ELOGIO A LA LECTURA Homenaje a un librero de pueblo 1999

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Descripción

ELOGIO A LA LECTURA Homenaje a un librero de pueblo 1999 Emilio Dabed Quien conoce el tremendo gozo de la lectura, el amor del libro, o simplemente la frívola -pero no por eso menos placentera- contemplación del mamotreto estilizado, sabe que un buen librero en su pueblo de provincia, es como un regalo inconmensurable de vida, un rincón de secretos íntimos, una trinchera acogedora frente al mundo chatarra, un escudo de rebeldía frente a la vida vacía de sueños que se nos ofrece, un rescate del exilio interno que la dictadura nos imponía. . No sé si por graciosa ventura nuestra, que según creo no merecemos pero gozamos, hemos tenido un librero extraordinario en nuestro pueblo, Illapel... pero nunca nadie ha dicho nada. Siempre creí que sus fuerzas y riquezas eran inagotables, quizá porque lo conocí joven y malhumorado... creo que fue en mi infancia, sin saber el tremendo tesoro que escondía. Años más tarde lo descubro y, junto a él, sus libros: envidiables tesoros escondidos, polvorientos, ansiosos algunos por ser leídos, tímidos otros, temerosos tal vez de abandonarlo. De hecho fue el primero en enseñarme que los libros son universos, universos que pueden ser nuestros y que no son nunca el mismo, que pueden ser reconstruidos una y otra vez mostrándonos sus múltiples caras, como si fueran niños que al mismo tiempo que maduran también juegan, nos esquivan y nos hacen trampas. Cada buen autor puede ser un mundo, puede llevarnos toda una vida conocerlo. Si se encuentra uno frente a la duda entre dos grandes autores, debemos elegir. Eso me lo anunció en alguna de nuestras conversaciones. Debe haber sido hace unos diez años, yo llevaba mucho tiempo leyendo a Ortega y Gasset y le pregunté si le agradaba: “le confieso -me dijo- que cuando quise leer a los españoles, me vi enfrentado a la alternativa de comenzar por Ortega y Gasset o por Unamuno. Sabía que tenía que elegir a

uno y que, por lo menos a corto plazo, no comenzaría con el otro. Me decidí entonces –dijo- por leer a Unamuno y aún no he terminado, ya no creo que pueda leer a Ortega...”. Él me ha hecho creer que, a pesar de que un libro no lo es todo, a veces, con ellos basta. Sentado en su vieja silla, al borde de la calle pero con una exactitud que parece calculada, siempre bajo el umbral de su puerta leyendo algo; se ofrece sólo a quien lo busque, no se impone, sólo lee como si esperara, quizá lee porque no espera nada, o más bien sólo espera no verse interrumpido. Impasible, aparentemente ajeno a todo vicio moderno. La codicia, las apariencias, el lucro parecen no existir en su vida. Precisamente eso, en mi opinión, lo ha hecho grande, grande como los propios autores de sus libros y aunque, hasta donde yo sé, no escribe, posee la virtuosidad, si no de la semilla, al menos la de la tierra que, sembrada, florece y renueva constantemente la vida. De hecho nunca podré olvidar aquellas largas horas de conversación que yo buscaba cuando mis pequeñas y mezquinas tribulaciones diarias me lo permitían y que él disfrutaba con desenfreno, como un niño. Parecía abordado por un gozo indescriptible cuando podía darse el gusto, extremadamente frecuente por lo demás, de presentarme a algún autor que yo no conocía. Me hizo conocer a muchos españoles, los mejores vengo a saber con los años, y a muchos grandes latinoamericanos alejados del estilizado, repetido y agobiante realismo mágico y sus odiosas derivaciones y copias. Si empezaba a hablar de alguno y de su obra, nada podía detenerlo. Era entonces cuando mi propio gozo infantil comenzaba, aunque parezca cruel, con el primer desafortunado que tuviera la desfachatez de interrumpirlo para preguntar si en su librería tenía goma de borrar o alguna otra bagatela. La respuesta segura, inmediata, irritada y, al mismo tiempo despreocupada, era siempre un gran: ¡NO!, luego el intruso sería rápidamente expulsado. La primera vez me pareció extraño su total desinterés por la pregunta del cliente. Luego de ver innumerables veces repetido el episodio, comprendí que esa librería era en verdad la biblioteca

de su casa, su propio mundo, el rincón oscuro, familiar y apacible del que habla Lorca. Nuestro querido e inapreciable don Nelson Pizarro nos ha acompañado e iluminado durante días y días que casi “se cuentan en siglos”, y ahora se apaga (o al menos eso siento), ya no nos abre más las puertas de su paraíso, se deja ir, se nos escapa, un día ya no estará… y nadie dice nada. Vaya para usted este sincero y sentido homenaje de un illapelino colonizado por sus libros.

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