El sur tampoco existe: La arquitectura ficcional de América Latina

July 18, 2017 | Autor: Eduardo Pellejero | Categoría: Literatura Latinoamericana, Literatura, Filosofía, Latinoamerica
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Descripción

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El sur tampoco existe. La arquitectura ficcional de América Latina. Eduardo Pellejero | DEVIR MENOR, ESPAÇO, TERRITÓRIO, E EMANCIPAÇ…

DEVIR MENOR, ESPAÇO, TERRITÓRIO, E EMANCIPAÇÃO SOCIAL.

DEVENIR MENOR, ESPACIO, TERRITÓRIO Y EMANCIPACIÓN SOCIAL. PERSPECTIVAS A PARTIR DE IBEROAMÉRICA.

El sur tampoco existe. La arquitectura ficcional de América Latina. Eduardo Pellejero El problema que preocupa a O’Gorman es el de saber qué clase de ser histórico es lo que llamamos América. No es una región geográfica, no es tampoco un pasado y, acaso, ni siquiera un presente. Es una idea, una invención del espíritu europeo. América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea universal que, casi milagrosamente, encama y se afinca en una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior. O’Gorman acierta cuando ve a nuestro continente como la actualización del espíritu europeo, pero ¿qué ocurre con América como ser histórico autónomo al enfrentarse a la realidad europea? Octavio Paz, El laberinto de la soledad

pero aquí abajo, abajo /el hambre disponible/recurre al fruto amargo/de lo que otrosdeciden/mientras el tiempo pasa/y pasan los desfiles/y se hacen otras cosas/que el Norte no prohibe./Con su esperanza durael Sur también existe. Mario Benedetti, El sur también existe

