El uso social del tatuaje en la posmodernidad: las identidades sociales a través de la tinta

May 27, 2017 | Autor: Julia Melián Furest | Categoría: Michel Maffesoli, Antropología, Antropología Visual, Posmodernidad, Tatuaje como praxis simbólica, Tatuajes
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FACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN UDELAR

EL USO SOCIAL DEL TATUAJE EN LA POSMODERNIDAD Las identidades sociales a través de la tinta María Julia Melián 29/07/2016

TABLA DE CONTENIDO

 Introducción o Cuerpo y Corporeidad o El tatuaje: una práctica milenaria  Desarrollo o El uso social del tatuaje en la posmodernidad:  El tatuaje como aglutinante social  El tatuaje como bandera de rebeldía  El tatuaje como testimonio de vida o El tatuaje en un contexto globalizado  Conclusiones  Bibliografía

INTRODUCCIÓN El tatuaje es una práctica milenaria, pero ¿guarda hoy día la misma naturaleza que en sus orígenes? En el presente trabajo se pretende estudiar el tatuaje hoy día en tanto práctica social. Para ello, se partirá de una introducción que nos permita ubicarnos teórica e históricamente. En este sentido, a favor del primer punto y para comenzar, se hará una breve revisión teórica del concepto de cuerpo, confiando en que tener una visión clara de esta noción permitirá comprender mejor un fenómeno que se materializa en sus mismos límites. Para continuar, se expondrá a rasgos generales el trayecto histórico del tatuaje. Realizando este viaje en el tiempo, seremos capaces de contextualizar y comparar los usos sociales de esta práctica en nuestra sociedad actual con respecto a las sociedades del pasado. Una vez que se cuente con los lineamientos de los puntos mencionados, proponemos ubicarnos en la posmodernidad para estudiar, según Maffesoli, la revalorización del rol de las imágenes hoy día. En este sentido, contemplando los tatuajes en tanto imágenes, argumentaremos sobre su posible sentido social aglutinante. Para no limitarnos a una única faceta de esta práctica, buscaremos estudiar las demás posibilidades que el tatuaje nos brinda: el uso social en cuanto grito de rebeldía y símbolo de distinción, y el uso social exteriorizante de la identidad personal como espejo de la dimensión íntima del individuo. Habiendo analizado los posibles usos sociales del tatuaje, pasaremos a plantear la problemática que un mundo globalizado conlleva: ¿cómo lucha el tatuaje para sostener su significación social original cuando el capitalismo lo convierte en un objeto de consumo? Para finalizar, se pretende destacar de forma resumida los puntos más importantes desarrollados durante el trabajo, agregando en este caso ciertos comentarios personales y una conclusión general.

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Cuerpo y corporeidad Durante la modernidad, el predominio del racionalismo y el dualismo llevaron a que el cuerpo fuera considerado un mero objeto por la sociedad; plausible de ser disociado del verdadero “ser”, este quedaba siempre subordinado al control de la razón o el alma (Le Bretón, 2002). Tal como lo expresa Silvia Citro: “En dicho enfoque, en el que el modelo que instaura la filosofía de Descartes será clave, el cuerpo se escindía de la razón o el espíritu, pasando a constituir el término no valorado de la relación, un mero 'objeto' que se 'posee' en oposición a la razón o el espíritu, que definían al 'ser'” (2004:2).

Si bien ya a mediados de la década de los treinta, Marcel Mauss (1936) señalaría la importancia de las “técnicas corporales” entendidas como “la forma en que los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional” (1936:337), no sería sino hasta ya avanzada la segunda mitad del siglo XX que se comenzara a consolidar una noción de cuerpo social/cultural a través de los incipientes delineamientos de la antropología del cuerpo. En este sentido, más allá de las apariciones específicas pero esporádicas que podrían haberse dado previamente, el cuerpo permanece como un tema desproblematizado, asociado principalmente al dominio de las ciencias básicas (Lock, 1993). A este respecto, Le Bretón (2002) señala que la sociología del cuerpo está presente de forma implícita desde los inicios del pensamiento sociológico a través de estudios críticos de la degeneración de las poblaciones pobres, de la condición obrera o de las antropometrías, pero que es recién a mediados de los años sesenta que la noción de cuerpo hace su entrada real en el campo de las ciencias sociales con la participación de teóricos como J. Baudrillard, M. Foucault, N. Elias, P. Bourdieu, E. Goffiman, M. Douglas, R. Birdwhistell, B. Turner o E. Hall. Es esta nueva antropología del cuerpo la que trae consigo la idea de que el hombre construye socialmente su cuerpo, es decir que las cualidades del cuerpo las produce el mismo hombre, y no viceversa, a través de su interacción con los otros y su inmersión en el campo simbólico (Le Bretón, 2002).

