El susurro de los huesos. La antropología forense como arqueología del dolor y resistencia ante el terror

July 25, 2017 | Autor: Anne Huffschmid | Categoría: Forensic Anthropology, Violence, Argentina, Memory Studies, Arqueología
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Descripción

El susurro de los huesos: La antropologIa forense como arqueologIa del dolor y resistencia ante el terror Anne Huffschmid Cuando excavar es exhumar

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e gusta mucho la arqueología. Siempre he pensado que era lo mejor que pude hacer”, dice, enfáticamente, una joven arqueóloga de nombre Roxana Enríquez. Excavar es su pasión; explorar las huellas materiales del pasado, en sintonía con las grandes tradiciones de la disciplina en México. Pero tuvo siempre una inquietud: “no me quedaba muy claro cuál era nuestra aportación a la sociedad. Salimos caros al país: somos pocos, pero consumimos recursos. Si no se trata solamente de poner piezas en un museo y si la educación patrimonial es un objetivo social que tarda en redituar, ¿cuál es nuestra utilidad como arqueólogos?” Coincide su colega Diana Silva, especializada en el análisis de genes antiguos: “nuestro común denominador fue que en algún momento dijimos: ¡Basta! qué bonita ollita, qué lindo esqueleto prehispánico; pero hay una realidad urgente ahí afuera que nos necesita, que está cada vez más cercana a un estado de excepción”. Algo cambió, en el país y en ella misma: “nos encontramos en la disyuntiva de seguir trabajando con el patrimonio cultural prehispánico o bien transferir estas herramientas a un contexto de urgencia; emplear estos saberes buscando información de una sociedad que ya no existe o aprovecharlos para explicar la sociedad en la que vivimos”. La disyuntiva dejó de serlo cuando Diana y Roxana, junto a otros jóvenes, decidieron sumergirse en el sangriento patrimonio del presente mexicano: las incontables fosas clandestinas, los esqueletos sin nombre que de ahí emergen, los miles y miles de hombres y mujeres ‘desaparecidos’ en los últimos años. Y fundaron el Equipo Mexicano de Antropología Forense (EMAF), el primer equipo independiente, es decir que opera fuera del Estado mexicano. Indudablemente, la muerte es un tema recurrente en la antropología y arqueología mexicanas. “Lo vemos como un tema fascinante, de cargas rituales y simbólicas, pero a fin de cuentas académico”, dice Roxana. Algo que no se vive en carne propia, no te hace palpar angustias y dolores; en cambio, en el ámbito forense, enfrentar el dolor o el duelo interrumpido por la desaparición de un familiar, es algo cotidiano. La contemporaneidad que Roxana percibe, trasciende incluso a los lazos sanguíneos: “aunque no es tu propio familiar, a final de cuentas es tu misma gente. Es la gente con la que te topas todos los días en la calle, con la que vas y compras, es la que te lleva a algún lado en el transporte. No son personas de otros tiempos o de otro lugar.”

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Es la capacidad de dolerse por el otro, y por sus contemporáneos, lo que motiva a estos jóvenes, así como la convicción de que hay sentidos profundos en esta materialidad dolorosa de las fosas. Aspiran a una arqueología contemporánea, en tanto acción incómoda o uncanny act, como la conciben Víctor Buchli y Gavin Lucas, recurriendo a la célebre expresión de Anthony Vidler.1 Es la práctica arqueológica de un pasado reciente y que pone de relieve “lo no constituido”: the unconstituted. No solamente lo callado sino lo negado, “no solo lo no dicho, sino lo indecible”2 , aquello que no tiene forma ni discurso: “lo que debería haber permanecido invisible”.3 Las siguientes notas4 exploran los sentidos de la antropología forense como una arqueología del terror contemporáneo y como trabajo de memoria, en México y en el mundo, entre huesos sin nombre (los restos anónimos) y nombres sin cuerpos (los llamados ‘desaparecidos’), entre los escombros de dictaduras del pasado y los infiernos del presente.

