El Tiempo. Una tentativa filosófica

June 19, 2017 | Autor: Gonzalo Serrano | Categoría: Filosofía, Tiempo y Temporalidad, Tiempo Social, Tiempo Subjetivo
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Descripción

El tiempo. Una tentativa filosófica Gonzalo Serrano Escallón1 Universidad Nacional de Colombia I.

Preliminar

Los antiguos, en algún momento de sus indagaciones sobre el tiempo, llegaban a presuponer un trasfondo o marco inmóvil de todo lo móvil; es decir, sus indagaciones sobre el tiempo de lo móvil, presuponían el trasfondo de lo eterno. No es nuestro caso; tal vez llegó a serlo hasta Newton, inclusive. Nuestras consideraciones sobre el tiempo, en general, las consideraciones contemporáneas sobre el tiempo, parten de la necesidad de entenderlo en movimiento. No presuponemos, no creemos, que haya una instancia eterna o inmóvil de la que esperamos sea principio explicativo de lo que conocemos como tiempo. Tales presupuestos son los que conducen a las tesis absolutistas tanto del espacio y del tiempo como del movimiento. Parece que no tenemos otro acceso tan privilegiado al tiempo como el que nos brindan los relojes; pero por otro lado, los relojes son artefactos diseñados por nosotros para medir el tiempo (cualquier uso que hagamos de los movimientos naturales para medir el tiempo los convierte en artefactos de relojería). Entonces, nos enfrentamos al problema de investigar la naturaleza de algo mediante un artefacto o instrumento que se construye a la medida o en conformidad con eso que investigamos. Es decir, suponemos la naturaleza de lo que preguntamos en la pregunta misma, y pretendemos encontrar algo nuevo al respecto. O si se prefiere, suponemos el movimiento cuando preguntamos por el tiempo, pero a la vez pretendemos encontrar una respuesta en algo inmóvil, en una esencia fija. Medimos con un metro. ¿Qué medimos, y con qué lo medimos? Medimos la extensión o longitud de algo, y lo medimos con algo extenso cuya medida o longitud conocemos, manejamos. ¿Y cuánto mide el aparato con que medimos lo que medimos? Es decir, ¿cuánto mide la medida? ¿Tiene sentido esta última pregunta? Sí, en cuanto que tiene respuesta; 1

La presente tentativa es fruto de mi labor docente en el pregrado y postgrado de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia durante los últimos tres años. No puedo menos que reconocer especial gratitud a quienes participaron en los seminarios y de diversas maneras alentaron esta exposición. Reconocimiento especial merece el seminario de cinco sesiones sobre Prisión y Tiempo impartido al equipo de trabajo del proyecto UNAL-SPC dirigido por el Profesor Pablo Abril con la subdirección del Arquitecto Oliverio Caldas. Quiero agradecer también a Diana María Acevedo por ser en cierto modo detonadora de la ocasión para emprender esta tentativa, así como por el intenso intercambio de ideas que sostuvimos al respecto. Debo también agradecer a Camilo Montealegre por la lectura juiciosa del borrador; varias de sus pertinentes observaciones son responsables de algunos cambios, otras quedan en el tintero, pues demandan más reflexión. Igualmente agradezco las correcciones y sugerencias del editor del volumen, Luis Eduardo Hoyos. Finalmente quiero manifestar mi gratitud a la Universidad Externado de Colombia que me brindó la oportunidad de exponer en vivo esta tentativa sobre el tiempo.

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sólo que tal respuesta parece circular, pues podemos medir la medida en términos de lo medido: por ejemplo, si el objeto que medimos con el metro mide 4 metros de longitud, podemos decir que el metro mide una cuarta parte de la longitud del objeto. De hecho algo así es la definición del metro: una diezmillonésima parte del cuadrante de la tierra (del polo al ecuador, o medio meridiano), a lo cual podemos replicar: ¿y cuánto mide el cuadrante de la tierra? Respuesta obvia: pues diez millones de metros. Esto termina por equivaler a que la respuesta a la pregunta ¿cuánto mide un metro?, es: un metro mide un metro. Y esta identidad, no obstante su aparente trivialidad, no es de despreciar, toda vez que incluso la encontramos en la historia del metro: realizamos una aleación especial de metales que en condiciones especiales garantice que un metro siempre será un metro2. Parece que no hay comienzo absoluto, es decir, algo así como una medida inextensa, no espacial, que sirva para medir el espacio en que se encuentran las cosas y las cuales ocupan el segmento de espacio que terminaríamos por medir con la medida supuestamente no espacial o no extensa. Es decir, no es posible medir sin presuponer la extensión del aparato o unidad de medida, como no es posible contar el tiempo de un movimiento o suceso sin presuponer el cuanto de tiempo, es decir el segmento de tiempo, que sirve de unidad. Es precisamente eso lo que hacemos: usar una unidad de medida y aplicarla para medir otros objetos. Lo que medimos es, en este caso, el espacio de las cosas, y ahí es donde tal vez supongamos también que el espacio es anterior a las cosas y a su unidad de medida. Esto nos llevaría a la definición recíproca del espacio como aquello que medimos con un metro. ¿Algo análogo con el tiempo? Veamos. Empecemos por el final, recordando a Einstein cuando responde que el tiempo es aquello que miden los relojes, entendiendo por reloj cualquier movimiento regular y uniforme que se pueda reiterar para medir cualquier otro movimiento. La particularidad de nuestra noción de tiempo, que arraiga hondo en la tradición, está en que la hemos derivado en cierto modo de algo intemporal. Por eso en la medida del espacio llegábamos a exigir algo inextenso que soporte y dé comienzo a lo extenso de la medida sin tener que presuponer lo extenso gratuitamente. Tal vez la mayor aproximación es la hecha por Newton cuando dijo que el espacio y el tiempo son como los órganos de los sentidos (externos para el caso del espacio) de Dios. En fin, respecto del tiempo la tradición se ha encargado de relacionarlo de alguna manera, en términos de fundamentación, con la eternidad, es decir, con lo inmóvil. Timeo concibe el tiempo en tal sentido como imagen móvil de la eternidad, lo cual es como decir que es la imagen móvil de lo inmóvil, o apariencia sensible móvil de lo inmóvil, es decir, de lo no sensible, de lo no aparente. Para atajar o anticipar las objeciones y molestias 2

Eddington [1946, 109] representa la que voy a llamar interpretación realista, pues considera que el patrón de medida es un fenómeno unívoco de la física que es “reproducible inequívocamente […] en la más remota galaxia”, mientras el metro como patrón de medida de los franceses le parece a él que depende de un ideal de medida desde el cual se pretende controlar la barra metálica que lo representa para asegurarse de su inalterabilidad. Sin embargo, pienso que los franceses apuntarían más a un convencionalismo que a un idealismo de la medida, en donde es más importante la estrategia de mantenimiento de las condiciones de inalterabilidad que el patrón mismo; o donde el patrón mismo es el conjunto, siempre en aumento, de las variables de inalterabilidad por controlar.

