Emilia Duguermeur de Lacy, un liderazgo femenino en el liberalismo español

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Descripción

CAPÍTULO 13

Emilia Duguermeur de Lacy, un liderazgo femenino en el liberalismo español JORDI ROCA VERNET

Emilia Duguermeur, al igual que otras mujeres de su tiempo como Mary Wollstonecraft, vivió debatiéndose entre los estereotipos de su época, y representó como nadie el conflicto entre la razón y el sentimiento (Burdiel, 1995, 93). Nacida a finales del siglo XVIII, disfrutó de su infancia, ajena a los vaivenes políticos del pueblo bretón de Pleyben, en el extremo noroeste de Francia, donde se educó rodeada de libros que rebosaban historias de prodigado sentimentalismo. En ese tiempo estalló la Revolución Francesa (1789-1799) y esa zona de Bretaña, a partir de aquel momento Département de Finistère, devino uno de los campos de batalla de los revolucionarios. Los ejércitos de la Convención se enfrentaron a la insurrección federalista, a las tropas inglesas y a los ecos de la revuelta contrarrevolucionaria de la Vendée. Un lugar y unos años difíciles para crecer. Emilia fue, desde muy joven, testigo lejana de todos aquellos acontecimientos. Su familia formaba parte de la burguesía mercantil bretona que se distanció rápidamente del Gobierno Revolucionario y luchó por sobrevivir de espaldas a la Revolución. En 1805 Emilia vivía en la casa familiar de Quimper (Kémper) población cercana al oeste de Pleyben, y fue por aquel entonces cuando conoció a Luis Roberto Lacy y Gautier, capitán español de la legión ir367

landesa. No tardó la joven Duguermeur en sentirse presa del encanto del apasionado e intrépido capitán, y dejarse llevar por aquel torrente de emociones que le atravesaba. Al cabo de unos meses de la intensa y furtiva relación con el joven militar, el cuerpo de Emilia delataba su embarazo, a pesar de sus intentos por disimularlo. El imperio de Napoleón aniquiló la laxitud moral de la Revolución y emergió una moral que aunaba la católica con la fraguada por la legislación napoleónica. El código civil acabó con la legislación revolucionaria que equiparaba los derechos de los hijos naturales a los de los legítimos. Las leyes napoleónicas fortalecieron la moral católica y gestaron una incipiente moral burguesa en la que la mujer estaba subordinada al hombre. La maternidad fuera del matrimonio era una calamidad para cualquier familia católica, y un grave inconveniente para los ciudadanos franceses que pretendieran cumplir con los preceptos morales de la sociedad imperial. Emilia huyó con su amado capitán cuando su batallón emprendió la marcha hacia Alemania para batirse a las órdenes de Napoleón. Después de algunas semanas acompañando a Luis Lacy, decidió detenerse en Zelanda, concretamente en Walcheren (en la actual Holanda), donde dio a luz prematuramente a su hijo Eusebio (Baroja, 1977, 95-96). Puede que las duras jornadas de viaje adelantaran el parto y por este motivo Eusebio fue un niño débil y un joven enfermizo. Cuando mejoró la salud de madre e hijo, volvieron a Bretaña, esperando que su regreso enterneciera el corazón de su familia, y les aceptaran de nuevo. El militar no pudo quedarse con ella y continuó hacia Berlín. Al cabo de unos meses, la legión irlandesa volvió a Quimper, con su capitán, Luis Roberto Lacy y Gautier. ¿Quién era ese capitán? La biografía de Luis Lacy nos permite desgranar qué acontecimientos forjaron su carácter. Esos rasgos determinaron la relación que marcó la vida de Emilia. Luis Roberto Lacy y Gautier había nacido en San Roque, en la bahía de Algeciras; en él confluyeron dos estirpes de militares, una irlandesa por vía paterna y una francesa por vía materna. A los catorce años sus tíos maternos que eran oficiales de la guardia Wallona —llamada de Bruselas—, se lo llevaron a Puerto Rico con la flota francesa que luchaba contra los ingleses. El combate en alta mar y la dureza de la vida de un adolescente en un navío de guerra, le cambiaron, fraguando una personalidad temeraria, iracunda y violenta. A su regreso a España, cuando el barco atracó en el Ferrol, desertó y huyó a Oporto, donde se enroló en un mercante holandés que se dirigía a las Molucas. Uno de 368

sus tíos maternos le localizó y le detuvo antes de que el barco zarpara, obligándole a volver al ejército. Diez años después, en 1794, era capitán del regimiento Ultonia con el que combatió, en los Pirineos Occidentales, contra los revolucionarios franceses en la guerra de la Convención (1793-1795). Su temeridad e intrepidez le distinguieron en el campo de batalla. El último día del año de 1798 le destinaron a las islas Canarias. En los cuatro años que estuvo en el archipiélago hizo gala de un carácter pasional, desmesurado, irrespetuoso y violento. A causa de la manifestación ostentosa de un amor indebido —probablemente por desear una mujer casada—, se pasó un año desterrado en la isla de Hierro. La soledad acrecentó su furia hasta límites inconcebibles y cuando retornó a Las Palmas no dejó de escribir cartas insultantes contra sus superiores. El 1 de julio de 1802 fue procesado por un consejo de guerra que, teniendo en cuenta su hoja de servicios, sólo le condenó a un año de cárcel. El veredicto concluía que si después de ese tiempo se había curado de su demencia, podría reintegrarse al ejército. Fue recluido en el fuerte de la Concepción de Cádiz. Salió el verano siguiente sin manifestar ningún síntoma de arrepentimiento y no pudo reintegrarse al ejército de Carlos IV. Decidió entonces, alistarse al sexto regimiento de infantería de línea del ejército francés, veintinueve días después, se convirtió en el capitán de la legión irlandesa que se estaba organizando en la ciudad de Morlaix, junto a las localidades de Quimper y Pleyben. En este triángulo geográfico de Bretaña fue donde Emilia Duguermer vio como se despertaba su pasión por el apuesto capitán Luis Lacy. Emilia volvió a ver de nuevo al capitán, cuando regresó con sus hombres de la campaña de Alemania. Renacieron sus sentimientos hacia él, si es que alguna vez se marchitaron y a finales de 1806 decidió casarse con el militar hispano-irlandés teniendo en contra la opinión de toda su familia. Nueve meses después, Emilia iba de parto por segunda vez. La comodidad de la casa de Quimper no fue suficiente para inundar de vida a una hija que murió a los veinte días de nacer. A las pocas semanas Lacy conoció su ascenso a jefe de batallón, y su nuevo objetivo con la legión irlandesa fue la campaña de España. Luis solicitó cambiar este destino, pero todos los intentos cayeron en saco roto, y en 1808 partió hacia España. Cuando llegó a Madrid, justo después de la represión del Dos de Mayo, se pasó al bando patriota que luchaba contra el ocupante francés. Desde Quimper, Emilia sufría el no poder compartir su dolor por la pérdida de su hija con su marido. Pasaron semanas y meses, el dolor 369

