EL SIGLO XVIII EN EUROPA Y AMERICA. UNA APROXIMACION A SU ESTUDIO

July 25, 2017 | Autor: Juan Marchena | Categoría: Historia y Arqueología Andina
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Publicado: MARCHENA FERNÁNDEZ, JUAN “El siglo XVIII en Europa y América. Una aproximación a su estudio”. En: Plutarco Naranjo y Rodrigo Fierro (eds.) Eugenio Espejo: su época y su pensamiento. Universidad Andina Simón Bolívar- Corporación Editora Nacional. Quito, 2008. Págs. 13-55. ISBN: 978-9978-84-469-4

EL SIGLO DIECIOCHO EN EUROPA Y AMERICA. UNA APROXIMACIÓN A SU ESTUDIO.

Dr. Juan Marchena F. Universidad Pablo de Olavide

Un siglo trascendental para Europa. Si tuviéramos que señalar un gozne en la historia europea mediante el cual dos universos antitéticos entraran en contacto, se confrontaran pero a la vez se determinaran, y sus ecos tuvieran un impacto universal, este sería sin duda el siglo XVIII. Barroco y modernidad, absolutismo y liberalismo, superstición y ciencia, servilismo y ciudadanía, nobleza y burguesía, costumbre y leyes codificadas, mercantilismo y libre cambio, ignorancia y conocimiento, determinismo y evolución, sumisión y revolución, providencia y física, oralidad y literatura, ruralidad y urbanismo, comunidad e individualismo, esclavitud y libertad, manufactura artesanal y producción industrial, artesanos y obreros, suciedad e higiene, enfermedad y sanidad... todos ellos y muchos factores más se encuentran y desencuentran, se conflictúan e interaccionan, se descubren, se reflexionan, se discuten, se desbarrancan o imponen, en estos años trascendentales que marcan el final del Antiguo Régimen y el arranque de la moderna contemporaneidad. Un siglo que se halla comprendido grosso modo entre el fin de la hegemonía absoluta hispánica y francesa en Europa (con la guerra de sucesión a la corona española y la muerte del Luis XIV), y la revolución francesa, la aparición de las burguesías como clase social y política en expansión, el estreno del constitucionalismo, los inicios del despegue industrial basado en el empleo de la maquinaria y la tecnología, la independencia de los Estados Unidos, la construcción del estado republicano en la Francia napoleónica, y el establecimiento de las grandes rutas de navegación y comercio a nivel mundial que consolidarán el poder naval e imperial británico en sus colonias y los océanos. En 1715 moría en Versalles el llamado Rey Sol, Luis XIV de Francia; agotado tras una larga guerra, conseguía instalar a su sobrino Felipe V en el trono español por

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los tratados de Utrecht y Rastaat (1714), desbancando a la casa de Austria después de más de dos siglos de monarquía hispánica, y, porque no pudo mantener la hegemonía francesa sobre Europa, debió conformarse con establecer un equilibrio pactando con la nueva potencia emergente, Inglaterra, que se instalaba ya como primera potencia marítima y árbitro de la política internacional europea. En adelante, Europa viviría en un inestable equilibrio, y con ella el conjunto de los territorios coloniales que cada una de las monarquías en conflicto poseían esparcidos por el mundo. Las guerras, continuas y dispersas a lo largo de todo el siglo, se desarrollaron intensamente en suelo europeo y en cada vez más distantes y diversificados escenarios; y el continente americano fue un teatro de operaciones más que importante, desde la región de los Grandes Lagos en el norte hasta la Patagonia Austral y el estrecho de Magallanes. Las grandes monarquías europeas (Francia, España, Inglaterra o Portugal) no se vieron envueltas, como en siglos anteriores, en problemas dinásticos o sucesorios. Es interesante observar que en estos años hallemos reinados de larga duración; por ejemplo, en Inglaterra, tres monarcas se reparten todo el siglo: Jorge I (1714-1727); Jorge II (1727-1760) y Jorge III (1760-1820). En Portugal son tres también: Joâo I (1706-1750), Jose I (1750-1777) y María I (1777-1816)1. En Francia solo son dos: Luis XV (1715-1774) y Luis XVI (1774-1792). En España, una vez solucionada la guerra de sucesión con la que se inaugura el siglo, cuatro monarcas suben a trono: Felipe V (17001746), Fernando VI (1746-1759), Carlos III (1759-1788) y Carlos IV (1788-1808)2. Pero en el transcurso de este siglo, casi todos los reinos europeos -transformándose en Estados a una gran velocidad- vivieron un momento de profundas transformaciones, no solo en lo político e institucional, en lo social o en lo económico, sino que hallaron sus horizontes respectivos muy mediatizados por su participación en los conflictos que estallaron entre todos ellos, fundamentalmente por mantener o incrementar su hegemonía en un mundo que cada vez se hacía más pequeño, y porque el juego de las alianzas –ante la imposibilidad de establecer un poder incontestable, como había sucedido hasta entonces- se transformó en una política absolutamente necesaria. Francia, como indicamos, surgía de la monarquía absoluta de Luis XIV con un cierto agotamiento, en la medida que dominar Europa y estar presente en todos y cada uno de los conflictos que se sucedieron para no perder espacio en ese gran tablero, resultaba ya extenuante para un solo reino, a la par que una empresa imposible económica y militarmente. Al final, las contradicciones de su propia política interna, los desmanes de la nobleza y el excesivo empobrecimiento de amplios sectores de población, tanto en las ciudades como en el campo, sirvió de terreno abonado para que fructificasen las ideas sembradas por una burguesía revolucionaria en expansión, inflamándolos y conduciéndolos a la revolución. Todo en adelante sería distinto. Marcando la avanzada sobre el resto de Europa, la Francia revolucionaria ideó e inventó el régimen republicano que, aún emergiendo de una formidable y sangrienta confrontación entre el antiguo y el nuevo sistema político y social, trastocó el conjunto 1

- Aunque por su incapacidad actuó como regente desde 1792 su hijo Joâo. - Hay que contar con el brevísimo reinado de Luis I, primer hijo de Felipe V, durante siete meses, en un interregno de su padre. 2

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de valores por los cuales las sociedades se habían regido hasta entonces, e inauguró el triunfo de la ciudadanía, de las leyes que pretendían la igualdad entre los hombres, del constitucionalismo y del régimen republicano de gobierno. Por último, como consecuencia de la revolución, un nuevo estado comenzaba a construirse, cimentado sobre la administración napoleónica, cuyos influjos serían poderosos y extendidos en el tiempo Inglaterra se halló envuelta a lo largo del siglo en serios enfrentamientos con la católica Escocia y luego con Irlanda, tratando de unificar los reinos bajo una sola corona, y empeñada a la vez en librarse de la presión francesa que pretendía coartarle su crecimiento comercial; ambos propósitos pudo lograrlos: en 1707 había conseguido establecer legalmente el Reino Unido de la Gran Bretaña, y ni Francia ni Holanda lograron impedir a lo largo del siglo su desarrollo mercantil: Inglaterra se convirtió en la gran potencia económica, productiva, colonial y naval de Europa. A excepción de la guerra contra sus colonias norteamericanas, todos fueron triunfos para su manera exitosa de hacer política, de fomentar su producción agrícola e industrial, de desarrollar sus compañías mercantiles y de apoyarlas vigorosamente con acciones armadas de su eficiente marina de guerra. No solo consiguió extender una formidable red de suministradores de materias primas, necesarias para su despegue fabril, sino que creó un sistema financiero interno basado en el capitalismo comercial e industrial y una no menos formidable red de comercialización de sus productos manufacturados. Después de 1780-90, esta producción industrial británica inundó los mercados mundiales, de tal modo que era imposible no hallar en cualquier puerto del mundo un navío que no llevara la insignia de S.M.B., un cónsul o encargado de negocios en estrecho contacto con Londres, o miles de toneladas de mercancías inglesas, fundamentalmente textiles, salidas de los grandes telares a vapor que se habían establecido en las afueras de las grandes ciudades, alimentados por una minería del carbón que también se desarrolló a gran velocidad y por una mano de obra cada vez más masificada que daría origen al primer proletariado industrial europeo. Portugal intentó mantener su posición atlántica, tanto en África como en Brasil. Una vigorosa reforma llevada a cabo por el ministro Marqués de Pombal permitió reenderezar el curso de una economía que se deterioraba frente al crecimiento económico desbordante del Brasil, sobre todo por sus exportaciones de azúcar del nordeste y -muy especialmente- por el boom del oro de Minas Gerais. Tal es así que los flujos de metal parecieron invertirse, y ahora hacían el tránsito de la metrópoli a las colonias porque resultaba mucho más rentable negociar en ellas antes que en los circuitos tradicionales portugueses. La reacción de la nobleza y de la iglesia contra estas reformas, ancladas en un latifundismo continental de cortos vuelos, forzó la caída del ministro, y junto con el terremoto que asoló Lisboa y buena parte del país en 1755, condujeron a un progresivo debilitamiento del reino que culminó con la invasión napoleónica en 1807 y el traslado forzoso de la Corte a Río de Janeiro para evitar ser apresados. La Monarquía española, tras la instauración con el apoyo francés de la dinastía borbónica, inició también un periodo de reformas con el propósito de reconstruir un

