El valor de oro antiguo. Necesidad de presenvación pública y riesgo de estímulo para el mercado ilícito.

June 30, 2017 | Autor: Eduardo Ramil Rego | Categoría: Archaeology, Museum Studies, Cultural Heritage, Museology, Museología
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Descripción

COMUNICACIONES

EL VALOR DEL ORO ANTIGUO. NECESIDAD DE PRESERVACIÓN PÚBLICA Y RIESGO DE ESTÍMULO PARA EL MERCADO ILÍCITO.

Eduardo Ramil Rego. MUPAV. Director del Museo de Prehistoria e Arqueoloxía de Vilalba.

Licenciado en Xeografía e Historia, con especialidad en Prehistoria y Arqueología, Diploma de Estudios Avanzados en Arqueoloxía e Historia da Antigüidade y Doctor en Historia por la Universidade de Santiago de Compostela. Director del Museo de Prehistoria e Arqueoloxía de Vilalba y de “Férvedes Revista de Investigación”. Miembro de la Société Préhistorique Française, de la Asoc. Española de Museólogos y de la Asociación de Peritos Judiciales del Reino de España.

1. INTRODUCCIÓN

En la presente comunicación intentaremos esbozar los distintos aspectos que interaccionan en el mercado de los restos arqueológicos, un mercado de debe estar especialmente controlado y limitado para garantizar sus valores sociales frente a su ocultamiento en colecciones privadas. En primer lugar ofreceremos una visión histórica sobre la regulación de los tesoros arqueológicos, y los cambios que se fueron produciendo en su definición (de lo concreto a lo abstracto), para seguidamente centrarnos los cambios de la atribución de su titularidad, desde un ámbito privado sin limitaciones, hasta su consideración como dominio público. Atendiendo a una perspectiva más economicista abordaremos las dificultades intrínsecas en la tasación y valoración de estos bienes culturales, así como los mecanismos habituales para las transacciones y la normativa que las regula. Y para terminar, presentaremos una visión crítica sobre la normativa patrimonial, con especial atención a lo incongruente de su régimen sancionador. Todo ello para que el lector pueda contar con una base de reflexión para entresacar sus propias conclusiones.

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2.

LA

REGULACIÓN

SOBRE

EL

HALLAZGO

DE

OBJETOS

ARQUEOLÓGICOS Y SU CONSIDERACIÓN COMO TAL

La actual Constitución Española (1978) consagra en su artículo 46 la conservación y enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España, enmarcados en una visión poliédrica donde el progreso de la cultura se tiene como uno de los valores nucleares de los actuales sistemas sociales. En relación a la temática que hoy nos atañe, hemos de aclarar unas cuestiones previas respecto a la consideración de los hallazgos arqueológicos muebles y a la regulación de su descubrimiento o recogida. En Época Antonina se consideraba tesoro aquel depósito de monedas (pecunia) ocultas desde tiempos remotos y sobre el cual nadie podía demostrar su propiedad, de tal manera que es propiedad de quien lo encuentra, porque no puede ser de otro (Paulus, LIV ad Edictum). Tiempo después este concepto se verá ampliado en su constitución por alhajas (monilia) y, más tarde, por objetos de gran valor (mobilia), ya en tiempos de León II se fijará el concepto de tesoro como cualquier cosa mueble de valor oculta y sobre la que no se conoce dueño (Agudo Ruiz, 2006). Definición muy semejante a la ofrecida por el actual Código Civil, en su artículo 352: se entiende por tesoro, para los efectos de la ley, el depósito oculto e ignorado de dinero, alhajas u otros objetos preciosos, cuya legítima pertenencia no conste. Algunos autores (García Fernández, 1985: 41) sostienen que la preocupación sobre el patrimonio comienza a plasmarse en la Edad Media, basándose en la compilación de Las Siete Partidas de Alfonso X, en concreto en la Ley XIV del Título XIII (de las sepulturas) de la Primera Partida, y en la Ley XLV del Título XXVIII (del señorío en las cosas) de la Tercera Partida. Sin embargo la realidad es bien distinta, la primera norma dictada bajo el enunciado “Que pena merescen los que quebrantan los monumentos, e desotierran los muertos, realmente alude a profanadores de tumbas que quebrantan los sepulchros... para llevar los que meten con ellos quando los sotierran, o por fazer deshonra a sus parientes”, se trata de una cuestión sobre daños morales y contra la propiedad, no sobre la protección de sepulcros como valores culturales. Mientras la segunda norma citada alude a la propiedad de los tesoros que se puedan encontrar, no a su protección. No será hasta el siglo XVIII cuando comience una tímida protección de estos valores, el descubrimiento de Pompeya y Herculano sería un revulsivo en la protección 144

