El territorio (una aproximación a su concepto en el Derecho público)

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Capítulo Sexuagésimo Quinto

EL TERRITORIO (UNA APROXIMACIÓN A SU CONCEPTO EN EL DERECHO PÚBLICO) Marcos Vaquer Caballería

Catedrático de Derecho Administrativo Universidad Carlos III de Madrid

SUMARIO: 1. EL TERRITORIO COMO ELEMENTO CONSTITUTIVO DEL ESTADO Y ESTRUCTURADOR DE SU INTEGRACIÓN EUROPEA Y SU ORGANIZACIÓN INTERNA. 2. EL TERRITORIO COMO OBJETO DE UN PRINCIPIO CONSTITUCIONAL: LA COHESIÓN O SOLIDARIDAD TERRITORIAL. 3. EL TERRITORIO COMO ÁMBITO DE LAS COMPETENCIAS Y DE LAS NORMAS DICTADAS EN SU EJERCICIO: EL PRINCIPIO DE TERRITORIALIDAD. 4. EL TERRITORIO COMO OBJETO DE UNA POLÍTICA PÚBLICA: EL GOBIERNO DEL TERRITORIO. 5. ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE EL CONCEPTO, EL VALOR, LA POROSIDAD Y LOS CONFINES DEL TERRITORIO. 6. BIBLIOGRAFÍA.

De acuerdo con la teoría del Estado y el Derecho internacional, los Estados gozan de soberanía territorial, que ha sido tradicionalmente caracterizada como un poder pleno, exclusivo e inviolable para satisfacer los intereses de su comunidad política dentro de su territorio. El territorio es, por tanto, el espacio dentro del cual un Estado debe poder ejercer pacíficamente su jurisdicción.1 En su acepción jurídica, el territorio presenta cuatro dimensiones distintas, aunque interrelacionadas, de las que me ocuparé sucesivamente en los cuatro apartados que siguen. Finalmente y sobre la base de dicho análisis, trataré de inducir algunas conclusiones sobre aspectos problemáticos como son el concepto jurídico-público de territorio, su valor, su creciente porosidad y sus confines.

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A tenor del art. 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas, “los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.”

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1. EL TERRITORIO COMO ELEMENTO CONSTITUTIVO DEL ESTADO Y ESTRUCTURADOR DE SU INTEGRACIÓN EUROPEA Y SU ORGANIZACIÓN INTERNA Históricamente, los señores primero y los soberanos después ejercían sobre el territorio poderes similares a los de un dominio privado (dominium), lo que no siempre hacía fácil diferenciar al territorio del patrimonium principis. La teoría contemporánea del Estado objetivó la soberanía al atribuírsela a la nación o al pueblo y se afanó por diferenciar el Derecho privado del Derecho público, regulador de los sujetos dotados de poder público (imperium). Ya claramente en el marco del Derecho público, concibió al territorio como uno de los elementos del Estado, junto a la población y al poder mismo. “La tierra sobre la que se levanta la comunidad Estado, considerada desde su aspecto jurídico, significa el espacio en que el poder del Estado puede desenvolver su actividad específica, o sea la del poder público. En este sentido jurídico la tierra se denomina territorio” (Jellinek, 2000: 385, la cursiva en el original). Pues bien, el territorio español comprende (a) la extensión terrestre delimitada por las fronteras del Estado, (b) las aguas interiores y el mar territorial,2 y (c) asimismo el espacio aéreo que se alza sobre toda esta superficie terrestre y marítima.3 El territorio es, por tanto, un espacio tridimensional conformado por tierra, mar y aire.

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Según la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar de 1982, “La soberanía del Estado ribereño se extiende más allá de su territorio y de sus aguas interiores y, en el caso del Estado archipelágico, de sus aguas archipelágicas, a la franja de mar adyacente designada con el nombre de mar territorial”, que comprende “al espacio aéreo sobre el mar territorial, así como al lecho y al subsuelo de ese mar” (art. 2) cuya extensión compete fijar a cada Estado “hasta un límite que no exceda de 12 millas marinas medidas a partir de líneas de base determinadas de conformidad con esta Convención” (art. 3), anchura máxima que es la establecida en España por la Ley 10/1977, de 4 de enero, sobre Mar Territorial (art. 3), salvo “en relación con los países vecinos y con aquellos cuyas costas se encuentren frente a las españolas” en cuyo caso se acude a la línea media equidistante entre las líneas de base respectivas (art. 4). Mientras que las aguas que quedan comprendidas entre la costa y las líneas de base son las aguas interiores (art. 8 de la Convención). De acuerdo con el art. 1 de la Convención de París de 1919, “toda potencia tiene la soberanía completa y exclusiva sobre el espacio atmosférico por encima de su territorio….”, aserto que confirman el Convenio de Chicago sobre Aviación Civil Internacional de 1944 (art. 1: “Los Estados contratantes reconocen que todo Estado tiene soberanía plena y exclusiva en el espacio aéreo situado sobre su territorio”) y, en el Derecho interno, la Ley 48/1960, de 21 de julio, de Navegación Aérea (art. 1: “El espacio aéreo

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Esta inherencia del territorio para el Estado no se agota en él, sino que se proyecta hacia arriba a los organismos supranacionales en los que participa y hacia abajo a los entes territoriales constituidos en su seno. En cuanto a lo primero y a diferencia de cuanto ocurre con los organismos internacionales, hoy podemos calificar sin ambages a la Unión Europea como un ente territorial, sólo que supranacional. Aunque los Tratados no identifican un territorio propio de la Unión, éste puede entenderse comprendido por los de los Estados miembros. Sólo así se comprende, ad intra, que sus actos y disposiciones puedan tener efecto directo (art. 288 TFUE), que la ciudadanía de la Unión conlleve el derecho de circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros (art. 20.2 TFUE), que la Unión se reserve la competencia para adoptar medidas de ordenación territorial (art. 192.2) y que el mercado interior implique un “espacio sin fronteras interiores”, en el que la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales está garantizada (art. 26.2), en el que se creen redes transeuropeas en los sectores de las infraestructuras de transportes, de las telecomunicaciones y de la energía y se promuevan los enlaces entre las “regiones de la Unión” (art. 170) y se persiga la cohesión territorial (arts. 3 TUE y 174 TFUE)4 o, ad extra, que la Unión tenga una “acción exterior” (art. 21 ss. TUE). De hecho y sobre la base de esta evolución de los Tratados5, la Unión se ha hecho progresivamente consciente de su territorialidad en las últimas décadas, como demuestran la Estrategia Territorial Europea acordada en la reunión informal de Ministros responsables de la ordenación del territorio en Potsdam, mayo de 19996, y la Agenda Territorial de la Unión Europea 2020

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situado sobre el territorio español y su mar territorial está sujeto a la soberanía del Estado español”). Véanse además el Protocolo nº 28 sobre la Cohesión Económica, Social y Territorial y la Comunicación de la Comisión al Consejo, al Parlamento Europeo, al Comité de las Regiones y al Comité Económico y Social Europeo, de 6 de octubre de 2008, relativa al Libro Verde sobre la cohesión territorial: convertir la diversidad territorial en un punto fuerte [COM(2008) 616 final]. Téngase presente que los artículos 2 y 158 del Tratado de la Comunidad Europea –precedentes de los arts. 3 TUE y 174 TFUE citados en el cuerpo del texto– sólo se referían a la cohesión económica y social. El principio de cohesión territorial es, por tanto, novedoso de la Unión Europea. Su subtítulo (“Hacia un desarrollo equilibrado y sostenible del territorio de la UE”) es ya muy expresivo, puesto que nos habla del “territorio de la UE”. La ETE, en efecto, afirma por primera vez al territorio como un elemento de la Unión y, en consecuencia, la necesidad de superar la perspectiva sectorial para acometer una política cabal de gobierno del territorio: “La ETE ofrece la posibilidad de superar la perspectiva de las

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(AT2020) aprobada en la reunión ministerial informal de los ministros responsables de ordenación del territorio y desarrollo territorial el 19 de mayo de 2011 en Gödöll (Hungría).7 En cuanto a lo segundo y según reza el inciso primero del artículo 137 de la Constitución española, “el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan.” De donde se sigue que la territorialidad no sólo rige las relaciones internacionales del Estado, sino que también lo organiza internamente, trasladándose a los entes que lo estructuran. Así, por ejemplo, el Estatuto de Cataluña de 2006 dedica su artículo 9 al territorio (“El territorio de Cataluña es el que corresponde a los límites geográficos y administrativos de la Generalitat en el momento de la entrada en vigor del presente Estatuto”) y lo organiza a su vez localmente en su artículo 2.3 (“Los municipios, las veguerías, las comarcas y los demás entes locales que las leyes determinen, también integran el sistema institucional de la Generalitat, como entes en los que ésta se organiza territorialmente, sin perjuicio de su autonomía.”) En efecto, también algunos entes locales tienen la consideración de entes territoriales porque proyectan un ámbito competencial pleno (aunque más limitado, pues ya no hablamos de soberanía sino de autonomía) sobre su respectivo territorio. A ellos se refieren los art. 3 y 4 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases del Régimen Local. La delimitación del territorio de los entes territoriales del Estado suele hacerse por agregación: de conformidad con lo dispuesto en los artículo 12 y 31 de la Ley de Bases del Régimen Local, la legislación autonómica sobre régimen local regula los términos municipales, que deben pertenecer necesariamente a una única Provincia, pues la Provincia viene determinada a su vez por la agrupación de Municipios, del mismo modo que el territorio de las Comunidades Autónomas se identifica en sus respectivos Estatutos por agregación de los de las entidades locales –normalmente, las Provincias– que lo integran.8 En todo caso, el territorio es tridimensional: comprende no

