importancia de las pasiones y emociones fuera del ámbito íntimo, sacándolas de esa división del trabajo entre lo público y lo privado donde la epistemología moderna parecía acorralarlas. Las pasiones jugarían un rol importante en garantizar que las personas ejecuten tareas sin supervisión, en los niveles de confianza que hacen posible la cooperación social e incluso en los niveles de confianza necesarios para hacer que los negocios funcionen: la capacidad que podamos reconocer en una potencial

El concepto de Jaggar (1989) de “emociones proscritas” (outlaw emotions), tematiza este rol de las emociones. De un lado, podemos claramente identificar aquellas emociones sostenedoras de las normas sociales, como la indignación y el rechazo, entre otras, que sustentan el castigo a quienes infringen la norma, o la culpa y la vergüenza, en tanto que emociones que nos advienen cuando nosotras hemos infringido una norma. Por el contrario, las emociones proscritas son precisamente aquellas que surgen como resultado de las injusticias actualmente existentes, emociones que propiamente conducidas pueden ser motores de transformación social. Por el contrario, agentes puramente racionales, en el sentido de la teoría de la decisión racional, carecerían finalmente de una motivación para revelarse contra la injusticia. La rebelión solo puede ser entendida cuando la situación ha llegado a un punto tal en que los y las oprimidas están dispuestas a llevar adelante la revolución, sin importar el costo que esta pueda conllevar (Cfr. Lichbach, 1990). El deseo de empeorar la posición del opresor, aún a costo de empeorar la propia, puede ser absorbido también como una maximización del bienestar mediante la venganza, sin embargo, el resentimiento y la ira, en cuanto emociones que sustentan la venganza, no pueden, una vez más, ser calculadas. 1

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socia, de sentir culpa o vergüenza, hace más probable que decidamos asociarnos con ella, sabemos que evitará engañarnos para evitar la culpa o la vergüenza de una violación de las normas sociales. Frank distingue el modelo del compromiso, aquel que considera el rol de las pasiones en las elecciones, y el modelo del auto-interés, según el cual la gente actúa siempre del modo más eficiente para avanzar sus intereses personales. Para Frank las emociones servirían como un dispositivo que permite resolver el problema del compromiso, entendiendo dicho problema como la necesidad de prometer comportarnos a futuro de un modo contrario a nuestros intereses personales. Es evidente que las pasiones resultan muy útiles, aún cuando, en primera instancia, parecen estar destinadas a poner cuesta arriba el cálculo limpio de los intereses. Frank explora ampliamente el rol de las emociones incluso en las relaciones comerciales, aquel ámbito del que Smith dijera que no es la compasión del carnicero, del panadero o del cervecero, la que nos conseguirá nuestro alimento, sino su interés propio. Frank lleva consigo la simpatía, la confianza, la compasión, así como la culpa y la vergüenza, al mercado, un lugar extraño y caracterizado por el conflicto de intereses que, por el contrario, se suele borrar del ámbito doméstico, donde reina la compasión y el altruismo.2 El problema con el esquema de Frank es su insistencia en que las emociones tendrían un rol “estratégico”, que estas pueden ser conscientemente entendidas como un dispositivo que permite resolver el problema del compromiso. Si bien es cierto, a su juicio, que la persona honesta

Uno de los aportes más interesantes del trabajo de Gary Becker es su tratamiento de la familia como una unidad de maximización de costos y beneficios. La comprensión unitaria de esta llega a tal punto que se elimina cualquier posibilidad de conflicto de interés al interior de la misma, reforzando la idea subrayada por el análisis feminista de que el hogar ha tendido a ser idealizado por la economía como el reducto de la conducta altruista y del compromiso. En este texto hemos intentado demostrar cuán errada es esta distinción y cómo las pasiones y los compromisos que ellas posibilitan, forman parte de nuestra vida pública, a la vez que el interior del hogar, aquello que para Hannah Arendt constituyera un reino de sombras, puede ser efectivamente visto como un espacio de conflicto, donde las preferencias de una de las partes adquieren mayor valor que las de las otras, en tanto dispone del capital para adquirir los bienes que las satisfacen. 2

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lo será independiente de todo cálculo y que el impulso empático de rescatar a una extraña, es un costo en primera instancia, sigue viendo que las emociones pueden ser analizadas en un momento posterior desde el punto de vista del cálculo, y si son finalmente adaptativas, es porque a largo plazo resultan beneficiosas para el individuo, pese no ser racionales. Elster, siguiendo a Nico Frijda, identifica cinco frentes desde donde las emociones pueden afectar la optimalidad o eficiencia de la decisión racional. En primer lugar, las emociones afectan los estimados de “credibilidad y posibilidad” respecto de aquellas acciones que están fuera de nuestro control. En segundo lugar, las emociones tienden a generar la creencia de que las acciones tienen una cierta eficacia que de otra manera no le asignaríamos. Un tercer factor en que las emociones afectan la racionalidad de las decisiones, es a través de la inducción del comportamiento fantasioso, conducta que Elster ilustra con el ejemplo de una viuda que sigue poniendo la mesa para dos, incluso años después de perder a su pareja. Otra influencia negativa de las emociones sobre la racionalidad de la decisión, es la producción de fantasías dolorosas, como los celos, que son, sin embargo, buscadas por el agente. La llamada “conducta irracional” es ejemplificada por Elster con los casos en que el agente persigue a alguien a sabiendas de que éste no quiere ser perseguido, o trata de conseguir mediante agresión algo que sabe, también, que no puede ser conseguido por ese medio. El concepto de racionalidad que se revela subvertido aquí es uno según el cual una acción es racional si satisface dos condiciones: una relativa a la formación de creencias y la otra al modo en que las acciones son elegidas. La elección racional, de acuerdo con Field (2001: 5 ss) debe estar basada en creencias sobre el estado del mundo, a las cuales se ha llegado racionalmente. Para Elster, estos cinco flancos en que la emoción puede afectar la racionalidad de la decisión, responden a la tendencia de la mente a buscar satisfacción inmediata mediante ilusiones, aún a expensas de las ganancias a largo plazo, una disposición que habría sido hasta

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cierto punto adaptativa si hacemos el esfuerzo por imaginar las condiciones de vida de nuestros ancestros, donde el “largo plazo” era tremendamente incierto y hasta improbable y las recompensas inmediatas aseguraban la supervivencia aquí y ahora. Es esta tendencia inevitable de nuestra mente la que nos hace considerar la teoría de la decisión racional un tanto inverosímil. Becker es consciente de ello e intenta resguardarse frente a las críticas que provienen de esta dirección, señalando que las distorsiones en la percepción y la cognición han sido exageradas por filósofos y sociólogos, a expensas de otras influencias en las elecciones que el modelo más amplio que él plantea sí incorpora, tales como el capital personal y el social, donde la influencia de las decisiones pasadas y la dotación inicial, es puesta en el sitio que Becker considera necesario. Con todo, para Becker, la conducta de los individuos sigue siendo racional en tanto “se asume que hacen elecciones previsoras, maximizadoras y consistentes. Pero el tipo de racionalidad modelado aquí es bastante diferente, y mucho más relevante que aquel encontrado en el modelo standard porque la conducta es influenciada por los hábitos, la infancia y otras experiencias, y la cultura, la presión entre pares y otras interacciones sociales” (2009: 23). Parte de la idea de “capital humano” que ha hecho célebre a Becker, radica en la capacidad para tomar decisiones que a largo plazo modifiquen nuestras interacciones sociales, de modo tal que generen un mayor bienestar, entre ellas precisamente la decisión de invertir en conocimiento que nos permita disminuir nuestra tasa de descuento del futuro, es decir, una inversión en conocimiento que nos permita ser más previsoras y contrarrestar esa tendencia adaptativa a ceder ante las recompensas inmediatas. Pero el enfoque neoclásico, al igual que el enfoque adaptativo, resuelven la cuestión muy pronto, asumiendo simplemente que las tasas de descuento del futuro pueden ser modificadas fácilmente. En el problema de la cooperación social, tal como lo aborda la economía evolutiva, el descuento del futuro se resuelve mediante la iterabilidad de los intercambios. Pero un

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enfoque estrictamente egoísta como el del “altruismo recíproco”, no puede responder cómo surge la cooperación por primera vez, cuando evolutivamente nuestra tasa de descuento es alta y desde el punto de vista de la mera conveniencia, es inexplicable cómo alguien podría dar el primer paso en la cooperación.3 El supuesto de que somos previsores y capaces de calcular las consecuencias de cada acción en cada momento, resulta contraintuitivo. Adicionalmente, la evidencia tanto de los experimentos como de nuestros intercambios cotidianos, muestra que tendemos hacia el cortoplacismo. Sin embargo la precisión de Becker es nada despreciable y tampoco deleznable, pues la capacidad de aplazar las recompensas inmediatas no solo es importante para sujetos racionales previsores, sino también para el surgimiento de las virtudes revolucionarias. Si bien las emociones proscritas son el motor para la transformación de la sociedad, la capacidad de aplazar las recompensas es la que asegurará la persistencia de la lucha, aún pese a las derrotas temporales y las dificultades que los adversarios o los opresores puedan poner en el camino. Adquirir habilidades que nos permitan ser previsoras ha de ser pues, parte de una educación cívica radical. Nuestro malestar con el concepto de capital humano proviene de otra fuente. En la última sección intentaré ofrecer algunos conceptos que nos permitan explorar este malestar e identificar cómo este se relaciona con el concepto de elección racional y aquel de homo oeconomicus. § IV La razón inerte del capital humano Conocida es la frase de Marx en una carta escrita a su hija Laura “no creas que estoy loco por los libros; soy una máquina condenada a devorar los libros y a arrojarlos de forma cambiada al estercolero de la historia”. A simple vista parece que Marx le está dando pie a 3

Si, por el contrario, entendiéramos el problema de la cooperación no como un dilema del prisionero, iterado o no, sino como un “juego de la confianza”, nuestro problema pasaría a ser cómo asegurar las condiciones para que la confianza emerja. Me parece que este cambio de enfoque produce resultados interesantes. 296