Tierras calientes: la actualidad mexicana “Excavar la tierra en Guerrero es un inevitable acto forense”, constató Juan Villoro, en un artículo escrito para la prensa europea, sobre la más reciente multiplicación de tumbas clandestinas en territorio guerrerense. Son hallazgos involuntarios, ya que buscaban a los 43 estudiantes que se llevaron los policías de Iguala la noche del 26 de septiembre (2014) que no han aparecido en ninguna parte; y lo que encontraron fueron restos de otros cuerpos, enterrados clandestinamente hace poco o ya hace algunos años, muchos sin más rasgo de su humanidad que la materialidad ósea que los distingue de los animales. Son decenas de fosas clandestinas que han aparecido en la zona antes y, sobre todo, después del quiebre de Iguala. Los hallazgos son resultado de operativos oficiales, pero también de la auto organización forense, por nombrar de algún modo la iniciativa de organizaciones locales que ante la ineficacia de las autoridades —Amnistía Internacional ha calificado los operativos de la procuraduría estatal como “caóticos y hostiles”— pusieran en marcha sus propias búsquedas. Y no solamente Guerrero es tierra caliente. Según estimaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), suman más de mil las fosas comunes en todo el territorio mexicano que fueron descubiertas o al menos reportadas desde el 2009. Tan sólo la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) ha registrado entre marzo de 2011 y febrero de 2014 —es decir, una eternidad antes de Iguala— la exhumación de 535 cadáveres en 246 fosas, ubicados en 16 estados del país, la mayoría en Tamaulipas. Son sólo los registrados por el personal castrense y son cifras oficiales. Las nuevas fosas son acaso la herida más visible del presente mexicano y forman parte de un rompecabezas macabro: su contraparte son las más de 22 mil 300 personas registradas como ‘no localizadas’ según la última cifra que lanzó el gobierno en la 1  Victor Buchli/Gavin Lucias: Archaelogies of the contemporary past, London/New York: Routledge, 2001, p.11 2  "...not only the unsaid, but the unsayable" (ibid. 12) 3  "...that what should have remained invisible" (ibid. 11) 4  Estas notas se basan en entrevistas y encuentros a lo largo de 2013 y 2014, en el marco de la preproducción del documental "Leer los huesos", concebido conjuntamente con el documentalista Thomas Walther

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numeralia del terror en agosto del 2014; y también lo que se calculan como unos 15 mil fragmentos humanos guardados en las instalaciones del servicio forense en todo el país. Fragmentos que, a la vez, nos llevan a una herida más profunda, ya que debajo de las tumbas frescas yace lo nunca cicatrizado desde hace décadas, desde los mil o dos mil ‘desaparecidos’ de la mal llamada Guerra Sucia (¿habría guerra limpia también?) de los setenta, muchos de ellos de Guerrero. Seres nunca encontrados, crímenes de Estado jamás juzgados ni castigados. Aunque los formatos del horror se han diversificado —desde el terror como política de Estado hasta la sangrienta disputa por rutas y mercados de las economías criminales, coludidas con fracciones corruptas del Estado y sus afanes de control— los poderes desaparecedores siguen en curso, devorando a miles y miles de cuerpos ‘desechables’ de mujeres y hombres, mexicanos y migrantes. Herida vieja, en realidad, que ahora está brotando cual paisaje de pústulas en la superficie lisa en el tan aclamado nuevo México.

Hablan los huesos La “desaparición” como tal no existe. Lo que existe son seres y cuerpos deshechos, sus asesinos impunes y la brutal incertidumbre para los vivos. Es decir, nunca “desaparecieron” los 43 normalistas de Ayotzinapa. Los sometieron y los secuestraron, se los llevaron por la fuerza, y nadie, más que sus secuestradores, han sabido más de ellos, como si se los hubiera tragado la tierra. La desaparición genera una mitología paralizante y por lo tanto oportuna para cualquier poder desaparecedor. No obstante la burocrática jurídica de hoy en día asegure ‘buscar’ (a diferencia de las dictaduras del pasado) y los familiares lo exijan más allá del cansancio, en el imaginario social, los ‘desaparecidos’ rápidamente se vuelven fantasmas, pierden su materialidad y se diluyen en el aire.

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Dos esqueletos, foto Anne Huffschmid Quienes no se conforman con este mito de la desaparición son los antropólogos forenses. Extraño oficio que busca materializar a los fantasmas, rescatar y rastrear los fragmentos, por minúsculos que sean, devolverles un nombre y reconstruir incluso las huellas del crimen. Reconstituir a los ‘desaparecidos’ como humanos, devolver al asesinado al mundo social, si concebimos no sólo la vida sino también la muerte como un hecho profundamente social. Está en juego el derecho al duelo a la justicia de los vivos, e incluso nos lleva a pensar al mismo cuerpo sin vida como portador de derechos, según lo que plantea la joven antropóloga forense y filósofa argentina Celeste Perosino en su tesis sobre la ética del cuerpo muerto5: el derecho a ser nombrado, tratado con respeto y a que no quede impune su sufrimiento. Porque muchas veces, sólo al haber un cuerpo, en los juicios penales puede haber delito de homicidio, culpables y castigos. Son los antropólogos quienes “saben escuchar a los muertos”, dice Carlos Beristain, psicólogo vasco quien ha colaborado en incontables procesos de memoria y justicia en América Latina. Escuchan, miran, tocan y analizan a “estos huesos que nos hablan de una humanidad compartida y que fue quebrada.” En los tribunales, los huesos aportan un saber específico más allá del testimonio, ya que representan “una verdad que ya no se discute, sino que se puede tocar.” En las exhumaciones, explica la psicóloga social Susana Navarro, quién lleva décadas acompañando estos procesos en Guatemala, los familiares “les confieren a los forenses un papel súper importante: son ellos los que tocan a sus muertos, y no cualquiera toca al muerto”. Se articula ahí una delicada relación de intimidad y confianza. 5  Celeste Perosino: Umbral. Praxis, ética y derechos humanos en torno al cuerpo muerto. Tesis de doctorado, Universidad de Buenos Aires, 2012

