En torno a la teatralización de la acción narrativa en el Quijote

July 19, 2017 | Autor: Francisco Florit | Categoría: Cervantes
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Descripción

En torno a la teatralización de la acción narrativa en el Quijote Francisco Florit Durán Universidad de Murcia

En no pocos textos de la obra cervantina —desde luego también en el Quijote— cabe percibir una idea que de modo sostenido el escritor alcalaíno expresa. Me refiero al hecho de que Cervantes se sintió en todo momento un hombre de teatro, hasta el punto de que se puede decir que vivió buena parte de su existencia obsesionado por el arte escénico y que, consecuentemente —según ha sido señalado en más de una ocasión— resulta casi imposible leer su gran novela sin percibir la naturaleza teatral (ya sea entremesil, dramática o metateatral) de muchos de sus episodios. Hasta el punto de que Azorín, por ejemplo, llegó a decir que «sólo un hombre de teatro pudo haber escrito el Quijote» (1952:105). Piénsese, asimismo, cómo en vez de imaginar nuevas aventuras para don Quijote, como hizo Avellaneda en la continuación espuria que publicó en 1614, entre las dos partes auténticas, los escritores que se aprovechan del éxito inicial de la novela cervantina prefieren llevar sus hechos a las tablas. No es mera casualidad el que sean unos entremeses los que explotan en España esta veta. Así es como se publica, en 1617, el Entremés famoso de los invencibles hechos de don Quijote de la Mancha, de Francisco de Ávila, cuyo argumento, en lo esencial, procede de los capítulos que transcurren en la venta donde el hidalgo es armado caballero. 1



 Véase Luciano García Lorenzo (1978: 259-273).



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Otra forma de adaptación es la que emprende, por los mismos años, la comedia nueva, cuyo triunfo ocurre en el mismo momento en que Cervantes, en Valladolid, acaba de reemprender su trayectoria literaria. El primero en volver su mirada hacia el Quijote es uno de los que contribuyeron, con Lope de Vega, a fomentar este éxito, el valenciano Guillén de Castro. Al autor de Las Mocedades del Cid, se le debe también una obra titulada Don Quijote de la Mancha, probablemente escrita entre 1605 y 1608, después de la publicación de la Primera parte de la novela. 2 En ella Castro pone énfasis en la estilización cómica del personaje, a partir de los elementos que le proporcionó Cervantes. En cualquier caso —y sin descuidar el hecho interesantísimo de que las primeras adaptaciones literarias del Quijote se hagan en un molde teatral— tal vez convenga que se preste atención la circunstancia de la innegable pasión cervantina por el teatro con el claro propósito de hacer comprender mejor el porqué nuestro autor echa mano en ciertas ocasiones de recursos netamente escénicos a la hora de componer su Quijote, el porqué cuando está creando conscientemente una nueva manera de novelar no reniega de la que fue sin lugar a dudas una de sus primeras pasiones. Recuérdese, por consiguiente, a grandes rasgos esa historia de una afición que se conoce no sólo a través de sus textos literarios, sino también a partir de algunos documentos conservados en los archivos. Y es que en no pocos momentos Cervantes se comporta como notario de sí mismo y de sus circunstancias al manifestar una y otra vez, sobre todo desde principios del Seiscientos, no sólo su gusto por el mundo de la escena, sino también su frustración al darse cuenta de que los tiempos han cambiado y que su manera de entender la creación dramática, y su propia «marca» en tanto que comediógrafo, incluso su propio nombre no tienen eco alguno entre los miembros del universo de la comedia nueva. 3 El texto literario más temprano por lo que se refiere a nuestros intereses cabe encontrarlo en el citadísimo capítulo 48 del Quijote de 1605, de manera singular en el diálogo que mantienen el cura Pedro Pérez y el canónigo toledano. Las reflexiones que hacen sobre la comedia nueva y, especialmente, los comentarios acerca de los perversos efectos que tiene para la escena española el incuestionable triunfo de Lope de Vega demuestran, más allá de una a veces equívoca preceptiva dramática, la sostenida atención cervantina por los mecanismos de la producción teatral, por el sistema de relaciones que se da entre dramaturgo, director de la compañía, comediantes y público. Tal vez las palabras más coherentes, desde el punto de vista del ideario cervantino, estén puestas en boca del canónigo al establecer un hilo argumental que tiene su lógica: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo   Puede consultarse con provecho la edición llevada a cabo por Luciano García Lorenzo (1971).  La bibliografía sobre este apartado es oceánica. Con el fin de no multiplicar referencias, solamente destacaré los siguientes trabajos: Francisco Ynduráin (1969), Guillermo Díaz Plaja (1977), Jill Syverson-Stork (1986), José Manuel Martín Morán (1986), Alfredo Baras (1988), Cory A. Reed (1993 y 1994), Verónica Azcue Castillón (2002), Jesús G. Maestro (2005) y Lola González (2005).  