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que suscita esta manera de hablar basta atender las exhortaciones del propio Timeo sobre los problemas que entraña usar el lenguaje temporal para atrapar la eternidad inmóvil, intemporal. Agustín es perfectamente consciente también de las dificultades de su empresa de desentrañar los secretos del tiempo desde la palabra eterna del creador, palabra que nosotros pronunciamos, así como escuchamos, en la sucesión temporal del lenguaje nuestro. Sin embargo, Timeo y Agustín hacen bien su trabajo y son conscientes de las reservas a que tienen que atenerse. Al fin y al cabo ellos tienen ciertamente que satisfacer esa necesidad de derivar el tiempo de la eternidad. Pero, ¿eso nos concierne también a nosotros? ¿Necesitamos un trasfondo eterno, intemporal e inmóvil para comprender lo móvil y lo temporal? Por lo pronto no es el caso que lo necesitemos, no como punto de partida; pero quién sabe si lo requiramos en algún momento, dada una posible insatisfacción en nuestras explicaciones; quién sabe si nos lo encontremos. Y ese es precisamente el reto: dar cuenta del tiempo sin presuponer la eternidad, y evitando también cualquier sucedáneo que aparezca de ella; aun en la física contemporánea aparecen candidatos a tal función explicativa final del tiempo. Las tentativas que vienen a continuación se ordenan de la siguiente manera. En primer lugar, a partir del fenómeno del cambio y del movimiento de las cosas intento establecer el criterio por el cual pueden ellas ser comparadas en su duración, hasta entender cómo es que surge una medida destacada que dé cuenta de lo que conocemos por tiempo. Para ello aventuro una definición de tiempo que cubra no sólo los fenómenos de cambio y movimiento de las cosas sino también los sucesos mentales y anímicos como parte de un mismo mundo. Luego, en segundo lugar, destaco el papel del observador en ciertas particularidades de nuestra noción de tiempo, dando lugar a la noción subjetiva de tiempo y a su oposición con el tiempo de las cosas; sin embargo, por tratarse de sucesos del mismo mundo, los de las cosas y los de la vida mental y anímica, hay que explicar el modo como el propio espectador supera las limitaciones o distorsiones a que está sometido en su noción meramente subjetiva de tiempo, lo cual hace en la medida en que produce satisfactoriamente la distinción entre tiempo subjetivo y objetivo. Pero este tiempo objetivo ya no es el mismo tiempo de las cosas, pues tiene el ingrediente subjetivo que, en la medida en que es compartido con otros sujetos, puede empezar a llamarse objetivo; por ello, en tercer lugar, entro a considerar lo que he denominado el tiempo de la gente o de la sociedad. Finalmente precipito en un par de párrafos conclusivos lo que serían otras tres o más tentativas que sólo enuncio pero no desarrollo. II.

El tiempo de las cosas

Empecemos entonces con una tentativa de respuesta a la pregunta qué es el tiempo: El tiempo es la dimensión de la sucesión (sucesividad), en cuanto sucesión. Que la sucesión es algo que pertenece a todo lo que existe, parece no requerir mayor explicación, igual que la extensión es algo que pertenece a todo lo material. Todo lo que hay está en relaciones de 3

sucesión, las cuales son, para empezar, el movimiento, el cambio, la persistencia (permanencia), el reposo. Ahora bien, tal sucesión es mensurable en la medida en que entre los términos de un ‘suceso’, sus ‘antes’ y ‘después’ particulares, −sea para el caso de un desplazamiento de lugar, de una modificación o persistencia de cualidades, o de la ausencia de desplazamiento–, puede ser medida en virtud de poder ser comparada con otras sucesiones, bien sea para concluir que es más larga o corta (que tiene mayor o menor dimensión) que ellas, o bien sea para cuantificarla en relación con una sucesión que privilegiamos por sernos más familiar, más regular o más precisa, de manera que podamos establecer cuántas veces esta última se produce mientras sucede la primera. El tiempo, entonces, no es sólo la dimensión de la sucesión de las cosas físicas, del movimiento físico, sino también de las vivencias subjetivas, de las modificaciones de los estados de ánimo, incluso de la diferencia entre pareceres de distintos sujetos, como cuando alguien dice que tal película le pareció larguísima frente a otra persona que afirma lo contrario, aunque no lo podamos cuantificar al estilo de las cosas físicas. Entonces, esta definición del tiempo como dimensión de la sucesión vale para el ámbito físico tanto como para el psíquico o mental; es decir, a la dimensionalidad de la sucesión que llamamos tiempo le es indiferente la distinción entre físico y psíquico, entre material y mental, y por qué no, entre objetivo y subjetivo. Esta indiferencia del tiempo, como dimensión de la sucesión, respecto del mundo físico y el psíquico o mental, nos suscita ya problemas como el de dar cuenta de la diferencia que no podemos negar que vivimos entre tiempo de las cosas y los sucesos materiales, y nuestra percepción y estimación de ese tiempo, y que veremos en su momento. Respecto del tiempo como dimensión3 vale también preguntar por lo que tal dimensión mide, es decir, de qué es dimensión el tiempo; ya habíamos dicho que lo es de la sucesión, de lo que hay entre dos términos, uno anterior y otro posterior en una sucesión. Pero, de 3

La noción de dimensión amerita abundamiento; sirva para ello lo siguiente. La longitud es la dimensión de la distancia entre dos puntos, de la línea entre dos puntos; esto quiere decir que la longitud solo mide lo que hay entre dos puntos, o sea la línea que hay entre ellos y la física los denota con los números reales. El área es la dimensión de la superficie (del plano), es decir la dimensión del espacio cerrado por líneas, o sea el producto de longitudes y la física los denota por los números reales al cuadrado. El volumen es la dimensión del espacio sólido que se obtiene por cerramiento entre superficies, o por el giro de una superficie alrededor de un eje; el volumen se expresa entonces en términos del producto de una superficie por una longitud, es decir, en física por los números reales al cubo. Como se ve, se trata de dimensiones que gradualmente se incorporan en la dimensión siguiente. Llamamos espacio, en general, a esta tridimensionalidad. El tiempo es conocido como la cuarta dimensión, pues es la que mide un aspecto de las cosas distinto al de su extensión corporal que se satisface con las anteriores tres dimensiones, y es el aspecto que tiene que ver con el cambio, desplazamiento, proceso, de las cosas, todo lo cual se resume en el carácter sucesivo, por lo que reiteramos que el tiempo es la dimensión de la sucesión, de lo sucesivo en cuanto sucesivo. La física, en cuanto cuarta dimensión, la denota mediante los números reales a la cuarta potencia. Sin embargo, no se crea que el movimiento y el cambio son características de rango distinto al de la espacialidad de las tres primeras dimensiones, como si pensáramos –como tanto tiempo se pensó−, que movimiento y cambio son accidentales a la materia tridimensional y que el estado inicial, natural y esencial de ella es el reposo y la permanencia sustancial en un lugar particular del espacio absoluto. Si pensamos que todo está en movimiento y en permanente cambio, y que esa es precisamente la naturaleza de las cosas (ser proceso, evento, suceso), entonces la cuarta dimensión, el tiempo, que mide el movimiento, es tan constitutiva de la realidad como cualquiera de las demás dimensiones espaciales, y cualquiera de las cuatro aisladamente no sería más que una abstracción.

