Emociones y semiótica de la cultura

July 21, 2017 | Autor: Mirko Lampis | Categoría: Semiotics, Semiotics Of Culture, Psicología
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Nº 11-12-13 2008/2009 Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura ISBN 1696-7351 hhtp://www.ugr.es/local/mcaceres/entretextos.htm

EMOCIONES Y SEMIÓTICA DE LA CULTURA1 MIRKO LAMPIS

e sovrumani / silenzi, e profondissima quiete / io nel pensier mi fingo; ove per poco / il cor non si spaura. Giacomo Leopardi, L’infinito Los corazones no duelen y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepa nunca, demasiado a ciencia cierta, qué es lo que pasa. Camilo José Cela, La colmena — Es curioso que uno no puede estar sin encariñarse con algo... Es... como si la mente segregara sentimiento, sin parar... — ¿Vos creés? — ...lo mismo que el estómago segrega jugo para digerir. Manuel Puig, El beso de la mujer araña

1. CULTURA Y EMOCIONES Las emociones pueden interesar a la semiótica (y hasta deberían interesarle) al menos por tres motivos. En primer lugar, el continuum de los estados emotivos se encuentra segmentado en unidades culturalmente pertinentes, es decir, las emociones (y los términos y signos que empleamos para designarlas e interpretarlas) representan otras tantas unidades culturales a las que se atribuyen específicas (aunque a menudo imprecisas) marcas semánticas. Una emoción, en otros términos, implica y se define a través de un dominio operacional de significado —un dominio cognoscitivo— en un marco experiencial específico, tanto individual como social y cultural. En segundo lugar, cualquier modelización cultural de una emoción en cierta medida acaba modificando o influyendo en los propios procesos fisiológicos y bioquímicos que desencadenan y regulan el estado emocional. Las emociones pueden —y suelen— cambiar durante la deriva ontogénica de aquellos organismos dotados de algún tipo de plasticidad neuronal porque en su caso los procesos de interacción, de acoplamiento, de aprendizaje y de habituación desencadenan determinadas variaciones en los patrones dinámicos 1

Este trabajo ha sido escrito para este número de Entretextos.

Dirección y edición: Manuel Cáceres Sánchez · Universidad de Granada · Facultad de Filosofía y Letras · Departamento de Lingüística General y Teoría de la Literatura · Campus de Cartuja, s/n · 18071-Granada (España) · [email protected]

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de actividad cerebral implicados en el estado emocional dado. Dichos procesos, en el mundo de los humanos, necesariamente, y salvo raras excepciones, se enmarcan en un dominio cultural de existencia. Finalmente, las emociones afectan directamente a los procesos semiósicos, esto es, condicionan la semiosis, hecho bastante evidente, por ejemplo, en el caso de la percepción estética. Si las emociones constituyen un componente importante de las relaciones que conectan un organismo con esos aspectos del mundo que entrañan para él algún significado, se puede sostener que todo proceso semiósico incluye algún tipo de proceso emocional. Definiremos las emociones como estados internos de los organismos relativos a una determinada disposición a la acción durante una interacción puntual con un entorno físico y social (Adolph 2002; Damasio 2003). A. Damasio (2003) las incluye entre los mecanismos automáticos (esto es, determinados filogénicamente) de regulación homeostática. Basándonos en la clasificación de este autor, podemos distinguir los siguientes niveles de regulación orgánica (desde los más sencillos hasta los más complejos): 1- regulación metabólica (mantenimiento de la homeostasis fisioquímica); 2- reflejos elementales (como los tropismos); 3- sistema inmunológico; 4- comportamientos relativos al placer y al dolor y apetitos (impulsos y motivaciones: hambre, sed, curiosidad, pulsiones sexuales, etc.); 5- emociones de fondo (estados globales del organismo debidos a los procesos homeostáticos anteriores) y emociones primarias (emociones propiamente dichas), relativas a interacciones puntuales entre el organismo, su medio y los demás organismos (sorpresa, miedo, alegría, cólera, etc.). En resumen, una emoción primaria es un conjunto de respuestas químicas y neuronales desencadenadas automáticamente por el sistema nervioso en presencia de estímulos específicos, respuestas que producen modificaciones en el estado del cuerpo y de los propios circuitos neuronales, según patrones orientados filogénicamente, con el fin de predisponer el organismo a una reacción conductual adecuada en el nuevo contexto (e-moción: mover hacia). Aunque el genoma ‘determine’ los mecanismos emocionales básicos, el aprendizaje también desempeña un papel importante, pues comporta una mayor capacidad de discriminación con respecto a los estímulos emotivamente relevantes (lo que desencadena la emoción) así como un afinamiento contextual de las reacciones emotivas. También es importante destacar que los mecanismos innatos que activan la emoción operan fuera del espacio de la conciencia, aunque sean percibidos conscientemente los efectos fisiológicos del