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reino deshilachado tras décadas de ineficacia política y administrativa. Las relaciones coloniales pretendieron restablecerse mediante medidas fiscales y económicas, intentando favorecer el comercio metropolitano ante un contrabando francés y británico cada vez más estentóreo en las colonias. Medidas que también buscaron el fomento de la producción agraria e industrial peninsular, y mejorar las arcas del reino mediante una nueva política fiscal que incluyera a sectores de la población hasta entonces intocables. Se propuso un nuevo sistema de intercambios comerciales con América basado en la apertura de nuevos puertos españoles, aunque su puesta en marcha acarreó mil y un quebraderos de cabeza a los ministros del ramo por la oposición del monopolista Consulado de Mercaderes de Indias. Igualmente se pretendió mejorar el ejército, con la inclusión de sectores no-nobles en un plan de academias militares similar al modelo francés, y fomentar la marina, iniciándose un ambicioso programa de construcción naval que duraría casi todo el siglo. Pero la reacción de la nobleza y de la iglesia ante estas reformas, por el peligro que veían en ellas de perder sus consolidados privilegios, fue rotunda y contundente, consiguiendo evitar la puesta en marcha de muchas de ellas o aminorarlas en su efectividad. El llamado Motín de Esquilache (1766) contra este ministro fue una seria llamada de atención que ralentizó el programa reformista. Sin apenas producción interna, con un comercio cada vez más restringido a unos pocos productos agropecuarios, con una deuda financiera cada vez mayor, apenas sin marina y sin un ejército operativo, un aparato burocrático ineficiente a pesar de las reformas, con una burguesía que a duras penas pudo descollar por la presión de la nobleza y de la iglesia, y unos sectores populares depauperados por los impuestos y anclados en un régimen agrario conservador y señorial... el reino fue siendo paulatinamente devorado por sus propias circunstancias, y ya a fines de siglo no era sino una sombra de su propio proyecto ilustrado y en completa bancarrota. Alemania y Prusia sí participaron y se vieron envueltas en un sin fin de conflictos sucesorios; a las guerras con el imperio otomano de décadas anteriores, y que transformaron a buena parte de la Europa suroriental en una bisagra o frontera complicadísima de intereses étnicos y religiosos, sucedieron otros tantos problemas políticos en los que se vieron comprometidos los diferentes estados que componían el Imperio, más Prusia y Polonia, intentando unos crecer, otros mantenerse, originando una alta conflictividad entre todos ellos que duró todo el siglo. Holanda por su parte, perdida la hegemonía comercial de la que había gozado anteriormente frente a Inglaterra, demostró ser una habilísima negociadora con todas las partes, y mantener su estatus de eficaz potencia comercial. Italia, por último, continuó siendo un territorio fragmentado donde se dieron cita multitud de intereses de otras potencias europeas, Francia y España entre ellas, con unos Estados Pontificios muy mermados en su poder político y varios pequeños reinos y un mosaico de principados y ducados sometidos a los dictámenes de unos y otros cuando no a rotundas ocupaciones militares. Una Europa pues, conflictuada y bien metida en guerras que abundaron a todo lo largo del periodo: comenzando por la guerra de sucesión a la corona española (17011715) en la que participaron todas las potencias europeas; mas las guerras que jalonan casi todo el siglo de Inglaterra contra Escocia, que contaba con el apoyo de Francia y

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España; 1714-1718 guerra de Alemania contra los turcos; 1718-1720 guerra de Francia contra España por la aplicación de los tratados; desde 1718 en adelante, conflictos en Italia, invasión de España de Cerdeña y Sicilia; 1733-1738, guerra de sucesión polaca, primer pacto de familia entre España y Francia; 1736-1739 nueva guerra contra los turcos; 1739-1748, guerra entre Inglaterra y España por el Asiento de Negros; 17401745 guerras de Silesia; 1740-1748 guerra de Sucesión de Austria, con participación de todas las potencias; guerra entre 1756 a 1763 o de los Siete Años, tercera guerra de Silesia y segundo pacto de familia; 1775-1783 guerra de Independencia de los EEUU; 1778-1779 guerra de sucesión bávara; 1793, guerra de Inglaterra contra Francia; 1793 guerra de España contra Francia; 1801, guerra de España contra Portugal conocida como “de las naranjas”; 1803 guerra de Inglaterra contra Francia; 1805, guerra de la tercera coalición; 1807 invasión napoleónica de Portugal; 1808, guerra de España contra Francia... Solo apenas una docena de años en total quedó Europa libre de conflictos a lo largo de esta centuria. Y pocos territorios europeos quedaron fuera del alcance de estas guerras: o bien fueron escenario de cruentos combates, o lugares donde se produjeron continuas levas de soldados para nutrir los ejércitos necesarios para semejante esfuerzo bélico. La misma España fue un gigantesco campo de batalla durante la guerra de Sucesión, especialmente Cataluña y toda la frontera pirenaica, y en varias ocasiones; los puertos principales (Cádiz, La Coruña, Barcelona, Algeciras, Baleares...) fueron sitiados, bombardeados, asaltados varias veces a lo largo del siglo. La frontera entre España y Portugal también fue una raya que nunca vivió con tranquilidad. Escocia e Irlanda vivieron en guerra casi permanente contra Inglaterra, y las fronteras de Francia con Alemania fueron un frecuente campo de combate. Igual en los Países Bajos. La Europa central vio un continuo trajinar de ejércitos por sus campos, sembrándolos muchos de ellos de cadáveres. Incluso los escandinavos se vieron envueltos en todos estos enfrentamientos. Y de igual modo Italia, Saboya, Europa oriental y todo el Mediterráneo (campañas contra los turcos, contra Argel, en Egipto, en Grecia, en Malta, Chipre, Sicilia, Cerdeña...) La extensión de la guerra por todos estos escenarios obligó a unos desembolsos económicos de gran magnitud, y los recursos puestos al servicio de esta política tan beligerante de todos contra todos exigió monumentales esfuerzos económicos, a la par que incrementó ferozmente la tributación al interior de los estados respectivos. Los ejércitos de la época, aunque más reducidos en número que en siglos anteriores, resultaron mucho más costosos. Los soldados del rey, ahora profesionales, veteranos, dotados de una sólida instrucción y de equipos adecuados, fueron un instrumento político de primer orden, pero su mantenimiento en campaña resultó extraordinariamente caro. Hombres, máquinas, fortificaciones (Europa se convirtió en un formidable bastión erizado de fortalezas) y navíos, se pusieron a disposición de una guerra casi permanente. Este último rubro, el de la construcción naval, caracterizó a la centuria. Inglaterra consiguió hacerse de una armada poderosa, combinando inversiones públicas y privadas mediante el establecimiento de eficaces compañías mercantiles en muchas de las cuales la Corona participaba como un accionista más, y su armada de

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guerra fue fomentada por diversos ministros del ramo que entendieron que dominar el mar era vital para su desarrollo y para evitar invasiones desde el continente. Francia también elevó su capacidad marítima con nuevos astilleros y nuevas compañías comerciales, y desarrolló sus colonias al extremo de hacer de alguna de ellas (Saint Domingue, por ejemplo) la más próspera de todo el continente. España inició con Felipe V y sus ministros Ensenada y Carvajal un gran esfuerzo en este sentido, de modo que a mediados de siglo ya disponía de una armada importante, acrecentada luego durante el reinado de Carlos III, contando con la participación de los astilleros americanos; aunque estas mayúsculas inversiones no estuvieron acompañadas por las necesarias atenciones para lograr una marinería profesional y un adecuado mantenimiento de los buques, de modo que el éxito en el combate raras veces acompañó a este esfuerzo financiero, con lo que a fines de siglo, en pocos pero definitivos combates contra la armada británica, el poderío naval español acabó bajo las aguas del mar. Pero, en contraste con todo lo anterior, en medio de este trasegar de ejércitos, en mitad de tanto campo de batalla, entre tanta violencia y destrucción, el siglo XVIII es también conocido como el Siglo de las Luces. La Ilustración, como movimiento ideológico y cultural, tuvo un impacto formidable sobre las estructuras anteriores propias del barroco. En este escenario político y bélico, en el seno de una intelectualidad urbana y de procedencia burguesa -con la participación de la nobleza más refinada- se produjo el debate contra éste mundo barroco que quedaba atrás; debate preconizado desde la crítica universal, el triunfo de la razón, el imperio del conocimiento, la negación de la verdad revelada, el optimismo filosófico, la búsqueda de la felicidad, el espíritu científico, la renovación de las artes y las letras, o el valor de las leyes como ordenadoras racionales de la vida de los individuos; todo ello se extendió por Europa, primero desde Inglaterra (a partir del racionalismo de Newton o del empirismo de Locke) pero encontrando en Francia el campo más abonado, y posteriormente en Alemania, Italia y España. Basta enumerar algunas fechas y momentos clave, para entender lo que significó este siglo en cuanto a transformación ideológica y tecnológica del mundo en que vivía Europa: y obviamente para deducir las consecuencias que ello tuvo. En 1701 se pone en funcionamiento la primera máquina de sembrar en hileras; 1704, Isaac Newton publica su Óptica; 1709, comienza a producir el primer alto horno de carbón de cok; George Berkeley en 1710 escribe su Tratado sobre los principios del conocimiento humano; en 1712 comienzan a funcionar las primeras bombas de vapor aplicadas a la minería; 1713, Newton publica sus Principios; 1716, se construyen las primeras carreteras macadamizadas –adoquinadas- (por John L. McAdam); 1717, Gabriel Fahrenheit publica Mediciones de temperatura; 1719, Daniel Defoe edita Robinsón Crusoe; 1721, publicación de las Cartas persas de Montesquieu; 1725, Giambattista Vico publica Principios de una ciencia nueva entorno a la común naturaleza de las naciones; 1726, Jonathan Swift edita Los viajes de Gulliver y Benito Jerónimo Feijoo su Teatro crítico universal; en 1733 se aplican las primeras lanzaderas volantes en los telares industriales; 1734, Voltaire publica sus Cartas inglesas o filosóficas, y en 1735 Muerte de César; en 1736 Leonhard Euler saca a la luz su