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eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser mi libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo» (603-604). 4 Nótese en primer lugar que están nombrados aquí los tres elementos del sistema teatral: poeta dramático, actores y espectadores. Lo único que ocurre es que el canónigo habla del vulgo, es decir, de una parte de los espectadores, esa masa informe que normalmente recibía las críticas de los escritores en oposición a los discretos. Más interesante es el hecho de que Cervantes, por boca del canónigo, haga referencia a uno de los puntos básicos para el autor del Quijote: la espinosa cuestión de la venalidad de la comedia, el hecho de que los actores prefieran ganar dinero dándole al vulgo lo que pide, antes que fama y opinión representando comedias acomodadas al arte que defiende el propio Cervantes. Pero esa es una cuestión en la que ahora no me corresponde entrar y que hace tiempo que estudió con la perspicacia que le caracteriza el hispanista francés Jean Canavaggio (1977). Otro de los fragmentos que mejor evidencian el continuo interés cervantino por el teatro así como lo frustrante de esa pasión se encuentra en la Adjunta al Parnaso (1614). Y es que es allí donde el propio Miguel de Cervantes Saavedra nos da a entender a través de su diálogo con Pancracio de Roncesvalles cómo a esa altura de su vida tiene la honda sensación de estar viviendo, por lo que se refiere al mundo de la escena, fuera de tiempo. De ahí que después de hacer con legítimo orgullo recuento de sus piezas dramáticas que años atrás alcanzaron éxito y fama, después de decir que ahora tiene escritas seis con otros tanto entremeses, explica el motivo por el cual, aunque los autores de comedias saben que las tiene escritas, estos no las llevan a los tablados: «como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo» (Cervantes, 1997:167). Permítaseme que glose las palabras cervantinas: «yo estoy fuera de los circuitos, de los grupos y de las camarillas de los poetas dramáticos que abastecen la cartelera teatral y que les hacen ganar dinero a los actores, por ello es impensable que los directores de las compañías vayan a pedirle comedias a un escritor al que consideran ya fuera de ese circuito comercial de los corrales». 5 Queda, sin embargo, un último recurso. Una solución que se me antoja que tuvo que ser ciertamente dolorosa para un hombre que no sólo creía en las capacidades escénicas de sus textos dramáticos, sino también en el inmenso gozo que le producía   Se refiere al refrán «El sastre del cantillo, que cosía de balde y ponía el hilo». Nuestras citas remiten al tomo 1º de Cervantes (2005). Se da cada vez entre paréntesis la referencia a las páginas de esta edición.   Señala a este respecto Javier Blasco (2005:120) una cosa muy certera y gráfica: «Cervantes fue siempre un escritor al que las modas del momento le cogieron con el paso cambiado».