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políticas sectoriales para observar la situación global del territorio europeo”, afirma su parágrafo (8). A tenor de su parágrafo (4), “El cometido de la AT2020 es ofrecer orientaciones estratégicas para el desarrollo territorial, fomentando la integración de la dimensión territorial dentro de las diversas políticas en todos los niveles de gobernanza, y garantizar la aplicación de la Estrategia Europa 2020 de acuerdo con los principios de cohesión territorial”. Así, por ejemplo, el artículo 2 del Estatuto de Autonomía de Aragón de 2007 dispone que “El territorio de la Comunidad Autónoma se corresponde con el histórico de

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sólo la superficie, sino también el subsuelo y el vuelo o espacio aéreo hasta donde alcance materialmente la competencia de que se trate en cada caso.

2. EL TERRITORIO COMO OBJETO DE UN PRINCIPIO CONSTITUCIONAL: LA COHESIÓN O SOLIDARIDAD TERRITORIAL Si el Estado está conformado por territorio y población, es lógico que el ordenamiento jurídico estatal trate de consolidar ambos elementos y, por tanto, que la Constitución afirme la cohesión o solidaridad9 tanto territorial como social como un principio jurídico. El Estado absoluto o de policía se propuso promover un indefinido “bien común”; el Estado liberal de Derecho depuró sus fines ciñéndolos a la garantía de la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos; el Estado social amplía de nuevo su misión, que no es ya sólo de promoción del todo o lo común ni de garantía de lo individual, sino también de solidaridad o balance entre lo común y lo individual, entre el bien de todos y la autonomía de cada uno. Esta idea de la solidaridad como balance o síntesis entre lo común y lo propio, entre el todo y la parte, aparece apuntada por el Tribunal Constitucional en la Sentencia 62/1983, de 11 de julio, cuyo F.J. 2 A), donde afirma que la “solidaridad e interrelación social, especialmente intensa en la época actual, se refleja en la concepción del Estado como social y democrático de Derecho, que consagra la Constitución (art. 1.1)” y se traduce en una acción pública para la defensa de “los intereses comunes, es decir, aquellos en que la satisfacción del interés común es la forma de satisfacer el de todos y cada uno de los que componen la sociedad, por lo que puede afirmarse que cuando un miembro de la sociedad defiende un interés común sostiene simultáneamente un interés personal, o, si se quiere desde otra perspectiva, que la única forma de defender el interés personal es sostener el interés común”. En efecto, cuando el Estado deja de ser meramente garantista de una libertad y una igualdad exclusivamente formales y compromete su acción positiva en la efectividad de dichos valores, de la igualdad material como

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Aragón, y comprende el de los municipios, comarcas y provincias de Huesca, Teruel y Zaragoza.” Solidaridad es el término empleado en la Constitución española, mientras que los Tratados de la UE, como ya sabemos, emplean el de cohesión.

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valor nace –entre otros corolarios que no hacen aquí al caso– la solidaridad como principio jurídico tal y como hoy lo entendemos. En la mejor teoría política y constitucional del Estado de la época se encuentran huellas de esta emergencia de la solidaridad. Baste recordar aquí los casos señeros de Hermann Heller (para quien “la política es, en el más eminente y ejemplar sentido, la organización y actuación autónoma de la cooperación social en un territorio”; 1971: 222) y, sobre todo, León Duguit (quien afirma sin más que la “solidaridad es el verdadero fundamento del Derecho”; 1921: 11)10. Como han recordado de Lucas (1993: 15) o Galeotti (1996: 3), la etimología latina del término solidaridad es particularmente significativa para la definición del concepto: solidaridad proviene de solidum, soldum, que significa precisamente “entero”, “compacto”. El término arraigó primero en el lenguaje jurídico privado (obligatio in solidum: aquélla en que cada uno de los deudores se hace responsable de la entera obligación, y por tanto también por la parte que corresponda a sus codeudores), de allí saltó a la filosofía social y política, de donde a su vez revirtió de nuevo al lenguaje jurídico, pero para integrarse ya en el acervo del Derecho público (principio de solidaridad, por el que los miembros de la sociedad se hacen corresponsables de sus conciudadanos, haciendo más compacta a dicha sociedad). Hoy, con la noción jurídico-pública de solidaridad queremos expresar una conducta que resulta jurídicamente exigible como consecuencia del reconocimiento del valor supremo de la igual dignidad de todas las personas en sociedad. Así entendida, la solidaridad sirve a la igualdad, pero no se confunde con ella como categoría jurídica. La solidaridad es la responsabilidad por el bienestar de la persona que el ordenamiento imputa a los sujetos (desde los individuos hasta el Estado) sobre la base de la ruptura de la identidad entre sujeto responsable y sujeto tutelado. Es, por tanto, un principio distributivo de responsabilidades cuyo fundamento es el valor de la igualdad de todos en el goce de su dignidad. Por su contenido, dicha conducta jurídicamente exigible tiene un componente pasivo –el deber de ejercer los intereses propios de forma respetuosa o no obstructiva para con los de los demás– y otro activo –el deber de

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En opinión de Dieter Grimm (1973: 38-39), “la «solidarité sociale», que constituye el fundamento de la doctrina jurídica duguitiana, no es ninguna invención de Duguit. Más bien él traslada a la ciencia jurídica un concepto que poco antes había sido introducido en la filosofía social y que en poco tiempo se abriría camino hacia una extraordinaria popularidad en Francia. El auténtico fundador del solidarismo fue Alfred Fouillée”, para quien “la solidaridad exige «que la fraternité devienne juridique»”. (La cita es de la obra de Fouillée La science sociale contemporaine, París, 1885, p. 348).

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contribuir o favorecer al libre desenvolvimiento de los intereses ajenos–. Por sus sujetos, la solidaridad obliga a los individuos o ciudadanos entre sí, pero también a los Entes territoriales del Estado como representantes que son de los intereses de las comunidades en que aquéllos se agrupan. Por su vigencia, hay una solidaridad sincrónica (la que atiende a necesidades actuales con medios actuales) y otra diacrónica (que dispone medios actuales para atender necesidades futuras, incluso de futuras generaciones, o por el contrario compromete medios futuros para subvenir a necesidades actuales11). La cohesión territorial entendida en sentido diacrónico es la que llama a considerar las necesidades de las generaciones futuras en las políticas con incidencia territorial y, en consecuencia, da pie al principio de desarrollo territorial y urbano sostenible enunciado en el artículo 3 del Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana (TRLSRU). Por último, por su objeto, como el Estado mismo, la solidaridad tiene dos grandes elementos o dimensiones: (i) la espacial o territorial y (ii) la personal o social. Esta última clasificación merece mayor detenimiento. Es obvio que la solidaridad es, en todo caso, una relación interpersonal (bilateral o grupal). En propiedad, no cabe hablar de solidaridad entre territorios, sino entre personas. Pero ello no invalida la distinción entre solidaridad territorial y social, porque con ella se hace referencia a que el vínculo puede dirigirse a subvenir a las diferencias existentes entre la calidad de vida de las personas por razón de las condiciones de su lugar de residencia (niveles de infraestructuras, de servicios y de renta del municipio, la provincia o la región) 12 o por razón de las condiciones socio-económicas 11

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La solidaridad cuyos beneficiarios son no sólo las personas vivas sino también las generaciones futuras, inspira desde luego el Derecho medioambiental (donde podría apoyarse en la mención que de la solidaridad se hace en el art. 45.2 CE) y del patrimonio cultural. La perspectiva contraria pero igualmente diacrónica justifica, por ejemplo, el endeudamiento público para financiar obras cuyo disfrute compartirán con nosotros las generaciones venideras (en este sentido, Martín Mateo, 1967: 32). De modo que el territorio no es ni el sujeto ni el objeto de la solidaridad, sino su medio. A ello alude la Comisión Europea en su Libro Verde sobre la cohesión territorial cuando afirma: “Conectar territorios significa actualmente más que garantizar unas buenas conexiones de transporte intermodal. Requiere asimismo un acceso adecuado a servicios como la asistencia médica, la educación y la energía sostenible, acceso a internet de banda ancha, conexiones eficaces a redes de energía y fuertes vínculos entre las empresas y los centros de investigación. Todo esto es fundamental asimismo para abordar las necesidades especiales de los grupos desfavorecidos.” En la misma idea abunda en otros términos la AT2020 (19): “La exclusión del circuito socioeconómico tiene sin duda un marcado carácter territorial. El riesgo de exclusión es mayor en zonas con poca accesibilidad, malos resultados económicos, falta de oportunidades

