Emergencia de la ciudadanía cultural en Europa y América Latina

May 23, 2017 | Autor: M. Soto Labbé | Categoría: Unesco, Derechos Culturales, Ciudadania Cultural, Institucionalidad cultural América Latina
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Descripción

Emergencia de la ciudadanía cultural en Europa y América Latina. María Paulina Soto Labbé1

Resumen:

Este artículo describe hitos y procesos intelectuales, políticos e históricos que dieron contexto a la emergencia de los derechos culturales que están consagrados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC). Este pacto multilateral fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1966 y entró en vigencia diez años después. Hasta 2008, lo habían suscrito más de 160 estados, no obstante su Protocolo Facultativo ha sido escasamente ratificado por las partes y son varios los países que presentan reservas al articulado del documento que pone restricciones culturales al libre mercado, en un contexto de globalización económica. Finalmente, se proponen algunas potencialidades y desafíos para las institucionalidades culturales en América Latina, derivados de la ciudadanía cultural mundializada. Conceptos asociados: derechos culturales, ciudadanía cultural, Unesco, América Latina, institucionalidad cultural.

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Doctora en Estudios Americanos con especialidad en Estudios Sociales y Políticos, investigadora y docente, e integrante del Núcleo de Sociología del Arte y Prácticas Culturales de la Universidad de Chile. Coordinó el Departamento de Estudios y Documentación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile y es integrante del pool de expertos de la Unesco para la Convención de Diversidad de Expresiones Culturales.

Introducción

La ciudadanía cultural se funda en el reconocimiento de los derechos culturales2 que la particularizan, protegen y garantizan. Sus principios describen y resguardan la condición creativa y gregaria de la especie humana, y se caracteriza por ser irrenunciable, en tanto es producto de un imperceptible proceso cotidiano de intercambios y convivencias prolongadas entre las personas y sus entornos. Todos los seres humanos portamos la huella de las relaciones humanas y de la naturaleza sobre nuestra manera de ser y estar en el mundo. La mundialización cultural y los masivos desplazamientos voluntarios y obligados de personas, nos invitan a revisar el sentido de la ciudadanía cultural como un vínculo de protección del individuo respecto de la sociedad humana en todo el territorio planetario porque se amplían las influencias más allá de los estados nacionales, impactados a su vez, por la veloz emergencia y expansión de espacios públicos virtuales. Considerando este contexto de transformaciones civilizatorias, el artículo se despliega en cuatro subtítulos: “1. Mondiacult y la deselitización del concepto cultura” destinado a narrar el giro conceptual de la conferencia de Unesco realizada en México en 1982; “2. Antecedentes del giro conceptual en la Europa de posguerra”, que describe los debates culturales de la época en el viejo continente; “3. La praxis antes de las ideas en América Latina”, destinado a describir la relación cultural y revolución social en nuestro continente, y finalmente, “4. La ciudadanía cultural mundializada”, que ensaya potencialidades y desafíos de este tipo de ciudadanía en las institucionalidades culturales nacionales.

1. Mondiacult y la deselitización del concepto cultura El Pacto DESC forma parte de la Carta Internacional de Derechos Humanos, junto con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y su supervisión está a cargo de un comité ad hoc. Entre sus principios están el de participación y autodeterminación culturales. En su artículo 15 “reconoce el derecho de toda persona a participar en la vida cultural, gozar de los beneficios del progreso científico, y para beneficiarse de la protección de los derechos morales y materiales a cualquier descubrimiento científico o artístico trabajo que han creado”. No obstante deriva de él la protección de la propiedad intelectual, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ha interpretado y priorizado la protección de los derechos morales de los autores. Las partes que lo han suscrito se comprometen a trabajar para promover la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia y la cultura, respetando la indispensable 2

Karel Vasak, jurista sueco, sugiere que hay tres generaciones de derechos humanos, dentro de las cuales los derechos económicos, sociales y culturales están en la segunda generación, luego de los civiles y políticos.

libertad para la investigación científica y para la actividad creadora, “fomentando los contactos internacionales y la cooperación en estos ámbitos”. Derivado de DESC, los derechos culturales son considerados por los juristas como derechos humanos subdesarrollados, puesto que su tratamiento nacional e internacional los hace escasamente considerados y, peor aún, desconocidos por la sociedad. Su inclusión constitucional ha tomado mucho tiempo y normalmente ha sido resultado de las obligaciones derivadas de la adscripción de los Estados a estos instrumentos jurídicos internacionales que los consagran y los avalan. En esa trayectoria de más de 40 años, un evento asambleario que siguió a la aprobación del Pacto Internacional de DESC fue la Conferencia de Unesco realizada en Venecia en1970. En ésta, semandató a sus participantes a realizar una “investigación acerca de los problemas fundamentales de la cultura en el mundo contemporáneo, formular nuevas directrices para fomentar el desarrollo cultural en los proyectos generales de desarrollo y facilitar la cooperación cultural internacional” (Unesco, 1982:7). Una década después, se realizó en la ciudad de México una conferencia denominada Mondiacult (1982) que reunió a 126 Estados miembros y 960 participantes. Este hito es muy conocido en el campo de la gestión cultural, porque en él se consagróuna nueva orientación que otorgó un renovado rol a la cultura para el desarrollo, dotando a la ciudadanía cultural de un estatus hasta ese momento impensable, además de ampliarlas políticas culturales más allá de las artes y el patrimonio, en lo que – suponemos– fue una clara influencia del Pacto DESC y sobre todo de los debates intelectuales que se sucedieron durante las décadas de los sesenta y setenta en Europa. Esta gran reunión se hizo cargo de los procesos de cambio estructuralque se experimentaban en el mundo, además de los conflictos y riesgos a la paz que en América Latina se manifestaban como luchas fratricidas –normalmente fundadas en los supuestos de la Doctrina de Seguridad Interior del Estado– y queponíana esta parte del planetaen una posición diferente a la de unaEuropa de posguerra, la que por su parte transitaba hacia una segunda fase de Guerra Fría, con sus estrategias de espionaje y contención. Es por ello que la declaración de cierre de Mondiacult declaró la urgencia de resguardar los derechos a la libertad y a la autodeterminación de los pueblos y culminó atribuyéndole a la educación, la ciencia y la cultura, constituirse en vehículos que permitieran incorporar estos valores en la “mente de cada individuo”. La declaración comenzaba reconociendo las profundas transformaciones mundiales en ciencia y tecnología, más aquellas que se experimentaban en educación y cultura. Así también, ponía de manifiesto que se habían abierto posibilidades de diálogo en los muchos conflictos existentes, no obstante se enfrentaba una honda crisis económica que acrecentaba la desigualdad entre las naciones, amenazando la paz y la seguridad de varias regiones del planeta. Entre las medidas adoptadas por la conferenciaMondiacult estuvo la de celebrar un decenio mundial dedicado a lacultura. Una segundamedida fue la ampliación y consagración de una nueva definición de cultura que modificó radicalmente las tendencias de las políticas culturales que hasta entonces se