fue mitigándose mientras aumentaba la perplejidad ante el silencio del jefe de batallón. Creció en su interior un fuerte sentimiento de abandono que le acompañaría durante mucho tiempo. En verano de 1808, el ejército le comunicó la deserción de su marido, pero no recibía noticias de su puño y letra. Ese hombre vehemente y temperamental por el que se había enfrentado a su familia y a su pequeño mundo, o ya no se acordaba de ella, o simplemente había muerto. Sus sentimientos hacia él y la creencia que seguía vivo, eran lo único que le permitía sobrevivir en un lugar donde podía escuchar el ruido que hacían los dedos cuando se erguían para señalarla. El peso de las miradas recaía sobre una espalda que aguantaba una cabeza llena de sentimientos contradictorios. Sin su amado era más difícil sobrevivir en aquella ciudad pequeña y provinciana. Era una mujer abandonada o una viuda de guerra más. Y mientras no tuviese la certeza de ser lo segundo, la incertidumbre la mantenía con vida. En junio de 1811, Lacy es nombrado jefe de los ejércitos de Cataluña y una de sus primeras decisiones fue trasladar la guerra a territorio francés, derrotando a las tropas de MacDonald en el departamento de los Pirineos Orientales. Las victorias de Lacy se difundieron rápidamente, alarmando a los franceses que se sintieron indefensos ante la represalia del pueblo invadido. La conmoción ayudó a avivar la noticia, y la crueldad de Lacy se difundió por todo el imperio (Moliner, 2007, 182). Cuando las noticias sobre las gestas victoriosas de Lacy llegaron a oídos de su esposa, primero se alegró, porque esto significaba que estaba vivo, pero luego la desolación la envolvió. El largo periodo (tres años) de silencio la convenció de que era una mujer abandonada más. Este sentimiento de abandono acabó por imponerse y Emilia de Lacy buscó obcecadamente una explicación que sólo su marido podía darle. Hizo el equipaje y fue a su encuentro, dejando a su hijo Eusebio a cargo de sus parientes. Cruzó toda Francia y cuando llegó a territorio español no dejó de repetir que era la mujer del jefe de los ejércitos españoles en Cataluña, demostrando la fuerza de su determinación, y haciendo valer su condición de esposa de un destacado militar. Las autoridades francesas habían intentado capturarla en Figueres sin conseguirlo. Pronto supo Lacy que Emilia estaba en Cataluña, y mandó que se la trajeran a Berga. Habían transcurrido tres años cuando en septiembre de 1811 se reencontraron los dos esposos. El general recibió a su mujer afectuosamente, convenciéndola sin embargo a la mañana siguiente, de que lo mejor para ambos era que fuese a Palma de Mallorca, asumiendo la identidad de una esposa que buscaba a su marido, que creía prisionero de las tropas españolas. Lacy 370

argumentaba los problemas que podía suscitarle entre la tropa estar casado con una francesa, y que cualquier adversidad o desliz de la fortuna se lo atribuirían a la influencia que ella ejercía. Le llenó los bolsillos de dinero y le ofreció la compañía y la ayuda del comerciante Juan Killikeny para su viaje a las Baleares. La solución del general agradó a los dos. Emilia tendría tiempo de digerir las emociones contrapuestas que el proceder de su marido le provocaba y recibía una cuantía sustancial con la que se convertía en alguien independiente económicamente. Mientras, el general conseguía alejar a su mujer, mantenerla callada, y que en Palma no supiesen el vínculo matrimonial que le unía a Emilia Duguermeur. Esta vez era ella la que había de guardar un silencio acordado, que duró hasta que Emilia supo cuales eran los verdaderos planes que Lacy tenía en mente. El general pretendía casarse con una rica heredera catalana y para eso tenía que deshacerse de su anterior matrimonio. Su objetivo era mantener en secreto su estado civil hasta la celebración de su boda; después le bastaba con ignorar el contrato precedente y la guerra con Francia haría lo demás. Luis estaba seguro de la invalidez del matrimonio civil y creía que el silencio de su esposa y los trastornos de la guerra impedirían que nadie supiera su vinculación sacramental con Emilia. Cuando la joven francesa supo las intenciones de Lacy de contraer un nuevo matrimonio, montó en cólera, e hizo gala de la misma determinación que había demostrado cuando se trasladó a Cataluña desde Bretaña. Salió de Palma con rumbo a la costa catalana y cuando puso pie en tierra, Lacy mandó a su ayudante Florencio Ceruti para que le impidiera llegar a su cuartel general en Vic. Unos meses después Luis Lacy alegaría: sin mi conocimiento vuelve a presentarse en Cataluña, y por consiguiente a renovar las hablillas y desconfianzas que había inspirado su presencia, y que ya se había conseguido sofocar, entonces envié a su encuentro a mi Ayudante Don Florencio Ceruti, para prevenirla de que se volviese inmediatamente a la isla (Lacy, 1821, 10)1.

Emilia acató otra vez la decisión de su marido y volvió a Palma mientras urdía su venganza. El general negó repetidas veces su matri—————— 1 Agradezco a Elena Fernández García el que me haya dejado consultar su tesis doctoral, «Las mujeres en los inicios de la Revolución Liberal española, 1808-1823», Universidad Autónoma de Barcelona, en la que incluye una fotocopia de este documento, págs. 616-621.

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monio y ratificó su compromiso con la joven heredera catalana. Ocho meses duró el silencio de Emilia, que se rompió cuando antes de embarcarse, la esposa de Lacy contó su historia a quien quiso escucharla, ya que el 2 de marzo 1812, el Diario de Barcelona acusó de poligamia al jefe de los ejércitos de Cataluña. Según el periódico, el general tuvo que anular la boda con la pubilla de Codina porque se presentó su mujer, Emilia Durguermeur (Gil Novales, 2005, 233-238). Los sueños de Lacy de sacar tajada con un buen matrimonio se precipitaron al vacío. En Palma, los meses siguientes, Emilia vivió rodeada de lujos, muy por encima de la asignación que le daba su marido. La señora de Lacy contrajo una deuda de mil reales con el hombre de confianza de su marido, el comerciante Juan Killikely. se volvió, pero no le bastó la asignación, pues al saber el comerciante que debía ausentarme de Cataluña, me pasó una cuenta crecidísima de gastos extraordinarios, a que contesté admitiéndola con la prevención de que en adelante, sólo le librase mil reales mensuales (Lacy, 1821, 11).

Esa era su forma de vengarse de su marido. En Vic, Lacy usó todo los medios que tenía a su alcance para encauzar su posición política. Sus detractores le acusaban de poligamia, crueldad, reprimir con exceso, abuso de poder y de infringir las leyes de la guerra. Lacy había ordenado la voladura del castillo de Lleida y el fusilamiento de algunos prisioneros. La Regencia ordenó el 23 de septiembre de 1812, que se abriera una investigación sobre la conducta de Lacy en relación con la decadencia del espíritu público en Cataluña y con la voladura del castillo de Lleida (Gil Novales, 2005, 233-238). Antes de que acabara el año, el gobierno decidió mandar a Lacy a Galicia para reorganizar el ejército que operaría a las órdenes de Lord Wellington. El general abandonó Cataluña más solo, sin su aureola de héroe y con las deudas contraídas por su mujer. Ella permaneció dos años más en Mallorca con una buena asignación, a condición que no dijera a nadie quien era su marido. El dinero y el miedo fueron las dos principales razones por las que Emilia le obedeció. Cuando en 1814 regresó Fernando VII y puso fin al régimen liberal, destituyó a Lacy y le ordenó pasar al cuartel de Valencia, retirándole su salario. Su mujer, a partir de ese momento, dejaría de percibir su asignación. En agosto de 1814 Emilia escribía una súplica al monarca solicitando que se le entregara la parte que le correspondía del sueldo de su marido. Ella aducía que la separación con el general, era a causa del temperamento 372

atroz y tempestuoso de su marido, quien la había amenazado de muerte si hacia pública su relación: la perversidad de su corazón, la violencia de sus pasiones, y la corrupción de sus costumbres: éstas le han llevado a tal grado de encono contra la recurrente, que no sin un inminente peligro de su propia vida, que ha sido amenazada con la muerte, y si publicaba en España su matrimonio de un marido que haciendo alarde de faltar a la fe conyugal, han sido tantas las amistades ilícitas cuantas las provincias en que ha residido (Lacy, 1821, 8).