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Desde esta perspectiva, existen gestualidades, expresiones emocionales, formas de percepción sensorial y técnicas de movimiento corporal específicas de cada grupo social acompañadas de representaciones, significaciones y valoraciones muy variadas en relación a la noción de cuerpo. Dentro de este marco: “Podemos identificar una determinada visión de mundo en una determinada sociedad histórica (...), porque la cultura del cuerpo constituye una clave sígnica que nos habla de una determinada sociedad y de una determinada época. Se trata de una construcción humana sobre un elemento de la naturaleza. La sociedad lo modela y ha sido objeto de cambio” (2002: 8).

De este modo, el cuerpo se configura como una construcción simbólica tallada por las influencias sociales, culturales y demás, a la vez que aparece como medio y espacio donde se fijan las estructuras éticas y estéticas predominantes, lo que Bourdieu (1986) llama “producto social”. A este respecto, Alcoceba (2007) manifiesta que la apariencia resulta del proceso de mediación entre el yo íntimo y el yo social, tal como si existiera una fachada externa a través de la cual se mostrara parte del mundo interior. Siguiendo este hilo, el autor señala que la apariencia solo puede ser entendida en su significado social, es decir en el desarrollo de las interacciones que se dan entre los individuos a través de la comunicación que se hace de los cuerpos desde el primer contacto visual. De esta manera, el cuerpo se considera un reflejo tanto social como cultural. De todas formas, cabe destacar que si bien, como ya mencionamos, cada cultura establece los usos sociales del cuerpo y determina a través de signos y representaciones los valores y las normas que regulan el cuidado y mantenimiento del cuerpo hasta los intercambios sociales, Alcoceba (2007) señala que la forma en que se vivencian estos códigos culturales depende de la dimensión personal. Es así que podemos decir que “la imagen externa es de algún modo la representación que el sujeto se hace del ser humano, la cual aprende más o menos conscientemente a través del contexto social y cultural de su historia personal” (Alcoceba, 2007:77).

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El tatuaje: una práctica milenaria Si bien no existe consenso alguno sobre el origen de esta práctica, los autores hablan de un posible foco euroasiático que se extendería alrededor del 1000 A.C hacia India, China, Japón y las islas del Pacífico (Ganter, 2005). La evidencia más antigua del tatuaje la encontramos en los restos óseos descubiertos en 1991 en los Alpes italianos correspondientes a un cazador neolítico con la espalda y las rodillas tatuadas cuya datación señala aproximadamente 5.300 años de antiguedad. No obstante, previo a este descubrimiento se contaba como referencia más antigua la momia de una sacerdotiza egipcia cuyo cuerpo estaba tatuado en su totalidad con dibujos decorativos de puntos y líneas, probablemente de carácter sagrado, que se estima vivió en Tebas alrededor del 2000 A.C (Ganter, 2005). Algunos autores señalan que el uso de los tatuajes en la antigüedad podría haber tenido fines bélicos, siendo un método que utilizaban los guerreros persiguiendo el objetivo de impresionar y asustar a los enemigos en el campo de batalla. De esta misma situación se sostiene que derivan los nombres de dos tribus bárbaras de las islas británicas: los pictos y los britones. Por otro lado, se sabe que los romanos no practicaban el tatuaje, lo que servía para distinguirlos de los bárbaros, pero sí lo usaban como castigo. Además, tanto los fenicios como los griegos se tatuaban: los primeros, generalmente en la frente, y los segundos con diseños de serpientes, toros y motivos religiosos (Valentí, 2009). Con respecto a los cristianos, es conocido que rechazaban los tatuajes por considerarlo una práctica pagana y pecaminosa. En su creencia de que Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza, cualquier forma de alteración del cuerpo resultaba una ofensa. Por esta misma razón, en el año 787 A.C, el papa Adriano I prohibió cualquier tipo de tatuaje. La inquisición también persiguió a quienes llevaban tatuajes, acusándolos generalmente de brujos y herejes. Sin embargo, más adelante en la historia, el surgimiento de los gremios de artesanos durante la Baja Edad Media y la expansión de viajes de ultramar durante el Renacimiento, dieron paso a una difusión de esta costumbre, incluso en el Nuevo Continente (Lopes da Silva, 2015). En la revisión bibliográfica que hace Ganter (2005) sobre la historia del tatuaje, se llega a la conclusión de que en la antigüedad esta práctica tenía un carácter significativamente más ritualista que en el mundo actual. Según el autor, existía la creencia de que los tatuajes protegían contra las desventuras y enfermedades. Por otro lado, señala que los tatuajes servirían de identificadores de prestigio social en referencia al rango o la

