“El sueño afrancesado: imaginar la América española como periferia del Imperio napoleónico”, en P. Díaz, P. Martínez Lillo y Á. Soto (eds.): El poder de la Historia. Huella y legado de Javier Donézar Díez de Ulzurrun, Madrid, Ediciones UAM, 2014, vol. I, pp. 181-196

July 26, 2017 | Autor: Juan Pro Ruiz | Categoría: Historia De América Latina, Historia Contemporánea de España, Contrafactum, Afrancesados
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Descripción

El sueño afrancesado: imaginar la América española como periferia del Imperio napoleónico* Juan Pro Universidad Autónoma de Madrid

“Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan” (J.L. Borges: El jardín de los senderos que se bifurcan, 1941)

En 1808 la invasión de la Península Ibérica por el ejército de Napoleón y la sustitución de la dinastía borbónica en el trono español por la propia dinastía del emperador francés, en la persona de su hermano, José Bonaparte, abrió un periodo de incertidumbre para el futuro de la Monarquía española, que se prolongaría durante decenios. Esa incertidumbre venía de la dificultad que encontró la nueva dinastía para hacer reconocer su legitimidad, tanto en la Península como en los dominios americanos sobre los que, teóricamente, reinaba José Bonaparte según las abdicaciones de Bayona. El futuro de su reinado, tanto a un lado como a otro del Atlántico, dependía de la suerte de la guerra que Napoleón había emprendido para asegurar su hegemonía en Europa: una guerra cambiante, pero marcada por la superioridad militar que Francia había demostrado frente a todas las potencias rivales desde 1792. La mayor parte de los contemporáneos daban por supuesta esa superioridad y consideraban inevitable un triunfo militar de Francia en tierras europeas, un triunfo al que sólo se oponía como último baluarte la resistencia de Gran Bretaña, basada en su capacidad financiera y en el control que ejercía sobre los mares desde que acabara con la flota franco-española en la batalla de Trafalgar (1805). Es importante tener en cuenta * Este texto se enmarca en el proyecto de investigación HAR2012-32713 del Plan Nacional de I+D+i de la Dirección General de Investigación Científica y Técnica, sobre: Imaginarios de Estado: modelos, utopías y distopías en la construcción del Estado-nación español en perspectiva comparada (siglos XVIII-XX), así como en la red temática Historia de las culturas políticas y de las identidades contemporáneas (Acción complementaria HAR2010-12369-E/HIST), de la que dicho proyecto forma parte. Una versión provisional del mismo fue discutida en el III Congreso Ciencias, Tecnologías y Culturas. Diálogo entre las disciplinas del conocimiento. Mirando al futuro de América Latina y el Caribe, Internacional del Conocimiento, Universidad de Santiago de Chile, en enero de 2013. 1

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lo evidente que resultaba aquel balance de fuerzas a la altura de 1808-1810: el fatalismo ante la inevitabilidad de un triunfo francés en el continente europeo fue una razón decisiva para que gran parte de las elites peninsulares decidieran aceptar a la nueva dinastía y colaborar con ella como una forma de minimizar el daño para España y de convertirla en aliada del vencedor para cuando llegara el momento de la paz1. Sin embargo, desde la América española la situación era distinta, porque el dato fundamental a tener en cuenta era la superioridad naval y financiera de Gran Bretaña, que impediría a los Bonaparte hacerse con el control de esta parte de su imperio, por lo que tenía poco sentido apostar por el rey José. Para las elites americanas la opción era apoyar al gobierno de los patriotas españoles que se habían declarado en rebeldía bajo la protección de Inglaterra, o bien apoyar los movimientos independentistas que, también apoyados de forma más o menos directa por los ingleses, empezarían inmediatamente a proliferar por tierras americanas. Estaba claro, en cualquier caso, que lo sustancial de la guerra era la lucha que se había iniciado por la hegemonía mundial entre Francia y Gran Bretaña, una lucha de la cual sólo eran escenarios parciales la pugna por el control de la España peninsular y de sus colonias americanas, o la lucha paralela por el domino militar de la Europa continental. A diferencia de los contemporáneos, los historiadores posteriores han dado por supuesto el final de la contienda, como si la derrota de Napoleón estuviera escrita desde el comienzo; y como si, por tanto, también estuviera predefinida de manera inevitable la fragmentación de la Monarquía española y la independencia de sus dominios continentales en América. Al suponer inevitable el resultado que finalmente conocemos, los historiadores han tendido, además, a minusvalorar el proyecto político que sustentaban los Bonaparte en Francia y en España, visto como poco más que una quimera inviable: inviable en España, pero mucho más en América. Al considerar el proyecto bonapartista como un capítulo cerrado en sí mismo y sin posibilidad de éxito, se ha dado poca relevancia al contenido de dicho proyecto, considerando que no era más que una cuestión de poder entre Francia y Gran Bretaña, o entre sus respectivos aliados en España y en América, sin atender a que cada bando planteaba modelos diferentes para el futuro. Es más: se ha eliminado del panorama de las culturas políticas en presencia durante la época de las revoluciones una de ellas, claramente diferenciada tanto del realismo tradicionalista como del liberalismo revolucionario y del independentismo criollo: pues detrás del programa de gobierno de los partidarios de José Bonaparte había toda una cultura política que ofrecía una visión 1 El argumento de la superioridad militar incontestable de Francia como justificación del apoyo prestado a José Bonaparte como rey de España aparece en gran parte de la publicística de los afrancesados de la época y en las memorias que algunos de ellos redactaron a posteriori. Por ejemplo, en Azanza y O’Farrill (1815), un texto especialmente relevante, porque constituye la memoria a dos voces de quien fue Ministro de Indias del Gobierno de José I (Azanza) y su ministro de la Guerra (O’Farrill), quien además de ser americano –de Cuba– era un militar experimentado.