Informado de la petición de su esposa, Lacy respondió a las autoridades que no podía seguir sufragando los gastos de su mujer y pidió que ella se trasladase a su casa de Vinarós donde vivirían juntos con su hermana y sus sobrinos: «constituirme en la miseria con una tía impedida, una hermana y varios sobrinos, a quien tengo que socorrer y educar, [...] así lo que deseo es que mi mujer venga a mi casa y se deje de dar más escándalos» (Lacy, 1821, 11-12). La propuesta de Lacy fue aceptada y su esposa se mudó al pueblo valenciano en noviembre de 1814. El medio año de convivencia fue una prueba terrible. En verano de 1815 Emilia dejaba la casa de su marido. Durante esos seis meses los malos tratos y las vejaciones fueron constantes, aun así ella lo soportó sin huir. El tiempo había dejado de lado el sentimentalismo de Emilia y había reforzado su tenacidad, valentía y racionalidad. La señora de Lacy en Vinarós demostró su fortaleza y no se marchó de esa casa hasta que consiguió que su marido aceptara entregarle un tercio de su sueldo. Con la racionalidad se opuso a la bestialidad de un hombre colérico y desmesurado que se dejaba arrastrar por sus impulsos. Ella esperó, sin dejar que la barbarie le asustara, y al fin, después de amenazas y golpes, consiguió mantenerse económicamente. Emilia había ganado su guerra por la independencia, ya no debía obediencia ni a su familia ni a su marido. A finales de agosto de 1815 la señora de Lacy comunicó a las autoridades españolas el acuerdo que había alcanzado con su esposo. Ella regresaba a su Bretaña natal y en contraprestación, el teniente general Luis Roberto Lacy y Gautier le entregaba una asignación mensual. Emilia solicitaba que le abonaran los retrasos al teniente general, pues con su parte podría sufragar los gastos del viaje. Una vez más, en su carta Emilia declaraba que las amenazas, los golpes y los malos tratos habían hecho mella en su salud y la habían convencido de la necesidad de separarse de su esposo para volver a su patria natal: «ha visto decaer de día en día su salud, y su deterioro ha llegado al punto de 373

que la tranquilidad, y el regreso a Francia son los únicos recursos que hallan los facultativos para su restablecimiento» (Lacy, 1821, 12-13). Entre el otoño de 1815 y el de 1817 se pierde la pista de Emilia Duguermeur. En ese tiempo su esposo fue trasladado en agosto de 1816 a Andalucía y en noviembre a Cataluña. El teniente general, antes de llegar a Cataluña, recaló unas semanas en Madrid donde se puso en contacto con algunos de los conspiradores que habían participado en el fallido pronunciamiento de Richard (Monente, 1977, 613). A finales de 1816, Lacy volvía al lugar que le enseñó que la temeridad política es mucho más arriesgada que la militar. Cuatro años antes el teniente general, con el pretexto de imponer la rápida implementación de la Constitución de 1812, disolvió la Junta Superior de Cataluña por la férrea oposición de ésta a su liderazgo político. Lacy, Capitán general, se proclamó Jefe político interinamente hasta que el gobierno resolviera quien tenía que detentar el nuevo cargo. Mientras tanto él concentraba el poder político y militar en la provincia y podía manejar a placer a la Diputación provincial catalana, órgano político que sustituía a la Junta. Se olvidó sin embargo de los diputados catalanes que estaban en las Cortes. Éstos habían jurado lealtad a la Junta Superior catalana y aprovecharon las derrotas militares de la máxima autoridad del principado a principios de 1813 para poner en duda su eficacia. Joan de Balle era el portavoz de la mayoría de los representantes catalanes y capitaneó las protestas. La actitud autoritaria y arbitraria de Lacy había levantado ampollas entre las autoridades locales catalanas y la destitución de la Junta fue la gota que colmó el vaso y puso en pie de guerra a los diputados catalanes, que se opusieron con todas sus fuerzas a las diatribas despóticas del teniente general (Risques, 1995, 104105). Su temeridad le abocó, una vez más, a abrir demasiados frentes, la política es mucho más sibilina que la guerra. Lacy había llegado a Cataluña en 1811 como un general victorioso con ansias de poder político y se marchó el 31 de enero de 1813 como un político que había perdido sus dotes militares. En diciembre de 1816 ya nadie se acordaba de aquel asunto y Lacy regresaba a Cataluña rodeado por el silencio que sólo rompía las habladurías sobre la inminencia de una conspiración revolucionaria. Le destinaron en el corregimiento de Mataró y se estableció en el pueblo de Caldetes. Pronto volvió a reencontrarse con dos viejos amigos, su antiguo ayudante Francisco Milans del Bosch, y Ramón María Sala. Los tres urdieron la trama del pronunciamiento que estalló en abril de 1817. Lacy consiguió aunar a varios oficiales y tuvo el arrojo necesario para liderar la insurrección revolucionaria. Milans y Lacy planearon 374

reunir en Arenys las tropas de las guarniciones de Mataró y Arenys para dirigirse hacia a Barcelona, donde se unirían a ellos la trama civil de la conspiración y los militares insurrectos de la guarnición. La indecisión de algunos oficiales insurrectos y las delaciones provocaron que la tropa se sintiera engañada y decidiera volver a los cuarteles. Los oficiales sublevados huyeron hacia Francia mientras el Capitán general Javier Castaños, ordenaba perseguirlos al comandante de brigada de la reserva de Arenys. Las órdenes se demoraron demasiado para ser efectivas y fueron las partidas de paisanos las únicas que inquietaron a los insurrectos en su huida. Lacy desobedeció el consejo de Milans y se escondió unos días en Lloret, desaprovechando la ventaja que llevaba a sus perseguidores. Los motivos de esa extraña conducta los explica Manuel Llauder en sus memorias, cuando menciona a una tal «Rosa» que acompañaba al teniente general en el momento de su detención. Otros fueron un poco más lejos, como el militar Pizarro que atribuyeron su lentitud a la facilidad con la que «Lacy se entregaba al placer de Baco» (Monente, 1977, 607-609). La fama de bebedor, mujeriego y pendenciero precedía a Luis Lacy y es verosímil que se detuviera en Lloret para complacer sus deseos y despedirse de una de sus amantes. La señora Rosa era la mujer de un rico comerciante de la comarca. Lacy adoraba el riesgo en la seducción y sus conquistas eran trofeos al valor. Era un esclavo de sus pasiones, que en Lloret le obnubilaron el juicio. Cuando lo apresó Llauder, consciente de la gravedad de los hechos que le imputarían, le pidió a su captor que le dejara escribir al Capitán general y a los ciudadanos Ramón María Sala y Antonio Tamaro para que movilizaran a las corporaciones de Barcelona y forzaran su liberación. Llauder accedió a sus peticiones (Monente, 1977, 609). La causa abierta contra Lacy se retrasó algunas semanas lo que favoreció la formación de un movimiento de barceloneses liderado por Junta de gremios y colegios que pedían compasión para el procesado y recordaban su condición de héroe de la guerra de la independencia. Aquella movilización fue estéril. El consejo de guerra le condenó a muerte por considerar probado que era el jefe de la conspiración de Arenys y por tener contactos con los líderes revolucionarios que pretendían sumarse a su insurrección desencadenando pronunciamientos en otros lugares del norte de la península. Durante las semanas del proceso se orquestó un intento de fuga que debía reactivar la trama del pronunciamiento. El Capitán general Javier Castaños abortó los planes de fuga e informó de la posibilidad de desórdenes si se ejecutaba la sentencia en Barcelona, así que él mismo sugirió su traslado a las islas 375

Baleares. Los miedos de Castaños no eran infundados, aunque él los aumentara para evitar verse involucrado en la ejecución de Luis Lacy. Castaños ordenó el traslado del reo y éste zarpó la madrugada del 30 de junio con dirección a Palma de Mallorca, y el 5 de julio de 1817 fue ejecutado (Roca Vernet, 2007, 71-79). Dos meses después de quedarse viuda, Emilia de Lacy se dirigió a S. M. para que le asignasen una pensión de viudedad. El monarca no accedió a la petición y ella insistió de nuevo, escribiéndole otra carta en junio de 1818 en la que requería el proceso instruido contra su marido. Su objetivo era demostrar que no se había degradado militarmente a su esposo y por tanto tenía los mismos derechos que cualquier otra viuda. La carta acababa apelando a la compasión del monarca para con una viuda desplazada que había hecho de España su patria: sirvan unos y otros a favor de una persona desvalida y desventurada, puesta en un país que no es el de su nacimiento; pero que ya es su patria y en la que se ve sumergida en la soledad, en el llanto y en un continuo pesar, sirvan pues en corroboración del derecho que tiene la exponente a los beneficios del monte, derecho que ha declarado V.M. a favor de todas aquellas viudas y huérfanos, cuyos maridos y padres siguieron al gobierno intruso, y ningún servicio han prestado jamás a su patria» (Lacy, 1821, 21-22).