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pertenencia

a

un

grupo

determinado. En este sentido, el autor

toma

como

ejemplo

etnográfico a los maoríes: grupo de individuos que solían tatuarse la cara como signo de distinción. En este caso, era normal que el respeto hacia una persona se midiera

en

complejidad Además,

el

función de

sus

dibujo

de

la

tatuajes. que

los

individuos se tatuaban en la cara volvía a cada persona única e inconfundible, pudiendo servir en algunos casos, a su vez, como firma de documentos. De este modo, el tatuaje era parte cotidiana y espiritual de la vida de los con una profunda Modelos indígenas de tatuaje, escultura en madera, maoríes, finales del siglo XIX. Arriba: Dos rostros de hombre. connotación personal, pero un Abajo: Rostro de mujer. Extraído de A. Hamilton, fuerte significado cultural y social op. cit, en Lévi-Strauss, 1974.

a la vez: “Él tatuaje maorí no

sólo está destinado a grabar un diseño en la carne, sino también a imprimir en el espíritu todas las tradiciones y la filosofía del grupo” (Lévi-Strauss, 1974:279). Cabe señalar que casos similares se daban a lo largo de todo Oceanía, donde los tatuajes solían estar restringidos a los jefes o individuos de mayor estatus social: los tatuajes eran representaciones directas y evidentes que permitían reconocer cierta diferencia social a primera vista (Ganter, 2005). En relación al tatuaje en la sociedad occidentalizada, Sierra Valentí (2009) señala que, poco tiempo atrás, los tatuajes también funcionaban como indicadores de cierta pertenencia social; identificaba grupos de individuos tales como presidarios, prostitutas, legionarios o marinos, a los que se les sumarían posteriormente los consumidores y traficantes de drogas. En las cárceles, el tatuaje era una práctica común según el autor.

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En este sentido, para los carcelarios, tatuarse su propio nombre era una forma de reafirmar su personalidad.

Ejemplos de tatuajes carcelarios, motivos religiosos. Extraído de Álvarez y Sevilla, 2002.

Otras veces, los tatuajes se relacionaban a la milicia, siendo por parte tanto de la legión, como de los regulares o la marina. Muchos de estos tatuajes se realizaban durante el servicio militar, pudiéndose entender como rituales de paso en cierta medida (Valentí, 2009). A este respecto, Ganter (2005) manifiesta que más allá de estos casos no es sino hasta finales de los años sesenta que se puede comenzar a hablar con consistencia del tatuaje y los tatuadores occidentales. Según este autor, entrando desde las zonas portuarias el tatuaje se expandería con mayor intensidad durante la década del setenta, particularmente en las clases medias altas que lo considerarían una forma de extravagancia. Posteriormente, bajo el impulso de los movimientos juveniles que emergieron, proliferaron y se desarrollaron en escenas culturales subterráneas tales como el punk, heavy, rocker y otras tendencias, los jóvenes cobrarían más interés por el tatuaje. Este autor hace hincapié en la idea de que el tatuaje despertaría en los jóvenes un sentimiento de pertenencia grupal, funcionando como mecanismo de producción de alteridad, “su inscripción en el cuerpo representaba distancia y diferenciación del mundo adulto y de la cultura hegemónica” (Ganter, 2005:35). Más tarde, según el mismo autor (2005), durante los años 90', el importante auge de la mass-mediatización, dio paso a una potencialización de estilos y corrientes juveniles que comenzó a construir una industria hoy en día ya consolidada.