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sus numerosos críticos al describirse a sí mismo meramente como una máquina que simplemente excreta libros. Precisamente una de las resistencias que encontró el concepto de capital humano en su emergencia fue la de que suponía que los seres humanos éramos como máquinas, básicamente capaces de ser considerados parte de los activos fijos de una empresa, al nivel de la maquinaria o las instalaciones de las que esta precisa para funcionar. Formarnos como capital humano es devenir mejores insumos para la producción. En su conferencia de aceptación del Nobel en 1992, Becker se refiere al concepto de “capital humano” como uno que no es controversial en estos días, a diferencia de lo que ocurría en los años setenta, cuando comenzó a trabajar el tema. Con todo, creo que el concepto de nano-intencionalidad, acuñado por el biólogo W.T. Fitch (Fitch, 2008), podría orientarnos en comprender que percibirnos como máquinas, para bien o para mal, no puede sino ser una metáfora y que del otro lado, las máquinas han sido creadas a imagen y semejanza de la naturaleza, tras la comprensión de los procesos vitales como mecanismos inteligibles y predictibles. ¿Qué nos parece problemático entonces en el concepto de capital humano? A simple vista, pareciera que todas nuestras preferencias son consistentes entre sí, que no tenemos cavilaciones ni contradicciones, que no somos capaces de sacrificar el interés en nombre de un ideal, presente o futuro, que no nos comporta ninguna ganancia, ni siquiera en aumentar nuestro empático confort. El concepto de capital humano presupone esa excesiva capacidad de previsión, la cual hemos desarrollado a través de la inversión en educación. Invertir en capital humano, requiere la inversión previa en aprendizaje sobre la necesidad de sacrificar ganancias presentes por mayores ganancias futuras. Sabemos que este aprendizaje proviene mayormente del capital social y cultural con que cuenta el individuo. Lo que entendemos básicamente por inversión en capital humano, es básicamente la inversión en salud y formación, para producir más en una empresa y así obtener mayores beneficios individuales o para

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la unidad familiar. Incluso la salud mental se revela como un factor importante en la formación de capital humano y en el consiguiente aumento de la paga a quienes así invierten. ¿Pero qué es finalmente lo que nos incomoda de este concepto? El mercado laboral nos contabiliza como stock, como un insumo más de la producción, eso es lo que encierra en términos simples el concepto de capital humano y esto se traduce en precarización y en una desigual distribución de las oportunidades de autorealización en el trabajo. Esta cuestión hunde sus raíces en la desigualdad de aquello que John Rawls llamara los beneficios y cargas de la cooperación social, una desigualdad que es constitutiva del mercado laboral flexibilizado. El problema finalmente no es que seamos considerados y consideradas como máquinas contra una esencia humana avasallada por la lógica del mercado, después de todo, superar el esencialismo humanista puede ser liberador en más de un sentido. Tal vez se trata de algo más pedestre y más cotidiano. Y es que la lógica del capital humano en el trabajo, es la lógica de la antropología neoliberal que ha colonizado todas nuestras relaciones interpersonales, y así como desde la perspectiva neoclásica, el futuro es planificable e instrumentalizable con máximo detalle, todas nuestras interacciones acaban siéndolo también, todas pueden ser orientadas a obtener el máximo rendimiento a largo plazo, considerándolas como inversión en capital social. Me parece que la teoría de la elección racional, al adjudicarnos a los seres humanos, tal vez implícitamente más a los varones que a las mujeres, una capacidad superlativa de tomar decisiones considerando los costos y beneficios futuros, acaba subsumiendo toda nuestra subjetividad en el cálculo racional. Si bien esta reconoce múltiples fines racionales, además de la acumulación de dinero, la racionalidad de la teoría neoclásica es una racionalidad centrada solo en los medios que deja la determinación de los fines en la penumbra. La racionalidad de la teoría de la elección racional es una racionalidad inerte en el sentido de Domènech, en tanto que esta se entiende a partir

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del “conformismo filosófico de los deseos y preferencias ‘dados’ a la concepción plana del aparato motivacional humano” (1989: 22). La razón erótica, por el contrario, es entendida como aquella capaz de entender la complejidad motivacional de la psique humana, incluidas las preferencias de segundo orden, es decir, las preferencias sobre preferencias. Nuestra relación con el trabajo y con quienes nos rodean debe ser erótica en el sentido tradicional del término, pues para escapar del cálculo de costos y beneficios que supone la idea de elección racional, debe estar más allá del cálculo, debe ser pasional. Erótica también en el sentido platónico que rescata Domènech, nuestra relación con el trabajo debería ser reflejo también de un ordenamiento complejo de las preferencias. El hecho de que nos veamos arrastradas y arrastrados a entrar en ciertas prácticas, hasta a desear ocupar un mejor lugar dentro de ellas, no implica que no podamos desear que nuestro deseo fuera diferente y es quizá esta emoción proscrita la que nos ilumine aquellas prácticas transformadoras que reclamamos.

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“Hablar no es inocente” Filosofía, gestión y política en la “Escuela de Santiago” Pablo Solari G.

Vos me enseñasteis a hablar, Y yo sólo aprendí a maldecir.

El nombre “Escuela de Santiago” circula actualmente para designar una trama de discursos, modelos de gestión y formas de “aprendizaje transformacional” que remiten, principalmente, a los trabajos de Humberto Maturana, Francisco Varela, Fernando Flores y Rafael Echeverría.1 En lo que sigue propongo tres perspectivas de lectura sobre algunos aspecto del discurso, heterogéneo en sí mismo, de dicha escuela y, especialmente, sobre el cruce de filosofía y gestión tal como aparece en el “diseño organizacional” de Flores y en la ‘ontología del lenguaje’ de Echeverría. Cada una de estas perspectivas de lectura dispone dicho discurso en tres contextos o “trasfondos” diferentes para interrogar por las operaciones que así despliega: historia del pensamiento, nuevas figuras de la vida social en el capitalismo global y el proceso de transformación histórica marcado por el Golpe de Estado en Chile. Tales contextos o superficies no existen como tales: son otros discursos que se dejan sedimentar, registrar, aunque no necesariamente agotar, en esas agencias disciplinarias que llamamos filosofía, sociología, política y crítica cultural. Es la propia “escuela de Santiago” la que se expone a esta re-figuración pues, como todo discurso, propone sus conatos de auto-inscripción, sea explícitamente o mediante omisiones y silencios de magnitud variable. Debo el apercibimiento del rótulo “escuela de Santiago” a mi amigo Claudio Santander Martínez. 1

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1. Comunicación basada en computación y política de la explicitación A inicios de los ochentas, Fernando Flores declaró la necesidad de una “filosofía de la administración” dada la insuficiencia de las teorías disponibles frente a los desafíos de lo que llamó la “oficina electrónica del futuro”.2 A diferencia de la fábrica, esta forma de trabajo no sólo está condicionada por la mayor integración de comunicación e interacción en el trabajo mismo, sino por la contingencia de las tareas y multifuncionalidad de los roles: “los pedidos puede aparecer en cualquier momento, las promesas implícitas requieren ser tomadas en cuenta, etc. […] no es fácil reconstruir la participación de los trabajadores y del gerente” (Flores, 1993: 62). Un nuevo modelo requería repensar la acción y la comunicación más allá del marco racionalista-mecanicista de procesamiento de datos y resolución de problemas. Flores propuso importar elementos de la filosofía contemporánea, conjugando, en lo esencial, la pragmática de Searle y la hermenéutica de Heidegger.3 Su conclusión general, coincidente con los conocidos planteamientos que Maturana y Varela hacían por la misma época, es que la acción humana “ocurre en el lenguaje en un mundo constituido a través del lenguaje”, considerando que “el lenguaje es ontología, una serie de distinciones [que producimos en él] y que nos permiten vivir y actuar juntos en un mundo que compartimos” (Flores, 1993: 75-76). Según el modelo que así surge, las organizaciones son redes de conversaciones recurrentes que anudan actos de habla directivos y comisivos sobre un trasfondo de escucha compartido.4 La administración, por su parte, es “ese proceso de apertura, de escuchar y producir compromisos, que incluye un interés por la articulación y activación de redes de compromiso, producidos primariamente a través de promesas y peticiones, permitiendo la autonomía de las Cfr. (Flores, 1993: 18) Según a la interpretación predominantemente fenomenológica en sentido clásico de Hubert Dreyfus. 4 Cfr. (Flores, 1993: 57-58) 2 3

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unidades productivas” (Flores, 1993: 68). De esta re-descripción Flores desprende la tesis radical de la equivalencia entre administración y comunicación.5 El foco, sin embargo, está puesto en los rendimientos prácticos de esta nueva perspectiva: la posibilidad de diseñar las redes conversacionales para anticipar los “quiebres” o interrupciones en la transparencia de la acción que inevitablemente afectarán a la organización. La propuesta de Flores se orienta a remover “deseconomías” y a promover eficacias en la comunicación mediante una “renovación organizacional” en dos dimensiones: “la implementación de una tecnología de sistema de comunicación por computador, diseñados en forma apropiada [...y] el entrenamiento del personal en competencia comunicativa básica (Flores, 1993: 58). En el nivel informático, Flores creó un software llamado El Coordinador, destacando que su interfaz introduce una ontología de “lenguaje/ acción”. Esto significa que el programa computacional permite, entre otras aplicaciones, sostener “conversaciones” de manera que cada interacción se represente en un formato complejo que incluye, junto con el contenido proposicional, la “explicitación” de su fuerza ilocutiva y otros datos “performativamente” relevantes sobre sus condiciones de cumplimiento. Sin embargo, lo esencial reside en el segundo aspecto del diseño: “nuestra principal recomendación estratégica: […] debe reforzarse y desarrollarse la toma de conciencia de cada miembro de la organización sobre su participación en la red de compromisos” (Flores, 1993: 59). Y aunque la interfaz no garantiza el cumplimiento de las promesas, provee una herramienta poderosa para combatir a su principal enemigo público: la ambigüedad ilocutiva. “No es posible tener ambigüedad en cuanto a si un mensaje tiene o no tiene la intención de transmitir una petición. Es difícil sugerir una acción para poner a prueba si el mensaje se entiende como algo que usted desea que haga el auditor” (Flores, 1993: 89). Esta política de explicitación de las fuerzas sería el 5

Flores reconoce la violencia de esta tesis sobre los “significados comunes”, de modo que restringe su alcance provisionalmente, pues “no está del todo claro, por ejemplo, que las percepciones en el dominio ético puedan ser incluidas bajo los términos de las interpretaciones administrativas” (Flores, 1993: 68).