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del mundo, un lenguaje y una forma de pensar tanto el pasado como el futuro de la Monarquía española y de sus reinos americanos. Y, peor aún que eso, se ha adoptado una visión del periodo demasiado cerrada, que no toma en cuenta lo abiertas que estaban todas las cuestiones, no sólo el resultado militar de la contienda, sino también las opciones políticas posibles, el nuevo orden económico, las consecuencias sociales y culturales de aquella época convulsa. El periodo 1808-1824 fue extraordinariamente fluido: la quiebra del Antiguo Régimen y, en particular, de la Monarquía borbónica en España, había producido un vacío de poder en el que proliferaban ideas, proyectos, movimientos, alianzas y conflictos de los que nadie podía asegurar cuál sería el resultado final. Al reconsiderar la relevancia del proyecto que sostuvieron los llamados afrancesados nos damos la oportunidad de restituir a la época de la independencia su carácter genuino de un momento histórico abierto, lleno de incertidumbre y de posibilidades que pudieron haberse decantado en una dirección diferente de la que finalmente se impuso. Tengamos en cuenta cuántas limitaciones nos imponemos los historiadores cuando empezamos por llamar a aquellos años “la época de la independencia”, denominando a aquel periodo con el nombre de su resultado final, que los contemporáneos no conocían y que ni siquiera fue la principal opción en juego durante los primeros años del proceso. Un ejercicio de ucronía2

Bastaría con que una batalla en Europa –digamos la de Leipzig en 1813 o la de Waterloo en 1815, por ejemplo– hubiera terminado de modo diferente, con una victoria francesa, para que muchas otras cosas hubieran cambiado también y hubieran sido diferentes no sólo el siglo XIX y el XX, sino nuestro mundo actual: también en América Latina. Y ya sabemos la importancia crucial que puede tener un pequeño detalle, o el simple azar, para determinar el curso de una batalla y, con ella, tal vez el de toda una guerra3. Si Napoleón hubiera obtenido una victoria decisiva sobre la coalición de sus 2 El método de los contrafactuales (o ucronías) en Historia ha sido defendido modernamente por Ferguson (1998), aunque contaba con ilustres precedentes desde Renouvier (1876). En España se ha hecho un compendio de este tipo de ejercicios en Townson (2004), pero no contempla el caso que aquí se desarrolla. El ejercicio de suponer lo que hubiera pasado si Napoleón hubiera ganado la guerra contra sus enemigos cuenta con un precedente remoto en la novela de Geoffroy (1836). 3 Basadre (1973). Los historiadores militares han desarrollado en multitud de trabajos esta presencia del azar y de las probabilidades, ya presente en Clausewitz (1832): “Ninguna actividad humana guarda una relación más universal y constante con el azar como la guerra. El azar, juntamente con lo accidental y la buena suerte, desempeña un gran papel en la guerra”; por ejemplo, en Parker (1998), refiriéndose a las contingencias que hicieron fracasar el proyecto español de invasión de Inglaterra en 1588 y, como consecuencia, toda la “gran estrategia” de poder mundial de los Habsburgo.

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adversarios entre 1813 y 1815, o si en 1812 hubiera alcanzado un acuerdo estable con el zar que hubiese hecho innecesaria la campaña de Rusia, o si el bloqueo continental hubiera forzado al Gobierno británico a buscar un entendimiento con Francia… Cualquiera de esas hipótesis, que tuvieron ciertas probabilidades de hacerse realidad, hubiera determinado un futuro distinto. Desde esa perspectiva, de imaginar que Napoleón hubiera consolidado su hegemonía militar en Europa y hubiera tenido las manos libres para reorganizar el viejo continente, cabe suponer que José I se habría consolidado también como rey de España y de las Indias, heredando de Fernando VII la legitimidad como monarca católico. Un monarca constitucional porque, no lo olvidemos, desde 1808 reinaba con sujeción a la primera Constitución escrita de la historia de España, que fue la Constitución de Bayona. Y en ella se establecía con toda claridad la inclusión en la Monarquía de los reinos y provincias españolas de América y Asia (capítulo Xº). Es difícil imaginar qué habría sido de América, cuyo destino, obviamente, no dependía exclusivamente del resultado de la guerra en Europa, sino que desde 1808 había iniciado una dinámica propia, en la que eran factores decisivos los movimientos políticos y los intereses sociales surgidos en la propia América, por más que ocasionalmente se alinearan, bien con el apoyo británico, bien con la legitimidad de la Monarquía borbónica o de la Constitución de Cádiz. Pero, con una Gran Bretaña derrotada o resignada al pacto con Napoleón, y con una Francia hegemónica que, tras la paz en Europa, habría tenido disponibles fuerzas militares enormes para apoyar la reconquista de los dominios americanos de José y prolongar la dominación colonial española en América por espacio de algunos decenios. Un programa de gobierno