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nuevo, ¿qué es lo dimensionado allí? Pues lo que hay entre tales antes y después. Si queremos caer en la tentación de exponerlo en términos de Aristóteles, −traicionando un propósito íntimo de este ensayo–, qué significa ‘número del movimiento’, ‘cantidad de movimiento’, como aquello que queda cuantificado por el tiempo? No nos confundamos, si pensamos que cantidad de movimiento puede traducirse a lo que modernamente llamamos velocidad, es decir a la relación espacio recorrido sobre tiempo transcurrido. Cuánto se mueve algo, medir el movimiento de algo, enumerar el movimiento de un móvil, no debe de ser otra cosa que responder a la pregunta de cuánto tiempo se mueve, haciendo caso omiso del espacio recorrido; aquí es tal vez más clara la dimensionalidad del tiempo: se trata de cuantos de tiempo que nos sirven para responder ‘tanto tiempo’ tal cosa se mueve4. Otra cosa es, de dónde sacamos los cuantos de tiempo con los que medimos el movimiento; y una más es pensar que el tiempo mismo debe de constar de unos cuantos inanalizables ulteriormente, con lo que creeríamos haber aprehendido la naturaleza misma del tiempo. La primera, y tal vez la principal dificultad para entender el tiempo, igual que el espacio, radica en presuponer que se trata de cosas que podemos percibir, o que existen, independiente de medirlas; como si tales cosas estuvieran por ahí y luego procediéramos a estudiar sus propiedades y su mensurabilidad. Para el caso del tiempo, tendríamos que empezar por decir que es aquello que miden los relojes; parece un círculo, tal vez en efecto lo sea, pero tal cosa es inevitable. No hay algo así como el tiempo para que después aparezcan los relojes que lo miden; el tiempo es, más bien, lo que miden los relojes, y eso involucra también la estrategia que utilicemos para medirlo. Einstein nos ayuda con su definición de reloj como “cualquier cosa caracterizada por un fenómeno que pasa por fases idénticas, de modo que, en virtud del principio de razón suficiente, debemos suponer que todo lo que sucede en un periodo dado es idéntico a todo lo que sucede en un periodo arbitrario”5. El supuesto es que hay constancia y uniformidad en el universo; reloj es cualquier cosa que elijamos como referente de otros fenómenos con vistas a expresar su tiempo en términos de la primera cosa. Pero la primera cosa no es el tiempo, como tal vez se llega a inferir naturalmente al elegir, por ejemplo, los movimientos celestes como últimos referentes; son un reloj especial para medir los años, meses, semanas y hasta días, según el astro o el fenómeno elegido como referente en cada caso. Esto puede aclararnos ciertas perplejidades que nos surgían desde la lectura de Aristóteles, cuando veíamos que el tiempo, en cuanto medida o número del movimiento, no era más que un movimiento o fenómeno con el que medíamos otros movimientos. Se ve, pues, que ese primer movimiento o fenómeno elegido cumple su rol de reloj, y esto en virtud de una cierta constancia, regularidad o uniformidad, esa que precisamente suponemos al utilizarlo como tal.

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. Vale observar que no es obvio el tiempo como enumerador o cuantificador del movimiento, especialmente si se nos pregunta qué se mueve más, lo que más dura moviéndose, o lo que se mueve más rápido, es decir lo que más espacio recorre (velocidad). Por esto es que Aristóteles completa su definición con la fórmula ‘según el antes y el después’, aclarando con ello que se trata de la enumeración o dimensión de la sucesión. 5 Citado por Galison 2003, 295.

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Tal vez lo aclaremos mejor volviendo al espacio. El espacio es algo que medimos con algo espacial; es decir, presuponemos el espacio en el instrumento de medida; el espacio es algo que ya hace parte de las cosas sólidas que utilizamos para medir otros sólidos o las distancias que hay entre ellos. De esta manera, el metro, al igual que el reloj, es anterior al espacio, en el sentido en que no podemos pretender que vamos con un metro no espacial a conocer o medir el espacio que supuestamente le preexiste. Podemos aventurar por ahora que nuestra noción de tiempo exhibe, en relación con las cosas, cierta complejidad en virtud de la variedad de movimientos que usamos para medirlo, por lo cual difícilmente podremos encontrar una medida unívoca y definitiva que nos dé pistas de una respuesta igualmente unívoca de lo que es el tiempo. Pero tal complejidad no se queda en esta primera perspectiva de las cosas que involucran movimiento, espacio y cambio, sino que se puede prolongar en nuestra siguiente instancia, en la que respecto del espectador o sujeto se postulan varios fenómenos neurocerebrales que muestran igualmente la complejidad de procesos que rigen nuestra percepción del transcurso del tiempo y las anomalías de que es susceptible. En definitiva, tampoco en el sujeto encontraremos la respuesta simple sobre el tiempo, o la medida unívoca que denote su naturaleza. Lo anterior está en relación con la dificultad que entraña pretender entender el tiempo por sí mismo como un concepto independiente. Sabemos ya que los conceptos no vienen solos, aislados, como si denotaran por su parte fenómenos o cosas igualmente aisladas. El tiempo es parte de un complejo conceptual o, si se prefiere, de una constelación conceptual cuyos elementos son además el espacio y el movimiento, por lo pronto, pues ya vendrán ulteriores elementos, como los que habrá de brindar la perspectiva del sujeto, la de la sociedad, la de la historia y la del cosmos. Retornando al tiempo de las cosas, hay que tener en cuenta que el tiempo tiende a comprenderse y a estudiarse en analogía con el espacio, lo cual no es inocuo si se piensa que los mayores problemas y paradojas que enfrenta el estudio del tiempo provienen precisamente de esa dependencia de nuestra noción de tiempo respecto de la espacialidad de las cosas físicas y sus movimientos. Interpretar el instante en términos de punto es el primero de estos problemas; pero también para el caso de su representación en el arte, creer que el movimiento se compone de momentos de inmovilidad, es como creer que los fotogramas de una cinta de celuloide (1/24 de segundo) son los mínimos componentes posibles del movimiento. La instantánea, podríamos pensar, contiene movimiento, como podemos inferirlo también, por ejemplo, de una escultura griega en contraste con la hieraticidad de las figuras egipcias, como observara Winckelmann. Pero si hemos comprendido el tiempo según lo hemos usado, es decir, lo comprendemos vinculado en una primera instancia con el movimiento natural, local, pero también, otras veces con los cambios biológicos, cuando irrumpe la subjetividad en nuestra comprensión del tiempo, o se hace explícita, vemos también los compromisos con los estados subjetivos de ánimo, con los ritmos de la vida psíquica, con la existencia humana, en una palabra. Memoria, atención y expectativa empiezan a ser elementos de la temporalidad.

