\"El templo y la ciudad. Que trata de cómo los fenicios poblaron Sevilla y su entorno.\"

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EL TEMPLO Y LA CIUDAD. Que trata de cómo los fenicios poblaron Sevilla y su entorno. José Luis Escacena Carrasco1 Introducción. El estudio de un conjunto de yacimientos arqueológicos ubicados en la antigua desembocadura del Guadalquivir permite ofrecer una hipótesis distinta de la comúnmente aceptada sobre el papel de los fenicios en este ámbito tartésico. El Carambolo pasaría de asentamiento indígena a santuario fenicio consagrado a Astarté. Sevilla no constituiría más que una colonia oriental fundada en el punto de máxima penetración para los barcos marítimos. En sus cercanías habría nacido un port of trade en torno a otro santuario, esta vez dedicado a Baal Saphón. Dicho templo se ubicó en el Cerro de san Juan, la antigua ciudad de Caura junto a la que moría el río. La Ora Maritima de Avieno sugiere algunos nombres para estos enclaves. Esta explicación dista mucho de la defendida por la mayoría de los investigadores, que leen todo este conjunto de sitios y datos como la orientalización de la población autóctona. SINUS TARTESICUS La Antigüedad contaba con referencias a unas bocas del Betis distintas de las de hoy. La fuente más clara a este respecto es la Geographía de Estrabón (III, II, 4-5), que habla de un ambiente palustre de esteros e islas. Pero no faltan informes que aluden a situaciones más arcaicas y que sugieren que, lo que en época romana se denominó lago Ligustino, antes fue golfo más que albufera: la ensenada tartésica (Avieno 265-306). Aún conociendo esta información literaria, las primeras excavaciones en busca de Tartessos se obstinaron en trabajar en la desembocadura actual del Guadalquivir. Este planteamiento presidió los estudios de A. Schulten (1955: 115). La situación cambia en la segunda mitad del siglo XX con la obra de J. Gavala (1959). En ella se propone una línea de costa diferente de la actual con base en datos geológicos y topográficos. Ciertas curvas de nivel darían la clave para dibujar el litoral que encontrarían los fenicios al arribar a las tierras tartésicas. La dirección señalada por Gavala ha conocido luego dos nuevos aportes que inciden en el valor de la geología como camino para la resolución de este problema: la tesis doctoral de L. Menanteau (1982) y los sondeos realizados por el Instituto Arqueológico Alemán (Arteaga y otros 1995). A la vez, durante un lustro los arqueólogos han sido más receptivos a sus resultados, tal vez por el espíritu nacido del simposio sobre Tartessos celebrado en Jerez de la Frontera en 1968, que M. Bendala (2000: 50) ha recordado recientemente al 1

.- Universidad Hispalense. Facultad de Geografía e Historia. Departamento de Prehistoria y Arqueología. C/ María de Padilla s.n., 41004 Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: [email protected].

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recoger una sentencia metodológica que en él hizo fortuna: “déjate de Avieno y husmea el terreno”. Menanteau incorporó la información arqueológica, acrecentada en la actual periferia de las marismas del Guadalquivir por el Departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Sevilla desde la incorporación al mismo de M. Pellicer. Los trabajos del Instituto Arqueológico Alemán han introducido, por último, los análisis radiocarbónicos. Todas estas labores han definido una antigua bahía que ocupó la actual comarca de Las Marismas. En ella desembocada el Betis mucho más arriba -al menos setenta kilómetros en línea recta- de donde lo hace ahora. Desde Matalascañas y Sanlúcar de Barrameda, el golfo se abría en forma triangular hasta alcanzar su vértice superior en Coria del Río (Caura). A partir de este punto y hasta la antigua Ilipa (Alcalá del Río) se extendía el estuario propiamente dicho, en el que el Guadalquivir comenzaba a dibujar sus principales meandros históricos a través de una llanura de inundación convertida hoy en vega aluvial. En torno a este golfo, la ocupación humana más densa se produjo en la costa oriental. En este flanco, la fertilidad del suelo cobijó viejos y extensos enclaves como Asta Regia, Nabrissa, Ugia o Conobaria. En el litoral de poniente, con terrenos más pobres, se conocen muchos menos asentamientos, destacando los sitios de San Bartolomé (Almonte) y Chíllar (Villamanrique de la Condesa). Cuando el mar comenzaba a hacerse ría a la altura de la vieja desembocadura bética, dos importantes ciudades se ubicaban en sus orillas, ambas con nombres indígenas: Caura y Orippo. SPAL Entre Caura e Ilipa, puntos extremos del paleoestuario del Guadalquivir, nació Sevilla en el siglo VIII a.C. La filología sugiere que su nombre antiguo (Hispalis) procede de uno más viejo (Spal) fenicio en su totalidad (Díaz Tejera 1982: 20; Lipinski 1984: 100) o en parte (Correa 2000). La posibilidad de que esta voz semita aluda a un sitio bajo y palustre ha sido señalada por alguno de estos trabajos, lo que sugeriría de nuevo su proximidad al litoral antiguo, porque sólo desde el olvido de la paleogeografía se ha argumentado en contra (cf. Sanmartín 1994: 230). Ningún dato ha podido remontar su fundación más allá de la presencia fenicia en la comarca. Y si a las razones arqueológicas y lingüísticas se une la tradición legendaria de su fundación hercúlea recogida al menos desde el Medievo, una de las hipótesis históricas más plausibles hablaría del papel primordial de los colonos fenicios en su nacimiento. En este punto de la ría bética, el cauce fluvial experimenta unos cambios que dificultan la navegación a los barcos de calado marítimo. Esta circunstancia convierte a Sevilla en el puerto atlántico andaluz situado más al interior del territorio y es la causa de que la evolución histórica comarcal acabara por reconocer la mayor importancia de su muelle fluvial en el conjunto de asentamientos ribereños del tramo final del Guadalquivir. Asentada en las terrazas de la orilla izquierda, Spal se instaló en los sitios que todavía hoy alcanzan cotas más elevadas en el casco histórico de la ciudad (Collantes de Terán 1977: 37-54). En estos puntos son abundantes los materiales