El rey no accedió a ninguna de las peticiones de la viuda. Ella en los dieciocho meses posteriores sobrevivió en España sin que su actividad dejara algún rastro. En marzo de 1820, triunfó el pronunciamiento de Rafael del Riego y empezó la segunda etapa de la revolución liberal en España. Con el cambio de régimen, los liberales volvieron a ser visibles y los camaradas de armas de Luis Lacy convencieron a Emilia para que trajese a su hijo a España donde se educaría en los mejores colegios. Ella, reacia a volver a su Bretaña natal, prefirió que lo fuera a buscar un ayudante de Francisco Milans del Bosch, que le trajo hasta Barcelona. Madre e hijo se reencontraron en junio de 1820, pocos días antes que se celebraran en la ciudad Condal las exequias en las que se conmemoraba el tercer aniversario de la muerte de Lacy. Aquel acto litúrgico se erigió en la primera fiesta cívica del nuevo régimen liberal y consagró la figura de Lacy como héroe y mártir del primer liberalismo. Diez días después que el rey acatara la Constitución de 1812, algunos liberales barceloneses empezaron a discutir como podían honrar la memoria de Lacy. ¿Quisieron expiar su sentimiento de culpa por no implicarse más en la defensa del teniente general o simplemente quisieron mantener vivo su recuerdo? Probablemente ambas cosas fueran 376

ciertas. Esos ciudadanos se organizaron en la Junta patriótica de Lacy y recaudaron fondos para sufragar el traslado de los restos del mártir desde Palma de Mallorca a Barcelona y también para levantar un templete alrededor del cual se celebraron con toda la pompa y el boato las exequias del héroe (Roca Vernet, 2007, 140-143). El presidente de la junta, el barón de Horst, a principios de abril, escribió a la viuda de Lacy informándole de las intenciones de la junta y ella le respondió agradeciendo la iniciativa y se ofreció a colaborar en todo lo que estuviera en sus manos. La primavera de 1820 Emilia se encontraba en Madrid y aprovechó el cambio de régimen para reabrir el pleito sobre su pensión de viudedad. Y pensó que si conseguía que fuera pública la causa de su marido, nadie, ni ningún gobierno fuera del color que fuera, podrían negarle la pensión. La viuda de Lacy actuó juiciosamente anticipándose a cualquier posible cambio de la coyuntura política. Su petición la dirigió a las Cortes que la debatieron y aprobaron el 12 de julio de 1820: Se leyó una representación de la viuda del general Lacy, en la que se quejaba de que habiendo solicitado del gobierno se la entre-

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gase la causa formada a su esposo, el secretario de la guerra y marina, la había contestado no poder acceder a su solicitud, por ser opuesta al artículo 143 de la Constitución. [...] Se aprobó la propuesta del Sr. Toreno, que se diga al gobierno facilite el testimonio que solicita la viuda del general Lacy en los términos que previene la ley del 9 de octubre (El Conservador, 13 de julio de 1820, 110, citado por Fernández García, 2007, 412).

Al día siguiente algunos diputados disintieron sobre esa decisión y se opusieron a la resolución pero sin conseguir que sus actos tuvieran mayor trascendencia pública. El nombre de Lacy no volvió a resonar en las Cortes hasta el octubre siguiente, cuando viuda e hijo comparecieron ante los diputados de la cámara. Ellos dos formaban la representación que la Junta patriótica de Lacy mandó a las Cortes para entregar a los diputados, secretarios de despacho y miembros del consejo de estado los doscientos ejemplares del impreso de las exequias del héroe. Un par de días antes Emilia Duguermeur, viuda de Lacy y su hijo, Eusebio Lacy, fueron recibidos por los reyes, a quienes entregaron ocho láminas en las que se reproducía el templete levantado en Barcelona para celebrar los funerales del teniente general2. A mediados de enero de 1821 la imprenta del Censor de Madrid publicó el proceso contra el teniente general Luis Lacy. El 4 de febrero, la librería Sierra y Martí de Barcelona anunciaba que ponía a la venta el cuaderno de la causa. Los editores del cuaderno manifestaban que hacían pública la causa para evitar que su viuda y algunos de sus amigos manipularan los hechos. Y también apuntaban que publicitándola, destapaban el comportamiento indigno de algunos ciudadanos que se vanagloriaban de contarse entre los amigos del mártir, y fueron débiles ante la adversidad o simplemente se convirtieron en sus delatores: Así tendrán la dulce satisfacción los amantes de la libertad nacional de ver bajo sus mismas formas aquellos hombres que suponiéndose ahora héroes, fueron delatores, asesinos, o por lo menos débiles, inconstantes e inciertos; verán también puestas en la más viva acción aquellas pasiones viles y bajas que degradan el honor y la dignidad del hombre; se admirarán de los medios rateros con que algunos quisieron descargar sobre sus compañeros, y por fin se co—————— 2 Arxiu Històric Ciutat de Barcelona (AHCB), 1 MI Caja 9 — Funeraria Lacy 18201823. Carta de Emilia Duguermer al barón de Horst, 1 de octubre de 1820.

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rrerá el velo con que estos seres degradados han estado por tanto tiempo disfrutando de una opinión a que no son acreedores, y maldiciendo la inocencia y la virtud, que se opone tanto a sus perfidias y a sus débiles manejos (Causa, 1821, 6-7).

La respuesta vino de Carmen Lacy, la hermana de Luis, cuando vio cómo algunos lectores de la causa acusaban a Ventura Escario, cuñado de su hija Rosalía, de delatar a su amigo Luis Lacy. El proceso no dejaba lugar a dudas y señalaba a Escario como el traidor. Carmen salió en su defensa y escribió una carta que reprodujeron distintos periódicos españoles durante el mes de abril de 1821. Ella recordaba que Escario le ayudó a interceder ante las autoridades para conseguir el indulto mientras la viuda de su hermano no movía un dedo: En los momentos críticos que para salvar mi ilustre hermano pasé a Madrid no me ayudaron ni Doña Emilia ni D. Patricio (Moore); me ayudó sí dicho Escario, quien desde Barcelona me escribía todos los correos, me recomendó en esta corte a cuantos conocía, me dio noticias puntuales de la infeliz víctima, y prestó a ésta todos los auxilios que le fueron dables (Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, 2 de mayo de 1821, 118).

Como colofón, Carmen anunciaba la inminente publicación de los documentos que tenía sobre las acciones perpetradas por Emilia contra su marido entre 1814 y 1817, con la intención de desacreditarla ante una opinión pública que parecía adorarla. Carmen contraponía su dolor a la mezquindad de su cuñada. En verano de 1821 vieron la luz los documentos que Carmen tenía en su poder, ella los introducía con un texto en el que enfatizaba la inmoralidad del comportamiento de la viuda, acusándola de falta de discreción porque ni siquiera disimulaba la indiferencia que le produjo la muerte de su esposo, y de estar más preocupada de ir a fiestas, que de llorar su pérdida. La hermana de Lacy lanzaba su puya final cuando consideraba a la viuda como alguien miserable, que en el pasado había denunciado las acciones y actitudes de su marido, y con el triunfo del liberalismo, devino su más ferviente aduladora: La misma siempre, si antes llamó a la resolución de Lacy extravío y delito, comprando su viudedad por tan infames medios, ahora ya que él es un héroe, y olvidándose de que dijo que no tuviera conocimiento de su determinación, quiere merecer del actual gobierno las mismas gracias especiales que alcanzó, del que la privó de su marido (Lacy, 1821, 4).