de antigüedades. Con el apoyo a estas excavaciones la monarquía borbónica se erige en protectora de un glorioso pasado (Guerra de la Vega, 1987), en un momento en el cual el Borbón buscaba ser reconocido como rey de Nápoles, tras apoderarse de este reino contraviniendo el Tratado de Utrecht. La política cultural de los primeros Borbones en España se enmarca dentro del espíritu de la Ilustración, donde el ansia del conocimiento y el placer de descubrir vestigios del pasado (Gómez de la Serna, 1974) serán elementos revulsivos en el ámbito de la aún incipiente consideración social de las antigüedades. Tomando los ejemplos de la política cultural de la península italiana y del país galo, esta nueva dinastía creará en 1738 la Real Academia de la Historia que centralizará su protección (Quirosa García, 2005: 6-8), inicialmente centrada en intentar limitar la exportación de obra de “artífices famosos difuntos”, que serían confiscadas en las fronteras como los demás géneros de contrabando (Bédat, 1989: 438). En el siglo XIX comienza a notarse cierto sentimiento de grandeza nacional que rechaza la pérdida de elementos relacionados con un pasado tildado de glorioso, para frenar su expolio se establecen algunas normas. Así, en 1803 se dicta la primera medida legislativa para la conservación del patrimonio arqueológico y monumental, la Real Cédula de 6 de julio, “por la qual de aprueba y manda observar la Instruccion formada por la Real Academia de la Historia sobre el modo de recoger y conservar los monumentos antiguos descubiertos, ó que se descubran en el Reyno”. En primer lugar la cédula establece lo que se debe entender por monumentos antiguos, tanto en el tipo de objeto, como en su encuadre cultural: “se deben entender las estatuas, bustos y baxos relieves, de qualesquiera materia que sean,... monedas de qualquiera clase, camafeos,... armas de todas especies,... armillas, collares, coronas, anillos, sellos... qualesquiera cosas, aun desconocidas, reputadas por antiguas, ya sean Púnicas, Romanas, Cristianas, ya Godas, Árabes y de la baxa edad”. En ella se dispone que todas las autoridades civiles y eclesiásticas cooperen en su protección, dándose también las instrucciones oportunas para conocer el contexto del hallazgo. En 1805 se procede a homogeneizar la legislación en la Novísima Recopilación de las Leyes de España, recogiendo la anterior cédula en la ley III, título XX, libro VIII, enunciada ahora como “Instruccion sobre el modo de recoger y conservar los monumentos antiguos, que se descubran en el Reyno, baxo la inspeccion de la Real Academia de la Historia”. Sin embargo los expolios, las exportaciones ilegales y las destrucciones yacimientos se incrementaron durante esta centuria, a pesar de los esfuerzos de la Academia y del errático funcionamiento de la mayoría de la Comisiones de Monumentos Históricos y 145

Artísticos, creadas en 1844. Las comisiones gallegas en este siglo por “falta de fondos, de ocasión para reunirse, etc.” (Barreiro de Vázquez Varela, 1898: 34) no se afanaron en rescatar aquellos tesoros de los que se hacía eco la prensa del momento, ni del crisol del joyero, ni de las manos de los ávidos coleccionistas. El descubrimiento de un torques en el Campo da Matanza (Melide) en 1867, es uno de los pocos casos en los que se recupera el objeto, un particular que se lo adquirió al descubridor se lo ofrece en venta a la Academia, ésta lo compra tras discutir su peso y precio en 1868 (AlmagroGorbea, Álvarez-Sanchís, 1998: 71-73). La necesidad de obtener información sobre este hallazgo y de negociar su adquisición motiva una serie de deliberaciones sobre la conveniencia de crear en las provincias un cuerpo auxiliar de la Academia especializado en arqueología que sería el precedente del posterior Cuerpo Facultativo de Museos (Almagro-Gorbea, 2004: 27). A comienzos del siglo XX la Ley de 7 de julio de 1911, de Excavaciones Arqueológicas y su Reglamento de 1 de marzo de 1912, crea la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades esto trae consigo el final de la actuación administrativa de la Academia en estos asuntos. Esta ley define las excavaciones arqueológicas como “remociones deliberadas y metódicas de terrenos respecto a los cuales existían indicios de yacimientos arqueológicos, ya sean restos de construcciones, o ya antigüedades”, considera como antigüedades “todas las obras de arte y productos industriales pertenecientes a las edades prehistóricas, antigua y media” (el Reglamento de 1912 lo extiende hasta el reinado de Carlos I). Ahora, las excavaciones se consideran como exploraciones con método y finalidad científica, y para practicarlas, en régimen de concesión, es preciso contar con autorización previa; señalando como ilícito la realización de exploraciones no autorizadas, así como el ocultamiento, deterioro o destrucción de ruinas o antigüedades. Real Decreto-L de 9 de agosto de 1926, sobre protección, conservación y acrecentamiento de la riqueza artística, pone bajo la tutela y protección del Estado los bienes dignos de ser conservados, contemplado la declaración de utilidad pública para los monumentos y bienes integrados en el Tesoro Artístico; con respecto a la arqueología se integran en él aquellos yacimientos y objetos de interés prehistórico, además de cuantos objetos tengan interés arqueológico reconocido. Con la proclamación de la II República se publican una serie de normas conducentes a frenar la exportación ilícita y la ocultación de patrimonio. La Constitución de la República, señala que toda la riqueza artística e histórica del país constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado, que 146

podrá prohibir su exportación y enajenación y decretar las expropiaciones legales que estimase oportunas para su defensa. Para dar cumplimiento a lo establecido en la constitución, se promulga en 1933 la conocida como Ley del Tesoro Artístico, una ley avanzada en su tiempo que estuvo en vigor hasta 1985. En ella se mantienen los preceptos de la Ley de 1911, definiendo como Tesoro Artístico cuantos inmuebles y objetos muebles de interés artístico, arqueológico, paleontológico o histórico haya en España de antigüedad no menor de un siglo. Se prohíbe la excavación arqueológica a los particulares que no hayan obtenido el oportuno permiso. En el episodio franquista, se dictan varios decretos de carácter organizativo, algunos de ellos en plena sublevación (Decreto de 22 de abril de 1938 por el que se crea el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional); y otros centrados en la regulación de las transmisiones y del comercio de antigüedades. La ley republicana se ve modificada levemente en la escueta Ley de 22 de diciembre de 1955 sobre la conservación del Patrimonio Histórico-Artístico. La Constitución de 1978 establece que los poderes públicos garantizarán la conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y su titularidad. La ley penal sancionará los atentados contra este patrimonio. Siguiendo el mandato constitucional, la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, asume la protección y el enriquecimiento de estos bienes. Considerando que integran el Patrimonio Histórico Español los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico. Protege los restos arqueológicos considerados como bienes muebles o inmuebles de carácter histórico susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica. En el ámbito de la arqueología define las excavaciones, las prospecciones y los hallazgos casuales. Para las excavaciones y prospecciones es necesario contar con autorización y los hallazgos ocasionales se deben comunicar inmediatamente. Las normativas autonómicas siguen la estela de la Ley 16/1985, intentando con desigual éxito paliar su falta de concreción y escasa operatividad en algunos supuestos. Como ejemplo de este taifismo normativo, el caso de los detectores de metales es paradigmático.