habían desarrollado en el mundo: “(…) en su sentido más amplio, la cultura puede considerarse actualmente como el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias,y que la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo. Es ella la que hace de nosotros seres específicamente humanos, racionales, críticos y éticamente comprometidos. A través de ella discernimos los valores y efectuamos opciones. A través de ella el hombre se expresa, toma conciencia de sí mismo, se reconoce como un proyecto inacabado, pone en cuestión sus propias realizaciones, busca incansablemente nuevas significaciones, y crea obras que lo trascienden” (Declaración de México). Mirada a la distancia, la magnitud de estos avances no se logra visualizar si no establecemos una referencia de contexto que permita dar cuenta del giro operativo que involucró esta nueva definición de cultura. Para ello, es pertinente señalar que tanto en el mundo occidental como en nuestro continenteen particular,la institucionalidad a cargo del diseño y gestión de políticas públicas referidas a cultura eraprácticamente inexistente. Si bien desde fines del siglo XIX existían medidas de política pública para la administración de los monumentos y el desarrollo de las bellas artes, la creación de una institucionalidad pública de nivel nacional fueun proceso tardío respecto de otros temas de interés público. La creación del Ministerio de Culturade Francia (1959)constituyó el principal modelo de referencia para América Latina, en tanto estableció unparadigma organizador de sus políticas denominadola “democratización cultural”. En él, eranámbitos propios de la administración del Estado, la ampliación del acceso de las personas a las bellas artes y el patrimonio comprendido éste, como monumental y como un medio para la reafirmación de la identidad nacional (Négrier, 2003:6). Dos décadas después de institucionalizada la gestión de estos derechos culturalesen Francia, así como su expresión en la forma del paradigma de la democratización cultural, la definición de cultura elaborada en México en 1982, ampliaba con creces la orientación gala. Desde entonces y en el transcurso de una década y media, el Ministerio de Cultura francés alcanzó al 1% del gasto público del Estado, siguiendo la perspectiva de la reunión azteca, crecimiento que se explicaba de la siguiente manera: “Estos nuevos recursos permiten un crecimiento de todos los sectores culturales, y también desarrollar nuevas relaciones contractuales con las colectividades locales y regionales. Entre 1982 y 1995 fueron firmados más de 1.700 contratos que representan más de 200 millones de euros; el 70% de ellos se firmaron con las ciudades (…)”. Esta perspectiva, sin embargo, influenciada por las decisiones de México, tuvo momentos de mucha controversia: “Esta política fue criticada por la intelligentsia de la derecha y de la izquierda por varios motivos en relación al concepto de ‛todo cultural‟ (…), es decir una ampliación excesiva de la noción de cultura, o de falta de lógica ‛de izquierda‟ (Négriere, 2003:7,9). Se habló de manipular y ocultar una estética

institucionalizada desde el Estado, no obstante el nuevo modelo se instaló para permanecer hasta la actualidad. Sin embargo, la crítica a un monopolio centralista de la política cultural en Francia, no tuvo eco en España, donde triunfó esta nueva perspectiva de desarrollo cultural iniciada en los debates académicos e intelectuales europeos y consolidada en Mondiacult, porque inexorablemente amplió las políticas culturales que armonizaban con las autonomías territoriales históricas, especialmente con la de Cataluña y del País Vasco. Así, la crítica al enfoque de “todo cultura” quedó limitada al campo intelectual y fue retomada exclusivamente por los partidos políticos de extrema derecha (Op. Cit.:16). A modo de balance, la nueva definición de cultura de Mondiacult abrió nuevos campos de acción hacia todas las dimensiones que caracterizan a una sociedad. Los Estados fueron vistos como responsables de facilitar el despliegue del rol ético y existencial de la cultura hacia los pueblos, superando así el restrictivo papel de la redistribución de las artes o del paradigma de la democratización cultural, que hasta la actualidad pone el foco en el “acceso” como medio de alfabetización estética de lo que una elite considera como tal. Desde el punto de vista operativo, la definición de Mondiacult puso en cuestión la posibilidad de que una institucionalidad diera respuesta a la inconmensurable amplitud de necesidades y expresiones que caracterizan a los grupos humanos que viven en comunidad, pero desde otra perspectiva más política, situó a la cultura como una variable fundamental del desarrollo humano. Así, la conferencia de la Ciudad de México provocó un giro sustantivo respecto de la anterior concepción de los derechos culturales y abrió el debate respecto de la hasta entonces, desconocida ciudadanía cultural. Tal fue su impacto, que provocó la retirada temporal de Estados Unidos de Norteamérica, de Reino Unido y de Singapur 3 de la Unesco, iniciándose otra serie de tensiones políticas marcadas por estas perspectivas contrapuestas (Carrasco-Campos y Sampera, 2011:3) que en opinión de Eduard Miralles presidente de la fundación Interarts de Barcelona y especializada en cooperación cultural internacional-, esta cumbre escenificó una nueva correlación de fuerzas entre Estados Unidos, la Unión Soviética, los países europeos y el grupo de los “No alineados”, “decisión que acarreará profundas consecuencias económicas y de legitimidad del organismo (Unesco)”. El reintegro de EEUU a la instancia se produjo en el contexto de la aprobación de la Convención de la Diversidad de Expresiones Culturales de la misma entidad en el año 2005, la “que amenaza con afectar sus intereses en el mercado cultural mundial” (Miralles, 2010: 88).