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núcleo de una regimentación general de las interacciones lingüísticas como foco del diseño y gestión organizacional. Este modelo supone asegurar que el personal esté alineado en el conocimiento de los protocolos de comunicación establecidos, aunque la misma implementación de El Coordinador tendría un efecto pedagógico, integrando trabajo y aprendizaje. En un lenguaje que recuerda la biología del conocimiento de Maturana y Varela, Flores afirma que “la orientación que rige nuestro diseño permite a los seres humanos la observación de su producir y actuar lingüísticamente en un mundo” (Flores, 1993: 75). El costo de esta regimentación puede suponer un ajuste grupal del oído y una oclusión del tono que permita desalojar la cuestión de la cortesía como índice de la amistad: “[…] en algunos contextos, las prácticas estándar nos inducen a asociar el ser indirectos con la cortesía. […]. La misma claridad puede ser oída como si tuviese un tono menos que amistoso. Pero a medida que se desarrollan las prácticas en un grupo, el acto de escuchar se desarrolla para adecuarse al medio” (Flores, 1993: 89). Flores no niega la importancia que puedan tener para la organización las formas menos estructuradas, ni prohíbe la conversación “de café”. Sin embargo, es posible y necesario discernir atónicas hablas computer-based de “aquellas en las que la vaguedad cumple con un importante propósito social y en las que la interpretación del ‘tono de voz’ y el ‘lenguaje corporal’ son esenciales para la comprensión” (Flores, 1993: 92). Esto conlleva, en el discurso de Flores, una interpretación del significado de modernización centrada en la comunicación que apunta a la conciencia del lenguaje como fuente de compromisos: “una nueva ‘tradición’ o cultura compartida en la que la dimensión compromiso del lenguaje sea tomada en serio dentro de una interpretación compartida de actos lingüísticos explícitamente marcados” (Flores, 1993: 89).6 6

Esto implica una distinción entre relaciones modernas y tradicionales con el leguaje. Si a mayor “comunidad cultural” mayor es “la relativa claridad de conocimiento acerca de lo que la gente realmente quiere decir con lo que dice” (Flores, 1993: 88); con la fractura modera del trasfondo, “las estructuras de la comunicación están mecanizadas y se regularizan para recuperar algún grado de predictibilidad” (Flores, 1993: 88).

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Imperceptiblemente, el discurso de Flores pasa de la computación basada en una reflexión sobre la estructura de la comunicación (propia de la relajación del rígido esquema logicista en la cibernética operada desde fines de los sesenta) a una política cultural basada en un régimen de “la comunicación que se basa en la computación” (Flores, 1993: 92). 2. La alternativa de la actualidad: metafísica u ontología del lenguaje Si bien la tesis (comunicación = administración) con sus supuestos antropológicos y sus corolarios políticos son harto ambiciosos, el sociólogo Rafael Echeverría, quien llegara a colaborar con Flores a finales de los ochenta, consideró que éste “no percibía adecuadamente todo el potencial del campo que estaba inaugurando [… pues] privilegiaba el desarrollo de prácticas de intervención”; para él, en cambio, “lo importante era el desarrollo de un nuevo discurso, de una concepción articulada que avanzara hacia una profunda reinterpretación del fenómeno humano” (Echeverría & Warnken, 2006: 86). Dicha articulación fue presentada más tarde con el nombre de “ontología del lenguaje” y como coaching ontológico su propia versión de las técnicas de “aprendizaje transformacional” basadas en la alerta lingüística.7 El juicio entusiasta de Echeverría se fundaba en un diagnóstico sobre la crisis de la modernidad en tanto crisis del “paradigma de base” cuyo contenido se expresa con mayor claridad en la filosofía.8 Posteriormente, esta crisis amplía sus coordenadas históricas como crisis de la metafísica occidental y, siguiendo a Nietzsche, le otorga el nombre de nihilismo. De este modo, la pretensión de universalidad y popularidad de la “ontología

El uso del término ontología difiere entre Flores y Echeverría: mientras que el primero lo utiliza en el estilo quineano de la tradición analítica para referirse al universo de “objetos” sobre los que los usuarios ejecutan las operaciones permitidas por el programa (actos de habla considerados como básicos: peticiones, promesas, etc.) y el conjunto de distinciones que producimos con el lenguaje para operar en él, Echeverría lo toma en sentido “continental” como la articulación interpretativa de la comprensión arrojada del sentido del ser que constituye la ‘aperturidad’ del Dasein. 8 Este diagnóstico se encuentra expuesto en Echeverría, 1997.

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del lenguaje” expande el discurso de Flores de la eficacia mediante el lenguaje, hacia todos los dominios de la existencia humana, incluyendo la política y las relaciones sexuales,9 como una “filosofía de la vida” que ofrece la posibilidad de salvarse del nihilismo que, como crisis de sentido, arrecia en la actualidad.10 Junto con esta épica histórica y su corolario nietzscheano fundamental de la creación de sí a través del lenguaje, Echeverría agrega al discurso de Flores la integración más explícita y decidida de algunos lemas de la teoría de sistemas y de la biología del conocimiento de Maturana, así como el desarrollo de cuestiones más específicas como, por ejemplo, los estados de ánimo, nuevamente ancladas en Nietzsche. En la narrativa propuesta por Echeverría, antes de la escritura alfabética el lenguaje era concebido como acción, agotándose en el acontecimiento del habla como narración.11 Tras el alfabeto, se postuló el “ser” como lo permanente e inmutable en las cosas, aquello siempre idéntico a sí mismo tras la multiplicidad de las apariencias y anterior al lenguaje. El lenguaje ahora describe y esta descripción debe ajustarse al ser de las cosas. Esto supone la invención de la razón como instancia a la que debe subordinarse el habla para corresponder con el ser. La razón es la esencia inmutable del hombre y surge el proyecto de reducir la existencia humana al conocimiento y al pensamiento racional, orientado por una voluntad de dominio total: “supusimos que la razón no tenía límites, que podíamos conocerlo todo y a dominar completamente nuestro entorno natural y nuestras 9

“Tomemos nuestra vida sexual con el otro como un dominio de diseño” (Echeverría, 2003: 238). 10 “[…] estamos participando en una transformación histórica fundamental: se está gestando una nueva y radicalmente diferente comprensión de los seres humanos. […] los primeros en comprender la naturaleza de este importante cambio podrán ser capaces de emprender caminos que otros encontrarán más difíciles y de obtener ventajas que eventualmente les permitirán convertirse en pioneros y líderes en sus respectivos campos” (Echeverría, 2003: 19). 11 “El alfabeto separó al orador, el lenguaje y la acción. […si] un texto estaba escrito, parecía hablar por sí mismo y, para escucharlo, el orador dejaba de ser necesario” (Echeverría, 2003: 20). El discurso de Echeverría presenta al alfabeto como causa de un cambio de mentalidad, como el quiebre del lenguaje como acción. Un problema es que la “invención” del alfabeto requiere, ella misma, en lo que de abstracción y formalismo implica, de cierta “mentalidad logocéntrica” ya instalada previamente. De este modo, habría que reconocer que el alfabeto, más bien, masifica y afirma una deriva “metafísica” necesariamente ya en marcha contemporáneamente al lenguaje del devenir. No tendría así otro sentido que el que Echeverría atribuye a la invención de la imprenta de tipos móviles. 308

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relaciones con los demás” (Echeverría, 2003: 21-23). La filosofía griega, especialmente con Platón y Aristóteles, sistematizó estos supuestos dando origen a la “metafísica” y, con ello, a ‘occidente’. La metafísica es una “ontología”, es decir, propiamente “una interpretación de lo que significa ser humano” (Echeverría, 2003: 28) que, paradójicamente, “mira al ser humano desde fuera de sí mismo y mira al mundo y la vida desde más allá de sí mismos (y de nosotros mismos) […] un mundo al que podemos acceder sin interferencia de nosotros mismos” (Echeverría, 2007: 79-81). El programa metafísico, nos dice Echeverría, se profundiza durante el medioevo y en la modernidad se masifica, anidando en el sentido común: “nuestro desarrollo histórico ha tenido lugar sin romper con estos supuestos principales” (Echeverría, 2003: 24). Al tiempo que alcanza su máximo momento de expansión, la “fortaleza metafísica” sufre una doble sacudida: desde fuera por las nuevas tecnologías y desde dentro por el pensamiento contemporáneo. La ontología del lenguaje, sostiene Echeverría, “intenta reunir todos estos desarrollos diferentes –a menudo, aparentemente contradictorios– en una unidad y síntesis coherente, apunta a una base desde la cual podamos observar los fenómenos humanos a partir de una perspectiva no-metafísica (Echeverría, 2003: 28). Echeverría presenta su propuesta en una axiomática de postulados sobre el lenguaje y principios ontológicos. Los tres principios expresan los motivos ya expuesto por Flores sobre la condición lingüística de la acción humana y la condición activa del lenguaje.12 Sobre esta base Echeverría declara que el ámbito de lo humano, dentro de límites biológicos, es susceptible de intervención y “diseño” mediante 12

P1. Interpretamos a los seres humanos como seres lingüísticos, seres que somos de la forma particular que somos y que vivimos de la manea como vivimos, por disponer de una determinada capacidad de lenguaje. P2. El lenguaje involucra al menos dos dimensiones que juegan un papel determinante en nuestra existencia: el sentido y la acción. P3. El lenguaje es generativo. A través de él construimos y transformamos mundos de la misma forma como nos construimos y nos transformamos a nosotros mismos. El lenguaje genera realidades. Habría que agregar una suerte de postulado cero, sin indexar, que tiene sentido histórico: “postulamos que desarrollos importantes –muchos de los cuales han tenido lugar en las últimas décadas– están llevando la deriva metafísica a su término” (Echeverría, 2003: 25). La lista presentada ha sufrido modificaciones, reproduzco la versión más reciente (cf. Echeverría, 2007: 90ss); (cfr Echeverría, 2003: 31ss). 309

