En el azar de un encuentro, la crítica y la lectura de los signos

August 14, 2017 | Autor: Franca Maccioni | Categoría: Crítica literária
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Descripción

En el azar de un encuentro, la crítica y la lectura de los signos Maccioni Franca Repite metódicamente el método del azar que te ha dado tu poder. J. Rancière

Leemos y a veces algo pasa; algo del orden de la admiración, de la perturbación, de la afectación, de la afección visceral, de la fascinación o de la conmoción nos invita a intentar perpetuar esa extraña experiencia en una nueva escritura. Pero quienes se han aventurado, al menos una vez, en este intento saben que cuando eso ocurre, inmediatamente (por no decir, mágicamente), aquello que por un momento habíamos creído escribible o decible no se nos muestra más que como imposible. Es como si de súbito perdiéramos los signos y nos encontráramos trazando formas extrañas del mutismo que tornan aquello que habíamos entrevisto como una invitación en un imperativo que obliga a un trabajo obstinado de pensamiento y creación. Quiero decir: a veces, cuando leemos, nos vemos forzados a interrumpir la lectura por la figuración de un pensamiento repentino que, parafraseando a Catherine Malabou, “vemos venir” mucho antes de poderlo escribir. Y es al intentar ensayar este pasaje de lo que vemos difusamente como una extrañeza inesperada a lo que podemos efectivamente “decir” (o dar a ver, aunque más no sea como ausencia, como distancia), que damos con la evidencia de que “hay una violencia originaria operando en el lenguaje, que provoca la escisión irremisible, en el lenguaje mismo, entre discurso y figura, entre el sentido y lo sensible”1, entre el pensamiento y la escritura. En el pasaje de uno al otro se juega todo el trabajo que intenta franquear la angustiosa “distorsión irreductible entre el pensamiento y su forma”2, que intenta otorgar una imagen del pensamiento, una imagen al pensamiento y una imagen, ella misma, pensativa. A menudo, como afirma Gilles Deleuze, “sucede, sin embargo, que nos sustraemos a este imperativo, por pereza, o que nuestras búsquedas fracasan, por impotencia o mala suerte”3, pero cuando ésta efectivamente ocurre sabemos, al menos, que ha habido allí una afección a la vez alegre                                                                                                                 1

Malabou, Catherine. La Plasticidad en espera, Palinodia, Santiago de Chile, 2011, p. 62. Ibíd. 3 Deleuze, Gilles, Proust y los signos, Madrid, Editora Nacional, 2002, p.16. 2

y extraña, una detención en y por el pensamiento, a la que sigue, necesariamente, un trabajo de formalización del mismo que se expone en eso que solemos llamar escritura. Escritura de la lectura, escritura crítica que apuesta, así, a lo imposible: decir lo que no puede, escribir lo que no sabe, explicar lo inexplicable. La crítica, o al menos lo que aquí proponemos pensar como tal, parece encontrar allí su lugar, en el cortocircuito que inaugura una distancia entre lo que quiere y lo que puede. Porque ¿cómo intentar decir algo de eso extraño que en la lectura nos ha fascinado y que sin embargo, sabemos, excede sus frases, haciendo sentido sólo en relación con esos otros espacios, recuerdos, lecturas, imágenes y sensaciones que evoca, como involuntariamente? ¿Cómo podríamos intentar construir un saber con aquello que no existe sino en esa relación singular que somos con los textos y los múltiples materiales que convocamos para leerlos y que jamás, por eso, podremos objetivar para conocerla? ¿Y cómo intentar explicarnos, a nosotros y a los otros, el origen de esa sensación conmovedora de la cual difícilmente podamos dar razón o causa? Y sin embargo la crítica ensaya ahí. Contra todo sentido común, insiste sabiendo que si hay un posible para lo imposible se lo encontrará haciéndose y siempre a medias. La escritura se asume, así, como excursión en un camino desconocido que, como decía Roland Barthes, es su método y su meta. Quien escribe lo hace en la vía que abre la distancia entre (y dentro de) los signos y se prende allí para aprehender lo inaprensible, para aprender lo desconocido y escribir en las huellas de su aprendizaje, no un saber, mucho menos una enseñanza, sino el camino mismo. Escritura de un aprendizaje que se figura como una búsqueda que carece de objeto. Búsqueda que surge coaccionada por la violencia azarosa de un “encuentro con algo que nos obliga a pensar y a buscar lo verdadero”4. Pero búsqueda que, sin embargo, no encuentra nada. “La palabra encontrar, en un comienzo –dice Maurice Blanchot–, no significa en absoluto, encontrar, en el sentido del resultado práctico o científico. Encontrar es contornear, dar la vuelta, ir en torno a. [...] Aquí ninguna idea de meta y menos todavía de detención. Encontrar es casi exactamente la misma palabra que buscar, lo que quiere decir: ‘dar la vuelta a’”5. Búsqueda, entonces, que, lejos del camino recto hacia la certeza propio de la                                                                                                                 4 5