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estado emocional (feedback corporal), lo que induce la intervención moduladora de otros mecanismos químicos y neuronales. El circuito neuronal fundamental que desencadena las respuestas emocionales es el núcleo amigdalino. La amígdala es una agrupación neuronal sub-cortical con forma de almendra (en griego amygdala) presente en ambos hemisferios (algunos investigadores incluso hablan de una posible lateralización de las emociones). LeDoux (1996, 2002) ha demostrado que el núcleo amigdalino, por lo menos en el caso del miedo, recibe estímulos a través de dos caminos neuronales distintos. La vía ‘breve’ conduce los estímulos desde el tálamo sensorial (donde convergen todos los estímulos sensoriales externos) directamente a la amígdala, la cual activa los procesos neuro-químicos que producen las primeras respuestas emocionales. A través de la segunda vía, más ‘larga’, los estímulos se propagan desde el tálamo a las diferentes zonas de la corteza sensorial, y de ahí otra vez a la amígdala, induciendo una modulación o regulación más refinada del proceso emocional ya desencadenado. El núcleo amigdalino también está conectado con la corteza prefrontal, zona que según LeDoux está directamente implicada en la formación de la memoria operativa y de la conciencia. A la activación de la corteza prefrontal, precisamente, se debería, sostiene LeDoux, el estado consciente de la emoción (en relación también con el feedback corporal) así como la formación de una específica memoria emocional (mediante las conexiones recíprocas entre la corteza prefrontal y el hipocampo y demás circuitos mnésicos). La implicación del núcleo amigdalino en el proceso de memorización puede contribuir a explicar la así llamada memoria de destello, la capacidad de recordar algo ocurrido una sola vez pero en condiciones de fuerte respuesta emotiva, como también los procesos emocionales desencadenados por determinados recuerdos. Damasio (1999, 2003), tras haber analizado los mecanismos innatos de las emociones primarias, observa cómo a partir de estos han evolucionado mecanismos emocionales más complejos, según un principio que él define como “asentamiento de lo simple en lo complejo” (Bateson hablaría de metarelación, o de autorreferencia). Según Damasio la implicación de la corteza prefrontal (y sobre todo del lóbulo frontal) y de la corteza somatosensorial en los procesos emocionales primarios puede explicar la formación de emociones más complejas, emociones que él define como emociones secundarias o sociales (compasión, vergüenza, culpabilidad, orgullo, envidia, admiración, etc.), para cuya modulación son determinantes los procesos de aprendizaje contextual, social y cultural. Las emociones sociales vierten sobre las interacciones recursivas de un organismo con las demás individualidades de su entorno y constituyen por tanto un aspecto importante en la planificación y desarrollo de cualquier conducta culturalmente adecuada. Ahora bien, los humanos siempre hemos reflexionado sobre la naturaleza, evidente pero inefable, huidiza y contingente de nuestras 3/12