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Actualmente, los antropólogos forenses ya intervienen en prácticamente todos los escenarios de posguerra y de conflicto armado. Pero fue un grupo de argentinos —los mismos que figuran hoy como actores cruciales en México— que reinventó hace ya treinta años las ciencias forenses y las puso al servicio de los derechos humanos y de las víctimas de un Estado criminal. Corría el año de 1984 cuando los años del terror recién habían terminado en la Argentina y las instituciones forenses no mostraban demasiado interés por excavar entre los escombros del pasado. Un puñado de jóvenes estudiantes, convocados por un experto Estadounidense, el ya legendario Clyde Snow, empezaron a buscar los cuerpos enterrados de aquellos secuestrados, torturados y luego eliminados de manera sistemática por la junta militar. El grupo, germen de lo que poco después se fundó como el hoy mundialmente famoso Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), empezó a desarrollar una novedosa metodología: combinaba las técnicas arqueológicas con la antropología, la excavación en campo y el análisis antropológico (y luego también genético) de los huesos con la investigación social. Es decir, no solamente

se examinaba a los restos, sino que se reconstruía el entorno social y político de los ‘desaparecidos’, su militancia y las circunstancias de su cautiverio, recurriendo siempre a lo que figura entre sus principales ‘tecnologías’: preguntar y escuchar, mirar y tratar de entender, juntar las piezas del rompecabezas con precisión e infinita paciencia. “Éramos mal vistos en el medio forense, hegemonizado por los médicos, una corporación muy celosa de todo lo que le compete” recuerda Darío Olmo, uno de los veteranos del equipo. En 1985, el joven arqueólogo se encontraba trabajando en excavaciones prehispánicas en Tierra de Fuego cuando unos compañeros de la universidad lo llamaron para pedirle su ayuda en una excavación en La Plata. Así fue como se topó con este grupo que estaba empezando a trabajar con el carismático Snow y ahí se quedó hasta el día de hoy. Además, rescata Olmo, “reivindicamos el trabajo en equipo –y la investigación siempre era individual. Pero básicamente transmitíamos que era más importante trabajar con el familiar que con el juez.” Esta relación fue y sigue siendo, desde la perspectiva del EAAF, el requisito básico para cualquier intervención forense. En sus primeros años, el acercamiento con los familiares se facilitó porque “teníamos la edad que tenían sus hijos cuando habían desaparecido” recuerda Luis Fondebrider, actual presidente y uno de los fundadores del equipo. Una de las reglas de oro para establecer estos lazos de confianza era el imperativo de “no juzgar nunca”, ni política, ni éticamente, lo que las víctimas pudieron haber hecho en vida. El otro imperativo es la empatía radical, no como compasión, sino como principio profesional: “lo que intento es ponerme siempre en el lugar del otro, tratar a la otra persona como quisiera que me trataran si yo tuviera un familiar desaparecido”, resume Mercedes Salado-Puerto, bióloga nacida en España que se hizo forense en Centroamérica en los años noventa y se incorporó al EAAF en el 2003. Finalmente, la horizontalidad como principio de interacción, según Fondebrider: “no los tratamos como chicos, no nos vestimos con la vestimenta de la gente, no nos disfrazamos con huipil, sino establecemos relaciones horizontales.” Hasta la fecha, el colectivo forense se mantiene como organismo independiente, aunque con el giro político de los gobiernos kirchneristas el EAAF ha recibido apoyos puntuales del Estado argentino. En su propio país, el equipo ha logrado recuperar ya mil doscientos cuerpos, de los cuales se identificaron 630, casi todos ya restituidos a sus familiares. Ha jugado un papel importante la incorporación de la tecnología genética en la última década, a partir de la posibilidad de determinar el ADN de las partículas óseas. Antes, para identificar una osamenta, se dependía de radiografías, fichas odontológicas o expedientes del hospital, muchas veces inexistentes, sobre todo en las zonas precarias y rurales. “Cada identificación era una destilación” recuerda Darío Olmo. Con la genética se facilitaron cruces masivos de datos, sin tener que pasar por una hipótesis de identidad previa. Se empezó a construir una base de datos genéticos, pidiendo pruebas de sangre a todas las personas que tuvieran algún familiar desaparecido. Así, hasta la fecha se tiene reconstruido el perfil genético de más de 4,200 personas, un logro impresionante, sin duda, y que sin embargo abarca todavía a menos de la mitad de lo que se calcula son entre 10 y 12 mil ‘desaparecidos’ por la última dictadura militar. Inclusive una historia tan ‘exitosa’ como la del EAAF nos habla de las limitaciones del quehacer forense. Primero, se estima que más de la mitad de los secuestrados