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arqueológicos que se consideran de tradición tartésica prefenicia, en especial la cerámica a mano. Esto supondría un fuerte argumento en contra del carácter semita de la ciudad si no fuera porque estos elementos de la cultura material son los más inadecuados para la discriminación étnica. En poco se diferenciarían tales testimonios de los que caracterizan a los niveles protohistóricos más viejos de algunos sectores del asentamiento gaditano de Doña Blanca, hoy considerado colonia fenicia (Ruiz Mata 1999). Los fenicios mostraron un alto interés por asentarse en la mayor entrada fluvial hacia los territorios tartésicos, con la fundación de una colonia que sigue el modelo básico utilizado, por ejemplo, en la propia Gadir: creación de asentamientos comerciales y habitacionales –Spal-, dedicación de ciertos espacios a necrópolis -tumbas orientalizantes de los Cabezuelos (Arteaga y Cruz-Auñón 1999)- y consagración de edificios de culto a los principales dioses (santuarios de Caura y del Carambolo). Este esquema es tan parecido al de Cádiz, que no hay razones metodológicas para considerar fenicio a uno e indígena al otro, especialmente cuando el fenómeno cuenta además con una estrecha coetaneidad. Como en Gadir, también en el ámbito hispalense los santuarios se ubican a veces fuera del espacio urbano y los recintos funerarios se subdividen en atención al patrón poblacional, que cuenta con distintos núcleos dispersos por el paleoestuario. Así, los fenicios habrían conseguido diseñar en la ría bética de entonces, sobre todo durante los siglos VIII y VII a.C., un paisaje del más puro estilo colonial, en el que la escasa población residente debió quedar integrada, básicamente, como masa social sometida al poder de los recién llegados. En este esquema, Spal > Hispalis cumpliría básicamente una función económica como puerto y lugar de intercambios comerciales. Desde su posición privilegiada en la gran ruta fluvial bética, estaban a un tiro de piedra las minas de Aznalcóllar y las feraces vegas y campiñas del valle inferior del Guadalquivir. Según el diseño de la red hídrica de la desembocadura del río a comienzos del I milenio a.C., desde poco más al sur de Sevilla era fácil acceder a la comarca de Los Alcores a través de la cuenca del río Guadaíra, y desde poco más al sur de Caura se penetraba igualmente con facilidad a la comarca argentífera de Aznalcóllar por el Guadiamar. En cualquier caso, una vez atravesado el estuario del río hacia poniente, desde las faldas del Carambolo se podía tomar también una ruta terrestre hacia la zona minera que llevaba por la depresión de Gerena, a pesar de que hasta Sevilla bajaba tal vez el mineral (o metal) por el propio cauce fluvial desde el puerto de Ilipa. Precisamente en esta última ciudad citada acaba de ser descubierta una necrópolis fenicia de singular importancia (La Angorilla), lo que demuestra la implantación también allí de un grupo de colonos. MONS CASSIUS Las intervenciones arqueológicas en Caura han revelado que, tras una acumulación de niveles prehistóricos, el asentamiento del primer milenio a.C. incluyó una pequeña comunidad fenicia. A esta fase corresponde la aparición de las primeras construcciones sólidas con cimentación-zócalo de piedra y

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alzado de adobes, y sobre todo la expansión del hábitat con la fundación de un santuario y de un barrio que se ordena en damero a su alrededor. La superposición de cinco estructuras con similar diseño sugiere que todas pudieron tener la misma función, de manera que la identificación de una de ellas como santuario permite extender ese mismo papel a las demás. Desde la más antigua (I) a la más reciente (V) se produjeron algunas modificaciones, pero nunca tan profundas como para pensar en su abandono como lugar de culto. Sólo el edificio más reciente, que conoció una reducción de su superficie, podría arrojar algunas dudas al respecto. La construcción que muestra con más claridad su utilidad cultual corresponde al Santuario III, del siglo VII a.C. En él apareció una estancia pavimentada con un suelo rojo y adosada al muro de cierre del templo, con un banco de barro paralelo a esta misma pared y con un altar en el centro en forma de piel de toro. Este tipo de altares son ya relativamente abundantes en la protohistoria meridional ibérica, y caracterizan a centros de culto de carácter tanto rural como urbano, los unos exentos y relativamente aislados en el paisaje y los otros imbricados en la correspondiente trama de viviendas. Ejemplo del primer caso puede ser el santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1997), mientras que para el segundo puede citarse el templo de El Oral (Abad y Sala 1993), en la provincia de Alicante. El de Caura pertenece al modelo urbano, si bien la topografía del yacimiento insinúa cierta proximidad del recinto a la subida más fácil al cabezo, es decir, cercanía a la entrada. El santuario de Caura fue un recinto abierto delimitado por un muro. Pudo tener su acceso principal por la fachada este, pero se desconoce este extremo. Es posible que dispusiera de otro en la cara opuesta, donde se constata un retranqueo a manera de pórtico; pero estos vanos de entrada y salida no se reflejaron en la cimentación de piedra, que es la única parte conservada del perímetro del edificio. Este mismo hecho caracteriza a las casas vecinas, y tuvo por misión evitar zonas especialmente débiles en los fundamentos de la obra (Escacena e Izquierdo 2001: 146). El templo pudo disponer por tanto de dos puertas, si bien algunas cuestiones rituales sobre su orientación astronómica sugieren una mayor importancia para la de levante. Los pavimentos de tierra pintados de rojo indican que el templo tuvo partes cubiertas. La norma constructiva, por tanto, era empedrar sólo los ámbitos que no disponían de techumbre, es decir, los patios, sobre todo para impedir lodazales en tiempos de lluvia Las áreas abiertas enlosadas caracterizan a distintas fases del edificio, pero junto a ellas siempre existieron otras preservadas por techos cuyas características desconocemos. La estancia más sagrada corresponde a la capilla del Santuario III en la que apareció el altar en forma de piel de toro, del siglo VII a.C. Se trata de un pequeño recinto que debió estar cubierto, aunque no tuvo paredes en sus cuatro costados. La presencia de fuego en el altar haría necesaria una buena ventilación, con lo que quizás fuera un sector protegido de las inclemencias