Entre otras tantas aventuras intelectuales, el siglo XIX reservaba a Europa el hastío de la cultura y la tristeza de la carne, contaminando los sueños de sus poetas con fantasías de evasión.[1] La ilusión de una vida simple, sin las contradicciones que dilaceraban las ciudades modernas, llevaría unos pocos a hacerse a la mar (muchas veces para desaparecer), pero sobre todo levantaría en el vacío de la literatura de la época la utopía de un mundo virgen, de un mundo donde todo estaba aún por ver, por nombrar y por hacer.[2] Esa utopía finisecular no era nueva. América había nacido de una fantasía similar.[3] La imaginación europea proyectara durante siglos la imagen de un paraíso terrenal sobre los despojos de la conquista, sobreponiendo una topografía intelectual y fantástica al territorio real, perpetuando la ficción de un mundo nuevo, puro, sin fallas. Los mares del sur no eran en ese contexto un simple tropo literario, eran asunto de Estado. http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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Signo del valor atribuido a esa ficción por el poder son las numerosas disposiciones coloniales a través de las cuales España pretendió prohibir, a partir del siglo XVI, la publicación e importación de cualquier material novelesco en la colonia. Apuntando fundamentalmente al control ideológico del nuevo mundo, la metrópolis intentaba de ese modo imponer límites a la imaginación americana.[4] Los inquisidores comprendían muy bien que la proliferación no reglada de las imágenes y de los discursos a la cual da lugar la ficción literaria constituía una amenaza (real) para la fundación (ficcional) del nuevo mundo.[5] España buscaba asegurar el monopolio de la fuerza asegurando el monopolio de la ficción. Con el argumento (platónico) de que las novelas eran disparatadas y absurdas (esto es, mentirosas), con el argumento de que podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los ciudadanos, durante trecientos años los americanos fueron privados del derecho a su lectura, o, mejor, fueron forzados a leerlas de contrabando, de tal modo que la primera novela que se publicó bajo esa figura en la América hispánica apareció sólo después de la independencia.[6] Trecientos años es mucho tiempo. Hay costumbres que arraigan. Quiero decir que después de vivir tantos años envueltas en una ficción, las naciones nacientes necesitarían de la ficción para vivir. El sur, que hasta entonces fuera una proyección fantasmática del norte, un espacio donde las topografías reales e imaginarias se encontraban indisolublemente ligadas, arriesgaba desagregarse en cuanto lugar simbólico a golpes de realidad (guerras civiles, conflictos limítrofes, flujos migratorios, etc.). Liberada finalmente del control español, era hora de que la imaginación americana diera consistencia a un territorio que aparecía dividido y depredado. Y, en una época en que la experiencia religiosa (y sus fábulas asociadas) se desvanecía en cuanto fundamento del vínculo social, la literatura habría de responder a esa necesidad espiritual y política, asumiendo la tarea de producir el sucedáneo de una experiencia compartida, de una memoria común. Poetas y políticos confluirían en esa empresa. Así, por ejemplo, en 1847, el futuro presidente de Argentina, Bartolomé Mitre, introducía en el prólogo de su novela Soledad, una especie de manifiesto con el cual pretendía suscitar la producción de novelas que sirvieran de cimiento para la nueva nación. En el espíritu Schiller, en la idea de que la revolución política sólo era posible a partir de una reforma cultural,[7] Mitre estaba convencido de que las novelas de calidad promoverían el desarrollo del país; las novelas enseñarían a la población sobre su historia incipiente, sobre sus costumbres apenas formuladas, sobre ideas y sentimientos políticos y sociales, ofreciendo una representación sensible de su transformación en curso, de su devenir histórico inmediato.[8] Resultado de invasiones violentas y de divisiones forzadas, de pactos desiguales y de alianzas improbables, las nuevas naciones carecían de cualquier tipo de cohesión. Las identificaciones imaginarias que la literatura era capaz de suscitar aparecían en ese contexto como una alternativa efectiva. En ese sentido, intelectuales y gobernantes alentaron la fabricación de ficciones compensatorias para colmar un mundo lleno de vacíos.