En el homenaje a Ricardo Senabre

May 23, 2017 | Autor: O. de Emilio Alarcos | Categoría: Spanish, Linguistics
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Descripción

EN EL HOMENAJE A RICARDO SENABRE

Después de tantas calendas recorridas desde el antaño florido, no me acuerdo bien de cuándo ni dónde ni cómo conocí a Ricardo Senabre, si acaso en mis ocasionales visitas a Salamanca o en fortuitos encuentros en Medinaceli 4 (hoy 6), donde a menudo confluíamos los de nuestro gremio (ora instalados, ora postulantes) para dirimir o presenciar o padecer lides opositoriles varias. O acaso, me pregunto si no coincidimos en algún curso santanderino de las sardineras Llamas veraniegas por aquellos cincuenta y sesenta tan lejanos y expectantes. De voces autorizadas ya había oído yo su nombre como ilustre egresado salmanticense que prometía alcanzar pronto el pináculo en la escalada, ardua entonces, de la cátedra universitaria. Se colegía, por el libro excelente en que vertió su tesis doctoral, "Lengua y estilo de Ortega y Gasset", que Senabre no era mero lingüista aficionado a las palabras y las cosas de las hablas rurales (de esos que tanto habían abundado), ni descriptor sincrónico de lo que no se dice (como los que empezaban a pulular y aún verbenean en el inquieto mercado de los departamentos), ni especulador teórico de universales misteriosos (que también hoy nacen como hongos tras

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la lluvia), sino agudo y sobrio observador de la lengua, en especial de la literaria, de cuyos productos era exquisito gustador, así como atento estudioso de las infinitas y complejas relaciones que en ellos establecen la tradición cultural y la creación individual. Su figura se fijó definitivamente en mi memoria, dura siempre para reconocer las fisonomías que no he frecuentado, cuando pude, como miembro del tribunal, observarlo con atención sostenida al competir él en una oposición múltiple donde obtuvo el número uno. Era entonces un joven gallardo y esbelto, la tez cetrina y circunspecto el gesto, la mirada larga y penetrante, el decir preciso y convincente, en cuya sustancia de expresión perdurahan aún rastros melódico-rítmicos de los magisterios recibidos, que sin embargo no empañaban la originalidad de los contenidos y que, en cuanto voló autónomo por la cátedra, se desvanecieron. Desde entonces (1969), y desde su Salamanca adoptiva, Senabre prosiguió con paso seguro y sosegado su carrera docente e investigadora. Conseguido el acceso a catedrático, la autoridad salmantina lo envió como legado consular con plenos poderes a la antigua colonia Cecilia para montar aquí, en estos castros devenidos Cáceres por la hibridación musulmana, la célula germinal de la Universidad de Extremadura, dentro de la cual, una vez creada, el embrionario Colegio Universitario se transformó dos o tres años después en Facultad de Filosofía y Letras. Durante tres lustros más o menos, derramó Senabre aquí sus eficaces dotes didácticas, sus capacidades 274

de investigador riguroso, y sus no menores habilidades para organizar el centro, elaborar los planes de estudios, atender las publicaciones y ocuparse de otras actividades anejas, como congresos científicos y cursos de verano. De todos esas tareas, quiero recordar uno de los logros más positivos de Senabre. Fue director de los cursos de verano en jarandilla de la Vera, por donde, en medio de la lujuriante vegetación, desfilaron las figuras más relevantes de la universidad española. Si el inefable azar del dedo administrativo me designó miembro del tribunal que creó agregado a Senabre en 1969, he aquí que en el año 1986 volvió tozudo a señalarme y me incluyó también en la comisión nombrada para dilucidar su traslado a la cátedra de Salamanca. Se cerraba así el ciclo y la madre nutricia del Tormes recobraba a su hijo preclaro. En Cáceres, quedaban ya vástagos vigorosos que han seguido labrando con fruto los surcos sembrados por Senabre. Por eso, se comprende que esta Universidad, criatura muy cuidada de Senabre (y de los colaboradores que con buen tino supo elegir), haya aceptado con entusiasmo y vehemencia el patrocinio del merecido Homenaje que, en especie libresca, amigos, colegas y discípulos le hemos ofrecido muy cordialmente como maestro de la lengua y crítico ecuánime de la cosa literaria. Durante las oposiciones que ganó Senabre en 1969, me había recordado enseguida el severo porte y continente de su conterráneo renacentista juan Luis Vives