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o personales de su existencia (renta familiar y personal, sector de actividad y nivel del puesto de trabajo o carencia de éste, grado de alfabetización y formación en general, sexo, edad, pertenencia a una minoría étnica, cultural o religiosa, afectación por una adicción, una enfermedad crónica, una minusvalía física o psíquica, etc.). La primera es a la que denominamos aquí solidaridad territorial y la segunda solidaridad social. En suma, el principio de solidaridad territorial (o “regional”) expresa la síntesis en la tensión dialéctica existente entre los principios de unidad del Estado español y autonomía de las Comunidades Autónomas y los entes locales, ya que reconduce a la cohesión del todo desde el reconocimiento de la diferencia entre las partes13. Afirmado junto con ellos dos con carácter general en el artículo 2 CE, este principio de solidaridad territorial se contiene también en los artículos 131, 138, 156.1 y 158 CE14.

3. EL TERRITORIO COMO ÁMBITO DE LAS COMPETENCIAS Y DE LAS NORMAS DICTADAS EN SU EJERCICIO: EL PRINCIPIO DE TERRITORIALIDAD La idea según la cual el territorio es un elemento constitutivo del Estado se proyecta tanto sobre su dimensión objetiva como sobre la subjetiva, es decir, tanto sobre el Estado-ordenamiento como sobre el Estado-poder.

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sociales u otras circunstancias territoriales particulares. Los grupos vulnerables y las minorías étnicas suelen terminar concentrados en determinadas zonas urbanas y rurales, con la consecuencia de que se dificulta su integración.” En este sentido, la STC 135/1992, de 5 de octubre, según la cual (F.J. 7) “el principio de solidaridad que nuestra Constitución invoca repetidas veces … no es sino un factor de equilibrio entre la autonomía de las nacionalidades o regiones y la indisoluble unidad de la Nación española (art. 2)”. A su vez, el Libro Verde de la Comisión Europea (cit.) también define a la cohesión territorial como un equilibrio entre diversidad y el conjunto de la Unión: “La cohesión territorial consiste en garantizar un armonioso desarrollo de todos esos lugares y lograr que sus habitantes puedan aprovechar al máximo sus características inherentes. Por ello, es un medio para transformar la diversidad en un activo que contribuya al desarrollo sostenible de la UE en su conjunto”.

Para su análisis, puede verse Pemán Gavín, 1992: 251-305 y la bibliografía allí citada. Por su parte, el Tribunal Constitucional ha interpretado la solidaridad financiera entre las CC.AA. como un título competencial estatal, pues “al Estado le corresponde, ex art. 149.1.14 CE en su conexión con los arts. 138.1 y 157.3 CE, regular el ejercicio de las competencias financieras de las Comunidades Autónomas y fijar los niveles de su contribución a la nivelación y a la solidaridad” (STC 31/2010, de 28 de junio de 2010, F.J. 134º).

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Por eso, el territorio delimita el ámbito de aplicación de las normas y de las competencias, respectivamente, y ambas cosas están íntimamente unidas porque las normas, obviamente, se dictan en ejercicio de las competencias correspondientes. Ya sea creado por entes de base territorial, ya por entes de base institucional o corporativa por aquéllos creados o reconocidos, el Derecho suele tener acotado territorialmente su ámbito de aplicación. Los ordenamientos territoriales son, como decimos, más comunes que los personales, atribuyéndose tal condición de forma pacífica a los ordenamientos estatales. Concurren para ello poderosas razones que son, sin embargo, antes prácticas (pues el territorio ofrece una base más estable, cierta y sencilla que la población para el aplicador del Derecho en el necesario deslinde entre ordenamientos aplicables) que dogmáticas (tanto el territorio como la población son elementos constitutivos del Estado y, por tanto, también de los entes en que aquél fracciona su poder de crear Derecho) y, por ello mismo, también contingentes, como se verá. Es así como nuestro Tribunal Constitucional ha entendido que el artículo 137 de la Constitución española consagra el “principio de territorialidad” de la autonomía (por todas, STC 103/1988, de 8 de junio, F.J. 5º), según el cual los intereses respectivos de Municipios, Provincias y Comunidades Autónomas y, por tanto, sus respectivas competencias, están limitados por su territorio15. Dicho principio se expresa en la Constitución de forma más concreta y taxativa en materia de legalidad tributaria, cuando su artículo 157.2 prohíbe a las CC.AA. adoptar medidas tributarias “sobre bienes situados fuera de su territorio”. Los Estatutos de Autonomía, por último, suelen referir de forma general las competencias estatutariamente asumidas por la Comunidad Autónoma a su territorio (por todos, vid. los arts. 20.6 EA País Vasco y 14.1 EA Cataluña, que precisa además que “las normas y disposiciones de la Generalitat y el Derecho Civil de Cataluña tienen eficacia territorial, sin perjuicio de las excepciones que puedan establecerse en cada materia y de las situaciones que deban regirse por el estatuto personal u otras normas de extraterritorialidad”). De conformidad con el principio de territorialidad, las competencias se ejercen sobre todo el territorio del ente correspondiente y sólo sobre el territorio del ente correspondiente. Es decir, el territorio opera como un criterio positivo y negativo de delimitación competencial (Jellinek, 2000: 385).

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Sobre el principio de territorialidad en el ordenamiento jurídico español, por todos, vid. Arce Janariz (1988).

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En cuanto a lo primero, significa esto que no puede excluirse la competencia de un ente territorial sobre una parte de su territorio por razón de la concurrencia sobre el mismo espacio de un título competencial prevalente de otro ente, aunque sí, desde luego, puede modularse el contenido o alcance de la competencia de aquél para hacerlo compatible con la de éste. En efecto, el Tribunal Constitucional tiene sentado que “el constituyente ha previsto la coexistencia de títulos competenciales con incidencia sobre un mismo espacio físico; de aquí que este Tribunal venga reiterando que la atribución de una competencia sobre un ámbito físico determinado no impide necesariamente que se ejerzan otras competencias en ese espacio, siendo esta convergencia posible cuando, incidiendo sobre el mismo espacio físico, dichas competencias tienen distinto objeto jurídico (SSTC 113/1983 y 77/1984)” (STC 40/1998, de 19 de febrero, F.J. 29º). De ello se deduce que los puertos y aeropuertos de interés general, por ejemplo, no dejan de ser parte de un término municipal y territorio autonómico y que, como tales, integran el ámbito territorial de las competencias de los Municipios y las Comunidades Autónomas sobre ferias, comercio, ordenación territorial y urbanística, etc., cuya incidencia sobre estos espacios, sin embargo, podrá modularse a su vez para respetar el interés general prevalente de la competencia del Estado. En cuanto a lo segundo, “si la actuación de órganos de la Comunidad Autónoma implica ejercicio del poder político sobre situaciones o sujetos situados fuera de su ámbito territorial de competencias, ciertamente ello representará una actuación ultra vires” (STC 165/1994, de 26 de mayo, F.J. 10º). Ahora bien, este último aserto requiere dos matizaciones sucesivas. La primera es que el principio de territorialidad puede cumplir dos funciones diversas y, por tanto, operar bien como norma de conflicto (en el plano de la interpretación del ejercicio de las competencias atribuidas) o bien como norma atributiva de competencias. Y la segunda es que el principio de territorialidad como norma de conflicto despliega una eficacia general, pero no absoluta. Como decimos, el principio limita de forma general la aplicación de los ordenamientos de los entes territoriales de nuestro Estado. Es en este plano en el que hay que situar al artículo 8 de nuestro Código civil, según el cual “las leyes penales, las de policía y las de seguridad pública obligan a todos los que se hallen en territorio español”, donde el término “policía” es interpretado comúnmente en su acepción histórica y lata como comprensivo de todo el Derecho administrativo16. Pero la territorialidad también

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En este sentido, de Castro y Bravo (1984) y Santamaría Pastor (1988: 368).