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Intentemos ahora sí buscar la diferencia específica del tiempo de las cosas, ese tiempo que podemos cuantificar de manera más precisa y unánime, es decir, válida para todo espectador, a diferencia del tiempo de las vivencias psíquicas o de la mente que es particular y arbitrario. Decir que una película me pareció muy larga, o que el rato se me pasó rápido es una manera de medir, si se quiere, de contar, o por lo menos de comparar. Lo que se quiere decir con ello es que la película me pareció bastante más larga de lo que ‘realmente’ duró, y que el rato me pareció más corto de lo que ‘realmente’ duró. Y esto no es otra cosa que querer decir que sabemos acerca de la duración ‘real’ de la película y del rato del caso, en comparación con la cual, en cada caso vivenciamos la una y el otro como más larga y más corto respectivamente. Lo cual nos lleva a concluir que las vivencias que tenemos de las cosas tienen un tiempo en apariencia independiente del que tienen las cosas. En ambos casos tenemos dimensión, y concebimos el tiempo como tal dimensionalidad, susceptibilidad a ser medido, comparado, cuantificado. Sin embargo, nosotros mismos somos conscientes de la diferencia, de manera que lo que buscamos es el fundamento explicativo de tal diferencia. Tratándose de las cosas y los sucesos físicos, el tiempo que los mide en su relación de sucesión entre anterioridad y posterioridad, la dimensión que hay entre lo anterior y lo posterior, suele venir acompañada de otras dimensiones inherentes a su carácter de cosas físicas; los sucesos físicos involucran espacialidad, por lo que la dimensionalidad temporal de la sucesión del caso puede tener un correspondiente espacial con el cual confunde su peculiaridad. Por ejemplo, si ante el movimiento de un cuerpo que cambia ‘sucesivamente’ de lugar, preguntamos, ¿cuánto se ha movido el cuerpo? entonces, en términos de qué debe responderse tal pregunta, ¿en términos de cuantos espaciales o de cuantos temporales? Vemos, pues, que en los cuerpos físicos, tratándose del fenómeno del desplazamiento de lugar, están particularmente relacionadas, por no decir confundidas, las dimensiones temporales y las espaciales. Contestamos tanto en metros como en segundos, y en ambos casos estamos respondiendo a la pregunta. Si somos un poco más circunspectos y nos atenemos a lo privativo de cada una de las dimensiones, es decir, atendiendo a aquello de lo que son dimensión en cada caso, sabremos distinguir, dentro del fenómeno de desplazamiento de lugar, entre lo temporal de la sucesión en el movimiento, y lo espacial de la distancia entre la cual se produce el desplazamiento. Tal vez haya que concluir provisionalmente que las cosas, en la medida en que involucran dimensión espacial, son más susceptibles de ser medidas y comparadas con mayor precisión y unanimidad, no por otra razón que por la mayor dimensionalidad, es decir, por la espaciotemporalidad, que no se puede predicar de las vivencias y las cosas psíquicas y mentales, las cuales en su sucesividad son solo temporales sin ingrediente espacial manifiesto. No otra cosa hacemos cuando usamos un reloj corriente de manecillas para medir el tiempo: ayudarnos del espacio, igual que vamos a comprometer toda la espacialidad de la tierra en nuestra medida global del tiempo, como veremos adelante. Queda la pregunta, a manera de sospecha, si ese recurso al espacio para precisar la medida del tiempo es también la manera de hacerlo unánime, o viceversa, si haciéndolo unánime lo precisamos. Por otro lado, ahora podemos entender que cuando falta la ayuda espacial, como en el caso de las vivencias mentales, nos quedamos solos, en privado, sin ese correspondiente 7

dimensional de espacio que hace más fácil, precisa y unánime la medida de las sucesiones: nos quedamos en el nudo transcurrir de la sucesión en el modo de la vivencia nuestra, al vaivén de nuestro propio ánimo, único trasfondo, igualmente móvil e incomunicable, con el cual ayudarnos en la medida del suceso. No olvidemos que el espacio y su tridimensionalidad nos brindan una relativa ‘quietud’ o permanencia (un modo temporal negativo, pues es la negación de la sucesión, al igual que el reposo lo es del movimiento) que es útil como trasfondo o marco de referencia para los sucesos que involucran movimiento o cambio de lugar. Ahora bien, si nos quedáramos en esta perspectiva de lo que hemos llamado el tiempo de las cosas, en la que predomina la dimensionalidad del ‘antes’ y el ‘después’ y con la que comparamos y medimos sucesiones y procesos, con miras a confeccionar calendarios y a construir relojes, con lo cual incrementamos precisión y capacidad de coordinación, si nos quedáramos en esa perspectiva, repito, estaríamos pasando por alto uno de los elementos constitutivos del tiempo, patente en el lenguaje y en la percepción del sujeto, cuya consideración no podemos seguir aplazando: el presente. III.

El tiempo del espectador

Ahora nos resta esclarecer lo propio del tiempo vivencial, ese que queda latente y no manifiesto en las cosas, pero que es constitutivo del espectador, de quien vivencia tales cosas y mide y dimensiona el tiempo de las cosas: se trata de la presencialidad, algo que no hay propiamente en las cosas como tales ni en los sucesos, pues estos consisten propiamente en mera sucesividad, si se me permite la redundancia. Las cosas en tanto sucesos, dimensionables en virtud del tiempo que las mide, constan estrictamente de lo que hay entre dos términos que establecen los límites de lo que transcurre y entre los que se ha de medir: lo anterior y lo posterior. Es el momento de hacer explícita la doble significación de las consideraciones acerca del tiempo. Por un lado, como veníamos diciendo, hablamos del antes y el después implicados en el tiempo, denotando un orden determinado en la sucesión de los eventos, movimientos o cambios. Pero, por otro lado, también hablamos de presente, pasado y futuro, como un orden que implica algo más que la anterior denotación. En el primer caso, la sucesión entre el antes y el después da cuenta de la forma sucesiva de todo movimiento y cambio en las cosas. Pues en todo desplazamiento y en todo cambio podemos verificar el lugar de cada momento dentro de la sucesión completa que abarca tal cambio o movimiento. El tiempo sería entonces la forma de la sucesión entre el antes y el después, entre lo que precede y lo que sucede, entre lo anterior y lo posterior de cada cambio, de cada movimiento; en otras palabras, cada momento o estado de un movimiento tiene su lugar en la serie sucesiva del antes y el después. Podemos analizar la serie en lapsos tan minúsculos como queramos y siempre encontraremos la misma estructura de sucesión entre lo anterior y lo posterior. En definitiva, las cosas, en virtud de su movimiento, tienen su anterioridad y su posterioridad, y la forma de tal sucesividad entre el antes y el después es lo que conocemos, en este primer contexto, como tiempo, valga la salvedad, como tiempo de las cosas, el tiempo del que 8