El ejercicio de historia contrafactual que estamos proponiendo –imaginar cómo hubiera sido la contemporaneidad de América Latina si hacia 1814 se hubiera afirmado en Europa la hegemonía de Francia– nos obliga a prestar atención al contenido del proyecto que Napoleón y José trajeron a España y a los reinos americanos de la Monarquía española: en las acciones que su Gobierno realizó allí donde tuvo tiempo y ocasión; en el plantel de intelectuales y profesionales de primera fila que se vincularon a la monarquía josefina, convencidos de que se trataba de una oportunidad histórica para lograr por fin implantar las reformas pendientes que la Monarquía borbónica no había sido capaz de sacar adelante desde los lejanos tiempos de Carlos III. Elevando aquel reinado a la categoría de referente mítico, este grupo de partidarios del rey José –a los que se llamó afrancesados para resaltar su estigma de vinculación a lo extranjero– lanzaron un programa político tan ambicioso que admite la comparación con el programa revolucionario que, poco después, iniciarían en las Cortes de Cádiz los partidarios del regreso de Fernando VII. Aún más: en algunos aspectos el

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programa de los liberales gaditanos se limitó a copiar medidas que ya había lanzado el gobierno afrancesado (pensemos en la desamortización eclesiástica, la abolición de la Inquisición, el desarrollo de la Instrucción Pública o la propia promulgación de una Constitución escrita); y en otros puntos, incluso puede sostenerse que los afrancesados fueron más allá que las Cortes de Cádiz (como en la separación Iglesia-Estado o en la unidad de fuero de todo el territorio nacional).4 ¿En qué consistía aquel proyecto afrancesado? De entrada, planteaba toda una serie de reformas inmediatas, que constituían una amalgama entre viejas reivindicaciones del reformismo ilustrado y traslaciones de las medidas más importantes desarrolladas en Francia desde el comienzo de la Revolución hasta el Imperio napoleónico. Conocemos en gran parte la orientación de aquel programa por sus primeros intentos de aplicación en la España peninsular entre 1808 y 1813, en los territorios que el Gobierno de José consiguió mantener bajo su control, aunque fuera en un contexto de guerra; y podemos suponer que, una vez liquidada la guerra civil y concluido el enfrentamiento con Gran Bretaña, se hubieran trasladado a la parte americana de la Monarquía medidas muy similares. Eran reformas como la abolición de la Inquisición5 y de la tortura (art. 133 de la Constitución de Bayona); o como la desamortización eclesiástica, empezando por la extinción de las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes.6 Se unificó el territorio nacional a todos los efectos, eliminando las aduanas interiores (art. 116), configurando el conjunto del imperio como una zona de libre comercio (art. 89) e implantando una división racional del territorio en prefecturas.7 Además, la Constitución de 1808 definió por primera vez en España las instituciones de la monarquía constitucional, como unas “Cortes o Juntas de la nación” con diputados electivos, un Senado, la responsabilidad de los ministros, la distinción entre el patrimonio real y el patrimonio del Estado, la existencia de un presupuesto de ingresos y gastos del Estado (art. 82), el control regular de las cuentas públicas por las Cortes (art.84), la independencia de los jueces (art. 97) y la legalización del sistema de “pluralidad de votos” para la toma de decisiones en órganos colegiados como las Cortes. El nuevo régimen proclamó la igualdad ante la ley, abolió los mayorazgos y vinculaciones (arts. 135-139), estableció el principio de mérito en el acceso a empleos públicos (art. 140), decretó la libertad de imprenta (arts. 145 y 45), la inviolabilidad del domicilio (art. 126), la igualdad ante el impuesto, la prohibición de las detenciones arbitrarias (arts. 127-132) y un conjunto de garantías para todos estos derechos y libertades individuales (p.ej., la garantía del Senado sobre la libertad de imprenta y la legalidad de las detenciones). 4 La historia del reinado de José I y los contenidos de su proyecto político pueden verse en las obras de Artola (2008), Juretschke (1966), Mercader (1983) y López Tabar (2001). 5 Decreto Imperial del 4 de diciembre de 1808, firmado en Chamartín. 6 R.D. de 18 de agosto de 1809 (Prontuario…, 1810-1812, t. I, pp. 303-305). 7 R.D. de 17 de abril de 1810 (Prontuario…, 1810-1812, t. II, pp. 56-132).

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Por último, el Gobierno afrancesado puso en marcha un conjunto de reformas que debían materializarse a más largo plazo, pero cuyo objetivo quedó fijado desde el comienzo, como la posibilidad del juicio por jurados (art. 106), la codificación del derecho civil y penal (arts. 82, 96 y 113), la implantación de un único “sistema de contribuciones” para toda la nación, tanto en la península como en las colonias (art. 117), la articulación de las monedas y los impuestos en un único un sistema monetario y un único sistema tributario coherentes (art. 82), el desarrollo de un plan general de instrucción pública y la unidad de fuero del país, eliminando toda clase de privilegios, jurisdicciones especiales y fueros territoriales (arts. 96, 98 y 144). Todo esto sería lo que se habría hecho, de entrada, en la américa española, si hubiera llegado a estar alguna vez bajo el gobierno de José I: nada menos que la creación de un mercado único en todo el Imperio, un sistema parlamentario, un Estado de derecho con igualdad ante la Ley, libertad de prensa y garantías judiciales. La creación del Estado josefino introdujo súbitamente tal cantidad de reformas en el aparato de la vieja Monarquía que ha de ser considerada, sin duda, como un cambio revolucionario en el fondo, aunque su realización se planteara con un estilo gradual y reformista en la forma. Los antiguos e inoperantes Consejos fueron abolidos –incluyendo el Consejo de Indias–, acabando así con el modelo de monarquía jurisdiccional; en su lugar, se impulsó el desarrollo del aparato administrativo del Estado y la presencia de sus representantes en todo el territorio, implantando un nuevo tipo de Estado administrativo y ejecutivo, organizado en torno a los Ministerios, que fueron ampliados en número y reforzados en competencias. En este Gobierno reforzado, que aparece por primera vez como articulador de la Administración pública y ejecutor de un programa político de transformación global del país, figuraba un Ministerio de lo Interior al que se atribuía la responsabilidad de impulsar el progreso de la economía, la educación, la ciencia y la cultura; y un Ministerio de Policía general, que debía garantizar el orden público como garantía de ese progreso. Una cultura política8