[9] Ejemplo: En Amalia[10] (1844), de José Mármol, Eduardo Belgrano (porteño) es herido cuando intenta huir de Buenos Aires para sumarse a la resistencia al gobierno de Rosas; Daniel Bello lo salva y le ofrece refugio en la casa de su prima tucumana, Amalia. La pasión entre Eduardo y Amalia inflama la pasión política, y lleva los primos a fingirse partidarios del régimen para secretamente luchar contra Rosas. En la víspera de la inevitable fuga de Buenos Aires, Eduardo y Amalia se casan, pero mueren a manos de las tropas de Rosas, sellando un pacto que ya no podrá deshacerse. En la prosa de Mármol, la historia de amor funciona al mismo tiempo como resorte de un nuevo orden político; proyecta, en un contexto de división social y en la ausencia de un poder legítimo (tal es la perspectiva de Mármol), el tipo de cópula entre la capital y las provincias capaz de establecer una familia pública de derecho. http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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El caso de Amalia es representativo de un género que conoció una tradición prolífica, cuyo objeto era conciliar las diferencias entre etnias, clases y regiones, postulando los antiguos enemigos como futuros aliados. Novela erótico/política donde la metáfora del matrimonio (conquistado con grandes esfuerzos) o de la unión de hecho (minada por todo tipo de condicionamientos materiales, sociales y culturales), se desdobla como metonimia de consolidación nacional.[11] Los amantes se desean apasionadamente al mismo tiempo que desean el nacimiento de un nuevo orden político, un orden capaz de tornar posible su unión; cada obstáculo que los amantes encuentran intensifica el amor — el de los personajes y el de los lectores — por el surgimiento de una nación donde la pasión pueda ser consumada.[12] La ficción literaria es políticamente fundacional: no implica directamente una organización nueva de lo social, pero da lugar a un nuevo agenciamiento colectivo de enunciación, que apela a los lectores presos en los mismos impases que narra a que lo hagan suyo. Palabra impersonal a la espera de un cuerpo (político) que le de voz, la ficción fundacional presupone un sujeto paradójico, que coloca en causa (y redefine) las distinciones entre lo público y lo privado, individual y lo colectivo, lo particular y lo universal. Balzac decía que la novela es la historia privada de las naciones, pero lo que ocurre en América es demasiado; los términos se invierten: las biografías familiares de la literatura son las que dan lugar a la historia nacional. No hay separación entre el nacionalismo épico y la sensibilidad íntima; las novelas de la época ofrecen alegorías nacionales (Fredric Jameson), articulando a un nivel simbólico comunidades imaginarias (Benedict Anderson).[13] En cuanto que en Europa los escritores exploran las fallas de la sociedad burguesa, y proyectan la fantasía de un nuevo comienzo en los mares del sur, en América los escritores intentan balizar la imaginación de ese territorio en ebullición a imagen y semejanza de los Estados del norte. Y, en cuanto la literatura europea reconoce en la crítica su auténtica forma de intervención, la literatura americana de la época parece definirse políticamente por una función sustitutiva: ofrece un horizonte de sentido (sobre un territorio fragmentado), colma vacíos (identitarios), cubre distancias (étnicas, sociales, políticas). Sin ningún fundamento moral, filosófico o religioso, las novelas fundacionales son ficciones que se hacen pasar por verdad, creando un espacio — ilusoriamente estable — para nuevas formas de alianza política. Identificarse en la lectura con la pasión de los amantes para consumar su deseo, era ya asumir un programa político. Por ejemplo, el de la eliminación de las diferencias sociales, étnicas o culturales, en una sociedad dada, esto es, el de la producción de una identidad cívica nacional capaz de imponerse sobre esas formas conflictivas de identidad tradicional.[14] (Evidentemente, esos programas políticos no siempre presuponían la igualdad y, del mismo modo que las novelas, implicaban la subordinación de una parte a otra — de la mujer al hombre, del indio al mestizo, del campo a la ciudad, etc.). Lo cierto es que la fundación de la América Hispánica es en buena medida un ejercicio de fabulación.[15] Un singular ejercicio de fabulación, que tiene al hombre americano apenas como sujeto de los enunciados (en los enunciados asistimos, de hecho, a su creación como personaje de una historia sin memoria), pero que del punto de vista del sujeto de la enunciación presupone al hombre europeo (inclusive si cruzó el Atlántico, si se amancebó, si ya lleva en sus venas la sangre nueva). Es en este sentido que tenemos que entender el problema levantado por Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950): América es una una idea, una invención del espíritu europeo; pero en tanto ser autónomo, América se ve confrontada con esa idea y es capaz de oponerle una resistencia imprevisible.[16]

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(http://devenirmenor.files.wordpress.com/2013/09/imagem-