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operaciones dirigidas a su complexión lingüística: “los seres humanos modelamos nuestra identidad y el mundo en que vivimos a través del lenguaje. […] nuestro ser es un campo abierto al diseño […] Los seres humanos se inventan a sí mismos en el lenguaje” (Echeverría, 2003: 35-38). Echeverría introduce además tres principios ontológicos,13 de los cuales el segundo remite a una lectura de Nietzsche y sobre él descansa con máxima fuerza la promesa del cambio: “El programa metafísico privilegia una relación que va del ser a la acción. […] Nuestras acciones revelan nuestra forma de ser. […] Pero, al mismo tiempo, […] nuestras acciones […] nos permiten transformarnos, ser diferentes, devenir […] es la posibilidad de que ese mismo ser se trascienda a sí mismo y devenga un ser diferente” (Echeverría, 2003: 46-47). Actualmente, afirma Echeverría, la metafísica ya ha sido derrotada (no eliminada, advierte) en el plano de las ideas, pero, como se dijo, se ha atrincherado en el sentido común, cuya determinación esencial para Echeverría es “pensar que somos de una forma determinada, forma que estamos obligados a aceptar […] que nos hace creer que nuestras interpretaciones logran dar cuenta de cómo son las cosas; que nos impide encontrar formas de convivencia armónicas cuando se acentúan nuestras diferencias […] que limita nuestra capacidad de escucha mutua y restringe nuestra capacidad de aprendizaje y de transformación […] nos quita un poder que disponemos pero no siempre somos capaces de reconocer […] nos impone una vida restrictiva” (Echeverría, 2007: 53). Echeverría declara entonces que el presente propone una suerte de disyuntiva o “encrucijada” entre ontologías.14 13

1. No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos. 2. No sólo actuamos de acuerdo a cómo somos, (y lo hacemos), también somos de acuerdo a cómo actuamos. La acción genera ser. Uno deviene de acuerdo a lo que hace. 3. Los individuos actúan de acuerdo a los sistemas sociales a los que pertenecen pero, a través de sus acciones, aunque condicionados por estos sistemas sociales, también pueden cambiar tales sistemas sociales. (Cfr. Echeverría, 2003: 40ss). 14 Echeverría no sólo reconoce que su formulación del problema prejuzga doblemente la solución. Si se trata de la cuestión de la interpretación del significado de lo humano, de partida se instala el problema en términos ajenos a la metafísica como tal y propios de la ontología moderna, (cfr. Echeverría, 2007: 78). Además, el criterio mismo para elegir está abierto a decisión: desde la ontología del lenguaje, es el poder entendido como incremento de la capacidad de acción; desde la metafísica, el criterio es la verdad, (cfr. Echeverría, 2003: 44 nota a pie & 63ss). 310

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3. La dificultad de la encrucijada y la cuestión del lenguaje Echeverría presenta la “encrucijada ontológica” como una transformación de sentido y jerarquías de ciertos sistemas de oposiciones conceptuales (verdad/interpretación; ser/devenir) que se mueve dentro de la propia metafísica. Como ha observado Marcos Aguirre, el contraste entre “ser” y “devenir” es propio de la metafísica, de modo que no le basta a Echeverría tomar partido por el “devenir” para decretar su superación.15 En términos más generales, Jacques Derrida advierte que “si la forma de la oposición, la estructura oposicional, es metafísica, la relación de la metafísica a su otro no puede ser ya de oposición” (Derrida 1981: 77).16 Por otra parte, si bien Echeverría adhiere, en cierta ocasión, al argumento-tipo de la necesidad de la “deriva metafísica”,17 las presentaciones programáticas tienden a sugerir que el paso de una “ontología” a otra puede ocurrir (por supuesto, no hay garantías), sino como decisión, al menos como efecto de un “aprendizaje transformacional” mediado por los programas de formación o coaching. El propio Nietzsche ya era consciente de la imposibilidad de desandar la historia (de la metafísica)18 y volver, como propone en una ocasión Echeverría, al punto “socrático” disyuntivo para tomar, esta vez, la senda alternativa del “devenir” de Heráclito frente al “ser” de Parménides.19 Sin embargo, la dificultad esencial es la incongruencia entre la formulación de la disyuntiva y el lenguaje de la propia ontología del lenguaje. La necesidad de liberar al “sentido común” exige distanciarse del “hermetismo” y “oscurantismo” del discurso filosófico “profesional”,20 pero, al mismo Igualmente metafísico, señala Aguirre, es el análisis del concepto de devenir como compuesto de “ser” y “nada” que ya encontramos en Hegel. (Cfr. Aguirre 1995: 156). 16 Derrida ha tematizado minuciosamente las complejidades estratégicas del trabajo de escritura implicado en una “estrategia general de deconstrucción” de la metafísica (Cfr. Derrida 1977: 54ss) 17 Cfr. Echeverría 2010: 132ss. 18 Cfr. Nietzsche 1997: 122ss. 19 “En una época muy distinta de aquella en la que vivió Sócrates, Nietzsche procura sin embargo colocarse en la misma encrucijada en la que aquel se vio enfrentado, para explorar así el camino que Sócrates descartó” (Echeverría 2010: 86) 20 “Más allá del rigor que debe caracterizarlo (y que bajo ningún aspecto puede ser comprometido, a riesgo de ser sacrificio), éste es un pensamiento obligado a romper con un lenguaje “hermético”, sólo accesible a unos pocos, de manera de extender su radio de influencia. […] un pensamiento que procura mantenerse fiel al lenguaje ordinario, lenguaje en el que se expresan todos los miembros de su comunidad” (Echeverría 2007: 232). 15

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tiempo, se admite que “nuestro lenguaje lleva la impronta de raíces metafísicas y usarlo contra ellas muchas veces compromete una fácil comunicación” (Echeverría, 2003: 40). De modo que “[…] el cuidado […] para reconocer el carácter interpretativo de lo que sostenemos, será muchas veces sacrificado en el texto, en beneficio de facilitar la lectura” (Echeverría, 2003: 40). No habría conflicto alguno entre la superación de la metafísica y la subordinación del lenguaje a la fluidez de la comunicación y a la garantía de la transmisión del mensaje. Luego, el lenguaje no debe ser tomado en serio, puede y debe ser sacrificado. Al menos, si se trata de “superar la metafísica” como operación de masas, el lenguaje puede ser reducido a mero medio.21 4. Apropiación selectiva del “giro lingüístico” Esta posibilidad que se concede Echeverría de comunicar la superación de la metafísica sin superar la metafísica de la comunicación no es una mera incongruencia entre sus múltiples declaraciones programáticas: se expresa en la propia concepción del lenguaje que propone y que toma prestada a la biología del conocimiento que Humberto Maturana desarrolló en los años ochenta en colaboración de Francisco Varela.22 Según esta concepción, el lenguaje es “coordinación recursiva del comportamiento”. 23 La recurrencia de ciertas formas de interacción en el “dominio consensual” humano ha producido una “recursión” en dicha interacción, es decir, una coordina-

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Recordemos que estamos librando la batalla decisiva por el sentido común, de manera que la filosofía debe volver “a la plaza, a los espacios públicos de congregación de los ciudadanos, debe dejar de ser un reducto de unos pocos iniciados que hablan un lenguaje que los demás son incapaces de entender ni menos de seguir” (Echeverría, 2007: 54). 22 Cfr. Arnold y Rodríguez, 1990: 58ss. Sigo este texto en la exposición de las ideas de Maturana sobre el lenguaje. 23 Cfr. Echeverría, 2003: 52. Resultado esto del “acoplamiento estructural co-ontogenético” originado en interacciones recurrentes entre dos organismos determinados cada uno estructuralmente por la “clausura operacional” de sus respectivos sistemas nerviosos. Mediante este proceso se llega a establecer un “dominio lingüístico” o “dominio consensual” que Echeverría entiende como un sistema de “signos” o “distinciones” que se refieren a objetos, eventos, etc., en el medio y que es compartido por los participantes en la interacción (Echeverría, 2003: 52). La organización de una sistema implica que éste tiene clausura operacional si “su identidad entidad está especificada por una red de procesos dinámicos cuyos efectos no salen de esa red” (Maturana y Varela, 1984: 59). 312

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ción consensual de coordinaciones consensuales.24 Esto implica que un observador X, que trata de manera semántica las interacciones de ciertos organismos X en un dominio lingüístico “como si señalasen o denotasen algo en el medio”, pasa a ver que “las descripciones pueden ser hechas tratando a otras descripciones como si fueran objetos o elementos del dominio de las interacciones. […] El dominio lingüístico mismo pasa a ser parte del medio de interacciones posibles” (Maturana & Varela, 1984: 139).25 Echeverría distingue entre “coordinación recursiva” y la “capacidad recursiva del lenguaje”. La cualidad propia del lenguaje es la posibilidad de “hacer girar el lenguaje sobre sí mismo […] hablar sobre nuestra habla, sobre nuestras distinciones, sobre nuestro lenguaje” (Echeverría, 2003: 53). En torno a lo que podría llamarse “reflexividad del signo” se mueven, desde diversas matrices, múltiples motivos del así llamado “giro lingüístico”.26 Sin embargo, éste no ha sido un programa unívoco y, a mi juicio, la aproximación de Maturana se alinea con una forma “naturalista” del giro lingüístico al proponer que lo que llaman “dominio lingüístico” es propiamente una descripción del