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Esas dos mujeres representaban fielmente el conflicto del tiempo en el que vivieron y la contraposición de dos formas distintas de entender la identidad femenina en aquella época. Mientras Carmen usó la exacerbación de su sentimentalismo para despertar la compasión entre sus conciudadanos y contraponer su actitud a la frialdad indigna de su cuñada, ésta hacía de la razón la base de su virtud política generando complicidades entre las mujeres que luchaban por hacerse un sitio en el ámbito público de la política. Emilia dio la callada por respuesta dejando todavía más en evidencia la debilidad e inconsistencia de los argumentos de su cuñada. El comportamiento juicioso de la viuda impidió que la polémica se arrastrara durante semanas en las páginas de la prensa. Emilia de Lacy, era ya por aquel entonces, una figura muy respetada por los liberales y se estaba fraguando su liderazgo entre las mujeres madrileñas que exigían que se les abrieran las puertas de la política en la esfera pública. En 1821, esas ciudadanas volvieron a insistir en la necesidad de que el nuevo reglamento de Cortes les permitiera ocupar los asientos de la cámara de diputados reservados para el público. El debate salió del hemiciclo e irrumpió en la prensa. El Censor, periódico moderado, asumió la tarea de postularse a favor de la mayoría de diputados que vetaban el acceso de las féminas a la cámara. Esa opinión fue contestada por un grupúsculo de liberales encabezado por Emilia Duguermeur que apelaron a los méritos contraídos desde 1521 por mujeres como Maria Pacheco y de Mendoza, viuda del comunero Juan Padilla, para reclamar la presencia femenina en la tribuna de Cortes. La viuda de Lacy no fundamentaba su exigencia en razones morales o basadas en el derecho natural, sino en la historia de las mujeres que se habían ganado sus derechos haciendo gala de sus virtudes políticas (Romeo, 2006, 64). Las tentativas de la viuda de Lacy por conquistar la opinión pública fracasaron, y las mujeres sólo pudieron asistir a las sesiones de Cortes cuando se vestían como hombres, pasando desapercibidas. En el debate parlamentario los diputados pusieron de relieve que no todos compartían un mismo modelo de feminidad basado en la incapacidad de las mujeres de acceder a la razón que las reducía al ámbito doméstico y familiar. Hubo una minoría de diputados que creyeron en su capacidad racional, contrastándola mediante ejemplos históricos, y afirmaron su tendencia natural a la filantropía y a la justicia, todas esas cualidades, que podían ejercer una dulce influencia sobre los hombres (Romeo, 2006, 68-69). Al cabo de pocos meses reverdeció la polémica de la mano de Antonio Solana, colaborador de los periódicos exaltados El Zurriago y La 380

Tercerola, quien desarrolló —a partir de uno de los modelos de feminidad liberal—, una propuesta política radical para denunciar la corrupción y la indecencia de todos los diputados de Cortes. Lo hizo mediante la publicación de un panfleto titulado La Congresa Española, restablecimiento de la libertad y prosperidad de España, en el que conminaba a los revolucionarios a formar un congreso sólo con mujeres porque Las mujeres son mejor dotadas por la naturaleza de la más sensible y exquisita ternura de corazón; por la cual están mejor dispuestas que los hombres en su organización física para compadecerse de la miseria y padecimiento humanos. Por forzosa consecuencia de este principio constitutivo de su sexo, tendrían el mayor interés en mejorar, cuanto les fuese dado, la suerte de la humanidad naciente (Congresa, 1822, 22 y editado por Gil Novales, 1978).

A continuación argumentaba que las mujeres no habían podido desarrollar sus capacidades porque «los injustos y ambiciosos hombres lo han impedido, teniéndolas presas en el estrecho círculo de las obligaciones materiales domésticas, tratándolas como animales de carga, y de otra especie» (Congresa, 1822, 25). Obviamente, si las cualidades de las mujeres les permitían gobernar la nación, también podrían aportar sus capacidades al desarrollo de los otros campos del conocimiento: Si las hembras de la especie humana son a propósito para causar la felicidad social por la creación de buenas leyes, y el ejercicio de acertado gobierno, según se ha demostrado; lo son igualmente para producir el adelantamiento de las luces por medio del cultivo y fomento de las creencias y de todo género de literatura. De la más remota antigüedad vienen sin interrupción los hechos y las pruebas constantes que evidencian esta verdad: y desde la célebre Aspacia, la ilustrada y sensible Safo, la famosa Corina, y la gran Zenobia hasta el día, infinitas mujeres han aventajado a los hombres en los sublimes conocimientos científicos y literarios (Congresa, 1822, 26).

El sentido irónico y socarrón del texto quedaba a un lado cuando Solana denunciaba la prohibición de las mujeres de asistir a las sesiones del congreso, instaurada por los diputados, para que ellas «no instruyéndose de sus derechos, no puedan jamás reclamarlos ni gozarlos» (Congresa, 1822, 27). El panfleto se distribuyó en Madrid en la primavera de 1822 y unos meses después, los jueces de hecho de la villa y corte iniciaron el procesamiento contra su autor. Antonio Solana fue condenado a seis años de prisión y a pagar las costas del juicio, al consi381

derar el veredicto que ese folleto era «subversivo y sedicioso en primer grado» (Gil Novales, 1975, 1057). ¿La viuda de Lacy se enteró de todo aquello? En enero de 1822 se había desplazado hasta Barcelona para inaugurar junto con el general Rafael del Riego una tertulia patriótica que llevaba el nombre de su esposo. Allí volvió a ver a su hijo que estaba interno en un colegio de Barcelona. Después la pista de la viuda se desvanece y no vuelve a reaparecer hasta finales de octubre de 1822 en Barcelona. ¿Estuvo en Madrid durante el fracasado golpe de estado realista? ¿Fue una de tantas madrileñas que se convirtieron en aguadoras, el siete de julio de 1822, para auxiliar a los milicianos que combatían contra la guardia realista? En medio del fuego acudían las patriotas a dar de beber a los que se batían, y en los parajes de más riesgo se las veía animar y excitar el entusiasmo por la libertad a los que no necesitan de otro impulso que el de su corazón abrasado con el fuego sagrado de amor a la Patria (ZU, 50-52, 57).

Tampoco sabemos nada de si Emilia se incorporó a la Junta Patriótica de Señoras que se había constituido en Madrid entre marzo y abril de 1821. Su única misión era la de confeccionar uniformes para el ejército y la milicia nacional, y organizar suscripciones para este fin. Los acontecimientos de julio de 1822 le dieron la oportunidad de rebasar los límites con los que se concibió dicha junta, y el 30 de septiembre organizó una función y colecta para los milicianos que habían defendido Madrid (Gil Novales, 1975, 139). ¿Puede que fueran esas las patriotas a las que se refería El Zurriago en octubre de 1822, cuando afirmaba que habían cambiado su vestimenta a pesar de la opinión de sus maridos? Las patriotas que vieron comer a los patriotas en el Prado parece que también quieren jarana y jolgorio; y a pesar de que muchos de los señores maridos refunfuñarán por aquello del nuevo traje, nuevo calzado, que venga el peluquero y demás zarandajas indispensables en semejantes casos, porque ya se ve, es preciso competir... se ha abierto una suscripción en la librería de Quiroga... de lo que se recaude se invertirá una tercera parte en la comida y lo demás se destinará a costear los uniformes para los individuos del batallón Sagrado que quieran incorporarse en la Milicia Nacional y carezcan de medios para el vestuario (El Zurriago, 67-69, 47).