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meteorológicas sólo por un cobertizo. La ausencia de muros en sus lados sur y oeste sostiene esta hipótesis. Sobre su suelo de tierra apisonada y pintada de rojo se levantó un banco de escasa altura (unos 10 cm) adosado a la tapia perimetral del santuario, en este caso también de barro e igualmente pintado de rojo como el pavimento. Desde su construcción, el altar no quedó paralelo a la pared del templo ni al eje longitudinal de la capilla. En cambio, esta disposición es la misma que la del primer santuario. La evolución topográfica y urbanística del asentamiento explica que los cuatro santuarios superiores dejaran de mirar al sitio que canónicamente debían de hacerlo, al que se orientan el Santuario I y el altar del edificio III. Ese horizonte debía marcar una fecha importante en el calendario, porque ambos elementos disponen de un eje que discurre desde el orto solar del solsticio de verano al ocaso del de invierno. Esta misma característica se manifiesta en el altar recientemente descubierto en el Carambolo. Pero, aparte de estas cuestiones astronómicas, que se tratarán más adelante, del altar de Caura han podido deducirse interesantes conclusiones sobre el simbolismo de su forma y de sus colores. Aunque puede hablarse hoy de una sola pieza, en realidad está compuesto por dos aras embutidas, porque la más reciente aprovecha la antigua y la renueva. Consistió en una plataforma de barro de tendencia rectangular con los lados cóncavos. Primero se levantó un paralelepípedo de tierra de color castaño, que luego se rodeó de un enlucido de arcilla amarillenta. En uno de los lados menores, el que mira al este, se añadió un pequeño receptáculo delimitado por un cordón del mismo barro amarillento. Todo el conjunto y la capilla que lo contenía se pintaron finalmente de rojo, excepción hecha de la plataforma superior del altar, que debía mostrar el contraste cromático entre el rectángulo central y la periferia en recuerdo de su significado. Sobre esta superficie se realizaron las cremaciones sacrificiales, lo que endureció una ligera concavidad que dibuja el hogar. El uso prolongado de la capilla deterioró su suelo, con lo que se procedió en determinado momento a elevar el piso y a echar una nueva película de arcilla bermeja. Este arreglo ocultó la protuberancia del flanco oriental del altar, que no se volvió a reconstruir más. En conjunto, el ara se usó básicamente durante el siglo VII a.C. Su primera fase conoció así una planta muy singular, que ha proporcionado importantes claves para su interpretación simbólica y que no responde por completo a la forma que a partir del siglo VI a.C. se generalizaría en otros altares de los santuarios protohistóricos hispanos, que siguen el modelo de la fase B. Se ha pensado en la similitud entre estos altares y las pieles de toros (Celestino 1997: 372), pero el tipo se ha creído más bien la emulación de los lingotes de cobre, quizás en parte por la existencia en Chipre a fines del segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote y que recibía culto en Enkomi (Ionas 1984: 102-105); de ahí el nombre genérico con el que se le conoce: «altares en forma de lingote». Los detalles la pieza de Caura hablan empero de la imitación directa de las pieles de toros. Su silueta y sus colores corresponden a las características reales que éstas presentaban en la Antigüedad después de su curación, estableciendo así un fuerte vínculo con la epifanía animal de la divinidad al que estaba consagrado.

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En egipcio medio, por ejemplo, el ideograma alusivo a «piel de toro» es un esquema de la forma de estos altares de barro, si bien dicho signo presenta un apéndice inferior correspondiente a la cola del animal desconocido en los altares (cf. Gardiner 1982: 464). Pero la imagen más fiel de cómo se preparaban las pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, la ofrecen las representaciones de las sillas de montar de los caballos. Así, se procedía primero a recortarlas para darles forma aproximada de X, siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal desollado. Luego se delimitaba en el centro una zona que conservaba el pelo, mientras que la franja externa se rasuraba. El contorno adquiría así el color crema que tienen los pellejos de panderos y tambores. El Egipto antiguo plasmó con detalle estas pieles con el rectángulo central de pelo y los bordes rapados (Delgado 1996: fig. 81). Es más, algunas de estas monturas para caballerías llevan en su parte delantera una lengüeta que corresponde a la piel del cuello del animal, y que puede identificarse con la protuberancia que tuvo el altar más viejo de Caura en su lado oriental2. Parece que en este caso se imitó la piel de un toro castaño. Gracias a esta cumplida copia, es ahora mucho más evidente que los frontiles del tesoro del Carambolo concentran en su silueta y decoración suficientes claves para una similar identificación3. Los dos reflejan con exactitud cómo se trabajaban las pieles de toros. A pesar de su esquematismo y alto grado de abstracción, exhiben la silueta del cuero del animal y el reborde libre de pelo, y en última instancia el trozo de piel correspondiente al cuello, convertido ya en una protuberancia de significado desconocido antes del hallazgo del altar de Caura. Diversos autores han advertido la presencia en origen de este apéndice también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959: 39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), de manera que en origen se trataría de dos piezas idénticas en su forma. El carácter sagrado de este edificio de Caura se sustenta en otros hallazgos propios de ambientes templarios: dos escarabeos de los siglos VII-VI a.C. y algunos fragmentos de cáscaras de huevos de avestruz. Un escarabeo azul apareció entre las piedras de un pavimento del Santuario III; el otro, de pasta blanca, en la periferia de un estrato de cenizas que se originó a consecuencia de la acumulación de los restos de ofrendas quemadas en el templo mientras estuvo en uso el Santuario IV. Los restos de huevos de avestruz proceden de diversos contextos. Muchos presentan restos de ocre por su interior por haber servido como polveras rituales. 2