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Abandonaron la organización: EEUU en 1984 y el Reino Unido y Singapur en 1985. EEUU regresó en 2003, Reino Unido en 1997 y Singapur en 2007. Fechas clave en la historia de la Unesco en: http://www.unesco.org/new/es/unesco/about-us/who-we-are/history/milestones/.

2. Antecedentes del giro conceptual en la Europa de posguerra ¿Cómo fue posible que un tema marginal como cultura afectara tanto las agendas de las grandes potencias? La génesis intelectual del giro conceptual descrito y cuyo hito es la reunión de México, nos retrotrae a los años sesenta europeos, cuando los intelectuales promotores de esta nueva perspectiva venían relevando el rol de la cultura en el desarrollo global de los pueblos: “(…) tener en cuenta la dimensión cultural en el desarrollo integral (…) la fundación de nuevas estrategias de desarrollo basada en valores e identidades culturales, en un desarrollo endógeno y auto centrado, y en la participación popular y concebir una política cultural integrada que asuma las interacciones con los otros sectores de la vida social (educación, comunicación, medio ambiente, ciencia, tecnología, hábitat, salud, economía, etc.)” (Moulinier, 1990: 4). En Representaciones del Intelectual, Edward Said sugiere que hubo un breve período en Francia, después de la Segunda Guerra Mundial, en que un pequeño grupo de intelectuales independientes (Sartre, Camus, Aron y De Beauvoir) cuestionaron las ideas decimonónicas del estatus y rol del intelectual en la sociedad, relevando la reescritura de lo que parecía culturalmente inamovible y abriendo una nueva perspectiva a los trabajos de reflexión. Estos comenzaron a girar “(…) en torno a la crítica y el desencanto, el desenmascaramiento de falsos profetas y el esfuerzo por bajar de su pedestal antiguas tradiciones y nombres sacrosantos. (…) Por el mismo motivo, intelectuales académicos han reformulado completamente el pensamiento acerca de cómo escribir sobre la historia, la estabilidad de las tradiciones y el papel del lenguaje en la sociedad. Estoy pensando en Eric Hobsbawm y E.P. Thompson en Inglaterra, o en Hayden White en Norteamérica. El trabajo de todos estos autores ha tenido gran difusión fuera de la universidad, aunque sin duda nació y creció fundamentalmente dentro de sus muros” (Said, 2007: 92). Es indudable que esta desacralización del mundo intelectual y académico, europeo y norteamericano, sumada al paulatino ingreso a la academia de las primeras generaciones de estudiantes que provenían de sectores pobres, y como resultado de las reformas universitarias que se sucedieron en varias partes del mundo a fines de la década de los años ochenta, cambiaron los paradigmas de una pretendida noción universal de cultura, la que además comenzaba a ser demandada por los medios de comunicación de masas, los que dejaban de ser simples mediadores para transformarse en actores decisivos en un campo acostumbrado a ser definido desde las elites económicas, sociales y políticas. Emergían nuevos actores sociales en escena. Sociólogos franceses y británicos venían dándole a este enfoque un mayor protagonismo en la gestión política, encadenando sus posibilidades a una institucionalidad que se abría tímidamente y que no estaba carente de

conflictos internos, puesto que derrumbaba barreras ideológicas comenzaban a ser superadas gracias al apoyo de la Unesco.