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emociones, sobre la variedad y abundancia de los matices emocionales que experimentamos, sobre la fuerza y la importancia de las emociones en los hechos de la vida. El gran número de vocablos y distinciones semánticas con los que intentamos ‘encerrar’ y describir los estados emotivos habla por sí mismo. Aunque no sea fácil distinguir claramente un componente biológico y uno cultural en el desarrollo de las emociones, reconocemos que ambos factores son determinantes. Podemos suponer que una emoción como la del enamoramiento, por ejemplo, tenga mecanismos biológicos válidos para todos los seres humanos (reacciones químicas y fisiológicas relacionadas con el instinto sexual, el sentido de apego, las relaciones de ‘dependencia’ y de ‘dominio’, etc.), pero parece evidente que dichos mecanismos se han estructurado (en parte) culturalmente, diferenciándose en las diversas colectividades humanas a partir de diferentes maneras de modelizar y vivir las relaciones intersubjetivas y con el medio. Piénsese en la sexofobia de ciertas corrientes y épocas del cristianismo, en las diferentes tradiciones culturales que regulan la unión entre sexos y el cuidado de la prole o en las revoluciones sentimentales originadas por fenómenos culturales de gran alcance tales como el petrarquismo, el romanticismo o el feminismo. Una vez más, pues, nos encontramos frente al hecho de que el espacio-tiempo cultural en el que vivimos determina (y no sólo es determinado por) la naturaleza biológica de nuestro yo (el umwelt humano, nuestra relación fenomenológica con la realidad): las elaboraciones, relaciones y constricciones culturales que dirigen nuestra acción influyen en y co-determinan el desarrollo ontogénico de esas estructuras biológicas, y especialmente neuronales, que presentando algún grado de plasticidad cambian siguiendo una dinámica congruente a la de las complejas redes interaccionales (orgánicas, sociales y semióticas) en las que nos desenvolvemos y actuamos. Nada de asombroso, pues, si fenómenos que presentan una fuerte implicación biológica como el sexo, las relaciones parentales, el altruismo, la comida, el instinto de supervivencia y hasta la muerte acaban siendo modelizados (y por ende vividos) de manera diferente en las diversas culturas y tradiciones. Por todo ello, aun admitiendo los numerosos casos de oposición e incongruencia entre las pulsiones emocionales y otros aspectos de la vida cultural, más que de lucha entre ‘emoción’ y ‘razón’ se debería hablar, con más propiedad, de mutua colaboración, y quizá de enfrentamiento dialéctico. Resultan muy interesantes, en esta perspectiva, los diferentes casos clínicos descritos por Damasio (1994). Se trata de pacientes que, tras haber sufrido graves daños en los lóbulos frontales (sede de las así llamadas funciones ejecutivas), empezaron a presentar un evidente y radical cambio de personalidad. Más precisamente, estos pacientes mostraron una alteración del sentido de

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responsabilidad social (un deterioro general de las relaciones familiares y laborales, escasa consideración del prójimo, comportamiento grosero, etc.). Las anomalías de su conducta, en otros términos, no se referían ni a la capacidad de razonamiento, ni a la competencia lingüística, ni a la percepción, ni había disfunciones en su memoria a largo plazo o en su memoria de trabajo. Los cambios, al parecer, afectaban exclusivamente el comportamiento social. Estudiando estos casos, Damasio llegó a la conclusión de que las anomalías encontradas se debían a que los circuitos prefrontales implicados en la regulación emocional consciente habían resultado gravemente dañados, y que como consecuencia de ello los sujetos podían saber, pero no sentían (Damasio 1994:56). Exactamente a esta falta de reacciones emotivas, a la imposibilidad de integrar estados fisiológicos y estados mentales, se debía la incapacidad de tomar decisiones y de emprender acciones socialmente adecuadas. Ahora bien (y aquí entramos en un ámbito más específicamente semiótico), el aprendizaje cultural, el aprendizaje de los valores de una cultura dada, es también aprendizaje emotivo. Desde muy pequeños, los seres humanos aprendemos a reaccionar emotivamente a una serie de tabúes, imposiciones, recompensas y castigos que se perfilan como resultado de una constante dialéctica de encuentro-desencuentro con los demás sujetos con los que interactuamos y sus reacciones y estados emotivos. Los elementos culturales que participan en estas interacciones (relativos, por tanto, a nuestro ámbito social de significación y al sentido de los textos del mundo) naturalmente contribuyen a organizar de una forma determinada los procesos emocionales (y los circuitos neuronales implicados), siendo esta forma específica de aprendizaje imprescindible a fin de construir una personalidad que sepa integrarse (interactuar) socialmente. Ya en 1974, en una penetrante crítica a la teoría freudiana sobre el desarrollo espontáneo de las pulsiones infantiles, Lotman escribía acerca de la dimensión cultural de las emociones: El niño recibe del mundo de los adultos las primeras reglas de la cultura, entre las cuales las más poderosas son las reglas de la vergüenza y del miedo. La asimilación de las reglas siempre transcurre como un juego con ellas, su violación lúdica es una ‘travesura’. Precisamente la asimilación de las reglas de la vergüenza provoca tentativas lúdicas de violarlas, que mucho después llenan las normas formales de la conducta semiótica y hacen a ésta portadora de contenido —no Naturaleza, sino Cultura. (Lotman 1974:238)

