El sorteo o la socialización del capital político

July 23, 2017 | Autor: J. Moreno Pestaña | Categoría: Political Participation, Democratic Theory, Athenian Democracy, Sortition
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Artículo aparecido en El Viejo Topo, nº 327, abril 2015, pp. 52-59

El sorteo o la socialización del capital político José Luis Moreno Pestaña

Tres dimensiones de las asambleas Jeremy Bentham ha quedado, desgraciadamente, asociado al panóptico descrito por Foucault, y de ese modo expulsado de las referencias de la opinión progresista. Desgraciadamente. Jon Elster (2013) y Philippe Urfalino (2013) acaban de mostrar la pertinencia intelectual del gran filósofo utilitarista para pensar las asambleas democráticas.1 En diálogo con las revoluciones americana y francesa y con diferentes desarrollos constitucionales, Bentham se propuso (fundamentalmente con el impresionante Political Tactics, dirigido a diseñar la participación del Tercer Estado) pensar en cómo organizar una asamblea pensando en la promoción, tanto en representantes, representados o funcionarios públicos de: a) una correcta disposición moral b) capacidad intelectual para conocer y juzgar los problemas c) una actitud activa, participativa. Las soluciones de Bentham nos interesan menos que los problemas que planteó, centrales en cualquier dispositivo de participación política. Con tales referencias, la pregunta sería ¿cómo diseñar una asamblea para que sea eficaz, incentive los mejores impulsos y permita que se escuche a las personas competentes? Solo cumpliendo esos tres criterios una asamblea democrática puede evitar tres problemas: a) El de una democracia completamente ineficaz, un lujo para poseurs o para fanáticos. K. S. Karol (1978: 182) recordaba una respuesta de Wang Hongwen (miembro de la denominada “Banda de los Cuatro”) a Deng Xiaoping cuando este se quejaba del deficiente estado del transporte ferroviario en 1975-1976: “Más vale un tren socialista con retraso que un tren revisionista a la hora exacta”. La sentencia muestra un caso extremo de apología de la ideología en detrimento de sus efectos materiales. Cualquiera que haya asistido a asambleas políticas recordará casos de tal extremismo de los principios. b) Un segundo problema, es el de la cultura política o mejor, político-moral, que produce una democracia. Una asamblea democrática no la constituyen santos pero no puede ser un lugar donde solo acudan arribistas o donde estos, si acuden, puedan alcanzar su destino sin trabajar 1

Quiero agradecer a Philippe Urfalino que, en comunicación privada, me haya señalado la importancia de este debate para mi trabajo sobre las asambleas del 15M. Las ideas que expongo las extraigo del tercer capítulo del importante libro de Elster y de la discusión que les dedica Urfalino.

por el bien común. Si pueden arribar convirtiéndose en mamporreros de un jefe sin escrúpulos o contaminando el debate con intervenciones estratégicas o caprichosas, transformarán las asambleas en un lodazal, en las que solo ellos disfrutarán del chapoteo. Evidentemente, se asiste a una asamblea para exhibirse, para ganar el aprecio de los conciudadanos. John Adams teorizó que la participación política se nutre de la pasión por la distinción, por el deseo de recoger la admiración de los demás y también por otorgarla a quien la merece (Arendt, 2009: 91-93, 157-159). El problema del gobierno democrático, podría argüirse con Adams, es que esa admiración no se logre a cualquier precio. En cualquier casom debe recordarse aquí un argumento de Cornelius Castoriadis (2008: 161-162) dirigido contra la concepción competitiva de la política. Si el único objetivo de la política fuera brillar, promoveríamos una concepción nihilista de la misma, en la que sería imposible diferenciar a un dirigente de un demagogo. La participación política debe promover una cultura sustantiva que valore determinados elementos de la vida en común y, por supuesto, desincentive otros. c) Tercer problema a considerar: una asamblea debe promover, en la medida de lo posible, que se participe cuando se deba y para asuntos que valgan la pena. Y también que participe el mayor número de personas posibles. Como señala Castoriadis, una concepción competitiva de la política sería tremendamente selectiva, limitándose a un núcleo restringido de sobresalientes. Contra semejante idea cabe defender la participación democrática por dos razones: una, se desea recoger los beneficios de la aportación del mayor número de ciudadanos posibles y segunda, se quiere que tales ciudadanos se beneficien de la participación política. En otros términos: se considera que los ciudadanos pueden convertir en recursos políticos sus competencias y, por otro lado, se considera que la participación ciudadana distribuirá entre el mayor número posible los recursos políticos. Cada uno de estos problemas de la democracia designa aspectos fundamentales de las teorías y las prácticas democráticas. Las tres, por supuesto, se relacionan entre sí de múltiples maneras difíciles de describir. Un comentario sobre las combinaciones posibles entre tres criterios servirá para desarrollar nuestra imaginación política (Becker, 2002: 277). Lo haré concentrándome en un asunto. La democracia ha utilizado dos procedimientos históricos para proveer los cargos públicos. Las democracias antiguas recurrieron fundamentalmente al sorteo, mientras que las democracias modernas utilizan la elección para elegir a los representantes. Desde los años 80 del siglo pasado se asiste a una revitalización del sorteo, unida a un mejor conocimiento histórico de la democracia antigua y a un cuestionamiento de los fundamentos y los efectos de la democracia moderna. Las obras de Bernard Manin (1996), Yves Sintomer (2011) o, recientemente, David Van Reybrouck (2013)