que

Con estos antecedentes, es comprensible que la primera reunión internacional dedicada a las políticas culturales organizada por Unesco en Mónaco (1967), haya convocado a reflexionar a prominentes intelectuales franceses y británicos, quienes en esos momentos tensionaban el debate sobre el lugar que ocupaba la cultura y su contribución social. Estos intelectuales venían sosteniendo enfoques novedosos respecto de cómo producir la información e interpretar los efectos de la expansión de los medios de comunicación de masas sobre las políticas culturales. Tres corrientes de pensamiento, sus referentes intelectuales y sus respectivos centros de estudio fueron convocados por Unesco en ese primer evento internacional de Políticas culturales cuyo objetivo fue elaborar un programa de fundamentación teórica que respaldara el nuevo y heurístico concepto de política cultural que se venía desarrollando. Estos enfoques y centros intelectuales fueron: “(…) los estudios culturales, del Centre for Contemporary Cultural Studies, CCCS, encabezado por Richard Hoggart y Raymond Williams; los estudios sobre la cultura de masas como tercera cultura, del Centro de Estudios de las Comunicaciones de Masas, Cecmas, con Edgar Morin y Georges Friedmann (en representación de Pierre Bourdieu que era su director); y la prospectiva cultural, con AugustinGirard del Ministerio de Cultura de Francia” (Carrasco-Campos y Sampera, 2011: 4). Se trata de tres referentes que llevaban una agenda temática productiva y novedosa para la época. El CCCS británico había sido fundado en Birmingham por Hoggart, tres años antes de la reunión de Unesco. Como centro de estudios de doctorado, dio origen al campo interdisciplinar denominado Estudios Culturales Británicos, que luego se convirtió en un espacio de originalidad al recuperar tradiciones neo marxistas diversas y haciendo con ellas una relectura heterodoxa que le permitió abordar el análisis de la cultura de masas y de la cultura popular o “baja cultura”, con un enfoque a veces más etnográfico y otras más lingüístico, pero siempre refrescante para el escenario europeo de las ideas de posguerra. Por sobre todo, este centro de estudio relevó la cultura a un rol superlativo en los debates sobre las relaciones de poder al interior de la academia. Por su parte, el Cecmas de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, con G. Friedmann y E. Morin, estaba trabajando un programa crítico de estudio sistemático de los medios de comunicación y de la cultura de masas. La influencia mayor la tenía su directo Pierre Bourdieu, quien estimulaba subvertir las lógicas intelectuales con las que hasta entonces se habían tratado las políticas culturales: "Una de las mayores contradicciones en cualquier política cultural, argumentaba, son ...‛las mal intencionadas estrategias a través de las cuales los privilegiados de la cultura tienden a perpetuar su monopolio‟ (…) los huecos reclamos para la democratización de la cultura, que intentan „elevarla a la comunidad‟, sin mostrar un conocimiento o una teoría sobre lo que en realidad significa la „comunidad‟”. Mercer recuerda que es Bourdieu quien hace un llamado a ejercitar la “vigilancia reflexiva” para romper con “las representaciones espontáneas (de la cultura) vigentes en el

mundo intelectual (...) para acabar con la ruptura (...) con la doxa académica y con todas las „ideologías profesionales‟ de los profesionales del pensamiento” (Mercer, 1992:88-89). Finalmente, el tercer convocado por Unesco‟1967 fue Augustin Girard, un consultor del Ministerio de Cultura francés quien tuvo la mayor influencia en el organismo internacional, así como posteriormente en el Consejo de Europa. En Unesco logrará instalar la propuesta de: “(…) insertar en la acción cultural el espíritu de la ciencia experimental” (Girard, 1982: 117), señalando que había que intervenir en el desarrollo cultural de los pueblos por medio de metodologías de investigación empíricas “propias de las ciencias sociales (con una clara influencia de la sociología norteamericana)” (Carrasco-Campos y Sampera, 2011: 4). Así logrará imponer una visión procedimental positivista de origen más norteamericano que europeo. Las consecuencias políticas de estos debates académicos europeos y el desenlace político descrito, culminó con la instalación de la perspectiva de la “democratización cultural” desplegada conceptual y políticamente en Francia y replicada en los países que le secundaron, entre ellos, los latinoamericanos. Este enfoque fue un ideal que entendió la participación como acceso a una oferta que normalmente era diseñada y financiada desde la institucionalidad cultural pública, así como a través de sus políticas, que facilitaron el rol de los medios de comunicación de masas para reforzar este enfoque. Este paradigma antecede al de “desarrollo cultural” consagrado en Mondiacult’82, que reconoce la pluralidad de formas de expresión cultural desplegadas en el planeta y no las restringe a las de los países centrales, validadas por sus elites. Su influencia tendrá una versión autonómica territorial, que obligó al ministerio francés a duplicar su presupuesto a partir de la década de los ochenta. En la citada Conferencia de Venecia (1970) –no obstante haber estado dedicada a las dimensiones administrativa, financiera e institucional de la cultura– ya habían surgido las primeras nociones diferenciadas de “desarrollo cultural”, “dimensión cultural del desarrollo”, o “de los medios de integrar las políticas culturales en las estrategias de desarrollo”. Fue esa diversidad de expresiones la que representó una ampliación de las políticas culturales francesas y donde se desarrolló el principal referente para nuestra región latinoamericana. Es decir, durante toda la década de los setenta, continuaron desplegándose una serie de encuentros promovidos por la Unesco, donde la propuesta se enriqueció y se combinó con la generación de instrumentos jurídicos de alcance internacional que incrementaron esta orientación hacia la valoración de los valores intangibles como sustantivos para el desarrollo de los pueblos y como recursos que los Estados debían promover, resguardar y salvaguardar. En definitiva, lo que provoca Mondiacult es el término de la jerarquía y discriminación entre baja y alta cultura, afirmando que el patrimonio abarca todos los valores que se expresan en la vida cotidiana de las comunidades, así como los modos de vida y las formas de expresión por los que se transmiten esos valores. Los avances conceptuales fueron notables, porque fue una de las primeras ocasiones en que se utilizó oficialmente la expresión “patrimonio inmaterial”, abriendo un espacio para relevar y reconocer tales valores como