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Esto vendría a ser propiamente el lenguaje: “[…] sólo cuando esto ocurre, el dominio semántico pasa a ser parte del medio donde los que los que operan en él conservan su adaptación […] existimos en nuestro operar en el lenguaje y conservamos nuestra adaptación en el dominio de significados que esto crea: hacemos descripciones de las descripciones que haces […] y somos observadores y existimos en un dominio semántico que nuestro operar lingüístico crea” (Maturana & Varela, 1984: 139). La historia natural de las condiciones bajo las cuales se dio este paso recursivo es, como reconocen los autores, una conjetura basada en las formas de grupalidad cooperativa de los primeros seres humanos. 25 Este paso implica al propio observador y a los organismos: el primero puede testimoniar su propio surgimiento junto con el surgimiento del lenguaje, mientras los segundos pasan de ser descritos como participando en un dominio semántico a operar en él. 26 Aludo con ello al desdoblamiento del signo en virtud del cual se relaciona consigo mismo como signo. Incluso se podría inscribir en este movimiento el rechazo a la pretensión de comunidad del sentido y a pensar esa reflexividad como presencia, de modo que el desdoblamiento tiene la forma de una anti-reflexividad productiva, una suerte de repulsión del signo respecto de sí. Los diversos tipos de predicados semánticos y operaciones anafóricas dan cuenta empíricamente de esta reflexividad, pero ella no se agota simplemente en la posibilidad de hablar sobre el lenguaje. En todo caso, en esta auto-remisión que supone, a la vez, distancia de sí, el signo abisma y arriesga su presunta relación con algo otro, se vuelve opaco. Si toda comunicación humana se significa a sí misma como tal, tiene lugar un tipo de interacción particular: un intercambio incesante, interminable y, por lo mismo, sin origen y en que el hablante mismo se desdobla, anticipando o interceptando, la acción del otro. Por eso, como bien dice Echeverría, no sería posible “salir del lenguaje” para ofrecer una explicación naturalista de la comunicación simbólica: el lenguaje es un tipo de actividad –una forma de vida– que no tiene “finalidad” fuera de sí mismo (en esto podemos concordar con el punto de vista de Maturana), sólo puede entenderse desde la perspectiva del participante y, por tanto, a partir de ella misma. 313

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observador.27 De aquí cree deducir la arbitrariedad del signo, pero, a mi juicio, deduce algo diferente y más radical, a saber, la contingencia del lenguaje: “[…] lo relevante es como sus estructuras acogen esas interacciones y no los modos de la interacción mismos. […] no hay un diseño, sino una armazón ad hoc que se va construyendo con lo que se dispone a cada momento” (Maturana y Varela, 1984: 139).28 Esto supone adoptar un punto de vista “exterior” a la interacción lingüística, una forma de nominalismo que reduce el problema de la comprensión del sentido a la construcción de teorías predictivas eficaces que correlacionan ruidos y marcas con cosas o eventos.29 Esta exterioridad se corresponde con una naturalización de la reflexividad lingüística implicada en el concepto de “recursividad”, pues representa la relación del leguaje a sí mismo según el modelo de la referencia usado para representar la relación con cualquier otro ente. Formalmente, el lenguaje se disocia en una serie potencialmente infinita de metalenguajes dejando a cada nivel desprovisto de sentido por sí mismo.30 El mismo efecto tiene la informatización de 27

“Cuando describimos a las palabras como señalando objetos o situaciones en el mundo, hacemos como observadores una descripción de un acoplamiento estructural que no refleja el operar del sistema nervioso, puesto que éste no opera con una representación del mundo” (Maturana y Varela, 1984: 138). 28 Richard Rorty ha defendido esta la interpretación naturalista del giro lingüístico porque capturaría el núcleo de la novedad que supone el giro lingüístico respecto de la filosofía moderna de la subjetividad, al mostrar la “contingencia” del lenguaje –como parte de una argumentación post-metafísica en favor del liberalismo. Rorty destaca especialmente, en esta familia de teorías, la semántica de Donald Davidson, por cuanto socava la reificación del lenguaje del “primer” Wittgenstein y del segundo Heidegger: “no existe cosa semejante a un lenguaje, al menos en el sentido en que lo han supuesto los filósofos, no hay una cosa semejante que pueda ser enseñada o dominada. Debemos abandonar la idea de una estructura común claramente definida que los usuarios del lenguaje dominan y luego aplican a casos” (citado en Rorty, 1996: 35). Cada individuo produce, a cada instante, un conjunto de hipótesis revisables sobre el comportamiento futuro de sí mismo y del entorno, conjunto que Davidson llamó “teorías momentáneas”. Estas teorías forman parte indiscernible del conocimiento general del mundo que disponemos a cada momento. Si hay “comunicación” es porque nuestras teorías momentáneas convergen contingentemente, de modo que siempre debemos ajustarlas para hacer predicciones más efectivas (y no hay “lógica del descubrimiento”): “nos enfrentamos el uno al otro tal como nos enfrentamos a mangos o a boas constrictoras: procurando que no nos cojan por sorpresa” (Rorty, 1996: 34). 29 Cfr. Taylor, 1997: 117ss. 30 Tómese el siguiente ejemplo-argumento de Maturana: “hacemos un gesto con la mano que nos coordina con un automovilista que se detiene. […] es una coordinación conductual simple […] pero si después […] hacemos otro gesto que resulta en que éste da una vuelta y se detiene a nuestro lado orientado en la dirección contraria a la que seguía […] hay una coordinación de coordinación […] Vista en conjunto, la primera interacción coordina el detenerse y llevar, y la segunda, la dirección del llevar. Tal secuencia de interacciones conlleva un lenguajear mínimo. Un observador podría decir que hubo un acuerdo. A primera vista sólo ha ocurrido una secuencia de coordinaciones, pero se trata de una secuencia particular, porque la segunda coordinación coordina a la primera, y no simplemente se agrega a ella” (Maturana, 1997: 65). ¿Por qué la interacción que resulta en el cambio de dirección no puede ser autónoma, por ejemplo, como una broma estúpida que se le juega al taxista? ¿No se estaba coordinando ya, en el primer gesto, la dirección del llevar, sólo que eso ocurría “implícitamente”? 314

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la performance que propone Flores apelando a la alucinación de la interfaz, al obviar el aplanamiento del doblez reflexivo del lenguaje implicado en la representación de la fuerza ilocutiva como dato o señal indexada a otra señal. ¿Qué estoy haciendo cuándo explicito la fuerza mediante una etiqueta en la pantalla del ordenador? ¿Estoy en el descampado del sinsentido? En línea semejante, algunos filósofos han planteado algunas objeciones a esta concepción del lenguaje. Fernando García, por ejemplo, ha argumentado que la concepción sistémica del lenguaje en Maturana continúa con la metafísica moderna bajo otros ropajes: “Suponer una autonomía sistémica previa al lenguaje, a partir del cual éste se originaría, no hace más que reproducir los problemas a que conduce la idea de un sujeto de tipo cartesiano, solipsista y autoconstituido” (García, 2012: 217). Carlos Pérez Soto ha argumentado algo semejante: “¿Cómo puede aparecer el lenguaje entre organismos que sólo pueden saber lo que concierne a sus propias estructuras? ¿Cómo es que los gatillados contingentes llegan a formar la impresión de que son recurrentes?” (Maturana y Pérez, s.f.: 5). Estas críticas apuntan a la incompatibilidad entre la “clausura operacional” que determina estructuralmente a los organismos individuales y la condición simbólica del lenguaje, es decir, la pretensión de comunidad del significado de los signos lingüísticos para distintos participantes en la interacción. Una observación análoga puede hacerse sobre la matriz pragmática utilizada por Flores y Echeverría. Derrida ha argumentado que, si bien, al relevar la dimensión de la fuerza realizativa en el lenguaje con todos los quiebres filosóficos que eso conlleva, la pragmática cuestiona el concepto tradicional de comunicación como transmisión de información sobre el mundo mediante un mensaje codificado, sin embargo, supone también “un valor de contexto en permanencia […] exhaustivamente determinable” que remite a la “presencia consciente de la intención del sujeto hablante con respecto a la totalidad del acto locutorio” (Derrida, 2003: 363). Bajo el supuesto de una conciencia pre-lingüísticamente presente a sí misma que vigila teleológicamente

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cada acto de habla, no es posible “ninguna polisemia irreductible, ninguna diseminación que escape al horizonte de la unidad del sentido” (Derrida, 2003: 364). De este modo, el estatuto del lenguaje en la “escuela de Santiago” se hace objeto de las críticas de Heidegger, en cuanto a que “el lenguaje, bajo el dominio de la metafísica moderna de la subjetividad, va cayendo de modo casi irrefrenable fuera de su elemento. […] se abandona a nuestro mero querer y hacer a modo de instrumento de dominación sobre lo ente. Y, a su vez, éste aparece en cuanto lo real en el entramado de causas y efectos” (Heidegger, 2000: 17). El reconocimiento del lenguaje aparece fugazmente para hundirse nuevamente en la metafísica. La disponibilidad del lenguaje no puede verse mermada por la superación a la metafísica: en ningún caso el lenguaje debe disminuir o debilitar el “poder de acción” que confiere dicha superación. Una oculta prevalencia de la “metafísica modernidad de la subjetividad” en el discurso de Echeverría se vuele más conspicua considerando la acusada vacilación sobre el valor de la modernidad como quiebre en su narrativa,31 así como el fuerte sabor a filosofía de la subjetividad que tiene el primer principio, inspirado por la biología de Maturana y Varela.32 Al contrabandear así modernidad filosófica, la narrativa histórica de Echeverría secuestra lo contemporáneo.33 Debe indicarse que Echeverría mismo tampoco es consistente sobre su valoración de la modernidad filosófica. En el ya citado El Buho de Minerva subraya el quiebre en el “paradigma de base” que supone la modernidad frente al mundo medieval, así como su diferencia respecto del pensamiento contemporáneo. Tanto en Ontología del lenguaje como en Por la senda del pensar ontológico encontramos una opción continuista con la antigüedad, aunque se permita decir, a propósito del giro “antropológico” en la ontología, que “en Heidegger está presente el espíritu de la modernidad filosófica, obviamente lejano en la filosofía clásica” (Echeverría, 2007: 80). En su más reciente Mi Nietzsche vuelve a reconocer en la modernidad filosófica un aporte decisivo en el desmontaje del “programa metafísico”. 32 “No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o cómo las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos” (Echeverría, 2003: 40). Echeverría argumenta que la pretensión de verdad supone la posibilidad de conocer las cosas “en lo que realmente son, independientemente de quien las observa” (Echeverría, 2003: 41). Acude a Humberto Maturana y a las evidencias científicas sobre el condicionamiento neurobiológico de la percepción externa: “no disponemos de mecanismos biológicos que nos permitan tener percepciones que correspondan a cómo las cosas son” (Echeverría, 2003: 41). Esto no significa, advierte Echeverría, negar la existencia de la “realidad externa”. De aquí se desprenda un desplazamiento del conocimiento desde el “ser” de las cosas al conocimiento del “observador” (“todo lo dicho es dicho por alguien”). Si bien, en el citado principio, Echeverría utiliza la expresión interpretación, la “gramática” del argumento tiende a inscribirlo como una proposición propia de la filosofía moderna. Sin afectar mayormente el argumento, se podría sustituir dicha expresión por “representaciones”, si las entendemos en sentido no-naturalista, es decir, no como entidades mentales “internas” que codifican información del mundo físico “externo”, sino como actos de conciencia intencional que, por estar “acompañados” de conciencia, implican la distinción “interno/externo”. 33 Para las razones por las cuales se debe ocultar lo contemporáneo, cfr. (Agamben, 2007). 31