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Foto Thomas Walther Con todo, los restos óseos no dejan de ser materia ambivalente. Empezando por la paradoja de su invisibilidad: los 206 huesos que todos llevamos adentro son nuestro interior, lo que nunca se ha visto en vida. A los restos de algún querido los podríamos reconocer, acaso, por algún objeto —una camiseta, un zapato, una cadenita en el cuello— pero difícilmente por una costilla, un hueso o un cráneo. Y hay otra ambivalencia más dolorosa aún: cuando se logra restituir los restos de su ser querido a una familia, para ésta implica el final de la incertidumbre, pero también de la esperanza. Cuando los restos de una persona son identificados, esta misma persona es finalmente declarada muerta.

Los argentinos pioneros

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por el Estado terrorista fueron arrojados al Río de la Plata, inalcanzables para siempre. Y segundo, hay miles de familias que no se han acercado para donar su muestra de sangre. Por miedo, por ignorancia y probablemente, por no querer abrir una herida o no admitir que ya no se busca a un ser vivo sino a un cuerpo sin vida.

A lo largo de los últimos 25 años, el equipo pionero en Argentina ha sido convocado a trabajar e intervenir —a través de misiones de campo, talleres, docencia y consultas— en casi 50 países alrededor del planeta. Las primeras misiones se realizaron en América Latina, en Chile, Bolivia, Uruguay, y posteriormente en Colombia, El Salvador y Guatemala. A partir de 1994 empezaron a incursionar, a través de las misiones de la ONU, en países más lejanos como Kurdistán y Etiopía. Hoy suman 17 los países en África, Asia y Europa, donde el EAAF ha intervenido. Un caso particular es España, donde la guerra civil y el terror franquista dejaron hasta 150 mil muertos, la mayoría de ellos enterrados clandestinamente; se calcula que a nivel mundial, después de Camboya, España es el segundo país con más cuerpos anónimos bajo tierra. Apenas en el 2000, un cuarto de siglo después de la muerte del general Franco, se empezó a exhumar —siempre a partir de la iniciativa privada de los familiares— a recuperar a los ‘desaparecidos’ del franquismo. Los nuevos forenses independientes de España, sin apoyo del Estado y muchas veces enfrentando la hostilidad de una sociedad que ya tenía pactado el olvido, han recurrido a la experiencia de sus colegas argentinos. En algunos países, esta experiencia sirvió incluso para impulsar la creación de equipos y organismos locales. El caso más emblemático es Guatemala, donde la cruenta guerra civil y la brutal contrainsurgencia dejaron un saldo de 200 mil asesinados

y entre 40 y 45 mil enterrados en fosas comunes. El terror fue dirigido sobre todo hacia la población civil, como supuesta base de apoyo de la guerrilla; las Fuerzas Armadas arrasaron con más de 600 comunidades mayas, donde los masacrados fueron enterrados por los sobrevivientes. Al mismo tiempo se secuestraron, torturaron y eliminaron a opositores, civiles o armados. Es una tarea gigantesca enfrentada por antropólogos forenses como Fredy Peccereli, quien pasó su juventud en Nueva York e inspirado por Clyde Snow, regresó a su natal Guatemala a mediados de los noventa para iniciar lo que hoy es la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), el mayor organismo independiente de América Latina. Peccereli, actual presidente de la FAFG, insiste en que tiene que ser un trabajo masivo y de largo aliento: “siendo yo neoyorkino, me encantó ver cómo allá se enfocaron en identificar hasta el último fragmento de las víctimas de las Torres Gemelas. Creo que los guatemaltecos merecen exactamente lo mismo. Que hagamos hasta lo imposible para buscar hasta el último fragmento de las personas que murieron por el terrorismo de Estado.” Hasta la fecha, la FAFG ha podido recuperar unos 6,500 cuerpos, la gran mayoría en exhumaciones en las comunidades mayas, Más de la mitad ya se han podido identificar, varios gracias al análisis genético. La recuperación e identificación de los ‘desaparecidos’ políticos, buscados entre los enterrados como NN (sin nombre) en los cementerios urbanos, va mucho más lento. Uno de los primeros identificados fue el sindicalista Amancio Samuel Villatoro, secuestrado en 1984. Su esqueleto, recuperado hace muchos años pero recién identificado en el 2012, sigue hoy exhibido en un improvisado museo habilitado por su hijo Samuel. Descansa en una vitrina sobre una sábana roja, junto con el pantalón con que lo encontraron. Una instalación que puede parecer extraña y desconcertante, pero no menos que su desaparición. “Cuando nos dicen que ya apareció, lo primero que pedí fue verlo” relata Samuel, quien tenía ocho