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funciona en algunas materias específicas como criterio distributivo de la competencia: así, por ejemplo, en materia de ferrocarriles y transportes terrestres (art. 149.1.21ª CE), aguas y energía (149.1.22ª) u obras públicas (149.1.24ª). Como ha precisado el propio Tribunal Constitucional (STC 65/1998, de 18 de marzo, F.J. 5º): “En efecto, es preciso distinguir dos distintas funciones del «territorio» dentro del orden constitucional de competencias: El «territorio» como límite general del ejercicio por parte de las Comunidades Autónomas de sus propias competencias (en el sentido del art. 25.1 EAC: «Todas las competencias mencionadas en los anteriores artículos y en los demás del presente Estatuto se entienden referidas al territorio de Cataluña»); y el «territorial» como criterio específico de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en determinadas materias, y que supone una delimitación de las respectivas competencias según el alcance intra o supracomunitario de las mismas. En el primero de los sentidos (…), el «principio de territorialidad» no constituye regla alguna de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, sino un límite general al ejercicio por las Comunidades Autónomas de cualesquiera competencias, aplicable también en materia de carreteras. Así, la aplicación de este principio fue la ratio decidendi de la decisión del conflicto positivo de competencia planteado por el Gobierno de Castilla-León frente al acuerdo del Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria relativo a la construcción de la carretera C-628, Reinosa-Potes, que había de discurrir en uno de sus tramos por la provincia de Palencia (STC 132/1996), sin intervención entonces de competencia estatal alguna. Sin embargo, es evidente que el art. 9.14 EAC, al disponer, en correspondencia con el art. 148.1.5 CE, que la Generalidad de Cataluña tiene competencia exclusiva sobre «carreteras y caminos cuyo itinerario se desarrolle íntegramente en el territorio de Cataluña», no se está limitando a recoger el «principio de territorialidad» en el sentido indicado (para lo cual hubiera bastado con asumir si ello fuera constitucionalmente posible, competencia en materia de «carreteras y caminos», de lo que resultaría la imposibilidad de que hubiera carreteras estatales en el territorio de Cataluña), sino que está añadiendo un criterio delimitador de sus competencias en materia de carreteras frente a las del Estado. En análogo sentido nos hemos expresado en materia de «ferias internacionales» en la STC 13/1988 (fundamento jurídico 2.º). Cuestión distinta es que este criterio territorial (caracterizado por la integridad o no del «itinerario», que, en relación con las carreteras, hay que entender, en principio, como trayecto, trazado o recorrido de las mismas) no haya de erigirse en el único criterio determinante para la

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delimitación de las competencias” [pues, por ejemplo, en la materia de autos dicho criterio concurre con el del “interés”].

En segundo lugar, importa también precisar que, concretado ya en su sentido “como límite general del ejercicio por parte de las Comunidades Autónomas de sus propias competencias”, el principio de territorialidad es “general” pero no absoluto; dicho en otros términos, admite excepciones y modulaciones. La apertura de la circulación territorial de personas y bienes en el entorno globalizado actual, aparte de potenciar los ordenamientos de base territorial más amplia (en nuestro caso, el unitario europeo), aboca a forzar la aplicación incidentalmente extraterritorial de los de base más reducida. Las normas estatales, autonómicas y locales “persiguen”, en ocasiones, con su ámbito de aplicación a los supuestos de hecho que tienen por objeto, pues de otro modo resultarían ineficaces para ejercer la competencia que los entes de referencia tienen atribuida. En suma, el principio de territorialidad debe a veces ponderarse con el de eficacia, resultando cierta modulación de sus efectos. El Tribunal Constitucional español advirtió también prontamente este fenómeno, sancionándolo en cierta medida, pues “esta limitación territorial de la eficacia de las normas y actos no puede significar, en modo alguno, que le esté vedado por ello a [los] órganos [autonómicos], en uso de sus competencias propias, adoptar decisiones que puedan producir consecuencias de hecho en otros lugares del territorio nacional. La unidad política, jurídica, económica y social de España impide su división en compartimentos estancos y, en consecuencia, la privación a las Comunidades Autónomas de la posibilidad de actuar cuando sus actos pudieran originar consecuencias más allá de sus límites territoriales equivaldría necesariamente a privarlas, pura y simplemente, de toda capacidad de actuación” (STC 37/1981, de 16 de noviembre, F.J. 1º). “Lo que no permite este alcance territorial de las actividades objeto de las distintas competencias –fenómeno cada vez más común en el mundo actual– es desplazar, sin más, la titularidad de la competencia controvertida al Estado. A este traslado de titularidad, ciertamente excepcional, tan sólo puede llegarse, como se apuntó en la STC 329/1993, cuando, además del alcance territorial superior al de una Comunidad Autónoma del fenómeno objeto de la competencia, la actividad pública que sobre él se ejerza no sea susceptible de fraccionamiento y, aun en este caso, cuando dicha actuación no pueda llevarse a cabo mediante mecanismos de cooperación o de coordinación, sino que requiera un grado de homogeneidad que sólo pueda garantizar su atribución a un único titular, que forzosamente debe ser el Estado, o cuando sea necesario recurrir a un ente con capaci-

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dad de integrar intereses contrapuestos de varias Comunidades Autónomas” (STC 243/1994, de 21 de julio, F.J. 6º).

Así, por seguir con el ejemplo de las carreteras, la más atrás mencionada STC 132/1996, de 22 de julio, alude en su F.J. 4º a la posibilidad de modular el rigor del principio de territorialidad si, en lugar de la vía de la actuación unilateral, se acude a la concertación con el ente competente por razón del territorio, para lo que acude al fundamento del principio de cooperación que es consustancial a nuestro Estado autonómico. Más allá llega la STC 132/1998, de 18 de junio, que reconoce en su F.J. 14º ciertas funciones extraterritoriales a un ente territorial del Estado (y competencia a su legislador autonómico para regularlas) por razones reconducibles, en suma, al principio de eficacia de las Administraciones públicas (art. 103.1 CE): “El Estado tiene la titularidad de la competencia sobre la carretera N-1 a su paso por el Condado de Treviño. En consecuencia, corresponde a la Administración general del Estado la planificación de dicho tramo de carretera, planificación que debe ser coordinada con la del resto de la carretera y de las redes viarias de las que forma parte.

Nadie ha puesto en cuestión las facultades de actuación que la Diputación foral de Álava ha venido ejerciendo desde antiguo sobre el tramo de la carretera N-1 a su paso por el Condado de Treviño, facultades de gestión, a ella encomendadas, que la Diputación foral de Álava conserva íntegramente por virtud de su régimen jurídico y a quien corresponden las operaciones de conservación y mantenimiento de la vía y las demás actuaciones previstas en la actualidad por el art. 15 de la Ley de las Cortes Generales 25/1988 sobre Carreteras; y que se mantendrán, mientras no sean modificadas. Por tanto, nada se opondría a que una Ley de carácter y finalidad coordinadora como es la Ley del Parlamento Vasco 2/1989 aquí impugnada, aludiera a las mencionadas facultades de conservación y explotación que conserva la Diputación foral de uno de sus Territorios Históricos, a fin de facilitar la necesaria coordinación tanto con las Administraciones correspondientes de las Instituciones Comunes del País Vasco como con la Administración del Estado titular de la carretera, responsables todas ellas de ofrecer a los ciudadanos un servicio público de carreteras adecuado y eficaz. Este no es, sin embargo, el caso (…)”. Los casos de efectos extraterritoriales de los ordenamientos territoriales auspiciados por el principio de eficacia menudean. Pensemos por ejemplo en el patrimonio cultural, que nuestra Constitución adscribe en su artículo 46 a “los pueblos de España” (inciso que parece atribuir un vínculo más es-

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trecho del valor cultural de los bienes que lo integran con la población que con el territorio, como elementos constitutivos que son ambos del Estado) y respecto del cual tanto la legislación española (estatal y autonómica)17 como la unitaria europea18 parecen acoger una acepción metaterritorial, con atribución de prerrogativas a las Administraciones competentes para reintegrarlo mediante la recuperación de los bienes salidos de su territorio. Es cierto que en estos casos las funciones públicas ejercidas fuera del territorio carecen de poder coercitivo y/o vienen expresamente habilitadas por una norma territorialmente superior (esto último no en el caso de autonómicas, pero sí de las estatales realizadas al amparo de la Directiva). Pero aun así, se trata del ejercicio de funciones públicas que producen efectos jurídicos fuera del ámbito territorial de competencia de la administración correspondiente. 19 Pero donde mejor se ha manifestado la extraterritorialidad es en materia de regulación e intervención sobre las organizaciones económicas y sociales, por tratarse de la configuración y ejecución de estatutos personales. 17