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Mecánica; 1738, Pierre de Maupertuis escribe Sobre la figura de la tierra; 1739, David Hume edita Tratado de la naturaleza humana; y en 1743, Jean d’Alembert su Tratado de dinámica; 1743, el Conde de Bufón comienza a publicar los 54 volúmenes de su Historia Natural y Diego de Torres Villaroel su novela Vida; 1748, sale a la luz El Espíritu de las Leyes de Montesquieu; 1748, Davis Hume edita sus Ensayos filosóficos; 1748, Leonhard Euler difunde Introducción al análisis infinitesimal; 1749, se publican las Cartas de Diderot; ese mismo año aparece la novela Tom Jones de Henry Fielding; 1750, se imprime el Discurso sobre las ciencias de Rousseau; 1751, comienza a circular el primer volumen de La Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios editada por Denis Diderot y Jean d’Alembert; en 1750 muere Johann Sebastian Bach, dejando tras sí una prolijísima obra; 1755, Richard Cantillon edita el Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, y al año siguiente Voltaire publica el Ensayo sobre las costumbres; 1758, François Quesnay difunde su Tabla económica y Carl Liennaeus su Sistema natural; en 1759 muere George Frederic Häendel y se construye el primer cronómetro marítimo; en 1760 Joseph Louis Lagrange da a conocer su Cálculo de variaciones, y al año siguiente aparece La nueva Eloisa de Rousseau; en 1762, también de Rousseau, se edita L’Emile o tratado de la educación, y el trascendental Contrato social, donde se plantea el derecho inalienable del individuo a la igualdad ante la ley; en 1764 Cesare Beccaria publica el Tratado del delito y de la pena y se pone en marcha la primera hiladora mecánica; en 1765 William Blackstone edita los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra; 1766, A.R.J. Turgot da a la imprenta Reflexiones sobre la formación de las riquezas; 1768, aparece La Fisiocracia de Pierre Dupont de Nemours y funciona por primera vez un torno mecánico; en 1772 Johann Wolfgang von Goethe escribe Los sufrimientos del joven Werther; en 1776 Adam Smith publica su Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, la base teórica del liberalismo económico, Edward Gibbon su Historia del declive y caída del imperio romano, y James Watt consigue poner en marcha la primera máquina de vapor; en 1778 Joseph Bramah construye el primer water closed; 1780, Antoine Levoisier publica sus estudios sobre el carbono; 1781 Immanuel Kant edita su Crítica de la razón pura; 1783, se realiza la primera ascensión en globo por los hermanos Monglofier; 1784, Johann Gottfried Herder edita sus Ideas sobre filosofía; 1785, Charles Agustin de Coulomb sus Memorias sobre la electricidad y el magnetismo, se ponen en marcha los primeros telares mecánicos y Friedrich von Schiller escribe su Oda a la Alegría; 1788, Kant publica su Crítica de la razón práctica, Jeremy Bentham su Introducción a los principios de moral y legislación y José Cadalso sus Cartas Marruecas; en 1789 Antoine Levoisier da a conocer su Tratado de química elemental, se difunden las obras del fisiócrata Antonio Genovesi y se hallan en el apogeo de su producción musical Joseph Haydn y Wolfgang Amadeus Mozart; 1790, Johann Wolfgang von Goethe publica Fausto; en 1791 Thomas Paine edita Los derechos del hombre, y Francia adopta el sistema métrico decimal; 1792, Mary Wollstonecraft publica Vindicaciones de los derechos de la mujer, y Leandro Fernández de Moratín La Comedia Nueva; en 1793 se pone en marcha la primera despepitadora de algodón y el primer semáforo de señales entre París y Lyon; en 1794, Melchor Gaspar

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de Jovellanos escribe su Informe sobre el expediente de la Ley Agraria; en 1795 James Hutton edita su Teoría sobre la tierra; 1797, Friedrich von Schelling, Ideas sobre la filosofía de la naturaleza; 1798, Thomas Malthus, Ensayo sobre el principio de la población; 1799, Carl Friedrich Gauss, Teorema fundamental del álgebra, y Joseph Louis Proust Ley de proporciones definidas; por último, en 1800, Luigi Galvani y Alessandro Volta culminan sus estudios sobre la electricidad y fabrican la primera pila eléctrica; Ludwig van Beethoven está escribiendo sus sinfonías, y Friedrich von Schiller su trilogía Wallenstein. Después de este conjunto de obras y realizaciones técnicas, qué duda cabe que el mundo había cambiado. El siglo XVIII español y americano. La coyuntura política y económica. El peso de las colonias americanas sobre la monarquía española adquirió en esta centuria mucha mayor entidad que nunca antes. No solo porque, comparativamente, el volumen y el valor de los metales emanados de la minería americana fuera muy alto, o porque el conjunto de la producción no-metalífera de las colonias adquiriese cifras nunca alcanzadas; sino porque el peso político del mundo americano, en una expansión formidable, fue muy elevado comparado con el de los territorios metropolitanos; y porque, como antes indicamos, América en el S.XVIII se transformó en el gran escenario donde se dilucidó buena parte del destino de las monarquías europeas. Y en este sentido, la inmensa cantidad de territorios que la Corona española poseía al otro lado del mar, sus formidables recursos y su al parecer inagotable capacidad de demandar y adquirir productos europeos, los transformó en un mercado absolutamente necesario para el desarrollo económico, comercial e industrial de los países de Europa. Sin olvidar tampoco que la Independencia de los Estados Unidos llevó a América del Norte a surgir como un contendiente más en esta pugna por recursos y mercados. El eje de la política, la economía y de las estrategias de futuro de la Europa dieciochesca se trasladó definitivamente desde el centro europeo al otro lado del Atlántico. De hecho, todos y cada uno de los conflictos en que se vieron envueltas las monarquías europeas, y que tan abundantes fueron en el transcurso del siglo, se desarrollaron con mayor o menor intensidad en América: desde la guerra de sucesión española, la guerra del Asiento de Negros, la guerra de los Siete Años, por supuesto la guerra de independencia de los Estados Unidos, y las múltiples y variadas guerras de los años 90 entre Inglaterra, Francia y España. Incluso las invasiones napoleónicas a Portugal y a la misma España tuvieron profundas consecuencias en el continente: en el primer caso, por el traslado la corte portuguesa al Brasil (la primera vez que una corte europea se instalaba al otro lado del mar); y en el segundo, porque el vacío de poder generado tras la abdicación de Carlos IV originó los procesos de independencia en muchas regiones americanas. Por ultimo, hay que considerar que en esta crecida importancia de América para las potencias europeas, el dominio del mar mediante la construcción de poderosos flotas mercantiles y de guerra, se volvió en una necesidad imperiosa para todas, y en el eje principal de sus políticas. Las monarquías que no lo entendieron así se vieron abocadas a verse desplazadas de sus posiciones.

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Buena parte del continente estuvo así en este Siglo de las Luces más cerca de Europa que nunca antes; pero también muy cerca de los Estados Unidos. En general puede afirmarse que el espacio económico americano había dejado de ser español para transformarse en internacional, y en la segunda mitad del siglo ello fue todavía más evidente. Algunas coronas europeas habían elaborado una nueva concepción de lo que debían constituir sus “imperios mercantiles”, basados en una adecuada combinación de fuerzas militares y navales con fuerzas productivas y financieras. Una combinación que en estos años las transformó en potencias económicas capaces de dominar mercados lejanos con sus productos manufacturados; a la vez podían obtener materias primas, diversas, en grandes cantidades y en lugares lejos de sus puertos, fundamentales para su incipiente pero irrefrenable revolución industrial. Los metales, que habían constituido hasta entonces la médula de los intercambios, todavía absorbieron buena parte del tráfico trasatlántico América-Europa, aunque ahora se le fueron sumando nuevos productos. En la segunda mitad del S.XVIII el azúcar constituyó el rubro principal del mercado internacional, pero ahora se le añadieron el tabaco, los productos tintóreos, el cacao o el café, y en cantidades cada vez más relevantes. Este aumento productivo, gracias a la economía de plantación basada en el uso masivo de la población esclava, originó también un espectacular desarrollo del comercio negrero; el número de esclavos se multiplicó velozmente. La trata –por su volumenprovocó un cambio trascendental en la demografía y en las características de la población de muchas regiones americanas; y por la entidad de los negocios que originó fue otro de los asuntos en el que las potencias europeas estuvieron más que interesadas e involucradas. Mientras esto sucedía, la Corona española siguió empeñada en mantener el régimen de monopolio comercial con sus colonias heredado del S.XVI, debido sobre todo a las presiones de los monopolistas en el Consulado de Cádiz y en otros puertos americanos. Por eso, intentar liberalizarlo y adaptarlo a los nuevos tiempos fue uno de los focos de atención de los ministros ilustrados españoles. A raíz del bloqueo naval inglés del atlántico durante la guerra de 1739, se habían suspendido las viejas flotas de la Carrera de Indias, y finalizada la guerra ya no fue posible organizarlas otra vez con destino a Portobelo-Cartagena, por lo que el comercio con América del Sur tuvo que realizarse con registros sueltos o embarcaciones que navegaran aisladamente a sus destinos. A partir de su regulación, en 1748, el volumen de productos procedentes de España (aunque no españoles en su gran mayoría) se incrementó, mucho más que durante los últimos años de actividad de las flotas. Pero este nuevo régimen de registros no originó la ruptura con el sistema anterior: los comerciantes españoles siguieron empecinados en que hubiera un puerto único de salida y llegada de estos navíos (Cádiz), y sus destinos americanos fueron también constreñidos a los tradicionales. Tampoco hubo cambios en las mercancías embarcadas en España con destino a América: los expertos ilustrados intentaron mejorar la producción peninsular y usar este nuevo sistema para aumentar y diversificar sus exportaciones hacia las colonias; sin embargo, excepto casos puntuales de industrias de tejidos que a la larga no pudieron competir con