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El EAAF en el mundo y en México

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años cuando se llevaron a su papá. “Era la sensación de que después de 28 años sin él, había una oportunidad de volver a estar con él, aunque sea en osamenta. Y cuando lo miré, inmediatamente hubo una afinidad, es inexplicable”. Nació así la decisión de seguirlo mostrando, en las mismas instalaciones de la Fundación. No toda la familia estaba de acuerdo con la exhibición del cuerpo. Pero finalmente, justifica Samuel, su papá llevaba tantos años bajo tierra que sentía que “si lo enterrábamos nuevamente, estábamos enterrando a su historia”. La guatemalteca es una historia atroz, sin duda, pero con notables avances en materia jurídica, donde los huesos tuvieron una contribución importante. En el juicio considerado histórico en contra del ex-dictador Efraín Ríos Montt, en la primavera del 2013 —cuando se juzgaba y condenaba por primera vez por delito de genocidio y ante un tribunal nacional a un ex presidente6 — los peritos de la FAFG y otros organismos forenses aportaron casi 60 peritajes. En todos estos escenarios, la intervención forense equivale a una transgresión de fronteras establecidas: mete ruido donde había silencio, subvierte los supuestos consensos, interviene en lo que ya estaba enterrado —literal y socialmente—, rompe con pactos de silencio, transgrede las voluntades de olvido e incluso las fronteras culturales y religiosas —por ejemplo la creencia islámica en la integridad sagrada del cuerpo muerto o en el judaísmo la convicción de que la exhumación viola la paz del alma del fallecido. Coexisten en el mundo infinidad de maneras de lidiar con la muerte. Esta compleja variedad es la que ha tenido que enfrentar, con mucha delicadeza, un equipo tan versátil como el EAAF. Para Mercedes, una de las integrantes más viajeras del equipo y que se mueve entre los más diversos contextos culturales, “hay culturas donde el muerto no muere sino que pasa, pero donde hay una comunicación constante con ellos. O hay lugares, por ejemplo en Timor Oriental, donde el desaparecido tiene el derecho a decidir si quiere ser buscado.” En las comunidades mayas, explica Susana Navarro, el duelo no se concibe solo en lo individual, sino también a nivel comunitario. Lo que se violenta, señala, es el tejido y el imaginario social: “si no hay un cuerpo, no hay un ritual social para que el muerto deje de cumplir el papel de vivo a nivel social. Además, se imagina que el muerto está sufriendo, no está bien enterrado, está tratado como animal, no está descansando”. Las exhumaciones, explica la experta, son una manera de aliviar estas angustias. Pero incluso dentro de un mismo marco cultural, los forenses se encuentran con muy distintas maneras de enfrentar la reaparición de un ser querido en forma de restos óseos: entre querer saber y tocar (hasta tomarse una foto con el esqueleto) hasta la negación (no abrir la caja, no preguntar). Incluso hay grupos de familiares —una sección de las madres de Plaza de Mayo, por ejemplo— quienes rechazan rotundamente cualquier declaración de muerte y operativo forense en torno a sus hijos e hijas y con ello la sugerencia de que sus ausentes pueden materializarse en “unos huesitos”. En México, el EAAF realizó la primera asesoría forense en el 2001, en el marco de lo que pretendían ser nuevas indagaciones en torno a la represión de los setenta.