Idem, p. 20. Blanchot, Maurice, El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila, 1970, p. 61.

experimentación con el objeto, opta, según las palabras de Giorgio Agamben, por el détour, por el rodeo o el extravío amoroso que hace posible la indicación de una experiencia garantizando, a su vez, su carácter inapropiable. Escritura que da la vuelta en torno a los signos, que contornea y encuentra la distancia en y entre ellos y aprende a leer ahí al mismo tiempo que trazar las huellas de su aprendizaje. Porque “nunca se sabe cómo aprende alguien; pero, cualquiera que sea la forma en que aprenda, siempre es por medio de signos, al perder el tiempo, y no por la asimilación de contenidos objetivos”6. Y en este punto coincide con Deleuze también Jacques Rancière cuando escribe que aprender es traducir, es comparar un signo con otro, componerlo con otros hechos, desarrollarlo y ligarlo a otros signos vistos, leídos o, incluso, inventados. Acto de traducción que opera por traslados garantizando, así, el movimiento de este método, el movimiento que es, esencialmente, este método extraño de excursión o de “viaje que permite desembarcar en un paisaje libre por desheredamiento”7, el de la escritura, en la que traducción y traición se alternan indistintamente. Podemos afirmar, por lo tanto, que la escritura crítica traza el camino de un aprendizaje emancipado de la dirección de un maestro explicador (y también del imperativo de la maestría explicatoria) que “evite aquellos caminos del azar en que se pierden las mentes aún incapaces de distinguir lo esencial de lo accesorio”8. Escritura que puede, por ello, detenerse en los más ínfimos detalles y otorgarles un valor inusitado que excede cualquier intento de generalidad y que, al hacerlo, trabaja, al decir de Alberto Giordano “con los medios que están al alcance de su mano y [en donde] la cuestión de la utilidad desplaza, en su lectura, a la de la especificidad” porque “la heterogeneidad misma de sus recursos está siempre, de un modo u otro, en una relación de intimidad con el azar”9. En el clamor de una afección perturbadora, la crítica escribe coaccionada por un deseo de escritura que se traza en la coalescencia de lo fortuito y lo inevitable; escritura                                                                                                                 6

Deleuze, Gilles, op. cit., p. 25. Barthes, Roland, El placer del texto y la lección inaugural, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008, p. 112. 8 Rancière, Jacques, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2007, p. 17. 9 Giordano, Alberto, Modos del ensayo: de Borges a Piglia, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2005, p. 231. 7

que llega a emanciparse hasta de lo leído mismo gestándose en el momento en que lo abandonamos para levantar la cabeza y desapre(he)nderlo dejando “trabajar a la recomposición imprevisible que el olvido impone a la sedimentación de los saberes” 10 y de lo leído. * No hay logos, sólo hay jeroglíficos. Pensar es pues interpretar, es traducir. G. Deleuze

Insistamos, entonces, en esta vía. El método de la crítica, si tal cosa existe efectivamente, no es, para nosotros, más que el de la escritura que traza el camino de un aprendizaje paradójico. Parafraseando nuevamente las palabras de Rancière, se trataría de una escritura que aprende de su maestro “algo que el maestro mismo no sabe”; escritura que sorprende en lo leído, como afirma Miguel Dalmaroni, un “no-saber, algo así como un des-saber o una fuga de lo que pudiera saberse”.11 Y sin embargo “la crítica sabe ahí y tienta decir o escribir el saber de lo no-sabido”12. Y lo que aprende como meta de este método azaroso no es sino la lógica de esta búsqueda, de esta excursión siempre singular que lo lleva a desarrollar los signos de lo leído ligándolos al conjunto de imágenes, saberes y escrituras que nos son evocados por éstos, como involuntariamente, cuando leemos emancipados, al menos momentáneamente, de las lógicas de la significación. Aprendemos “porque lo que leemos nos ha despertado, nos ha revelado algo que no estaba allí o que al menos no parecía estar contenido en su totalidad dentro de las frases que mentalmente recitamos”13, escribe Silvio Mattoni. Y es allí donde, creemos, comienza el camino de la crítica que busca explorar la distancia entre esos signos y los que recordamos, que escribe para desasignar lo leído, para desplazarlo del lugar que le ha sido asignado como propio y, así, volviéndolo a la vez impertinente e inespecífico,                                                                                                                 10