Las emociones, en este sentido, y sobre todo las emociones sociales, vienen a ser un importante mecanismo de selección contextual y circunstancial, un importante recurso a la hora de orientarse hacia una conducta (cultural) determinada entre las muchas posibles. Por ello, precisamente, la conducta de alguien que se ve privado, como los sujetos examinados por Damasio, de este

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mecanismo de selección y orientación parece perder la necesaria cohesión (integración) cultural y volverse socialmente inestable. Así pues, si las emociones son estados orgánicos globales desencadenados por el sistema nervioso ante sucesos (internos y externos) biológicamente relevantes a fin de permitir al organismo una reacción (y acción) adecuada en términos adaptativos (de conservación de la organización), y si la mayoría de los autores (Jáuregui 1990; LeDoux 1996; Damasio 2003; Llinás 2003) hacen hincapié sobre todo en el carácter sustancialmente innato y automático de los mecanismos emocionales básicos, también podemos insistir, con Maturana (1995), sobre el hecho de que en el caso de los seres humanos estos mecanismos han evolucionado de manera solidaria con la red de coordinaciones conductuales de tipo consensual en la que los humanos operamos y derivamos, siguiendo cada uno de nosotros una deriva ontogénica (y un afinamiento) contingente a su historia personal de acoplamiento social en dicha red (incluido, naturalmente, el ‘lenguajear’ con los demás y el operar con textos comunes, continuamente aprendidos, enseñados, reconocidos, interpretados, manipulados, creados). Esta coordinación emotiva en el lenguaje a la que se refiere Maturana (que también podría definirse como empatía cultural) es determinante para el desarrollo individual de conductas y motivaciones solidarias con el espacio compartido (si no cooperativo) en el que el individuo se desenvuelve y actúa (Trevarthen 1991). 2. COMO SI... Tanto el mundo mental como el mundo social del ser humano constituyen espacios y tiempos semióticamente organizados. De esta peculiar organización se derivan fenómenos tan típicamente humanos como pueden ser la mentira y el humor (Eco 1975), el malentendido (Lotman 1977), la negación explícita y, cómo no, el arte. A estos, también deberíamos añadir las formas peculiares que en los humanos asumen las actividades lúdicas. Ya en Estructura del texto artístico (1970), y luego en el artículo de 1980 «Semiótica de la escena», Lotman nos ofrece páginas de gran interés sobre el fenómeno del juego. Según el semiólogo de Tartu, el juego es una específica actividad modelizante que funde conductas prácticas y convencionales, una peculiar forma de conocimiento que reproduce determinados aspectos de la realidad traduciéndolos a un sistema ordenado de reglas: El juego supone la realización de una conducta particular —‘lúdica’— diferente de la conducta práctica y determinada por el manejo de modelos científicos. El juego supone la realización simultánea (¡y no el cambio consecutivo en el tiempo!) de la conducta práctica y convencional. El que juega debe recordar al mismo tiempo que participa en una situación convencional —no auténtica— y no recordarlo. (Lotman 1970:85)