se ocupa la física desde sus comienzos. De ahí a decir que el tiempo es la medida, o el número, del movimiento, en palabras de Aristóteles, no hay más que un paso; pues esa serie que forma la sucesión es capturable perfectamente por la serie de los números reales, de manera que según escojamos un intervalo como unidad o cuanto de tiempo, así podremos cuantificar el suceso dado entre dos términos establecidos de anterioridad y posterioridad. Digamos que hasta aquí llega la consideración física del tiempo, la que considera el tiempo como medida del movimiento de las cosas. Sin embargo, nuestra experiencia del tiempo, el fenómeno mismo del tiempo, no se agota en lo que las cosas nos muestran, lo cual puede ser verificado por nosotros si magnificamos el minúsculo lapso que hay entre un antes y su inmediato después. Lo que observamos es que se trata de una sucesión mínima o un segmento mínimo de sucesión que, visto desde un punto de vista numérico o de cuantificación de su dimensión entre tales antes y después puede resolverse en una magnitud infinitesimal, algo así como el equivalente al punto en el espacio; pero desde el punto de vista, digamos cualitativo, es decir, de la naturaleza del fenómeno del tiempo, lo que hay entre un antes y un después inmediatos es algo que ni es anterior ni es posterior en el sentido en que es puro presente, mejor todavía, es pura presencia: es donde el observador se encuentra consigo mismo, presenciando el movimiento. Tal presente es el límite entre lo anterior y lo posterior, los cuales ahora, en virtud de lo que los distingue o limita, cambian significativamente de nombre, si es que no también de sentido: pasado y futuro, mediados por el presente. Pero, ¿en qué cambian las cosas, si es que se trata de algo más que de nombres? Al igual que el ojo en su fondo invierte la imagen de lo visto, sucede con el tiempo: el presente, digamos que el órgano del sentido del tiempo del espectador, invierte también el orden de la sucesión de las cosas. Mientras en el tiempo de las cosas veíamos que los sucesos transcurren entre un antes y un después, de manera que pudiéramos traducirlo como que transcurren del pasado hacia el futuro, en el tiempo del espectador, en virtud de presenciar esas mismas cosas, la sucesión se invierte6 en la dirección del futuro hacia el pasado: el observador ve que los sucesos vienen desde el futuro, haciéndose presentes y siguiendo hacia el pasado: las cosas pasan. La primera consecuencia de esta inversión es que no podemos asimilar la serie ‘antes / después’ a la de ‘pasado, presente y futuro’; pues ‘anterior y pasado’, como ‘posterior y futuro’, no se corresponden, o, por lo menos está invertida la dirección en que parecen fluir. Pero, no nos confundamos: no es que haya dos tiempos que fluyen en direcciones contrarias; más bien, hay dos caracterizaciones del flujo del tiempo que aplicadas al mismo fenómeno nos producen esa paradoja. Y la diferencia por la cual podemos empezar a explorar tal paradoja es la intervención del sujeto, que se manifiesta en la noción de presente. Lo que está detrás de todo esto es la ambigüedad que ya habíamos denunciado: decimos que ‘el tiempo pasa’, dando a entender que el mundo y las cosas son sometidas al paso del tiempo, y afectadas por ello, pero que es el tiempo el que transcurre 6

Esta inversión es detectada oportunamente por Merleau-Ponty (1975), 419 s. y vinculada con el sujeto, es decir con la irrupción del punto de vista en el tiempo.

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mientras las primeras no se suceden ni se mueven por sí mismas; en ese sentido, el futuro adviene, se hace presente y pasa. Pero también decimos que ‘las cosas pasan’, se mueven y lo hacen en el tiempo, recorriéndolo desde el antes al después; se abren paso en el tiempo desde su pasado hacia su futuro. Nuestra manera de hablar del tiempo, en cuanto, por un lado, ‘pasa’, ‘fluye’, dando origen a expresiones que denotan el advenimiento del futuro hacia el pasado; y, por otro lado, es también el marco de las relaciones de sucesión en los movimientos y cambios de las cosas que van de lo anterior hacia lo posterior, es una manera ambigua que, como vimos, indica dos direcciones del tiempo manifiestamente encontradas. Pero esto, más que ambigüedad parece una paradoja. Sin embargo, tal paradoja puede despejarse en virtud de que el espectador no se sustrae al hecho de ser una cosa más del mundo y que, por lo tanto, es algo que, como todas las cosas, se mueve y cambia, y lo hace precisamente en términos de la relación de sucesión antes / después. En esa medida podemos decir que el espectador, en cuanto cosa del mundo, va de lo anterior a lo posterior, es decir, va desde el pasado en pos del futuro, razón por la cual, en cuanto espectador, ve venir el futuro, el futuro le adviene y lo presencia hasta verlo hundirse en el pasado. Esta ambigüedad amaina el tinte de paradoja si la analizamos en sus expresiones lingüísticas. El orden temporal de las expresiones que denotan una sucesión: lo anterior precede a lo posterior, el pasado precede al futuro, resulta invertido respecto del orden de las expresiones que denotan la temporalidad del suceso mismo: ‘será’ se dice antes que ‘es’ y este a su vez, antes que ‘fue’; es decir, la expresión en futuro precede a la expresión en presente y esta a la expresión en pasado. En este caso tenemos al espectador como hablante, de manera que el lenguaje expresa fielmente su situación de espectador que se mueve hacia el futuro y que lo ve hacerse presente y pasar, a diferencia de la situación en que se oculta y expresa apenas el orden de los sucesos, aparentemente sin punto de vista, o en la mera perspectiva de las cosas, si se puede hablar así. Hemos dicho que el espectador se mueve, lo cual no debe parecer extraño; más extraño es lo contrario, a saber, creer en un observador en reposo perpetuo, casi como si estuviera fuera del mundo. Ello, sin embargo, no nos dispensa de examinar el modo como se mueve el espectador, aunque no propia o exclusivamente el modo como su cuerpo se desplaza en el espacio. El movimiento del espectador no se agota en sus desplazamientos espaciales, por los cuales presencia el pasar de las cosas, modalizado por su propio desplazamiento. El espectador presencia también el flujo de sus propios pensamientos, de sus estados de ánimo y de sus estados representacionales; el espectador es también movimiento, y parte de su movimiento, parte de eso que le fluye al espectador, son sus percepciones de los sucesos de las cosas. Mientras el espectador estaba oculto, al menos desatendido, el tiempo se nos ofrecía, según la definición del comienzo, como dimensión de la sucesión, teniendo como ámbito privilegiado de sucesiones las que llamamos movimientos o cambios, y entre ellas, especialmente a las que denotan desplazamientos espaciales. Por eso era relativamente fácil el manejo del tiempo en términos de medida del movimiento y del cambio, pues se privilegiaba un movimiento, en virtud de su regularidad y uniformidad ―vaya uno a saber de dónde―, para ser utilizado como medida de otros, con lo cual cumplíamos con el cometido 10