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al comediógrafo ver aclamada su pieza por un público entusiasta. 6 Esto es lo que dice: «Pero yo pienso darlas a la estampa, para que se vea despacio lo que pasa apriesa, y se disimula, o no se entiende, cuando las representan. Y es que las comedias tienen sus sazones y tiempos, como los cantares» (Cervantes, 1997: 167). Mucha, muchísima enjundia hay aquí. Ante el hecho de tener que llevar a la imprenta unas obras dramáticas que no han pasado por lo escenarios —y no precisamente porque así lo haya querido su autor—, parece como si Cervantes se consolara al pensar que al menos sus textos teatrales podrían ser captados en toda su sustancia por los lectores de los mismos. Ahora bien, ¿esta afirmación es sólo un consuelo o nos está diciendo el autor del Quijote algo más, algo que tiene que ver con el prestigio de la lectura y de los lectores frente a la representación ante un público agrupado mayoritariamente bajo el rótulo de «vulgo»? Porque no se olvide que el fragmento citado termina diciendo que «las comedias tienen sus sazones y tiempos», con lo que parece que paradójicamente nos está dando a entender que en su opinión —y en los momentos que a él le han tocado vivir— es preferible el teatro impreso frente al representado, que es aquél el que verdaderamente está en sazón frente a éste que en modo alguno podría considerarse como un fruto maduro. Creo que aquí Cervantes no sólo está refrendando lo que unos años antes ha hecho en el primer Quijote y que también hará en el de 1615, sino que está tomando conciencia algunos años antes —de nuevo Cervantes precursor— de un aspecto que dramaturgos posteriores verán muy claro: el hecho de que sus productos escénicos estaban alcanzando los aposentos, los salones, donde hasta los doctos podrían leerlos. Sus obras habían adquirido otro canal de recepción que permitía valorar mejor sus méritos literarios. Un canal —y esto es importantísimo para lo que luego se dirá de la teatralidad del Quijote— que no contaba con los elementos escénicos para la ubicación de los personajes y sus parlamentos en el espacio. Como quiera que sea, lo cierto es que Cervantes da a la estampa esas comedias y lo hace en 1615 en el volumen significativamente titulado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. Al frente de las piezas coloca un prólogo al lector, a ese lector que con las comedias y los entremeses en las manos puede leer despacio y entender sin dificultad las palabras cervantinas, alejado de la contingencia de la representación y del bullicio de los corrales. El prólogo, citadísimo y muy comentado, es considerado como uno de los textos capitales para conocer la historia de nuestro teatro. Del mismo, sólo quiero ahora recordar los fragmentos que tienen que ver específicamente con lo que estoy tratando. Conviene señalar ante todo que en el prólogo Cervantes vuelve sobre el esquema que ya se ha visto en la Adjunta: un antes en el que se rememora el éxito obtenido en tanto que dramaturgo en tiempos ya lejanos —«compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta,   Aunque en más de una ocasión el propio Cervantes nos cuenta que sus primeras piezas teatrales obtuvieron notable éxito, lo cierto y verdad es que parece que el autor del Quijote no fue un comediógrafo que obtuviera un amplio éxito en su época tal y como ocurriría después con Lope o Calderón. De entre sus contemporáneos sólo lo cita como dramaturgo Agustín de Rojas en El viaje entretenido, y ni siquiera habla de la Numancia.