3-grande1.jpg) (http://devenirmenor.files.wordpress.com/2013/09/imagem-4-grande1.jpg) Imagens: Alejandro Thornton, America, 2010. / Alejandro Thornton, AeA, 2012. América es una compleja trama ficcional reconjugada por la evolución da la propia literatura americana. El nuevo mundo no es tan nuevo. Comienzo que ya es una repetición, ocupa un espacio doblemente ficticio: un espacio provisto por la tradición europea y reelaborado por los escritores americanos, que intentan reinventarse a si mismos y a América en un movimiento sin fin.[17] Así, en el siglo XX, la fundación mítica o ficción originaria, que se postulaba de forma dogmática, pasa a ser leída con diversos grados de escepticismo. Y la literatura, correlativamente, deja de aspirar a la totalización imaginaria de la realidad para pasar a señalar sus brechas, sus desajustes, sus posibilidades desapercibidas; pasa a comprenderse y a expresarse como divergencia fundamental, como desvío, como dispersión. En ese sentido, en Rayuela (1963), Julio Cortázar escribe: “Si el volumen o el tono de la obra pueden llevar a creer que el autor intentó una suma, apresurarse a señalarle que está ante la tentativa contraria, la de una resta.”[18] http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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Las grandes novelas contemporáneas re-escriben o des-escriben las ficciones fundacionales americanas. Oponen formas de desincorporación literaria a las identificaciones imaginarias forjadas durante el siglo XIX (y no sólo); esto es, colocan en causa, según un desplazamiento estratégico de la perspectiva, esa política ficcional que no logró reconciliar las clases en lucha, ni aproximar el campo a la ciudad, ni unir los padres europeos a las madres de de la tierra (o que sólo logró esa reconciliación subordinando, silenciando o eliminando uno de los términos). Entonces, como señala Doris Sommer, los amores fundacionales propios de las novelas del siglo XIX revelan su intrínseca violencia, y las mentiras piadosas aparecen como estrategias para controlar conflictos raciales, regionales y económicos que amenazaban el desarrollo de las nuevas naciones (en su evolución burguesa y capitalista, claro). Esas novelas aparecen como parte del proyecto de la burguesía para conquistar (para asegurar) la hegemonía de esa cultura que se encontraba en estado de formación (una cultura que idealmente sería una cultura acogedora, que articularía las esferas pública y privada abriendo lugar para todos, siempre y cuando todos comprendiesen cuál era su lugar). Sommer propone como ejemplo de este último tipo de ficciones La muerte de Artemio Cruz (1964), de Carlos Fuentes. Entre batallas, Artemio y Regina recuerdan la conversación amorosa de su primer encuentro, sentados en la playa, contemplando sus imágenes reflejadas en el agua. Un recuerdo dorado para encubrir la escena original de la violación (que fue lo que efectivamente tuviera lugar). Fuentes escribe: “esa ficción… inventada por ella para que él se sintiera limpio, inocente, seguro del amor… esa hermosa mentira… No era cierto: Él no había entrado en ese pueblo sinoalense como a tantos otros, buscando la primera mujer que pasara, incauta, por la calle. No era verdad que aquella muchacha de dieciocho años había sido montada a la fuerza en un caballo y violada en silencio en el dormitorio común de los oficiales, lejos del mar.”[19] De alguna forma, los escritores, antes alentados a colmar los vacíos de una historia que contribuía para legitimar el nacimiento de una nación e impulsar esa historia en el sentido de un futuro ideal, buscan decir ahora lo no dicho en las ficciones fundacionales, intentan reintroducir la contingencia en el pasado, destruyendo las estructuras imaginarias y materiales sobre las que asienta el presente, propiciando la resistencia y la abertura de nuevos espacios de posible. Ejemplo: En el siglo de las luces[20] (1962), de Alejo Carpentier, tres adolescentes — Sofía y Carlos, hermanos, y Esteban, su primo — pierden al padre y al tío, quedando solos en una enorme casa de la Cuba colonial, hasta que un día llega un extraño visitante — Víctor Hugues, comerciante y partidario de los nuevos ideales políticos del siglo XVIII — que abre la casa al mundo y a la época, implicándolos en los movimientos revolucionarios. Pero las ideas de libertad, fraternidad e igualdad — y la declaración universal de los derechos del hombre, en cuanto ficción fundacional o constituyente — son colocadas en cuestión en una historia difícil para los personajes, revelando la traición de la revolución francesa a los levantamiento de los negros del Caribe. Sofía, que se apasiona por Víctor y por sus ideas (y se entrega a ambos), acaba por desengañarse: Víctor, el mismo que trajera a América el decreto de abolición de la esclavitud, termina comprometido en un fallido intento de genocidio de la población negra.[21] O sea, la novela, lejos de fundar alguna cosa, desfunda una narrativa hegemónica en la cual se espera (todavía) que vengan a alinearse las naciones latino-americanas.[22] Ejemplo: En Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, Santiago y Ambrosio mantienen una conversación en un bar llamado La Catedral durante la dictadura del general Odría, de la cual resulta una exploración profunda de las razones de la corrupción y de la desidia de los dirigentes, así como de la resignación y de la impotencia de los peruanos. Esto es, Vargas Llosa no nos ofrece una ficción fundacional más para Perú, sino, por el contrario, se aplica a la destrucción (a la deconstrucción) de un estado de cosas insostenible, que las ficciones fundacionales pretenden http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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pasar por alto. De hecho, la novela de Vargas Llosa comienza así: “Desde a puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”[23] La pregunta no tiene respuesta, o, mejor, no tiene apenas una respuesta. Cada respuesta (cada historia) levanta nuevas cuestiones, cada cuestión da lugar a nuevas historias, y así. No hay verdad fundacional, apenas ficciones que, intentando articular el sentido del presente, redeterminan o simplemente anulan el pasado.