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La doble ‘conducta’ del juego, la lúdica y la pragmática (desde las actividades ficcionales de los niños— el ‘to play’— hasta los juegos altamente estructurados como el ajedrez y las actividades deportivas —los ‘games’), permite al ser humano, y sobre todo al niño, experimentar situaciones y conductas reales pero al mismo tiempo fuertemente modelizadas. Las dos conductas deben necesariamente coexistir; tanto el rechazo de la convención lúdica (tomarse el juego en serio) como el de la conducta práctica (resaltar demasiado el carácter convencional o ficcional) destruyen toda posibilidad de juego. Es evidente, pues, el parecido que se puede establecer entre la actividad lúdica y la artística: en ambos casos el ser humano puede someter a prueba su propio ‘yo’ en situaciones ‘otras’, experimentales o sencillamente inaccesibles, y de tal manera llegar a percibir mejor “la determinación de su propio ser” (Lotman 1970:86). Quisiera subrayar que la posición de Lotman sobre este punto no cambia en el tiempo; aún en 1992, en La cultura y la explosión, escribe nuestro autor que ninguna situación real, desde las más cotidianas hasta las más inesperadas, puede agotar todas las posibilidades y, en consecuencia, toda las acciones que revelan lo que se encuentra potencialmente encerrado en el hombre. El arte transporta al hombre al mundo de la libertad y con ello revela las posibilidades de sus acciones (Lotman 1992:190). Pues bien, la actividad lúdica a la que se refiere Lotman corresponde a lo que en neuropsicología se suele definir como juego imaginativo, una modalidad de juego que, basándonos en nuestros conocimientos actuales, parece ser exclusiva de nuestra especie. Es cierto que también se define come juego un determinado tipo de conducta muy extendido y frecuente entre los mamíferos (cachorros humanos incluidos), pero este tipo de juego se resuelve esencialmente en un comportamiento ‘ritual’ (altamente estereotipado) destinado al aprendizaje de conductas correctas y a la transmisión de información significativa desde el punto de vista de la supervivencia (del individuo y de la manada) (Lotman 1992). En efecto, examinando la importancia del juego en el desarrollo del ser humano, Danesi (1988:75-76) subraya la fuerte analogía existente entre el plano de la filogenia y el de la ontogenia: el juego pasa del estadio senso-motor del niño de pocos meses (y de los mamíferos), al juego consciente del niño de 12-18 meses (y de los mamíferos superiores), al juego imaginativo que pertenece exclusivamente a los pequeños humanos. También para Vygotski —a quien Danesi cita explícitamente, y cuya obra Żyłko (2001) sitúa entre las fuentes de la Escuela de Tartu— el juego representa una experiencia imaginaria que funde una actitud pragmática (acción) y una convencional (determinadas reglas de conducta). Invirtiendo los 7/12