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3. LA PROPIEDAD DE LOS HALLAZGOS ARQUEOLÓGICOS Y EL CONCEPTO DE DOMINIO PÚBLICO

La propiedad sobre los tesoros que oculta el subsuelo ha variado de forma considerable a lo largo del tiempo. Los primeros preceptos de atribuirla a su descubridor fueron cambiando primero para reconocer los derechos de los titulares de los predios donde se hallaran, y, en un momento posterior, para considerarlos bienes de dominio público, privándolos del carácter dominical privado. El Derecho Romano reconoce la propiedad para quien encuentre un tesoro antiguo, del cual no queda memoria y cuyo dueño no existe (Ortega Carrillo de Albornoz, A., 2002). Se adquiere la propiedad del mismo con una forma particular de ocupación de “res nullius”, aunque en realidad se semeje más a una ocupación de “res derelictae”; la primera alude a objetos que nunca han tenido propiedad, mientras en la segunda los objetos son abandonados por su dueño. En la Edad Media, la Ley XLV, Título XXVIII (del señorío en las cosas), Tercera Partida, señala diferentes situaciones en las cuales la propiedad puede ser adjudicada al Rey, al propietario de los terrenos, al propietario de los objetos, o al descubridor. Bajo el enunciado “cuyo debe ser el thesoro, que ome falla en heredad, o en la agena, estipula a quien pertenece el tesoro hallado por auentura, o buscandolos”: si se topara en predio propio sería del propietario del fundo, salvo que lo hiciera “por encantamiento” (entonces pertenecería al Rey), o que alguien pudiera probar su propiedad; en el caso de que se hallara en terreno ajeno y debidos al azar le correspondería la mitad al descubridor, la otra al propietario de la heredad; pero si se hallara en propiedad ajena “buscandolo el estudiosamente”, todo sería para el propietario. Las luces de la Ilustración, con el creciente interés sobre los vestigios del pasado, provocan el nacimiento de una conciencia tutelar (Quirosa García, 2005: 5-6). Esta tutela, será ejercida de modo selectivo por la Real Academia de la Historia, sin colisionar con el derecho a la propiedad particular. Así la Real Cédula de 1803, le otorga a la Academia la potestad de adquirir antigüedades “por medio de compra, gratificación, ó según se conviniese con el dueño”; pero siempre de acuerdo con él. La Ley sobre adquisiciones a nombre del Estado de 9 de mayo de 1835, conocida como Ley de Mostrencos, reconocía la propiedad del Estado sobre la mitad de

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los tesoros hallados en terrenos pertenecientes al mismo, manteniendo la legislación medieval para los encontrados en propiedades particulares. Sin embargo será con el Proyecto del Código Civil de 1836, cuando se establezcan las bases actuales sobre la propiedad y régimen de hallazgo del tesoro (Sánchez Jordán, 2004). Estableciendo la obligación de comunicación del hallazgo y otorgando al descubridor en terreno ajeno las tres cuartas partes de su valor. El Código Civil de 1889 rompe con el derecho absoluto a la propiedad privada, pese a reconocer la titularidad sobre el tesoro oculto del dueño del predio, limita este derecho otorgando al Estado la posibilidad de adquirir el tesoro a justo precio cuando sea interesante para las ciencias o las artes (Art. 351); además plantea si el descubrimiento fuera hecho en propiedad ajena o estatal, y de forma casual, la mitad del valor corresponde al descubridor. Estas disposiciones muestran cierta aversión hacia los buscadores de tesoros, estableciendo que si el hallazgo no es debido al azar, todo pertenecerá al dueño del terreno donde fuese encontrado (Rodríguez Arrocha, 2006). La legislación relativa al patrimonio cultural incrementará paulatinamente la potestad del Estado sobre la esfera privada. La Ley de 7 de julio de 1911, de Excavaciones Arqueológicas, establecía una real tutela pública sobre los bienes patrimoniales. Su artículo 5º otorgaba la propiedad del Estado a las antigüedades descubiertas casualmente, o encontradas al demoler edificios, su descubridor recibiría como indemnización la mitad del importe de la tasación legal realizada sobre dichos objetos, correspondiendo la otra mitad, si es el caso, al propietario del edificio demolido. De esta forma este patrimonio mueble se convertía en bien de interés público; en cambio, legalizaba la posesión de aquellos bienes tenidos en posesión antes de la entrada en vigor de la Ley. La regulación de la II República intentó superar el exagerado respeto a la propiedad privada de la normativa anterior, otorgando a los bienes patrimoniales una consideración de interés general, liberándolos así del secuestro al que estaban sometidos bajo el dominio privado. La Constitución de 1931 contenía (Art. 45) un precepto según el cual toda la riqueza artística e histórica del país estaba bajo la salvaguardia del Estado, integrando, dentro de la noción de Tesoro Nacional, bienes de titularidad tanto pública, como privada. Para asegurar su defensa se podrían decretar las expropiaciones que se estimaran oportunas, extendiendo esta prerrogativa sobre bienes exhumados con anterioridad a su promulgación, para asegurar su conservación y custodia. La Ley de 13 de mayo de 1933, y su Reglamento, Decreto de 16 de abril de 1936, constituyeron un 149

