El Sócrates de Foucault y Arendt (O el conflicto no deseado entre ética y política)

July 21, 2017 | Autor: Edgar Straehle | Categoría: Socrates, Michel Foucault, Ethics and Politics, Hannah Arendt, Parrhesia, Parresía
Share Embed


Descripción

La figura de Sócrates según las diferentes lecturas de Foucault y Arendt: de la parresía a la experiencia del pensar (O: el conflicto político no deseado que se deriva de la reivindicación de un modelo ético y sus tensiones con la idea de democracia).

Edgar Straehle [email protected]

Sócrates ha sido una de esas figuras prácticamente irrenunciables para numerosos autores de la historia del pensamiento desde la cual han abordado cuestiones centrales de la filosofía, como ha sido el caso de Nietzsche, Kierkegaard o Leo Strauss. Lo que quiero destacar es que en el caso de Arendt y Foucault, además, la figura de Sócrates aparece de algún modo como una figura transicional o como un momento de ruptura que en el fondo lo que plantea de diversas maneras es el conflicto o las tensiones que podríamos denominar entre la política y la ética. Un conflicto que se desencadena, además, a partir del desencanto de la democracia ática. Y sin embargo, es preciso advertir, un conflicto que encontramos fundamentalmente en textos que no fueron publicados y que quizá no hubo intención de publicar nunca o que probablemente hubieran cambiado mucho, especialmente por lo que hace referencia al pensador francés. De ahí también que muchas de las afirmaciones hechas por Arendt o Foucault haya que tomarlas necesariamente con cierta cautela. En esta ponencia no se pretende cerrar un tema sino abrir un tema de debate. Partamos de Foucault. Para empezar, se constata que el concepto de parresía tiene varias lecturas posibles: una negativa, que vamos a desechar rápido, y que tiene que ver con lo que en griego se llama athuraglossos o pan rhema (el decir todo). Éste es el caso por ejemplo de Aristófanes, quien en sus comedias identifica este concepto con quien peca de charlatanería. El otro lado es más interesante y está lleno de cambios. En El gobierno de sí y de los otros, para simplificar, Foucault llega a hablar de la existencia de dos momentos en la comprensión de la parresía: el pericleano y el socrático (luego hablará de los cínicos En el coraje de la verdad, aunque por desgracia no tendrán

espacio en esta ponencia, los cuales quedan de todos modos presos en los principales elementos achacables al momento socrático). El primero, el de Pericles, cuadraría con la descripción que realiza Tucídides. Entonces la parresía debe ser entendida como una institución central para el buen funcionamiento de la democracia ateniense y consiste con lo que en francés se diría el franc-parler (el hablar con franqueza) y que muchas veces ha sido traducido como “libertad de palabra”. Ahora bien, es muy importante recalcar que la parresía no estribaba tan sólo en una simple libertad de palabra (para la cual, como recuerda Foucault, los griegos ya poseían más o menos una palabra correspondiente, isegoría) sino que sobre todo consiste en una suerte de asunción del deber de decir verdad cuando la pronunciación implica la contracción de un riesgo. En este sentido, la parresía hay que entenderla siempre como una práctica política concreta, como una acción existente, una praxis de la verdad, y no como un derecho teórico. Y su espacio más propio sería en el seno de la asamblea, frente a la multitud o el demos. Así pues, la parresía consistía sobre todo en un decir verdadero cuando este decir era necesario y arriesgado, razón por la cual lo define como un acontecimiento irruptivo imprevisible que a la vez suponía un acto de coraje en aras de salvar a la democracia de sus posibles peligros (pensemos en la permanente amenaza de la stasis, de los desgarros internos que obsesionaron a los griegos de entonces). Y en este sentido, la parresía constituía una institución central de la democracia ateniense, dado que se caracterizaba por su función crítica y podía ejercer asimismo como una suerte de contrapoder ciudadano que podía impedir los abusos de poder o los desvíos respecto a lo prefijado. Por eso mismo, la parresía, más que un derecho constituía una suerte de deber o la aspiración a un deber ciudadano. Entonces llegamos a lo que Foucault denomina la encrucijada platónica. El problema que nos concierne yace en que el desencanto de Platón hacia la democracia se proyecta como es lógico a este concepto central como es la parresía. Él ve la parresía como algo anárquico y como el predominio de la charlatanería caída en manos de la retórica, de los aduladores y de otras formas de discurso que no tienen nada que ver con el decir verdadero. Se podría decir que la parresía no ha logrado engarzarse con la isegoría y que no ha habido igualdad de palabra, que se han reproducido asimetrías de poder de las que se