son un ejemplo. En mi presentación no distinguiré entre asambleas democráticas e instituciones políticas estabilizadas, ya que consideraré que las segundas son una derivación de las primeras. Por tanto, cuanto digo sirve tanto para las instituciones como para los movimientos sociales, siempre que estos últimos generen dinámicas de participación política amplias e inclusivas (es el caso, por ejemplo, de las movilizaciones ciudadanas de Grecia y España contra la corrupción política y la austeridad neoliberal).

El sorteo y los riesgos de las asambleas democráticas La primera composición posible es la de una asamblea compuesta por personas virtuosas en los tres planos, caso que no merece comentario: con tales elementos, no hacen falta diseños institucionales, sino un artista que los inmortalice al estilo de La escuela de Atenas de Rafael. La segunda combinación reuniría las capacidades moral e intelectual con la poca disposición a participar. Las democracias antiguas pretendieron evitar tal problema recurriendo, por una parte, a medidas económicas. Gracias al salario, los atenienses intentaron asegurarse de que las instituciones no sesgaran la participación de los más pobres. Pero esto es solo un aspecto del problema. Las grandes asambleas, sin embargo, no garantizaban la participación masiva y, a menudo, se encontraban dominadas por facciones organizadas o por un grupo de participantes avezados y coordinados, una suerte de aristocracia política de facto. La asistencia se disociaba de la participación o, simplemente, la participación quedaba restringida a los dirigentes y a sus conflictos. Ese problema es común a nosotros: instituciones formalmente democráticas acaban acaparadas por grupos organizados capaces de determinar qué problemas se discuten y qué personas se promocionan. Son personas que contaban con capital político antes de participar y con éste consiguieron condicionar poderosamente la participación ajena. La democracia se convierte en pretexto para la competencia por acumular capital político. Puede considerarse que el traspaso de funciones de la asamblea a las instituciones sorteadas (Consejo de los Quinientos y Jurados) intentaba compensar los sesgos elitistas de la participación democrática: fue la gran obra de la democracia ateniense del siglo IV. Por tanto, esta combinación nos permite aislar un problema básico en la utilización del sorteo. Éste invierte una tendencia “espontánea” de la participación política a privilegiar a determinados individuos y determinadas competencias. El sorteo, por tanto, constituye una forma de compensación de las instituciones formalmente abiertas a todos pero, de hecho, acogedoras exclusivamente de unos pocos. Como ha señalado R. K. Sinclair (1999: 233) esto produjo una