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términos del proverbio “el juego del niño es la imaginación en acción”, el psicólogo ruso afirma que “para los adolescentes y los niños en edad escolar la imaginación es un juego sin acción” (Vygotski, 1978: 143). Vygotski destaca el aspecto imaginativo del juego y subraya, al igual que Lotman, tanto la importancia que tienen las reglas (la convencionalidad) para cualquier actividad lúdica como la importancia de dicha actividad a fin de alcanzar una mayor libertad con respecto a la realidad y sus limitaciones situacionales: “en el juego, las cosas pierden su fuerza determinante. El niño ve una cosa pero actúa prescindiendo de lo que ve. Así, alcanza una condición en la que el niño empieza a actuar independientemente de lo que ve” (Vygotski 1978:148). Los niños muy pequeños, como los animales, no pueden desarrollar una actividad lúdica (imaginativa) porque no pueden separar el campo del significado del campo de las percepciones sensoriales, actitud que según Vygotski empieza a desarrollarse a partir de los tres años. Es notable que el psicólogo ruso configure la actividad lúdica como una actividad esencialmente semiótica (él la define como una actividad simbólica representativa) en la que el niño aprende a construir modelizaciones de la realidad (seleccionando determinados elementos y relaciones pertinentes) y a utilizar esas mismas modelizaciones en situaciones ficcionales. Ahora bien, hay una particular clase de circuitos neurales que Damasio define como circuitos del ‘como si’, los cuales, probablemente, desempeñan un papel importantísimo en el desarrollo de la conducta lúdica (y de la estética). Según Damasio (1994:150), “existen dispositivos neurales que nos ayudan a sentir ‘como si’ tuviéramos un estado emocional, como si el cuerpo estuviera siendo activado y modificado”. En otros términos, un circuito ‘como si’ reproduce, autónomamente, estados emotivos capaces de alterar las condiciones somáticas. memoria emotiva

complejidad exterior

CEREBRO

CUERPO

conducta

sistemas del “como si”

Los sistemas del ‘como si’ son sistemas secundarios relacionados con el circuito somático primario (el que conecta el cerebro con el soma), circuito

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responsable de las reacciones asociadas a la experiencia emotiva y a la memoria emotiva. Dichos sistemas secundarios son determinantes a la hora de generar emociones a partir de experiencias ficcionales (Nobili 2005:47) y resultan por tanto determinantes en los procesos de construcción de la experiencia ‘doble’, a la vez convencional y (emotivamente) real, del juego y del arte. En suma, la capacidad de abstraer o utilizar un conjunto de reglas, elementos y relaciones pertinentes para aplicarlos a una situación ficcional (imaginativa), prescindiendo ya de ‘la realidad’ tal y como se aprehende, también depende, entonces, de la posibilidad, biológicamente fundamentada, de recrear, durante el juego o la actividad estética, determinados estados emotivos. 3. LA EMOTIVIDAD EN LA PERCEPCIÓN ESTÉTICA. Hemos visto cómo determinados circuitos, los circuitos del ‘como si’, garantizan la presencia de específicos estados emotivos en actividades ficcionales tales como el juego o el arte. Trataré de explicar ahora cómo tales circuitos pueden ser implicados en la percepción del así llamado placer estético. Lotman, en Estructura del texto artístico (1970:79), observa que la percepción de la obra de arte “representa un acto del conocimiento” y que a la vez “procura un placer sensual”. Con la expresión ‘placer sensual’, el estudioso se refiere a las sensaciones físicas producidas durante la percepción de la obra de arte, esto es, a las emociones experimentadas durante su fruición (Lotman cita explícitamente a dos de estas emociones: la ‘alegría’ y el ‘dolor’). Según Lotman, el placer intelectual deriva del reconocimiento de los elementos sistémicos de la obra de arte, es decir, del reconocimiento y desciframiento de los códigos que la estructuran. En esta operación, mediante la cual se construye una específica modelización de la obra, los elementos extrasistémicos “se perciben como no portadores de información y se desechan” (Lorman 1970:79). El placer sensorial, en cambio, podría definirse como “obtención de información a partir de lo no sistémico” (Lotman 1970:80). Y esto se consigue, según Lotman, aplicando a la obra diferentes y repetidos códigos. El placer así determinado “es duradero y puede prolongarse mientras existe una realidad determinada que corresponde a los sentidos, mientras existe un material extrasistémico que es preciso introducir en diversos sistemas” (Lotman 1970:81). Creo que dicho material extrasistémico, los elementos que no han sido incluidos en nuestra modelización intelectual, consciente, razonada de la obra de arte, también operan por vía emotiva, algo que también Lotman parece sugerir cuando escribe que “la expresión misma (su acción sobre los sentidos) es portadora de significado” (Lotman 1970:81). Todo esto, obviamente, guarda