fuente de riqueza, especialmente en los pueblos del denominado Tercer Mundo; pueblos que –salvo excepciones–carecían de grandes monumentos o expresiones de patrimonio material, pero si conservaban expresiones culturales vivas de inmensa riqueza simbólica, saberes y conocimientos ancestrales. Este giro, que facilita el enfoque hacia lo inmaterial, instó a preguntarse por el conocimiento de las genuinas necesidades culturales de los pueblos como tema central de la relación entre cultura y política. Es decir, la definición puso a todos los seres humanos como creadores de cultura, reorientando las políticas hacia lo sensible e instando a los Estados a gestionar con imprescindible protagonismo de las propias comunidades, sus creadores y receptores, las más diversas manifestaciones de la cultura. Otra consecuencia fundamental de la nueva perspectiva conceptual de Mondiacult fue la consolidación de una política cultural que se debía instalar más allá de los ámbitos administrativo-burocráticos y teniendo en consideración la definición de política cultural que establecieron los expertos asistentes a la primera reunión sobre políticas culturales organizada por Unesco4 (1967). Esta es: “Conjunto de principios operacionales, prácticas sociales conscientes y deliberadas y procedimientos de gestión administrativa y presupuestaria, de intervención o no intervención, que deben servir de base a la acción del Estado tendente a la satisfacción de ciertas necesidades culturales mediante el empleo óptimo de recursos materiales y humanos de los que la sociedad dispone en un momento dado” (Unesco). Como es evidente, a fines de los años sesenta, el énfasis estaba puesto en la administración de los recursos para satisfacer “ciertas necesidades culturales” que hasta entonces se suponían reflejo de lo que las elites consideraban comunes a toda la población, es decir, las bellas artes y el patrimonio material monumental. Esta idea de considerar en el centro de las políticas culturales a las comunidades, se intensificó aún más allí donde las industrias culturales se habían expandido y los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías prospectaban cambios sustantivos en los comportamientos humanos. Para el Consejo de Europa, por ejemplo, los medios y las industrias habían dejado de ser mediadores para convertirse en nuevos “actores culturales privilegiados”: “De nuevo hemos de atender cómo la cultura no sólo se ha visto capaz de trascender su noción tradicional de artes y humanidades sino que, a través tanto del desarrollo tecnológico como de los medios de comunicación de masas y de las industrias culturales, se habría desarrollado de forma paralela una nueva forma para la que los medios de comunicación y las industrias culturales no ejercen el simple papel de mediadores, difusores y democratizadores de la cultura, sino como auténticos actores culturales” (Council of Europe, 1972). El Consejo adoptó una perspectiva dentro del paradigma del liberalismo económico, comunicacional e informacional, y ese fue el espíritu de las políticas culturales promovidas por esta instancia durante la década de los setenta. Evidentemente, esta perspectiva del Consejo de Europa marchaba en dirección opuesta al enfoque adoptado por Unesco en México, ya que promovía el reconocimiento, formulación y fomento de un orden mundial que 4

Mesa redonda realizada en Mónaco en 1967 (ver anexo Hitos de CPD).

integrara a todos los países con sus particularidades y originalidades, incluidos los del Tercer Mundo.

3. La praxis que antecede las ideas en América Latina.

En esta parte del planeta, en cambio, la relación cultura y política se desarrollaba con acciones y reflexiones que de ninguna manera podrían denominarse académicas y mucho menos, expresadas en políticas culturales institucionales, porque América Latina, entre otras cosas, carecía de institucionalidad cultural de rango ministerial, similar a la francesa, británica o española. Sin embargo, la dupla cultura y política era parte del pensamiento crítico regional que a lo largo del siglo XX se había expresado mediante múltiples y abigarrados lenguajes estéticos y especialmente, en varios géneros literarios, entre los que destacaban el ensayo y la literatura de ficción por su reconocimiento internacional posterior al boom latinoamericano. Estos medios contribuían a proyectar un imaginario del ethos continental y del pensamiento de sus intelectuales, que iba más allá de las fronteras regionales y cuya libertad creativa o menos académica, establecía un diálogo crítico con las metrópolis coloniales. Las ideas del siglo XX latinoamericano, en palabras de Fernando Zalamea, se caracterizan como un continuo relacional cuya “especificidad radica en su capacidad general para construir hibridaciones y contrapunteos sobre esa trama relacional, en un vaivén constante desde los límites, entre universalidad y resistencia” (Zalamea, 2000: Introducción). Ese movimiento pendular o ese lugar inestable que ocupa nuestro continente en el ámbito de la producción de ideas y conocimientos, tiene como referente las influencias determinantes y estables de las obras escritas en las lenguas colonizadoras, que promueven modelos exitosos de los países centrales y que obnubilan e imitan nuestras elites cada tanto. Pero también están los otros referentes desestabilizadores y originales, que re-emergen como resultado de los períodos de compresión, restricción o “sístoles” políticas, económicas o sociales. En estos últimos escenarios de crisis, retornan la admiración por las resistentes y ricas culturas locales que porfían desaparecer; por los auténticos constructos de pensamiento propio que describen las particularidades de nuestro continente; y por los mixtos estéticos narrados con alucinante brillantez literaria. En esas coyunturas cíclicas, la lucidez y la creatividad emergen y se combinan con el reclamo contra todo tipo de poderes abusivos y sus históricas imposiciones, haciendo, en palabras de Lezama Lima, de “lo difícil lo estimulante”: “sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento” (1993:369).