de la definición, en este caso, dar con el tiempo de las cosas, de sus movimientos y cambios. Pero ahora, ante la irrupción del espectador, el asunto cambia, pues el espectador interviene con su movimiento, es decir, el flujo de sus pensamientos, estados anímicos y representacionales, en la medida del movimiento mismo de las cosas. Ahora no nos limitamos entonces a medir el lapso o la duración que hay entre el antes y el después determinados de un movimiento o cambio, y cuya medida en principio resulta unívoca e indiscutible; ahora, más bien, somos una sucesión más, un movimiento, que mide a otras, pero también a sí misma; esto sin excluir que en la medición de sí, como sucesión que ella misma es, eche mano de medidas exteriores. Así, pues, nos encontramos con lo que se conoce como la noción subjetiva del tiempo, en breve, con el tiempo subjetivo; lo cual significa, según el caso, o bien, el tiempo de la vida subjetiva, que consta, como dijimos, de sus pensamientos y estados de ánimo y representacionales, o bien, el tiempo de las cosas en cuanto vivenciado, por tanto distorsionado, por el sujeto. Es a esta última acepción de tiempo subjetivo a la que solemos oponer la noción de tiempo objetivo, es decir, un tiempo que no esté sujeto a las vicisitudes del ánimo y demás intervenciones del sujeto. Sin embargo, no podemos pensar que se trata de nuevo de ocultar o desatender al sujeto, luego de su irrupción; el espectador, el sujeto, llegó para quedarse y nada se puede hacer para que desaparezca. Lo que está claro es que la conciencia que el propio sujeto tiene de sí como ingrediente móvil de la medida que ejecuta de los movimientos y cambios de las cosas, no es soluble, acaso apenas soslayable, por la vía de la autoeliminación; es como si nos escondiéramos para saber cómo son las cosas sin nosotros. Ahora bien, la diferencia entre tiempo subjetivo y tiempo objetivo no es una diferencia que sustituya o nos retorne a la que hay entre el tiempo del espectador y el de las cosas; es, en cambio, una diferencia que surge de la propia conciencia que tiene el espectador de la relatividad de su perspectiva; es una diferencia que emerge de la propia dinámica de la subjetividad. Es la distinción que vimos en su momento, como la diferencia implicada en expresiones en las que aludimos a lo largo que nos pareció tal película, implicando en ello que la vivenciamos más larga de lo que realmente duró. Esa diferencia entre la conciencia subjetiva de la duración y la duración real de una sucesión entraña por lo pronto un discernimiento entre los criterios por los que establecemos la dimensión del transcurrir de los elementos subjetivos tales como la sucesión de pensamientos, de estados anímicos y demás, y los criterios por los que establecemos la dimensión de los movimientos y de los cambios de las cosas. Según vimos, nuestra aprehensión del tiempo en la tradición clásica, que también podríamos llamar naturalista, dependía del fenómeno igualmente natural del movimiento, es decir, del cambio de lugar, y por lo tanto dependía también de nuestra noción de espacio. Por esto la pertinencia de las analogías recurrentes con la geometría como ciencia del espacio, analogías que ciertamente ilustraban pero que a veces también confundían. En definitiva, concebíamos el tiempo a imagen y semejanza del espacio, guardadas las estrictas diferencias, a saber, la sucesividad de las partes del tiempo, frente a la simultaneidad de los diferentes espacios. Tras la inversión subjetiva, por denominarla de alguna manera, lo pri11

mero de lo que somos conscientes es precisamente de la sucesividad, en especial de la de nuestros estados internos, con lo que ya se denota el contraste originario con el espacio: con la exterioridad del espacio, cuyas partes son simultáneas y proporcionarán una segunda caracterización temporal, la permanencia. La permanencia es un predicado temporal, pero no es ya el término de nuestra búsqueda del reposo final que está detrás de todo lo que se mueve, suponiendo que el movimiento es una característica de ser aparente, de la apariencia que hay que superar para llegar al verdadero ser, es decir al ser inmóvil, esencial, eterno. El tiempo sería entonces la forma de lo móvil o aparente, pero que había que extraerlo del fenómeno mismo del movimiento, del movimiento aparente, como su medida. Ahora las cosas cambian. En la conciencia de sí del sujeto, que se ha erigido como fundamento, lo primero que se encuentra es su propio fluir, el de sus estados mentales, representativos y afectivos. Antes que con un fenómeno espacial de movimiento, es decir, de cambio de lugar, nos encontramos ahora con el propio fluir de nuestros estados, por tanto con la pura sucesión sin cambio de lugar, o sea, sin espacio. Valdría preguntar ahora, ¿qué fluye y qué permanece? Igual que antes, en relación con el movimiento natural en el espacio, en relación con el tiempo como medida del movimiento, preguntábamos ¿qué mide qué? Ciertamente que ahora no se trata de medida, pero el esquema denotaría algo de similar contraste: los estados mentales, representativos y afectivos fluyen, se suceden unos a otros, pero terminan por ser estados de algo idéntico, estados del mismo sujeto. Esta primera conciencia de sí se va a convertir en el modelo de la realidad en su moderna forma: el objeto. La realidad ya no es la naturaleza esencial, la cosa real en sí misma, sino aquello de lo cual el sujeto pueda dar razón en tanto lo que se le enfrenta. El objeto será algo así como la propia exteriorización, o la espacialización de sí mismo del sujeto. Podemos ver entonces que ahora la temporalidad del mundo no viene ya de algo así como los astros, el trasfondo constituido por los últimos entes en medir lo que transcurre o pasa, sin transcurrir ellos mismos a su vez, aunque orbitando eternamente como última medida móvil de lo móvil. La temporalidad viene ahora del simple pasar los objetos frente al sujeto, de ser para el sujeto. El trasfondo ahora es el sujeto; el carácter temporal de los objetos es el lugar que ellos ocupan en el flujo subjetivo de los estados representacionales o mentales. Surge un problema: ¿cómo acordar tal temporalidad, dada la naturaleza individual del sujeto? ¿Queda la temporalidad de las cosas, de los objetos, bajo el capricho y la arbitrariedad de los sujetos individuales? ¿Es el tiempo, en ese sentido, incomunicable? En breve veremos. Al margen de la medida, y del origen de las medidas que arraigan en procesos naturales o vitales, que busca un soporte real de la medida, tenemos la vivencia del paso del tiempo por parte del sujeto. Esto brinda nuevos elementos de comprensión del tiempo, a saber, los que pertenecen a la naturaleza del sujeto, del modo como el sujeto es consciente, no ya de los movimientos exteriores, o de su pulso, sino de los cambios internos de su ánimo, es decir, del modo como es consciente de sí. Es curioso que cuando vamos a caracterizar tales estados de ánimo, tal diversidad anímica a la que estamos expuestos, el tiempo sea un criterio de diferenciación, pero no simplemente porque uno de ellos anteceda o suceda al otro: más bien, porque cada estado de ánimo se caracteriza por un particular ritmo del tiempo; cada 12