ha derivado una apropiación interesada y estratégica del espacio del logos (y de un logos que obviamente se sigue proclamando como parresía pese a todo). La parresía se habría convertido en su contrario y habría colaborado en la ruina de la democracia o al menos no habría sido capaz de evitarla. De hecho, lo que parece es que Foucault mismo cuestiona la misma posibilidad de existencia de una democracia fundada en la parresía, pues ésta permite que cualquiera pueda acaparar el discurso y que el logos esté subordinado al poder y sus intereses. Ahora bien, llegados a este punto, lo interesante es el gesto que acto seguido se lleva a cabo desde la figura de Platón: el rechazo a la democracia no conduce al rechazo del término parresía sino al significado concreto que operaba bajo el régimen democrático: lo que se rechaza es la mala parresía, la defectuosa o pervertida, por lo que la buena va a sufrir un desplazamiento sintomático, una resignificación. Bajo la dúplice figura de Sócrates-Platón se produce un viraje en el concepto que hará que entronque explícitamente con el cuidado de sí. Hablar de Platón es complicado por las numerosas referencias, no siempre coincidentes, que hace al término parresía. Sin embargo, desde la lectura de Foucault (que para mí a veces es problemática) podemos extraer varios elementos clave. Solamente vamos a destacar algunos: 1.- la parresía pasa del contexto democrático a un contexto que no solamente no es democrático sino que tampoco tiene por objeto el cuerpo de la polis. Pasa a ser una acción que el filósofo (en tanto que consejero) ejerce sobre el alma de los individuos por medio de una relación personal; y sobre todo de los individuos particulares, individuos con poder, de los gobernantes. De este modo, la parresía ya no puede proceder de cualquiera ni va dirigida a cualquiera ni por supuesto se da en un espacio multitudinario. 2.- Además, como se extrae del Alcibíades, esto se hace precisamente con la vocación de que ese logos pueda tener efectos sobre la realidad y no quede como discurso vacío, pronunciado en vano. La impotencia de la filosofía es el peligro que debe ser conjurado. En este sentido, el filósofo debe acercarse al poder y distanciarse del demos, porque la filosofía debe preocuparse por llegar a afectar a la realidad. Por transformarla.

3.- Aunque allí se presenta un tercer elemento esencial, que es el que más nos interesa ahora mismo y que culmina lo anterior: la preocupación por lo real no debe ser tan sólo por los efectos del discurso en la polis sino también o sobre todo en uno mismo (la realidad parece desplazarse subrepticiamente a un segundo término) y por eso la parresía entronca con el hecho de ser un cuidado de sí (epimeleia). Y eso se nota especialmente cuando realiza el análisis del diálogo del Laques. El filósofo no solamente se caracteriza por el logos que emite, sino también por un tipo de vida en concreto, por realizar un constante trabajo sobre sí. Es decir, debe haber una íntima correlación entre el logos y los pragmata, de modo que la parresía pasa a ser vista también como una ascesis. El logos, de por sí, es insuficiente y debe ser capaz de transformar o influir en el ser del filósofo. Para empezar, como una precaución para no repetir los problemas que se dieron en la democracia donde la parresía acabó identificándose con una retórica peleada con la verdad. Así pues, el gobierno de los otros requiere un previo gobierno de sí mismo. Es aquí donde se plantea el meollo de la cuestión del gobierno de sí y de los otros. Como se ha dicho, tan sólo aquellos que cumplan con la condición de saberse gobernar a sí mismos pueden permitirse aconsejar a los demás cómo gobernar a los otros. Aunque eso hace que la institución de la parresía pase a estar monopolizada por la filosofía y quede definitivamente desgajada de un contexto propia o enteramente democrático: de hecho, uno de los grandes modelos de parresía analizados por Foucault vendría ejemplificado por la Apología de Sócrates y concluiría de manera sintomática con la muerte de éste en el seno de la democracia. Fundamentalmente porque Sócrates no se sirve de las estrategias y de los adornos de la retórica, encerrando en un decir sencillo y veraz que acabaría tornándose en su contra. Ahí la parresía exhibiría simultáneamente su riesgo y su inanidad. Sin embargo, en la descripción que Foucault hace de la Apología encontramos otro elemento digno de mención: allí hace referencia a la apelación que hace Sócrates de su daimon como justificación a su no participación en los asuntos de la ciudad, el cual no le dice qué hacer pero sí qué no hacer. El daimon interviene como un elemento de interrupción, de rechazo y certifica la cesura o lo que Foucault denomina una función de ruptura con lo político. Lo que se da es un distanciamiento que también se expresaría en los contenidos de los consejos de los filósofos: en un pasaje, Foucault llega a escribir: “para Platón, y de manera general me parece que para la filosofía occidental, el