El programa de gobierno afrancesado era un programa de modernización acelerada desde arriba, que habría hecho entrar a América Latina en la modernidad por esta vía. Un proyecto de modernización, que debía ser autoritaria en la medida en que los afrancesados pensaban que el programa de reformas urgentes que proponían no sería aceptado sin resistencia por un país atrasado, fanatizado por el clero católico, embrutecido por siglos de absolutismo borbónico y al que, por tanto, había que civilizar con instrucción, administración y policía. La idea de imponer la civilización en un territorio bárbaro, tan querida de los reformadores americanos de las décadas centrales del XIX, hubiera recibi8 He analizado la cultura política subyacente al proyecto afrancesado en Pro (2008, 2010 y 2012).

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do un fuerte impulso, no ya de los estados nacionales independientes, sino de este nuevo imperio colonial español con un monarca Bonaparte a la cabeza. Los afrancesados no pertenecían a las clases populares: procedían, en todos los casos, de elites sociales conscientes de la distancia que las separaba de una masa popular a la que despreciaban tanto como temían. Su proyecto modernizador era un proyecto de civilización, que pretendía llevar hasta esas masas incultas y supersticiosas las luces de la razón y del conocimiento. Y, necesariamente, civilizar a las masas exigía un poder fuerte, capaz de imponer en beneficio del pueblo aquellas medidas que el pueblo no estaba en condiciones de comprender. Había que imponer las luces y anticiparse a toda posibilidad de resistencia o de revuelta. No podía volver a pasar lo mismo que en 1766, cuando el programa reformista de Carlos III fue detenido por un conjunto de motines instigados por los sectores más reaccionarios del clero. Había que crear un entramado de instituciones que diera al nuevo Estado la capacidad de transformación de la sociedad de la que había carecido la Monarquía del siglo XVIII, superando así las limitaciones del despotismo ilustrado. Se trataba, por lo tanto, de un proyecto de modernización; pero de modernización autoritaria. Y se trataba, al mismo tiempo, de un proyecto de civilización en el que se requería el auxilio de una nación próspera e ilustrada, como era Francia, para sacar de su atraso a pueblos bárbaros, como eran los de España y sus dominios americanos. En ese sentido, el proyecto era imperial. Ese programa era el que resultaba de una lectura sistemática de los textos de los philosophes de la Ilustración, del aprendizaje del derecho natural y de gentes, y de la “lección histórica” que para estas elites intelectuales cabía extraer de la Revolución francesa. Por tanto, la cultura política que los afrancesados ofrecían como “tercera vía” en la época de confrontación entre revolucionarios y realistas era una versión moderada del legado de la Revolución francesa, en cuanto tenía de racionalizadora y estatista, pero limitando aspectos cruciales de la misma, como la participación política o las transformaciones sociales, en un intento de evitar la deriva radical que experimentó la Francia revolucionaria durante la época del Terror. Como antídoto contra tales “excesos”, los afrancesados retomaban fórmulas reformistas del despotismo ilustrado y recurrían a la fórmula autoritaria que encarnaba el propio Napoleón Bonaparte. El bonapartismo en América, en la práctica9

El interés de Napoleón por la América española era notorio. Desde 1802 venía manifestando ambiciones territoriales, especialmente hacia los territorios del Caribe y el Golfo de México desde los que pretendía poner freno al expansionismo británico10. En 1808, antes incluso de las abdicaciones de Bayona, Napoleón empezó a enviar 9 En este apartado sigo a Artola (1949). 10 En 1802 había ofrecido el Ducado de Parma a Carlos IV a cambio de la costa norte del Golfo de México, en 1802 (Villanueva, 1912, p. 114). Y hay constancia de los planes para instalarse en Venezuela (Informe del agente De Pons, de 16 de mayo de 1806, en Parra-Pérez, 1939, pp. 27-38).