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que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas»— (Cervantes, 1998:12) y un ahora en el que se constata con pesadumbre el rechazo que de su obra dramática tienen los autores de comedias del tiempo presente: «volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño, quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía 7» (Cervantes, 1998:14). La única salida que le queda a Cervantes ya la sabemos pues la hemos visto antes: «Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitantes» (Cervantes, 1998:15). Y del mismo modo que cabía percibir una especie de consuelo en las palabras de la Adjunta —más sustancia se puede sacar al leer las comedias que al verlas—, ahora Cervantes nos dice que en punto a la venta de la propia creación literaria es cosa más llevadera tratar con los libreros que con los actores. Cosa, por cierto, que de modo parecido y con ironía vuelve a repetir en la dedicatoria al conde de Lemos que también figura en los preliminares de las Ocho comedias: «y si alguna cosa lleva razonable, es que no van manoseadas ni han salido al teatro, merced a los farsantes que, de puro discretos, no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores, puesto que tal vez se engañan» (Cervantes, 1998: 16). Y todo eso debía de ser muy cierto en esos momentos concretos de la vida de escritor alcalaíno en los que se le cierran hasta el hastío todas la puertas de los tablados y en los que incluso, como recuerda en este prólogo, un «autor de título» iba diciendo que «de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada» (Cervantes, 1998: 14-15). Lo que, por cierto, ya no es un argumento de índole puramente comercial en boca de los hombres de la farándula, sino que tiene que ver con consideraciones estéticas y artísticas. No buscar pan de trastrigo, no hallar pájaros hogaño en los nidos de antaño son metáforas cervantinas que acabamos de ver y que muy gráficamente muestran la situación de un dramaturgo desencantado, doloridamente desengañado, al constatar el divorcio entre él y el mundo del espectáculo, al ver cómo los frutos de su ingenio teatral son arrinconados y menospreciados por quienes podían colocarlos ante la vista de todos. ¿Por qué ocurrió esto? Cervantes supo la causa desde el primer momento y la dice bien a las claras en uno de los fragmentos más conocidos del prólogo a la edición de las Ocho comedias: «Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su juridicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, y tantas, que   Recuérdese que en el postrer capítulo del Quijote de 1615 Cervantes pone en labios del hidalgo, que está ya a punto de morir, ese refrán que dice que «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Es decir, curiosamente el mismo proverbio que acabamos de ver que utiliza en el prólogo a sus Ocho comedias para decirnos que los tiempos han cambiado y que ningún director teatral quería comprar sus piezas dramáticas para ponerlas sobre los tablados.



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pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de la mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar, o oído decir, por lo menos, que se han representado» (Cervantes, 1998: 12-13). ¿Cómo no tenerle en más de un momento de su vida envidia, celos y malquerencia a Lope? Todo lo que a Cervantes se le negó en el teatro lo consiguió con aparente facilidad el Fénix, especialmente dos cosas de las que ya se ha hablado aquí: el gobierno de los autores de comedias y la representación en los corrales de las piezas dramáticas. 8 Por ello cobra especial relevancia, por ejemplo, las palabras que nuestro autor pone en boca del caballero e hidalgo manchego en el capítulo 11 de la segunda parte del Quijote. Me refiero a la aventura o episodio de «Las Cortes de la Muerte», pasaje, por cierto, claramente metateatral en donde don Quijote y Sancho se topan con la compañía de Angulo el Malo, «autor de comedias» que realmente existió. Recuérdese que el ingenioso caballero se dirige a los cómicos diciéndoles: «Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (779). No creo que haya problema alguno en asegurar que quien aquí verdaderamente está hablando es el propio Cervantes porque lo que se sabe de su biografía es que desde joven, tal vez en Sevilla, se aficionó al mundo del teatro —a ver teatro y a escribir piezas teatrales— y que mantuvo esta afición a lo largo de toda su vida. 9 Quedo dicho antes, a propósito del fragmento de la Adjunta al Parnaso en el que Cervantes nos apunta que quiere dar a la estampa sus comedias, que buena parte de lo que señala tiene que ver, en mi opinión, con la reiterada presencia de materia teatral en los dos Quijotes. Es el caso que a lo largo de la novela cervantina aparecen por todas partes desde pequeñísimas referencias hasta episodios de cierta entidad que ofrecen una evidente configuración teatral. Los motivos de esta circunstancia son muy variados y me atrevería a decir que innovadores. Desde luego habría que tener muy en cuenta ese gusto tan cervantino por el juego entre ilusión y realidad, ese gusto por estar dentro y fuera de la ficción. Todo eso creo que es cierto, pero ahora lo que importa es el hecho de que en el Quijote hay ocasiones en las que el lector se puede topar con una consciente, buscada y voluntaria «teatralización de la acción narrativa», 10 en donde esa acción se ofrece como un espectáculo teatral desarrollado en diferentes facetas y frecuentemente encarnado por un personaje que representa lo que no es. Así, por ejemplo, le ocurre a Dorotea cuando encarna el papel de la princesa Micomicona. Por cierto, una Dorotea que se interna en Sierra Morena en hábito de varón huyendo de su   Acerca de la relación entre Cervantes y Lope véanse los trabajos de José Montero Reguera (1999), Manuel Fernández Nieto (2003) y Felipe B. Pedraza Jiménez (2006) donde se encuentra una amplia bibliografía sobre este punto.   Véase Canavaggio, 1992. 10  Véase el artículo de Joseph V. Ricapito (2003:315-327).