verdadero objetivo jamás fue decir a los políticos qué hacer” (El gobierno de sí y de los otros, FCE, p. 297) o también “La filosofía no tiene que decir al poder qué hacer, sino existir como decir veraz en cierta relación con la acción política. Nada más y nada menos” (Ibídem, p. 294). Y por lo tanto, fundamentalmente la filosofía aparece o bien como una tarea denunciativa o bien como una suerte de guía para los gobernantes, más en dirección a su ethos que a sus decisiones propiamente políticas. Aquí podemos dar el salto a Hannah Arendt. En Arendt, el daimon de Sócrates de asoma de nuevo. Como se sabe, Arendt ha sido criticada a menudo por su fijación en Grecia (la llamada grecomanía) y entre otras cosas cifró su modelo político en la idea de pluralidad. Por esa razón, ella también presta atención al viraje o la ruptura que se produjo en torno a Platón, quizá su mayor contrincante filosófico, aunque en su caso Arendt se esfuerza por intentar separar lo máximo posible la figura de Sócrates de la de Platón. Paradójicamente, Arendt piensa a Sócrates desde Platón pero también en contra de él. Por eso Sócrates es una figura híbrida, en donde en teoría se reúnen el pensamiento y la acción, formando una mezcla extraña y no del todo positiva. Arendt no menciona la palabra parresía en toda su obra, si bien señala la importancia del peithein (la persuasión sin violencia) y de su fracaso en la democracia. De nuevo, el mayor exponente de este fracaso sería la condena a Sócrates. Aunque Arendt lo explica de manera distinta: en su interpretación, Sócrates no responde a la retórica ni con el peithein ni con la parresía sino con el dialegesthai, la dialéctica, que tendría sentido en los diálogos a dos que llevaba a cabo en el ágora y que asociaba al arte de la comadrona (la mayéutica) pero que como se demostró en la condena que recibió era incapaz de convencer a una multitud. En opinión de Arendt, Sócrates se sentía también como un tábano aguijoneaba a las personas y les ayudaba a poner en cuestión lo que decía cada uno, sus prejuicios, pero sin tener que decir lo que debía pensar o hacer. No se trataba de convencer de nada sino de mostrar las contradicciones de los demás y de hacerles reflexionar. De nuevo nos encontramos con una función crítica: Sócrates aparece como una persona que intenta regenerar el tejido social de la ciudad y mejorar la calidad de su pensamiento, pero no transmite ningún modelo positivo o concreto. Y por eso escribe Arendt: “La diferencia con Platón es decisiva: Sócrates no deseaba tanto educar a los ciudadanos como mejorar sus doxai” (La promesa de la política, Gedisa, p. 53). El objetivo sería