[24] Ejemplo: En Yo, el supremo[25] (1974), Augusto Roa Bastos reconstruye, utilizando indiferenciadamente elementos históricos y ficticios, la biografía política de José Gaspar Rodríguez de Francia (también conocido como Doctor Francia, Karaí Guazú y “el Supremo”), dictador de Paraguay durante 26 años (1814-1840). La biografía se estructura bajo la forma de un discurso dictado, estratégicamente puntuado por los comentarios (sediciosos) de su secretario personal, multiplicando las voces de tal modo que la ficción mística sobre la cual se fundó el poder de Francia aparece atravesada de contradicciones, de inconsistencias y de mentiras. El dictador dicta, pero el secretario interpola, omite, repite, y en general hace tartamudear el discurso. El escritor emprende un trabajo de segunda mano: no funda nada, no pre-escribe nada con su escritura, simplemente reescribe una versión anterior. Sobre la literatura ya no reposa nada (no puede), pero en su movimiento desreglado la escritura puede hacer temblar (e inclusive desmoronar) cualquier construcción (cultural, social o política) que asiente sobre bases ficcionales. Ejemplo: En Respiración artificial[26] (1980), Ricardo Piglia trama, a partir de fragmentos de cartas, monólogos, diálogos y documentos, una novela que, contra el monopolio narrativo que tienden a imponer las ficciones estatales, busca restaurar la polifonía de voces silenciadas por la dictadura. Renzi (uno de los protagonistas) recibe los papeles (hasta entonces en posesión de su tío, Marcelo Maggi) de uno de sus antepasados, Enrique Osório, dando origen al descubrimiento de una historia no oficial, de una historia de los derrotados, o, mejor, de una memoria sin historia. Su reconstrucción tiene por resultado una versión sin pretensiones de institucionalización, que en los márgenes de un país de los márgenes torna posible (vivible) la desincorporación de los personajes (y de los lectores) en relación a los horizontes instituidos de sentido. Renzi comprende con Tandewski (y nosotros comprendemos con él) que el gran mérito de un escritor no es la fundación de lo común, sino la capacidad de escuchar su propia época, de oír y hacer oír el murmullo silenciado por la historia oficial, de traer a la luz la palabra de los olvidados, incluso si se trata de la palabra de la derrota, de la claudicación o de la desesperanza. La sociedad es para Piglia una trama de relatos, un conjunto de historias que circulan entre las personas, por lo que trazar el mapa ficcional de la sociedad constituye la tarea más importante del escritor, remitiendo a su región específica del plano las ficciones hegemónicas, y señalando los lugares donde algo es dicho y no es oído, algo es pensado y no es considerado, algo es hecho y no es visto.[27] Ejemplo: En Zama (1956) de Antonio Di Benedetto, la novela fundacional es invertida a través de una parodia de la novela histórica. La estructura de Zama es aparentemente simple: el protagonista narra, en primera persona, diez años de su vida; años cruciales, durante los cuales el protagonista experimenta los síntomas de su decadencia física y moral (es, por lo tanto, la historia de un perdedor, con lo cual cambia ya el sujeto de la historia en relación al sujeto heroico de las ficciones fundacionales). Por otro lado, Di Benedetto no repite las viejas crónicas familiares de la novela burguesa del siglo XIX, ni divide la realidad en naciones, no pretende ser la summa de ninguna clase o territorio, sino que, por el contrario, multiplica las historias, las alegorías y las metáforas, anulando la ilusión biográfica e historicista. Esa fragmentariedad, que contamina el libro, dispone, ahí donde las ficciones fundacionales presuponían la identidad, la continuidad y la coherencia en el desarrollo, http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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la heterogeneidad, las diferencias, los accidentes, los acontecimientos más insignificantes o más refractarios al sentido.[28] Consideremos el siguiente pasaje, donde esa especie de contra-historia aparece de forma impar. Zama está cruzando penosamente (sin gloria) la selva paraguaya, cuando dá con una rara tribu que camina por las veredas abiertas en la vegetación, guiada por niños que llevan a los adultos de la mano. Zama dice: “Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños, no. (…) Eran víctimas de la ferocidad de una tribu mataguaya. Los habían cegado con cuchillos encendidos al rojo. (…) No veían y habían eliminado de encima de ellos la mirada de los demás. (…) Cuando la tribu se acostumbró a servirse con prescindencia de los ojos, fue más feliz. Cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos. Recurrían los unos a los otros para actos de necesidad colectiva, de interés común: cazar un venado, hacer techo a un rancho. El hombre buscaba a la mujer y la mujer buscaba al hombre para el amor. Para aislarse más, algunos se golpearon los oídos hasta romperse los huesecillos. Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio.”[29] En su austeridad y su laconismo, Zama no representa la condición profunda de América, no es una imagen más de nuestra fragilidad y de nuestra contingencia (incluso si eso puede ser reconfortante). Si la novela de Di Benedetto evita toda exaltación patriótica, si rechaza cualquier tentación de historicismo o de color local, no lo hace en nombre de ninguna nueva forma de identificación. La agonía de su protagonista, su inevitable decadencia, es apenas metonimia de la desorientación y de la falta de sentido (histórico) del tiempo en que Di Benedetto escribe su historia. Y en ese sentido Saer tiene razón: Zama nos propone, no una evasión del presente, sino un trabajo (necesariamente paciente) sobre su irresolución y su problematicidad, siendo el distanciamiento metafórico en dirección al pasado apenas un mecanismo para su irrealización. En su lectura nos desconocemos en cuanto sujetos de una historia que creíamos ser nuestra, nos extrañamos de nosotros mismos, esto es, colocamos en causa los fundamentos de nuestra identidad y los principios de las construcciones imaginarias a las cuales nuestra identidad se encuentra asociada (simplemente, ya no nos sentimos parte). Podríamos multiplicar los ejemplos indefinidamente. Las obras de Felisberto Hernández, Haroldo Conti, José Donoso, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig, José Revueltas, Ernesto Sabato, Osvaldo Soriano, Juan José Saer, Roberto Bolaño, y buena parte de la literatura de la América hispánica permiten una lectura de este tipo, y comprenden una relación problemática, difícil, irresoluta, con las fábulas fundacionales que demarcan el territorio ficcional en el que se mueven. Durante siglos, el norte impuso al sur su espada y su pluma. Cavó, en el vacío de su propia dispersión, un lugar ficcional a partir del cual pretendía afirmarse a pesar de todas sus diferencias, de sus fallas y contradicciones. El sur era un espejismo: la ilusión mínima necesaria para mantener las cosas andando (otro mundo es posible, pero del otro lado del mundo, elusivo, inalcanzable, prohibido). Los poetas, los locos y los desesperados lo buscaron de diversas formas, y de diversas formas lo encontraron, pero no como paraíso perdido ni como territorio virgen (ni, ciertamente, como tierra de la libertad). “Con su hambre disponible (…) y su esperanza dura”[30], el sur se insinúa en los márgenes de las lenguas y del imaginario que llegaron del norte, pero no existe, al menos no como lugar de identificación.