.- Debe recordarse que, para matar a los bóvidos, en la Antigüedad se degollaban, no se apuntillaban. Es lógico que la palabra que en ugarítico se refiere a cuello se relacione con elementos de muerte. Así, npšn (sepultura) tiene que ver con npš (garganta). Es por esta parte del cuerpo por donde a los animales sacrificados pierden la vida, y por tanto el lugar de residencia del alma (Del Olmo 1998: 51 y nota 44). Es posible que el hueco que en este sitio presenta al altar de Caura estuviese destinado a depositar sangre de la víctima. 3 .- Estas piezas se conocen en la literatura arqueológica como “pectorales” en razón de la primera función que se les atribuyó; pero no hay imágenes en el mundo antiguo que apoyen ese papel. En cambio, sendas piezas escultóricas en piedra procedentes de Villajoyosa, en España (Llobregat 1974), y de Lattes, en Francia (Py y Dietler 2003), sugieren su colocación en el testuz de los toros sacrificados a los dioses. Les conviene más, por tanto, el término “frontiles”, usado en algunas romerías españolas para el atalaje que adorna las cabezas de los bóvidos que participan en ellas (Amores y Escacena 2003: 20).

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Años antes de la excavación de este conjunto de edificios superpuestos, una inspección ocular del yacimiento pudo constatar la existencia de grandes piedras perforadas que se consideraron posibles anclas. De este dato, así como del texto de Avieno que cita en la desembocadura del río Tartessos un sitio denominado Mons Cassius, M. Belén (1993: 49) propuso la existencia en este cabezo de un templo consagrado a Baal Saphon. Puesta a prueba en distintas ocasiones, esta hipótesis es de momento la que más datos explica. Su confirmación permitiría sostener que el interés de los fenicios por este tramo inferior del Guadalquivir les llevó a dibujar un territorio que incluía la presencia en Caura de una comunidad propia y de un templo consagrado a la divinidad patrona de la marinería, un pequeño grupo de colonos que dispuso de su correspondiente necrópolis en la parte meridional del vecino Cerro de Cantalobos, al oeste de la ciudad. Se trataría, en definitiva, de la instalación de un verdadero port of trade al modo como ha sido definido para otros grupos humanos de época antigua (Polanyi 1975; Revere 1976: 99-101). Esta colonización del paleoestuario bético ha quedado reforzada recientemente por el hallazgo en el Carambolo de un santuario aún más importante que el de Caura, en este caso dedicado a Astarté. Este espectacular recinto, que llegó a alcanzar una superficie mínima de 3.500 m2, incluye un altar semejante al que ya hemos descrito y con las mismas funciones: servir de mesa de sacrificios y de referencia para la determinación de los solsticios. FANI PROMINENS La tradición historiográfica que cuenta con más partidarios ha visto en el Carambolo un poblado tartésico de fondos de cabaña circulares u ovales, es decir, un asentamiento indígena fundado antes de la colonización fenicia. Las fechas sostenidas no hace mucho para sus materiales más característicos habrían venido a reforzar esta hipótesis (Castro y otros 1996: 198). No obstante, tras las excavaciones que se iniciaron a raíz del hallazgo del tesoro que ha proporcionado fama al yacimiento, se intuyó la existencia de datos que reflejarían que la singularidad del sitio pudo deberse a la presencia de elementos de carácter sagrado (Carriazo 1973: 292-293). La hipótesis de que el Carambolo fuera, por tanto, un centro religioso más que un asentamiento común comenzó muy pronto, pero permaneció mucho tiempo en estado latente. A pesar de las observaciones de Carriazo, la propuesta explícita de que allí existió un templo surge en realidad con A. Blanco Freijeiro (1979: 9596). No obstante, Blanco vio en realidad un templo tartésico ubicado en un asentamiento también tartésico. A pesar de las influencias orientales que reconoció por doquier, no reparó en que el exvoto de Astarté del Museo Arqueológico Hispalense, cuya procedencia del Carambolo él mismo aclaró (Blanco 1968: nota 5), sugería vínculos fenicios. Pesaba tanto el axioma «fenicios en la costa/tartesios en el interior», que todo lo de sabor oriental hallado en las tierras andaluzas no litorales se interpretaba como reflejo de la orientalización del mundo indígena, nunca como la presencia directa de colonos semitas. Quedaba lejos en el tiempo, además, la defensa de asentamientos orientales en la comarca de los Alcores sostenida por G. Bonsor (1899).