que cada uno buceara en sus pensamientos, los mejorara y tratara de ser coherente consigo mismo. Por eso, en el caso de Sócrates (y al contrario de Platón) el resultado final no es aquello que realmente importe: no hay un cierre de discurso o un final fijado de antemano hacia el que tender. Aquello que Sócrates intenta impulsar es precisamente lo que Arendt denomina la experiencia del pensar, que fundamentalmente se caracteriza por el hecho de llevar a cabo el diálogo del pensamiento consigo mismo, el cual se debe producir en soledad y en silencio, con el daimon del que hablaba Sócrates. Es decir, la experiencia del convertirse dos-en-uno, por la cual se tomaría distancia respecto a la realidad y se pueden descongelar las ideas, conceptos y prejuicios que recibimos desde fuera. En realidad, según Arendt, como se vería nítidamente con el ejemplo de Sócrates, la tarea del pensar queda siempre inconclusa por definición. Sin embargo el problema reside en que esta actividad que Sócrates consideraría política (Arendt reserva el concepto de acción para otras cosas) no lo sería en un sentido pleno. Sócrates se cree político pero no lo es propiamente. Para empezar, este dialegesthai tan sólo se puede dar en contextos reducidos y sobre todo tiene sentido en situaciones urgentes o desesperadas, con el fin de evitar la consumación de grandes tragedias o males. La actividad del pensar es aquello que impide que nos convirtamos en un personaje como Eichmann, que colaboremos ciegamente en una catástrofe como la del Holocausto y seamos cómplices en la difusión de la banalidad del mal. Aunque el pensar también contiene el peligro de aparecer como un poder disolvente que difumina o hace perder las verdades expuestas y transmitidas por el sentido común, tan importantes para la perduración de la comunidad. A decir verdad, Arendt llega a decir que uno de los grandes riesgos o amenazas inherentes al pensar es el nihilismo (como de hecho habría quedado ejemplificado con dos pupilos de Sócrates, Alcibíades y Critias). Por eso, en Arendt (y esto constituye de paso un ataque a todas las filosofías políticas cimentadas en la importancia del diálogo) Sócrates aparece como una figura ambivalente: relevante en tanto que su ejemplo nos brinda un tipo de actividad con la que evitar la propagación y pervivencia del mal, pero en cualquier caso insuficiente para conseguir instaurar un modelo político. Arendt insiste en que este diálogo silencioso suministra un índice de pluralidad que colaboraría positivamente en la posible forja de un proyecto político, pero que en realidad, al quedarse en la simple dualidad, no es la

pluralidad misma y por eso no es propia o plenamente político al ser incapaz de forjar un nosotros. El pensar aparecería de este modo como una suerte de paso necesario en el desarrollo del individuo, si es que éste no quiere vivir como sonámbulo en la tierra, pero su relación con la política sería más mucho más problemática. Se podría deducir que Sócrates habría dado un paso ambiguo y ambivalente que primero habría ocasionado un empobrecimiento de la experiencia política (al reducir la pluralidad a la dualidad) y sin saberlo ni quererlo, y ciertamente sin ser culpable de ello, habría permitido además el secuestro de la política y la monopolización del logos por parte de la filosofía llevado a cabo por Platón. Por eso, la cuestión es la siguiente: ¿cómo podemos valorar ese paso dado por Sócrates? Allí es donde se respira una tensión análoga entre ambos autores y que, pese a sus diferencias de enfoque, les hace poner en juego la figura de Sócrates de una manera hasta cierto punto equivalente. En ambos casos, ante las tensiones, imperfecciones y peligros asociados a la democracia, la figura de Sócrates sirve como ejemplo (o excusa) para la elaboración de alternativas que si bien no niegan la democracia ni por supuesto son incompatibles con ella no dejan de ser modelos que, para simplificar, llamaremos éticos como lo son para Foucault (gracias al cultivo de este sí mismo en tanto que ética de la verdad) y Arendt (donde la experiencia del pensar aparece como un elemento fundamental en el desarrollo del individuo), si bien también conducen a una pregunta que ninguno de los dos se formula explícitamente pero que late en el fondo de sus textos: ¿Es el descubrimiento de esta parresía entendida como cultivo de sí o del pensar arendtiano hasta cierto punto incompatible con la democracia o por lo menos con una democracia como la ateniense? ¿De aquí se deriva un discurso de la impotencia política? ¿O más bien debe conducir a lo que se ha denominado una política fundada en la microfísica? ¿Y se afirma en este sentido una prioridad de la ética (aun reconociendo que todo cultivo ético no deja de ser político en un sentido foucaltiano) sobre lo que en general se entiende como política? ¿O por el contrario debe hacernos pensar en cambio en una nueva forma de democracia que debe integrar este elemento en su seno si pretende ser digna de tal nombre? En cualquier caso, tanto la cuestión de la parresía como la de la experiencia del pensar, bajo los términos empleados por ambos autores y especialmente en el caso de Foucault, no conducen a una cuestión que engarce o se añada con facilidad a la

problemática política sino que en realidad desencadena un debate donde la realización de un proyecto ético puede suscitar conflictos, trabar y quién sabe si incluso obstaculizar la forja de proyecto propiamente político en el marco de una democracia.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.