Si el sur es alguna cosa, es una diferencia, o, mejor, la promesa (siempre diferida) de una diferencia.7/14

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Si el sur es alguna cosa, es una diferencia, o, mejor, la promesa (siempre diferida) de una diferencia. La diferencia, siempre conflictiva, entre la representación que Europa se hacía de nosotros, la representación que los fundadores de las naciones americanas se hacían de nosotros, y las representaciones que nosotros mismos nos hacemos de nosotros. Una diferencia que la literatura frecuenta de forma clandestina. Una diferencia en la cual no se juega ningún destino, pero en virtud de la cual resiste aquello que mantiene viva la imaginación de lo que todavía no somos, de lo que todavía no dijimos ni soñamos, de lo que apenas nos atrevemos a pensar. Entre las fábulas de su origen y un origen siempre por fabular,[31] entre las identificaciones imaginarias que dan forma al horizonte de su historia y las desincorporaciones estéticas que relanzan continuamente el devenir de su conciencia, el sur se debate por esa diferencia sin modelo, esto es, por la utopía desrazonable de una libertad sin determinación. Es, claro, un sueño de locos, de desesperado y de poetas. ¿Qué otra cosa pueden ser los mares del sur? ¿Qué más? Post-scriptum sobre las condiciones de posibilidad de una política de la literatura Si hablamos de la inscripción de la literatura en los cuerpos individuales, o si señalamos la posibilidad de una desincorporación en relación a los cuerpos colectivos a través de la escrita; si constatamos, de forma general, un devenir-menor de las poéticas latino-americanas de cuyos efectos políticos todavía no sacamos todas las consecuencias, debemos presuponer que la ficción y la realidad se tocan en algún lugar, se sobreponen o, mejor, entran en una zona de indiscernibilidad. Más generalmente, la posibilidad de una relación efectiva entra estética y política remite a un plano común, a un orden inmanente cuya lógica ha sido diversamente abordada por el pensamiento contemporáneo, sobre todo cuando consagrado a pensar las formas de intervención de la creación artística. Remitir la cuestión a una estética primera (Rancière) o a un plano de inmanencia (Deleuze) son algunas de las formas contemporáneas de dar cuenta de esa condición de posibilidad, cuya determinación es una exigencia para cualquier filosofía que pretenda inscribir el arte en el contexto de una pragmática ampliada. Sea el caso de Deleuze. En la idea de que la literatura es o puede llegar a ser algo más que una sublimación de nuestros deseos fallidos, en la idea de que la literatura es un objeto más entre otros objetos, máquina entre máquinas, y que el escritor “emite cuerpos reales”, Deleuze desarrolla una ontología de la expresión. Esa ontología conoce diferentes formas en su obra, pero gana una consistencia impar a través del concepto de agenciamiento de deseo, en tanto unidad de análisis que articula estratégicamente una serie de elementos heterogéneos (discursos, instituciones, arquitecturas, reglamentos, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, etc.). Alternativa conceptual al sujeto y a la estructura, el agenciamiento de deseo permite a Deleuze refundar una teoría de la expresión eliminando cualquier trazo representativo. Relacionando los flujos semióticos con los flujos extra-semióticos y las prácticas extra-discursivas, más allá de las relaciones de significante a significado, de representante a representado, el agenciamiento es una relación de implicación recíproca entre la forma del contenido (régimen de cuerpos o maquínico) y la forma de la expresión (régimen de signos o de enunciación). En este sentido, señala Deleuze, cualquier agenciamiento tiene dos caras: “No hay agenciamiento maquínico que no sea agenciamiento social de deseo, no hay agenciamiento social de deseo que no sea agenciamiento colectivo de enunciación (…) Y no basta con decir que el agenciamiento produce el enunciado como lo haría un sujeto; él en sí mismo es agenciamiento de enunciación en un proceso que no permite que ningún sujeto sea asignado, pero que permite por ello mismo marcar con mayor énfasis la naturaleza y la función de los enunciados, puesto que estos no existen sino como http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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engranajes de un agenciamiento semejante (no como efectos, ni como productos). (…) La enunciación precede al enunciado, no en función de un sujeto que lo produciría, sino en función de un agenciamiento que convierte la enunciación en su primer engranaje, junto con los otros engranajes que van tomando su lugar paralelamente.”[32] En otras palabras, los cuerpos y los enunciados, las palabras y las cosas, son parte de un mismo regimen de expresión, de una misma configuración del deseo (siempre abierta, por otra parte, a nuevas configuraciones, en la medida en que todo agenciamiento comprende puntas de desterritorialización, líneas de fuga por donde se desarticula o se metamorfosea). Es a partir de esa ontología que, retomando la noción bergsoniana de fabulación para darle un sentido político, Deleuze restituye toda su potencia a la literatura. La máquina de proyectar de la escritura no es separable del movimiento de la política: subjetiva, la escritura remite a la subjetividad de los grupos donde comienza a hacer sentido como expresión, donde deja de ser un mero devaneo de la imaginación para pasar a formar parte de una agenciamiento colectivo de enunciación (“la fuerza de proyección de imágenes es inseparablemente política, erótica y artística”[33]). La literatura es un engranaje (de)más, una formación suplementaria, lado a lado con los equipamientos del saber y del poder, las configuraciones de la subjetividad y las canalizaciones del deseo que dan consistencia a una sociedad; y, en esa misma medida, concurre en la articulación (siempre fallida) de lo común. Más cerca de nosotros, Jacques Rancière propone que arte y política no son dos realidades separadas cuya relación estaría en causa, sino dos formas de división de lo sensible dependientes de una estética primera: especie de a priori histórico que determina regímenes específicos de identificación (de lo público y de lo privado, de lo individual y de lo colectivo, del arte y del trabajo, etc.).[34] Desde ese punto de vista, la política comprende una estética, en la medida en que establece montajes de espacios, secuencias de tiempo, formas de visibilidad, modos de enunciación que constituyen lo real de la comunidad política. Al mismo tiempo, el arte comprende una política por la distancia que guarda en relación a esas funciones, por el tipo de tiempo y de espacio que establece, por la forma en que divide ese tiempo y puebla ese espacio. Lo que liga la práctica del arte a la cuestión de lo común, el lazo entre estética y política es la constitución, al mismo tiempo material y simbólica, de un determinado espacio-tiempo (en el cual se redistribuyen las relación entre los cuerpos, las imágenes, las funciones, etc.), produciendo cierta ambigüedad en relación a las formas ordinarias de la experiencia sensible (lo propio del arte, según Rancière, consiste en practicar nuevas formas de esa articulación de esa experiencia). “La relación entre estética y política es entonces, más concretamente, la relación entre esta estética de la política y la política de la estética, es decir la manera en que las prácticas y las formas de visibilidad del arte intervienen en la división de lo sensible y en su reconfiguración, en el que recortan espacios y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo particular. La estética tiene su política propia que no coincide con la estética de la política más que en forma de compromiso precario. No hay arte sin una determinada división de lo sensible que lo liga a una determinada forma de política (la estética es esa división). La tensión de las dos políticas amenaza el régimen estético del arte, pero a la vez es lo que le hace funcionar.”[35] La literatura puede momentáneamente colaborar en la conformación política de un cuerpo social, pero la escritura — en su régimen estético, esto es, tal como la practicamos, la leemos y la pensamos hoy — tiende a producir una desincorporación en relación a las identificaciones imaginarias disponibles, tiende a interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial y, a partir de esta, la percepción ordinaria de la división de lo sensible (y sus coordenadas políticas). Toda la política de la poética contemporánea no puede ser para Rancière sino una política del disenso (a riesgo de anularse como poética), y no por las intenciones que proyectamos sobre la literatura, sino por la forma en la cual — en nuestros días — vemos, hacemos y pensamos el arte.

