\"Emeterio Cuadrado, arqueólogo. Una perspectiva personal\"

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IMÁGENES DE LA MEMORIA El Legado Fotográfico de don Emeterio Cuadrado Díaz Juan Blánquez Pérez, Virginia Page del Pozo José Miguel García Cano y Lourdes Roldán Gómez (Editores Científicos) Madrid, 2016

Emeterio Cuadrado, arqueólogo. Una perspectiva personal FERNANDO QUESADA SANZ Profesor titular de Arqueología Universidad Autónoma de Madrid

Considero personalmente, porque ese es el enfoque que se me ha solicitado, a Emeterio Cuadrado (1907-2002) como uno de los dos especialistas más importantes del siglo xx en el estudio de la Protohistoria de la Península Ibérica. Y además le tengo, con enorme respeto y cariño, como un maestro, mi maestro, pese a que nunca formó parte del mundo universitario en tanto que profesor, aunque obtuviera con pleno merecimiento el Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Murcia en 1985, prueba del afecto cosechado en su tierra y en todo el mundo universitario. Ya hace unos años, con ocasión del centenario de su nacimiento en 2007, tuve el honor de componer en el Museo Arqueológico de Murcia, y luego en el Museo Arqueológico Nacional, sendas semblanzas de Emeterio Cuadrado como arqueólogo. Y en ambos casos comencé recordando aquellas viejas pero sabias palabras atribuidas en 1195 por Juan de Salisbury a Bernardo de Chartres: «Decía Bernardo de Chartres que no somos sino enanos, sentados sobre el hombro de gigantes, de modo que podemos ver más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda, sino porque nos vemos sobrealzados por su talla colosal». No puedo menos que volver a recordarlas aquí y ahora, puesto que creo que reflejan con honestidad un hecho: los estudiosos de la arqueología ibérica, sin duda, vemos hoy más, y más lejos, que Emeterio Cuadrado; pero ello se debe en buena parte a que observamos sentados sobre los hombros de su enorme estatura científica y humana. Conviene que recordemos enseguida que, aunque la Arqueología fue para Cuadrado una pasión, a la que dedicó una parte sustancial de su tiempo y de su

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Don Emeterio Cuadrado, Mar Gabaldón y Fernando Quesada en casa de don Emeterio para fotografiar los exvotos del santuario de El Cigrralejo. Gentileza F. Quesada. Foto R. Castelo (1996)

enorme capacidad de trabajo, nunca fue una profesión ni un medio de sustento. Antes al contrario, le costó mucho dinero, pero esa independencia le evitó enredarse en las envidias y rencillas características de la Academia, ganando por el contrario universal respeto y admiración entre los estudiosos. Precisamente su profesión de ingeniero de Caminos le permitió entrar en contacto con yacimientos en sus trabajos de campo ya antes de la Guerra Incivil. Pero también —y sobre todo— su formación ingenieril le proporcionó una forma de «mirar» los datos, un rigor en la catalogación y el estudio, una metodología en suma, que estaba en 1946, y durante bastantes años, por delante de la empleada por muchos de sus colegas en la Universidad, los Museos o el CSIC. Volveré sobre ello enseguida. Para sustentar mi afirmación inicial sobre la estatura científica de Emeterio Cuadrado me ceñiré a dos ámbitos complementarios: el de la actividad y publicaciones científicas, y el de la experiencia personal. Parte del trabajo me lo da hecho el esfuerzo realizado por José Miguel García Cano, Pedro Lillo Carpio y Virginia Page, discípulos en buena medida de Cuadrado, al recopilar en dos masivos volúmenes que suman 1 067 páginas, una parte relevante de su «obra dispersa»,1 aunque desde luego no toda ella. Un vistazo al índice, una breve revisión de los temas y títulos recogidos, nos llevan a apreciar que no hay prácticamente aspecto alguno de la cultura material ibérica, tal como se definía en la segunda mitad del siglo xx, que Cuadrado no estudiara a partir de sus hallazgos en la necrópolis de El Cigarralejo, sobre la que volveremos enseguida. Más aún, una lectura más detallada nos lleva a reconocer que no se puede escribir o hablar sobre escultura ibérica, cerámica (ibérica fina, ungüentarios, de barniz rojo, importada de barniz negro), fíbulas de todo tipo, ponderales, pinzas, botones, espuelas…ni abordar estudio alguno de estos y otros muchos temas sin citar a Cuadrado y, en muchos casos (como los de las fíbulas o el barniz rojo), sin comenzar por sus estudios que se remontan a los años 40 del siglo xx y que en muchos casos siguen vigentes o están en la base de las clasificaciones actuales.2