diferenciación política en la antigua Atenas: los ricos preferían asistir a las asambleas democráticas donde podían utilizar sus redes de influencia y abominaban de las instituciones sorteadas en las que participaban ciudadanos que, en las grandes reuniones, no se hacían notar. El sorteo abre el espacio de participación a gente que, en condiciones normales, permanece silenciosa. No extraña que, entre nosotros, desagrade profundamente a los militantes organizados. Guiados por dicha intuición, las asambleas contemporáneas en la ateniense plaza de Sintagma, para evitar su colonización por grupos organizados (normalmente izquierdistas), sorteaban un secretario que hiciese respetar el turno de palabra y distribuían éste también por sorteo: el objetivo era evitar que se monopolizase el micro (Collectif Lieux Communs, 2011: 37-39). Sea creando instituciones sorteadas específicas (caso de la democracia radical ateniense del siglo IV), sea introduciendo el sorteo en las asambleas deliberativas (caso del ejemplo de Sintagma), se visualiza un elemento central del sorteo: socializar la participación política evitando que solo promocione a los individuos con mayor capital político. La tercera combinación acompasaría la alta capacidad intelectual y la actitud participativa con la bajeza moral. Tendríamos aquí al modelo maquiavélico de político, sin escrúpulos pero altamente eficaz y competente. El realismo político se nutre de la creencia de que las elites políticas seleccionan a individuos así. Todos los manipuladores, además, suelen considerarse seres superiores, que se burlan de la integridad moral para promover sus competencias y su arrojo. En mi opinión, dentro de esta opción se autoubican muchos de los que participan en política; siempre en mi opinión, la bajeza moral contamina la capacidad intelectual y atrae a participar en las peores empresas y con la peor gente. La cuarta combinación conjuga la alta capacidad intelectual con la pasividad y la degradación moral. En esas circunstancias, la actitud inteligente es la de reconducir a los implicados hacia la actividad teórica y no hacia la política: por su falta de consistencia ética y porque no hay nada más engorroso que un vago en política, que además sea inteligente: siempre querrá la admiración de los demás, sin darse los medios para alcanzarla. El problema ante ambas posibilidades es el de cómo fomentar la integridad moral, aquello que Castoriadis reivindicaba como base sustantiva de la democracia. ¿Cómo actúa el sorteo para impedir la corrupción? En las democracias antiguas siempre fue unido a la rotación y a la rendición de cuentas. Una institución sorteada estable puede ser fácilmente corruptible, del mismo modo que un selecto grupo de dirigentes democráticos. Para contrarrestar las posibilidades de la tercera y cuarta combinación, Aristóteles recuerda una característica del régimen ateniense: tratar cada vez mayores problemas políticos en los jurados populares en

lugar de en el Consejo de los Quinientos. Aristóteles concede crédito a la medida, ya que es más difícil corromper a muchos que a pocos (Castoriadis, 2008: 206). Ciertamente los jurados sorteados eran corruptibles pero resultaban más complicado controlarlos que a la Asamblea o al Consejo. Un individuo ambicioso y activo (tercera posibilidad) tendía a perseguir los cargos por elección: el sorteo eliminaba sus posibilidades arribistas (Sinclair, 1999: 238, 249252). En contextos no democráticos, por ejemplo en la muy aristocrática República de Venecia, el sorteo fue utilizado para eliminar el efecto de las facciones en las elecciones políticas. La quinta combinación podría llamarse platónica, porque refleja el temor del gran filósofo. Su visión de la democracia ateniense la consideraba poblada de gentes intelectualmente inútiles aunque quizá muy activos y moralmente buenos. Pablo Iglesias, secretario general del partido Podemos, recordaba los argumentos platónicos en la asamblea constituyente de la organización, celebrada en octubre de 2014. Dado que la propuesta alternativa proponía la provisión por sorteo de un número limitado de puestos de la dirección, Iglesias empleó un argumento de orden deportivo: es como si el seleccionador español de baloncesto sorteara los jugadores del equipo nacional. La organización, como la selección española, debía promocionar a los mejores. Cabe preguntarse cómo se selecciona a los mejores en política y cuál es el baremo del que disponía el dirigente español y si, además, fue capaz de aplicarlo. Podría pensarse también que simplemente utilizaba una metáfora políticamente rentable. Lo interesante es su efecto: Pablo Iglesias se refiere a una idea muy arraigada entre nosotros, la de que disponemos de criterios racionales para enfrentarnos a cualquier decisión y, más en concreto, a la decisión de cómo promocionar al personal político. Las elecciones internas sirven como entrenamientos y cada elector, ante el plantel de candidatos, constituye un entrenador; agregando las preferencias de todos se construye un entrenador mucho más lúcido. La posición de la democracia ateniense fue establecer funciones en las que era deseable el sorteo y otras en las que se necesitaba la elección. Las segundas, por supuesto, también debía rendir cuentas y someterse periódicamente al escrutinio popular. La utilización del sorteo, por tanto, puede responder convincentemente a las críticas de Platón (y a las de muchos dirigentes políticos). Debe discutirse qué requiere cualificación y qué no la requiere. Una vez establecidos los cargos que no deben ser sorteados, se debe discutir públicamente cuáles son los baremos por los que se cualifica al especialista, es decir, cuál es el censo de personas competentes en un tema. De lo contrario aparece un problema importante. Cierto que cualquier diseño democrático necesita de los expertos. Pero una de las patologías más