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(aunque sin el gorro aviserado y la guarnición de pieles con que a éste pintaron). Fuera del estrado, ya en los pasillos distendidos e informales, Senabre mantenía su actitud contenida y discreta, si bien, en ocasiones, dejaba aflorar, por las comisuras de los labios y en las chispas de las pupilas, el ingenio irónico y el humor punzante que destila en las retortas secretas de su inteligencia. Comprobé de este modo cierta afinidad de sus reacciones con las mías ante los desaguisados, dislates y estupideces del mundo que nos rodeaba (y, hélas, nos rodea todavía). Pero Senabre se mostraba comedido y providente incluso al manifestar la crítica más acerba. Quizá, esta capacidad de aguantar los chaparrones sin alterarse, opuesta a mi propensión a lo desmedido cuando se me calientan los cascos, fue lo que nos condujo enseguida a una amistad nunca enturbiada por los dimes y diretes profesionales. Desde aquellos primeros contactos, no ha cesado esa relación connivente con Senabre, objetivada más en separatas intercambiadas que por epístola, género reacio a mi pigricia. No voy a referirme ahora a su copiosa labor científica, cuya bondad reconocen todos los especialistas. Solo apuntaré dos notas. Quiero aludir primero a un aspecto menor, o aparentemente marginal, de su personalidad, que contrasta con la fachada severa del catedrático e investigador, pero que deriva de ese fondo en que se funde el ingenio, la inteligencia y la crítica lúcida de personas y cosas. Mantenida en el secreto de la amistad, sobre 276

todo en los años setenta, nos cruzamos algunas excrecencias festivas de nuestras minervas por los senderos ásperos de la sátira político-social o de la simple constatación de las realidades adversas o ridículas. La destreza suma en el manejo del léxico, el ritmo, la rima, la paronomasia, el encabalgamiento y demás figuras de la mejor poetría, convertía las creaciones de Senabre en muestras dignas del ingenio de Quevedo. Algunas me imagino que han circulado con pseudónimo o anónimas o atribuidas a un ingenio de la corte. El otro punto, también si se quiere menor, pero esencial en la tarea de Senabre, es su dedicación a la crítica de obras literarias en la prensa periódica. Cuando tantos habituales de este menester adolecen de prejuicios de escuela o de bandería ideológica o económica, o se diluyen en la retórica vagarosa de la frase turiferaria sin contenido, o la ciega adhesión al amigo y el necio rechazo del adversario, las reseñas de Senabre son ejemplo de independencia, equilibrio, seriedad, y rigor. El que lee una de sus reseñas se entera de lo que dice el libro y queda ilustrado respecto de sus valores, sin olvidar la mención de los lunares o defectos que desde el punto de vista de la lengua merecen censura o mera prevención. Voy a terminar esta esquemática presentación del hombre Ricardo Senabre. Siguiendo su pauta, he querido ser parco en el elogio y he evitado el ditirambo a que me llevaría la amistad. He pretendido resaltar solo ciertas cualidades. Lo demás, sus méritos como pro-

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fesional y científico, constan en el Homenaje. Yo, en fin, me despido, y digo: "Enhorabuena, Ricardo." Y como a Grial, yo también animaré a Senabre, con las palabras de nuestro caro fray Luis: alarga el bien guiado paso y la cuesta vence y solo gana la cumbre del collado y, do más pura mana la fuente, sacisfaz tu ardiente gana.

Sigamos siempre departiendo en paz, orilla de esa fuente, y que esa sed, si ya menos acuciosa, nos mantenga alerta per cuneta secula.

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