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5. Filosofía, empresa y transición Descontado el estilo policiaco de requisitorias, indagatorias y careos que, presente en este escrito, reviste la comparecencia de textos y autores, la trópica delictiva de asaltos y robos como matriz de apropiación de la filosofía está explícita y programáticamente declarada por el propio Echeverría. La batalla contra la metafísica enquistada en el “sentido común” supone una reforma de la filosofía que la devuelva “a la calle y a la vida”. Se requiere “acercar la filosofía al pueblo y convertir a los ciudadanos en filósofos” (Echeverría, 2007: 56). Hoy se necesita más que nunca de la filosofía pues la humanidad actual debe “aprender a vivir” nuevamente, pero “la separación que hoy existe entre el filósofo profesional y quien no lo es tiene el carácter de una ruptura” (Echeverría, 2007: 56).34 La tarea urgente es “crear puentes, es necesario colocar escaleras en las murallas del actual bastión de la filosofía, de manera de penetrar en su interior” (Echeverría, 2007: 56). La actualidad necesita “Prometeos […] dispuestos a sacrificar sus entrañas para lograr que la filosofía se reencuentre con ciudadanos comunes […] como veremos, la filosofía suele hacerse desde las entrañas” (Echeverría, 2007: 55). ¿Qué significa “calle y vida”? Echeverría habla de “marchas, manifestaciones, grandes carnavales”, pero su práctica, su trabajo prometeico35 ha sido llevar la filosofía a la empresa. Y los “seres humanos”, los “ciudadanos comunes”, son, formalmente, los gerentes y profesionales que pueden pagar por los servicios de coaching o por los programas de formación que tienen avisaje permanente en sus libros. Dicho esto, corresponde decir también que no es arbitrario que “calle y vida” sean sinónimos de empresa. De hecho, esta sinonimia que opera de facto en el discurso de Echeverría está formulada directamente por Flores en sus tesis de la equivalencia de administración y comunicación. ¿Qué sostiene esta tesis? ¿Cómo es 34

Esto, tiene que admitirse, ya comenzó con en la antigüedad griega, pero la opción metafísica acentuó esta tendencia a una “filosofía enclaustrada” (Echeverría, 2007: 24). 35 Si hubiera que reconstruirlo como un juego, estableciendo su objetivo, su inquietud básica. Cfr. Echeverría, 2003: 215ss. 317

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posible la pretensión de universalidad que Echeverría atribuye a su “ontología del lenguaje”? En su lectura del género de las filosofías del management, el filósofo argentino Tomás Abraham, permite abordar estas preguntas al articular la perspectiva o diagnóstico implícito en tales discursos. La premisa fundamental es que la empresa es “la institución fundamental del poscapitalismo” (Abraham, 2000: 15).36 La “empresa”, sin embargo, no tiene sustancialidad, es “un incorpóreo, resultado de la acción de los cuerpos, pero sin cuerpo propio. […] es puro verbo: emprender […] no hay empresa […] sino modalidades y modulaciones de un mismo mundo: el mundo empresarial” (Abraham, 2000: 19). Por ello, la empresa supone esencialmente un modo de subjetivación,37 cuyo paradigma es la relación de liderazgo que se ejerce en la comunicación. La forma general del poder en esta “sociedad organizacional” es la gestión, pero ésta se haya, a su vez, afectada de una resignificación post-disciplinaria como “ética”. Para Abraham, el cruce de “ética” y management es efecto de la “muerte” y “sublimación” de la política tras el triunfo histórico de la racionalidad económica con la caída de los socialismos reales. La transfiguración ética del poder gestionario tendría el sentido esencial de marcar el vacío dejado por la política y explica la urgencia de una “espiritualidad filosófica” que asista dicha pretensión.38 El poder gestionario es ético en sentido aristotélico, es decir, un saber general de lo humano: “El management se constituye como un saber transversal, transinstitucional, una forja en la que se plasmarán los agentes de la organización” (Abraham, 2000: 7). Extrapolando estos enunciados de Abraham, sugiero la siguiente descripción: el sentido ético del poder gerencial no es la 36

Todos los “sistemas sociales” pueden concebirse según esta matriz o institución total, es decir, “organizaciones en que los agentes ofrecen servicios y se disponen recursos humanos” (Abraham, 2000: 17). La empresa no es la fábrica, es decir, “un sistema de control y vigilancia, con secciones, encargados, supervisores, horarios, fichas, anaqueles, la pesada visibilidad de la fábrica” (Abraham, 200: 20). Este modelo es muy costoso y lento para los ritmos acelerados, la contingencia y la polifuncionalidad que rigen el capitalismo global. Lo esencial es asegurar la conectividad, el trabajo en equipo, la participación, la sinergia y la calidad de los recursos humanos. 37 “La empresa es el “alma” de los individuos, la llevan siempre, a veces despierta, otras dormida, a veces redimida, otras perdida. […] microchip bíblico” (Abraham, 2000: 19-20). 38 “La lengua de hoy se bifurca en dos lengüetas. Una es la economía, la otra es la filosofía” (Abraham, 2000: 11). 318

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“humanización” de la organización, sino la operacionalización de lo humano como magnitud reguladora general de las interacciones. Por “humano” debe entenderse aquí una compleja y precisa trama de competencias y señales sociopsicobiométricas que definen una normalidad. La tarea esencial del poder gerencial es operar en el borde de la organización, delimitando su adentro y su afuera, pues el interior se autorregula por el acoplamiento de las competencias comunicativas preinstaladas. El agenciamiento de la normalidad humana por la empresa se debe a su capacidad para desempeñar óptimamente aquella función de autorregulación de las interacciones bajo las constricciones de descentramiento, flexibilidad, polivalencia, eficacia y eficiencia que impone el capitalismo post-disciplinario: lo “humano” reconoce a lo “humano” (y desconoce a lo humano). Esta descripción podría vincularse con el diagnóstico de Ulrich Beck sobre la paradoja del “individualismo institucional” compulsivo que impera en la mundialización y sobre la constitución de un capitalismo sin clases que individualiza las desigualdades y delega las crisis sistémicas en soluciones biográficas. 39 Varios rasgos del discurso de Flores y Echeverría se iluminan desde la perspectiva que propone Abraham,40 pero, especialmente, permite anudar el coturno linguístico que lo distingue de otras filosofías del management, con los códigos y necesidades sociales del discurso de la transición en Chile y, en especial, con las funciones sociopolíticas que éste le deparó al lenguaje. Dado el diagnóstico de hiperinflación discursiva durante la UP en la retrospectiva histórico-estratégica de izquierda,41 no sorprende que el lenguaje haya sido el centro de la zona de impacto del Golpe.42 Tomaré coordenadas de la crónica de Nelly Richard sobre la compleja trama de cruces que configuraron las políticas del habla Cfr. Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 69ss. La aspiración a conformar ese “saber transversal, transinstitucional” o “meta-empresarial” que tiene la forma del “software” que reescribe al nivel biográfico-individual. Se auto-justifica performativamente la tesis de la administración = comunicación mediante la instauración generalizada de regímenes de escucha que filtran el ingreso a los nodos de conversación, y, al mismo tiempo, proporciona conjuros contra las amenazas terroristas provienentes de la filosofía. 41 Cfr. Moulian, 1997: 160-161. 42 “No sabemos verdaderamente qué decir, parece que de repente nos hubiéramos quedado mudos o que las palabras fueran sólo eso y nada más, carentes de contenido, sin verdad, sonidos muertos, inconexiones sin referentes reales, pura palabrería, verborrea, charlatanería” (Devés, 1984: 17). Cito a Devés por ciertas afinidades biográficas que se adivinan con Flores y Echeverría, (cfr. Echeverría, 2007: 65ss). 39 40

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y los dilemas enfrentados por los idiomas críticos durante la postdictadura. Ella discierne dos tipos de respuestas frente la “necesidad de recobrar la palabra después de los estallidos de la dictadura que casi privó a la experiencia de los nombres disponibles para comunicar la violencia de su mutilación” (Richard, 1998: 47). Una respuesta es el “discurso de la sociología”, que “[…] se cuidó mucho de no tener que experimentar –en cuerpo propio, en verbo propio– la dislocación de la razón objetiva que esa monumental crisis de verdad y sistema podría haber desatado […] ordenó los síntomas de la crisis mediante una lengua reconstituyente de procesos y sujetos: una lengua, por lo tanto, incompatible –en su voluntad de recomposición normativa– con lo roto, lo disgregado, lo escindido” (Richard, 1998: 48). Preparados por la sociología, los tropos normalizadores del discurso político de la transición instituyeron un “habla mecanizada del consenso” que “se vale hoy de palabras sin emoción ni temblor para transmitir significados políticos rutinizados por la monotonía locutoria. [..] sólo es capaz de ‘referirse’ a la memoria (de evocarla como tema, de procesarla como información) […] sólo nombra a la memoria con palabras exentas de toda convulsión de sentido, para no alterar el formulismo minuciosamente calculado del intercambio político mediático” (Richard, 1998: 31). La segunda respuesta que distingue Richard viene de lo que llama “textualidades poéticas”: “fragmentos trizados de lenguajes al abandono, para narrar –alegóricamente– las ruinas del sentido. […] Una experiencia de lenguaje hecha de oraciones inconclusas, de vocabularios extraviados, de sintaxis en desarme. […] un ‘saber de la precariedad’ que habla una lengua lo suficientemente quebrada para no volver a mortificar lo herido con nuevas totalizaciones categoriales […] son estas zonas de conflicto, de negatividad y refracción […] que guardan, en el secreto de su tensa filigrana, un saber crítico de la emergencia y del rescate a tono con lo más frágil y conmovedor de la memoria del desastre” (Richard, 1998: 48-50).43 A diferencia de la