1.  J.M. García Cano, P. Lillo Carpio, V. Page del Pozo (eds.): Emeterio Cuadrado. Obra Dispersa, Vols. I-II, Murcia, Tabvlarium, 2002. 2.  No podríamos mejorar ni emular, y por tanto no lo intentaremos siquiera, la excelente semblanza académica de J.M. García Cano (2007): «Emeterio Cuadrado y la Arqueología», en E. Estrella, J.M.García Cano, V. Page: Emeterio Cuadrado, ingeniero de Caminos, 207-250, Madrid, Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos y Real Academia de la Historia. Nuestro propio intento, F. Quesada (1993): «D. Emeterio Cuadrado y la arqueología ibérica», BAEAA, 33, 2-5; y la semblanza de M Bendala en Trabajos de Prehistoria 60.1 (2003), pp. 5-7 tienen quizá como virtud superior la de ser más accesibles, y paralela la de estar hechas con el mismo afecto.

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Preparación de la mesa fotográfica con la ayuda de Raquel Castelo. Gentileza F. Quesada. Foto M. Gabaldón (1996)

Estos dos volúmenes, además, no recogen otras muchas publicaciones igualmente relevantes sobre sus trabajos sobre yacimientos de otros periodos y culturas en los que también desarrolló su actividad, bien que a mucha menor escala, como sus trabajos iniciales —pero también incluso de 1987— sobre la Edad del Bronce argárica; o sus más tardías excavaciones en el castro de la Dehesa de la Oliva (Madrid). Tampoco recogen, por razonable decisión editorial, sus numerosas obras más recientes, de los años ochenta en adelante que, sin embargo, son muy relevantes en cuestiones como escultura, cerámica, iconografía, ritual funerario…, porque Cuadrado, ya octogenario, seguía trabajando a pleno rendimiento y muchos de sus trabajos más importantes se publicaron cuando superaba esa edad en la que la mayoría solo aspira a un bien merecido descanso. Pero como me decía el propio Don Emeterio cuando le comentaba sobre el tema: «hijo…, ¡es que yo me lo paso bien!». Sin duda hay otras publicaciones, monográficas, que son cita obligada para los iberistas. Si la publicación del santuario de El Cigarralejo en 1950 fue, entonces, modélica en su género3 (no hay más que comparar el destino de otros santuarios 3.  E. Cuadrado (1950): Excavaciones en el santuario ibérico del Cigarralejo (Mula, Murcia), Informes y Memorias 21, Madrid.

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como Collado de los Jardines, Castellar de Santisteban o Cerro de los Santos), la publicación final de Cuadrado sobre la necrópolis de El Cigarralejo, de 19874 (recordemos, cuando su autor cumplía los ochenta) sigue siendo también modélica en lo referente a la presentación completa, objetiva y detallada de la información. Es cierto que se trata del «canto del cisne» de una forma de publicar y de entender el estudio de una necrópolis y que, desde entonces, los análisis de yacimientos como Numancia, Pintia o, sin ir tan lejos, Coimbra del Barranco Ancho5 o Cabecico del Tesoro6 han dado uno o varios pasos más en el tratamiento estadístico de los datos, en la interpretación social y en los estudios antropológicos. Pero también lo es que la multitud de trabajos de esta índole que se han realizado sobre el Cigarralejo desde 1987, a cargo de muy diversos autores, solo ha sido posible por la minuciosidad y detalle de la publicación de Cuadrado. Conocí a don Emeterio allá por 1986, cuando estaba trabajando para mi memoria de Licenciatura en el estudio de la necrópolis del Cabecico del Tesoro, con materiales cedidos dos años antes por don Gratiniano Nieto, quien falleció precisamente en julio de ese año. El análisis de las armas me permitía abordar en realidad un ámbito mucho mayor, desde el estudio social de la necrópolis a la revisión general de sus ajuares y cronología. Manuel Bendala, mi director de tesina y luego de tesis doctoral me presentó y recomendó a don Emeterio, hablándome de la gran cantidad de armas encontradas en esa necrópolis todavía inédita. Ese fue el gran favor que Bendala me ha hecho y por el que todavía le estoy agradecido. Desde entonces y durante tres años, pasé una tarde completa a la semana en la fascinante casa madrileña de Cuadrado, en la calle Alcalá. Pese a que con los años forjamos una verdadera amistad, nunca le traté de tú, como tampoco ninguno de sus verdaderos discípulos murcianos; todavía me chirrían los oídos cuando alguien habla de «Emeterio» a secas. Fue desde 1986 cuando don Emeterio puso a mi disposición todo el material inédito de «su» necrópolis, incluyendo los planos, inventarios y dibujos de ajuares que ni siquiera tenía previsto incluir en su gran volumen de 1987. Recuerdo, perfecta-