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A pesar de la tendencia investigadora imperante, en el Carambolo podía verse más un santuario con sus servicios anejos que un asentamiento con su templo correspondiente, que era en realidad la hipótesis de Blanco. En esa línea, diversos trabajos han preparado el terreno a los hallazgos recientes, porque han insistido en el carácter singular y religioso de algunos ajuares cerámicos o en la existencia de estructuras de posible uso religioso entre lo excavado por Carriazo (Belén y Escacena 2002: 169). De forma paralela, otras colaboraciones insistían en el carácter cúltico de algunas piezas (Izquierdo y Escacena 1998) y en un cambio radical de la función del tesoro, que de joyas reales pasaron a tenerse por atalaje para engalanar toros destinados al sacrificio y ajuar litúrgico del sacerdote encargado del correspondiente rito (Amores y Escacena 2003). Desde 2001, los trabajos en la parte superior del cabezo han ido confirmando de forma creciente la segunda hipótesis, la que ve en el lugar un recinto de culto (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.4). Según estas últimas excavaciones, el edificio comenzó como una humilde estructura rectangular con eje longitudinal este-oeste subdividida en tres espacios: un patio y dos estancias cubiertas al fondo de éste. El acceso al conjunto, en la fachada oriental, era una pequeña rampa para subir hasta el umbral desde el exterior y dos escalones para bajar al interior. Tanto el umbral como los dos escalones internos se pavimentaron con conchas marinas del género Glycymeris. Cada habitación del fondo del edificio contaba con su acceso independiente desde el patio. Aunque la cella está muy destruida, la sur mostraba en su centro un altar circular. Éste se hizo con barro amarillento, y presentaba hacia el este una estructura muy mal conservada elaborada con el mismo tipo de arcilla. Pudo tener la misma forma que el localizado en la fase C de Cancho Roano (cf. Celestino 2001: 28-30). Una primera aproximación cronológica lleva esta fase inicial del santuario al siglo VIII a.C., desmontando la línea historiográfica que asume un asentamiento precolonial5. En un segundo momento, ya del siglo VII a.C., este pequeño templo se convierte en patio central trasero de un enorme complejo ceremonial de planta de tendencia cuadrada. A esta etapa corresponde la construcción de un gran espacio abierto de entrada pavimentado con cantos rodados y de un conjunto de estancias rectangulares al fondo que se articulan en torno al patio central que antes fuera primer santuario. Separando estos dos ámbitos –gran patio de entrada y salas del fondo- se extiende una zona probablemente porticada con un suelo de conchas marinas de la misma especie que forraba los escalones del templo primitivo. A modo de nártex, este espacio debió estar techado con materiales perecederos para impedir la desaparición de la pintura roja que cubría el pavimento de conchas. En cualquier caso, la erosión producida sobre esta especie de mosaico porticado, especialmente la ocasionada por el tránsito de personas, debió producir en su día un fuerte contraste cromático entre el color claro de la superficie convexa de las conchas y el rojo de los intersticios

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.- Agradecemos a los excavadores los informes aún inéditos de estos trabajos, en los que uno de nosotros (J.L.E.) interviene como asesor científico. Son de ellos también las fotos 8-10. 5 .- Los elementos prehistóricos previos a esta estructura son epicalcolíticos, por lo que no pueden tomarse por precedentes inmediatos de la ocupación del Hierro Antiguo.

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que quedaban entre ellas. La alternancia de rojos y blancos caracteriza de hecho a algunos de los espacios más sagrados del santuario. Al norte del pequeño patio del fondo, aunque separado de éste por una estancia de servicio alargada, se construyó una capilla con bancos adosados a sus paredes longitudinales, que se pintaron precisamente de blanco y rojo. Este último color se aplicó sucesivamente al suelo de la estancia mediante finas capas de pintura. Hacia el fondo de la habitación, a la que se accedía desde el nártex de conchas, se encontró una estructura de adobes -en su mayor parte arrasada por construcciones modernas- que, por simetría con la estancia similar situada al sur del patio interior, se ha interpretado como base de un altar. Pero la cella mejor conservada corresponde a esa otra meridional recién citada. Se trata de nuevo de un espacio rectangular separado del patio interior también por un cuarto alargado. De esta forma, el edificio adquiría un núcleo central diseñado con simetría casi perfecta. También este espacio se rodeó de bancos de adobe pintados en parte con un ajedrezado tricolor en rojo, negro y amarillo, esta última tonalidad conseguida mediante reserva de pintura. En el centro de esta capilla se dispuso un altar en forma de piel de toro que apenas levantaba unos centímetros del suelo. Esta altura sólo la consiguió al final de su vida y a base de repintados y retoques, pues en su origen era sólo una impronta en el pavimento de barro apisonado de la estancia. Pintado por completo de rojo, conservaba en su centro la espectacular huella del hogar, que en este caso trascendía los límites del altar. En parte semejante al de Caura, el del Carambolo es, en cambio, de silueta más esquemática, mucho más plano y de mayor tamaño, en casi todo similar al diseño de los frontiles del tesoro que casi cincuenta años antes apareciera unos 35 m más al norte. Y también como el de Caura, su eje longitudinal mira a los solsticios de verano (orto) y de invierno (ocaso), cuestión de profundo significado simbólico y ritual y de evidente utilidad práctica en la organización del calendario. En atención al exvoto encontrado en este cabezo poco antes que el tesoro en 1958, hay sobradas razones para defender la dedicación de este santuario a la diosa Astarté, consagración que no niega en absoluto la celebración en él de cultos a la divinidad masculina bajo la advocación de Baal/Melqart6. De ahí se deduciría su carácter semita, una vinculación étnica y cultural acrecentada por otros hallazgos aún inéditos en parte, entre ellos diversos fragmentos de huevos de avestruz, algunos escarabeos y un barco votivo de cerámica con la forma de hippos fenicio. El Carambolo, en fin, situado al oeste de Spal, en uno de los cerros más altos de la cornisa oriental de la meseta del Aljarafe, ocupaba una elevación singular de la orilla derecha del paleoestuario del Guadalquivir, muy cerca –apenas 10 6

.- La utilización indiscriminada de los términos Baal y Melqart se basa en la sospecha de que los fenicios fueron monoteístas por lo que se refiere al dios masculino. Esta cuestión ha sido ya plateada (cf. Del Olmo 2004: 28-29), y supondría que los supuestos dioses distintos, siempre compañeros de Astarté (Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté en Sidón o MelqartAstarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago) podrían ser sólo diferentes advocaciones.