Esta tendencia la podemos apreciar en las obras de Martí, Rodó, Mariátegui, Henríquez Ureña, Vasconcelos, Paz, Zea, Rama y muchos otros, y su producción intelectual habla desde la precariedad y nos sitúa siempre en ese lugar que García Márquez llamaría de “la soledad de América Latina”: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada, hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, pero nuestro problema fundamental ha sido la falta de recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Esto, mis amigos, es el nudo de nuestra soledad” (García Márquez, 1982). Este lugar, el de la imaginación, representa un rico saber vernáculo, invisibilizado o marginalizado y que obliga a interpelar la validez universal de nuestra propia utopía hacia donde nuestros intelectuales retornan la mirada cada tanto. Así es como en América Latina, en el segundo lustro de los años sesenta y comienzos de los setenta, una agenda transformadora situó a las letras en praxis, y en ella, la reflexión sobre cultura y política fue acción y condiciones propicias para la emergencia de propuestas muy diversas respecto de las experimentadas de manera contemporánea a las del hemisferio norte. Una de esas experiencias de praxis latinoamericana que relacionaron cultura y política, o expresiones simbólicas y ciudadanía cultural, fue la Pedagogía Popular o Pedagogía de La Liberación, sistemática y persistentemente formulada por Paulo Freire. Además de originales, estas propuestas se practicaban de manera nada ortodoxa y sin esperar tener un sustento teórico contundente, ya que no había una institucionalidad especializada que lo exigiera, pero fundamentalmente porque había una urgencia de transformación social que no podía esperar la existencia de esas condiciones de soporte y, como siempre en este lado del Atlántico, tales propuestas se descolgaban de una diversidad de lenguajes y procesos mixtos: el teatro popular, el periódico obrero, la recuperación de expresiones tradicionales adaptadas y re significadas para los espacios urbanos y experimentales, no esperaron ser iniciativas promovidas por las instituciones estables y sólo algunas veces tuvieron financiamiento público asociado al rol de extensión de las universidades públicas. Las expresiones de efervescencia popular, en cambio, fueron producidas por el desplazamiento social y por los vínculos interculturales que allí se generaron, donde la politización y el protagonismo social se relacionó con el uso de todos los medios que pudieron contribuir a una mayor comprensión de las transformaciones que estaban en marcha y que facilitaran el compartir los espacios públicos, culturalmente segmentados por las elites. En aquellos años de acción social mancomunada, la institución universitaria se vinculó al mundo popular –urbano, rural e indígena–, mediante su rol de extensión, el que había sido delegado por el Estado a las universidades, gracias a que el continente experimentaba un crecimiento económico excepcional y comenzaban a acoger a sectores sociales que no habían tenido acceso a la educación superior, creando espacios de intercambio cultural inéditos. De tales espacios resultaron experiencias socialmente transversales que no obstante mantenían una cierta concepción modernista de base, develaron la gravitante importancia que adquirían las particularidades

territoriales y, por consiguiente, un protagonismo de las comunidades que albergaban esos territorios. Es decir, en las experiencias latinoamericanas con connotación política y cultural, los contextos fueron determinantes y el sujeto del proceso fue el centro de su atención. Brevemente graficaremos esta particularidad regional con Paulo Freire y su propuesta de Educación Popular. Él comenzó su trabajo en el Movimiento de Cultura Popular de Recife, dependiente de la Iglesia Católica y en la Secretaría de Extensión de la entonces Universidad de Recife. Desde allí había sido convocado por el gobierno de Joao Goulart para la realización de la Campaña de Alfabetización, clausurada por el golpe militar de 1964. Su exilio en Chile le permitió dar continuidad a su propuesta, insertándose en programas de educación campesina vinculados con la Reforma Agraria del gobierno de Eduardo Frei Montalva. Luego emigró a Estados Unidos donde fue docente en la Universidad de Harvard, compartiendo con colegas interesados en las nuevas experiencias educativas desarrolladas en zonas rurales y urbanas pobres, de distintos países. Sus autores de referencia fueron tanto europeos como latinoamericanos, pretéritos y contemporáneos. Además, su listado bibliográfico se amplió y diversificó conforme a sus distintas etapas de producción intelectual. Después de Estados Unidos, Freire se instaló durante diez años en Ginebra, por invitación del Consejo Mundial de Iglesias, período en que experimentó su modelo educativo para el proceso de alfabetización en Guinea-Bissau. En ese país africano conoció la obra de Amílcar Cabral, el asesinado intelectual y líder político, y comenzó a estudiar su legado con profunda admiración. Es decir, abarcó otro territorio del sur del mundo, del que toma la expresión “la lucha como hecho cultural” (Torres, 2005:140). La propuesta de Freire, dialoga con la principal “política cultural” del siglo XX continental que es la alfabetización. Ella constituyó un vehículo esencial de transmisión simbólica y de contenidos, en especial la denominada “alfabetización funcional”, que en los años sesenta estuvo estrechamente ligada a las necesidades de modernización y desarrollo económico que propugnaba el paradigma desarrollista en boga: “El objetivo de la alfabetización funcional estaba determinado por la urgencia de movilizar, formar y educar la mano de obra aún subutilizada, para volverla más productiva, más útil a ella misma y a la sociedad‟ (Londoño, 1990:25). Otro factor que hace emblemático este ejemplo de experiencia de ciudadanía cultural, de cuño latinoamericano y de connotación política y cultural, es que se desarrolló en un período histórico marcado por las ideas anticapitalistas y por los procesos de liberación que hacían de estos mecanismos culturales un centro de disputa: “la alfabetización apareció como un campo vinculado a la concientización y el cambio social. Paulo Freire fue una figura clave de esta renovación. Su crítica a la educación bancaria y su propuesta de una educación liberadora, tuvieron impacto en el mundo entero, promoviendo un nuevo marco ideológico para la alfabetización de adultos y para el desarrollo del movimiento de Educación Popular en esta región” (Torres, 2005: 7). El ideal del pedagogo como sujeto letrado que asumía su rol como acción culturalmente colonizadora, puede parecerse mucho a la gestión de Socio-cultural o a la Mediación cultural actuales, pero quizás la diferencia