4.  E. Cuadrado (1987): La necrópolis ibérica de El Cigarralejo (Mula, Murcia), Bibliotheca Praehistorica Hispana XXIII, Madrid. 5.  J.M. García Cano (1997): Las necrópolis ibéricas de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla. Murcia). I. Las excavaciones y estudio analítico de los materiales, Murcia; García Cano (1999): Las necrópolis ibéricas de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla. Murcia). II. Análisis de los enterramientos, catálogo de materiales y apéndices, Murcia. 6.  F. Quesada (1989): Armamento, Guerra y Sociedad en la necrópolis ibérica de «El Cabecico del Tesoro» (Murcia, España), B.A.R. International Series, 502, 2 vols., Oxford.

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Composición de falcatas y crátera ática con forma de «campana» del pintor del Tirso. Necrópolis de El Cigarralejo. © CeDAP (UAM). Foto J. Blánquez (1998)

mente, la humildad con que me enseñó sus fichas de trabajo de campo diseñadas en los años cuarenta. Cuando comparé la elegancia de dichas fichas impresas, completas, completamente modernas, con las caóticas libretas de campo que estaba estudiando en el Cabecico del Tesoro, rellenadas por algunos de los más importantes arqueólogos españoles, se me abrió un mundo. Eran dos arqueologías distintas. Pero mi estupefacción, y asombro, y admiración alcanzaron nuevas cotas cuando don Emeterio apareció en el abarrotado despacho próximo al vestíbulo donde yo trabajaba acarreando un manojo de grandes rollos de planos traídos desde el gran cuarto del fondo del pasillo, sancta sanctorum donde algo después sería también admitido. Casi con timidez, pero con palpable orgullo, me enseñó don Emeterio algo que «se le había ocurrido hacía muchos años» para mejor describir la secuencia estratigráfica de la necrópolis… Y allí estaban, en negro sobre blanco, los principios gráficos y estratigráficos de las llamadas «matrices Harris», cuya esencia había sido