Su primer misión de trabajo fue hasta el 2004, cuando los peritos argentinos fueron invitados a Ciudad Juárez, por iniciativa de un organismo local de familiares para ayudar a esclarecer la masacre continua de mujeres jóvenes. Después de la revisión crítica de expedientes, del trabajo de campo y de análisis, el equipo logró identificar positivamente a más de una treintena de los cuerpos, y con ello se ganó la confianza de los familiares. “Yo no he visto nunca así un acercamiento de los forenses con las víctimas. Fue sorprendente ver que después de las entrevistas, aun cuando todavía no había hecho nada, ya estaban absolutamente agradecidas” recuerda la abogada Ana Lorena Delgadillo, quien en su momento había colaborado con los argentinos. “Fue la primera vez que fueron escuchados como personas.” Durante dos años, algunos integrantes del equipo se quedaron, a veces por varios meses, trabajando en Ciudad Juárez. Fue para ellos y ellas también una experiencia distinta a los escenarios que habían conocido hasta ese momento: enfrentarse a la negligencia extrema e incluso la complicidad de las autoridades actuales –y no las de antes– con la cercanía temporal del crimen e incluso con la posible cercanía de los victimarios. “Es otra dinámica – de buscar a una persona que desapareció hace treinta años a buscar una que desapareció hace una semana” recuerda Fondebrider. Además, Juárez llevó al equipo a otro escenario del horror, el de los migrantes secuestrados y ‘desaparecidos’. Después de haber identificado a las muchachas juarenses, quedaban aún muchos cuerpos que no correspondían a los perfiles locales recolectados. Se planteaba entonces la pregunta “¿quiénes eran estas niñas?”, recuerda Sofía Egaña, una de las participantes en la misión mexicana. Y se perfilaba la idea de que en una zona fronteriza de tanta movilidad, estos cuerpos bien podían pertenecer a migrantes de otros lados, fuese de otros estados mexicanos o de Centroamérica. Fue a partir de esta hipótesis que se fundó en el 2009 el Proyecto Frontera, basado en la necesidad de asumir una perspectiva transregional, para cruzar y compartir información con los países vecinos en las zonas fronterizas norte y sur de México. A través de la construcción de bases de datos regionales, se busca vincular los esqueletos sin nom-

6  El juicio terminó en una espectacular sentencia de 80 años de prisión, en mayo de 2013, pero fue anulada poco después por la Suprema Corte de Justicia por supuestas "irregularidades".

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"Con el compromiso viene el riesgo": los retos del EMAF

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bre, hallados en las desérticas zonas de cruce hacia Estados Unidos, con los datos de los llamados “migrantes no localizados”, en sus lugares o países de origen, desde los estados sureños de México hasta Honduras, El Salvador y Guatemala. A partir de los espeluznantes hallazgos de migrantes masacrados —los 72 del rancho de San Fernando Tamaulipas en 2010, los 193 restos localizados en diversas fosas clandestinas en 2011, los 49 cuerpos encontrados en un municipio de Nuevo León en 2012— y la siempre relativa escandalización de la opinión pública, se formalizó la colaboración con organismos de familiares e incluso con la propia Procuraduría General de Justicia (PGR) a través de un convenio firmado en verano de 2013. Se estaba trabajando justo en esta nueva “comisión forense”, cuando ocurrió la masacre de Iguala y cambiaron las agendas. En lo que es su intervención más reciente, y probablemente la más tensa, una delegación de diez personas participa desde los primeros días de octubre como peritos particulares, esta vez a invitación expresa de los padres de los secuestrados, en el reconocimiento forense de los hechos, incluyendo trabajo de campo, muestras genéticas y análisis de restos. Sus incursiones suelen dejar huella. En Juárez, por ejemplo, la presencia del EAAF habría contribuido a mejorar protocolos y estándares oficiales de investigación en la región. Se instalaron nuevos laboratorios antropológicos y genéticos y se contrató a personal más joven y capacitado, en el Servicio Médico Forense, mujeres principalmente; incluso se fundó una nueva fiscalía dedicada exclusivamente a los llamados delitos de género. Sin embargo, el descrédito de las autoridades parece no haberse erradicado. Una de estas jóvenes contratadas fue precisamente Roxana Enríquez. Entró como arqueóloga sin formación forense y se hizo lectora de huesos ya en la práctica, justamente en la coyuntura más agitada, de 2008 a 2012. Le tocó entonces vivir y representar la autoridad en el trato con los familiares desesperados. Lo que percibió fue una gran desconfianza: “era muy difícil, cuando vas a hacerles una entrevista en una procuraduría, no te veían a ti, sino como parte de una institución. Además, mantener una relación de confianza con un familiar no estaba bien visto. Porque los familiares, si confiaban en ti, obviamente también te iban a pedir información. Y en una institución, los canales de información están muy marcados: uno tiene que dirigirse al ministerio público, formalizarlo a través de Atención a Víctimas y con su abogado”. Roxana decidió renunciar al SEMEFO y plantearse, junto con otros, la creación del primer equipo independiente de antropología forense en México.

