¡El único derecho de los animales, debería girar en torno a su sabor!

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Descripción

El lector superficial seguramente ha dejado de leer. Sin embargo, usted que ha continuado, permítame agradecerle y asegurarle que detrás de mi postura existe un andamiaje teórico, ético ya hasta moral, que nada tiene que ver con el uso de botas hechas con piel de foca bebé o con que quiera sentirme "malote", como alguien aseguraba en otro post. Hay razones para afirmar lo que se lee en el título de este pequeño ensayo, que sí tiene mucha opinión personal.
¿A qué me refiero con que los animales no tienen derechos? Para contestar esta interrogante, es necesario remitirnos a la creación de los Derechos Humanos. Según entiendo, fueron estructurados a partir de la necesidad de un organismo que regulara las relaciones sociales, en tanto que la vida humana parecía haber perdido, para los humanos, su valor inherente. Las guerras, el terrorismo, la hambruna y los crímenes banales estaban a la orden del día. Se pervirtió la promesa Moderna y, como afirmaban los integrantes de la escuela de Frankfurt, se hicieron más eficientes las formas de matar. De estas condiciones deriva la creación de los Derechos Humanos. No existe una razón necesaria, más que la incapacidad de algunas personas para respetar a los demás. Incluso los gobiernos debieron ser supervisados por este organismo internacional. La híperindividualidad de la que nos hablaba Lipovetsky se hace presente, convirtiéndose en la directriz de nuestra época: mi goce es lo principal, lo único. Se invierte el reino de fines kantiano y los demás se vuelven simples medios para alcanzar las propias metas. Ya no hay lazos densos ni relaciones profundas que arraiguen al individuo. Entre menos podamos comprometernos con el otro, mucho mejor. Entonces, estos Derechos Humanos, artificiales, son necesarios porque los mismos humanos somos incapaces de respetarlos.
Partiendo de este supuesto, pensemos en la necesidad de que existan los derechos de los animales y la relación que tiene con el título de este escrito: yo insisto en que los animales no deberían tener derechos, excepto el de ser súper sabrosos. Esto no (necesariamente) significa que debemos violentarlos por puro gusto o placer. No implica que es deseable abusar de ellos o que sean seres que no merecen consideraciones. Al contrario. El estado natural de los animales no es tener derechos, como tampoco es que sean bestias de carga, perros de pelea, mascotas de compañía o comida exótica. La cuestión es que nosotros, los humanos, hemos cambiado su naturaleza, les hemos extraído de sus ambientes de origen. Les hemos domesticado. Nosotros, quienes compramos peceras, quienes regalamos cachorritos, a quienes nos gustan los caballos pura sangre o hasta quienes defendemos los derechos de los animales, somos el verdadero problema. No es si debemos o no castigar la violencia contra los animales. El debate no debería girar en torno a las penas justas para la crueldad que se ejerce sobre los animales. No es si es más humano tratarlos como humanos, sino que debemos responsabilizarnos por nuestros actos y dar cuenta de que el mal se encuentra en la sociedad racional, tal como lo sugiere Rousseau. En la medida en que nosotros estamos inmersos en un marco social, nuestros problemas crecen. Con esto no me refiero a irnos a vivir a la intemperie y olvidar todos los avances tecnológicos. Por supuesto que no. Eso sería una incoherencia, puesto que yo soy el primero que está en contra de estar en las calles. Prefiero mil veces la seguridad de mi hogar. A lo que apunto es al hecho de que defender los derechos animales es un acto humano, demasiado humano. Pero no en todos los casos son actos desinteresados. Al contrario. En algunos va más allá de lo perverso, puesto que no implica una verdadera conexión, sino que es meramente superficial. Es más fácil y práctico tener un perro o un pez, incluso un gato, porque no requiere atención especial. Este animal debe ajustarse a mí, a mis horarios, a mis cambios de humor, a que lo quiera cuando yo desee, pero que no pida nada a cambio, más que alimento y un poco de atención. En cambio, los humanos son complejos, valga la palabra. No es sencillo aguantar, con buena cara, los olores, la manías, los desplantes, las apatías, las bromas de mal gusto. Y si llevamos este argumento hasta las últimas consecuencias, ser humanos con los animales es lo peor que les podemos hacer, ya que les obligamos a comportarse como mejor nos acomoda. Incluso les forzamos a ser nuestros mejores amigos, pero bajo las condiciones que mejor se nos plazcan, ante las reglas que nosotros decidimos y en el espacio que designamos para ellos, el cual siempre es reducido. No hay peor cosa que ver a un perro, que quieres mucho, hacer lo que sus instintos le indican, y que trate de enterrar el hueso de juguete que acabas de regalarle, en el vitropiso de un departamento y que, ante la imposibilidad de llevarlo a cabo, llore porque no poder hacerlo.
En última instancia, lo animales no deben tener derechos, porque no les son propios. El león no se preocupa si violenta los derechos del antílope, o si comérselo es cruel. Simplemente lo hace porque es necesario para sobrevivir. Está diseñado para eso. Y eso es lo que hace. No le es propia la acumulación o la violencia. No está en su naturaleza el cautiverio, los horarios o las vacaciones. Simplemente son, sin ataduras o límites. Y ello es lo indicado, porque no tienen maldad. Al menos, no la maldad radical de un humano, que uso el alimento como chantaje, explotó la necesidad de los perros, para domesticarlos y convertirlos en en mejor amigo del hombre. Quien, por puro gusto, crea razas anti naturales, sólo porque puede, para sentirse dueño y señor de la naturaleza, pervirtiéndola. ¿Es en verdad esto justo para con los animales? ¿O insistir en protegerlos no es más que una forma de expiar nuestra primigenia culpa? Decida usted, querido lector.

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