En tiempos bárbaros: arqueología, elites y el problema de la superstición en el reino visigodo de Toledo (589- 711)”.

June 6, 2017 | Autor: E. Dell' Elicine | Categoría: Visigothic Spain, Late Antiquity, Visigothic Spain, Visigoths, Visigothic, Visigothic fiscal system
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Descripción



Tol. III, XVI. Ed. Vives (1963).
Jul. Tol., Hist. Wamb. Regis, 3.
Vita Sancti Em. 17- 24; cf. Espinosa: 2003.
Para el caso de Gózquez, Vigil- Escalera: 2000, 2007, 2012;Vigil- Escalera; Moreno García y otros, 2013; Olmos y otros, 2012; Chavarría, 2013, entre otros.
Martín Viso: 2006; Bohigas Roldán y otros: 2001.
Palomino y otros: 2012
Martín Viso: 2006.
Ver especialmente Piz. 1, Velázquez. 2004.
Díaz y Martin Viso: 2011.
XIV JORNADAS INTERNACIONALES DE ESTUDIOS MEDIEVALES
XXIV CURSO DE ACTUALIZACION EN HISTORIA MEDIEVAL

Título de la ponencia: "En tiempos bárbaros: arqueología, elites y el problema de la superstición en el reino visigodo de Toledo (589- 711)".

Autora: Dra. Eleonora Dell' Elicine (ICI- UNGS/ FFYL- UBA).


El concilio III de Toledo -concilio como sabemos seminal, celebrado en 589 a instancias de Recaredo y que sella la conversión del rey y del pueblo visigodo al cristianismo niceísta- asienta en su canon XVI la siguiente instrucción:

"Que cada obispo en su diócesis, en unión del juez del distrito, investiguen minuciosamente acerca del dicho sacrilegio [de idolatría], y no retrase el exterminar los que encuentre, y a aquellos que frecuentan tal error, salva siempre la vida, castíguenlos con la pena que pudieren, y si descuidaren obrar así, sepan ambos (obispo y juez) que incurrirán en la pena de excomunión, y si algunos señores descuidaren en desarraigar este pecado en sus posesiones, y no quisieran prohibírselo a los siervos, sean privados también ellos, por el obispo, de la comunión".


Este canon manifiesta al punto tres cuestiones que reclaman nuestra atención. En primer lugar, la voluntad de identificar y eventualmente erradicar todas aquellas prácticas capaces de encender la ira divina sobre el nuevo pueblo de Dios, ateniéndose para ello a los mandatos que figuran en el libro del Éxodo -especialmente el "No tendrás otros dioses fuera de mí", en Ex. 20. En segundo lugar, consigna cuáles son los grupos comprometidos que deben colaborar juntamente en la tarea de purificar la práctica religiosa -en efecto el rey que convoca, lo obispos que asienten, los jueces que intervienen en el territorio y possessores y domini varios. Por último, la amenaza: si alguno se demorara en supervisar la pureza de las prácticas sería inmediatamente expulsado él también de la comunidad de los fieles.

Esta voluntad programática de extirpar costumbres tildadas de idolátras se debilita asombrosamente en los años que siguen a Toledo III. Como lo demuestra Céline Martin, en casi una centuria el problema no vuelve a mencionarse en los concilios visigodos, las alusiones en los relatos hagiográficos son ralos y unas pocas leyes prolongan el esfuerzo inicial. Esto no significa que las prácticas hayan alcanzado las cotas de ortodoxia pregonadas a lo largo y ancho del reino a partir de la conversión del monarca. Lo que pone en manifiesto es que, antes que reacción contra unas costumbres religiosas pertinaces; las medidas antipaganas constituyen una forma de hacer lazo social en torno a determinados poderes: como venimos insistiendo en otros trabajos, la figura de la idolatría y la condena a las supersticiones son modos particulares de ejercer el mando en esa sociedad, el lenguaje de un poder.

Ahora bien, ¿quién ejerce ese tipo de mando? ¿Quién es ese poder? Atendiendo a la letra del cánon, es el rey en consenso con la jerarquía de obispos los que ponen en marcha el programa de la pureza. Observemos que estas medidas se orientan explícitamente a entornos rurales: en efecto el texto alude a distritos, a loci, a possessiones, áreas previsiblemente alejadas de los poderes centrales. Todo apunta a que el modo primero que estos poderes diseñan para llegar a poblaciones distantes de sí consiste en uniformar, demarcar, sancionar. Sólo bajo esta forma normativa parece posible interiorizar en esas poblaciones la presencia de un centro.