primer intento de afrontar globalmente la regulación de los bienes patrimoniales. Sin embargo, respecto a la Ley de 7 de julio de 1911 se hace notar un claro retroceso en el tratamiento de los hallazgos fortuitos, pues se articulan dos opciones: la concesión de su disfrute al descubridor de lo hallado; o determinar la entrega al Estado en la forma de una indemnización cuya cuantía tendría que estar señalada en su artículo 45, pero no lo está. La Constitución de 1978 incide en la supremacía social del Patrimonio Histórico, acabando con la tendencia secular de su dominio dentro del ámbito privado, sea cual fuere su titularidad pasa a quedar subordinada al interés general. Recogiendo este testigo La Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, establece que todos los restos materiales que posean los valores que son propios del Patrimonio Histórico Español, descubiertos como consecuencia de excavaciones, remociones de tierra u obras de cualquier índole o debidos al azar, son de dominio público (Art. 44), aunque esto no suponga la apropiación del bien. Señalando, además, la obligatoriedad de comunicar los hallazgos casuales, en caso de no existir comunicación inmediata al respecto, se incautará lo hallado, en caso contrario se otorgará un premio en metálico correspondiente a la mitad de su valor, repartiéndose en partes iguales entre el descubridor y el propietario de los terrenos si éstas fueran personas distintas. La Ley 16/1985 considera al Patrimonio Histórico como una riqueza colectiva, portador de un interés social que atañe a todos los ciudadanos, ha de entenderse pues, como un bien jurídico cuya titularidad corresponde a la sociedad en su conjunto, y no a los propietarios de los bienes (González Rus, 1996). Sin embargo la consideración de bien de dominio público oculta cierta indeterminación, fundamentalmente en la cuestión sobre su apropiación por parte de los poderes públicos, pero también sobre cuándo emerge esa consideración con respecto a un hallazgo fortuito (Rufino, 2012). El dominio público se considera una técnica conducente limitar el derecho privativo de un bien, excluyéndolo del tráfico jurídico privado, para asegurar su uso o disfrute por la ciudadanía (Cortés, 2004). Comparando la situación española con la de otros países de nuestro entorno, se observa como los procedimientos a los que se ven sometidos los hallazgos de los tesoros son bien distintos. Esta disparidad de criterios es paradigmática en Gran Bretaña, donde rigen dos sistemas completamente diferentes. En Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte se aplica “The Treasure Act”, promulgada en 1996, que obliga a informar del descubrimiento de los objetos definidos como tesoro; si lo hallado se 150

declara judicialmente como tesoro (basándose en una serie de criterios de antigüedad, composición y entidad), el propietario tiene la obligación de ofrecerlo en venta, bajo el precio fijado por un comité independiente, pero si ningún museo muestra interés sobre el tesoro, o no puede costear su compra, el propietario puede retenerlo (Bland, 1999). Sin embargo en Escocia se rigen por la “Common Law of Scotland”, una norma de origen feudal que aplica el precepto de bienes vacantes, “quod est nullius encajan regis domini”, es decir que aquello que no tiene propietario conocido pertenece al Estado (Miller, 2002); así todo hallazgo debe ser informado para que se considere su importancia para la Corona, si es así, una oficina gubernamental (Queen's & Lord Treasurer's Remembrancer) reclama los bienes y fija una recompensa, en función del valor del mercado, para el descubridor; recompensa que suele oscilar entorno a la mitad de su valoración. En Francia el “Code civil” (2014) establece que la propiedad de un tesoro pertenece a quien lo encuentra por su cuenta, si el tesoro se encuentra en tierra de otro, la mitad es para el descubridor, y la otra para el propietario del terreno (Art. 716); por su parte el “Code du patrimonie” (2014) señala que la propiedad de los hallazgos fortuitos se rigen por el artículo 716 del “Code civil”, pero han de ser confiados al Estado para su estudio científico por un periodo no superior a cinco años, posteriormente el Estado puede reclamar los descubrimientos pagando una indemnización de mutuo acuerdo o fijada por expertos, repartiéndose a partes iguales entre el descubridor y el propietario del terreno.

4. LA VALORACIÓN DE LOS OBJETOS ARQUEOLÓGICOS

Antonio Machado en sus Proverbios y Cantares (1917) decía que “todo necio / confunde valor y precio”. Ambos conceptos no son ajenos a ciertas discrepancias interpretativas, como se deduce de las definiciones que la Academia de la Lengua Española vuelca en la última edición de su diccionario. Así entiende por precio, el valor pecuniario en que se estima algo. Mientras considera valor: tanto aquella cualidad de las cosas, en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente; como el grado de utilidad o aptitud de las cosas, para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite. En términos económicos en el siglo XVIII -Adam Smith- explicaba mediante la paradoja del agua y los diamantes su percepción del valor. El agua es necesaria para la

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supervivencia por lo que su valor de uso es muy alto, sin embargo en nuestras latitudes los esfuerzos para conseguirla son escasos, por tanto tiene poco valor pecuniario. El diamante, al contrario, tiene un valor de uso escaso, poca utilidad, pero es raro y requiere grandes esfuerzos para lograr su forma final, lo que le confiere un mayor precio. Junto al valor de uso, se introduce el concepto de utilidad marginal y abundancia de un recurso para incrementar el precio (White, 2002). La percepción de valor y precio es variable según las teorías económicas que sigamos (Martín, 2003): la Escuela clásica consideraba que dependían directamente de la cantidad de trabajo asociado a la elaboración del bien; la Escuela marginalista los relaciona además con los deseos y necesidades del comprador potencial; y el Utilitarismo sostiene que se determinan por la capacidad que tiene el bien para producir felicidad en una persona. Para establecer el precio de un bien se ha de tener en cuenta otros conceptos económicos: el precio de mercado es la cantidad pecuniaria por la que se transmite un bien; el valor de mercado es una presunción de la probabilidad de realizar la transacción por una cantidad determinada, suponiendo que al menos existe un demandante del bien con el potencial económico necesario; y el valor razonable, es aquél establecido razonadamente entre el ofertante y el demandante. El valor de mercado es una mera hipótesis, razonada en base a varios criterios, pero no constituye precio mientras que la oferta no sea aceptada por la demanda. Así analizando, desde esta perspectiva, el mercado de las adquisiciones de orfebrería antigua colegimos que el precio de mercado es aquél ofertado por la propiedad y aceptado por el comprador; el valor razonable se asume tras un regateo; y el valor de mercado, ha de corresponder con una oferta asumible por algún comprador. Pero si la transacción no se realiza a corto plazo, bien por habérsele otorgado un valor desmesurado, bien por no surgir alguna demanda, éste valor ha de ser considerado como engañoso o ilusorio. El mercado de estos bienes es de tipo ineficiente, al establecer el precio en base a caracteres subjetivos y al fundamentarse en una menguada presencia (o práctica ausencia) de elementos competitivos, que oferten y demanden bienes semejantes; también adolece de contar con pocos agentes de tasación perfectamente informados del mercado real y de escasos parámetros de valoración objetivos; y la propia demanda puede tildarse frecuentemente de ilusoria. Ante este panorama el valor real de estos bienes, no en el sentido de Adam Smith (1985: 78), sino desde la óptica jurídica, es el precio verdadero (no imaginario), bajo el cual se realiza o puede realizar a corto plazo, con razonable seguridad, la 152