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inventada por Cuadrado décadas antes. Tengo la convicción de que sin don Emeterio hubiera sido anglosajón, ahora hablaríamos de las «matrices Cuadrado». Para un joven recién licenciado, algo inflado e imbuido de las —exageradas— grandezas de la New Archaeology, de las ventajas de la cuantificación y la cibernética, y de la «nueva metodología de campo» que superaría al añejo «sistema Wheeler», lo que aquel humilde arqueólogo murciano me mostraba fue una revelación. Pronto las estancias solitarias en el despacho se fueron transformando, a medida que avanzaba en mi tesis doctoral, en largas tardes de conversación arqueológica, en las que aprendí mucho más de lo que jamás aprendiera durante la Licenciatura, y comprendí la grandeza humana de Cuadrado. Cuando el 4 de abril de 1987 don Emeterio me regaló, dedicada, su monografía sobre El Cigarralejo, cuya dedicatoria rezaba: «A mi querido e inestimable colaborador Fernando Quesada, que espero consiga su objetivo de completar su tesis doctoral sobre la panoplia del pueblo ibero», me llenó de orgullo pero también de inquietud por lo que intuía de escepticismo en sus palabras. Sobre todo porque el 21 de febrero de 1991 me había dedicado otra separata con la admonición: «A Fernando Quesada, para animarle a no desmayar cuando acometa empeños que asustan, porque sé que saldrá adelante». Estaba yo en efecto entonces comenzando a trabajar sobre mi tesis doctoral y don Emeterio sabía, mucho mejor que yo, en qué berenjenal de ambiciones me estaba metiendo.7 Y de manera discreta decidió ayudarme pese a que, perfectamente, podría haber hecho lo contrario. Porque él mismo trabajaba ya en su siguiente libro, que se publicaría en abril de 1990, sobre La panoplia ibérica de El Cigarralejo,8 que sigue siendo una pequeña obra maestra resultado de una vida de análisis minuciosos. Y en lugar de mostrarse esquivo ante la posible competencia que mi trabajo pudiera suponer, con auténtica grandeza Cuadrado me fue mostrando paso a paso la evolución de su trabajo, sin ocultarme sus ideas, técnicas y métodos, al tiempo que yo le mostraba mis propios progresos. Me enorgullezco de decir que alguna de mis ideas modificaron o matizaron las suyas y encontraron acomodo en su libro de 1989, al igual que algunas de las de Cuadrado acabaron germinando propuestas en mi propia y masiva monografía, años posteriores. 7.  F. Quesada (2011) «Armas, Manuel Bendala… y más armas. La historia de una tesis ibérica que se desmandó», en J. Blánquez, L. Roldán y D. Bernal (eds.) Un arqueólogo gaditano en la Villa y Corte, 124-137, UAM, Madrid. 8.  E. Cuadrado (1990): La panoplia ibérica de «El Cigarralejo» (Mula, Murcia), Documentos, Serie Arqueología, Murcia.

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Recuerdo también cuando, una tarde, ya hacia 1988, tuve la audacia de expresarle algunas dudas sobre la cronología de algunas formas cerámicas de cerámica ibérica de El Cigarralejo que afectaban a la datación de ciertas tumbas y, por tanto, de ciertas armas. A sus ochenta y un años, y lejos de molestarse por la audacia de aquel veinteañero, Cuadrado se remangó conmigo y dedicamos muchas horas a reexaminar la cuestión. El resultado fue que me propuso publicar un artículo conjunto, que se editó por cierto en el primer número de la revista Verdolay (1989), dirigida por uno de los mejores discípulos de Cuadrado, José Miguel García Cano, a la sazón director del Museo Arqueológico de Murcia y, quizá, su mejor director pese al infame trato que, más adelante, recibiera. Solo bastantes años más tarde los amigos murcianos me recordaron, y era verdad, que Cuadrado nunca o casi nunca publicaba en colaboración y que debía tomar aquello como un gran honor y muestra de reconocimiento y aprecio. Desde luego, para mí, ha sido un gran honor y motivo de orgullo compartir páginas con tal maestro. No puedo hablar por otros, pero Cuadrado es para mí el paradigma de la máxima generosidad científica. Una vez admitido, me convertí durante algún tiempo casi en uno de la familia. Recuerdo cuando comenzó a invitarme a su casa de Mula, asistiendo brevemente a alguna de las últimas campañas en la necrópolis, justo cuando Cuadrado ya proyectaba con todo detalle la donación de su colección al Estado, para crear el Museo Monográfico de Arte Ibérico del Cigarralejo, una de sus obras más perdurables que se inauguraría en 1993.9 Triste es recordar que en el mismo año de 1989 en que una Orden Ministerial daba naturaleza jurídica al Museo, fallecía su mujer, doña Rosario, una presencia imponente en la casa, tanto en Madrid como en Mula o en el «Hotel Necropol», cuya insistencia en que acabara las deliciosas «patatas a lo pobre» que preparaba en Mula Salvadora, era a veces aterradora para mí. Las estancias en la casa de Mula constituyen un recuerdo imborrable: allí pude trastear todo lo que quise con los objetos de la necrópolis: nunca se cansaba Cuadrado de comentar los detalles de cada pieza, y de lamentarse de la acción de los bichitos que se comían la tinta de sus viejas etiquetas…, y de los «microcabrones», tiernos infantes de Mula aficionados a meter palillos de dientes en las cerraduras de los coches. Pero allí pude ver cómo pasaba por su casa en verano lo más granado de

9.  Sobre el Museo, ver su historia y descripción en el trabajo de una de sus discípulas más apreciadas y actual directora del Museo: V. Page del Pozo (2007): «Emeterio Cuadrado y el El Cigarralejo (Mula)», en E. Estrella, J.M. García Cano y V. Page: Emeterio Cuadrado, Ingeniero de caminos y arqueólogo, pp. 251-318, Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, Madrid.