central es que la acción de Freire entró en conflicto directo con lo que propugnaba la institucionalidad más conservadora respecto del rol del alfabetizador y de la alfabetización como proceso. Para Freire, leer era una herramienta de la educación que tenía como propósito reforzar la conciencia liberadora del ser humano: "(…) „la acción extensionista implica, cualquiera que sea el sector en el que se realice, la necesidad que sienten aquéllos que llegan hasta 'la otra parte del mundo', considerada inferior, para, a su manera, 'normalizarla'. Para hacerla más o menos semejante a su mundo‟. Para Freire, la participación del extensionista-educador „en el sistema de relaciones campesinos-naturaleza-cultura, no puede ser reducida a un estar frente o a un estar sobre o a un estar para los campesinos, puesto que debe ser un estar con ellos como sujeto del cambio‟ (…) „O se convierte en extensionista y por ende en objeto de una invasión cultural de un sector sobre otro, o se actúa en consonancia con los postulados de un accionar liberador‟ (…)"(Rodríguez, 2007). Como resulta evidente con este breve repaso histórico, las realidades territoriales contemporáneas difieren mucho respecto de los debates, de las definiciones conceptuales y de la utilización ciudadana de los derechos culturales consagrados en los instrumentos jurídicos internacionales que los fundan. Son los contextos históricos los que permiten o dificultan que derechos humanos como los culturales consigan encarnarse en los pueblos. Esto último, sigue siendo el desafío de la ciudadanía cultural.

4. Potencialidades y desafíos para la ciudadanía cultural mundializada A cincuenta años de ser formulados los principios que sustentan a la ciudadanía cultural, realizados los giros conceptuales y ganadas las batallas ideológicas, políticas e institucionales destinadas a su instalación en el escenario internacional, podemos decir que no se ha avanzado mucho en la implementación de políticas nacionales que superen la dimensión del acceso a las artes y el resguardo de los patrimonios, y aún menos, a escala social. Su gestión se complejiza cada vez más a causa de la diáspora poblacional mundial que se produce en todas las direcciones planetarias. Es decir, se suma al desafío social de incorporar los derechos culturales en la vida cotidiana de las personas, el desarrollo de una ciudadanía intercultural y trans-territorial. La crisis que se le reconoce a la Modernidad ha contribuido a instalar la dimensión cultural en un lugar privilegiado para comprender la complejidad de la sociedad y sus procesos contemporáneos. Muchos de estos procesos tienen su origen en causas culturales –el impacto de las nuevas tecnologías, la incorporación de la mujer al espacio público, la inversión de la pirámide de edad y los masivos desplazamientos humanos–, pero el peor rasgo de esta crisis es, sin duda, el acostumbramiento que experimentamos ante las múltiples, pequeñas y grandes atrocidades cotidianas. Las guerras fratricidas por razones religiosas o nacionalistas, que normalmente son articuladas por las elites, conviven con los atentados terroristas en las grandes ciudades-símbolo de Occidente y se desatan venganzas contra la población civil, con toda la furia

de los años de incomunicación entre las diferentes culturas; los desplazados por las catástrofes y desastres naturales normalmente provienen de las ex colonias, pero no sólo de allí. Estados Unidos de Norteamérica y Suiza son también azotados por estos desastres. En ningún territorio hay seguridad. Cuando estos desplazamientos son motivados por razones económicas, se dirigen hacia los países más ricos, pero en el intento muchos mueren ahogados en los mares o quedan estancados en las fronteras; sus campamentos de refugiados se llenan de niños apátridas, porque sus padres fueron expulsados de países incapaces de contener y resguardara sus ciudadanos. Somos testigos de Estados nacionales que han sido superados en su capacidad y es por ello que sostenemos que la condición cultural de la ciudadanía puede contribuir a encontrar alternativas complementarias a las económicas, sociales y políticas, para generar ideas que revitalicen o modifiquen los frustrados procesos de desarrollo que intensifican la diáspora. Estamos en una fase de transformaciones civilizatorias tales, que el diseño y sostenibilidad de nuevos modelos de desarrollo humano, deben incorporar como factor estratégico el campo de lo sensible, campo que entendemos como el universo de símbolos y sentidos compartidos, resultantes de ideas y emociones registradas en el cuerpo y en procesos biográficos y colectivos de larga data. De esta manera, no podemos seguir restringiendo la ciudadanía cultural a la libre expresión de manifestaciones artísticas o patrimoniales, aunque les reconocemos a ellas un papel fundamental en lo que denominamos el desarrollo de un “alfabeto de las emociones” que ya está facilitando en las generaciones más jóvenes la recepción de las diferencias culturales como una riqueza de la especie humana: “Los lenguajes de las artes son una compuerta que reconecta con un interrumpido proceso de aprendizajes humanos relacionados con el misterio o la inmanencia y a ellos acceden segmentos cada vez más amplios de la población. Desde ese nuevo lugar de alfabetización, se realiza un reclamo por la redistribución de lo sensible” (Soto, 2014: 46). La insostenible crisis ha acelerado el ingreso a una fase ya conocida por la historia, donde el poder social vuelve a ser protagónico a causa del debilitamiento de la política de los Estados como espacio habitual de ejercicio del poder y regulación de la convivencia y los conflictos. Su legitimidad cuestionada y el agotamiento de los paradigmas tradicionales para el desarrollo, han facilitado la emergencia y acontecimiento de nuevas y viejas formas de perversión y divertimento de la realidad, en que los mecanismos utilizados por los movimientos sociales suelen ser el resultado de la creatividad colectiva que, en etapas como éstas, buscan subvertir el orden de las cosas para abrir los constreñidos y convencionales espacios de un ideal fracasado. Estos procesos no son controlables desde los aparatos institucionales, porque tienen un carácter histórico, fuertemente cultural e irreversible, ya que luego que acontecen, no se retorna al punto de origen. Estaríamos experimentando un lento proceso de lo que he denominado la revolución de lo bello (2014).