compraventa de un bien (Marín, 1991: 234-5). Bajo las anteriores premisas, las valoraciones realizadas por las administraciones para la adquisición de estos bienes, se alejan de los conceptos de valor y precio de mercado, tanto por las limitaciones reglamentarias a las que son expuestos los bienes, como por la preeminente posición del adquirente. El valor real puede sufrir notables variaciones en periodos de tiempo relativamente cortos, debido a la fluctuación de varios parámetros que en él inciden: algunos están directamente relacionados con la coyuntura económica (refugio de capitales en épocas de inestabilidad económica, ventas apresuradas por necesidad de capitalización, etc.); otros, son debidos a desequilibrios entre la oferta y la demanda (mucha oferta y poca demanda hacen bajar el valor real, y viceversa); y otros, los más volubles, están sujetos a modas, a la necesidad de ostentación de élites económicas emergentes y de entidades especulativas en crecimiento, sin olvidarse de que la normativa patrimonial pueda poner trabas a los movimientos de los bienes y así limitar la amplitud geográfica de su mercado. Junto a estos parámetros de difícil cuantificación pecuniaria, existe otro cuya ponderación es, si cabe, más difícil de establecer, nos referimos al valor histórico o cultural. En el ámbito de los museos coexisten, además, dos líneas argumentales para las nuevas adquisiciones: los criterios de colección, que tras evaluar la colección estable, señalan sus carencias o sus oportunidades de ampliación; y los criterios de valoración, que tienen como objetivo estimar el precio de una pieza dada. Esta coexistencia implica mutuas interferencias que influyen en el precio de compra. Los criterios de colección, en primer lugar han de centrarse en cubrir las lagunas que puedan existir en cuestiones temáticas o cronológicas dentro del ámbito de un museo, o ayudar a contextualizar colecciones existentes; y, en segundo lugar, podrán centrarse en responder a una determinada demanda social, o mantener el prestigio del museo en una actitud de competitividad frente a otras instituciones. Mientras que los criterios de valoración se centran en el valor intrínseco (precio del oro), la autenticidad del objeto, el estado de conservación y la relevancia cultural; asumiendo correctores de valorización (rareza, calidad, procedencia conocida y relación identitaria) y de desvalorización

(abundancia,

mediocridad,

descontextualización

geográfica

y

disociación cultural). Toda esta subjetividad se atenúa con la existencia de prospectos o testigos de transacciones, que hayan sido realizadas en un mercado semejante.

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Teniendo en cuenta todos estos criterios, parámetros, elementos correctores y varios caracteres distorsionadores, la tasación objetiva se puede convertir en un objetivo inalcanzable; la única posibilidad real de poder lograrlo es mediante la presencia de algunos testigos próximos (tanto en similitud formal y cronocultural, como en proximidad geográfica), y que se hayan realizado en fechas actuales. La falta de consistencia de las tasaciones se hace más patente en piezas arqueológicas poco comunes, pondremos dos ejemplos, infrecuentes, pero esclarecedores de los distintos tipos de transacciones y los variados resultados que pueden ofrecer. El primer ejemplo es de una tasación llevada a cabo por el Estado para indemnizar al propietario de los terrenos donde se ha descubierto un bien arqueológico. El caso de la Dama de Baza es paradigma de la actuación torpe y abusiva llevada a cabo por la Administración, basada en una valoración de parte que abusa de su posición de preeminencia. Soslayando la cuestión litigiosa entre el descubridor y el propietario de los terrenos, la escultura fue hallada en el transcurso de una excavación autorizada, que al extralimitar su extensión, penetrando sin autorización en un predio vecino (20/07/1971), se transforma en una excavación ilegal; en buena ley los frutos de esa acción ilegal debieran ser considerados como propiedad del Estado. Sin embargo el Tribunal Supremo, en sentencia del 22 de abril de 1976, ordena que el Estado indemnice al propietario de los terrenos con la mitad del valor del justiprecio que resuelva una tasación oficial (Álvarez, 1976). La comisión de valoración, formada entre otros por Antonio Blanco Freijeiro (Orden Ministerial de 24 de septiembre de 1976), resuelve una tasación de cuatrocientas cincuenta mil pesetas. Para agrandar el esperpento, el propio Ministerio manda realizar tres copias de la pieza, una de ellas para regalársela al propietario de los terrenos, pagando por el lote un millón ochocientas mil pesetas (Lacuesta, 2006: 137), o sea, seiscientas mil pesetas por cada una. Para llegar a una tasación semejante el tasador muestra una notoria parcialidad, o un completo desconocimiento del mercado: es insólito pensar en una copia con mayor precio que el original histórico. Como era lógico la cuestión no se zanjó ahí; tras diez años de litigio el Tribunal Supremo, en sentencia de 10 de febrero de 1987, fijó un nuevo justiprecio en treinta millones de pesetas, una cantidad que el propio Tribunal y el nuevo perito designado para la causa (Fernando Chueca Goitia) consideraron como “sumamente prudente” (Andrade, 2009: 2546). El segundo ejemplo se trata de una pieza vendida en una sala de subastas internacional. En estas salas habitualmente se utiliza el tipo de subasta ascendente o 154