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km- de su antigua desembocadura en Caura. En consecuencia, si es este paisaje el que la Ora Maritima describe en las bocas del gran río de Tartessos, y si es correcta la identificación de Caura con el Mons Cassius, este sitio puede corresponder al que Avieno denomina en los mismos versos de su poema (Or. Mar. 259-261) Fani Prominens. Tradicionalmente, este topónimo se ha traducido como “cabo sagrado” o “cabo del templo” (cf. Schulten 1955: 159), en la idea de que la voz prominens alude a una avanzadilla horizontal de la costa. Nuestra propuesta prefiere asignarle la acepción vertical de su significado, acorde con lo que fue el Carambolo en su entorno inmediato entre el siglo VIII y el primer cuarto del VI a.C.: el “promontorio del santuario”. ALTARES HELIOSCÓPICOS El eje longitudinal del altar de barro en forma de piel de toro encontrado en Caura se proyectó, en dirección este, hacia el orto solar del solsticio de verano, y, en dirección oeste, hacia el ocaso solar del solsticio de invierno. Esta orientación, que obedece al patrón usado en la disposición de muchos templos ibéricos, griegos y fenicios (Esteban 2002: 94), se hizo adrede, dado que el ara muestra cierta desviación en relación con el eje de la estancia que lo aloja. La misma alineación tuvo el templo más antiguo de los cinco conservados, aunque este extremo resulta difícil de precisar a causa de lo poco que se conoce aún de él. En cualquier caso, las cuatro fases posteriores del edificio se vieron obligadas a transgredir dicha norma debido a exigencias urbanísticas y topográficas, por lo que la orientación helioscópica, que parece por tanto obedecer a disposiciones dogmáticas, se respetó al menos en el altar del Santuario III, construcción que corresponde al siglo VII a.C. Puede ser que esta preocupación por acatar la orientación solsticial esté revelando, como ocurre todavía en la liturgia católica, la enorme importancia del altar en las religiones semitas del mundo antiguo, donde la mesa sacrificial ocupa la categoría inmediatamente posterior a la de la misma divinidad. Parecido problema al del altar de Caura se observa en otras muchas aras de época protohistórica, como ocurre en la del poblado alicantino del Oral (Abad y Sala 1993: 179). El elemento en forma de piel de toro encontrado allí, que en realidad es una impronta más parecida al altar del Carambolo que al de Caura, tampoco ofrece la misma disposición que el departamento que lo acoge, pues sus correspondientes ejes longitudinales no son paralelos; pero su orientación parece buscar también el orto solsticial de verano y el ocaso solsticial de invierno, como tantos otros altares. En el caso del Carambolo, tanto el primer templo como las remodelaciones posteriores y el altar en forma de piel de toro están orientados hacia el mismo horizonte, característica que en cambio no respetan las más humildes construcciones que se le adosan por la ladera norte del cerro. A pesar de que el exvoto de Astarté sugiere la consagración del templo a esta diosa, la orientación del edificio hacia el naciente solar del solsticio de verano –hacia ese punto mira su entrada- habla de la mayor importancia del dios masculino entre quienes diseñaron y ordenaron su construcción, y entre quienes tenían por tanto un mayor protagonismo en la organización del culto y en las celebraciones rituales: los sacerdotes. Este hecho puede ser un legado de tradiciones fenicias más antiguas, porque, frente a la preferencia popular por Astarté-Anat en la Ugarit del Bronce Tardío, la

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teología oficial cananea concedió siempre un papel más relevante a Baal (Liverani 1995: 452). Enfocar con cierta exactitud a estas posiciones solares requería una de estas dos condiciones: tener libre el horizonte al menos en el amanecer del día de replanteo de la obra para marcar con precisión la disposición concreta de templos y altares, o poseer el conocimiento suficiente en astronomía como para poder prescindir de esta circunstancia. Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es posible que la primera variable no fuera necesaria, aunque no deben tenerse ambas por condiciones excluyentes. En cualquier caso, parece razonable defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas del ciclo vital de Baal. Según la teología que identificó a esta divinidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos (Ribichini 2001: 105106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspondientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108; Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo sin igual con la propia muerte del dios. Es en esa fecha cuando el segmento diurno de cada jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el solsticio de invierno. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría dicha posición astral, se regulaba el calendario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronológico era, de hecho, un atributo de Baal, asimilado a CronosSaturno desde muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorgaron singular importancia al dedicarle un templo en Gadir. La determinación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas. Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale y se pone durante unas tres jornadas prácticamente por el mismo punto del horizonte. La ciencia ptolemaica encontró en tal inmovilidad solar un importante reto a la hora de establecer la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia más tradicional de la astronomía, basada en documentación escrita más que en datos arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en los astrónomos islámicos medievales percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testimonios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico del Neolítico y de la Edad del Cobre (Hoskin 2001), se ha sumado recientemente el disco de Nebra, en Sajonia, una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, de dos fases de la Luna y de un campo estrellado como fondo de las Pléyades, se representaron los arcos oriental y occidental del horizonte por los que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores azimutales. Tal representación de la bóveda celeste demuestra que en la Europa del Bronce

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Antiguo se disponía ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civilizaciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos, residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción. Durante el resto de su vida útil debieron servir tanto para la planificación cronológica del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la liturgia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus herederos, los fenicios del primero, conocieron como legado de la Mesopotamia del tercer milenio un buen lote de astros y sus principales desplazamientos, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares (Belmonte 1999: 115-145; Marlasca 2004: 120). La aplicación de tales experiencias a la orientación náutica se hizo posible gracias a la existencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia de saberes teológicos, había adquirido el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condición necesaria para el progreso de la diáspora colonial la creación de santuarios en los principales accidentes del litoral, lugares que facilitaban una transferencia fluida de conocimientos entre los marineros y los sacerdotes. Así, los santuarios costeros superaron en número a las ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las fundaciones coloniales estuvieran acompañadas de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, costumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica. La defensa de que la forma de los altares imita los lingotes chipriotas de cobre ha llevado a relacionar ese símbolo, que se remite en la orfebrería, en cubiertas de sepulturas y en exvotos, con el poder económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como remedos de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer milenio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales. En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orientalizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos va acompañado de una cenefa de asteriscos en forma de molinetes (Chaves y De la Bandera 1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Iberia prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero -Astarté entre los