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relación con los dos puntos de vistas con los que el ser humano, y específicamente el investigador, siempre se ha acercado a la obra de arte: “unos lectores consideran que lo fundamental es comprender la obra de arte, otros, experimentar placer estético; unos investigadores consideran que la finalidad de su trabajo es la construcción de una concepción (cuanto más general, más abstracta, más valiosa), mientras que otros subrayan que cualquier concepción ‘mata’ la esencia misma de la obra de arte y, al racionalizarla, la empobrece y deforma” (Lotman 1970:79). También tiene relación con la teoría de ámbito crítico-literario según la cual las estructuras que organizan los significantes poéticos (metro, ritmo, aliteración, etc.) no son meros y ‘fríos’ recursos retóricos sino elementos pre-racionales (emotivos) que operan de manera subliminal (inconsciente). Sólo una parte de los códigos ricamente intersecados que constituyen la obra de arte se vuelve pertinente (viene percibida) durante la fruición, fruición que por lo tanto se configura como un complejo trabajo de hiper- e hipo-codificación (Eco 1975) y trans-codificación (Lotman 1970). Dichos códigos operan en diferentes niveles y activan otros tantos códigos (o mecanismos modelizantes) propios del intérprete. Se trata de ese tipo específico de interacción que se establece entre diferentes textos heterogéneamente estructurados —en este caso el intérprete y la obra— durante el trato semiótico. Así pues, las reacciones emotivas desencadenadas por la obra de arte se deben también al hecho de que la puesta en marcha de los mecanismos cerebrales implicados en al interpretación activa los circuitos del ‘como si’, generando una respuesta fisiológica que a su vez influye en la percepción de la obra. En este proceso se ven implicados tanto los elementos ‘sensoriales’ de la obra como los ‘conceptuales’. Un cuadro abstracto de Kandinsky o una sinfonía de Beethoven pueden generar diferentes tipos de emociones, al igual que una novela de Dostoievski o un grabado de Goya o un cuento de Kafka. Las diferentes respuestas emotivas dependen de la actividad y de la memoria cerebrales en su totalidad. De hecho, la ‘conciencia estética’ de cada cual (y de cada cultura) se deriva de un específico tipo de aprendizaje, de un cierto tipo de actividad neuroestructurante. Una persona cuyos hábitos de fruición estética no van más allá de los best-sellers de entretenimiento que se reclaman en los escaparates de los kioscos y en la tele, por ejemplo, podría simplemente hallar acongojante la lectura de Faulkner. Y un lector de Faulkner, por el contrario, hallar trivial y aburrida la lectura de la última novela de éxito. Sencillamente, los factores emotivos (culturalmente conformados) no sólo son un importante mecanismo de orientación social, sino que también son decisivos a la hora de determinar nuestros gustos y actitudes estéticas. El

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famoso ‘no sé qué’ de la percepción estética, su decantada inefabilidad, no representa tan sólo un ‘concepto comodín’, tal como a menudo se declara, sino que tiene que ver (sobre todo) con el aspecto emotivo de la interacción semiósica. Una interacción que siempre, de alguna manera, se escapa a nuestras capacidades modelizantes. También de la imposibilidad de definir todos los aspectos de la percepción estética depende ese diálogo incesante que la obra de arte instaura con la cultura y con los intérpretes, el hecho de que la (auténtica) obra de arte, sencillamente, al igual que la vida según Pirandello, ‘no concluye’.

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Dirección y edición: Manuel Cáceres Sánchez · Universidad de Granada · Facultad de Filosofía y Letras · Departamento de Lingüística General y Teoría de la Literatura · Campus de Cartuja, s/n · 18071-Granada (España) · [email protected]

Entretextos

Nº 11-12-13 2008/2009 Revista Electrónica Semestral de Estudios Semióticos de la Cultura ISBN 1696-7351 hhtp://www.ugr.es/local/mcaceres/entretextos.htm Mirko Lampis

Emociones y semiótica de la cultura

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