Barthes, Roland, op. cit., p. 116. Dalmaroni, Miguel, “¿Qué se sabe en la literatura? Crítica, saberes y experiencia” en Lector común http://www.lectorcomun.com/miguel-dalmaroni/papeles-sueltos/208/que-se-sabe-en-la-literatura-criticasaberes-y-experiencia/, p. 2. 12 Idem, p. 3. 13 Mattoni, Silvio, El cuenco de plata. Literatura, poesía, mundo, Buenos Aires, Interzona, 2003, p. 193. 11

ponerlo en relación con el mundo; mundo que, sabemos, no existe sino en el trazado que pone en contacto afectaciones de lo que permanecía inconexo y les inventa un sentido. Al hacerlo, la crítica lee en los textos otra posibilidad de vida de los signos que excede las formas estrechas de la significación y escribe errando para sobrevivir, abandonándose, como diría Blanchot, a la magia del desvío y a la vía que desvía en una errancia sin error. “Pinta en vez de cavar”, dice Barthes, “juega con el signo como con un velo pintado”14, los toma por imágenes y los vuelve a representar en un escenario nuevo, con ese estrabismo extraño que nos emparenta “con los hacedores de sombras chinescas, que muestran a la vez sus manos y el conejo, el pato, el lobo cuya silueta simulan”.15 Y es así que la crítica empatiza con el modo mismo en que lo literario se dice. Siendo que el decir de la escritura es un decir eminentemente, y doblemente, mostrativo: muestra lo que muestra pero, al mismo tiempo, muestra la materia, el medio del lenguaje en que aquello se muestra y se espacia figurándose en imágenes. Y, en este punto, no se trata de una mera cuestión de estilo que hace uso de las figuras retóricas para adornar con imágenes lo que cuenta; hay ahí un modo específicamente poético de formalizar una experiencia, siendo el estilo, como afirma Luciano Lutereau, “menos una pose retórica que el costado estético de un método aplicado”.16 La crítica lo sabe y emula por eso ese método leído, método a partir del cual aprende ella también a escribir su lectura recuperando las imágenes doblemente mostrativas del texto que la interpelan y ligándolas a una nueva constelación de formas y signos con los que conecta. Pero para que un signo, una materia o una palabra se vuelva a su vez materia ligable, signo desarrollable, o palabra escribible es necesario antes -volvemos al comienzo- que el crítico se vuelva sensible a dicha interpretabilidad y es necesario que exista un cierto cortocircuito entre aquello que liga un significante a un significado determinado, haciendo del signo también un jeroglífico: amable, es decir, desconocido; o mejor, parafraseando una vez más a Agamben, expuesto y amurallado. El ‘objeto’ sensible, lo leído, se vuelve, si podemos decirlo así, sujeto de una cierta violencia alegre:                                                                                                                 14

Barthes, Roland, op. cit., p. 112. Ídem, p. 111. 16 Lutereau, Luciano, “Decir el método” en Lacan y el barroco, Buenos Aires, Letra Viva, 2012, p. 133. 15

nos con-mueve a la escritura por deseable y desconocido, fuerza a un trabajo de pensamiento y formalización que adquiere la forma de una búsqueda, de un aprendizaje que intenta explicar lo que ignora. Y en este punto, como afirma nuevamente Deleuze, “no hay aprendiz que no sea «egiptólogo» de algo”17 y agrega: “todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos”18. La escritura crítica, digamos, interpreta (en el sentido teatral: pone a jugar en escena) los signos como si fueran jeroglíficos: imágenes que resisten cualquier explicación que las agote. Y no porque se exponga allí una indecibilidad radical sino, por el contrario, como afirma Maximiliano Crespi, porque “lo que el jeroglífico dice en el trueno de su acontecimiento, es decir, aquello de lo que da cuenta, es aquello que hace ver: el centelleo enceguecedor de un sentido en retirada”.19 Signos que, por esto, pertenecen pero a la vez exceden el sistema de significación, apretando en sí, al interior de su imagen, una multiplicidad de sentidos incalculables que vuelve inconmensurable la distancia por la que la crítica pasea su escritura; distancia entre la presencia sensible del jeroglífico leído y las significaciones pulverizadas que deja ver como una constelación de restos.“En el jeroglífico todo es traza, vestigio, resto. De ahí que su imagen produzca un decir paradójico: el jeroglífico no sabe lo que dice pero además sólo dice lo que no sabe”20. Y lo dice alterando las relaciones entre lo visible y lo decible, entablando entre ambas una nueva conexión, exponiéndola en una “imagen pensativa”, para decirlo con Rancière, “que oculta un pensamiento no pensado, el pensamiento que no puede asignarse a la intención de aquel que lo ha producido y que hace efecto sobre aquel que la ve sin que él la ligue a un objeto determinado”.21 La crítica trabaja ahí produciendo una escritura que ensaya modos de exponer, ella misma, una imagen exacta para aquello que lee; imagen que, como afirma, otra vez, Rancière, “establece la relación exacta entre dos puntos lejanos capturados en su distancia máxima”,22 explotando al máximo, así, la potencia vinculante de lo desvinculado.                                                                                                                 17