En otoño de 1822 Emilia había vuelto a Barcelona de donde no se movería hasta el fin del Trienio Liberal, cuando huyó con centenares 382

de barceloneses hacia la frontera francesa. En ese mismo otoño, el Diario de la ciudad de Barcelona, periódico exaltado, se hacía eco del rumor que extendió por la ciudad: deseando las señoras mujeres de Barcelona dar a conocer su patriotismo a nuestros libertadores van suscribirse para que se las permita coser de balde los capotes que se han proyectado para la tropa, y que con este motivo abandonarán por un momento la ropa de sus parientes y amigos aunque fuesen gente de cerquillo (Diario de la ciudad de Barcelona, 29 de octubre de 1822, 182, 145).

La iniciativa se parecía demasiado a la Junta Patriótica de Señoras para que no tuviera nada que ver. A las dos semanas el rumor devino una certeza. La prensa exaltada recogió en sus páginas los nombres de todas aquellas señoras que se ofrecieron para confeccionar los uniformes. La viuda de Lacy se sumó a aquella iniciativa junto con más de ochenta barcelonesas. ¿Quién impulsó aquella propuesta? La señora de Lacy conoció las actividades de la Junta Patriótica de Señoras cuando residió en Madrid y es verosímil pensar que intentó exportar el modelo de la junta a la capital catalana. Ese grupo de ciudadanas se reunía en la calle Escudellers —antigua sede de una de las tertulias patrióticas barcelonesas— para coser los uniformes de los milicianos. Por aquel entonces, volvió a abrir las puertas en la ciudad Condal la Tertulia Patriótica de Lacy que contó con casi trescientos socios y catorce socias. Admitiendo a las ciudadanas como socias, los liberales pensaron que sería mucho más fácil «difundir la instrucción en el bello sexo» (Diario de la ciudad de Barcelona, 17 de noviembre de 1822, 165, 308). La viuda de Lacy fue también una de ellas, junto a otras cuatro barcelonesas —Isabel y Madrona Capella, la marquesa de Castelldosrius y Teresa Rovira, que en 1826 se casó con Ramón Xaudaró (García Rovira, 1989, 390)— repartió su tiempo entre las sesiones de la tertulia y el local de la calle Escudellers, donde cosía con otras ciudadanas (Roca Vernet, 2007, 282-283). En la iglesia del convento de los Trinitarios —sede de la Tertulia patriótica de Lacy— Emilia escuchó, cómo los socios se dirigían a las ciudadanas allí presentes, para que ayudaran a difundir la ilustración, único medio que permitiría una total recuperación de las virtudes sociales. Desde la tribuna de la tertulia, algunos oradores expresaron su gratitud por el comportamiento de sus conciudadanas, y presupusieron que si las autoridades impulsaban una contribución extraordinaria para financiar los suministros de capotes para la milicia, encontrarían una respuesta muy favorable de las barcelonesas: 383

algunas ciudadanas que animadas del más acendrado patriotismo y del más puro amor a nuestra libertad y sabia constitución, están deseando el momento en que se las llame para contribuir a este interesante empresa (Diario de la ciudad de Barcelona, 12 de diciembre de 1822, 190, 531-536).

Las costureras ocasionales, que todavía se congregaron durante el frío diciembre de 1822 en el sitio de la calle Escudellers, se convirtieron en la matriz del batallón de lanceras de la libertad (Amades, 1984, 589). Al mes siguiente, enero de 1823, algunas de aquellas señoras ya se habían organizado y el ciudadano Francisco Soler les pidió, a las que concurrían a la tertulia patriótica, que el día en que se montase la artillería, acudiesen a montarla los ciudadanos de todas clases vestidos con la mejor ropa que tuviesen, y que hasta las matronas y ninfas barcelonesas acudiesen con traje de gala a tirar de las cuerdas. Se abrió una suscripción para dar en el mismo día una comida a un determinado número de pobres (Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, 23 de enero de 1823, 23, 4).

El tertuliano Soler distinguió a dos grupos de ciudadanas, por un lado las matronas y por el otro las ninfas, parece que la adscripción a uno u otro colectivo al principio fue meramente generacional. La fiesta para montar las piezas de artillería tuvo lugar a mediados de febrero y las ciudadanas arrastraron los cañones hasta las murallas. Una vez allí, el alcalde primero de Barcelona, Ramón María Sala, se subió sobre un cañón para agradecerles su ánimo y ayuda, y les recordó el ejemplo de «las heroínas de Zaragoza y Gerona» (El Indicador Catalán, 17-21823, 48, 3). La prensa se hizo eco de sus palabras y los cronistas las compararon con «las Gracias que cercan la carroza de la Diosa de Guido, o a las heroicas Amazonas cuando volvían de la lucha cargadas de laureles» (Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, 17 de febrero de 1823, 48, 2-3). Sin embargo, en su dietario, Mateo Crespi3 —menestral barcelonés coetáneo a los hechos—, tachó a ese grupo de mujeres de «señoras milicianas» como popularmente se las llamaba. Al cabo de una semana el batallón de milicianas ya tenían un reglamento propio y empezaron a inscribirse en él las señoras, y un mes —————— 3 AHCB, Manuscrits A, núm. 112. Dietario de Mateu Crespi, 12 de febrero de 1823, pág. 12.

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después algunas librerías de la ciudad Condal ya vendían un grabado con el «modelo del uniforme que deberán usar las ciudadanas patriotas que se inscriban en el batallón de Lanceras de Barcelona» (El Indicador Catalán, 31 de marzo de 1823, 90, 4). A principios de abril, el Diario de Barcelona y el Diario de la ciudad de Barcelona publicaba el reglamento del batallón junto con el discurso pronunciado, el 23 de febrero de 1823, por el ciudadano Francisco Soler en la tertulia patriótica, cuando dio a conocer a los socios y socias el reglamento de las milicianas. Con la difusión del discurso y el reglamento a través de la prensa, Soler y las milicianas intentaban llegar a todas aquellas ciudadanas que no asistían a la tertulia patriótica pero tenían intereses sociales y políticos. Los fines del batallón eran el auxilio y la asistencia a los heridos, siguiendo el ejemplo de la compañía de mujeres de Santa Bárbara que ayudó a los defensores de Girona durante el sitio napoleónico. El discurso finalizaba mencionando a Juan Bautista Maimó y Soriano, escribano del ayuntamiento de Barcelona, quien junto con las mujeres de su familia habían sido los artífices del reglamento. Los socios y socias de la tertulia no vacilaron en ofrecer su local para sede del batallón con la intención de facilitar el alistamiento de ciudadanas al batallón (Diario de la ciudad de Barcelona, 4 de abril de 1823, 94, 780783; Dueñas García, 1997, 261; Fernández García, 2007, 454-455). Alistarse al batallón de milicianas significaba mucho más que atender a desvalidos, pobres y heridos, era dar un paso más hacia la conquista de los derechos políticos de las ciudadanas. Sólo una minoría de zurcidoras se incorporó al batallón, probablemente el resto tuvo dificultades para obtener el permiso de sus padres, hermanos y maridos. La mayoría de liberales vieron demasiados inconvenientes en que ese grupo de ciudadanas se organizara como un batallón de milicianas. El acceso a la ciudadanía activa de las mujeres desvelaba los miedos más primarios de los ciudadanos liberales, que ya a comienzos del Trienio, en el momento más proclive a la igualdad, expresaron su malestar por la conducta de algunas mujeres que accedían a las tertulias y no sin cierta sorna decían: «las señoritas aprenden el manejo del arma. Se avisa a los del sexo feo para que procuren remediar este abuso que pudiera con el tiempo suscitar una revolución contra el imperio masculino» (Diario Constitucional, Político y Mercantil de Barcelona, 19 de junio de 1820, 99, 4). Es de imaginar el estupor que causaría entre esos liberales ver desfilar por la ciudad, tres años después, un grupo de mujeres armadas con picas cortas y un cuchillo al cinto, manifestando su deseo de incorporarse a la milicia nacional voluntaria en grado de igualdad con los varones. A liberales y realistas les pareció que armar a las mu385

jeres era el «exponente último del grado de corrupción en el que podía caer todo un pueblo» (Fontana, 1981, 80). Hasta marzo de 1823 el batallón de milicianas sólo contaba con veinticinco señoras y fueron ésas las que escogieron como directora a la viuda de Lacy. El batallón no tardó en rebasar los límites fijados en su reglamento y colaboró con la tertulia patriótica en la recaudación de los tributos impuestos por las autoridades de la ciudad: Habiéndose la Sociedad patriótica de Milicianas barcelonesas ofrecido generosamente a llevar a efecto la idea anunciada por el Sr. Comandante general en el 2.º de este distrito, acerca del modo de recaudar suscripciones, empezará ésta desde mañana en los cinco cuartes de esta ciudad por las referidas comisiones de Patriotas milicianas acompañadas de algunos socios de la tertulia patriótica de Lacy (El Indicador Catalán, 15 de mayo de 1823, 135, 4)