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agentes franceses a Hispanoamérica para ganarse a la opinión de estos territorios. Tras la invasión de la Península, puso especial cuidado en que las abdicaciones de Bayona reflejaran que la transferencia de la Corona española a la dinastía Bonaparte incluía sus dominios americanos. Y así quedó recogido en la Constitución de 1808, que declaraba a José I “Rey de las Españas y de las Indias”. Se dio a los reinos de Indias representación en los órganos más destacados del nuevo régimen, como el Consejo de Estado (art. 55) y las Cortes (art. 54.1º); se creó un sistema de diputados para que los intereses de los diferentes reinos y provincias de ultramar estuvieran representados directamente ante la Corte de Madrid (art. 91 a 93). Y, sobre todo, se dedicó un capítulo entero de la Constitución, el Xº, a regular los “Reinos y provincias españolas de América y Asia”. Allí se estableció que “los reinos y provincias de América y Asia gozarán de los mismos derechos que la metrópoli” (art. 87), anticipándose en cuatro años a lo que en ocasiones ha sido visto como una originalidad de la Constitución de Cádiz, es decir, la inclusión de los territorios ultramarinos en la nación en pie de igualdad. También se extendía a América la libertad de industria (art. 88), pero no la de comercio, que tampoco existía en la Península ni en ningún otro lugar del sistema imperial napoleónico mientras duró el bloqueo contra Inglaterra: sería libre el comercio entre la Península y los reinos de América, así como el comercio de éstos entre sí, pero no con terceros países (arts. 89 y 90). Se eliminaron las aduanas interiores en toda la Monarquía (art. 116). La unificación jurídico-política del espacio de la Monarquía iba, de hecho, más allá que en la Constitución de Cádiz, ya que se constitucionalizó la existencia de un único Código de Comercio que regulara la vida de los negocios en la Península y en Indias (art. 113). Era toda una nueva concepción de la relación entre la Península y los rei­nos americanos que, sin duda, respondía a la voluntad, compartida por los Bonaparte y por sus colaboradores españoles, de conservar unidas ambas partes de lo que hasta entonces había sido la Monarquía española. Se esperaba que este nuevo pacto resultase atractivo para las elites criollas y las llevara a aceptar a la nueva dinastía instalada en el Trono español, con la consiguiente extensión de la influencia francesa hasta América. Sin embargo, en la América española fueron mal recibidos tanto los emisarios de Napoleón como los que mandó el gobierno afrancesado de José I: ninguna de las dos versiones del proyecto bonapartista contó apenas con aceptación entre las elites hispanoamericanas. La estrategia para hacer realidad esa soñada extensión del poder imperial francés hasta la América española comenzó con una campaña de propaganda hacia aquellos reinos, campaña que dirigió el propio Napoleón entre marzo de 1808 y marzo de 1809. Siguiendo órdenes directas del Emperador, se enviaron comisionados a Montevideo, Buenos Aires, La Habana, Puerto Rico, Portobello, México, Venezuela, Nueva Granada y Florida. Se trataba de comunicar el cambio de di­nastía, presentar con las mejores garantías la nueva situación y solicitar –puesto que por entonces no se estaba en con-

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diciones de exigir– la adhesión explícita de las autoridades españolas de América, a las que se confirmaba en sus cargos siempre que prestaran juramento de fidelidad al nuevo Rey. Napoleón se permitió incluso nombrar por su cuenta gobernantes para algunos reinos de América en los que no confiaba en la lealtad de los que había: así lo hizo al nombrar al general Gregorio de la Cuesta virrey de México y al brigadier Vicente de Emparán comandante de la provincia de Caracas.11 En otros lugares no necesitó hacerlo, como en el Río de la Plata, donde contaba con que el virrey Liniers le prestara todo su apoyo, dado su origen francés. Pero ni uno solo de los comisionados que Napoleón envió a América logró su propósito. El teniente Paul de Lamanon, por ejemplo, fue recibido en Caracas con gritos de ¡Viva Fernando VII! y ¡Muera Napoleón!, tuvo que huir del alboroto provocado, y fue interceptado y detenido por la Armada inglesa. La correspondencia enviada a México en dos barcos franceses sucesivos, fue las dos veces quemada por el virrey Iturrigaray. El general Octaviano d’Alvimar, que mandaba una de estas expediciones a México, fue detenido y enviado preso a Cádiz. Incluso Liniers evitó comprometerse del todo ante el enviado de Napoleón, el marqués de Sassenay, dando muestras de aprecio a los emisarios franceses en privado, pero no en público, pues se limitó a lanzar una proclama en la que pedía a los habitantes de Buenos Aires que fueran prudentes y que, como ya hicieron durante la Guerra de Sucesión un siglo antes, esperaran a ver cuál era el desenlace de la guerra en la Península para tomar partido por una u otra dinastía.12 Napoleón comprendió entonces que no podía esperar la adhesión pacífica de las elites criollas de América, y que tampoco tenía medios para imponerles la sumisión por la fuerza. Temiendo que aquella situación acabara beneficiando a Inglaterra, como patrocinadora de la causa independentista contra España, Napoleón se adelantó y se proclamó públicamente partidario de la independencia de las antiguas colonias españolas de América, mediante un discurso ante el Cuerpo Legislativo francés el 12 de diciembre de 1809. Decía en él que la independencia de la América española estaba “en el orden necesario de los sucesos, en la justicia y en el bien entendido interés de todas las potencias” y que ayudaría a proclamarla siempre que las nuevas naciones mantuvieran sus mercados cerrados al comercio inglés. (Villanueva, 1912: 232). Esta última condición era, en realidad, la clave del problema: para Napoleón esto era lo principal, lo que necesitaba para el éxito de su estrategia de guerra económica para doblegar a Inglaterra; en cambio, para los habitantes de la América española, la renuncia al comercio con los británicos, que era tanto como decir la renuncia a todo comercio exterior en la situación de aquel momento, significaba un grave perjuicio económico y una renuncia a derechos que ya habían obtenido a medida que se iba debilitando el monopolio español sobre el comercio de Indias. Lo que para Napoleón era irrenunciable, resultaba inaceptable para aquellos a los que intentaba convencer. 11 25 y 26 de mayo de 1808, Correspondance… (1858-1870), núms. 13.994 y 13.998. 12 López (1911), t. II, p. 501; Croix-Riche (2004), pp. 234-254.