Deleuze, Gilles, op. cit., p. 10. Íbid. 19 Crespi, Maximiliano, La conspiración de las formas. Apuntes sobre el jeroglífico literario, Buenos Aires, UNIPE: Editorial Universitaria, 2011, p. 12. 20 Ídem, p. 17. 21 Rancière, Jacques, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2011, p. 105. 22 Rancière, Jacques, El destino de las imágenes, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2011, p. 73. 18

La imagen o el jeroglífico poético se erige, de este modo, como el tercer término que impide la cerrazón entre la forma sensible y su significación. “Es esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión de lo idéntico, toda identidad de la causa y el efecto”23. Y, entonces, ya no importa tanto intentar mensurar la diferencia entre la crítica y la literatura, entre la escritura y la escritura de la lectura que encuentra en el gesto de leer y escribir el jeroglífico un punto de indecibilidad, aunadas, como están, por la distancia que custodian. La crítica traza su aprendizaje excursionando en la distancia, en la discontinuidad que según Rancière ha otorgado una nueva eficacia estética a las escrituras de nuestro tiempo; escrituras que custodian la separación que suspende toda relación determinable entre la intención productora, la forma sensible y su posible recepción-traducción. Y en este punto, la crítica también aprende del procedimiento literario a custodiar en su escritura ese espaciamiento incalculable que hace posible que ella misma sea “hendida en su interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y significación” por una nueva escritura que se proponga desarrollar su sentido. Pero insistamos entonces en este punto. No se trata, o al menos no solamente, de que la crítica ensaye modos de leer las imágenes del poema24. Se trata sobre todo, a la inversa, de pensar la crítica como una disposición a leer los poemas como imágenes. Se nos podrá reprochar, quizás, una confusión de “objetos”: un poema no es una foto ni tampoco una pintura, una película o un retrato. En definitiva, como ya lo dijo Blanchot, “hablar no es ver”; “escribir no es hacer visible el habla”25 ni hacer visible con el habla. Y sin embargo, no es eso lo que intentamos pensar. No se trata de leer lo escrito como si se expusiera allí una visibilidad develante que ilumina y distancia para ver con precisión lo que de otro modo no podría ser visto. Si se trata de lo visible es sólo en tanto éste se hace imagen; si se trata de un ver lo leído es sólo, como anunciábamos al comienzo de estas páginas, en tanto un ver fascinado que “se produce cuando lejos de captar a                                                                                                                 23

Rancière, Jacques, El Espectador…, op. cit., p. 21. Decir, en este punto, del poema y no de la literatura sin más, responde no a un deseo de establecer una jerarquía de los géneros, sino, más bien, a una fidelidad a la singularidad de nuestro trabajo de investigación que se desarrolla, desde hace algún tiempo, en la vías que traza la lectura de la poesía específicamente. 25 Blanchot, Maurice, El diálogo…, op. cit., p. 64. 24