El Jefe político, Fernando Gómez de Butrón, intentó encorsetar las acciones del batallón de milicianas autorizando su existencia, lo que equivalía a regular sus reuniones y acotar sus funciones. Su intención era desligar el batallón de mujeres del resto de la milicia nacional, rompiendo la igualdad discursiva que equiparaba a milicianos y milicianas. Emilia de Lacy había conseguido subir un peldaño en la lucha de los derechos de ciudadanía completos para las mujeres al otorgarles el rango de milicianas, lo que equivalía a permitirles participar activamente en la política liberal. Esa primavera de 1823, volvían a cobrar actualidad las palabras de la ciudadana F. S. en las que negaba que la Constitución les impidiera ocupar cargos públicos. Ella argumentaba que las mujeres no asumían los derechos políticos de la ciudadanía para evitar mayores trastornos entre los ciudadanos: No pretendo que se nos ceda parte alguna en el gobierno, aunque la constitución no nos excluye (art. 174 y s.) esto sería querer introducir una innovación inusitada y que tendría demasiada oposición bien que infundada e injusta. Tampoco deseo que se nos confieran cátedras, aunque andando el tiempo deberíamos regentar las de nuestro sexo (Carta, 1821, 3).

Para evitar cualquier interpretación transgresora de la noción de ciudadanía femenina, el Jefe político quiso subvertir esa terminología revolucionaria que convertía a las ciudadanas en milicianas y legitimaba su camino hacia la igualdad en la asunción de derechos. El batallón pasó a llamarse «Sociedad de ciudadanas para la humanidad y benefi386

cencia», su presidencia recaía en manos de Fernando Gómez de Butrón y sus fines serían la beneficencia y la asistencia a los heridos en el asedio de Barcelona (El Indicador Catalán, 26 de mayo de 1823, 146, 3). El proyecto de sociedad fue presentado al ayuntamiento el 5 de junio de 1823 (Dueñas García, 1997, 262; Fernández García, 2007, 453). El verano de 1823 la coyuntura política cambió rápidamente y en agosto la facción más radical liderada por Antonio Rotten se hizo con el poder destituyendo y encarcelando a las autoridades que se le opusieron. La viuda de Lacy, directora de la sociedad de ciudadanas, hizo gala una vez más de su intuición y perspicacia, adaptándose a la nueva realidad política, reconociendo con celeridad la autoridad de Rotten y poniendo a su disposición a las ciudadanas de su sociedad para que trabajasen en la fortificación de los fuertes de la muralla de Barcelona. Rotten aceptó el ofrecimiento «de toda la sociedad de Milicianas Barcelonesas a trabajar en la cortadura del fuerte de Lacy» (El Indicador Catalán, 17 de agosto de 1823, 229, 2). Las ciudadanas de la sociedad recuperaban su denominación popular de milicianas, rompiendo un vez más los límites fijados por el reglamento y por el Jefe político. Se procedió a la remodelación del baluarte de Lacy, el 17 de agosto de 1823, en un ambiente festivo que evocaba las primeras fiestas cívicas celebradas en Barcelona. El número de milicianas superó con creces las veinticinco inscritas en marzo. Al ocaso del sol, las milicianas desfilaron hasta la Tertulia patriótica de Lacy donde las recibió una comisión y celebraron una sesión extraordinaria que por primera vez estuvo presidida por una mujer: la viuda de Lacy (El Indicador Catalán, 19 de julio de 1823, 231, 4). Unos días después las autoridades daban oficialidad al batallón de milicianas (Dueñas García, 1997, 262 y Fernández García, 2007, 453). En plena canícula empezó el asedio sobre Barcelona y con la osadía de su juventud las milicianas se desplegaron en las murallas infundiendo valor a los defensores, socorriendo a los heridos y ejerciendo un verdadero sacerdocio cívico acompañando a los moribundos en sus últimos momentos. Esas jóvenes ciudadanas antepusieron su amor a la patria al que profesaban por sus maridos y hermanos. Con su comportamiento dieron mayor calado a sus derechos de ciudadanía e hicieron gala de su activo compromiso político con la causa liberal. El liberal moderado Florencio Galli lo rememoraría años después: D.ª Emilia de Lacy, viuda del teniente general de este nombre, había llegado a organizar en Barcelona un cuerpo de Lanceras, cuyo instituto era seguir a los milicianos, para recoger y vendar los heri-

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dos, como asimismo para prestar los últimos auxilios a los moribundos. Tan noble institución dio margen a tiernísimas escenas. Instaban las esposas a sus maridos y las hermanas a sus hermanos para que corriesen al combate, consolándose como verdaderas Lacedemonias, de la pérdida de sus amados, con el recurso de su valor (Galli, 1835, 234).

Las milicianas de Barcelona ensancharon los límites de la ciudadanía femenina, ocupando un lugar destacado en los principales rituales festivos de la política liberal y abriendo las puertas de la milicia nacional voluntaria. Las mujeres participaron en la política a través del acceso a los ceremoniales liberales. La viuda de Lacy actuó como maestra de ceremonias en el intento de conquistar espacios de libertad y autonomía en la esfera pública, pero sólo pudo conseguir pequeños triunfos cuando el radicalismo liberal impulsó las acciones políticas más revolucionarias. Las ciudadanas fueron algo más que meras espectadoras, y participaron activamente en la liturgia política a través de las fiestas cívicas, las movilizaciones políticas, la prensa y el teatro. El 24 de septiembre de 1823, la compañía del teatro principal programó para rendir homenaje a las acciones llevadas a cabo por las milicianas que «la sra. Molina, en traje de miliciana, recitará una poesía nueva, cuyo título es: El grito de Barcino, mientras las huestes enemigas amenazan los muros» (El Indicador Catalán, 24 de septiembre de 1823, 265, 4). Cada una de aquellas iniciativas ayudó a formular un modelo de feminidad que permitía a las mujeres actuar simbólicamente en la política liberal. El desarrollo de una acepción universalista del concepto de ciudadanía construido por el liberalismo exaltado, facilitó la incorporación de la mujer a la práctica política liberal (Roca Vernet, 2008); aunque la mayoría de los liberales manifestaron sus reticencias ante la participación de las mujeres en la representación política de las liturgias revolucionarias, y sólo una minoría de ciudadanos las secundó: «las heroínas barcelonesas no se contentan con dar todos los auxilios propios del bello sexo; sino que quieren acompañarnos en los peligros, y prestarlos en el mismo acto de una acción, exponiéndose a derramar también la sangre» (El Indicador Catalán, 7 de septiembre de 1823, 250, 3). A mediados de septiembre de 1823, un grupo de liberales impulsó la creación de una nueva sociedad «que tenga por objeto el laudable y humano de recoger los heridos en el combate y salidas de esta plaza» (El Indicador Catalán, 20 de septiembre de 1823, 264, 4). El anuncio de la sociedad salió publicado en el diario exaltado, El Indicador Catalán, con la intención de facilitar la suscripción de los ciudadanos y ciudadanas. La nueva sociedad a pesar de desarrollar las mismas funciones 388

que el batallón de milicianas, no se puso bajo las órdenes de su directora, y esto aunque no significó la desaparición del batallón, sí que supuso el fin de su autonomía y relevancia pública: fórmese una sociedad de los ciudadanos inútiles para el servicio de las armas en la cual tengan parte patriotas de toda especia y ciudadanos de todas clases y de todas jerarquías sin excepción del paisano, del militar ni del eclesiástico, y denomínese como se quiera: nómbrese de entre sus individuos mismos un director y póngase de acuerdo con la autoridad y con la Esma. Sra. Directora de las milicianas: désele a él y a sus voluntarios por parte de la superioridad, si como no lo dudo lo aprueba, la competente autorización para el ejercicio de sus funciones: y sean estas las de ir recogiendo a los desventurados heridos en los combates y salidas de la ciudad (El Indicador Catalán, 18 de septiembre de 1823, 261, 4).