Las tentativas de pensar las relaciones entre estética y política no se limitan a los dos casos que

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Las tentativas de pensar las relaciones entre estética y política no se limitan a los dos casos que mencionamos (ni esos casos desconocen problemas de orden teórico y práctico). Como decía Blanchot, la respuesta auténtica es siempre la vida de la pregunta, y esta es una pregunta que nos inquieta y nos inquietará quizá por mucho tiempo. No toda obra redefine el arte, de la misma forma que no todo nacimiento recrea el mundo, pero insiste en esos dos acontecimiento seminales la esperanza de otro mundo posible, de otro hombre, del devenir (menor) de la conciencia.

[1] “La chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres. / Fuir! là-bas fuir! Je sens que des oiseaux sont ivres / D’être parmi l’écume inconnue et les cieux! / Rien, ni les vieux jardins reflétés par les yeux / Ne retiendra ce coeur qui dans la mer se trempe / O nuits! ni la clarté déserte de ma lampe / Sur le vide papier que la blancheur défend / Et ni la jeune femme allaitant son enfant. / Je partirai! Steamer balançant ta mâture, / Lève l’ancre pour une exotique nature! / Un Ennui, désolé par les cruels espoirs, / Croit encore à l’adieu suprême des mouchoirs! / Et, peut-être, les mâts, invitant les orages / Sont-ils de ceux qu’un vent penche sur les naufrages / Perdus, sans mâts, sans mâts, ni fertiles îlots… / Mais, ô mon coeur, entends le chant des matelots!!” (Stéphane Mallarmé, “Brise marine”, 1887) [2] Las mismas contradicciones que inspiraban esas fantasías, por otra parte, daban lugar en la misma época a otra utopía, esta vez inmanente y materialista, que afirmaba que el mundo estaba por ver, pensar y hacer en todas partes y en todo momento. [3] Sobre la fundación ficcional de América, cf. Todorov, “Fictions et vérités”, L’Homme, Volume 29, Numéro 111 , Paris, 1989, pp. 7-33; cf. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 71: “América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea universal que, casi milagrosamente, encama y se afinca en una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior”; cf. Dieter Richter, El sur. Historia de un punto cardinal. Un recorrido cultural a través del arte, la literatura y la religión, traducción castellana de María Condor , Madrid, Ediciones Siruela, 2011, p. 30: “Con el descubrimiento de América, el ‘Nuevo Mundo’, Occidente se convierte en tierra verdadera de promisión. (…) La clave más importante de este occidente será el oro. La idea de El Dorado (una leyenda india que llegó a oídos de los españoles en el siglo XVI), dio alas a la fantasía y a la codicia de los europeos. Occidente pasará a ser — desde las expediciones de los conquistadores del siglo XVI hasta la ‘quimera del oro’ californiana en la época posterior a 1848 — el punto cardinal de los buscadores de tesoros. (…) Pero Occidente se convierte en terra promisionis también en sentido político. Durante siglos, América constituirá la meta de innumerables emigrantes que, abandonando las estrechas y opresivas condiciones europeas, buscaban en el ‘dorado Occidente’ libertad individual, independencia, felicidad y riqueza o bien — como los padres peregrinos, los cuáqueros y muchos otros grupos — querían hacer realidad con la fundación de nuevas comunidades un orden social ideal.” [4] Para una visión más apurada de la cuestión de la ficción en la América colonial, cf. Antonio Antelo, “Literatura y sociedad en la América Española del siglo XVI: Notas para su estudio”, in: Thesaurus, tomo XXVIII, nº 2, 1973. Como era de esperar, y a pesar de la repetición de las bulas, los documentos sobrevivientes de la época registran una animada circulación de novelas prohibidas, demostrando que la censura de la corona nunca conseguirá instaurarse totalmente; cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, traducción castellana de José Leandro Urbina y Ángela Pérez, FCE, Bogotá, 2004, p. 27. http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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[5] España aspiraba a controlar totalmente la vida en las colonias americanas, y pretendía por tanto asegurarse el monopolio de la ficción. Es difícil de comprender, con todo, que buscara someter la literatura a una forma tan sistemática de la censura. Lo cierto es que si el poder pretende, por un lado, someter o expulsar la ficción (pienso en la expulsión de los poetas de la ciudad platónica, que inaugura esa historia de exilio que se extiende tristemente hasta nuestros días), por otro lado, el poder también busca apropiarse de la potencia de la ficción para sus propios fines (pienso, también, en este sentido, que en la República de Platón funda la división del trabajo en una ficción: el de la implantación del oro, la plata, el bronce y el hierro en el alma de los hombres). La asociación inmediata, claro, es 1984, de George Orwell: “Quien domina el presente, domina el pasado. Quien domina el pasado, domina el futuro.” Cf. Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Alfaguara, 2002, pp. 15-16. [6] Se trata de la novela de José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo sarniento, publicada en México, en 1816. [7] La interpretación que Mitre hace de Schiller puede ser puesta en causa, pero ciertamente Mitre afecta su influencia, llegando a utilizar, en el Prólogo, las categorías de hombre moral y hombre fisiológico. [8] “Es por esto que quisiéramos que la novela echase profundas raíces en el suelo virgen de la América. El pueblo ignora su historia, sus costumbres apenas formadas no han sido filosóficamente estudiadas, y las ideas y sentimientos modificadas por el modo de ser político y social no han sido presentadas bajo formas vivas y animadas copiadas de la sociedad en que vivimos. La novela popularizaría nuestra historia echando mano de los sucesos de la conquista, de la época colonial, y de los recuerdos de la guerra de la independencia. Como Cooper en su Puritano y el Espía, pintaría las costumbres originales y desconocidas de los diversos pueblos de este continente, que tanto se prestan a ser poetizadas, y haría conocer nuestras sociedades tan profundamente agitadas por la desgracia, con tantos vicios y tan grandes virtudes, representándolas en el momento de su transformación, cuando la crisálida se transforma en brillante mariposa. Todo esto haría la novela, y es la única forma bajo la cual puedan presentarse estos diversos cuadros tan llenos de ricos colores y movimiento.” (Bartolomé Mitre, Soledad, Buenos Aires, Tor, 1952). [9] De este modo, en América, las novelas, de la misma forma que las constituciones y los códigos civiles, venían a legislar sobre las costumbres modernas. La literatura proveía una especie de “código civilizador”, que tenía por objeto erradicar la barbarie, y de una forma tan cierta como los códigos civiles promulgados muchas veces por los mismos autores; cf. Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y Política en el siglo XIX, México, FCE, 1989. [10]

José Mármol, Amalia, Madrid, Cátedra, 2000.

[11] Mientras que, por ejemplo, en Francia las novelas de Balzac exponían las tensiones y las brechas de la familia burguesa, los americanos intentaban reparar esas fisuras, proyectando historias idealizadas que apuntaban, ya al pasado (en cuanto espacio de legitimación), ya al futuro (en cuanto meta nacional). [12]

Cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, pp. 41-65.

[13] Frederic Jameson, “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism”, Social Text, nº 15, 1986. http://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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[14] No se trata apenas de una forma arcaica de funcionamiento. La literatura, el cine, la televisión, conocieron siempre y siguen conociendo un valor substitutivo similar, siempre más o menos polarizado por las apuestas del poder. Tampoco se trata de un fenómeno meramente local, una deformación tercer-mundista del arte (atribuible, por ejemplo, a un hipotético populismo latinoamericanos). En los Estados Unidos, por ejemplo, Robert Burgoyne retoma el tema de las ficciones dominantes en tanto imágenes de consenso social y su papel central en la construcción de una identidad nacional por parte del cine norte-americano del tipo The birth of a nation. Fabulación nacionalista que opera “desde arriba” (esto es, propiciada o dirigida por los poderes instituidos), y para el cual el cine clásico habría construido una mediación fundamental, creando una imagen de la sociedad inmediatamente accesible a todas las clases. [15] Borges sería uno de los primeros en señalar la impostura de los mitos de la fundación (“Fundación mítica de Buenos Aires”), reconociendo (críticamente) la superioridad de la potencia política de la poesía sobre el espíritu de las leyes (Evaristo Carriego). Cf. Jorge Luis Borges, Obras Completas, Barcelona, Emecé Editores, 1989. [16] Cf. Lelia Madrid, La fundación mitológica de América Latina, Madrid, Espiral Hispano Americana, 1989, p. 8. [17] Cf. Roberto González Echeverría, Alejo Carpentier: The pilgrim at Home, Cornell University Press, New York, 1977, p. 28. [18]

Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires, Sudamericana, 1983.