Mas los poderes centrales no son los únicos que configuran relaciones de control en los entornos rurales. El texto prevee la existencia de otros agentes en el territorio, involucrándolos como vimos bajo la forma de iudices, obispos o possessores. Son los funcionarios públicos –en este caso jueces y epíscopos- los primeros blancos de la amenaza de excomunión; dedicándoles a renglón seguido una intimidación a los possessores en el mismo sentido. Esta amorosa normativa parece indicar un desencuentro de opiniones acerca de cómo proceder en relación a las prácticas religiosas de los grupos campesinos. Al decir del cánon, se vuelve perentorio en primer lugar alinear a los propios.

Veamos entonces: la política de homogeneizar las prácticas religiosas constituye el proyecto de algunas fracciones de la nueva clase dirigente que se está constituyendo; en tanto que para otros grupos ese programa parece ser, por lo menos, una cuestión secundaria. Esta trama de alianzas y distancias en torno al problema de las prácticas idolátricas pone a nuestro criterio en evidencia estrategias y patrones de autoridad diversos en relación a las poblaciones rurales a las que se pretende involucrar. Nuestra hipótesis de trabajo es que algunos grupos terratenientes desarrollan políticas de acercamiento al poder central para incrementar su poder; al tiempo que se reservan estrategias para controlar a las poblaciones rurales, formas basadas en una presencia territorial con intensidades diferentes. De ser plausible nuestra idea, significaría que los poderes centrales necesariamente requirirían de este tipo de políticas de normativización y enmarcamiento; mientras que para los grupos que cultivan una presencia territorial la fórmula persecutoria sería un recurso extremo a tomar entre muchos otros efectivos y controlados sin la mediación de terceros poderes.

Gregum suorum requireret rationes: elites, control de la tierra y estrategias en el territorio.

Para intentar explorar las razones acerca de por qué el concilio presiona a algunas facciones para que abracen la política persecutoria, nos focalizaremos en dos modos desplegados por los señores de la tierra para marcar presencia en el entorno: en primer lugar, los indicios de habitación o actividades organizadas por los domini en los marcos aldeanos; y luego el control de los castra o sitios fortificados de altura. Un análisis de la presencia aristocrática en villulae del tipo de Gérticos que la documentación escrita constata pero que a la arqueología se le vuelve más difícil hallar; los depósitos funerarios tan intensamente trabajados y discutidos y fundamentalmente las estrategias aristocráticas de cristianización de los entornos rurales deberían todas tener un lugar en nuestro inventario, mas la tiranía de las páginas y la economía de la argumentación las han colocado del lado del exceso.

Comencemos entonces por los indicios de habitación o actividades productivas organizadas por los domini en marcos aldeanos. A contrapelo de lo que postulan Toubert y Fossier que reservan la categoría de "aldea" para las comunidades rurales de la Baja Edad Media, los arqueólogos rubrican así a los pequeños aglomerados rurales altomedievales que encuentran en el terreno. Por razones muy diferentes, las zonas más intensamente exploradas han sido el país Vasco, la Comunidad de Madrid y alrededores de Toledo y algunos enclaves dispersos, como por ejemplo el de Pipaona de Ocón en La Rioja, identificado con el Parpalines que menciona la Vita Sancti Emiliani.

Remitámonos al más conocido de los casos estudiados, el poblado de Gózquez en San Martín de la Vega, al sur de la comunidad de Madrid. Con una datación que se extiende entre fines del siglo VI y mitad del octavo, esta pequeña aglomeración campesina se distribuye en dos áreas de ocupación diferenciadas, separadas entre sí por una necrópolis. Conjuntos acotados de núcleos residenciales que parecen seguir un patrón de familia extensa se distancian de sus semejantes por amplias zonas posiblemente dedicadas al cultivo y cría de animales. Y aunque de forma poco compacta, estas casas semienterradas parecen distribuirse al interior de un perímetro trazado de antemano. En una estructura más grande y compleja que el resto, arreglada en torno a un patio y situada sobre una elevación de terreno, los arqueólogos han descubierto una presa o lagar.