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las manufacturas de otros países europeos (dos tercios más baratas), se continuó con los viejos y conocidos envíos de granos, vinos y aguardientes, lo único que al parecer era capaz de producir la economía española. El sistema de compañías de comercio, que tan buenos frutos había dado a otras potencias de Europa, fue desarrollado en España con excesivas limitaciones y muy tardíamente. Fueron, antes que otra cosa, “compañías privilegiadas” que se movieron en el ámbito de un “comercio protegido” de mercados cautivos, aportando ciertos grupos de particulares los capitales necesarios, y abonando cuantiosas sumas a la Hacienda Real a cambio de la exclusividad. En la década de 1760 la situación internacional se volvió a complicar, y ésta vez las repercusiones sobre las colonias españolas fueron más graves. En 1762, con motivo de la nueva guerra, la armada británica al mando de los almirantes Pocotk y Albermarle consiguió conquistar La Habana, colapsar el Caribe y con él buena parte del continente. Si una ciudad como La Habana, fuertemente fortificada, considerada “la Llave de las Indias”, no pudo resistir los embates de un cuerpo expedicionario británico, el resto de las plazas americanas, mucho peor defendidas, correría igual suerte. De ahí que la caída de La Habana tuviera consecuencias tan dramáticas; recuperarla –lo que se consiguió en la Paz de París de 1763- tuvo además graves consecuencias políticas y territoriales: la Corona española hubo de entregar a cambio La Florida, la Colonia de Sacramento en el Río de la Plata, aceptar la presencia británica en las costas de Honduras y Nicaragua, en las islas de Granada, Dominica, San Vicente y Tobago, conceder nuevos privilegios al comercio británico, y, en España, entregar la isla de Menorca y suspender las campañas de Portugal y Gibraltar. La crisis de 1762 obligó también a los técnicos ilustrados en Madrid a estudiar a fondo y con urgencia cuánto y qué profundamente había de ser cambiado en el diseño colonial, porque el predominio de la armada británica y de los mercaderes extranjeros era incuestionable: Francia había establecido puertos libres en Saint Domingue, Guadalupe y Martinica en 1763, y los ingleses firmaron la Free Ports Act en 1766. En 1765 los ministros de Carlos III Grimaldi y Esquilache pudieron aplicar parte de las medidas que sus expertos habían recomendado, abriendo ciertos puertos españoles al comercio con América (Cádiz, Sevilla, Málaga, Alicante, Cartagena, Barcelona, Santander, La Coruña y Gijón) y habilitando a los antillanos de La Habana, Puerto Rico, Santo Domingo, Margarita y Trinidad para realizar estos intercambios. Permiso que luego se extendió a otras áreas de la región, como Luisiana en 1768, Campeche en 1770 y Santa Marta en 1776. Igualmente se permitió en 1765 el comercio de las Antillas españolas entre sí, entonces prohibido; y en 1774 el comercio entre Nueva España y Guatemala, y el del Perú con Nueva Granada, aunque sujetos a numerosas limitaciones para que el tráfico español no resultase afectado. Todo esto fue lo que se denominó –con no pocas dosis de eufemismo- el “Comercio Libre”. Limitado y todo, las presiones y protestas de los monopolistas del Consulado de Cádiz impidieron el desarrollo de este “Decreto e Instrucción de Comercio” de 1765, argumentando la ruina del comercio español si se aplicaba en su totalidad. Los aranceles impuestos vinieron a ser finalmente tan altos que el tráfico interno oficial no pudo

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despegar, y la producción americana (aparte los metales) con destino a España no se incrementó significativamente. Mientras en estos años vitales para la economía internacional otras potencias europeas utilizaban fórmulas mercantiles más avanzadas, determinando en buena parte el desarrollo del mundo moderno, en España el barullo organizado en torno a la liberalización del comercio americano, por la negativa de los comerciantes españoles a su apertura, tardó diez años en serenarse. En 1776 el nuevo equipo ministerial formado por Gálvez y Floridablanca empezó a tantear otra vez su reforma. Gálvez reorganizó el comercio americano en el “Reglamento de Comercio Libre” extendiendo los puertos abiertos al Río de la Plata, Nueva Granada, Guatemala, Perú y Chile, fijando unos impuestos más moderados. El propósito de estas nuevas reformas era favorecer a la industria española, fijando unos aranceles de exportación para las mercancías peninsulares del 3%, frente al 7% que pagarían las extranjeras; por otra parte, se declaraban exentas del impuesto sobre las exportaciones las remesas americanas con destino a España de algodón, añil, azúcar, café, cascarilla y tintes en general. Los metales se gravaban con el 12% el oro y el 5,5% la plata. Ello debía haber incrementando tanto la producción española como la americana, y en ese camino comenzaron a marchar las cifras, pero la nueva guerra con Inglaterra y sobre todo la consecuencia de la misma, la independencia de los Estados Unidos, truncó estas expectativas. La extraordinaria deuda de guerra con que emergieron los Estados Unidos en la política y en la economía internacional les obligó a captar todo la plata posible de las colonias españolas, a lo que se unió el hecho incuestionable de que la navegación atlántica (y aún la de cabotaje) seguía siendo insegura por la superioridad de la armada británica; por eso, el ingreso de mercancías extranjeras, ahora realizado también a través de los norteamericanos, inundó definitivamente los mercados coloniales. Con el restablecimiento de la paz cada vez fueron más las mercancías europeas –no españolas- entradas mediante el comercio oficial en el espacio americano; pero estas mercancías extranjeras trasegadas desde España eran no solo superiores en cantidad sino, sobre todo, inferiores en precio a las de origen español, con lo que los mercados acabaron por saturarse, y pocos productos peninsulares pudieron venderse en el futuro. El ministro Campomanes concluía cuán poco era lo avanzado en esta materia en los últimos y cruciales veinte años; el “comercio libre” había dejado casi intactas las estructuras del monopolio. Los grandes comerciantes anclados en él seguían jugando a su viejo enredo de estancar los productos para lograr mayores precios, y comprar mercancías extranjeras para revenderlas más caras. Y los empresarios americanos que realizaron alguna inversión productiva en sus lugares de origen fueron conscientes de que sus interlocutores comerciales no podían seguir siendo los españoles, incapaces de colocar sus productos agrícolas en los mercados europeos, sino los mercantes extranjeros, más competentes para situarlos ante los grandes consumidores de Europa y los Estados Unidos. Pero no fueron solo obstáculos políticos o intereses de parte los que hicieron embarrancar finalmente estos proyectos de liberalización comercial y mejora de la economía. La incapacidad de la Monarquía española para llevar adelante cualquiera de las medidas de reforma –y también sus indecisiones, más las luchas entre partidos en el

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seno de los gobiernos del rey- las convirtió en inviables, algunas incluso antes de ser aplicadas. Por simplificar la cuestión, puede indicarse que las necesidades y angustiosos recelos de la Corona, anclada como estaba a un viejo aparato político y burocrático, enfrentada a intereses muy poderosos en su propio entorno cortesano, y en mitad de un torbellino revolucionario que en este trance le llegó desde Francia, tornó inaplicables la mayor parte de las medidas que se propusieron. Tal y como estaban los asuntos del reino, especialmente después de 1789, los ministros del rey se decantaron finalmente por dejar las cosas en su “estado original” e “innovar” lo menos posible: les parecía peor el remedio que la enfermedad. Tenían la sensación de que “innovando”, un término que comenzó a ser considerado “peligroso”en la España borbónica, todo podía ir a peor. El Conde de Floridablanca, uno de los ministros de Carlos III, describió claramente su estado de ánimo en 1789: “Aquí no queremos ni tanta Luz ni sus consecuencias, que acaban en actos insolentes, palabras y escritos contra la autoridad legítima”. Peligros que veían no solo en Europa, donde la cabeza de Luis XVI de Francia rodó finalmente por los suelos, sino también en América, donde la independencia de los Estados Unidos había demostrado la debilidad de las metrópolis cuando una colonia alcanzaba un “excesivo” grado de desarrollo y autonomía. El proyecto económico que elaboraron técnicos y políticos difícilmente pudo llegar a buen puerto, además, por falta de previsión y decisión. Por ejemplo, parecía de una lógica elemental la imposibilidad de mantener un imperio trasatlántico, y menos un comercio activo con las colonias, si no se contaba con los buques necesarios. Por más esfuerzo que algunos ministros ilustrados quisieron hacer en cuanto a desarrollar una nueva fuerza naval, tanto mercantil como militar, capaz de competir con las demás europeas, no lo consiguieron sino a medias. Como enseguida se verá, los barcos acabaron pronto en el fondo del mar. En la coyuntura internacional de fines de los 80 y primeros 90, la impresión general en Madrid era que resultaba imposible mantener el monopolio, señalando que, no obstante los intereses del reino, los comerciantes españoles se empeñaban en defenderlo a ultranza, aún a sabiendas de que su permanencia acarrearía la ruina definitiva: pero a ellos sólo les movía especular con la plata mientras no ponían el menor empeño en invertir en producción para vender en las colonias; muy por el contrario, compraban géneros a los extranjeros que luego revendían a mayor precio al otro lado del océano, para lo cual necesitaban robustecer el monopolio, impidiendo que nadie pudiera comprar más barato en Ultramar. Además, nunca se interesaron por comercializar los "géneros de Indias", que quedaron en manos de extranjeros. Pero ante la aparente imposibilidad de cambiar las cosas, so peligro de nuevos conflictos en España y de tener que renunciar a los préstamos que los comerciantes del monopolio seguían facilitándole, la política de la Corona acabó por basarse en mejorar la fiscalidad americana. Sin embargo, en vez de lograr mayores ingresos de la Real Hacienda mediante el fomento del desarrollo económico productivo, la urgencia de metales de la monarquía para sufragar sus gastos en Europa, y la incapacidad política para incorporar a otros actores económicos, llevó a sustentar las finanzas de la Corona en una extorsión más profunda de los circuitos existentes. De manera que en ambos