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Este giro estratégico de Napoleón le llevó a desentenderse por completo de los intereses de su hermano José –nominalmente soberano de aquellos territorios cuya independencia apoyaba ahora el Emperador– y dejó sin cobertura a los afrancesados españoles, muchos de los cuales declaraban que una de las principales razones que les habían movido a aceptar la causa de los Bonaparte era el deseo de preservar los dominios españoles en América. (Azanza y O´Farril, 1815). La independencia de criterio de los afrancesados quedó de manifiesto, al no aceptar la nueva política imperial y seguir preconizando durante cinco años más la legitimidad de la soberanía española sobre aquellos territorios. Esto nos plantea una duda razonable en cuanto a la política americana que hubiera seguido Napoleón en caso de haber ganado la guerra en Europa y haber doblegado a Inglaterra: ¿habría mantenido su apoyo a la independencia de las colonias españolas o habría secundado los intentos del gobierno de su propio hermano para someter a su obediencia los que consideraban dominios españoles? La segunda hipótesis parece más plausible, puesto que una restauración del imperio español, ahora convertido en satélite de Francia bajo el reinado de José I, garantizaba mejor la extensión del poder de Napoleón al hemisferio americano que una proliferación de naciones independientes hipotéticamente aliadas de Francia, cuya política exterior sin duda se habría regido por lo que consideraran más adecuado a sus propios intereses. Las promesas de apoyo que Napoleón había hecho a los rebeldes americanos en su lucha por la independencia en 1809 estaban hechas en una situación de debilidad, en la que ni Francia ni España podían imponer su poder en tierras americanas y, por tanto, veían éstas entregadas al poder naval de Inglaterra; eran declaraciones oportunistas, aconsejadas por un cálculo maquiavélico muy propio del emperador. Pero, una vez que hubiera tenido la fuerza de su parte, sin duda hubiera vuelto a la opción que más le convenía, que era la de seguir la política del Gobierno afrancesado español de restaurar el orden colonial. Al frente de esa política de los afrancesados hacia América estaba Azanza, ministro de Indias del Gobierno de José I. Miguel José de Azanza, un navarro que había hecho toda su carrera administrativa al servicio de la Monarquía en Indias, llegando a ser virrey de México entre 1796 y 1800, asumió con entusiasmo la tarea de preservar la integridad del imperio español bajo la Corona de José I. (López Tabar, 2001: 75-76). Azanza contaba con un reducido grupo de colaboradores en aquel Ministerio, entre los cuales destacaban el neogranadino Ignacio de Tejada y el rioplatense José Ramón Milá de la Roca, ambos firmantes de la Constitución de Bayona. Contaba también con el respaldo del general Gonzalo O’Farrill, ministro de la Guerra, que como cubano ponía en un lugar muy alto el objetivo de que el reinado de José mantuviera el control español sobre las tierras americanas. Con la escasa ayuda que pudo prestarle José de Mazarredo, almirante de una Armada Real que apenas tenía existencia real, Azanza desplegó una política propia, enviando también a agentes que promovieran la afiliación de los reinos de Indias a la Corona de José I y solicitando a los virreyes lealtad para el rey legítimo de España. Para ello empleó

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en ocasiones la plataforma que ofrecían los Estados Unidos, con influencia directa sobre territorios como Cuba o Florida. En los Estados Unidos se produjo una lucha sorda entre los representantes de la Junta Central y los que mandaba Azanza en nombre de José Bonaparte, secundados en ocasiones por los diplomáticos franceses y otras veces no. Los agentes de Azanza actuaron en Filadelfia (Juan Antonio Suárez y el general Thureau), en el Río de la Plata (Francisco Antonio Cabello, Santiago Antonini y Eduardo Duclos), en Perú (Cabello y Miguel de Escobar), en Cuba (Manuel Rodríguez Alemán), en Nueva Granada (Pedro Pinillos) y en México (Juan Gustavo Nordlingh de Witt). Pero estos representantes del Gobierno josefino fueron recibidos aún con menores miramientos que los comisionados de Napoleón. Rodríguez Alemán fue detenido en La Habana y ejecutado el 30 de julio de 1810. Nordlingh de Witt, que desembarcó en México, fue igualmente apresado y ejecutado el 12 de noviembre de 1810. (Rubio Mañé, 1944-45). La Junta Central despachó dos decretos sucesivos a América alertando de las intenciones de estos agentes y ordenando que fueran ejecutados sin consultar a nadie.13 Arriesgando sus vidas, estos agentes afrancesados se enfrentaron en realidad a una tarea imposible, para la que carecían tanto de medios militares y económicos, como de apoyos sociales. En la práctica, tuvieron que enfrentar el obstáculo adicional que representaban los agentes de Napoleón en toda la América española, dirigidos por un tal Monsieur Desmoland, cuya identidad se desconoce. Estos agentes de Napoleón apoyaban a los independentistas con información y con promesas de armas y tropas, al tiempo que insis­tían en que Francia vería con buenos ojos la separación total de aquellos territorios de la Corona española. En el límite, los agentes del Emperador recibieron instrucciones en 1811 de provocar incidentes fronterizos en las colonias españolas limítrofes con los Estados Unidos, a fin de justificar la intervención armada de este país que, auxiliado por la propia Francia, impon­dría la separación de la Corona española.14 Por cierto, que esa primera red de agentes de Napoleón establecida en América para frenar la influencia británica primero y española después, resultó de gran importancia para facilitar posteriormente la acogida de los bonapartistas exiliados tras la derrota de 1815 (empezando por el propio José Bonaparte, que se refugió en Estados Unidos). Y fue esa red, engrosada por la acogida de los exiliados, la que permitió a los Bonaparte concebir nuevos sueños imperiales en la América de lengua española, incluso después de ser derrotado, sueños que acarició Napoleón desde 1814 hasta su muerte en la isla de Santa Helena en 1821, y en los cuales desempeñaba un papel central la pequeña corte bonapartista establecida por José en Filadelfia. (Ocampo, 2007). 13 RR. DD. de 27 de junio de 1809 (AHN, Estado, leg. 54-G, núm. 110) y 14 de abril de 1810 (Rubio Mañé, 1944-1945, p. 398). 14 Instrucciones del Secretario de Estado francés, duque de Bassano a Luis Juan María Ledrezenech de 12 de abril de 1811, cit. en Biblioteca del Senado, Ms. Anónimo: Intrigas de Napoleón para la independencia de América y referentes a España. Instrucciones dadas a unos agentes y nombres de estos (1809-1812).