La existencia de una planificación sobre el espacio y de estructuras residenciales y productivas más complejas remiten a unos poderes instalados en la tierra que afectan a los que habitan en ella. Ahora bien, ni la homogeneidad de las casas, ni los silos, ni los patrones de consumo y alimentación, ni los depósitos funerarios permiten relacionar esta estructura con la presencia in situ de una aristocracia terrateniente poderosa. Es probable que se trate de un mando por delegación, o de unos grupos de arraigo local que incrementan su rango a través de contactos con señores más poderosos, sea a través de relaciones clientelares, de intercambio o de otro tipo. En cualesquiera casos, los grupos que mandan esgrimen, en grados divesos, estrategias de acceso a las poblaciones dependientes basadas en el contacto y que no reposan en el expediente del poder central.

La segunda situación que nos proponemos analizar es la habitación en sitios de altura conocidos en las fuentes documentales como castra o castella. Levantados algunos de ellos en la lejana edad del Hierro, otros durante y después de las invasiones del siglo V, estos habitats han experimentado fases de ocupación de intensidad fluctuante, consolidándose en el siglo VII como núcleos jerarquizados de control del territorio.

Algunos de estos castra están claramente controlados por los poderes centrales. Funcionan -al decir de Martín Viso- como "islas de autoridad" o focos de visigotización, y son sede de los poderes públicos: soldados, iudices y quizás algún conde. Tal es el caso del castro de Tedeja (Trespaderne, Burgos): a una altura de 700 metros, una muralla de 3 a 9 metros cubre dos áreas diferenciadas: una de uso militar y otra residencial; al pie de todo lo cual se halla una iglesia con planta basilical de tres naves: Santa María de Miganjos. Sin embargo, no todos los castra están controlados por los poderes centrales. Así lo parece documentar el sistema castral de Valderribles, provincia de Burgos: ciertamente los recintos amurallados de Ruanales, Valdelomar y Alfania vigilan ellos también rutas de ganado y caminos locales, mas su fábrica es menos elaborada y muestran un grado de planificación menor. En suma y como lo advirtiéramos para los marcos aldeanos, hay un tipo de mando que descansa en la presencia directa en el territorio. Los sitios de altura permiten constatar con más claridad que estos mandos también registran heterogeneidades: mientras algunos, en efecto, se plantan en el territorio convocando sus contactos con el poder central; otros lo hacen reforzando las autonomías y las relaciones directas. Probablemente echen mano de fórmulas y canales similares, pero el modo de combinarlos, sus escalas, intensidades y –como vimos- modos de legitimar la autoridad difieran.

Las pizarras encontradas en algunos sitios de altura como Lerilla (Villarejos, Salamanca) o Cabeza de Navasangil (Solosancho, Ávila) permiten atisbar algunos canales a través de los cuales estos mandos encuadran sus relaciones de mando. Se trata, de acuerdo a Isabel Velázquez, de largas listas de antropónimos, algunas de las cuales asocian a los nombres de personas unas cantidades expresadas en números. Velázquez interpreta a estas pizarras como elencos de campesinos dependientes; y Díaz y Martín Viso han visto para las del Cortinal de san Juan (provincia de Salamanca) la contabilidad de algún tipo de ejercicio fiscal. Estos "señores del lugar", en suma, controlan algunos grupos de gente, ciertos flujos de bienes, puntos estratégicos de tránsito y tierra sin duda, factores que les permiten establecer una relación calculada con el poder central, plegándose a sus políticas o absteniéndose de ellas conforme a sus propios intereses.

Conclusiones:

Como acabamos de advertir, en la sociedad visigoda los mandos no descansan tanto en el control de la tierra, sino en la capacidad de intervenir y maniobrar en un cúmulo de factores entre los cuales la tierra adquiere, por supuesto, especial relevancia. Esto los convierte, antes que en "señores de la tierra", en "señores del lugar"; posición que no sólo les permite sino que les impele guardar un margen respecto a las políticas generadas por el poder central.

Las normas que obligan a uniformar las prácticas religiosas movilizan a estos domini muy particularmente, en la medida que buscan hacerlos funcionar en roles diseñados por otros. Debido al control que ejercen sobre ciertos resortes estratégicos a través de su presencia en el territorio, no necesitan de este expediente de manera estructural. Apelarán a él en la medida que otros recursos no resulten funcionales.

La situación nos muestra que, así como la uniformización de las prácticas religiosas constituye una estrategia buscada y construida, la heterogeneidad tampoco es natural, un dato esperable del estado de las cosas. Esta heterogeneidad constituye el efecto, por lo menos, de estrategias de los diversos grupos de señores. ¿Y los campesinos? De ellos, poco sabemos. Los lazos de patronazgo y familia permiten ubicar su margen de maniobra.

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