distancia, la distancia nos capta, nos acedia. [...] En la fascinación, quizás, ya estamos fuera de lo visible-invisible”.26 Y es justamente la imagen la que se suspende en la imprecisión de este límite, o mejor, la que suspende lo visible más allá de esta relación ya que, como afirma Rancière, “Existen cosas visibles que no conforman una imagen, hay imágenes que son sólo palabras. Pero el régimen más común de la imagen es aquel que pone en escena una relación de lo decible con lo visible, una relación que juega al mismo tiempo con su analogía y su diferencia”.27 Hay imagen, entonces, cuando hay distancia, cuando existe una heterogeneidad en lo leído, cuando captamos una multiplicidad de significaciones apretadas en un solo significante que se torna, por ello, indescifrable, sólo quizás traducible, desarrollable. O, como afirma Blanchot, “la imagen es imagen en esta duplicidad, no el doble del objeto, sino el desdoblamiento inicial que permite luego a la cosa ser figurada; todavía más arriba está el desdoblamiento, la vuelta de la vuelta, ésta ‘versión’ siempre invirtiéndose y elevando en sí el por aquí por allá de una divergencia”.28 Hay imágenes-jeroglíficas cuando captamos una desemejanza, un incomprensible que invita, no a su copia duplicada aunque sí, quizás, a inventar otras semejanzas posibles, inmateriales, emocionales, singulares, azarosas, por qué no, des-semejantes. Hay imágenes cuando lo leído hace mundo, cuando conecta con el nuestro, con ese que hacemos con los otros y con todo-lo-otro, con el conjunto ilimitado de cosas que conforman lo visto, lo leído, lo experimentado y lo inventado por cada quien. Hay imagen, en suma, cuando lo desconocido de lo leído conecta con lo querido e invita, así, a una búsqueda, a la formalización de un aprendizaje que intenta aprender lo no sabido o lo ya sabido como tal. * En el cielo los hombres aprendieron, quizás por primera vez, a leer “aquello que nunca ha sido escrito”.

                                                                                                                26

Ídem, p. 67. Rancière, Jacques, El Destino…, op. cit., p. 28. 28 Blanchot, Maurice, El Diálogo…, op. cit., p. 67. 27

G. Agamben Hemos intentado pensar un método para la crítica y no hemos dado más que con figuras paradójicas que atentan contra nuestro propio esfuerzo. Figuramos un método que coincide con su meta: método errante que escribe un aprendizaje emancipado hasta de su supuesta finalidad, trazando, en la deriva misma, tan sólo “una epistemología del nosaber”29. Hemos supuesto en su comienzo todo lo prohibido para una metodología: una fascinación singular, subjetiva, el carácter fortuito de un encuentro y las bondades del azar para desarrollar su sentido. Hemos llegado hasta confundir su objeto proponiendo la posibilidad de pensar la crítica como disposición a la lectura de la escritura como imagenjeroglífico. Hemos pensado una escritura de la lectura indisciplinaria (e indisciplinada) postulando la traducibilidad absoluta de las experiencias, la total profanabilidad de los materiales y la desjerarquización de los saberes convocados para escribirla, en donde estarían invitados a comparecer juntos los razonamientos y los relatos, lo leído y lo inventado, lo aprendido y lo olvidado; a condición, claro está, de que siempre quede un resto, una tercera cosa impidiendo la clausura, dejando abierta la posibilidad del disenso. Hemos arrancado, finalmente, a la escritura literaria de su especificidad, apostando a un sentido que se hace conectando con aquello que ninguna metodología seria podría proponerse pensar: “el mundo” que se gesta en la relación que explora las potencias vinculantes de lo desvinculado. ¿Por qué, entonces, obstinarse en este intento?, ¿por qué seguir figurándonos un método? Porque no hay método sin comunidad que lo acoja y menos aún sin destinación que justifique su proceder. Y crítica tampoco. En toda escritura hay, aunque sea implícita, una destinación a otro, el deseo velado de que ella también sea emulada en su búsqueda, continuada, traducida, desarrollada por una nueva escritura que ensaye su propio camino de aprendizaje. Su apuesta no cristaliza, como en el caso de otras ciencias, en la construcción de un saber general, de una verdad universal pero, sin embargo, sigue habiendo allí una apuesta por el conocimiento que ponga en cuestión lo que un cierto sentido común entiende como tal. Conocimiento estético, quizás, desdoblado, desasignado y cuyo efecto, si lo tiene, no puede ser calculado. Y si Deleuze insiste, junto                                                                                                                 29

Dalmaroni, Miguel, “¿Qué se sabe en la literatura?”, op. cit., p. 2.