inglesa, en la cual el precio se va incrementando sucesivamente hasta que una puja no es superada por ninguna otra (McAffe, McMillan, 1987). Este tipo es el más habitual, la casa de subastas establece un precio estimado, abriendo las pujas con el precio de salida que puede ser algo inferior y constituirá el precio mínimo de venta; el vendedor puede establecer un precio de reserva, por debajo del cual no se adjudicará puja alguna. El ejemplo corresponde a un brazalete de oro subastado en la sala que Christie’s tiene en South Kensington (Londres), bajo la denominación de “A Celtic solid gold bracelt”, incluido en el Lote 139 de la subasta de Antigüedades del 2 de mayo de 2013. Se trata de una pulsera o brazalete de procedencia portuguesa, adquirida antes de 1979 en Suiza a un coleccionista portugués, es de oro macizo con una masa de 599,30 gr, la pieza fue recogida en un estudio de mediados del siglo pasado (Cardozo, 1959). Los tasadores de Christie’s lo vinculan con lo céltico (como elemento de valorización) y la Edad del Hierro, sugiriendo una cronología alrededor del 1.000 a.C., sin embargo ha de encuadrarse en el complejo tecnológico Villena-Estremoz adscrito al Bronce final, de caracteres orientalizantes, con una datación que va desde el siglo XVIII al VIII a.C. (Ruíz-Gálvez, 1992; Ambruster, B., 1995; Ambruster, B., Perea, A., 1994). Para el brazalete se estimó un precio entre £40,000 y £60,000, con un valor intrínseco (del metal) de £14,650, rápidamente se adjudicó a un comprador anónimo en £517,875, unos 606.000€ (Christie’s, 2013), multiplicando por diez la estimación menos conservadora.

5.

MOVIMIENTOS

Y

TRANSMISIONES

DE

LOS

OBJETOS

ARQUEOLÓGICOS

A comienzos del siglo XX se toma conciencia de la necesidad de limitar o dificultar la salida del país de bienes arqueológicos, más por su valor histórico que económico, como había sucedido con anterioridad. La Ley de 7 de julio de 1911, el Real Decreto de 16 de febrero de 1922, el Real Decreto-ley de 9 de agosto de 1926 y el Real Decreto de 2 de julio de 1930, establecen y retocan procedimientos para su exportación, considerando algunos bienes como inexportables (obras cuya salida del Reino constituya grave daño y notorio perjuicio para la Historia, la Arqueología y el Arte) e imponiendo una tasa o impuesto progresivo para aquellos autorizados. Por otra parte, estas disposiciones van incluyendo, con el paulatino aumento de la tutela pública, los mecanismos para establecer la compra preferente por parte del Estado, singularizado

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ahora con los derechos de tanteo y retracto; figuras que son abordadas por A. Gomiz Macein en este mismo volumen. La Segunda República, testigo de las turbulencias sociopolíticas del primer cuarto de siglo, y de los escasos efectos que la legislación anterior tuvo para frenar el continuo expolio del Tesoro Artístico Nacional, centra sus esfuerzos en reducir la frecuente ocultación, exportación ilegal y destrucción de bienes muebles, especialmente ante el temor de una exportación masiva como consecuencia de la proclamación del 14 de abril. Apresuradamente promulga el Decreto de 22 de mayo de 1931, donde se dictan “medidas urgentes” que limitan la transmisión de bienes entre Entidades y personas jurídicas; señalando la obligatoriedad de contar con permiso previo del Ministerio para la enajenación de aquellos con una antigüedad mayor de 100 años, teniéndola que realizar mediante escritura pública. La Ley del Tesoro de 1933, establece la venta libre entre particulares y entidades mercantiles, cuando el precio de los objetos sea inferior a “50.000 pesetas oro”, en caso contrario se debería dar cuenta a la Junta Superior del Tesoro Artístico, formalizar la transmisión mediante escritura pública y abonar los “derechos reales” (impuesto sobre transmisiones) correspondientes. Respecto al mercado internacional, señala la prohibición de exportar sin permiso, procediendo a la incautación de las exportaciones ilegales; cuando sean autorizada la salida de un bien se tendrá que abonar una tasa en función del valor que su propietario haya declarado, cantidad por la que el Estado podrá adquirirlo, considerando ese valor como una oferta de venta irrevocable. Por otra parte se toman medidas para evitar la dispersión de los objetos que formen colecciones privadas. Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, intenta adaptar la legislación republicana a una nueva situación sociopolítica. Respecto al comercio exterior de antigüedades, presenta pocas novedades, destacando la prohibición de exportación de Bienes de Interés Cultura o aquellos que sean considerados inexportables (como medida cautelar hasta la incoación del expediente de BIC). Mientras que en el mercado interior deroga las disposiciones republicanas sobre la integridad e indivisibilidad de las colecciones. A partir de entonces se establece (Decreto 111/1986; Decreto 65/1994) la obligatoriedad de comunicar a la administración la existencia de un bien de interés arqueológico antes de proceder a su venta o transmisión a terceros, siempre que su valor sea igual o superior a 1.000.000 de pesetas y tenga más de cien años de antigüedad, extendiéndose esta obligación a BIC’s, y Bienes Inventariados. El mercado exterior compete únicamente al Estado, mientras 156

que las autonomías ejercen las competencias sobre el mercado interior; en algunas de ellas, como la asturiana (Ley del Principado de Asturias 1/2001, de 6 de marzo, de Patrimonio Cultural), se limita la salida fuera de la comunidad de bienes susceptibles de formar parte del Inventario General.

6. EL RÉGIMEN SANCIONADOR SOBRE SUPUESTOS ILÍCITOS SOBRE EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO

El régimen sancionador sobre esta materia es un tema muy controvertido, no solo por los conflictos entre las distintas normativas, o por cuestiones competenciales, sino, sobre todo, por la ambigüedad del legislador al definir el bien a proteger. Situación que ve agravada por la precariedad del estado de los inventarios de bienes muebles e inmuebles de naturaleza arqueológica. El vigente Código Penal, pese a las mejoras introducidas, no llega a establecer un modelo adecuado de protección, donde el interés social (argüido por los poderes públicos) se subordine al interés patrimonial; esta cuestión atañe especialmente a los bienes inmuebles cuando son sacrificados en aras de la sociedad (o de lo que sus gobernantes entienden como tal). En el caso de los bienes muebles, señala que se considerarán agravantes aquellos ilícitos realizados sobre bienes de dominio público (Gómez de Liaño, 2006), tales como hurto, robo con fuerza, estafa, apropiación indebida, malversación y contrabando; sin embargo no se tiene presente la receptación, ni la compra por encargo. El apoderamiento de piezas arqueológicas valoradas en más de 400€, se puede considerar como hurto o apropiación indebida, pues, al ser consideradas de dominio público, son propiedad del Estado (Benítez, Sánchez Sierra, 1995). Únicamente si se daña el objeto, a sabiendas de su carácter histórico, se podrá hablar de dolo. Además. Y no se tipifica penalmente el daño social por privar a la sociedad del conocimiento de objetos o datos históricos destruidos. Con respecto al movimiento de objetos, se considera contrabando aquella exportación de bienes culturales sin autorización; aunque algunos juristas defienden que para ser considerado contrabando estos bienes tendrían que estar catalogados o inventariados formalmente (Romero, 2000). El ilícito de contrabando se pena con un máximo de tres años y una multa proporcional hasta el triple del valor de los bienes; bienes, que por supuesto, son comisados. Se considera delito cuando su valor es