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espacios, tanto en el español como en el colonial, el comercio legal tuvo la sensación de ser asaltado. El resultado fue que éste se contrajo aún más y aumentaron en cambio sus actividades ilegales y especulativas. Como señalaron los técnicos del comercio español, sin producción ni fábricas no habría desarrollo, y la especulación y la intermediación seguían siendo las reinas del comercio. En 1789 se permitió a los mercaderes coloniales enviar sus navíos directamente a la metrópoli, aunque solo a unos puertos concretos y con precios fijados de antemano; pero estos intercambios fueron siempre poco rentables frente al comercio realizado por los extranjeros en los mismos puertos americanos, que fue cada vez más masivo. Con la nueva guerra de 1796 quedaron interrumpidas de nuevo las comunicaciones España-América, y el sistema comercial metropolitano se vino abajo otra vez. Buena parte de la flota española fue hundida en el Cabo San Vicente por los ingleses, que además atacaron Puerto Rico y Tenerife, tomaron la isla de Trinidad, sitiaron y bombardearon Cádiz y se adentraron por el Pacífico. Fue necesario entonces, en otro momento agónico, acudir al llamado “comercio con países neutrales” para abastecer las colonias, lo que significaba desvanecer la presencia de productos españoles en la región. América se llenó de cientos de barcos extranjeros (muchos de ellos con procedencia, escala o destino en los Estados Unidos) transportando miles de toneladas de mercancías de todo tipo; eran los mismos barcos en los que salieron metales (sobre todo), azúcares, tintes, algodón, cafés, cacao, en fin, todo lo que podía producirse o exportarse, lo que demuestra que no existía incapacidad productiva en las colonias españolas sino insolvencia en el sistema metropolitano de comercio. Mientras tanto, los gastos de la administración colonial, y en especial los de la defensa, crecieron exponencialmente en un intento de mantener el control. Un intento por lo demás frustrado. Frustrado porque el contrabando alcanzó cifras nunca vistas; porque las sublevaciones se habían multiplicado por el continente, no solo de indígenas y campesinos en los Andes, sino de pardos, mulatos, y negros esclavos en el Caribe... Y frustrado también en cuanto a defender ordenadamente los puertos ante la cada vez mayor presión militar británica. Desde los puertos de Cuba, Centroamérica, Cartagena, Venezuela o del Pacífico, veían las velas inglesas desfilar ante ellos con la mayor impunidad. Así, tratar de cubrir la deuda pública (que se multiplicó por cuatro antes de 1810, hasta hacer quebrar la Hacienda del Virreinato de Nueva España, como mucho antes lo había hecho la de Lima) y buscar incansable e impopularmente recursos con qué pagar estos enormes gastos, acabaron por transformarse en las únicas políticas que en Madrid consideraron viables. A eso quedaron reducidas las reformas: a obtener dinero viniese de donde viniese, y a hipotecar política y económicamente la relación colonial; pensando, o queriendo pensar, que la pesadilla acabaría algún día y que con medidas de fuerza el viejo orden volvería a imperar y el sistema regresaría a sus antiguos cauces. Todavía después de la desastrosa década de los 90 y ante el desajuste general de las actividades comerciales, la nueva guerra con Inglaterra en los primeros años del S.XIX y el colapso total de la navegación después de Trafalgar (1805) mostró la crisis absoluta del sistema. En 1805 en Madrid tuvieron que volver a establecer el comercio

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con neutrales, cuyo resultado fue la inexistencia de tráfico alguno español en el continente americano (en 1806 no entró ningún barco español en La Habana, y en cambio lo hicieron más de 500 “neutrales”; en 1807 no llegó ni un solo cargamento de metal a Cádiz). A lo que se sumó el hecho, a veces olvidado, de que si antes de 1800 el comercio colonial representaba una buena oportunidad para los textiles industriales británicos, producidos ingentemente con el desarrollo de la máquina de vapor (más de un tercio de ellos se exportaban), a partir del bloqueo ordenado por Napoleón en 1805 para todas las manufacturas inglesas en el continente europeo, vender en América se transformó para los industriales británicos en un cuestión de vida o muerte. Y a ello se dedicaron con especial ahínco. En los Andes, un poncho fabricado en Inglaterra era mucho más barato que uno tejido en la misma región, y desde luego era imposible comprar lienzos españoles sencillamente porque no había. Bajo el poderoso influjo de una crisis absoluta, en Madrid sólo encontraron dos soluciones al grave problema que afectaba al monopolio: o se intensificaba la presión sobre las colonias con más fuerza militar, cuyo éxito resultaba muy improbable dada la escasez de fondos; o se llegaba a algún tipo de entendimiento con las elites locales. Entendimiento que sólo pudo ser posible en aquellos lugares donde elites locales y políticos metropolitanos se aseguraron mutuos beneficios y estrechas alianzas frente a peligros comunes, y las primeras un más que manifiesto grado de libertad comercial y productiva. En los lugares donde este acuerdo no fue posible, o no existió ninguna credibilidad para su cumplimiento por parte de ambos sectores, la semilla de la independencia estaba sembrada. Muchas de las grandes familias de comerciantes tuvieron que rendirse a la evidencia de que seguir anclados a una metrópoli agonizante, que para colmo no hacía sino extorsionarles y amenazarles, era suicidarse con ella. En este contexto se entiende que la prisión de la familia real española por Napoleón fuese el acto final de una muerte anunciada de antemano. El siglo XVIII en los Andes. Las reformas pretendidas. El siglo XVIII en el mundo andino fue un periodo de transición. Transición entre el viejo sistema heredado de las reformas toledanas, allá en el lejano siglo XVI, y la conformación de un espacio económico interno marcado por una profunda regionalización. Un siglo en el que se produjo la articulación definitiva del espacio andino, en sí mismo y con respecto a otras áreas. Las subregiones económicas que en su interior se fueron generando, cada vez mejor constituidas, más integradas o relacionadas, poseyeron una enorme fuerza centrípeta que las mantuvo unidas, enlazadas y articuladas. Subregiones que si bien habían ido surgido lentamente en el largo siglo XVII, fue ahora cuando se consolidaron, conformando un gran ámbito de producción y de circulación de bienes, servicios y personas. Un proceso de articulación regional al interior de todo el espacio andino que perduró en buena medida a lo largo del siglo XIX. Muchos elementos característicos de la sociedad y de la economía regional andinas contemporáneas crecieron y se trabaron en estos años. Y las reformas borbónicas que intentaron aplicarse sobre este espacio tuvieron mucho que ver en ello.

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El siglo XVIII significó el desmantelamiento del virreinato de Lima como centro único de poder en la América del Sur hispana. Desde los tiempos de la conquista, Lima se había constituido en la gran capital, en el núcleo comercial, administrativo, judicial o eclesiástico de un inmenso espacio que abarcaba desde el Caribe hasta el helado sur chileno. Pero ahora, de nuevo las guerras internacionales y su impacto sobre las colonias americanas obligaron a reconsiderar esta posición. En 1739, con motivo de la guerra, Lima debió aceptar la creación del virreinato de la Nueva Granada, con capital en Santa Fe de Bogotá, perdiendo así el control sobre los puertos del Caribe y sobre la producción minera neogranadina. En 1776, y con motivo de otra guerra, se creaba el nuevo virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires; con él, se le desgajaban de su jurisdicción no solo los territorios occidentales del atlántico, liberalizando el comercio del Plata que ahora podría tratar directamente con Europa, sino, lo que era peor para sus intereses, también el Alto Perú, la actual Bolivia, lo que significaba renunciar a fiscalizar buena parte de la minería andina. Fue otro golpe fatal para Lima y para el monopolio comercial que había ejercido durante siglos sobre toda América del Sur. Las protestas limeñas no se hicieron esperar, pero fueron vanas. Al igual que sucedió en 1739, cuando la producción de la actual Colombia salió sin el control de Lima por los puertos de Cartagena y del Caribe, y por ellos ingresaron miles de toneladas de productos europeos que se adentraron libremente por los Andes, ahora, a partir de 1776, la producción de la actual Argentina, incluso la de Chile vía Mendoza, y más de la mitad de la plata del Alto Perú, giraron ciento ochenta grados, dejaron de llegar a Lima y se orientaron hacia el puerto de Buenos Aires; y las mercancías europeas, tanto legales como ilegales ingresadas por el Río de la Plata, comenzaron a inundar el inmenso mercado sudamericano constriñendo las producciones andinas a las áreas donde Lima pudiera seguir ejerciendo su monopolio. Áreas que, obviamente, cada vez fueron menos, porque los productos locales no podían competir ni en precio ni en calidad con las mercancías extranjeras introducidas de contrabando. El virreinato peruano comenzó a tener los primeros síntomas de sufrir un colapso. Estas reformas administrativas y políticas afectaron con rotundidad al mundo andino. Como en muchos otros aspectos de la política colonial, en Madrid no tuvieron la suficiente habilidad como para sacar provecho de esta descentralización, ni tomaron las medidas adecuadas para solucionar los problemas que fueron surgiendo. Por ejemplo, no adoptaron resoluciones ni dieron facilidades para lograr productos más competitivos en el interior andino, dando alas a los sectores más dinámicos de la sociedad para hacer frente a la oleada de mercancías extranjeras (textiles sobre todo) que lo inundaron; o mejorando la producción minera de la sierra ecuatoriana o del Perú central; o perfeccionando la extracción y venta del azogue de Huancavelica, del que de alguna manera era dependiente toda la minería andina, ni permitieron poner en explotación otros yacimientos como los de Azogues, por ejemplo; ni reinvirtieron inteligentemente los beneficios del comercio y los mayores ingresos de la recaudación fiscal; ni disminuyeron la fuga de metales hacia fuera, vía pagos oficiales o por las remisiones incontroladas de particulares, que crecieron extraordinariamente; ni aminoraron la