terribles del siglo pasado fue lo que Pierre Bourdieu llamó jdanovismo (por el ministro de cultura de Stalin, Andrei Jdanov, teórico de la diferencia entre cultura burguesa y proletaria): la tendencia de los peores intelectuales (en ocasiones bienintencionados) a perseguir en política un prestigio que sus pares, la gente que sabía de lo que hablaban, no le concedían. Diciendo que se elige a los mejores, en cualquier tema, ¿no se legitima el enchufismo, esto es, la capacidad de movilizar redes de influencia sin que se tenga verdadera competencia? Por tanto, puede concebirse el sorteo como un modo de ampliar el reclutamiento de personas competentes que, por sí solas, no salvarían los filtros sociales producidos por las redes de influencia. A veces, explica Jon Elster (1999: 40), “antes que aceptar los límites de la razón, preferimos los rituales de la razón”. Elegir parece racional pero, en realidad, la elección siempre se encuentra fuertemente condicionada por el capital político del candidato y del elector y, en ocasiones, este es sencillamente incompetente para decidir y aquel puede maquillar sus competencias. Cuando se constatan tales problemas, el modelo ateniense nos propone una interesante guía: se necesitan especialistas, pero debe saberse en qué. En ocasiones hacemos pasar a un maniobrero por especialista. Pero una cosa y la otra no tienen nada que ver. La sexta posibilidad incluye la pereza participativa y la escasa sindéresis con la buena voluntad. Toda democracia debe ser una escuela de participación y formación e igual que debe incitar a los competentes a participar, debe formar a los buenos y ayudarles a que su bondad y su creciente inteligencia impulsen los asuntos públicos. Parece indiscutible que la democracia ateniense aumentó la educación política de los ciudadanos y, de ese modo, modificó el origen social de los dirigentes políticos (Sinclair, 1999: 71-83). Las instituciones sorteadas jugaron al respecto un gran papel. Cuenta Tucídides que Pericles sostuvo en la Oración fúnebre: nuestra ciudad es la escuela de toda Grecia y para brillar no necesita ningún Homero que la celebre, basta con mirar su vida cotidiana. Muchos esclavos y mujeres protestarían, si hubieran podido, lo bien fundado de las palabras del Alcmeónida. Nosotros no podemos creer en la democracia sin aprender del liberalismo, del socialismo ni del feminismo, y todo eso llegó después de la democracia radical griega. Dicho lo cual, la imagen de Pericles, como casi todo su discurso, ofrece un modelo que cada demócrata debería tener en mente al discutir el diseño de una organización: formar y promocionar la participación de los buenos. Ahora bien, en este punto el sorteo debe enfrentar un grave problema. La exigencia de participación constante puede desanimar a personas con poco tiempo y con escasos recursos políticos. Si el censo de las personas a sortear se nutre de voluntarios: ¿cómo movilizar a las