Como hemos explicado en los subtítulos anteriores, en las últimas cuatro décadas la definición de cultura se ha des elitizado, permitiendo que las políticas culturales avancen desde el restrictivo ámbito de las bellas artes y el patrimonio tangible, hacia el reconocimiento de una gran diversidad de expresiones de la creatividad de los pueblos. Su riqueza es condición para la imaginación y el conocimiento, y por ello el informe Nuestra Diversidad Creativa (Unesco, 1995), emitido por la Comisión Pérez de Cuéllar, reconoció que sin ecología cultural mundial no habrá oportunidades de idear salidas a la crisis: “Cuando la cultura se considera como base del desarrollo, la noción misma de „política cultural‟ debe ampliarse. Toda política de desarrollo debe ser profundamente sensible e inspirarse en la cultura. (…) aplicar una política semejante, supone identificar los factores de cohesión que mantienen unidas a las sociedades multiétnicas, haciendo el mejor uso posible de las realidades y oportunidades del pluralismo. Ello implica promover la creatividad en el terreno de la política y el ejercicio del gobierno, la tecnología, la industria y el comercio, la educación y el desarrollo social y comunitario, así como en el de las artes” (1995: 277). Existe cierto consenso respecto de los ajustes que las nuevas configuraciones estructurales y las prácticas humanas imponen en la actualidad. Nos referimos a que el enfoque unívoco de la existencia de identidades monolíticas y puras es anacrónico y que la noción de territorio como lugar originario, fronterizo e inmutable ha estallado como resultado de la mundialización en la que vivimos (Ortiz, 1998:3) 5. Los trayectos espaciales o la movilidad constituyen uno de los nuevos factores estructurales más recurrentes de la mundialización6. Ésta modifica cualquier condición de identidad anteriormente construida, la que solía estar bien resguardada por las redes institucionales y locales del entorno humano y espacial donde se había originado. ¿Pero qué ocurre con estos desplazamientos cada vez más frecuentes? El lugar y lo local tienen una carga cultural asociada a lo que nos resulta familiar, cómodo, natural y fluido, y ese arraigo supone la idea de una raíz que ha crecido en un territorio específico donde creció y floreció. Así, las rupturas de ese arraigo solemos asociarlas a las “pérdidas, peligros o amenazas” (Ortiz, 1998:30). En esos trances de desarraigos cada vez más usuales, el hilo invisible de pertenencia cultural nos resulta cada vez más

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Renato Ortiz señala que hay un solo tipo de economía mundial, el capitalismo, y un único sistema técnico (computadores, satélites, etc.), pero es difícil afirmar lo mismo respecto de los universos culturales. Por ello denomina a los primeros con el concepto de “globalización”, mientras reserva a lo cultural el de “mundialización”. Señala que ésta se manifiesta en dos niveles: a) un modelo de organización social como base material del patrón civilizatorio, que en nuestro caso es la modernidad y b) una concepción de mundo o universo simbólico, que convive con otros patrones como el político o religioso. 6 En la actualidad y de manera inédita en la historia de la humanidad, hay muchas personas viviendo

fuera de sus países de origen. A nivel mundial y considerando sólo cifras oficiales, la migración internacional –sin considerar la rural-urbana intrapaíses– alcanza a 232 millones de personas y aumenta por decenios, haciendo que se transforme en un proceso irreversible, puesto que muchos de los corredores han sido abiertos por parientes que han emigrado antes y la tendencia es a reiterar los mismos destinos, creando comunidades transnacionales con más de dos generaciones de nuevo arraigo. “Los asiáticos y latinoamericanos que viven fuera de sus regiones de origen constituyen los grupos más numerosos de la diáspora a nivel mundial(…) Los migrantes nacidos en América Latina y El Caribe representan el segundo gran grupo de la diáspora que, en su mayoría, 26 millones, vive en América del Norte” (ONU, 2013). Según esta misma fuente, Chile es el país latinoamericano que ha tenido la evolución más notable en el crecimiento de inmigrantes entre 1997 y 2013, llegando a 398.251 personas.

pertinente al fenómeno. Así la ciudadanía cultural, antes que debilitarse, se fortalece.

Corolario: En este contexto de mundialización, la ciudadanía cultural deberá expandirse y hacerse parte de la vida cotidiana de las personas. El desafío es que cada sujeto sea consciente de esos derechos y del libre ejercicio de sus prácticas expresivas y sus gustos estéticos, no importando en qué parte del planeta se encuentre. Esa será la mayor contribución de la cultura a la nueva crisis de desarrollo que experimentamos y que se diferencia del momento en que se formularon los principios de la ciudadanía cultural en la Europa de pos guerra o en la interrumpida revolución social de América Latina de los años sesenta y setenta. El desafío no es menor, puesto que el ejercicio de los derechos culturales de ciudadanos repartidos por el planeta, ya no es tarea exclusiva de un Estado anclado a un territorio, sino de todos los Estados que tienen en su interior ciudadanos crecientemente cosmopolitas. En la coyuntura chilena de creación de una nueva institucionalidad cultural, está pendiente la expresión del reconocimiento, valoración y salvaguardia de la ciudadanía cultural, tanto de los nacidos en nuestro territorio como de los no nacidos en él y que viven aquí porque las migraciones y desplazamientos forzados han diseminado fragmentos de territorios culturales en los propios cuerpos y este proceso nos recuerda que pertenecemos a una misma especie y que ésta se enriquece con la diferencia. Crear una instancia dentro del nuevo Ministerio de las Culturas y de las Artes en Chile que promueva la ciudadanía cultural como un derecho humano, sería un gran acierto vanguardista en el vértigo de esta mundialización que no se detendrá.

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