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deshonra, asunto frecuentísimo en la comedia española aurisecular. 11 Lo mismo podemos decir del cura, el barbero, Fernando y Cardenio y los demás disfrazados de gigantes o cabezudos para enjaular a Don Quijote y conducirlo a su aldea; alguno de los cuales —me refiero al barbero, a maese Nicolás— se toma tan en serio su «papel», actúa con tanta credibilidad y verosimilitud que «aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían» (589). Por cierto, que en ese mismo capítulo y un poco antes de lo que se acaba de contar, Don Quijote riñe vehementemente a su criado, tras lo cual leemos: «Y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo» (585). ¿No parece que estemos ante una suerte de acotación escénica que se incorpora como material artístico al texto mismo de la obra? Teatralización de la acción narrativa cabe encontrar asimismo en el espectacular ardid de Basilio para casarse real y efectivamente con Quiteria (II, 21). El joven, como es sabido, se vale de una ingeniosa burla, montada como un verdadero espectáculo teatral, para alcanzar su intento. Recuérdese el episodio: a poco de llegar el cura, los novios y su parentela aparece el triste Basilio, aparentemente dominado por la melancolía amorosa. Después de los reproches que le dirige a Quiteria, no puede sorprendernos que en presencia de todos saque un estoque del bastón que llevaba «y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él» (877), cayendo a tierra bañado en sangre. Entonces, gracias a un chantaje, evitar que muera sin confesión, consigue que la moza se case con él. Cuando los dos jóvenes están desposados, Basilio se levanta con verdadero brío, provocando el asombro de los presentes, quienes al unísono exclaman: «¡Milagro, milagro!»; a lo que contesta el joven: «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!» (880). 12 Así pues, toda la escena tiene una tonalidad paródica, que no se advierte al principio. Todo está preparado para sugerir la parodia, el juego. Y es que no podemos olvidar, aunque ahora solamente se citen sin más comento, pasajes tan «teatrales» como las danzas y bailes en las bodas de Quiteria (II, 1921); el retablo de maese Pedro (II, 26); los episodios en el palacio de los duques (II, 34-35); el artificio de la cabeza encantada (II, 62). En resumidas cuentas, ¿por qué esa voluntaria teatralización de la acción narrativa en la páginas del Quijote? Permítaseme añadir una hipótesis a otras que han sido apuntadas por ciertos críticos (variedad, dar gusto a un público diverso, juego entre ilusión y realidad). Como ya ha quedado dicho, a partir del éxito de Lope de Vega a Cervantes se le cierra el paso de los corrales de comedias. Pero no tiene más remedio que darle una salida digna a esa pasión que lleva padeciendo y gozando 11  No se olvide, por ejemplo, que cuando Sancho está de gobernador de la Ínsula Barataria le traen ante su presencia a una mujer en hábito de varón (II, 49), que ha logrado huir de esa guisa de la tutela de su padre, que la tenía encerrada diez años, siendo su principal deseo saber de visu cómo era el juego de las cañas, las corridas de toros y la representación de una comedia. 12   Industria: palabra empleadísima en los textos dramáticos auriseculares con el significado de destreza, ingenio, artificio, truco.