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Cabeza escultórica de caballo, aparecida en el túmulo 395 (campaña 1977) de El Cigarralejo. © CeDAP (UAM). Foto J. Blánquez (1998)

la Arqueología española, catedráticos y conservadores de museo con quienes pude compartir comidas e incluso dormitorio. Esas charlas informales a las que asistía silencioso fueron una enorme fuente de información y de inspiración para el futuro. Cierto es que se produjeron algunas anécdotas curiosas: fue particularmente memorable uno de los viajes, en el que asistimos juntos a las Jornadas de Prehistoria y Arqueología de la Región de Murcia a fines de enero de 1986. Lo recuerdo perfectamente, porque el 28 de enero nos enteramos del desastre del transbordador espacial Challenger, justo cuando íbamos de viaje en coche conducido por Cuadrado, conmigo en el asiento del copiloto dando conversación y con doña Rosario, voluntariamente «dopada» y «frita» en el asiento de atrás porque ya no se fiaba (y con cierta razón) de los reflejos de don Emeterio como conductor. Dos días después, cuando llegamos juntos a la sede inaugural de las Jornadas, una eminente catedrática se acercó y, tras saludar efusivamente a don Emeterio, me plantó sendos besos en las mejillas, pensando erróneamente que aquel chaval delgado era uno de los nietos de Cuadrado. Cuando este, con sonrisa divertida, corrigió

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Páteras de cerámica ibérica, acabadas con barniz rojo, en su momento denominadas «barniz rojo, tipo Emeterio Cuadrado»; composición. © CeDAP (UAM). Foto J. Blánquez (1998)

mi identificación y me presentó como el joven que trabajaba sobre el Cabecico, la expresión de la cara de la eminencia universitaria cambió de golpe… y no volvió a dirigirme la palabra en todas las Jornadas. Luego supe que había malinterpretado mi trabajo murciano como una suerte de «invasión madrileña», y pasaron varios años, hasta el Congreso de Necrópolis Ibéricas de 1991, antes de que aceptara que no era un «paracaidista» desinformado.10 Si la herencia perdurable de un científico en general, y de un arqueólogo en particular son, ante todo sus publicaciones científicas, mucho más que el número y variedad de sus excavaciones no publicadas o el de otras actividades, no cabe duda de que don Emeterio Cuadrado queda muy alto también en esa escala. Tras salvar la vida de milagro en la Guerra Incivil (gracias a su profunda humanidad, que le granjeó el respeto y afecto de los obreros de sus obras de canalización de Murcia entre 1934 y 1937), Cuadrado empezó una doble carrera que hubiera agotado, en cualquiera de sus dos facetas como ingeniero y como arqueólogo, a muchos hombres. Porque, en efecto, Cuadrado hizo mucho más: no solo adquirió en los años cuarenta, pecunia sua, el terreno donde se hallaba la necrópolis de El Cigarralejo, insistimos en que todavía es una de las mejor estudiadas de España, poniéndola así a salvo de la destrucción agrícola. También la excavó durante años a sus expensas, 10.  J., Blánquez y V. Antona, eds. (1992): Congreso de Arqueología ibérica. Las necrópolis, Serie Varia 1, UAM, Madrid.