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fenicios7-, es evidente que el toro personifica a Baal, la divinidad genérica masculina inseparable de Astarté en el panteón fenicio. Además de estas manifestaciones y de otras imágenes de toros sagrados como las que rematan algunos quemaperfumes de bronce, con posterioridad a la fase propiamente orientalizante pero como reconocimiento del importante impacto fenicio y púnico sobre los íberos, toda la vertiente mediterránea española conoció múltiples representaciones de toros en la escultura en piedra, algunas de las cuales –caso de la denominada “Bicha de Balazote” por ejemplo- dispusieron de cabezas antropomorfas como clara manifestación de dioses que eran a la vez bestias y hombres. Esta identificación parece un legado de la colonización semita iniciada en el siglo VIII a.C., a su vez heredera de la tradición cananea del segundo milenio a.C. que identificó en su literatura sagrada al dios masculino con el toro. Abundan estas metáforas en los textos litúrgicos ugaríticos, en especial en los del ciclo de Baal (cf. Del Olmo 1998: 132-133). Es más, en su descenso a los infiernos, es el propio dios el que inviste a su hijo con su piel de toro para que permanezca en este mundo con todo su poder (Del Olmo 1998: 107-108)8. La relación de estos altares con el toro mediante la imitación de su piel tiene un doble interés. El primero es la vinculación del dios al que estaban consagrados con el animal más fuerte que conocieron las culturas mediterráneas de entonces. El segundo -consecuencia del anterior- consiste en la correlación de la fuerza del toro con la potencia del astro más importante para la vida humana que preside el cielo, el Sol. Así, acude raudo a la mente el toro Apis con el disco solar entre sus cuernos; pero quizás sea ahora del mayor interés recalcar la orientación astronómica de los templos y de sus altares. En este sentido, ninguna de estas cuestiones encuentra explicación en la tradición hispana de la Edad del Bronce. Los denominados “altares de cuernos” de época argárica tendrían que ver, en todo caso, con los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radicalmente de aquéllos en su diseño plano, hasta el punto de que a veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros. Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que ordenan que carezcan de podios o escaleras de acceso9. En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y tal vez

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.- Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente X o la superposición de + y X), mientras que la más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena 2002: 174-176). 8 .- En la literatura arqueológica se ha empleado a veces el supuesto sinónimo “piel de buey”. La palabra ugarítica que alude a Baal como bóvido es alp (“res bovina macho”). Como el buey es un toro castrado, y por tanto no puede ejercer su faceta reproductora, su imperfección le impide ser apto para sacrificarlo a los dioses (Del Olmo 1998: 133). Si la forma de los altares, presente en la Protohistoria meridional hispana también en la orfebrería y en las tumbas entre otros elementos, se refiere a la piel de Baal, es del todo inapropiado el uso del nombre “piel de buey”. 9 .- “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26).

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se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios10. Es más probable, por tanto, que los trajeran a Occidente los fenicios, tal vez en una tradición religiosa pasada por Siria y Chipre. Su origen oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II en Khorsabad, así como en otros palacios asirios y sirios (Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un focus circular. La información obtenida de estos altares y de la mitología baálica, que situó la muerte del dios al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), sugerirían interpretar esta escena como la representación de la muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación. De hecho, es este dios oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las deidades que adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta por tanto evidente que la “divinidad del lingote”, así llamado por haber sido caracterizado en exvotos chipriotas sobre una peanilla con ese diseño en X (cf. Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la imagen del dios sobre el altar. Queda patente así lo inapropiado de su nombre. El altar del Carambolo confirma la interpretación como santuario del edificio que ocupa la cima del cerro. Su descubrimiento ha convertido en tesis la hipótesis deducida del altar de Caura de que tales aras buscaron intencionadamente con su eje longitudinal mirar al punto del horizonte por el que se levanta el Sol el día del solsticio de verano y al que se pone en la jornada del solsticio de invierno. Les conviene, pues, el nombre de altares helioscópicos. Como otros credos orientales, la religión fenicia prestó especial atención a los conocimientos sobre el Cosmos. Camuflada bajo el aspecto de ritos litúrgicos consagrados a divinidades astrales, la observación de la bóveda celeste desembocaba en acciones prácticas imprescindibles para organizar la vida cotidiana, siendo especialmente significativa en este sentido la ordenación del calendario y de las tareas regidas por él. Entre los fenicios, la agricultura y la navegación eran dos actividades vinculadas a una determinación relativamente precisa de la sucesión de las estaciones. En su acepción de Baal Cronos, este cometido estuvo confiado al dios masculino; razón por la cual una de las misiones de los sacerdotes fenicios de Gadir fue entender de las posiciones y movimientos del Sol y de algunas constelaciones (Estrabón II, 5, 14; III, 1, 5; III, 5, 9). Ante la falta de referencias más fijas, parece que los encargados de precisar estas cuestiones no pudieron establecer la fecha y situación astronómica de esta posición solar más que con referencia a la línea del horizonte contemplada desde los santuarios, estableciendo en ella los puntos más septentrionales (verano) y más meridionales (invierno) de los ortos y los ocasos solares. De todas formas, el margen de error entre estos eventos y los verdaderos solsticios –estos últimos no tienen por qué coincidir con el momento exacto en que el Sol toca el horizonte- es sólo de unas horas. Pero todo ello exigía conocer con exactitud la salida del Sol en alguna de las dos fechas solsticiales, la de junio o la de diciembre, una situación que, a causa de ese estrecho margen de pocas horas, podía cambiar de jornada de un año a otro.

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.- “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).