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desde joven. Ya sabemos que al final de su vida decide publicar parte de su producción dramática, sin embargo ¿no es verosímil pensar que tanto en la primera parte del Quijote como en la segunda hay una indudable hipertrofia de la materia teatral precisamente como otra forma de hacer aflorar en un texto impreso esa vocación? ¿Es que no nos sorprende la presencia de tantos elementos de índole y estirpe teatral en la conocida como la primera novela moderna, sobre todo en determinados momentos de la obra en los que se intensifica particularmente la dimensión espectacular del texto narrativo? Y ahora, al decir esto, estoy pensando concretamente en los que conocemos como los episodios entremesiles del Quijote. 13 Como se sabe, Cervantes escribió al menos ocho entremeses —los publicados en 1615 junto con las ocho comedias— que se ajustan al género de juguete escénico breve, alejado de toda preceptiva aristotélica y, especialmente, que ofrecen un universo cómico que se expresa a través de la palabra, de las acciones y de una amplia gama de signos no verbales, en donde lo que descuella es la dimensión espectacular frente a la textual, aunque esta última consideración en modo alguno quiere decir por mi parte que no reconozca la importancia literaria de piezas como El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca, El viejo celoso, etc. Conviene señalar, por otro lado, que el propio Cervantes mostró siempre, y hay textos que así lo atestiguan, 14 una especial predilección por un género considerado ya en su época como menor y que, al ser tenidos en muy corta estima, solían incluirse de forma anónima en las partes de comedias de diversos autores. Cosa —recuérdese— que no hizo nuestro escritor. De manera que cuando en Don Quijote su autor voluntaria y conscientemente embute episodios de índole entremesil en el cuerpo de la novela, creo que lo hace —entre otras muchas razones, algunas de las cuales ya han sido aquí apuntadas— porque se siente legítimamente orgulloso de un tipo de género de clarísima sustancia teatral al que quiere prestigiar todavía más al introducirlo en su novela. Sea como fuere, el caso es que son varias las secuencias entremesiles que cabe encontrar en el Quijote: la disputa sobre el yelmo de Mambrino o la bacía de barbero, que acaba en una monumental gresca de palos y mojicones (I, 44-45); el estreno de Sancho como gobernador de la Ínsula Barataria ejerciendo de juez sabio y discreto ante los casos que se le presentan (II, 49); o la aventura nocturna de la asturiana Maritornes, el arriero, don Quijote, Sancho y otros personajes (I,16). Es de este último del que quiero ahora ocuparme. Cuando el caballero de la Triste Figura llega molido y quebrantado a la venta de Juan Palomeque, tras la desafortunada aventura de los yangüeses, se le traslada a un desván o camaranchón y se le tiende en un pobre lecho: «las dos [Maritornes y la hija del ventero] hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que en otros tiempos daba mani Aspecto muy bien estudiado recientemente por Abraham Madroñal (2008).  Así dice, por ejemplo, en el prólogo al lector de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados: «Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos» (Cervantes, 1998:15). 13 14