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superior a 18.030€, e infracción cuando es inferior. Como nuestra de la continua descoordinación legislativa, vemos que los delitos tienen una prescripción menor que las infracciones, y que el agravante de reiteración se establece en un lapso de tiempo mayor a las prescripciones; tal es la incoherencia que se puede llegar a considerar como agravante actos cuya responsabilidad se encuentre ya extinguida. La cuestión administrativa no es más halagüeña, la Ley 16/1985 sanciona con multa que asciende al cuádruple del valor del daño causado, cuando este pueda ser valorado económicamente, en caso contrario establece tres tramos de sanciones. El primero hasta 10.000.000 ptas. (60.000€), por el incumplimiento, entre otros, del deber de comunicar la venta de bienes con un valor superior a los 1.000.000 ptas., o de no comunicar el hallazgo ocasional de restos arqueológicos. El segundo hasta 25.000.000 ptas. (75.000€) para la realización de excavaciones arqueológicas e intervenciones ilegales que afecten a yacimientos. Y el tercero, hasta 100.000.000 ptas. (600.000€), por la exportación ilegal de los indefinidos bienes que integran el Patrimonio Histórico Español (Art. 5). En términos generales el tratamiento de los ilícitos contra el Patrimonio Histórico raya lo rocambolesco, las normativas sancionan más los administrativos que los penales. Para visualizar esta situación pondremos el ejemplo de la exportación ilegal, según el régimen administrativo la sanción oscilaría entre 75.000 y 600.000€, mientras que la penal, valorando la pieza en 20.000€ tendría una multa hasta 60.000€. La completa descoordinación entre las comunidades autonómicas en tipificación de infracciones aumenta la confusión y los errores legislativos. En Galicia, la Lei 8/1995 de Patrimonio Cultural castiga severamente el hacer obras sin permiso en un bien inventariado, pero no sanciona la destrucción del mismo; su mayor absurdo resulta de haber intercambiado en todo su desarrollo la palabra “podrá” por “deberá”, consecuencia de lo cual el gobierno gallego es quien más incumple su propia normativa. Una cuestión de especial interés, al comparar las normativas de las distintas comunidades autónomas, corresponde con la disparidad de criterios en la calificación y tipificación de los ilícitos administrativos, y en lo absurdo de sus prescripciones. Las infracciones administrativas prescriben entre cinco y diez años, en el mejor de los casos, el doble de los penales, pues en algunas comunidades como Galicia, establecen una imprescriptibilidad de facto al iniciar el plazo cuando se comete la infracción, o cuando la administración se entera de su comisión.

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Como muestra del taifismo normativo existente, el uso de detectores de metales es paradigmático, en algunas comunidades se prohíbe su uso sobre zonas arqueológicas, en otras se equipara con una excavación ilegal, y en otras no se tiene presente. La problemática de su uso para el expolio de yacimientos arqueológicos es evidente, desde hace más de treinta años el Consejo de Europa se insistía, con la Directiva 921/1981, en la recomendación de instituir un sistema de licencias o registro de detectores, y, con la Convención de Malta de 1992, se expresaba la necesidad de tomar medidas para la protección del patrimonio arqueológico y regular el uso de detectores sobre yacimientos (Mariné, 1996); España no ratificará esta convención hasta el año 2011 (BOE, 173 de 20/07/2011). Aunque algunos pretendan equiparar la tenencia de un detector de metales con la de un arma de fuego, y su uso sobre un yacimiento arqueológico con la caza furtiva en una Reserva Natural (Santos, 2002), lo cierto es que no se puede considerar ilícito el buscar metales e, incluso, monedas de menos de 100 años. El uso de los detectores sobre yacimientos arqueológicos se puede calificar como hurto o apropiación indebida, y como hurto agravado con daños, cuando las remociones causen daños al registro arqueológico y a las estructuras. Pero si no se produce la detención usando el detector sobre un yacimiento, cuya existencia sea conocida para el presunto infractor, y portando herramientas de excavación, los expedientes tienden a archivarse, devolviéndole al detectorista los objetos ocupados (Roma, 2001). La comercialización de objetos procedentes de expolio, unido al afán coleccionista desmedido rallando en cierta patología psiquiátrica, fomentan una búsqueda constante de piezas y el aumento del valor de mercado (Rufino, 2012); la existencia de una fuerte demanda y el menguado éxito de las medidas administrativas para frenar el expolio, estimulan el mercado ilegal de bienes culturales La actitud de los museos frente al mercado ilícito, es un tema espinoso, pues es fácil potenciar este mercado adquiriendo bienes de oscura procedencia, vulnerando además la Convención de la UNESCO de 1970 (ratificada por España en 1986) para reducir la compra de objetos arqueológicos de origen dudoso. Sin embargo, cuando en un museo se tiene noticia de la existencia de alguna pieza de interés, pueden surgir una serie de opciones en el modo de actuar (Fernández Gómez, 1996): una primera opción sería no hacer nada, dejando que la pieza se pierda y se substraiga a la sociedad para incluirse en una colección privada; también se puede denunciar para que la autoridad policial actúe e intente recuperar la pieza, pero así se cierra el canal de información y no

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nos enteraremos de otros hallazgos; o se puede comprar para el conocimiento y disfrute de la sociedad, aunque con ello se potencia el mercado ilegal.