a otros, en pensar allí una búsqueda de lo verdadero ligada ya no a los caminos pautados de la experimentación sino a un encuentro azaroso y a un trabajo del pensamiento por exponerlo, es porque es posible aún postular una verdad adecuada a este “método”. No es una verdad a la que se llegue sólo por decisión, según el proceder preciso y previamente acordado de una metodología que garantice la eficacia de la búsqueda y la comunicabilidad de sus resultados. Es, por el contrario, una verdad que se encuentra cuando se suspende justamente el acuerdo entre lo leído y su significación y nos vemos coaccionados a iniciar una búsqueda por aprender “las zonas oscuras en las que se elaboran las fuerzas efectivas que actúan sobre el pensamiento”30, por conocer la distancia y el no-saber que lo motiva y por dar una nueva imagen al pensamiento que “vemos venir” y que nos esforzamos por escribir. “La verdad no se entrega, se traiciona; no se comunica, se interpreta; no es querida, es involuntaria”31 y, además, no se dice sino como ficción, que es un modo específico de producir formas de inteligibilidad. “Lo real –afirma Rancière– debe ser ficcionado para ser pensado”32 y el pensamiento, agreguemos, debe también ser ficcionado para ser verdadero. Porque la ficción es el procedimiento que construye nuevos espaciamientos en los que se anudan lo visible, lo escribible y lo posible. Es el procedimiento que establece nuevas relaciones entre las palabras y las imágenes, las imágenes y la escritura, el aquí de lo leído y el allá de lo recordado o de lo inventado para desarrollar su sentido. Es “el trabajo que produce disenso, que cambia los modos de presentación sensible y las formas de enunciación al cambiar los marcos, las escalas y los ritmos, al construir relaciones nuevas entre la apariencia y la realidad, lo singular y lo común, lo visible y su significación”.33 La crítica aprende esto de la literatura y lo pone andar en una nueva escritura que no es sino el trazado de este aprendizaje. Y al hacerlo se afirma, al decir de Mattoni, como “la única escritura de la verdad, no universal, sino para cada uno, prometida en la palabra y en el centello de una voz”34. Pero una verdad, agreguemos, que se hace con los otros, que se comparte y se dispone para el uso común, a la espera de ser traducida, imaginada,                                                                                                                 30

Deleuze, Gilles, Proust..., op. cit., p. 146. Íbid. 32 Rancière, Jacques, El reparto de lo sensible. Estética y política, Santiago de Chile, LOM Ediciones, 2009, p. 48. 33 Rancière, Jacques, El espectador…, op. cit. pp. 66-67. 34 Mattoni, Silvio, El cuenco…, op. cit., p. 197. 31

impugnada y escindida en su interior. Una verdad ficcionada que se construye en la relación de un encuentro amistoso, pero entre amigos que se han vuelto extraños entre sí y en sí. Amigos que, al afirmar el azar, hacen una nueva tirada de dados, de signos, de jeroglíficos que centellean a la distancia dibujando, para ellos -los críticos, los lectores y escritores por venir-, ese nuevo cielo en el que aprender a leer lo que nunca ha sido escrito se vuelve aún posible. Porque, como afirma Nietzsche, “probablemente existe una enorme e invisible curva y órbita de estrellas, en la que puedan estar contenidos como pequeños tramos nuestros caminos y metas tan diferentes -¡elevémonos hacia ese pensamiento!,”35 hagámoslo, en la crítica, a la vez posible y verdadero. Y quizás no sea otro que ese el sentido de la verdad ficcionada por la crítica: imaginar como posible una comunidad de amigos estelares, una comunidad emancipada de narradores y traductores, como querría Rancière, para quienes, “lo ordinario se vuelve bello como huella de lo verdadero. Y se transforma en huella de lo verdadero si se lo arranca de su evidencia para hacer de él un jeroglífico”. Para quienes se dispongan a leer la escritura literaria como una imagen-jeroglífica, ésta ya no sólo revelará su inconfundible índice histórico, su fecha imborrable sino que, parafraseando a Agamben, reenviará “ahora a otro tiempo, más actual y más urgente que cualquier tiempo cronológico”.36 Un tiempo performativo, el de la escritura misma, que se abre a lo por venir y, al hacerlo, se otorga una nueva destinación que ya no se agota en su ser para otro, sino, más bien, en su ser para lo otro, con todo-lo-otro. Escritura que extrae de la realidad de lo leído un suplemento que impide su clausura y la abre, así, al porvenir, postulando en esa hiancia una dimensión ética del saber de lo no-sabido. Los críticos y los escritores son, entonces, estos amigos del azar que construyen una frágil constelación con el deseo de que su centelleo oriente, en el des-astre, la llegada de los amigos lejanos que están, esperemos, aún por-venir.

                                                                                                                35

Nietzsche, Friedrich, La gaya ciencia, Madrid, EDAF, 2002, p. 269. Agamben, Giorgio, Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009, p. 32.

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