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fiestos indicios que había servido de pajar muchos años; en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote, y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta» (183). Allí la madre y la hija del ventero emplastan «de arriba abajo» al héroe manchego, es decir, ungen su cuerpo con una pomada curativa. Esto despierta en el caballero sentimientos no sólo de gratitud, sino también ciertas sensaciones eróticas concentradas en la hija de Palomeque. De manera que tumbado en su «maldita cama», y creyendo desde que llegó que estaba en un castillo, se imagina que la joven, a quien toma por la hija del señor del castillo, se ha enamorado perdidamente de él y que va a acudir a su «habitación» para «yacer con él una buena pieza», vale decir: «para acostarse con él durante largo tiempo». Don Quijote se asusta de sus propios sueños y fantasías, proponiéndose decididamente ser honesto y permanecer fiel a su Dulcinea. Y en esto entra en el desván Maritornes. Veamos algunos puntos de interés: 1. Creo que estamos ante un episodio perfectamente desgajable del cuerpo principal de la novela cervantina, pues no añade nada nuevo a la materia principal del Quijote. De modo que al igual que hablamos de novelas interpoladas en la parte de 1605, cabría hablar aquí de entremeses intercalados —ya hemos visto que son varios— , aunque, al participar la pareja de don Quijote y Sancho, estarían más en la línea de las historias tangenciales como la del capitán cautivo. 2. Desde luego se trata de un verdadero entremés, un juguete escénico-narrativo perfectamente representable. De hecho los personajes que intervienen, acaso a excepción del hidalgo manchego, son figuras de entremés: criados, arriero, ventero, un representante de la justicia. 3.  Hay en él una concepción de lo cómico que tiene mucho que ver con la commedia dell’arte, lo que supone —y aquí quiero detenerme especialmente— el predominio de los signos no verbales y consecuentemente de lo espectacular, de lo radicalmente teatral. Nótese que apenas se habla, que el silencio se impone a la palabra: «callando», «sin que ella osase hablar palabra», «sin hablar palabra», «con tácitos y atentados pasos». Lo que hace que, como es propio del entremés, haya en este episodio mucho dinamismo que se refleja por encima de todo en los golpes que se cruzan —sin hablar— los personajes. La escena del arriero subido encima de las costillas de don Quijote y golpeándole con los pies es un paso casi de títeres de cachiporra. Pero lo más interesante de todo es el crescendo —sabiamente manejado por Cervantes— hasta llegar al clímax, de clarísima estirpe popular y folclórica —no se olvide que muchos entremeses tienen estrechas relaciones con la materia folclórica—, en el que

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asistimos a una concatenación de golpes: «Y así como suele decirse «el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo», 15 daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana (191). Sorpresivamente, pues, llega la oscuridad —un nuevo recurso teatral 16— y todos se golpean a placer. De manera que la presencia/ausencia de luz juega un papel importantísimo en esta secuencia entremesil. Pero desde luego no sólo hay silencios, palos, golpes, mojicones, sino que también hay texto. La parte más importante está puesta en boca de don Quijote con una clara intención de servirse de la comicidad verbal por vía de contraste, pues nuestro hidalgo se dirige a Maritornes, moza de las llamadas del partido, como si se tratase de una hermosa 17 y principal dama. Obsérvese, por otro lado, cómo astutamente Cervantes hace preceder la descriptio de Maritornes —a través de verdaderas acotaciones escénicas insertadas en el cuerpo principal del relato— antes del parlamento de don Quijote. La moza asturiana llega al camaranchón «en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán» (188); lleva puesta una camisa de arpillera y una pulsera de cuentas de vidrio, sus cabellos tiran a crines, el aliento le huele a «ensalada fiambre y trasnochada» (189). También cabe encontrar acotaciones en las que se indica el estado de ánimo de los personajes: Maritornes estaba «congojadísima y trasudando» (190); o en las que se apunta cómo ha de hablar un personaje, como cuando don Quijote se dirige a la que cree dama principal «con voz amorosa y baja» (189). En fin, la entrada y salida de los personajes guarda un orden muy teatral: primero están en el camaranchón —que funciona como un escenario— don Quijote, Sancho y el arriero; luego entra Maritornes, después el ventero y, por último, el cuadrillero de la Santa Hermandad; para luego salir del «tablado» el ventero, el arriero, Maritornes, quedando en escena don Quijote, Sancho y el cuadrillero. En total seis personajes que es un número perfecto para un entremés. En fin, en el último capítulo del segundo Quijote Cervantes pone en labios del hidalgo, que está ya a punto de morir, ese refrán que dice que en «los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Curiosamente el mismo proverbio que utiliza a modo de metáfora en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados para decirnos que los tiempos habían cambiado y que ningún «autor de comedias» quería poner sobre las tablas sus piezas dramáticas. Es fácilmente com15  Se está aludiendo a un cuento, de tradición popular, muy divulgado y construido mediante la concatenación de elementos. 16  No se me escapa que los entremeses en el Siglo de Oro se representaban en los corrales a plena luz del día, pero eso no impide que la comedia nueva y los entremeses tengan escenas en las que se «finge» que la acción transcurre de noche o totalmente a oscuras. 17  Así la describe Cervantes: «ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana» (182).