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presión sobre el campesinado, para que pudiera incrementarse la circulación interna, que era la que generaba riqueza. Por el contrario, a toda nueva medida de reforma siguió una contribución especial, un nuevo impuesto, lo que la transformaba automáticamente en odiosa e inaplicable. Nada o casi nada se hizo ni sirvió para reactivar una economía andina cuya gigantesca inercia solo se utilizó para mantener el esplendor del virreinato de Lima durante unas décadas más, pero en el que todos los indicadores apuntaban ya a la quiebra y a la ruina. Las soluciones que las diversas subregiones andinas comenzaron a encontrar a estos problemas fueron adoptadas por iniciativa de los grupos de poder locales; de ahí el arranque de esta regionalización. Así, Guayaquil comenzó a transformarse en un núcleo comercial y productor muy importante, arrastrando en su estela a parte de la economía de la sierra quiteña. Cuenca, utilizando muy hábilmente sus circuitos comerciales a través de Piura, Paita y Tumbes, y su propia producción local más la minería de Zaruma, consolidó un espacio económico que alcanzó a buena parte del norte peruano. En el área de Trujillo se focalizó la producción regional azucarera. En el Sur peruano, la élite comercial arequipeña pretendió -y en buena medida logró- mantener sus relaciones con el Alto Perú, especialmente con su plata, intentando que no toda ella fuera a parar a Buenos Aires, desarrollando la costa de Moquegua. Arica se convirtió en un puerto de salida y entrada de metales y mercancías, muchas de ellas descaradamente contrabandeadas, pero que dieron vida nueva al comercio altoperuano. Y Chile, con sus exportaciones de trigo al Perú y su conexión directa con Buenos Aires vía Mendoza, se fue transformando cada vez más en una subregión bastante autónoma que veía al monopolio limeño como una cadena de la que debía liberarse cuanto antes. Porque las reformas fueron abordadas solo desde una perspectiva administrativa: mejorar el control político, aumentar la fiscalidad e incrementar la seguridad interna y externa. La reordenación administrativa más importante y significativa del reformismo borbónico en los Andes fue la aplicación del régimen de Intendencias, en un intento por lograr una estructura más racional y efectiva. Cada una de las Intendencias conformaría una provincia, con bastante autonomía de gobierno respecto de los virreinatos, dependiendo en muchas cuestiones directamente de Madrid para reforzar la centralización de los territorios americanos respecto de la Corte. Al frente de estas provincias se situaría un Intendente y éstos serían los grandes agentes de las Reformas, los ejecutores de la política absolutista del monarca. El virreinato del Perú fue dividido en siete Intendencias en 1784 por el Visitador Jorge Escobedo (Arequipa, Cuzco, Huamanga, Huancavelica, Tarma y Trujillo, con la Superintendencia en Lima). En Chile se crearon dos en 1786, una en Santiago y la otra en Concepción. En el Río de la Plata se instituyeron nueve en 1782, incluyendo el Alto Perú (Córdoba, Salta, Asunción, Potosí, La Plata, Cochabamba, La Paz y Puno, con la superintendencia en Buenos Aires). En el actual Ecuador solo se creó una, en Cuenca. Los intendentes que se pusieron al frente de estos gobiernos provinciales eran funcionarios asalariados, nombrados por la Corona, aunque tanto virreyes como visitadores tuvieron una importante participación en su elección. Su primera función era la de reordenar los ramos fiscales. Al suprimirse y sustituir a los

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corregidores, serían los que cobrarían los impuestos, rindiendo cuentas al Superintendente General situado en la capital virreinal. Debían encargarse, además de supervisar las tropas y los pertrechos en su jurisdicción, de cuidar la policía y convivencia en sus distritos, y eran responsables de lograr el crecimiento económico favoreciendo la agricultura, la minería y las industrias. Desempeñaban también funciones judiciales (presidían la corte provincial) y eran vicepatronos de la Iglesia en sus respectivas jurisdicciones. Con la implantación de las Intendencias, el sistema deseaba eliminar o al menos restringir el poder de los grupos locales en la maquinaria gubernativa, donde la mayor parte de los cargos públicos habían sino detentados tradicionalmente por miembros de las élites criollas. Ahora se pretendía que las nuevas Intendencias quedasen en manos de peninsulares, preferiblemente mandados ex-profeso hacia sus jurisdicciones, con poco contacto con los intereses locales representados por la principales familias de cada lugar. Este es el motivo por el que la mayor parte de los intendentes andinos fueron militares, y por el que los criollos escasearon inicialmente en estos cargos. Debían, sobre todo, conocer qué pasaba en sus zonas, aunque los intentos de mejorar la información sobre sus administrados fueron motivo de alborotos y revueltas al negarse éstos a ser empadronados, o a aportar datos reales sobre sus bienes y producciones, o sobre sus tratos y contratos, en cuanto se temían –con razón- que con los nuevos censos y matrículas vendrían los consecuentes aumentos impositivos, o un mayor control sobre la población para ampliar el número de tributarios, o reforzar las mitas y extender a nuevos sectores el alistamiento en las milicias. El otro gran objetivo de estas reformas fue, como indicamos, el de la fiscalidad. Las guerras internacionales, tan abundantes, todas tan vitales y trascendentales para la Monarquía, habían obligado a la creación de nuevos impuestos: impuestos de guerra sobre la plata, para la defensa del Caribe y Armada de Barlovento, préstamos y contribuciones forzosas y otras suscripciones extraordinarias (exigencias de donaciones a las familias más ricas de cada jurisdicción, a veces superiores a los 100.000 pesos, prestamos de Cabildos y Consulados), estancos, subidas de alcabalas... Junto con el aumento impositivo, otro de los objetivos de la reforma fue evitar las prácticas de corrupción, tan extendidas como antiguas, especialmente en el ramo del tributo indígena de cuyo cobro se encargaban los corregidores; así como perseguir la evasión de los impuestos al comercio y, en general, combatir el soborno, que parecía ser el principal mecanismo de sustento del funcionariado en cualquiera de sus categorías. La venta de cargos públicos y los remates de muchos impuestos, como por ejemplo los estancos (la mayor parte de ellos arrendados a particulares), habían hecho disminuir el volumen de lo recaudado a cantidades consideradas inadmisibles por la Administración en Madrid. En principio, el mayor control ejercido por los Intendentes logró alcanzar algunos de los objetivos de la reforma fiscal. Dejaron de venderse los cargos públicos, o al menos no en la misma proporción e intensidad que antes. Los estancos se extendieron: primero el tabaco y luego el aguardiente, la pólvora, el mercurio, la sal, los naipes... Las alcabalas empezaron a ser cobradas con mayor efectividad al tiempo que se incrementaron. El aumento de los impuestos junto con una más eficaz recaudación

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aportaron mayores cantidades a la Real Hacienda, pero conllevaron la protesta e incluso la rebelión de buena parte de los sectores afectados. Tributos, alcabalas, estancos, significaron tal elevación de la extorsión fiscal que los sectores productivos y consumidores consideraron haber alcanzado un punto insoportable, especialmente cuando las alcabalas se extendieron a productos propios de la economía natural indígena, antes exentos, cuando se impuso la obligación de entregar guías de comercio en el espacio del comercio interno (conocido como “trajín”), y cuando fueron considerados como tributarios otros sectores hasta entonces exentos de tales cargas (forasteros, mestizos y castas). Esta reforma tributaria, por tanto, originó la mayor parte de los conflictos surgidos al interior del mundo andino durante este periodo, tanto en las ciudades como en el medio rural. Los visitadores fiscales enviados especialmente a la región (Areche, Escobedo, Piñeres...) fueron incapaces de ver o entender los acuerdos más o menos explícitos existentes al nivel local o regional entre administradores y administrados desde tiempo atrás, y generaron roces y conflictos de todo tipo que menoscabaron aún más la autoridad real y acabaron por incendiar la región. Una autoridad que parecía asentarse sólo en la aplicación de medidas de fuerza y coacción. La presencia de funcionarios más allá de las ciudades fue casi nula, y el proyecto de creación de un Estado Colonial ni siquiera pudo seriamente formularse. La Administración colonial aparecía cada vez más a los ojos de los americanos como una maquinaria exclusivamente fiscal, depredatoria y extranjera. Las utilidades de los ingresos fiscales nunca se vieron, ni retornaron en forma de inversión o de fomento de la economía. El sistema colonial ni siquiera pareció intentarlo, en opinión de las élites locales. Y eso que las alcabalas del Perú y del actual Ecuador rindieron beneficios de casi un millón de pesos, y el tributo indígena sobrepasó con creces esta cantidad. La reorganización administrativa permitió que en las últimas décadas del siglo XVIII se alcanzara la cifra más alta de recaudación fiscal general jamás lograda, más de 5 millones de pesos anuales: una cuarta parte procedía de la minería y otra cuarta parte del tributo indígena. Aunque otros rubros disminuyeron: la interrupción del tráfico oficial (no así el contrabando, desde luego) motivada por los conflictos bélicos, originó puntuales aunque notables reducciones en los ingresos aduaneros en los puertos del Pacífico, que se hicieron crónicos conforme avanzó la década de los noventa y especialmente a partir de 1800. El virreinato del Río de la Plata, que incluía al Alto Perú, recaudaba casi 4 millones de pesos, procedentes en su mayor parte de los impuestos sobre la minería, el tributo indígena y las aduanas. La Nueva Granada obtenía por impuestos más de cuatro millones de pesos, por aduanas, minas y tabacos, y escasamente 200.000 pesos anuales por tributo indígena. Es decir, que en el mejor momento (años 80-90), el aporte fiscal de la región andina podía ascender a casi quince millones de pesos anuales. Pero semejante esfuerzo fiscal sirvió para poco; en todo caso, para financiar un gasto militar que se disparó a cifras astronómicas. Fue evidente el abandono de la necesaria política de inversiones publicas, de creación de una infraestructura material tan inexistente como fundamental para el desarrollo agrícola, minero o industrial. Con la