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Otra modernidad para América Latina

Si una victoria napoleónica en Europa hubiera asegurado la hegemonía mundial de Francia desde el segundo decenio del siglo XIX, los dominios americanos de España –desde California y la Florida hasta Chile y el Río de la Plata– se hubieran integrado en el nuevo sistema mundial como colonias de un reino satélite del Imperio francés. El modelo de modernización autoritaria se hubiera trasladado a una América Latina que aún no recibía ese nombre, pero que lo hubiera merecido con más razón que ahora, puesto que la influencia de Francia se habría afirmado en todos los planos –político, económico y cultural– en lugar del influjo anglosajón que, a lo largo de los siglos XIX y XX se ha hecho notar en todo el hemisferio americano. A partir de esa constatación, es arriesgado continuar el razonamiento, pues como ocurre con todos los planteamientos contrafactuales, intervienen factores demasiado diversos e incontrolados como para saber todo lo que hubiera cambiado y lo que no. Es seguro, eso sí, que la lengua y la cultura francesas se hubieran introducido por todas partes, haciendo triunfar probablemente los modelos de origen francés frente a cualquier otra alternativa en cuanto a la organización de la administración, el ejército, la instrucción pública, la representación política, etc. Los modelos legislativos franceses se hubieran impuesto con toda naturalidad como ejemplos a imitar, tanto durante el periodo colonial como en la posterior andadura independiente que, tarde o temprano, se habría iniciado. Es casi seguro también que la vieja Monarquía jurisdiccional española, cuyas huellas eran aún muy visibles en América, habría sido reemplazada por un modelo administrativo mucho más ejecutivo y autoritario. La división territorial de la América española habría sido revisada con criterios racionalizadores, en la línea que los Bonaparte habían heredado de la Revolución francesa. Y, aunque es imposible saber cómo habría quedado el mapa de provincias, departamentos o intendencias de la nueva Hispanoamérica afrancesada, sin duda se habrían quebrado los cuatro virreinatos existentes desde el siglo XVIII y, sobre todo, las Audiencias habrían perdido su antigua importancia como circunscripciones de justicia, gobierno y administración. El abigarrado mapa de virreinatos, audiencias, capitanías generales y gobernaciones de la América colonial española, habría dejado paso a un orden más homogéneo, pensado para un control más intenso del territorio en un sistema de Administración centralizada. Ese tipo de Administración, secundada por el uso de la fuerza militar característico del bonapartismo, posiblemente habría dado lugar a una profunda transformación del territorio, de la economía y de la sociedad latinoamericanas. Tal vez también a una expansión de las fronteras imperiales en detrimento del Brasil –en el sur –y de Gran Bretaña –en Centroamérica, en Canadá y en la Guayana. Pero, en cualquier caso, habría generado identidades colectivas distintas de las que generó la práctica jurisdiccional del imperio español. De manera que, en el momento de producirse posteriormente

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la independencia de la América española, es improbable que ésta se hubiera producido como resultado de focos insurreccionales dispersos, centrados en las ciudades que tradicionalmente habían ejercido como cabeza de audiencias o de virreinatos. En lugar del mapa de 16 naciones independientes que surgió en 1824, se hubiera dado otro mapa bien distinto, no sabemos cuál ni en qué momento exacto. Pero podemos barajar la hipótesis de que, después de varias décadas de administración centralizada y de intensas reformas racionalizadoras impulsadas desde arriba, con un sistema de representación parlamentaria extendido a América, tal vez el proyecto de una independencia nacional compartida por todos los territorios de la América española hubiera tenido viabilidad, y se hubiera creado una nación de estructura federal o confederal desde México hasta el Río de la Plata, siguiendo el modelo de las 13 colonias británicas de Norteamérica o del Brasil. En cualquier caso, la extrema fragmentación a la que dio lugar la descomposición de la Monarquía española en América entre 1810 y 1824, fue un caso excepcional, sin parangón en la trayectoria histórica de otros imperios americanos –como el portugués o el inglés– y lo más probable es que no se hubiera producido después de un periodo de gobierno afrancesado en la Monarquía española. Solo eso ya sería una diferencia muy significativa con respecto a lo que realmente ocurrió. Pero sin duda habría otras diferencias. Tras la derrota naval hispano-francesa de 1805 y, sobre todo, tras el hundimiento de la Monarquía española en 1808 y la derrota militar de Francia en 1815, Gran Bretaña hizo sentir su influencia comercial y financiera por toda América Latina prácticamente sin obstáculos, hasta que empezó a ser reemplazada por los Estados Unidos en el siglo XX. Esta persistente hegemonía económica anglosajona dio forma a las economías latinoamericanas en un sentido muy definido, un tipo de capitalismo a la inglesa que sólo por haber sido tan hegemónico y tan persistente ha acabado por parecernos inevitable, algo así como el único camino de desarrollo posible, no solo para América Latina, sino prácticamente para el mundo entero. La naturalización de ese modelo capitalista ha sido uno de los cimientos sobre los que se ha podido erigir el pensamiento único que hoy en día se enseñorea del mundo y nos somete a todos a su dictado. Pero una hipótesis alternativa, en la que el influjo británico hubiera sido cortocircuitado por la hegemonía francesa, hubiera proyectado hacia América un sistema económico parcialmente distinto. Desde luego, no habría dejado de ser una economía de mercado, en contraste con las prácticas mercantilistas del Antiguo Régimen. Pero una economía de mercado que en Francia había adquirido matices diferentes que en Inglaterra: menos radicalmente liberal, con una legislación mercantil más estricta, y con un grado mucho más alto de intervención del Estado en la economía. El desarrollo industrial, menos librado al supuesto juego libre de las fuerzas del mercado, podría haber sido regulado desde el gobierno para ponerlo al servicio de un plan de conjunto. Esta habría sido una diferencia muy significativa para la orientación posterior de cualquier economía, empezando por la española, bajo el Gobierno afrancesado. Pero