estado de ánimo afecta de una manera particular nuestra percepción del curso del tiempo. Y esto podría significar que la diferencia de ritmos de tiempo, es decir, de la sucesión pasado, presente, futuro, radique en la vivencia subjetiva de la duración del presente. El efecto es que el movimiento de nuestro ánimo, a diferentes ritmos, nos pone de manifiesto una diferente vivencia del paso del tiempo también de las cosas del mundo, un diferencial respecto del tiempo que llamamos objetivo, resultante del particular estado de ánimo en que nos encontremos. A veces nuestra pregunta por el tiempo tiene que ver con la pregunta por cuál es el verdadero tiempo, cuál es el estado de ánimo que armoniza definitivamente con el curso de las cosas; se ve lo complicado de tal pregunta, así como la dificultad para responderla desde la vivencia subjetiva individual del tiempo. Tendremos para ello que esperar a conciliar ahora tres variables: primero, la que hemos llamado la regularidad de los movimientos de las cosas y que parecen, si solo de ellas dependiera, brindarnos una noción estable y uniforme del transcurso del tiempo; segundo, la variedad de estados anímicos que determinan los diversos ritmos de percepción del tiempo por parte del sujeto, incluso los relativos al tiempo de las cosas; y tercero, la inserción de la acción y los movimientos del sujeto individual en el ámbito social, lo cual implica su coordinación con la acción y el movimiento de otros sujetos, y por tanto la sincronización intersubjetiva de los ritmos de tiempo. Con esto nos vemos ya ingresando en el siguiente estadio de nuestra tentativa que es el relativo al tiempo de la gente, al tiempo de la sociedad. IV.

Tiempo de la gente, tiempo de la tierra: del tiempo social al tiempo global

No hay duda de que compartimos el espacio en el que desplegamos nuestra existencia, nuestra vida; y, por ende, tampoco hay duda de que compartimos el tiempo, aun con la reserva de que no necesariamente por ello compartamos los estados anímicos con otros sujetos, ni los ritmos a que ellos dan lugar en nuestra vivencia del tiempo. Pero, en la medida en que convivimos y nos encontramos con los demás en nuestras actividades comunes, en la medida en que actuamos con propósitos comunes, o en que participamos desde labores distintas en la obtención de un mismo fin, en esa medida, repito, no solo nos sintonizamos unos con otros, sino también nos sincronizamos, es decir, ajustamos nuestros diversos ritmos anímicos hasta el punto de poderse decir que sincronizamos nuestros respectivos relojes anímicos. Así podemos hablar de compartir un mismo tiempo, podemos hablar de un tiempo social que resulta de la coordinación de nuestras actividades. Ahora bien, aunque la interacción entre sujetos es responsable de la sincronización entre los sentidos del tiempo de los individuos, no podemos concluir que el sentido interno y subjetivo del tiempo quede ahora eliminado, u homogenizado, por decirlo así, en virtud de la vida en sociedad y de la interacción por la cual coordinamos nuestras acciones y actividades con otros. Esta es solo la razón por la que hay un tiempo de la sociedad, un ritmo social del tiempo; en otras palabras, por la que el tiempo no se agota en el sentido subjetivo de los individuos. Por eso hay que seguir teniendo en cuenta los ritmos subjetivos, no solo por ser coordinables intersubjetivamente para un tiempo social, sino porque es la única manera de 13

explicar ciertas especificidades de la vida y ciertas contingencias de los individuos: la variedad de estados de ánimo y sus concomitantes ritmos, como un índice de riqueza vital y existencial, respecto de lo primero, y también ciertas llamadas anomalías, psicopatías, o sociopatías del tiempo, de casos que se salen de los marcos sociales del manejo del tiempo, hasta entorpecer la funcionalidad de los individuos en su vida en sociedad, en sus compromisos laborales, en sus estándares de aprendizaje. Eso nos lleva a que se siga investigando subjetivamente el tiempo, a que se siga buscando en nuestro aparato mental, sea como sea que se lo caracterice, un proceso, un circuito neuronal, un lugar, responsable de nuestro sentido del tiempo, como lo demuestran los intentos de la psicología y la neuropsicología por establecer cuáles son las partes del cerebro comprometidas con nuestro manejo del tiempo. Es de observar que este tipo de investigaciones arroja una cierta variedad de candidatos, no siempre rivales, comprometidos en la tarea de manejar los tiempos de nuestra motricidad tanto como los de nuestra estimación, discriminación y reconocimiento de ritmos, con lo cual refrendamos la propuesta que atraviesa esta lección, según la cual, a partir de nuestra noción de tiempo, y del modo como nos hemos ido haciendo a ella, es imposible encontrar una respuesta unívoca y exclusiva a la pregunta por un responsable unitario del tiempo. Igual que no hay el astro que comanda el paso del tiempo, tampoco hay el circuito que funge como el reloj definitivo del tiempo subjetivo; en ambos casos se trata de variedades de movimientos, de cosas tanto como de circuitos neuronales, que configuran un complejo cada vez más denso y nutrido que terminamos en cierto modo por identificar con el tiempo. Veamos ahora de cerca, en conclusión, la dificultad para establecer una medida unívoca y definitiva del tiempo, por tanto, para postular una naturaleza fija y esencial del tiempo. Si nos quedamos con las medidas, las múltiples y diversas medidas del tiempo, renunciamos a su simplicidad y nos encontramos con la compleja trama del tiempo en que vivimos: un tiempo que medimos en días, semanas, años, pero que también medimos en horas, minutos y segundos. Y si intentamos extraer de ese complejo temporal una medida originaria y esencial, algo así como un cuanto fundamental de tiempo, pronto nos veremos frustrados. Medimos el día por la rotación de la tierra, mientras medimos la semana por las fases de la luna y el año por nuestra traslación alrededor del sol. Damos por sentado que todos los días duran lo mismo, que las semanas duran lo que siete días y que el año lo que 365 y algo días. Pero, ¿hay alguna razón para creer que alguna de estas medidas es la originaria portadora del fenómeno del tiempo, de manera que las demás se midan y se construyan a partir de ella? Ciertamente que no! No obstante, lo interesante es que eso parece no importar. Los movimientos que usamos para controlar y medir el paso del tiempo son diversos y no son susceptibles de conmensurabilidad entre ellos. Es conocido cómo los gobernantes, no solo Chávez, decretan ajustes al tiempo de sus países, o de sus imperios. Y esto ocurre precisamente porque tras largos años de seguir una medida empiezan a aparecer inconsistencias, se empieza a correr, por ejemplo, el inicio de las estaciones (un fenómeno natural vinculado a la traslación de la tierra alrededor del sol) en relación con la convención de los meses, por lo que hay que producir algún ajuste. Pero, ¿por qué ajustar? Y, ¿por qué siguiendo un crite14