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El art. 22.2 del Estatuto de Autonomía de Aragón, por ejemplo, establece que “los poderes públicos aragoneses desarrollarán las actuaciones necesarias para hacer realidad el regreso a Aragón de todos los bienes integrantes de su patrimonio cultural, histórico y artístico que se encuentran fuera de su territorio” y su art. 71.45ª le atribuye la competencia exclusiva sobre “patrimonio cultural, histórico, artístico, monumental, arqueológico, arquitectónico, científico y cualquier otro de interés para la Comunidad Autónoma, en especial las políticas necesarias encaminadas a recuperar el patrimonio aragonés que se encuentre ubicado fuera del territorio de Aragón.” De ahí que dicha Comunidad Autónoma pueda lícitamente declarar bienes de interés cultural ciertas obras de arte sitas en otra CA, como en el caso resuelto por la STS de 26 de mayo de 2015, cas. nº 2204/2013. Es el caso de la Directiva 2014/60/UE, de 15 de mayo, relativa a la restitución de bienes culturales que hayan salido de forma ilegal del territorio de un Estado miembro, que impone la cooperación administrativa entre las autoridades del Estado miembro requirente y del requerido (art. 5) así como una acción de restitución del bien ante los tribunales del Estado requerido abierta a la legitimación activa del Estado requirente (arts. 6 y ss.). Se trata del ejercicio de competencias administrativas, en efecto: “De la misma forma que el ejercicio del derecho de retracto … constituye un ejercicio de la competencia de ejecución en materia de patrimonio histórico …, su adquisición se realizó …, en ejercicio de las competencias en materia de patrimonio cultural y de museos asumidas estatutariamente. (...) Es claro igualmente que, en el desempeño de tales políticas de recuperación de bienes, el Gobierno autonómico podría recurrir al ejercicio de potestades públicas como el retracto u otras que pudieran servir al fin de recuperación del patrimonio” (STC 6/2012, de 18 de enero, FF.JJ. 4º y 8º). Luego el ejercicio extraterritorial de dichas competencias es lícito; otra cosa es cuando entren en conflicto con las competencias territoriales de otro ente público éstas prevalgan (las territoriales sobre las extraterritoriales), como ocurre en el caso de la Sentencia constitucional citada.

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Sin perjuicio de que el ordenamiento trate de fijar territorialmente la distribución competencial sobre dichas organizaciones, acudiendo a puntos de conexión tales como el del lugar donde tengan su domicilio (como se hizo, por ejemplo, con las Cajas de Ahorro) o a criterios de reparto como el del territorio en el que desplieguen principalmente su actividad (así, en materia de fundaciones y asociaciones), el ejercicio de tales competencias, empezando por la legislación que se dicte a su amparo, no puede sino producir efectos extraterritoriales, habida cuenta de que no puede impedirse a tales organizaciones el libre despliegue de su actividad a lo largo y ancho del territorio nacional (art. 139.2 CE). En palabras de nuestro Tribunal Constitucional, pronunciadas en materia de Cajas de Ahorro, “el ámbito de la competencia autonómica viene, pues, dado por el principio de territorialidad, sin perjuicio de las posibles consecuencias extraterritoriales de hecho que, en su caso, pudieran derivarse de las decisiones adoptadas en el ejercicio de las competencias autonómicas –STC 37/1981– y de las excepciones que estatutariamente pueden preverse o resulten de las normas dictadas para resolver los conflictos de leyes” (STC 48/1988, de 22 de marzo, F.J. 4º). Otro ejemplo notable y más reciente lo hallamos en la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de la Unidad de Mercado, que proclama en su artículo 6 el principio de eficacia de las actuaciones de las autoridades competentes en todo el territorio nacional.20 De forma similar a cuanto comentábamos para el patrimonio cultural, aquí también los efectos extraterritoriales de la actividad administrativa encuentran cobertura en una disposición general que está operando dentro de su ámbito territorial de

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De acuerdo con él, “desde el momento en que un operador económico esté legalmente establecido en un lugar del territorio español podrá ejercer su actividad económica en todo el territorio, mediante establecimiento físico o sin él, siempre que cumpla los requisitos de acceso a la actividad del lugar de origen, incluso cuando la actividad económica no esté sometida a requisitos en dicho lugar” (art. 19.1) y por más que “conforme a la normativa del lugar de destino se exijan requisitos, cualificaciones, controles previos o garantías a los operadores económicos …, distintos de los exigidos u obtenidos al amparo de la normativa del lugar de origen, la autoridad de destino asumirá la plena validez de estos últimos, aunque difieran en su alcance o cuantía. Asimismo, el libre ejercicio operará incluso cuando en la normativa del lugar de origen no se exija requisito, control, cualificación o garantía alguno” (art. 19.3). Más aún, la supervisión y el control del cumplimiento de dichos requisitos de acceso (que pueden ser de tracto sucesivo) seguirá correspondiendo a la autoridad de origen (art. 21.2.a), que es el único que puede adoptar “las medidas oportunas, incluidas las sancionadoras que correspondan” (art. 21.3) aunque el incumplimiento o infracción se realice en otro territorio e incluso aunque el operador ya no actúe en el suyo.

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competencia (en este caso, el estatal). Luego no hay extraterritorialidad de la ley, pero sí de los actos administrativos por ella habilitados.

4. EL TERRITORIO COMO OBJETO DE UNA POLÍTICA PÚBLICA: EL GOBIERNO DEL TERRITORIO Como elemento del Estado, el territorio no sólo es un factor delimitador de la política sino también, en cierto sentido, un producto suyo21: el sistema económico-social cumple una función “como motor de la evolución del espacio, cuyo empuje conduce a la producción de uno característico. (…) En esta nueva perspectiva, el espacio no es, sin embargo, un producto más, pues es al mismo tiempo producto y medio en el que se producen los otros productos” (Parejo Alfonso, 2013 b: 15). Como producto social, el territorio puede ser objeto de una política pública específica; como medio, debe ser protegido y tenido en cuenta en todas las demás políticas que requieren y usan recursos territoriales.22 Esta dualidad hace del territorio un bien jurídico muy complejo y requiere una estrategia sistemática para su gobierno cabal, que debe implicar a competencias referidas a materias diversas, con repartos muy distintos entre sí y que se han desarrollado autónomamente, con una escasa consciencia de su interdependencia. Sin esta política estratégica y transversal de gobierno del territorio, difícilmente las diversas competencias que inciden sobre el territorio se coordinarán entre sí y resultarán en una cohesión territorial efectiva y sostenible.23,24 21

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Es a partir de la Ilustración cuando el pensamiento occidental teoriza el poder público para organizar u ordenar el territorio de modo racional. En Fraile (2012) se encuentran recogidas y comentadas algunas de estas teorías, desde la Descripción de la Sinapia encontrada entre los papeles de Campomames hasta los escritos de Valentín de Foronda, pasando por Pérez de Herrera y Delamare. Esta comunidad entre políticas públicas al servicio de un fin común es aludida en el art. 3.1 TRLSRU: “Las políticas públicas relativas a la regulación, ordenación, ocupación, transformación y uso del suelo tienen como fin común la utilización de este recurso conforme al interés general y según el principio de desarrollo sostenible, sin perjuicio de los fines específicos que les atribuyan las Leyes.” “Estamos convencidos de que reconocer la dimensión territorial y la coordinación de las políticas sectoriales de la UE y nacionales son principios importantes para fomentar la cohesión territorial. La mayoría de las políticas a escala territorial pueden ser notablemente más eficientes y conseguir sinergias con otras políticas si tienen en cuenta la dimensión y las consecuencias territoriales.” (AT2020, par. 41). “Sólo en una visión comprensiva y coordinada –de gobierno, en suma– el territorio se torna efectivamente en un elemento activo y, por tanto, no sólo pasivo e inerte de la

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En Italia, hasta hace una década –como todavía hoy en España– la locución “gobierno del territorio” (governo del territorio) expresaba más una aspiración cultural que un concepto estrictamente jurídico. Un sector amplio de la doctrina científica se había empeñado en su construcción “como una síntesis conceptual que expresara la exigencia de una reunificación de los poderes públicos en materia de gobierno del territorio, desde un punto de vista jurídico y de la integración de las competencias legislativas y administrativas del Estado, las Regiones y los Entes Locales” (Civitarese Matteucci, Ferrari y Urbani, 2003: ix). En este contexto, la Ley Constitucional de 18 de octubre de 2001, nº 3, que modificó el Título V de la Constitución italiana, constitucionalizó el concepto al introducirlo como materia competencial “de legislación concurrente” en el artículo 117 de la Constitución. Una materia que comprende “todo aquello que atiene al uso del territorio y a la localización de construcciones e instalaciones o actividades” (Sentencias de la Corte Constitucional nº 307/2003 y 164/2004) y que, por tanto, incluye el urbanismo (Sentencia nº 303/2003), la edificación (Sentencia nº 362/2003) y las obras públicas, excepción hecha de los puertos y aeropuertos civiles y las grandes redes de transporte y navegación, que merecieron mención aparte al constituyente, si bien aparecen a continuación asimismo como materias concurrentes25. Y una competencia que capacita al Estado para hacer “macroplanificación” y trazar las grandes líneas del orden o “arreglo territorial” (assetto territoriale: Salvia y Teresi, 2002: 30).26

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organización social” (Cabiddu, 2014 b: 4). En su versión original vigente hasta la reforma de 2001, el artículo 117 se limitaba a atribuir a las Regiones competencias legislativas en las materias “urbanismo” y “tranvías y líneas automovilísticas de interés regional”, entre otras. En julio de 2014, el Ministero delle Infrastrutture e dei Trasporti sometió a consulta pública un proyecto de ley de Principi in materia di politiche pubbliche territoriali e trasformazione urbana, que finalmente decayó sin ser aprobado. La segunda parte de esta iniciativa (la relativa a la transformación urbana) recibió cierta contestación, pero la que aquí interesa es la primera, la relativa a las políticas públicas territoriales. En su artículo 1.2, el proyecto proclamaba que “el territorio, en todas sus componentes –culturales, ambientales, naturales, paisajísticas, infraestructurales– constituye un bien común, de carácter unitario e indivisible” y en su inciso siguiente definía el “gobierno del territorio” como “la conformación, el control y la gestión del territorio”, que “comprende el urbanismo y la edificación, los programas infraestructurales y de grandes equipamientos de servicio a la población y a las actividades productivas, la defensa, la rehabilitación y la conservación del suelo” (art. 1.3) una política compleja cuyas “líneas estratégicas” deben trazar los entes territoriales superiores (el Estado y las Regiones y Provincias autónomas: art. 2).