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estableciendo una red importante de contactos para la realización de analíticas específicas, en especial con los miembros del Instituto Arqueológico Alemán, con quienes mantuvo una relación excepcionalmente calurosa y fructífera. Y tan desinteresada tarea culminó, como se ha dicho, en la donación de su colección y la creación del Museo del Cigarralejo, en el que diseñó y dibujó a escala cada una de las vitrinas con amor de padre convirtiéndolo, quizá, en el mejor lugar que existe en España para, sin salir de un edificio, conocer la Cultura Ibérica. Cuadrado además impulsó junto con el joven Antonio Beltrán (quien, a nuestro juicio, le debe más de lo que suele creerse) la creación del Museo Arqueológico de Cartagena y fue uno de los fundadores de los Congresos de Arqueología del Sudeste, que luego serían germen de los Nacionales cuando Beltrán se trasladó a Zaragoza. Tras fundarla en 1968 fue, durante muchos años, presidente de la Asociación Española de Amigos de la Arqueología (donde yo mismo fui cariñosamente acogido a la temprana edad de once años). Asociación que, durante los años setenta-ochenta, fue para toda España un importantísimo foro de divulgación e, incluso, de investigación arqueológica a través de su Boletín…, el recuento de sus mil actividades y viajes en el terreno de la arqueología sería, en verdad, inacabable e incluso innecesario en esta evocación personal. Su proyección internacional, no solo a través de sus colegas alemanes, fue enorme para lo habitual en la segunda mitad del siglo xx: entre sus amistades se cuentan no solo H. Schubart y otros miembros del DAI, sino grandes a nivel mundial como J. Beazley, N. Lamboglia y muchos otros. Y en España…, solo me cabe decir que en treinta años nunca he oído a nadie decir una mala palabra sobre don Emeterio a lo que, sin duda, ayudó el que no tuviera que ganarse la vida en la arqueología académica. Ello le permitió mantenerse aparte de «escuelas» de uno u otro signo. Tras mis años felices como becario de investigación, entre 1986 y 1990, mi relación personal con don Emeterio Cuadrado, siempre afectuosa, se hizo más esporádica a medida que mis propias y crecientes obligaciones familiares y el desarrollo de una carrera universitaria me impedían esas largas y fructíferas tardes semanales de conversación. Siempre lamentaré no haber encontrado, de algún modo, el tiempo para seguir manteniendo ese trato constante. Con todo, don Emeterio asistió a la lectura de mi tesis doctoral en mayo de 1992, felicitándome entusiásticamente por haber podido finalmente llevar a cabo una tarea de cuya ambición excesiva él había sido mejor juez que nadie y a cuyo éxito había contribuido, y mucho, con sus conversaciones y su magisterio. Recuerdo perfectamente la combinación de cariño y respeto con el que los miembros del Tribunal, todos importantes catedráticos,

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le trataron durante la comida posterior a la que le rogué se incorporara, como una suerte de co-director en la sombra que había sido, junto a Manuel Bendala. Todavía a mediados de los años noventa y, en concreto, en los meses del invierno de 1996, volvió Cuadrado a manifestarme su amistad y a demostrarme su espléndida cabeza a sus casi noventa años cuando, con ocasión de un Proyecto de Investigación sobre el caballo en el mundo ibérico, me permitió que instalara todo un estudio fotográfico en su casa, con focos y fondos incluidos, para fotografiar y reestudiar sus «caballitos» del Santuario, junto con Raquel Castelo y Mar Gabaldón. Recuerdo la alegría con que retomamos viejas conversaciones, las bromas bienhumoradas ante una suerte de «altar» de tela negra enmarcado por candelabros donde hacíamos las fotos y mi asombro ante la perfecta memoria de Cuadrado para los detalles de lo acontecido setenta años antes, así como de las peculiaridades estilísticas de cada una de las figuritas de piedra. Aún viviría don Emeterio, el insigne ingeniero de Caminos y el gran arqueólogo, bastantes años más, publicando casi hasta fines de los años noventa, y culminando, entre el respeto, el afecto y la admiración de todos los que le conocieron y conocimos, una vida rica, larga y plena en todos los sentidos. La larga lista de condecoraciones, homenajes y reconocimientos recibidos a lo largo de ese casi siglo de vida, y los que les siguieron tras su fallecimiento en enero de 2002, son testimonio de esa rara combinación de grandeza profesional y personal que se dio tan plenamente en don Emeterio Cuadrado Díaz.

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IMÁGENES DE LA MEMORIA IMÁGENES DE LA MEMORIA. El legado fotográfico de don Emeterio Cuadrado Díaz

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El Legado Fotográfico de don Emeterio Cuadrado Díaz

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