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DESARROLLO El uso social del tatuaje en la posmodernidad

El tatuaje como aglutinante social

Así como el Renacimiento supuso el fin del orden medieval, se sostiene que, de forma similar, durante el siglo pasado comenzaron a efectuarse importantes cambios epistemológicos en la sociedad occidental que darían fin a la modernidad. A este respecto, en una entrevista publicada por el diario La Nación (2006), Michel Maffesoli manifiesta que dicho pasaje es el resultado de una saturación de los valores del momento. El autor considera que tal como en la química sucede que las moléculas de un cuerpo se saturan formando la composición de un cuerpo nuevo; en la historia los grandes valores que marcaron los siglos XVII, XVIII, XIX, y hasta los años 50 o 60 del XX, también sufrieron una saturación que dio lugar a nuevos valores debido, simplemente, a que en un momento determinado se llegó a una fatiga del paradigma reinante. A su criterio, las nuevas generaciones centran el foco en el presente y la importancia de la idea ecológica como alternativa al mito del progreso. Además, con respecto al predominio de la razón, pilar fundamental de las sociedades modernas, Maffesoli señala el retorno del afecto y del sentimiento por sobre el poder de la razón (http://www.lanacion.com.ar, 2005). Dentro de este marco, Maffesoli (1996) hace hincapié en la transformación sustancial del rol de la imagen en relación a la noción de sujeto. A ojos del autor, la imagen cambia su naturaleza en la posmodernidad como un correlato de los cambios desarrollados dentro de la concepción de identidad individual. De este modo, la posmodernidad trae consigo una crisis de la categoría de identidad que abre paso a nuevas formas de socialidad. Estas nuevas formas persiguen la disolución de las identidades individuales a favor del nacimiento de una nueva identidad vinculada al sentimiento vivencial de comunidad, es decir del conjunto. Antagónicamente a la modernidad, la posmodernidad exalta cierto narcisismo colectivo arraigado en una socialidad desindividualizante, que se expresa por Maffesoli como “el desplazamiento desde la lógica de la identidad hasta la lógica de la identificación” (Maffesoli, 1996:17). Dentro de este marco, resulta razonable para Maffesoli la efervescencia de la imagen,

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puesto que significa una forma de realzar la importancia de una cultura proxémica. El autor (2003) afirma que la omnipresencia de la imagen en la vida social remite a un imaginario como una suerte de inmaterialidad en donde la imagen cobra un valor particular. Este mundo imaginario se consolida como la base en la que se funda el sentimiento de comunidad compartido puesto que “el vínculo se configura alrededor de imágenes que compartimos con los demás, pudiendo tratarse de una imagen real o de una imagen inmaterial, o incluso de una idea con la que comulgamos, cualquiera que sea” (Maffesoli, 2003:152). Por medio de ella, la materialidad manifiesta su sentido de congregación simbólica mientras el espíritu social se vuelve carne. Es así que la imagen se convierte en signo de agregación social, respondiendo a una eficacia social de congregación de individuos. Desde esta visión, se desprende la posibilidad de contemplar los tatuajes como un medio a través del cual las imágenes no solo cumplen, sino potencian la función que Maffesoli atribuye les atribuye. En un mundo en el que los grupos proliferan despertando en los individuos fuertes sentimientos de identificación social, esta práctica resulta un modo de reivindicar y fortalecer dichos sentimientos. Las personas, entonces, recurren a grabar en sus pieles aquellas imágenes que identifican al grupo del que se sienten parte; dejando de ser un poco uno para pasar a convertirse en un algo más grande. Es así que el tatuaje, a modo de espejo, se constituye como un reflejo de la realidad social del individuo que lo porta.

Motivo marino. Foto tomada en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

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Futbolistas, religiosos, músicos, fans, hinchas de clubes deportivos, amantes de ciertas actividades u cosas, militantes, partidarios, nacionalistas, madres, padres, hijos,

estudiantes,

profesionales:

es

posible distinguir infinidad de identidades sociales a través de los tatuajes. La piel se vuelve

un

portavoz,

dándonos

la

posibilidad de aprehender a través de sus dibujos las prácticas, los gustos, la ideología, y gran parte de la cosmovisión de quien la habita. De este modo, los tatuajes resultan una suerte de coordenada que nos permite ubicar al individuo en cierto espacio social. A criterio de Ganter (2005), el tatuaje sufrió una resignificación

en

los

contextos

de

las

sociedades

contemporáneas, puesto que pasó de asociarse con ciertos ritos de iniciación ancestrales a referirse a mayormente a