7. CONCLUSIONES

Más que conclusiones, quisiéramos ofrecer una serie de reflexiones sobre ciertos aspectos que promueven la desprotección de los bienes arqueológicos. Debemos tener en cuenta que esta protección debe compatibilizar la esfera pública de los bienes arqueológicos, con el derecho a la propiedad privada. El marco normativo en materia patrimonial es especialmente torpe en la definición del objeto a proteger y de las actividades sujetas a autorización previa. Los inventarios o catálogos administrativos reflejan unos porcentajes bajísimos sobre la realidad patrimonial, llegando al absurdo de no comunicar a un propietario que en su terreno se encuentra un BIC. El bajo índice de condenas, motivado por deficiencias de la propia normativa, no causa el deseado efecto disuasorio, disfrutando los expoliadores de cierta impunidad; y en otros casos, cuando los hallazgos se deben al azar, la mayoría de las piezas acaban ocultándose en el ámbito privado de sus descubridores. La falta de concienciación social para la valoración del Patrimonio Cultural como algo propio de la comunidad, es el verdadero problema, pues al considerarlo como algo ajeno se tolera su destrucción o su transmisión ilícita. En cuanto al valor de los bienes, dejando a un lado la dificultad de establecer el precio de mercado, se ha de superar este criterio como elemento determinante en el ámbito sancionador, pues su valor sobrepasa el ámbito material, y lo inmaterial tiene un valor incalculable. También debieran superarse atávicas tacañerías y otorgar indemnizaciones sobre hallazgos casuales que permitieran aumentar el número de sus entregas.

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165

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Ley 8/1995, de 30 de octubre, de Patrimonio cultural de la Comunidad Autónoma de Galicia (DOG, 214 de 08 de noviembre de 1995).

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Novísima Recopilación de las Leyes de España de 1805, ley III, título XX, libro VIII, “Instrucción sobre el modo de recoger y conservar los monumentos antiguos, que se descubran en el Reyno, baxo la inspección de la Real Academia de la Historia”.

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Real Decreto de 16 de febrero de 1922, sobre exportación de objetos artísticos (GM, 50, de 19 de febrero de 1922),

166

Real Decreto-Ley de 9 de agosto de 1926 sobre protección y conservación de la riqueza artística (GM, 227, de 15 de agosto de 1926).

Real Decreto de 2 de julio de 1930 sobre enajenación de obras artísticas, históricas o arqueológicas (GM, 186, de 5 de julio de 1930).

Real Decreto 111/1986, de 10 de enero de desarrollo parcial de la Ley 16/1985 de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español (BOE, 24, de 28 de enero de 1986).

Real Decreto 64/1994, de 21 de enero, por el que se modifica el Real Decreto 111/1986, de 10 de enero de desarrollo parcial de la Ley 16/1985 de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español (BOE, 52, de 02/03/1994).

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167

ISBN: 978-84-608-1595-2 EDITA: Fundación Sierra Pambley (León)

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons ReconocimientoNoComercialSinObraDerivada 3.0 Unported.

3

7as JORNADAS DE MUSEOLOGÍA: EL MERCADO DEL ARTE, LOS MUSEOS Y LA CULTURA

INDICE

PRESENTACIÓN

6

PONENCIAS

FUROR DEL ARTE: TRES HISTORIAS EJEMPLARES

7

Luis Grau Lobo. Director del Museo de León.

CUESTIONES JURÍDICAS SOBRE LA RELACIÓN DE LOS MUSEOS CON

26

EL MERCADO DEL ARTE Almudena Gomiz Macein. Alarte Abogados.

ADQUIRIR PARA CONTAR: LOS ULTIMOS VEINTE AÑOS DEL MUSEO

38

NACIONAL DE ESCULTURA Manuel Arias Martínez. Subdirector del Museo Nacional de Escultura.

COLECCIÓN BANCO SANTANDER. UNA COLECCIÓN DE

60

COLECCIÓNES Mª Rosario López Merás. Directora de Proyectos Culturales de la Fundación Banco Santander.

REAL ACADEMIA DE ESPAÑA EN ROMA ¿PREMIO O CASTIGO? LO

72

QUE DEBERÍA SER EL TRAMPOLIN HACIA EL MERCADO DEL ARTE Enrique Martínez Lombó. Real Academia de España en Roma.

ARCOMADRID, UNA HERRAMIENTA PARA EL MERCADO

109

Carlos Urroz Arancibia. Director ARCO Madrid.

4

EL APASIONANTE “VICIO” DE COLECCIONAR

124

Fernando Castro Flórez. Universidad Autónoma de Madrid.

COMUNICACIONES

EL VALOR DEL ORO ANTIGUO. NECESIDDAD DE PRESERVACIÓN

143

PÚBLICA Y RIESGO DE ESTÍMULO PARA EL MERCADO ILÍCITO Eduardo Ramil Rego. Director del Museo de Prehistoria e Arqueoloxía de Vilalba.

LAS ADQUISICIONES DEL MUSEO NACIONAL DE ESCULTURA.1931-

168

1935. LA ESCULTURA ESPAÑOLA DE LOS SIGLOS XVI A XVIII EN EL MERCADO DEL ARTE DE LOS AÑOS 30 Ana Gil Carazo. Departamento de Comunicación del Museo Nacional de Escultura.

LA MERCANTILIZACIÓN DEL PATRIMONIO DEL EXILIO: DISPERSIÓN

187

VERSUS COLECCIÓN EN LAS INSTITUCIONES MUSEÍSTICAS Inmaculada Real López. UNED.

LAS COLECCIONES REALES Y LA POLÍTICA DE ADQUISICIÓN DE

211

OBRAS DE ARTE DE PATRIMONIO NACIONAL Ariadna González del Valle. Patrimonio Nacional.

COLECCIONISMO ARTÍSTICO EN LOS MUSEOS DE OVIEDO (1889-

225

2014) Y GIJÓN (1965-2014): MODOS DE ADQUISICIÓN Y SU RELACIÓN CON EL MERCADO ARTÍSTICO Juan Carlos Aparicio Vega. Universidad de Oviedo.

PATROCINADORES

243

5

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