Hay, en rigor, una tercera respuesta, que Richard, por supuesto, no nombra como tal (o que nombre mediante las reflexiones de Germán Bravo sobre lo que suena como “canto aburrido… que ya perdió el tono, carente de tono”) y que es la lengua no mediatizada, operativa y memoriosa, de los deudos y de las víctimas. (Cfr. Richard, 1998: 44-45). 43

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sociología, esta lengua sintoniza con la fragilidad y la memoria (y es propiamente, lengua: mediatiza, trae a la distancia). Richard proyecta esta “escena de producción de lenguajes” de la década anterior como dispositivo político-cultural para lograr que “el reclamo del pasado sea moralmente atendido como parte –interpeladora– de una narrativa social vigente” (Richard, 1998: 46). Al mismo tiempo, Richard reconoce las limitaciones de dicho dispositivo en las condiciones socioculturales del páramo de los noventa: “¿Cómo manifestar el valor de la experiencia (es decir, la materia vivida de lo singular y contingente, de lo testimoniable) si las líneas de fuerza del consenso y del mercado estandarizaron las subjetividades y tecnologizaron las hablas, volviendo su expresión monocorde para que le cueste cada vez más a lo irreductiblemente singular del acontecimiento personal dislocar la uniformación pasiva de la serie? (Richard, 1998: 45).44 Esta pregunta de Richard delata que el discurso socio-técnico no sólo calculó los protocolos especializados de la política. La necesidad de un lenguaje que habilitara la coordinación en la nueva forma-“empresa” que tomaría lo social en el orden recompuesto fue anticipada por Flores con celeridad asombrosa.45 ¿Es posible semejante automatismo sino como operación de ajuste cultural a las nuevas relaciones de poder? El impacto del Golpe sobre la lengua dispuso entonces un dilema anterior al planteado por Richard: “¿Y si valiera más la pena salvar a unos hombres que a su idioma, allí donde, ¡ay!, hubiera que elegir? Pues vivimos un tiempo en que a veces se plantea esta pregunta. En la tierra de los hombres de hoy, algunos deben ceder a la homo-hegemonía de las lenguas dominantes, deben aprender la lengua de los amos, el capital y las máquinas,

Al mismo tiempo, Richard observa que los años ochenta prácticas sociales y biografías había quedado exhaustas y “agobiadas” por las “sobreeexigencias de rigor y certeza” necesarias para “reinventar lenguajes y sintáxis para sobrevivir a la catástrofe […] el enfrentarse a los códigos como si la batalla del sentido fuera asunto de vida o muerte, debido a la peligrosidad del nombrar” (Richard, 1998: 35-36). 45 Flores, detenido por la dictadura en 1973, pasa por Dawson, Ritoque y Tres Alamos. Es liberado el año 1976 y ya en 1979 tenía escrita, como parte de su doctorado en la Universidad de California (Berkeley), una disertación titulada ‘Management and Communication in the Office of the Future’ que contiene los fundamentos de su discurso. Cfr. http://www. fernandoflores.cl/node/1. 44

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deben perder su idioma para sobrevivir o para vivir mejor. Economía trágica, consejo imposible” (Derrida, 1997: 22). El discurso de Flores podría leerse como una opción ante ese dilema. Ponderada a escala geopolítica, la inversión especular y asimétrica que, según vimos al final de la primera sección, efectúa entre comunicación y computación, codifica la derrota del proyecto nacional popular frente al poder imperial. Prepara los flujos de dinero, información y mercancías configurando pragmáticamente el habla mediante una interfaz cibernética. Sin embargo, ¿no hay residuo en esta transacción del habla por la vida? Si la hipersensibildad sobre “la dimensión compromiso del lenguaje” puede leerse como eco del déficit de eficacia de las hablas revolucionarias, ¿no hay un gesto que pervive? ¿No se mueve este discurso en una misma relación con el lenguaje que podríamos llamar, siguiendo a Agamben, ‘sacramental’? Desde esta perspectiva puede entenderse la centralidad que Echeverría adjudica al “sentido común” como parte de una política de las confianzas.46 El tratamiento del resentimiento es clave para calibrar este punto. En su forma más extrema, Echeverría usa este concepto para sintetizar conjuros reaccionarios.47 Sin embargo, el resentimiento recibe una modulación menos tortuosa cuando aborda la cuestión del perdón y la reconciliación.48 Reconoce la posibilidad de un daño “tan inaceptable que no tiene sentido mantener una relación con esas personas” (Echeverría, 2003: 323). En ese caso, aparte del

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“Si queremos avanzar hacia modalidades de convivencia distintas, el tema de la confianza es uno de los más importantes que tenemos que enfrentar. La experiencia de Chile, nuevamente, es muy interesante en este respecto. En Chile hemos vivido un complejo e interesante proceso de reconstrucción de confianzas” (Echeverría, 2007: 26). 47 Es el caso de la interpretación del pensamiento de Nietzsche como “filosofía del emprendimiento” en conexión con la crítica neoliberal a las políticas redistributivas. Cfr. (Echeverría, 2010: 197ss). 48 Si lo opuesto al resentimiento es la aceptación, en tanto que “reconciliación con la facticidad […] con las posibilidades que nos fueron cerradas”, ella es lingüísticamente una “declaración de cierre” (Echeverría, 2003: 318). Si los juicios que fundan el resentimiento en el daño son fundados, podemos pasar a la aceptación mediante el recurso al reclamo, lo que implica, a su vez, una reparación. Si, sin embargo, el daño es irreparable, se abre la posibilidad del perdón: “declaramos que no permitiremos que nuestro resentimiento […] interfiera en nuestras posibilidades de convivir y seguir coordinando acciones en el futuro […] particularmente cuando estamos obligados a compartir el mismo espacio y convivir juntos […] nos estamos comprometiendo a cerrar una determinada conversación sobre el pasado y a no usarla en contra de una determinada persona en el futuro” (Echeverría, 20003: 322).

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acto auto-liberador del perdón, corresponde la “declaración de término de relación” (Echeverría, 2003: 323). El exhaustivo Echeverría no contempla la posibilidad de que corresponda declarar el término de la relación estando obligado a convivir, coordinar a acciones y coordinar la coordinación: hablar. Ahí el problema es ¿cómo hablar sin hablar? En todo caso, ¿qué ocurre en este tránsito de un habla a otra? Igual que la comunicación computer-based de Flores, las “hablas mecanizadas” de la transición pretendían la neutralización del tono. Sin embargo, esto es imposible si los estados de ánimo son constitutivos de la comunicación, como reconocen Flores y Echeverría siguiendo a Heidegger.49 Los tonos, eso sí, se pueden fingir o imitar.50 La modernización del habla exige aprender a pasar por alto el tono, no porque fuera posible el habla atónica, sino porque exige una impostación. Exige pasar por alto oírse hablar con el tono de otro, oírse otro. Si, literalmente, “impostar” significa emitir el sonido en su plenitud sin vacilación ni temblor, ese oírse otro es oír la ausencia de esa vacilación y ese temblor al hablar y, por tanto, en cierto modo, oírse a sí-mismo. El costo, como observa Flores, es pasar por alto la posibilidad de la descortesía poniendo así en suspenso la amistad, si resulta que lo humano se señaliza a lo humano en la ambigüedad y la vacilación de la voz. Y si resulta, además, que arriesgar la amistad es rehusarla, entonces no es posible la amistad en la transición y lo humano sólo da testimonio de sí solo. La política de la impostación enfrenta, además, una paradoja formal: si exige oírse a sí mismo con el tono de otro, oírse a sí-mismo-otro (y tolerar esa locura, que sea, quizás, tolerar la forma misma de la locura), ¿cómo puedo reclamar que esa voz, por más poderosa que sea, es mi voz? ¿Qué voz (quiénvoz) efectuaría dicha reclamación? Si la voz, su tono, pone el dilema de la lengua, ésta, a su vez, devuelve el dilema de la voz: o es de alguien o es un qué. 49

“El índice lingüístico de ese momento constitutivo del discurso que es la notificación del estar-en afectivamente dispuesto lo hallamos en el tono de la voz, la modulación, el tempo, en la ‘manera de hablar’”. Heidegger, 1997: 186. 50 Cfr. Derrida, 1994: 26.

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La especificidad de la variante de Echeverría es que su mayor apego al discurso sociológico le habría llevado a hacerse cargo de estas preguntas: acusa el impacto de la catástrofe sobre la razón científica, pero retiene la voluntad de “reconstitución de procesos y sujetos”. El énfasis en el doble tránsito resentimiento-aceptación/ resignación-ambición y en la crisis de sentido parecen reintroducir la relación consigo que constituye a la subjetividad como condición de funcionamiento de esas hablas protéticas. Puede leerse también como transparentando que todo el discurso del lenguaje como acción es un dispositivo de auto-mediación regido de antemano por el supuesto de una subjetividad soberana todavía en pie, pues los procesos de aprendizaje que propone sólo son inteligibles si suceden en el sujeto.51 De fondo, no-dicha, resuena una estrategia cartesiana afín a la que Eduardo Devés articulara en 1984 para enfrentar el escepticismo del sentido entre la izquierda post-Golpe: “se presenta clara y distintamente a nuestra subjetividad el apetito de lo que deseamos y el horror de lo que rechazamos […] es la base indiscutible de algún sentido de la existencia: quien sufre y goza apunta desde y hacia” (Devés, 1984: 35-36). El rendimiento frente al nihilismo es que el sufrimiento y sus múltiples formas serían, en sí mismos, evidencia de voluntad de sentido en la propia subjetividad.52 No obstante, a pesar del alarde de deshinbición y amoralidad nietzscheana que hace Echeverría al hablar del poder, es precisamente un silencio sobre el poder la clave que permite a la subjetividad Prueba de esta pregnancia de la subjetividad, especialmente en Echeverría y Maturana, es, como dijimos, la confusión entre motivos filosóficos modernos y contemporáneos. Ahora podemos ver que, trópicamente, la narrativa histórica del pensamiento occidental de Echeverría se corresponde con una operación más general de abolición del sentido histórico como confusión de lo nuevo y lo viejo en una actualidad pura, que se conjugan en el discurso de la transición con la asepsia y la dislocación del habla respecto de la experiencia y la memoria: “El presente de consenso tuvo que defender su ‘novedad’ […] silenciando lo no-nuevo (lo heredado) […] ocultando esta perversión de los tiempos que mezcla continuidad y ruptura bajo el disfraz del autoafirmarse incesantemente como actualidad gracias a la pose exhibicionista de un presente trucado” (Richard, 1998: 40). 52 En una autobiografía, Echeverría califica el encuentro con el “diseño ontológico” de Flores del siguiente modo: “pudo volver a entregarme el espíritu de conquista que durante varios años me había faltado” (Echeverría, 2007: 84). Tomo esto como ilustración de la multiplicidad de niveles de la operatividad de esta soberanía de la subjetividad en el texto de Echeverría. 51