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La posición del altar de Caura, que privilegia el este sobre el oeste al disponer hacia oriente la parte que evoca el cuello de la piel de toro, sugiere que la jornada principal elegida fue la que inauguraba el verano. Es posible ver en esta preferencia la meteorología. A la latitud del Mediterráneo, las borrascas atlánticas que logran rebasar la Península Ibérica y continuar en dirección este lo hacen especialmente a partir del otoño, para desplazarse más al norte de nuevo en primavera y verano. Existía por tanto un buen fundamento estadístico para que el calendario se estableciera con mayor precisión a partir del control del solsticio de verano: al alba, las nubes son más frecuentes en diciembre que en junio. Pero esto no explica aún por qué se eligió este solsticio y no el de invierno para conmemorar la muerte del dios. Las razones que explican este otro problema están ligadas a los mitos orientales que dotaron a las divinidades de caracteres antropomorfos, con sus correspondientes ritos de paso según envejecían. Concentrado este ciclo de vida en la liturgia anual, un mínimo conocimiento del peregrinar del Sol por el horizonte en sus ortos y ocasos permitía equiparar ese desplazamiento, de poco más de 365 días de duración, con la vida casi humana de un dios que nace, que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más poderoso. Su discurrir diario empieza siendo pequeño durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada tiene menor duración. A partir de esta fecha, el segmento solar de cada día se acrecienta a costa de la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de invierno; y su vida, por tanto, desde este momento hasta que de nuevo la luz empieza a decrecer frente a la oscuridad, lo que acontece a partir del solsticio estival. En la línea del horizonte oriental, estos deslizamientos se plasman en una salida cada vez más al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un viaje hacia el sur. Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo antiguo observaron que durante los episodios solsticiales el astro rey finalizaba su desplazamiento hacia el norte en verano y hacia el sur en invierno, y que lo reiniciaba a partir de unos pocos días en dirección opuesta. Durante no más de tres jornadas, el Sol aparentaba quietud sobre los horizontes matutino y vespertino. En tal hecho astronómico se basó la creencia en un dios que muere y resucita en tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros dioses masculinos orientales. En el siglo XIX, F. Lenormant (1874: 12111) tuvo parecida opinión, relacionando este mito con el curso anual y diario del Sol; pero J.G. Frazer (1890) encontró la explicación en los ciclos estacionales de la naturaleza, dando origen a una corriente que ha olvidado la razón astronómica. Pero la tesis frazeriana, predominante durante casi todo el siglo XX, no resuelve el hecho de que las jornadas en que la divinidad permanecía muerta fuesen tres, problema que resuelve en cambio la hipótesis solar. Los altares helioscópicos hispanos demuestran que los fenicios que se asentaron en Tartessos tenían asumida la identificación de su dios masculino 11

.- Citado en Pisi (2001: 52, nota 9).

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con el Sol. En consecuencia, el vínculo solar del Adonis oriental transmitido por Macrobio (Sat. I, 21) puede ser más antiguo de lo sospechado (cf. Ribichini 2001: 106). A favor de esta propuesta hay tres fuertes razones: el epíteto con que muchas veces se alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección de la divinidad. Así, con frecuencia el dios es “fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente al Sol; respecto al segundo punto, las voces usadas se relacionan con los verbos mwt (morir) y yhw (vivir), cuyo significado alude a una muerte y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíricamente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento exacto de la resurrección, no es gratuito que ocurra al alba (Xella 2001: 90), cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Los cananeos practicaron también ritos lunares (cf. Del Olmo 1989). Sin embargo, los textos feniciopúnicos del primer milenio a.C. citan un cargo relevante que pudo tener relación directa con la liturgia de los solsticios, en especial con la de junio: el sacerdote mqm ’Im (“resucitador de la divinidad”). Como principal oficiante en la égersis de Melqart (Lipinski 1970: 32 ss.), pudo ser el entendido en fijar la jornada exacta en que el Sol se manifestaba de nuevo con vida al recuperar su movimiento en la línea del horizonte matutino después de su parada solsticial. Flavio Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119) informó de la celebración de este ritual en el mes de Perítios. Los calendarios orientales sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que casi siempre se ha optado de manera automática por la tradición tiria, que lo iniciaba el 16 de febrero y para la que disponía de 30 jornadas. No obstante, la costumbre sidonia, también de 30 días, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas -y situadas en territorios muy cercanos- a la hora de decidir cuál de ellas usó Josefo. Parece lo más probable que le afectara la reforma del calendario del año 9 a.C., en la que Perítios empieza el 24 de diciembre y cuenta con 31 días (Pauly 1893). De ser así, incluiría el final del solsticio de invierno. Esto contradice la hipótesis que sitúa en el solsticio de junio la fiesta de la resurrección, pero no sus vínculos astronómicos. No obstante, es posible que al principio del invierno, y en coincidencia con la posible celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el comienzo de la otra mitad del periplo anual del sol. De hecho, los altares helioscópicos sirven para marcar las dos posiciones solsticiales, la del orto de junio y la del ocaso de diciembre. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha propuesto también que la fiesta aludida en la lámina de Pyrgi se llevaría a cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que resulta más acorde con nuestra tesis. Este testimonio se fecha entre el 525 y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano la colonización fenicia arcaica. Al mqm ’Im debieron corresponder algunas de las joyas del tesoro del Carambolo: los brazaletes y el collar. Son estas piezas, de hecho, casi los únicos emblemas que visten las representaciones sacerdotales de la época. Sus

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saberes cósmicos habrían contribuido a encumbrar su figura, pues el cargo aparece rodeado del mayor prestigio hasta época púnica (Jiménez y Marín 2002: 86). En su labor ritual como resucitador del dios, los altares helioscópicos resultaban instrumentos indispensables. Su carácter inmueble los convertía en referencia estable y en garantía de un correcto cálculo astronómico. Con ellos se podía precisar los comienzos del verano y del invierno, aunque en ninguna de estas fechas se celebrara el año nuevo. Al parecer, este otro hito se rigió en la Siria cananea y en el mundo fenicio por criterios lunares, siendo quizás la luna de octubre la que inauguraba el año (Stieglitz 2000: 695). En consecuencia, los altares de Caura y del Carambolo, pero también los de Cancho Roano y del Oral entre otros, no eran sólo aras en las que quemar ofrendas para los dioses, tenían otras funciones rituales y prácticas; y tal vez simbolizaban y materializaban el sitio en el que la propia divinidad se ofrecía en holocausto como víctima de redención y purificación por el fuego, en el fondo el núcleo medular de la misión salvífica de la muerte y resurrección de Baal.

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