Para el argentino Darío Olmo, una de las lecciones más importantes de la experiencia del EAAF, es “la irreverencia” con la que se formó el grupo inicial, fuera de las formalidades del Estado y también de las universidades, involucrando a jóvenes que se capacitaban sobre la marcha, sin títulos todavía. Para Darío Olmo, lo importante era “abrir camino, atreverse y trabajar en equipo”. Los jóvenes fundadores del EMAF vienen incluso más preparados y experimentados, en términos profesionales, que los antecesores argentinos en su momento. Y están conscientes que en México tendrán que enfrentar, en primer lugar, no tanto la soberbia del medio forense, sino el desprestigio y falta de credibilidad asociada con el oficio. Para muchos mexicanos, dice Diana “el Ministerio Publico es un señor de traje que escribe a máquina y siempre tiene mal semblante” y esta misma desconfianza hacia la institución hace que “no van a confiar en el primero que aparece en la esquina”. La más reciente integrante es Shayra Chiñas, la única que no viene del área de la arqueología o la antropología sino de la criminalística. Lo nuevo para ella no fue la mirada legal o forense, como para Roxana o Diana, sino enfrentarse a huesos y excavaciones: “Yo, como criminalista, podría aportar método, enfocando los detalles de un lugar de los hechos, por ejemplo. Porque sí hay que conservar y recuperar, pero lo primero es observar; no solamente a los restos, sino también tomar en cuenta el que entierra a la persona, que a fuerzas va a dejar algo en este lugar, y se va a llevar algo en cambio. Es lo que llamamos principio de intercambio.”. Shayra pasó largos años en una procuraduría estatal de justicia y salió desconcertada por “la frialdad con la que trabaja un médico forense, es extrema”. No son siempre las personas, subraya, quienes bien pueden estar capacitadas y tener sensibilidad, sino una especie de esterilidad estructural, que impone tratar a las personas que acaban de morir como si fueran objetos. “Yo no quiero ser así” resume en su motivación de involucrarse al EMAF. “Quiero ser forense, pero un forense diferente.” Para conceptualizar otra antropología forense desde la sociedad civil, más participativa e incluyente, fue crucial entrar en contacto con la experiencia de otros lados. Concretamente, la del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), fundado hace 13 años y cuyo director, José Pablo Baraybar, quien anduvo justamente en México hace un tiempo, invitado a Guerrero como perito en el caso de Rosendo Radilla, uno de los pocos casos de desaparición forzada de los setenta que se llegaron a conocer y tratar internacionalmente. Según Roxana, a asesoría del equipo peruano fue para los mexicanos “el empujón que necesitábamos para formarnos”. Aunque consideran valiosa, comprensible y ‘respetable’ la contratación e intervención de equipos extranjeros como el EPAF o el mismo EAAF, estiman indispensable la creación de equipos locales, para “no depender siempre de una solución de afuera”, como dice Roxana. “No se trata de una cuestión nacionalista, sino que a final de cuentas, nosotros no nos vamos, siempre vamos a estar aquí, como sociedad, como académicos, como personas.” Los retos son múltiples y tienen que ver con emociones fuertes. Por ejemplo, les resulta esencial no cosificar los fragmentos, por poco reconocibles que sean: “estamos

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hablando siempre de personas: del tío, del hermano, de la hija. No son restos” aclara categóricamente Shayra. Teniendo esto en claro, resulta más complicado enfrentarse con el dolor del otro, del familiar en búsqueda o en duelo. “Como forense apareces frente a una persona en el peor momento de su vida”, reconoce Roxana. “Sea cual sea tu especialidad: un criminalista, un médico, un genetista forense o un antropólogo, estamos siempre en el momento más terrible del familiar.” Empatía sí, pero sin tocar o mover las fibras más sensibles; cercanía sí, pero sin derrumbarse ante el dolor. Otro de los dilemas es la disyuntiva entre una búsqueda en vida, —que resuena en la célebre consigna de Vivos los llevaron, vivos los queremos de las manifestaciones recientes por Ayotzinapa— y una búsqueda de fosas y restos humanos. Según la experiencia de Roxana, habría que diferenciar ahí entre el plano individual y el público. “Aunque en el colectivo se puede manejar públicamente una expectativa de vida, cada uno de los familiares tiene su propio proceso y sus propias expectativas”. No hay nada generalizable ahí, explica, lo único que queda es mirar y escuchar “cómo perciben ellos el proceso, qué es lo que esperan, y sumarte a lo que esperan.” Pero al mismo tiempo “ser muy realista” para no generar y alimentar falsas expectativas. Tal vez habría que trascender la literalidad de la consigna, no entenderla como la terquedad de pedir lo imposible, sino más bien como exigencia a las autoridades que cumplan con sus obligaciones de Estado, sobre todo cuando sus propios empleados –policías en este caso– se los llevaron vivos. En efecto, en este contexto, ‘declarar la muerte’, sin ninguna evidencia de por medio, “equivale a una rendición”, explica Diana, “por supuesto, no vas a permitir que te remitan a la última posibilidad, de una persona que fue secuestrada, que lo ineludible sea que se haya muerto. Para los familiares no había ninguna razón por la cual ya no está con ellos. Buscarlos ya como muertos es una capitulación.” Y no solamente para ellos: dar por muertos a los ausentes equivaldría a admitir, en palabras de Diana “que entonces todos somos factibles de volvernos cadáveres de la noche a la mañana.” Para los arqueólogos sumergidos en los huesos de hoy, cambian los modos y los entornos de la práctica: “no estabas acostumbrado a estar cercado de soldados y de enormes pistolas” relata Joel Hernández, antropólogo físico de formación, quién se incorporó al EMAF poco después de su fundación. Aún se gana la vida en proyectos de rescate de osamentas antiguas y cada vez más como perito contratado por la Procuraduría General de la República (PGR), cuando piden la colaboración de instituciones como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en alguna averiguación que requiere reconocer los restos óseos encontrados por la policía. Trabajar en estos escenarios requiere de un buen control de las propias angustias, según Joel. “Es una sensación difícil de describir, porque no conoces el lugar pero lo vas a trabajar intensamente y no sabes qué pasa a tu alrededor, si está todavía caliente la zona”. Sin dramatismos, Roxana lo tiene muy claro: “lo que nos planteamos es una plataforma diferente, y por lo tanto más riesgosa. Se trata simplemente de asumirlo como lo que es, de asumir el compromiso y saber que con el compromiso viene el riesgo. Estar alerta, estar pendientes y ver muy bien a la gente en la cual confías para trabajar.”