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cerrarse sobre sí, pues ella no puede pensarse como dejada en pie para llevar a cabo una tarea. Esa posibilidad, nombrar esa posibilidad, es su desarme como subjetividad. El sujeto es un energúmeno: está en obra, poseído por su función o tarea. Debe tener sentido o padecer su ausencia con vistas a recuperarlo.53 La “resignación” que Echeverría denuncia como efecto del naufragio en la metafísica, no es ausencia de subjetividad, es parte de aquella estructura oscilatoria, “melancólica-depresiva”, que señalaba Richard, siguiendo a Alberto Moreiras, a propósito del sujeto de la post-dictadura. La aparición de lo humano, adversamente, no tiene obra ni se dirige a ninguna parte, supone suspensión del sujeto. Aparición de lo humano que es, también, develamiento del mundo. Se puede decir, siguiendo a JeanLuc Nancy (filósofo confesadamente profesional), que lo humano no tiene sentido (ni puede perderlo): es el sentido (Nancy, 2003: 23). Sólo puede aparecer cuando sucede que el sujeto, sus obras, sus funciones y sus sentidos, desmayan. ¿Es posible discernir, sino mediante comillas, entre lo “humano” como dispositivo de gestión y lo humano que despunta en el disiparse el sujeto?

Peter Sloterdijk ha argumentado la conexión esencial entre subjetividad moderna y prácticas de “desinhibición” como el coaching. Cfr. Sloterdijk, 2007: 78ss. 53

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Autores

Isabelle Bruno Diplomada del Instituto de Estudios Políticos de Paris, sección económica y financiera y Doctorada en Ciencia Política por la misma casa de estudios. Es profesora de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de la Universidad de Lille 2. También es investigadora del Centro de Estudios e Investigaciones Administrativas, Políticas y Sociales (CERAPS, CNRS / Universidad de Lille 2). Sus áreas de investigación son Sociología de la cuantificación y las tecnologías manageriales de gobierno. Entre sus publicaciones, se encuentran À vos marques®, prêts… cherchez! (2008); con Pierre Clément y Christian Laval, La grande mutation. Éducation et néolibéralisme en Europe (2010) y con Emmanuel Didier, Benchmarking. L’État sous pression statistique (2013). Nicole Darat Máster en Filosofía (mención Filosofía Moral y Política) por la Universidad de Valladolid, España, donde cursa actualmente el doctorado en Filosofía. Es profesora de la Escuela de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez. Sus líneas de investigación son la ética, la política y la economía sobre los que ha publicado diversos artículos enfatizando el enfoque interdisciplinario con las ciencias sociales y crecientemente con las ciencias naturales. Entre estos de destacan “Una simpatía republicana: instintos sociales y compromisos políticos (Revista Polis, 2013) y “La legitimidad de los incentivos en el liberalismo igualitario de John Rawls” (Revista de Humanidades, UNAB 2012).

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Mónica de Martino Asistente Social. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidade Estadual de Campinas - UNICAMP - Brasil. Profesora Titular en Régimen de Dedicación Total en el Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales y en el Centro Interdisciplinario Infancia y Pobreza - CIIP - del Espacio Interdisciplinario, ambos servicios de la Universidad de la República - Uruguay. Coordinadora del Diploma de Especialización en Intervención Familiar y del Programa de Doctorado del mencionado Departamento. Autora de diversas publicaciones en torno a la temática: infancia, familia, género y políticas sociales. Mary Luz Estupiñán Serrano Licenciada en Idiomas por la Universidad Industrial de Santander (Colombia). Magíster en Estudios de Género y Cultura en América Latina, mención Humanidades por la Universidad de Chile y candidata a doctora del Programa de Doctorado en Estudios Latinoamericanos de la misma casa de estudios. Tradujo y editó, junto a raúl rodríguez freire, Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago (Escaparate, 2012). También ha publicado trabajos sobre género y sexualidades. Actualmente se dedica a la deconstrucción de los discursos en torno a las migraciones sur-sur y prepara la edición de un libro dedicado a la gramática del discurso neoliberal en Chile. Pat O’Malley PhD en Sociología por la Universidad de London (1976). Actualmente trabaja en la Escuela de Leyes de la Universidad de Sydney. Sus campos principales de investigación son la criminología y los estudios socio-legales, con un énfasis sobre el riesgo, en tanto tecnología de gobierno de los problemas sociales y legales. Entre sus publicaciones se encuentran Uncertainty and Government (2004), Governing Risks (2006), The Currency of Justice. Fines and Damages in Consumer

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Society (2009), Crime and Risk (2010). En español se ha publicado Riesgo, justicia penal y neoliberalismo (2006), libro que recoge algunos de sus principales ensayos. Vanina Papalini Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional del Comahue, Argentina; Magister en Comunicación y Cultura Contemporánea por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina; es Doctora por régimen de cotutela de tesis del Doctorado en Ciencias de la Información por la Universidad de París VIII y el Doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Se desempeña como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina y como profesora titular de la Escuela de Letras de Universidad Nacional de Córdoba. Dirige el programa de investigación “Transformaciones culturales contemporáneas”. Ha editado el libro colectivo La comunicación como riesgo. Cuerpo y subjetividad (Al margen editorial, 2006) y se encuentra en prensa Promesas de felicidad. Ensayo sobre los libros de autoayuda (Adriana Hidalgo editora). Dirige la revista Astrolabio y es coordinadora del Doctorado en Comunicación Social de la Escuela de Ciencias de la Información de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Su principal línea de investigación se orienta hacia la configuración de subjetividades y las lógicas de gobierno en las culturas terapéuticas. Iván Pincheira Torres Sociólogo, Magíster en Estudios Americanos, Doctor en Estudios Americanos. Académico e investigador del Departamento de Sociología Universidad de Chile. Sus principales áreas de investigación son: cuerpo, emociones, gubernamentalidad, neoliberalismo, nuevas prácticas de acción colectiva. Entre sus publicaciones se encuentran los libros: Organizaciones Juveniles en Santiago de Chile. Invisibles_

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Subterráneas, Santiago, Lom Ediciones, 2009 (En co-autoría). Archivos de Frontera: el gobierno de las emociones en Argentina y Chile del presente, Santiago, Editorial Escaparate, 2012 (Coordinador). Entre sus artículos destacan: “Encuadre de la agenda y control de la opinión pública: el lugar de los medios de comunicación en la difusión del sentimiento de inseguridad”, en Question, Universidad Nacional de la Plata, Argentina, Nº 27, 2010. “La incorporación del concepto de felicidad en el diseño de las políticas públicas en el Chile neoliberal”, en Revista Brasileira de Sociologia da Emoção, v. 12, n. 34, 2013. raúl rodríguez freire Licenciado en Sociología y Doctor en Literatura. Académico del Instituto de Literatura y Ciencias del Lenguaje, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso-Chile. Trabaja sobre literatura y crítica latinoamericana contemporánea, teoría literaria y luchas universitarias. Ha publicado la compilación La (re)vuelta de los Estudios Subalternos: una cartografía a (des)tiempo (IAAM, 2011, Universidad del Causa, 2013) y editado, con Andrés Maximiliano Tello, Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias (Sangría, 2012). También tradujo y editó, junto a Mary Luz Estupiñán, Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago (Escaparate, 2012). Bajo su firma, también publicó una edición crítica dedicada a la obra de Roberto Bolaño, titulada “Fuera de quicio”. Bolaño en el tiempo de sus espectros (Ripio, 2012). Nikolas Rose Formado inicialmente en biología, historia, sociología y salud mental. Desde comienzos del 2012 se encuentra a cargo del Departamento de Ciencias Sociales, Salud y Medicina del King’s College de Londres. Previamente se desempeñó al frente de la cátedra James Martin White de Sociología en la London School of Economics, donde fundó y dirigió el Centro Bios, dedicado al estudio de las relaciones entre ciencias de

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la vida, biotecnologías, medicina y sociedad. Junto a otros académicos, fundó en 1989 la red internacional de investigadores Historia del Presente, que llevó la influencia de los trabajos de Michel Foucault sobre las políticas de la vida y la gubernamentalidad a un plano de trabajo fuertemente empírico. Es autor, entre otros, de los libros The Psychological Complex (1985), Governing the Soul (1989), Inventing Our Selves (1996) y Powers of Freedom: Reframing Political Thought (1999) y, junto a Peter Miller, Governing the Present (2008), libro que reúne sus principales ensayos de los últimos quince años. En español, se encuentra Políticas de la vida. Biomedicina, poder y subjetividad en siglo XXI (2012). Jaron Rowan Jefe del Departamento de Arte de BAU, Centro Universitario de Diseño de Barcelona. Doctorado en Estudios Culturales en Goldsmiths University de Londres, donde ha practicado la docencia, centra su investigación en torno a la economía política de la cultura. De forma específica analizando el fenómeno del emprendizaje en cultura, la relevancia del procomún digital, los modelos de trabajo y autoorganización alternativos y las nuevas formas de activismo cultural. Autor del libro Emprendizajes en Cultura (2010) y co-autor de Innovación en cultura: Una aproximación crítica a la genealogía y usos del concepto (2009). Ha contribuido a numerosos volúmenes, el más reciente Cultura libre digital (2013). En ocasiones mira las estrellas, escribe sobre el amor o crea memes digitales. Pablo Solari G. Es Licenciado y Magíster en Filosofía por la Universidad de Chile. Profesor de la Universidad Central de Chile. Ha publicado artículos sobre diversos episodios de la historia de la filosofía moderna, contemporánea y chilena. También ha publicado traducciones y reseñas. Ha participado en congresos y seminarios nacionales e internacionales.

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