personas para que se presenten al sorteo? ¿No acaban presentándose solo aquellos que buscan un salario, reconocimiento público o sobresalir? Parece que en la democracia ateniense, pero los especialistas no son concluyentes, no todas las instituciones sorteadas tenían el mismo valor estratégico. Algunos puestos quedaban libres durante mucho tiempo, mientras que el Consejo de los Quinientos siempre estuvo completo. Existe la hipótesis de que se presionase a los individuos para que se presentasen a dicha institución dedicada a delimitar la agenda de la asamblea, examinar a los magistrados y fiscalizar los trabajos militares. Esta cámara se organizaba de manera territorial y recogía 50 miembros sorteados de cada una de las tribus de Atenas. Resultaba, por tanto, más fácil impulsar la participación de los perezosos (Sinclair, 1999: 197). La séptima alternativa reúne la inanidad intelectual con la moral y con el afán participativo: tampoco se me ocurre más comentario, salvo que de esas personas debe protegerse cualquier organización política. Como señalé antes, el sorteo dificulta que los maquiavélicos (que se creen de la tercera combinación, pero que pueden ser, además de malvados, inútiles), acaben dirigiendo las asambleas democráticas. Muy a menudo conocemos a quienes se creen genios, enérgicos y sin escrúpulos, cuando en realidad son solo lo segundo.2 Las ocho posibilidades lógicas se resuelven en tres relevantes. La segunda y la sexta posibilidades incluyen los problemas de estímulo: la segunda se refiere al talento expulsado o no detectado por el campo político mientras que la séptima alude a la honestidad sin competencia. La tercera, cuarta y séptima se refieren a la integridad moral, mientras que la quinta alude al conocido problema de la especialización.

Combinaciones políticas

Problema

a) promoción de la participación -Capacidad moral e intelectual sin disposición a participar (segunda posibilidad) -Personas sin formación pero decentes (sexta posibilidad)

Las instituciones por sorteo permiten sobresalir a Pérdida de talentos en la personas normales democracia Distancia entre las elites y el El sorteo promovería la pueblo formación y la distribución de competencias Problema de la voluntariedad del sorteo

b) Integridad moral Elites inmorales Corrupción (tercera, cuarta y séptima posibilidades) 2

Solución del sorteo

El sorteo dificultad los clanes de individuos ambiciosos e inmorales, sean competentes

La octava alternativa recoge las posibilidades negativas y, como la primera, no tiene significado alguno para nuestro propósito.

c) Competencia posibilidad)

(quinta El sorteo cualquiera

pondría

o no, perezosos o no. a Delimitar qué cargos necesitan competencias específicas y elegirlos. La discusión limita la capacidad de maniobra de los falsos especialistas.

Conclusión: la socialización del capital político El sorteo puede ofrecer soluciones a algunas de las cuestiones que plantea el modelo de Bentham. El sorteo privilegia las competencias políticas de la gente normal, dificulta las redes clientelares y permite mayor claridad acerca de cuáles son las especialidades, qué es lo que debe distinguir al dirigente político. Según Bernard Manin (1995: 247-303), la concepción moderna de la democracia se apoya en el principio de distinción, en la idea de que los representantes conforman una aristocracia electiva. E representante político debe tener cualidades de las que carecen los representados, debe ser, por seguir con la comparación del político español, como un deportista de elite frente a los deportistas domingueros u ocasionales. Modelos de esa idea pueden distinguirse en cada una de las fases de la democracia moderna: la democracia parlamentaria de notables del XIX, la democracia de partidos inaugurada por las organizaciones obreras y la democracia de audiencia, alrededor de líderes carismáticos, del finales del siglo pasado y comienzo del presente. Por otro lado, los movimientos sociales acaban generando procesos paralelos de expulsión de los profanos y de concentración en los debates de un grupo restringido de militantes, a menudo pendientes obsesivamente de los medios de comunicación. El sorteo disloca esa dinámica política. Primero, cuestiona que la distinción se apoye en criterios rigurosos y descubre que muchos criterios son especiosos y promocionan la inanidad moral e intelectual. De ese modo descapitaliza el capital político de algunos de los especialistas. En segundo lugar apoya la adquisición del capital político por parte de las personas comunes, incapaces de pasar los filtros de la democracia de notables, de la de partidos o de la audiencia; incluso para hacerse significativas en el campo de los movimientos sociales. Arthur Rosenberg (1996: 85-95), un marxista de la época de Weimar y especialista en el mundo antiguo, identificó la Atenas de Pericles con el dominio político del proletariado en las instituciones. La democracia aseguraba una enorme participación popular e impedía los

niveles de explotación más degradantes. Pero lo que me interesa aquí no estriba en los efectos o requisitos económicos de la democracia, sino en su significado político. Al disminuir la parte ilegítima del capital político (la distinción infundada) y al repartir al máximo los procesos de capitalización, el sorteo constituye un principio socialista en la política o, cuando menos, de socialización. Si su aplicación masiva requiere, como en Atenas, medidas de socialización económica es algo que desborda este artículo.

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