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prensible la amargura y el desencanto de un escritor que amaba el teatro y que no tuvo más remedio que admitir, aunque fuera a regaña dientes, que el cetro de la monarquía cómica pertenecía a otro, y ese otro era Lope de Vega. Pero Cervantes, como tantas veces en su azacaneada existencia, supo echar mano de su ingenio —en modo alguno lego— para salir adelante cuando le venían mal dadas. A mi modo de ver el hecho de que en los dos Quijotes se sirva su autor no pocas veces de ingredientes de índole teatral supone, entre otras muchas cosas, una manifestación firme e incontrovertible de su sostenido amor por el teatro. Bibliografía citada Verónica Azcue Castillón (2002). «La disputa del baciyelmo y El retablo de las maravillas: sobre el carácter dramático de los capítulos 44 y 45 de la primera parte de Don Quijote», en Cervantes, n.º 22.1, pp. 71-81. Alfredo Baras (1989). «Teatralidad del Quijote», en Anthropos, n.º 98-99, pp. 98-101. Javier Blasco (2005). Miguel de Cervantes Saavedra. Regocijo de las musas, Valladolid, Universidad de Valladolid. Jean Canavaggio (1977). Cervantes dramaturge. Un théâtre à naître, París, Presses Universitaires de France. —  (1992). Cervantes. En busca del perfil perdido, Madrid, Espasa-Calpe, 2.ª ed. Corregida y aumentada. Guillén de Castro (1971). Don Quijote de la Mancha, ed. Luciano García Lorenzo, Salamanca, Anaya. Miguel de Cervantes (1997). Viaje del Parnaso, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial. —  (1998). Entremeses, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial. —  (2005). Don Quijote de la Mancha, ed. del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Guillermo Díaz Plaja (1977). «El Quijote como situación teatral», en En torno a Cervantes, Pamplona, EUNSA. Manuel Fernández Nieto (2003). «Cervantes y el teatro de Lope de Vega», en Con Alonso Zamora Vicente, ed. Carmen Alemany Bay et al., Alicante, Universidad de Alicante, pp. 579-590. Luciano García Lorenzo (1978). Entremés famoso de los invencibles hechos de don Quijote de la Mancha, Anales Cervantinos, n.º 17, pp. 259-273. Lola González (2005). «Y mientras tanto escribía el Quijote (1605). Cervantes y el teatro», en Cervantes y su mundo, ed. Kurt Reichenberger y Darío Fernandez-Morera, Kassel, Reichenberger, pp. 227-256. Abraham Madroñal (2008). «Entremeses intercalados en el Quijote», en El Quijote y el pensamiento teórico literario, Madrid, CSIC, pp. 265-277. Jesús G. Maestro (2005). «Cervantes y el teatro del Quijote», en Hispania, n.º 88.1, pp. 4253. José Manuel Martín Morán (1986). «Los escenarios teatrales del Quijote», Anales Cervantinos, n.º 24, pp. 27-46. José Martínez Ruiz [Azorín] (1952). El oasis de los clásicos, Madrid, Biblioteca Nueva.

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francisco florit durán

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