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Más allá de los huesos La emergencia mexicana deja entrever que la intervención forense no se agota en los restos materiales, y que los restos ‘frescos’ pueden adquirir otros sentidos. Muestra de ello es la primera identificación de uno de los 43 secuestrados de Ayotzinapa, la del joven Alexander Mora, estudiante de primer grado y de apenas 19 años, que se logró a principios de diciembre del 2014 por medio de un fragmento de hueso y una muela, ambos examinados en un laboratorio en la lejana Austria. Los dolorosos resultados de aquel examen fueron comunicados por un escueto comunicado del EAAF, “nuestros peritos”, como expresan una y otra vez los padres, marcando en cada momento la diferencia con los peritos oficiales. Es muy probable que de nadie más hubieran aceptado tan doloroso veredicto, sentencia de muerte tan en contra del ¡Vivos los queremos! coreado por tantas voces en las marchas de los últimos meses. Se confirma una vez más que los argentinos son, en estos momentos, para las víctimas mexicanas los únicos científicos confiables en medio del desamparo. El hecho de que se haya podido asignar a estos huesitos el nombre de Alexander Mora, o a su nombre estos fragmentos, no implicó ningún descanso para los padres, las madres o los hermanos, quienes lo han buscado tan ansiosamente todas estas semanas y a quiénes ya se confirmó que Alexander no regresará jamás. No implicó descanso o alivio posible este hallazgo, como lo fue para aquellas madres, padres y hermanos en países como Argentina o Guatemala, que gracias a las labores forenses se han reencontrado con los restos de sus seres queridos, muchas veces después de décadas, dándoles un lugar en la tierra y en la memoria. La restitución ahí permitió completar el duelo, como despedida íntima y social, descargar y socializar el dolor, abrir incluso la posibilidad de hacer justicia. En Guerrero, en cambio, los huesos del joven Alexander no alivian nada, no permiten cerrar un duelo, solo hacen más fuerte el dolor, la furia y la ya de por sí abismal desconfianza hacia todo lo que viene del Estado, tan visiblemente involucrado en el operativo policiaco en contra de los estudiantes. “Nuestro trabajo no termina con una identificación”, reconoce Joel Hernández, “porque ¿qué pasa si en un caso da positivo? Pues todo sigue, hasta encontrar al culpable. Quizá se tiene alguna tranquilidad de saber que fue o no un familiar, pero la pregunta sigue abierta: ¿dónde está el culpable?” En esta misma lógica, un joven solidario con la causa de las madres de Juárez que acompañaba a la autora de estas líneas en uno de sus recorridos por la ciudad, no lograba entender por qué tanto interés en la cuestión de los restos: “pero si la entrega de un huesito no es ninguna solución cuando los asesinos andan sueltos”, exclamaba, incluso un tanto furioso. Y tenía razón. No es ninguna solución, en efecto, mucho menos en el mar de impunidad al que se parece la actualidad mexicana. El sentido del ‘huesito’ no siempre es el mismo, sino cambia, según el contexto. Pero siempre será un fragmento, por minúsculo que sea, que evoca a un todo, a una “humanidad quebrada” que se resiste a desaparecer. Y una materialización que desafía a nuestra inercia y al nihilismo del poder.

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