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En Francia, la diferenciación entre el urbanismo y el gobierno del territorio (aménagement du territoire) goza de bastante tradición, si bien este último sigue siendo una materia no codificada, ordenada por un cuerpo normativo menos desarrollado y peor organizado que el urbanismo. Su definición todavía puede hacerse a partir de la formulación clásica de Eugène Claudius-Petit –padre de la disciplina en Francia– como la persecución de una mejor distribución geográfica de la población en función de los recursos naturales y de las actividades económicas (François Priet, en Civitarese Matteucci, Ferrari y Urbani, 2003: 46-47). Desde esta amplia perspectiva, el Código de Urbanismo francés encabeza su primer artículo (el L110) con este enunciado: “Le territoire français est le patrimoine commun de la nation. Chaque collectivité publique en est le gestionnaire et le garant dans le cadre de ses compétences.” A continuación, el precepto de cabecera del código señala un conjunto de fines de interés general de muy amplio espectro, a cuyo servicio “les collectivités publiques harmonisent, dans le respect réciproque de leur autonomie, leurs prévisions et leurs décisions d’utilisation de l’espace”.27 Ni siquiera en los Estados federales europeos la competencia de los Estados federados para ordenar los usos del espacio es exclusiva y excluyente de la ordenación federal (Tejedor Bielsa, 2001: 20). En el caso paradigmático de Alemania, la Ley Fundamental otorga a la Federación poder legislativo concurrente en materia de “las transacciones inmobiliarias, el Derecho del suelo [Bodenrecht] (con exclusión del Derecho de las contribuciones por urbanización)” y “la ordenación del territorio” [Raumordnung] (art. 74, apartados 18 y 31). En desarrollo de este marco constitucional, el Código de la Construcción (Baugesetzbuch, BGB) habilita al Gobierno federal a desarrollar –con la aprobación del Bundesrat o cámara de representación territorial– las determinaciones del planeamiento sobre los usos del suelo y la edificación, como en efecto ha hecho el Reglamento de utilización constructiva de las fincas (Baunutzungsverordnung) (Parejo Alfonso, 2013 a). En España, nuestra Ley del Suelo de 1956 había manejado implícitamente una concepción cabal y armónica de gobierno del territorio, al articular un sistema de planeamiento que iba desde el Plan Nacional de 27

En este reparto, el Estado retiene la competencia para aprobar las reglas generales en materia de utilización del suelo (art. L 111-1) y directives territoriales d’aménagement et de développement durables (art. L 113). Y los demás entes territoriales (las collectivités territoriales: regiones, departamentos y municipios), “concourent avec l’Etat à l’administration et à l’aménagement du territoire”, según reza el art. L 1111-2 del Código General de los Entes Territoriales.

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Ordenación hasta la ordenación detallada de los planes urbanísticos municipales. El modelo descansaba en “la omnicomprensividad de los planes generales de ordenación y la necesaria adecuación a los mismos de los planes sectoriales”, lo que no planteaba mayores problemas de articulación entre los municipios y el Estado gracias al recurso a tres técnicas principales: la jerarquización de planes, la tutela estatal sobre los planes municipales y la vía excepcional de la aprobación de proyectos contra plan (Muñoz Machado, 2007: 723-724). Este régimen legal preconstitucional, además, ya distinguía implícitamente entre ordenación del territorio y urbanismo y además buscaba su articulación con la planificación socio-económica. En palabras del Tribunal Supremo, en efecto, había distinción “entre ordenación del territorio y ordenación urbanística, distinción que nunca debe perderse de vista aunque en la Ley del Suelo [se refiere al TRLS 1976] aparezca expresada de forma algo difusa. Difusa pero, en todo caso, cierta y real. El artículo 7 de la Ley y el 8 del Reglamento de planeamiento (Plan Nacional de Ordenación, que no de urbanismo), la figura del llamado Plan director territorial de coordinación (que al decir de la exposición de motivos viene a llenar el vacío existente entre el planeamiento físico y el socioeconómico), la misma redacción del artículo 148.1 de la Constitución (separando ordenación del territorio y urbanismo), la misma vinculación de los planes sectoriales al plan director y no a los planes urbanísticos stricto sensu (art. 57 de la Ley) está confirmando esa dicotomía entre ordenación del territorio y urbanismo” (STS de 9 de diciembre de 1987, F.J. 4º). Sin embargo y como es bien sabido, este sistema integral fracasó fundamentalmente en sus elementos superiores, porque ya al poco de ser instaurado se impuso la lógica de la planificación económica –los planes de desarrollo, los de infraestructuras, los de vivienda, etc.– sobre la territorial. La Constitución española de 1978, al instaurar el Estado autonómico, abrió a la descentralización materias competenciales que son conexas, pero también diferentes, como son la ordenación del territorio, el urbanismo y la vivienda, que yuxtapuso sin más en el apartado 1.3º del artículo 148 haciendo una mala traducción –por reduccionista– de la noción francesa del aménagement du territoire. De esta manera, en lugar de reconfigurar el sistema de gobierno del territorio preexistente y distribuir las competencias relativas dentro del marco del Estado autonómico, la Constitución instituyó dos de sus elementos –la ordenación del territorio y el urbanismo– entregándoles a las Comunidades Autónomas su competencia legislativa exclusiva y no reservó al Estado ninguna función general o coordinadora respecto del sistema todo, sino sólo ciertas funciones relativas al tercer elemento principal de esta política pública, las relativas a las infraestructuras de comunicaciones de interés general en las materias 20ª y 21ª de su artículo 149.1.

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“El orden constitucional de distribución de competencias –nos dice el Tribunal Constitucional en su Sentencia 61/1997, de 20 de marzo, F.J. 6.b)– ha diseccionado ciertamente la concepción amplia del urbanismo que descansaba en la legislación anterior a la Constitución del 1978” 28. Pero esta misma “disección” y consecuente concepción de la ordenación del territorio como una competencia exclusiva de las CC.AA. desnaturaliza el concepto, lo aparta de sus referencias en el Derecho comparado y nos obliga a buscar otro concepto más amplio e integrador para reconstruir interpretativamente el sistema. Porque, a día de hoy, la disección ha degenerado en quiebra y fragmentación. Expulsado el Estado de la competencia para ordenar el territorio, ha forzado la reconstrucción de la prevalencia del interés general al que sirve mediante el recurso a sus títulos competenciales sectoriales. Supuesta además la prevalencia de las competencias del Estado ex art. 149.3 CE, este singular modelo nuestro parece abocar a la paradoja según la cual el Estado no podría ordenar el territorio pero sí sobreponerse a dicha ordenación, rompiéndola con planes y proyectos de infraestructuras de alto impacto territorial29. Es decir, que el Estado no puede ordenar el territorio, pero sí desordenarlo. De acuerdo con las consideraciones hechas, el resumen final de nuestro bloque de la constitucionalidad en materia de gobierno del territorio –según ha sido interpretado hasta ahora por nuestro Tribunal Constitucional y desarrollado por el legislador– sería éste: dos políticas territoriales distintas 28

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Como es sabido, una buena parte de la doctrina científica criticó abiertamente la interpretación sobre la distribución de competencias desarrollada en la STC 61/1997. Por todos, pueden verse Tomás-Ramón Fernández (1997) y Eduardo García de Enterría (1998). Según el Tribunal Constitucional, por un lado, la competencia sobre ordenación del territorio de las CC.AA. tiene por fin que éstas puedan “formular una política global para su territorio” que el Estado “no puede obviar” al ejercer competencias “con incidencia territorial”, por lo que éstas podrán ser “coordinadas y armonizadas desde el punto de vista de su proyección territorial” y no podrán llevar “a cabo una actividad de ordenación de los usos del suelo” ni amparar la aprobación por el Estado de un “plan de ordenación territorial y urbanística” como el Plan Nacional de Ordenación. Pero por otro lado, eso no implica “su incorporación automática a la ordenación del territorio”, que por el contrario “deberá respetarlas”, en el bien entendido de que están dotadas de una “clara dimensión espacial” que “incide en la ordenación del territorio”, lo que legitima “que el Estado planifique territorialmente el ejercicio de sus competencias sectoriales” así como que establezca “fórmulas de coordinación, con la ineludible consecuencia de que las decisiones de la Administración estatal con incidencia territorial … condicionen la estrategia territorial que las Comunidades Autónomas pretendan llevar a cabo” (por todas, SSTC 149/1991, F.J. 1º B), 36/1994, F.J. 3º, 61/1997, F.J. 22º, 40/1998, F.J. 30º, y 149/1998, F.J. 3º).