Con la creación de la sociedad masculina «auxilio de los combatientes», sus artífices pretendían diluir el efecto revolucionario que podía producir la actitud de las milicianas entre las ciudadanas de Barcelona. Tomás Bruguera, uno de los instigadores de la sociedad masculina de auxilio, fue el paradigma de la oposición paternalista y sibilina de algunos liberales ante la presencia pública de las mujeres en los rituales políticos (Roca Vernet, 2008). En las últimas cinco semanas de asedio francés sobre Barcelona no apareció en la prensa ninguna referencia más a las milicianas. La participación activa de las ciudadanas en la práctica política liberal no dejó a nadie indiferente y fueron los propios liberales quienes creyeron que las ciudadanas de la viuda de Lacy habían ido demasiado lejos y promovieron la creación de la sociedad masculina de auxilio. Bruguera y todos los que pensaban como él consiguieron el efecto deseado con la formación de dicha sociedad. Los realistas, acabado el Trienio, consideraron necesario distinguir entre las costureras y las milicianas o sea entre las matronas y las ninfas. Eso significaba una distinción política que iba más allá de un aspecto meramente generacional y suponía una diferente interpretación del lugar que tenían que ocupar las mujeres en la sociedad. A las primeras se las trataba con cierto decoro ya que su único delito era colaborar sumisamente en una causa equivocada «Y a tantas lindas señoras / Laboriosas sin igual / Cooperando para el mal / Con emplear muchas horas / Trabajando como toras. / En capotas, y demás» (Apuntes poéticos, 1824, 17). Mientras que las ninfas o milicianas fueron demonizadas, acusándolas de traicionar a la nación con un comportamiento indigno que subvertía el orden moral católico, y pidieron para ellas 389

penas de prisión: «Y a las ninfas que han tirado / Por aquel cañón de a ocho, / No el trabajo las reprocho / Por ser de mular ganado; / Será a la inversa alabado, / Si puestas en reclusión, / Y con escasa ración / Llegasen a conocer / Su indebido proceder, / Y el daño hecho a la Nación» (Apuntes poéticos, 1824, 9). Al final del Trienio, en su propaganda los realistas hicieron hincapié en las incongruencias de las ideas liberales con relación a su práctica política. Mientras el discurso liberal —según los realistas— sancionaba la igualdad entre hombres y mujeres, el desarrollo de sus prácticas impedía a las mujeres tomar decisiones en el plano político y acceder a los cargos públicos. Con este argumento, pretendían demostrar que la auténtica inmoralidad del liberalismo se basaba más en las mentiras, los engaños y las falsedades, más que en sus ideas. Los contrarrevolucionarios ahondaron en el descrédito que algunas ciudadanas sintieron, cuando la mayoría del liberalismo frenó el desarrollo universalista de la condición de ciudadanía y limitó el acceso de las mujeres a la política. tothom donà lo vot que sí; luego vosaltres també lo donareu; que cadascú cedí un bocinet de sobirania al govern amb facultat de retirar-lo quan es volgués, luego vosaltres féreu lo mateix: que fet tot això hem quedat per consegüent tan sobirans i iguals com érem antes, luego vosaltres ara sou iguals als homes i tan sobirans com ells; luego teniu los mateixos drets; luego sempre que se varien los poders al govern vosaltres devíeu donar lo vot. [...] Luego feien burla de vosaltres. [...] Nosaltres els catòlics no diem tantes bogeries. Diem que l’home sempre ha estat el cap de la dona, i que deu tenir el govern de dins de casa, i de consegüent a ell li toquen els empleos públics, i assistir en juntes de govern (Enterro solemne, 1824, 190-2).

Las autoridades de Barcelona —Francisco Espoz y Mina y Antonio Rotten— ratificaron las capitulaciones de la ciudad ante el ejército francés el 2 de noviembre de 1823. En los quince días posteriores centenares de liberales se marcharon hacia el exilio. Emilia Duguermeur, viuda de Lacy deambuló por Francia e Inglaterra junto a varios grupos de liberales españoles mientras su hijo Eusebio regresó a casa de sus abuelos en Quimper. El rastro de Emilia se desvanece en esos años y sólo vuelve a aparecer fugazmente en 1832, cuando regresa a España en virtud de la amnistía aprobada por Fernando VII, pero de nuevo se le pierde la pista (García Rovira, 1987, 78). Emilia Duguermeur de Lacy forjó su identidad luchando contra un marido violento que se dejaba arrastrar por sus pulsiones y pasiones. Educó sus emociones para conseguir sus propósitos. El destino la con390

virtió en la viuda de un héroe liberal y le granjeó un espacio de libertad y autonomía impensable para cualquier otra mujer. Nadie puso en duda su independencia y su voz se escuchó porque fue la esposa de un mártir. Ella alentó el recuerdo de su marido y cuando más crecía más eco tenían sus palabras y acciones. Hizo suya la identidad política de su marido. No fue una esposa devota ni amiga de su marido ni lo admiró pero fue la que más contribuyó durante el régimen liberal a mantener vivo el recuerdo de Luis de Lacy. Si desaparecía el rastro del héroe, Emilia volvería a ser una anónima ciudadana sin posibilidad de tomar la palabra. A diferencia de otras viudas liberales, ella no se preocupó por reivindicar a su marido (Romeo, 2000, 233) sino que prefirió olvidarlo y usar su recuerdo para actuar políticamente. Ante una sociedad que desaprobaba su conducta, enarboló su contrato matrimonial para conquistar su independencia económica y aprendió a usar sus derechos como esposa para garantizar su libertad. La lucha por esos derechos le enseñó a buscar cualquier resquicio en la legislación para que prevaleciera su autonomía, negándose a subordinarse a ningún hombre ya fuera en la esfera privada o en la pública. Sin su aprendizaje en el ámbito privado probablemente no hubiera podido liderar la lucha por los derechos de ciudadanía de las mujeres durante el régimen liberal. Emilia usó su condición de viuda de un héroe para abrir las puertas que estaban cerradas para la mayoría de ciudadanas e impulsar así la creación de organizaciones políticas que iban más allá de los límites establecidos por los diversos modelos de feminidad de los liberales. El batallón de milicianas se erigió en un auténtico desafío a la subordinación al hombre público, al equiparar discursivamente a ciudadanas y ciudadanos en la defensa del régimen liberal. El acceso de las mujeres a la milicia corroboró la dimensión universalista del concepto de ciudadanía que estaba construyendo una minoría liberal revolucionaria. La viuda de Lacy aprovechó las hendiduras del discurso universalista del liberalismo para constituir la primera agrupación política formada exclusivamente por mujeres. En la genealogía del feminismo español se debe tener en un lugar destacado a esas ciudadanas que irrumpieron en la esfera pública y subvirtieron el orden moral y político que las recluía al ámbito doméstico (Espigado, 2005, 32). BIBLIOGRAFÍA AMADES, Joan, Històries i llegendes de Barcelona, Barcelona, Edicions 62, 1984. Apuntes poéticos y medios indispensables para que la empobrecida y desmoralizada España por sus apostatas e hijos negros, vulgo liberales, comuneros, carbonarios y ma-

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