Motivos religiosos. Fotos tomadas en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

estas identidades a las que hacemos alusión. De todas formas, creemos que el carácter identificativo logra perdurar en el tiempo, ya que si bien en el pasado los tatuajes señalaban cierta pertenencia social referida mayormente a la identidad etaria o de rango, como era precisamente el caso de los maoríes, mientras que hoy se inclinan por los diferentes y abundantes grupos sociales, la función que cumplen como símbolo de identificación y agregación social es la misma. De igual modo, poco tiempo atrás, los tatuajes ya eran indicadores evidentes de cierta pertenencia social de la naturaleza actual, entonces referida mayormente a presidarios, prostitutas, legionarios, marinos, consumidores y traficantes de drogas. Consideramos que, hoy en día, este espectro se ha ampliado enormemente dando lugar a muchas otras identidades sociales más allá de las mencionadas (Sierra Valentí, 2009). Desde esta perspectiva, y siguiendo a Rossana Reguillo (1991), entendemos que el tatuaje se forja a través del tiempo y el espacio como un mecanismo exteriorizador de relaciones y campos de fuerza instalados en la conciencia del sujeto: “el tatuaje es una forma de comunicación exclusiva (nosotros frente a los otros), que exterioriza una identidad, sirviéndose del cuerpo como medio de comunicación y de ciertos símbolos que son valorados por el grupo” (Reguillo, 1991:227).

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El tatuaje como bandera de rebeldía Más allá de esto, resulta evidente que, cuando de agrupar se trata, se da una doble experiencia: la de los individuos congregados, y la de los mismos individuos que como grupo deciden diferenciarse de otros. De esta manera, obtenemos dos planos del mismo fenómeno; podemos estudiar el tatuaje como aglutinante social o podemos analizarlo como productor de alteridad. Algunos autores coinciden en contemplar el tatuaje no tanto en su faceta agrupadora, sino por el contrario, como una forma de división y diferenciación. Este interés en la capacidad de exclusión del tatuaje refiere mayormente al afán por estudiar el rechazo de los jóvenes por el sistema del que forman parte. Sierra Valentí (2009), por ejemplo, insiste en que la juventud adoptó el tatuaje como un símbolo distintivo generacional que, favorecido por la vinculación que antes tenía con grupos marginales y el rechazo en general, se tomó como una práctica provocativa y transgresora. Para este autor, se ha dado en las últimas décadas una inversión del uso social del tatuaje: mientras en el pasado esta práctica promovía la integración a determinada colectividad, hoy se puede considerar que los jóvenes lo utilizan no como manera de corresponder al grupo hegemónico, sino como forma de segregarse de este, poniendo la diferenciación por encima de la homogeneización. Para este autor, los tatuajes pretenden evadir el control social sobre los cuerpos, significando una vía de expresión y una forma de distinguirse de la normalidad que los rodea. “Esta metamorfosis corporal, perdurable, expresa la resistencia contra un sistema que ha hecho precisamente de lo evanescente, lo descartable y lo desechable uno de sus valores predilectos. Ante una sociedad que vive pendiente de modas efímeras que intentan imponer a los jóvenes, la permanencia de los tatuajes se alza como el estandarte del nuevo grupo, creado por oposición al anterior” (Sierra Valentí, 2009:318).

De esta manera, el tatuaje es observado como un elemento de desintegración a favor de la desvinculación de la sociedad hegemónica. Desde este punto de vista, en esta ambivalencia que un elemento como el tatuaje presenta, pesa más la exclusión de un mundo social más amplio que la inclusión del grupo que se forma.

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El tatuaje como testimonio de vida

No obstante, aparte de esta dualidad de la función exteriorizante del tatuaje que integrando excluye y excluyendo integra, cabe estudiar otra dimensión más popularizada en los últimos tiempos: la de la esfera de lo íntimo, es decir la historia personal de los individuos. No necesariamente opuesta a la dimensión de lo social, sino en gran parte relacionada ella, es señalada por varios autores (Sevilla y Álvarez, 2002; Laura Pozio, 2004; Alcoceba Hernando, 2007) como un rasgo decisivo del tatuaje. Esta nueva perspectiva hace alusión al tatuaje como “marca semiótica perenne y estática, donde el sentido impreso pertenece a la región de lo privado y donde las condiciones de producción son identificadas y fijas” (Sevilla y Álvarez, 2002:2). De este modo, los tatuajes pueden referir muchas veces a contextos precisos de la vida de quien los porta: un acontecimiento importante, una situación específica, un sentimiento personal.

Motivo musical (Jimi Hendrix). Foto tomada en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

En este caso, los tatuajes pierden su valor puro de aglutinantes sociales, convirtiéndose en, quizás, una forma de canalizar ciertos sentimientos o una manera de construirse a sí mismo para los demás. Hacemos referencia, en este sentido, a la forma en que estas personas transforman su cuerpo a criterio personal plasmando en su piel algo que forma parte de sí mismos como manera de reivindicar este hecho, de hacerlo visible, de compartirlo, de valorarlo, de tenerlo presente de forma más contundente.