[19] Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1967. Cf. Doris Sommer, Ficciones fundacionales, p. 45. [20]

Alejo Carpentier, El siglo de las luces, Barcelona, Seix Barral, 1985.

[21] Al fin, buscando expiar la culpa o conquistar la redención, Sofía viaja a Madrid, donde se hace matar (corajosamente, desesperadamente) en un levantamiento popular contra Napoleón. [22] La proximidad de Carpentier a la Revolución Cubana (1959) y la fecha de publicación de El siglo de las luces (1962), pueden transmitir la idea de que Carpentier escribe su libre en la senda de la revolución y que su crítica de la narrativa da la revolución francesa es solidaria de ese acontecimiento, pero la verdad es que Carpentier declaró haber terminado de escribir el libro en 1958. [23] 1981.

Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, Buenos Aires, Sudamericana – Planeta,

[24] En ese sentido, Vargas Llosa no se limita a conducir su genealogía hasta el momento de la conquista, sino que reconoce, en los propios “pueblos originarios” (concretamente, en los Incas), el mismo mecanismo mistificador de ficcionalización total de la realidad. (Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Alfaguara, 2002, pp. 25-28) Históricamente fiel o no, la proposición de Vargas Llosa es un principio de interpretación: toda ficción fundacional es la apropiación violenta de una ficción anterior, no siendo posible, por un ejercicio de regresión, dar con ninguna palabra verdadera (el mito es un mito, dirá Jean-Luc Nancy); luego, no hay comunidad originaria, apenas ficciones de la comunidad. [25]

Augusto Roa Bastos, Yo, el Supremo, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.

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[26]

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Ricardo Piglia, Respiración artificial, Buenos Aires, Sudamericana, 1988.

[27] “’Qué estructura tienen esas fuerzas ficticias?’: tal vez ese sea el centro de la reflexión política de cualquier escritor.” (Ricardo Piglia, Crítica y ficción, Buenos Aires, Seix Barral, 2000, p. 43) [28] Cf. Prólogo de Juan José Saer in: Antonio Di Benedetto, Zama, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000. [29]

Antonio Di Benedetto, Zama, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000, pp. 171-172.

[30] 2000.

Mario Benedetti, “El sur también existe”, Preguntas al azar, Buenos Aires, Sudamericana,

[31] Los productos de la ficción son particulares y arbitrarios, pero la facultad de producir ficciones es universal y necesaria. [32]

Deleuze-Guattari, Kafka: Pour une litterature mineur, Paris, Minuit, 1975, pp. 147-152.

[33]

Gilles Deleuze, Critique et clinique, Paris, Minuit, 1993, p. 148.

[34] Cf. Jacques Rancière, A partilha do sensível: estética e política, traducción portuguesa de Mônica Costa Netto, São Paulo, Ed. 34, 2005, pp. 15-26. [35] Jacques Rancière, Sobre políticas estéticas, traducción castellana de Manuel Arranz, Barcelona, Servei de Publicacions de la Universitat Autónoma de Barcelona , 2005, p. 33 ; cf. p. 51: “El régimen estético del arte implica en sí mismo una determinada política, una determinada reconfiguración de la división de lo sensible. Esta política se escinde originalmente ella misma, como he intentado demostrar, en las políticas alternativas del devenir-mundo del arte y de la retirada de la forma artística rebelde, sin perjuicio de que los opuestos se recompongan de diversas maneras para constituir las formas y las metamorfosis del arte crítico.” [36] Deleuze-Guattari, Kafka: Pour une litterature mineur, Paris, Minuit, 1975, pp. 147-152. [37] Gilles Deleuze, Critique et clinique, Paris, Minuit, 1993, p. 148. [38] Cf. Jacques Rancière, A partilha do sensível: estética e política, traducción portuguesa de Mônica Costa Netto, São Paulo, Ed. 34, 2005, pp. 15-26. [39] Jacques Rancière, Sobre políticas estéticas, traducción castellana de Manuel Arranz, Barcelona, Servei de Publicacions de la Universitat Autónoma de Barcelona , 2005, p. 33 ; cf. p. 51: “El régimen estético del arte implica en sí mismo una determinada política, una determinada reconfiguración de la división de lo sensible. Esta política se escinde originalmente ella misma, como he intentado demostrar, en las políticas alternativas del devenir-mundo del arte y de la retirada de la forma artística rebelde, sin perjuicio de que los opuestos se recompongan de diversas maneras para constituir las formas y las metamorfosis del arte crítico.” Tags: América Latina (http://devenir-menor.com/tag/america-latina/), devenir menor (http://devenir-menor.com/tag/devenir-menor/), diferencia (http://devenirmenor.com/tag/diferencia/), Eduardo Pellejero (http://devenir-menor.com/tag/eduardo-pellejero/), Ficción (http://devenir-menor.com/tag/ficcion/), identidad (http://devenirhttp://devenir-menor.com/2013/04/19/eduardo-pellejero-o-sul-tambem-nao-existe-a-arquitectura-ficcional-da-ibero-america-2/

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