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aplicación de las Reformas, fue el conservadurismo económico el que permaneció instalado en el poder, anclado en los viejos patrones monopolísticos y exclusivos, demostrando su incapacidad para modernizarse y eliminar lo que desalentaba la actividad productiva: arcaísmo institucional, anacrónicos monopolios, códigos vetustos, derechos de propiedad añejos, una Iglesia propietaria y conservadora, una falta absoluta de fomento del ahorro y de la inversión, o el mantenimiento de patrones sociales basados en la posesión de la tierra y de la mano de obra, títulos nobiliarios y bienes suntuarios. A través del análisis de los ingresos fiscales descubrimos cómo se produjeron desarrollos desiguales. Hubo regiones que resultaron mucho más beneficiadas que otras: unas porque en ellas no se aplicaron las Reformas, otras porque se aplicaron con un excesivo pragmatismo; unas porque fueron expoliadas con el aumento de la presión fiscal, otras porque en ella se ejecutó el gasto. Las Reformas se aplicaron territorial pero no simultáneamente, alcanzando diversos grados de efectividad, lo que originó peculiaridades que tuvieron que ver con un proceso de regionalización andina cada vez más acentuado. También hay que considerar que la política fiscal abrió abismos difíciles de salvar. No gravó especialmente a las operaciones de intercambio comercial entre las colonias y los puertos españoles: ni las de importación de sus productos al interior del mundo americano (para no hundir aún más las difíciles introducciones de manufacturas españolas frente al contrabando) ni las de exportación, porque hubieran originado la salida ilícita de los bienes americanos, especialmente del metal, disminuyendo consecuentemente la recaudación aduanera. El peso más grande de la carga fiscal recayó sobre los territorios y jurisdicciones con mayor población indígena, vía tributo personal (que se amplió también a los llamados “indios forasteros”), y sobre los intercambios al interior del espacio americano mediante las alcabalas, o sobre las industrias locales, ámbitos éstos controlados por criollos y mestizos que encontraron solución a este aumento impositivo encareciendo los productos. De modo que la presión fiscal vino finalmente a incidir, directa e indirectamente, sobre la gran masa de la población americana, tanto productores como consumidores; es decir, los menos favorecidos por el régimen colonial. El reformismo no solo fue extraordinariamente exactivo sobre el mundo andino, sino que desalentó cualquier expectativa sobre el necesario progreso económico, sobre la producción y los intercambios, y agravó los desequilibrios en el seno de la sociedad colonial ya de por sí muy acusados. Y todo este esfuerzo, observando los años que estudiamos, resultó además inútil. La Corona española estaba en bancarrota a fines del siglo XVIII, y la recuperación fiscal americana, lograda con tanto esfuerzo, no fue suficiente para remediar la situación: la deuda pública española se cuadruplicó entre 1750 y 1800. El ingreso de las colonias representaba alrededor del 20 % del erario de la Monarquía, pero las remisiones ordinarias (no las extraordinarias) bajaron mucho con las guerras de fines de los 90 y aún más después de 1800, de manera que los conflictos internacionales y el gasto defensivo americano acabaron por ahogar la respuesta a las cada vez más apremiantes peticiones de metal que realizaban desde España.

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Un esfuerzo que resultó agónico para la Monarquía en su conjunto. A veces se olvida que ésta era un cadáver económico y fiscal cuando Napoleón invadió Madrid. Estaba completamente quebrada. La Real Hacienda americana murió también en el intento de salvarla. La combinación letal de gasto militar, presupuestación del déficit y remisiones a España, resultó una enfermedad que de crónica pasó ser crítica, hasta acabar matando al paciente. Las Reformas y todo su universo se vinieron estrepitosa y definitivamente abajo como un formidable castillo de naipes después de 1800, arrastrando consigo a los restos del sistema fiscal. Para el caso del Perú la deuda de la Real Hacienda se fue incrementando de los dos millones de pesos en 1790 a los ocho millones en 1810, alcanzando los veinte millones en 1820. Es decir, cuando se produjo finalmente la Independencia, la Hacienda peruana no solo era humo sino un agujero sin fondo. Y como indicamos, la mayor parte de este gasto se empleó en una reforma militar mediante la cual se pretendía garantizar la seguridad en los territorios andinos; primero ante los previsibles ataques de otras potencias extranjeras; pero después precisamente para combatir los focos de insumisión y rebelión que la voraz política fiscal había provocado; es decir, causa y consecuencia se daban la mano. En la década del cincuenta, las tropas regulares en la región andina eran bien escasas. Existían las Compañías del Callao, unos 500 soldados, agrupados en un Batallón Fijo con pequeños destacamentos en Tarma y en el Cuzco. En Chile, también en esos años, existían diez compañías de infantería y seis de caballería, repartidas por los fuertes de la frontera, alguna tropa veterana en Valparaíso y en Valdivia se aumentaron las fortificaciones y se creó otro Batallón Fijo. Al Norte, en el actual Ecuador, se armaron las Compañías Fijas de Guayaquil para defender el puerto. Es decir unos cuatro mil soldados para defender todo un continente. Las guerras posteriores de los años sesenta, setenta y ochenta, obligaron a aumentar las tropas y a mejorar las fortificaciones en las costas. Todas las jurisdicciones fueron puestas en “estado de defensa” frente al “enemigo externo e interno”, y las tropas aumentadas considerablemente, más otras Compañías Fijas que se establecieron en Popayán y en Quito. A pesar de que se duplicaron, ya que para 1790 la tropa reglada de América del Sur sobrepasaría los diez mil hombres, estos eran claramente insuficientes, y a unos costos, además, elevadísimos. Si calculamos el gasto en defensa de los tres virreinatos en casi ocho millones de pesos/año, el costo anual de un soldado se situaba por encima de los 800 pesos, una cantidad exorbitante si consideramos que el sueldo de un soldado era de 96 pesos/año y el de un oficial 360. Lo demás se iba en otros conceptos y, sobre todo, en gastos financieros. Las Reformas borbónicas, en este aspecto de lo militar, fue una reforma más sobre el papel que sobre la realidad. Pero los costos de este aparato bélico no cesaron de crecer. Por esta imposibilidad de defender con tropa veterana este inmenso espacio, se echó mano de las famosas “Milicias”. Así, fueron encuadradas en unidades de Milicias a grandes sectores de la población masculina, agrupada por étnia y por jurisdicciones, entre los 15 y los 45 años, dotándolas de instrucción militar y cuadros de oficiales para su movilización en caso necesario; estarían sujetas al fuero militar y solo cobrarían

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cuando se las enviara a combatir. Así, cerca de doscientas mil personas quedaron encuadradas en estas fabulosas (por lo que tuvieron de fábula) unidades milicianas, dispersas por todas las ciudades, clasificadas en unidades de Blancos, Pardos y Cuarterones, según el color de la población en cada distrito, y eran tanto urbanas como rurales, aunque en la sierra mestizos e indios libres fueron los que las compusieron mayoritariamente. Los vecinos más ricos, poderosos y encumbrados patricios locales fueron nombrados para ser sus oficiales, teniendo derecho al uso de uniforme, tratamientos, preeminencias y distinciones en los actos locales, y diversas exenciones impositivas y judiciales; debían aportar sus peones, yanaconas, huasipungos o gentes de los barrios y pueblos de sus jurisdicciones, para conformar las tropas de su mando. Lo interesante de este plan miliciano es que otorgó un extraordinario poder a las elites locales sobre sus subordinados, los sectores populares de cada distrito. El fuero militar les garantizaba que solo podían ser encausados por tribunales castrenses que ellos controlaban, y poder tratar a sus peones, empleados o vecinos como súbditos de su jurisdicción militar. Es decir, a los tradicionales mecanismos de dominación de las élites sobre los sectores populares se unió ahora la subordinación del mando, la disciplina castrense y la justicia militar. Así, los patricios urbanos o los hacendados fueron los coroneles de estas unidades; sus hijos, eran los capitanes; sus mayordomos o caporales, los sargentos; y sus peones, colonos y siervos, los soldados. El esquema social andino aparece así robustecido y solidificado en este plan miliciano. Los hacendados y poderosos miembros del patriciado local de cada jurisdicción hicieron participar a “sus” milicias en las pugnas y conflictos desatados en la sierra, no solo con motivo de las sublevaciones indígenas y mestizas, sino en los desacuerdos entre ellos mismos, utilizando a sus peones como guardia personal a la hora de dirimir pleitos por la posesión de la tierra o para intimidar a díscolos y disconformes con su poder. Los poderes locales, sobre todo en las áreas alejadas de los centros políticos, se vieron así muy robustecidos y con un importante aparato de presión en sus manos. Constituyeron en sus distritos, con este nuevo instrumento, un poder armado casi inapelable. El gamonalismo serrano contó con otro importante pilar sobre el que sustentarse. En adelante los términos “misti”, “español” o “gamonal” fueron sinónimos de poder económico, social, político, judicial y ahora también militar. Pero, tanto con los nombramientos administrativos o judiciales como con los de los más altos grados militares, las diferencias existentes entre americanos y peninsulares se acrecentaron con el desarrollo de las Reformas. Entre otras razones porque los propósitos de unos y otros fueron cada vez más disímiles, y sus ideas más divergentes. Era opinión muy extendida entre los criollos que los españoles, para obtener estos empleos, solo tenían que alegar su condición de tales, aunque fueran “rústicos e ignorantes”, de trato “despótico” y “desabrido” hacia todo lo americano, como si no hubiera más bondad y belleza que “lo español” o la de “Las Españas”, sin otro argumento que “el ordeno y mando”. Mientras los criollos, pertenecientes a las familias más distinguidas en cada jurisdicción, normalmente más preparados y