rio, y no otro? Bueno, porque las sociedades orientan sus actividades según las conveniencias naturales que se les ofrecen, pero a su vez según un orden convencional, y cuando no son coherentes estos dos órdenes entonces las cosas no funcionan como se espera: los tiempos de siembra, y cosecha etc. Las políticas del tiempo, la intervención de los gobernantes en el tiempo, nos ponen de manifiesto que lo importante no es algo así como la mismidad del tiempo, el fenómeno originario, sino la coordinación humana de las medidas inconmensurables entre sí. Lo que no es conmensurable por naturaleza termina por hacerse conmensurable por decreto, convención o conveniencia humana. Y eso es el complejo temporal en que vivimos, la coordinación entre nuestras actividades y los diversos ciclos naturales, entre los movimientos y cambios de las cosas, por un lado, y las convenciones humanas y sociales, por otro lado. Veamos la otra parte de la medida del tiempo que usamos, la que conforma un día, y así verificaremos tal complejidad. Las 24 horas que conforman un día se componen cada una de 60 minutos, cada uno de los cuales contiene 60 segundos. Estos números sólo denotan un sistema artificial, una convención, para el manejo y el control de un espacio esférico: el sistema sexagesimal, vigente desde los tiempos de Babilonia. Pero la unidad de la que se parte para por medio de ese sistema numérico configurar el día, es el otro fenómeno natural, el extremo ínfimo natural del cual el extremo máximo es el día natural que interpretamos como las 24 horas. Entonces tenemos que el día, como medida, está atrapado entre la rotación de la tierra, qué más natural que eso!, y el segundo. Pero no hemos dicho todavía qué es un segundo. Un segundo es un latido de nuestro corazón, una pulsación. Qué cosa más humana y natural que un segundo, pero también qué cosa más natural y cósmica que un día. Nuestro día, la rotación de la tierra, está lleno de nuestras palpitaciones, de nuestro pulso. Labor y descanso armonizan con el ciclo del día y la noche. Naturaleza y convención, es decir, las cosas naturales y las instituciones sociales convergen, se intrincan entre ellas, para configurar nuestra noción de tiempo, complejidad que no impide que le sigamos buscando un principio de unidad. Y, ¿qué es la tierra, eso cuya rotación entendemos como día y por tanto en términos de nuestro pulso? En cierta medida se mueve con nuestro pulso, y eso nos explica que la consideremos como nuestro reloj7. La tierra es el reloj en que vivimos. Pero no siempre hemos vivido en la tierra, sólo tal vez desde Copérnico; antes vivíamos en el cielo, el cielo de los antiguos que encerraba toda la creación como una bóveda, en cuyo centro se hallaba nuestra tierra, nuestro habitáculo menor. De todos modos igual funcionaba ese cielo como el reloj que hoy es la tierra, salvadas algunas diferencias. Lo que importa ahora es que concebimos ese lugar en que vivimos, nuestro espacio, en cualquiera de los dos casos, como un reloj, es decir como nuestra particular y compleja manera de medir el tiempo. Y, ¿qué significa que aparezca ahora el espacio? Bueno, siempre ha estado por ahí, desde que hablamos

7 En Feynman, en sus lecciones de física, he encontrado también la idea de que la tierra es un reloj: “por fortuna, todos compartimos un reloj: la tierra”. The Feynman Lectures on Physics. Definitive edition volumen I, 5-5.

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de movimientos regulares que miden otros movimientos, pues tales movimientos no son otra cosa que desplazamientos entre lugares en el espacio. No deja de ser curioso que la tierra, el globo terráqueo que habitamos, sea medido como globo, es decir como esfera, en términos que se usan para medir el curso del tiempo: horas minutos y segundos. (Sistema sexagesimal, originario de Babilonia). Cuando se dice que un lugar está a tantos minutos y segundos del meridiano, estamos hablando de una medida de longitud en términos de tiempo. (Estrictamente no se está hablando de tiempo sino de ubicación espacial, pero considerando la tierra como un reloj, es decir, como la esfera que se usa para medir el transcurso de un día). Me da la impresión de que estamos ante una situación límite de encuentro entre espacio y tiempo, parecida a la que llegaron los antiguos cuando terminan por decir que el tiempo son los astros, dado precisamente el supuesto de su eternidad (algo así como ser el último marco de referencia con el que medimos el movimiento y que a su vez no es medido por este). Ahora tenemos que la tierra es el tiempo, pues es concebida como una gran reloj de veinticuatro horas, sus meridianos, entre las cuales se alojan los minutos y segundos que usamos también para medir los movimientos y que se corresponden con nuestro pulso. Es algo así como la última medida de longitud de que hacemos uso para medir el movimiento: el tiempo. Tierra y tiempo, he ahí el fondo de nuestras creencias acerca de espacio y tiempo. Pero también hay que observar que eso que decían los antiguos, “el tiempo son los astros”, no pierde vigencia, sólo que tras el vuelco copernicano la orientación por los astros se torna orientación por la tierra, ya que se descubre que ella es más bien la que se mueve produciendo la ilusión de que es el cielo y sus astros los que se mueven. También es curioso que el sistema de medida que los babilonios se inventaron para medir el cielo como bóveda, el sistema sexagesimal, fuera traspuesto a la tierra como esfera. Para terminar, recordemos cómo se intentó universalizar el tiempo, cómo se intento convenir que todos tuviéramos el mismo tiempo; para ello era menester sincronizar todos los relojes a la misma hora, algo incómodo, incluso cuando sólo se intentaba por segmentos, aunque grandes, de la tierra. La gente extrañaba la hora natural, por así decirlo, y no lograba asimilar la hora convencional del área enorme a la que pertenecía; la fuerza de la convención tiene sus límites frente a la de la naturaleza. Era la diferencia entre hora local, convencional del área, y la hora aparente o solar. Si no es posible tener el mismo tiempo, la misma hora para todos, entonces parémonos todos en el mismo reloj, claro que cada uno en su lugar, en su correspondiente hora. La tierra, así, se convirtió en el gran reloj en que vivimos, de manera que todos tenemos, cada uno su hora en el mismo reloj; podríamos hablar de una simultaneidad a deshoras, el mismo tiempo, a diferentes horas.

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