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De esta forma, perdiendo ese carácter colectivo, el tatuaje pasa a ser vivido como una experiencia individual que permite una afirmación personal.

Motivos personales. Fotos tomadas en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

“El cuerpo por tanto aparece como el escaparate desde el que los demás examinan y observan nuestras dimensiones individuales y colectivas (…) valores psicológicos, sociales, estereotipos y tópicos, pero también cuestiones identitarias como la pertenencia a grupos, la extracción social. El cuerpo es un lugar de inscripciones de muy diversa índole” (Alcoceba Hernando, 2007:78). El tatuaje como aglutinante social, como unión reforzadora de identidades, como adscripción identitaria basada en símbolos y prácticas sociales; el tatuaje como bandera de rebeldía, como barrera de exclusión, como forma de exilio de cierto sistema, como símbolo generacional distintivo; el tatuaje como testimonio de vida, como portavoz de sentimientos, como reivindicador de rasgos personales: estos tres roles que puede desempeñar el tatuaje se alimentan entre sí, volviendo su delimitación una ardua tarea. Correspondiendo en mayor o menor medida a cierto grado de intimidad, todos ellos apuntan de alguna forma al nivel de lo social. Sin embargo, es posible que se estén dando, hoy día, importantes transformaciones en el uso social del tatuaje gracias a los medios de comunicación masivos.

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El tatuaje en un contexto globalizado En El lenguaje del cuerpo a través del tatuaje, Alcoceba Hernando (2007) hace referencia a las imágenes prefabricadas del cuerpo que se trasmiten día a día a través de medios televisivos o el propio internet. Según este autor, los medios estarían construyendo estereotipos juveniles a escala planetaria que incluirían la aparición de individuos y personajes tatuados, preferentemente en los discursos mediáticos dirigidos a la juventud. De esta manera, se estaría despojando al tatuaje de su significado original, convirtiéndolo en un objeto de consumo. En mundo regido por un modelo de cultura hegemónica en el que prima la belleza sobre las cuestiones ideológicas o personales, “los símbolos aparecen descargados de aquellos significados simbólicos, de manera que no reflejen más que una imagen estética agradable” (Alcoceba Hernando, 2007:87).

Fotos tomadas en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

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CONCLUSIONES A través de este trabajo pudimos notar una y otra vez que el tatuaje se construye como una práctica multidimensional exteriorizante que, pudiendo referir en mayor o menor grado a un nivel social comunitario que a la esfera de lo personal, desde los orígenes y a través de sus distintas expresiones, siempre se formó en el entramado de ambos planos. El resultado es el mismo cualquiera sea el caso: los tatuajes se forjan como una carta de presentación del individuo que los porta, como las coordenadas sociales que nos permiten ubicar a quien habita la piel tatuada en determinado espacio social. De esta forma, una vez más, cuerpo y apariencia pueden entenderse como un proceso de mediación entre el yo íntimo y el yo social. A este respecto, se nos presenta como un punto interesante el reflexionar sobre su dualidad. Si bien hablar de integración siempre signifiqua hacer alusión también a la exclusión, es posible distinguir más de un valor: cuando pesa más diferenciarse del otro distinto a uno mismo que compartir un sentimiento de identidad con determinada colectividad, entonces la piel se vuelve barrera; cuando la unión al interior de un grupo vale más que la distinción de este con respecto a los demás, entonces el cuerpo se convierte en puente. Por otro lado, y contemplando las ideas de Maffesoli, podemos explicar el notable incremento que ha experimentado el tatuaje en las últimas dos décadas como un correlato de la proliferación de grupos sociales y la efervescencia de sus respectivas imágenes compartidas, símbolos de agregación. Por último, inquietante resulta pensar en el tatuaje disociado de su uso social originario. ¿Despojará el consumismo a esta práctica de su máximo y más antiguo sentido social? En un mundo globalizado donde los estereotipos pesan a escala mundial, ¿podrá el tatuaje ganarle a las modas y el consumismo para trascender su primitivo significado social o se convertirá

en

descartable

más

una

industria

liderada

por

tendencias efímeras? Foto tomada en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

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Fotos tomadas en: 3era expo tattoo PANDO – 2016.

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BIBLIOGRAFÍA 

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