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(la autonómico-local de ordenación expresada en los planes territoriales y urbanísticos y la estatal de ordenación de infraestructuras) pero una sola competencia verdadera (la autonómica exclusiva de ordenación territorial). Cuando debería ser justamente al contrario: una política global y multinivel integrada por varias competencias coordinadas entre sí, como hemos visto que ocurre en los países de nuestro entorno. En espera de una reforma constitucional que ponga al día la organización territorial del Estado, debemos resolver interpretativamente este aparente desorden fragmentario. Tomando como referencia los marcos comparados más atrás reseñados, entre otros, y a partir de los datos normativos citados sobre los principales elementos del sistema (arts. 148.1.3ª y 149.1.20ª y 21ª CE), así como de las competencias básicas horizontales sobre ordenación de la economía y protección del medio ambiente (art. 149.1.13ª y 23ª CE) para que el Estado pueda articular las relaciones lógicas entre dichos elementos, el Tribunal Constitucional español bien podría construir interpretativamente la noción de gobierno del territorio como un supraconcepto integrador de rango constitucional, capaz de armonizar como una política multinivel los que hoy son percibidos como títulos competenciales independientes y aun enfrentados. Esta noción global y unitaria podría superar las carencias de la doctrina actual del Alto Tribunal en materia de ordenación territorial y urbanismo, que ha tratado de construir las funciones del Estado con incidencia en la materia a partir de títulos dispersos, penosa y laboriosamente, caso a caso, con resultados dispares.

5. ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE EL CONCEPTO, EL VALOR, LA POROSIDAD Y LOS CONFINES DEL TERRITORIO Como se ha apuntado al principio, la historia del Estado contemporáneo es la de la trabajosa diferenciación entre dominio e imperio, entre Derecho privado y Derecho público. Y también entre suelo y territorio, ya que el suelo forma parte del territorio, pero el territorio no lo forma sólo el suelo, sino que ya hemos advertido que está compuesto asimismo por atmósfera e hidrosfera, es decir y respectivamente, por el espacio aéreo y por las aguas continentales y el mar sobre el que el Estado tiene soberanía, formado a su vez por las aguas interiores y el mar territorial. Pero tampoco es la suma de todos esos elementos: el territorio no es, en efecto, un conjunto de cosas, sino un bien jurídico complejo que las integra, las interrelaciona y las trasciende. Un bien de Derecho público que no es objeto de apropiación individual, sino de poder público. Es una res extra commercium.

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La etimología puede socorrernos en la aclaración de este matiz esencial. El sustantivo “suelo” proviene del latín solum, que significa base, piso o fondo. Alude, pues, a un plano físico o material, como acredita que para referirnos a lo que está sobre él hablemos del “vuelo” y para lo que se encuentra por debajo, el “subsuelo”. Y ese plano sólido (“suelo” y “sólido” comparten raíz común) constituye la “base” o el “piso” de la actividad y los asentamientos humanos, de donde también la noción de “solar” (del latín solarium, derivado asimismo de solum), como parcela de suelo susceptible de aprovechamiento urbano. Por su parte, “territorio” procede de territorium y éste a su vez de terra, vocablo que expresa tanto una materia como también, por extensión, el orbe o mundo en que vivimos (nosotros, que en la tradición cristiana somos la sal terrae). El territorio es la porción del mundo sobre la que desarrollamos nuestra vida (hábitat) y nuestro poder (jurisdicción)30. Es el espacio físico efectivo de la comunidad política. El suelo es un bien material, mientras que el territorio es un espacio físico. El territorio, en consecuencia, no está formado sólo por suelo ni tampoco por los bienes que a él acceden, como edificios, construcciones e instalaciones, sino también por agua (continental y marina) y por aire, y por su interacción y los conjuntos armónicos que resultan de ella, ya sean desde una percepción ecológica (ecosistemas), cultural (paisajes), social (ciudades) o económica (clusters). Aunque el Tribunal Constitucional español parece confundir suelo y territorio, también ofrece la clave para distinguirlos, en línea con lo aquí defendido, cuando afirma que el título de ordenación del territorio «tiene por objeto la actividad consistente en la delimitación de los diversos usos a que puede destinarse el suelo o espacio físico territorial» (SSTC 36/1994 y 28/1997, de 13 de febrero, F.J. 5º, por la que cito). Sólo que el suelo y el espacio físico territorial no son lo mismo. Como tal “espacio”, el territorio no es una cosa ni un bien material, sino un bien jurídico ideal y complejo31, que integra un amplio conjunto de cosas

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Según el primer diccionario académico de la lengua española, el Diccionario de Autoridades de 1739, suelo es “la superficie de la tierra”, “por semejanza significa la superficie inferior de algunas cosas” y de ahí, también, “el sitio, u solar, que queda del edificio”, “la superficie artificial, que se hace, para que el piso esté sólido” o “el pavimento de las casas”. Mientras que territorio sería “el sitio, o espacio, que contiene una Ciudad, Villa o Lugar”, o “también el circuito, o término, que comprehende la jurisdicción ordinaria”. Esta conceptuación sistemática de bienes o personas jurídicas, a los que el ordenamiento dota de objetividad o subjetividad diferente y superpuesta a la de los elementos (cosas o individuos, respectivamente) que los componen, es por lo demás algo bien habitual en nuestra tradición jurídica: ocurre respectivamente con la noción de pa-

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diversas pero percibidas como un continuo por el hombre dentro de un orden tridimensional. La afirmación según la cual el territorio es el espacio sobre el que los poderes públicos ejercen de forma plena y exclusiva su jurisdicción también merece ser matizada. De hecho, el Derecho internacional siempre ha establecido límites a dicha plenitud y exclusividad y hemos visto que el Tribunal Constitucional también se los ha puesto al principio de territorialidad en la organización interior del Estado. Sólo que estos límites aumentan según lo hace la globalización de las relaciones socio-económicas, que las fronteras no son capaces de contener. Hoy ya no se da la relación estable que antaño existía entre territorio y población, porque los medios de transporte, los medios de comunicación y las tecnologías de la información han emancipado a la población y las relaciones que traba respecto de los territorios. No es que el principio de territorialidad ya no esté vigente, sino que el territorio es una unidad crecientemente porosa, lo que relativiza la eficacia de dicho principio. En efecto: a) Ad extra, la soberanía de los Estados cede peso, sea porque trasfieren competencias a entes supranacionales e internacionales, sea porque ya no pueden ejercer con plena independencia y de forma eficaz las que mantienen, lo que les aboca a dictar normas y actos con efectos extraterritoriales y a un juego de diferenciación/emulación en un entorno globalizado en el que cooperan pero también compiten entre sí. b) Ad intra, las interrelaciones entre los entes territoriales ganan asimismo peso y les llevan tanto a dictar normas y actos con efectos extraterritoriales (así lo hemos observado más atrás en el apartado 3), como a desarrollar similares relaciones de cooperación y competencia. Ahora bien, es importante reparar en que estos fenómenos no devalúan la relevancia jurídico-pública del territorio, sino que más bien la alteran, atribuyendo más relevancia a algunas de sus dimensiones aquí estudiadas en demérito de otras: en efecto, quizás haya perdido parte de su eficacia original el principio de territorialidad, pero a cambio cobran más importancia que nunca la política de gobierno del territorio y el principio de

trimonio o la de sociedad en el Derecho privado, y con la de medio ambiente o la de Estado, por ejemplo, en el Derecho público.