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en el caso de América Latina, la diferencia con respecto a la trayectoria que realmente se produjo hubiera sido aún mayor: en lugar de la explotación descarnada de las materias primas americanas para ponerlas al servicio de un comercio internacional gobernado por los intereses de Gran Bretaña, se habría abierto la posibilidad de un desarrollo económico más racional. La lógica ilustrada del fomento de la riqueza se habría aplicado a todos los territorios, permitiendo un aprovechamiento in situ de las materias primas para el abastecimiento de los mercados próximos, y promoviendo así, tal vez, una industrialización más temprana y ordenada de la América Latina. Ese desarrollo económico alternativo, regulado desde el Estado y planificado con cierto grado de racionalidad, se habría visto, además, impulsado en la medida en que la hegemonía napoleónica hubiera conseguido imponer un largo periodo de paz y de estabilidad institucional en la América española, evitando el largo periodo de conflictos civiles que la mayor parte de las naciones latinoamericanas vivieron a partir de la independencia, precisamente en el momento álgido en el que se estaba produciendo en el mundo occidental la industrialización capitalista. El retraso con el que América Latina se incorporó a ese proceso, como consecuencia de la inestabilidad y la fragilidad institucional en la que se vio sumida durante la mayor parte del siglo XIX, tal vez no se habría producido. Y la Edad Contemporánea habría visto surgir una América Latina, además de estable, próspera. Si consideramos la posibilidad de que este tipo de trayectorias se hubieran producido en el siglo XIX, vislumbraremos entonces un orden mundial enteramente distinto, y en el que la inserción de Latinoamérica hubiera sido, por supuesto, muy diferente de la actual. Tras un periodo de colonialismo hispano-francés más o menos largo, en nuestra hipótesis contrafactual se habría producido el surgimiento de una única nación hispanoamericana independiente, cuya fuerza vendría respaldada por un cierto grado de desarrollo industrial. Ese país, más extenso y poblado que ningún otro en América, habría tenido un papel de primer orden en el sistema internacional, junto a una Europa continental unificada bajo el Imperio francés, y otros países de menor rango, como la Rusia zarista, Gran Bretaña, España o los Estados Unidos de América. En tales condiciones, la Hispanoamérica independiente –que tal vez hubiera reclamado para sí el digno nombre de Colombia– habría estado en condiciones de negociar con ventaja sus tratados comerciales, sus acuerdos financieros y, en fin, todo lo relacionado con su acceso a los mercados mundiales. Coda

A partir de aquí, el contrafactual podría degenerar fácilmente en un ejercicio de fantasía impropio del trabajo del historiador; por lo tanto, no lo seguiremos más allá. Pero sí se puede reclamar la legitimidad del ejercicio de vislumbrar las consecuencias que hubiera podido tener un pequeño cambio en la suerte de las armas en otro continente, un cambio tal vez debido solo al azar, pero que habría cambiado sin duda el futu-

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ro de América Latina. El ejercicio es legítimo: de hecho, todo historiador que establece relaciones causales está haciendo un ejercicio implícito de pensamiento contrafactual, al imaginar que sin las causas a las que él alude, el devenir histórico habría sido otro. Pero, además de un ejercicio legítimo, es necesario, porque nos permite ver que hubo otras realidades posibles, que muchas cuestiones estaban abiertas en el momento de la independencia, y que allí pugnaban por definir el futuro proyectos diversos, culturas políticas distintas que ofrecían alternativas. El futuro de América Latina no estaba escrito de antemano en 1808, como no lo está ahora. En la época de la independencia, se impusieron ciertas opciones y otras fueron descartadas. Pero el estudio de aquel periodo histórico excepcional nos puede enseñar mucho sobre nuestro presente, pues también ahora, como en cualquier momento de la historia, hay más de un futuro posible, hay diversas opciones con proyectos de futuro distintos, y es solo la ignorancia la que puede llevar a considerar natural o inevitable un camino que se nos presenta como único. Referencias bibliográficas

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