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cohesión territorial. Si es cierto (1º) que la superpoblación produce un efecto irreversible de antropización del territorio, (2º) que las tecnologías aumentan continuamente las posibilidades de su explotación con nuevas e impactantes obras e infraestructuras, y también (3º) que la globalización produce una cierta alienación territorial de la población (que se apresta a habitar un no-lugar virtual –la red– mientras se concentra en lugares funcionales –las ciudades– y concibe al territorio ya no como hábitat sino más bien como paisaje), habrá que concluir que crece la necesidad de que los poderes públicos gobiernen el territorio, con el objeto de suplir este desapego y ordenar aquellos impactos sobre un bien cuya sensibilidad se nos hace cada día más evidente, y su equilibrio más precario, a ojos vista. Cuanto más en riesgo está el territorio-hábitat, tanto más necesario se hace afirmar el territorio-jurisdicción, no ya como ámbito de aplicación de normas y competencias sino como objeto de gobierno. Esto supuesto, más atrás hemos expuesto la delimitación del territorio del Estado pero ¿es éste coextenso con la suma de los territorios de los entes territoriales inferiores? O, en otros términos, ¿todo el territorio soberano puede ser objeto de las competencias de las comunidades autónomas y de los entes locales y, en particular, de las de ordenación territorial y urbanística que son –o debieran ser– el núcleo central y vertebrador del gobierno del territorio? En primer lugar, la jurisprudencia ya estableció tempranamente que todo el suelo comprendido en el término municipal estaba sujeto a la ordenación urbanística, incluyendo los espacios del dominio público estatal (como el cauce de los ríos o el dominio público marítimo-terrestre) y/o sujetos asimismo a una regulación sectorial prevalente (como los puertos o los aeropuertos) que justifica la afección al urbanismo con condicionantes y limitaciones de carácter prevalente, pero no su exclusión.32 En las palabras del Tribunal Supremo, es necesario “rechazar todo intento de desapoderar a los municipios de las competencias urbanísticas en las zonas marítimo-terrestres, playas y zonas portuarias, tanto en punto a la intervención singular por la vía de la licencia, como en punto a la ordenación urbanística, es decir, en suma, (…) la ordenación y la ejecución urbanística es competencia exclusiva que a los Ayuntamientos corresponde en las precitadas zonas, como en general en el territorio que pertenece a los términos municipales de aquéllos”. Esta misma doctrina y fundamento son perfectamente trasladables a la ordenación del territorio, que 32

Como ya se ha advertido en el apartado 3 a partir de la jurisprudencia constitucional, el principio de territorialidad afirma la competencia de los entes territoriales sobre todo su territorio.

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sabemos ya que también incluye la ordenación de los usos del suelo. Y sin embargo, nuestro ordenamiento la ha ido socavando cuando, sin negar aparentemente a la ordenación del territorio y el urbanismo de su función ordenadora sobre todo el territorio, ha ido disponiendo su desplazamiento progresivo por la proyección territorial de las competencias sectoriales, a la que ha otorgado una prevalencia cada vez más general e incondicionada. 33 En segundo lugar, según nuestro Tribunal Constitucional, “el litoral forma parte del territorio de las Comunidades Autónomas costeras, de manera que su ordenación puede ser asumida por éstas como competencia propia desde el momento mismo de su constitución y sea cual hubiera sido la vía seguida para lograrla. (…) Hay que entender, por tanto, como conclusión, que todas las Comunidades costeras competentes para la ordenación del territorio lo son también para la del litoral, como sin duda han entendido también los autores de la Ley de Costas, en cuyo art. 117 se hace una referencia genérica a todo planeamiento territorial y urbanístico «que ordene el litoral», concepto este último, por lo demás, cuya precisión no está exenta de considerables dificultades, que aquí podemos obviar, ya que a los efectos de esta Ley, incluye al menos la ribera del mar y sus zonas de protección e influencia.” [STC 149/1991, de 4 de julio, F.J. 1ºA)]. En tercer lugar, como ya se ha insistido, el territorio no lo forma sólo el suelo, sino que está compuesto asimismo por atmósfera e hidrosfera. Y los municipios sólo tienen competencias urbanísticas, esto es, de ordenación de los usos del suelo, pero las comunidades autónomas tienen además competencias de ordenación del territorio, que no se limitan a ordenar los usos del suelo sino que además persiguen “el equilibrio entre las distintas partes del territorio” (SSTC 36/1994, F.J. 3º, 28/1997, F.J 5º y 149/1998, de 2 de julio, F.J. 3º).34 ¿Incluido el aquitorio? 33

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En efecto, el legislador ha ido desapoderando progresivamente a los municipios de su capacidad para ordenar e intervenir ciertos usos de interés general del suelo, que son además estructurantes y condicionan todo modelo territorial, primero mediante reglas excepcionales, después también sectoriales y por último incluso generales que hacen difícil sostener que se siga tratando de meras reglas de conflicto (prevalencia) y no de exclusión. Para un análisis y valoración más amplios de este fenómeno, véase Vaquer (2013). “La distinción entre los conceptos «ordenación del territorio» y «urbanismo» es siempre difusa cuando se trata de llevar al análisis de una actuación concreta. Las definiciones genéricas sobre la «ordenación del territorio» lo vinculan con «el conjunto de actuaciones públicas de contenido planificador cuyo objeto consiste en la fijación de los usos del suelo y el equilibrio entre las distintas partes del territorio» (STC 36/1994) por lo que no sólo tiene un visión territorial más amplia que el «urbanismo», sino que además incide en aspectos competenciales más globales, sin limitarse al simple examen del uso urbanístico del suelo. La ordenación del territorio conlleva actuaciones

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Este “territorio líquido” o aquitorio (Parejo Navajas, 2011: 27) no mereció atención mientras cumplía funciones de frontera y sólo era objeto de tránsito o de explotación pesquera. Pero en la actualidad están proliferando las formas de ocupación del aquitorio, desde los terrenos ganados al mar a las piscifactorías y las construcciones e instalaciones energéticas (plantas petrolíferas, tendidos submarinos o aéreos, turbinas mareomotrices, parques eólicos offshore, depósitos submarinos de residuos). Se está diluyendo la frontera de posibilidades de ocupación y utilización por el hombre entre el suelo, el litoral y el mar. A su continuidad geográfica y su interacción biológica se añade también la económica y, por todo ello, resulta necesaria una ordenación espacial conjunta o al menos sistemática de todo el territorio bajo la soberanía del Estado. Pues bien, según la redacción que el artículo 120.6 de la Ley 53/2002, de 30 de diciembre, dio al artículo 114 de la Ley de Costas, la competencia autonómica sobre ordenación territorial y del litoral alcanzaría exclusivamente al ámbito terrestre del dominio público marítimo-terrestre. En efecto, la reforma legal aludida introdujo un segundo párrafo en el precepto según el cual “la competencia autonómica sobre ordenación territorial y del litoral, a la que se refiere el párrafo anterior, alcanzará exclusivamente al ámbito terrestre del dominio público marítimo-terrestre, sin comprender el mar territorial y las aguas interiores.” Así las cosas, la ordenación espacial del territorio terrestre compete en exclusiva a las Comunidades Autónomas, aunque pueda venir condicionada por el Estado en ejercicio de títulos sectoriales prevalentes, mientras que la del territorio marino o aquitorio estaría reservada al Estado. He aquí otra manifestación más de la “disección” hecha en España del gobierno del territorio a la que me refería más atrás. Sin embargo, la Sentencia del Tribunal Constitucional 162/2012, de 20 de septiembre, declaró inconstitucional y nulo este inciso legal, si bien lo hizo exclusivamente por razones formales, ya que el legislador estatal no puede llevar a cabo “una interpretación conceptual y abstracta del sistema de distribución de competencias con el objetivo de delimitar las atribuciones de las Comunidades Autónomas” (F.J. 7º), por lo que la cuestión sustantiva o de fondo no ha sido resuelta. coordinadoras de las diversas partes del territorio con un enfoque global, no sólo del uso del suelo, sino del equilibrio socioeconómico del ámbito afectado lo que implica un análisis de la política de transportes, equipamientos sanitarios, docentes, turísticos, etc. En suma, la ordenación del territorio comporta una visión global porque necesariamente el ámbito espacial es más amplio y porque afecta a políticas económicas, socioculturales, medioambientales etc., de todo este territorio, no limitándose al simple análisis de los usos del suelo.” (STSJ Illes Balears nº 172/2002, de 22 de febrero, F.J. 7º)

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Que el aquitorio es parte del territorio y como tal debe ser ordenado es algo aceptado también por el Derecho unitario europeo. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 2.1. de la Directiva 2014/89/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de julio de 2014, por la que se establece un marco para la ordenación del espacio marítimo, la misma “no se aplicará a las aguas costeras ni a partes de las mismas objeto de medidas de ordenación territorial en un Estado miembro, a condición de que así se comunique en los planes de ordenación marítima”. Nos falta, en suma, una concepción cabal del territorio35 que integre en una política multinivel su gobierno y articule coordinadamente las distintas competencias a su servicio. En este trabajo he intentado plantear algunas de sus posibles premisas teóricas.

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En 2006, un amplio colectivo de profesionales y académicos del campo de la geografía y el urbanismo suscribió un Manifiesto por una nueva cultura del territorio, buena parte de cuyos postulados siguen vigentes. Puede verse en http://www.geografos.org/iniciativas/nueva-cultura-del-territorio/30-iniciativas/nueva-cultura-del-territorio/235-manifiesto-por-una-nueva-cultura-del-territorio.html (consultado el 4 de julio de 2016).

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Marcos Vaquer Caballería

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