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conocedores de la realidad de su propia tierra, tenían que demostrar valías sin cuento y soportar los desplantes y “soberbias” de los primeros. Las reformas habían abierto un tajo en estas relaciones a nivel del funcionarios y militares, haciendo sentir a los americanos, como nunca desde la conquista, que la Administración era el instrumento de una potencia de ocupación. Si en algo estuvieron todos o casi todos de acuerdo fue en que las Reformas administrativas se habían aplicado en función de los intereses exclusivos de un lejano monarca, y muy poco en función de las necesidades americanas, con lo que el resultado no pudo haber sino otro del que fue. Pero el control de las milicias quedó del lado de los criollos. Comercio, producción y circulación. Como se ha indicado, cada una de las muchas guerras del periodo acarreó la interrupción del tráfico oficial y, obviamente, la ostensible e irremediable escalada del contrabando, que nunca faltó y siempre fue consustancial con cualquier operación mercantil en la región. En esas condiciones, el monopolio comercial que sobre el Pacífico ejercía Lima comenzó a derrumbarse a ojos vistas. Por tanto parece lógico que los grupos de comerciantes regionales, en los diferentes puertos que se fueron abriendo al tráfico, se vieran en la disyuntiva de seguir operando monopólicamente con Lima, o descubrir otras posibilidades, tratando directamente con los suministradores europeos. Este mirar de las élites hacia fuera comenzó a constituir su modo más común de operar, estando más atentos a las coyunturas del mercado internacional y regional al que atendían, que a los mecanismos tradicionales heredados de siglos anteriores, donde el Consulado de Comerciantes de Lima marcaba las directrices a seguir en todos los puertos del Pacífico. Las Reformas intentaron por todos los medios reactivar este comercio, que desde mediados del S. XVII había menguado considerablemente. El llamado pomposamente “Comercio Libre” que ya comentamos, y que los políticos españoles vendieron a los cuatro vientos como el mayor logro del reformismo borbónico, respondió exclusivamente a las necesidades proteccionistas de la economía española, y apenas alcanzó sino efímeros logros; pero hundieron el desarrollo futuro de las regiones americanas, en una coyuntura trascendental para su posible inserción en la nueva economía mundial surgida de la revolución industrial europea, condenándolas a transformarse en productoras de metal o de materias primas, y a consumir las manufacturas industriales de los países desarrollados a los precios que ellos fijaran. La reactivación progresiva de la producción de plata en la región andina y la necesidad de metal de las economías europeas, mas el aumento de la demanda como consecuencia de la reactivación económica interna, fueron las razones principales por las que se elevó el volumen de los intercambios trasatlánticos. Después de 1796, cuando el tráfico español quedó inutilizado por las guerras, descendiendo aún más en la década siguiente, el comercio de la región se realizó en su mayor parte con otras potencias europeas, mediante el llamado “comercio con neutrales”. En él España tuvo cada vez menos peso e importancia, tanto como vendedora de sus producciones agrícolas y como compradora de productos americanos.

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En la década de 1800 Cádiz exportó un 50% menos que en 1790-99, y en el otro extremo de la balanza comercial, casi las tres cuartas partes de las exportaciones del espacio andino a España se basaron en los metales; de ahí el peso poderoso de su minería en el comercio internacional de la región. Estas exportaciones de metal, conformando la médula del comercio exterior andino, muestran la existencia de diferenciaciones regionales cada vez más acentuadas. Lima sintió en este periodo la competencia de otras zonas. El Callao, principal puerto del Perú, comenzó a tener síntomas de desactivación, tanto en sus importaciones como en sus exportaciones después de 1780. No se desmoronó el monopolio limeño, aunque sufrió un duro revés porque otros puertos comenzaron a comerciar directamente la plata que hasta ellos llegaba, trocándola por mercancías europeas (en un alto porcentaje, vía contrabando). Entre otras razones porque si los productos del comercio oficial les eran reexportados desde Lima, resultaba más fácil y económico adquirirlos a los buques mercantes europeos que recalaban en estos puertos cada vez con mayor asiduidad. Y también porque parte de esa plata que manejaban, y sobre la que se basaba el juego de los intercambios, era ilegal en un alto porcentaje. Por tanto, no solo Lima sino todos los puertos del Pacífico basaron su comercio en la exportación de metales. Otros productos de exportación no resultaban competitivos ni por su precio (más caros que los producidos en el Caribe bajo un régimen de plantación intensivo) ni por el coste de los fletes marítimos (debían llegar a Europa dando un enorme rodeo). Además, no eran capaces de aproximarse al valor que los metales andinos adquirían en los mercados internacionales. Así hay que considerar el hecho de que las exportaciones peruanas (aún siguiendo las cifras oficiales) estuvieran constituidas por plata en más del 80%. En todo caso, el cacao de Guayaquil, como luego comentaremos sí consiguió ser exportado, pero fundamentalmente a México, donde se hacía con buena plata. El Consulado de Lima, una vez que comprobó conforme pasaban los años que su monopólico “Pacífico cerrado” lo era cada vez menos, intentó -y en una buena medida consiguió- participar también del contrabando con ingleses y franceses. Pero esta operación conllevaba la necesidad de operar monopólicamente con éstos, lo que, como es obvio, no logró. Los grupos de comerciantes de Guayaquil, Paita, Arequipa y Moquegua, Arica, Valparaíso o Concepción, constituyeron núcleos cada vez más consolidados que hicieron una fuerte competencia a los limeños, y acabaron por encontrar salida a su plata y a sus productos (las lanas de vicuña, por ejemplo, del Sur peruano, o el cacao de Guayaquil) independientemente de los designios de la capital virreinal. Además, la ruta comercial de Chile a Buenos Aires a través de Mendoza, creció extraordinariamente, con lo que parte del metal chileno partió también hacia el Atlántico. El Pacífico quedaba, cada vez más, en el dorso del mundo que palpitaba, y las mercancías europeas, ingresadas muchas de ellas por la vía del comercio ilícito a través de Buenos Aires y aún por el Caribe, acabaron por derrumbar los precios en la Sierra. Las manufacturas europeas inundaron la región andina, y la plata partió buscando el océano por cualquier resquicio que pudo encontrar. El resultado fue la descapitalización

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de la región, y la crisis de muchas de las producciones locales que anteriormente se volcaban hacia afuera. El “comercio libre y protegido” de los reformistas españoles quedó muy pronto atrás; apenas fue una sombra fugaz, pero constituyó el prolegómeno de una guerra declarada entre las diversas regiones que conformaban el espacio andino por el control del metal que producían y por las manufacturas que importaban desde Europa. Una situación en la que quedaron seriamente deterioradas las relaciones y la complementariedad productiva y comercial que había ido alcanzando el conjunto del área andina, conformándose bolsas de poder en cada una de estas regiones que pugnaron entre sí por el control de los territorios sobre los que ejercían su dominio. Además, los beneficios que los grupos locales de comerciantes pudieron alcanzar en esta época de bonanza comercial, no fueron incorporados a la economía productiva: normalmente sirvieron para aumentar la suntuosidad de sus vidas (la adquisición de títulos nobiliarios fue una de estas manifestaciones) y hacer crecer su estatus con multitud de donaciones, obras pías, construcción de capillas y adoratorios, o adquisición de bienes inmuebles tanto en las ciudades como en el campo. La minería, pues, siguió constituyendo el motor de la actividad económica; una minería menos concentrada que en siglos anteriores en sus focos tradicionales, y más diseminada por la geografía cordillerana, desde la actual Colombia hasta Chile. En estos años, casi todas las regiones comenzaron a aportar metal, y el oro alcanzó cifras que nunca antes había logrado. Los objetivos fundamentales de las reformas aplicadas en esta parcela de la economía colonial fueron reactivar e incrementar la producción de metales y, sobre todo, aumentar sus remisiones a España. Para ello parecía necesario mejorar las técnicas, tanto extractivas como de beneficio (obtención de la plata del mineral sacado de la mina), para lo que debían crearse Escuelas de Minería donde se fomentara el estudio y el empleo de maquinaria moderna. Debían también ampliarse y remozarse las Casas de Moneda, aplicando nuevas técnicas de acuñación, abandonando el uso de la moneda macuquina (hecha a golpes, de peso y tamaño irregulares) y fabricando cospeles troquelados conocidos como “de cordoncillo”, con los que se evitarían fraudes y pérdidas de metal. Medidas que debían además complementarse con estímulos fiscales como rebajar el precio del azogue y liberalizar el de otros productos básicos; y reducir los impuestos sobre los metales extraídos o eximir temporalmente de su pago a determinadas zonas para fomentar las explotaciones locales. Este conjunto de disposiciones, al igual que el resto de las medidas reformistas aplicadas en otros campos de la actividad económica americana, tuvieron una práctica muy desigual y lograron muy disímiles y diferentes resultados. Las cifras globales para todo el continente demuestran que las exportaciones anuales de metales se triplicaron en el periodo: de los aproximadamente 7 millones de pesos de la década de 1730, la América española pasó a producir 14 millones en los sesenta y 20 millones en los ochenta, y en el caso de la región andina los metales siguieron representando las tres cuartas partes del total de lo exportado. Un 25% de esta plata que salía de la región era para el Rey, pero el 75% restante fue de particulares, que

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remitieron metal como principal mercancía exportable o para adquirir productos europeos que luego revendían en los mercados andinos. En 1720 la minería en los Andes había alcanzado sus mínimos históricos: 3,5 millones de pesos al año, de los cuales la mitad procedía de Potosí. Pero hacia 1760 su recuperación era un hecho, logrando cifras muy superiores a los 5 millones, que en 1800 ascendían hasta los 10 millones anuales. En el Alto Perú, la actual Bolivia, Potosí estaba mejorando, logrando producir 3 millones, una cifra récord en el siglo aunque fuera la misma que en 1650. Y a este viejo centro minero se sumaron los yacimientos de Oruro, Carangas, Porco, Lípez, Chucuito o La Paz. El conocido como “Bajo Perú” -el Perú de nuestros días- había llegado por primera vez en su historia a alcanzar a la producción del Alto Perú, tras duplicar en 1800 los metales extraídos treinta años antes. Las minas de Cerro de Pasco ofrecieron cifras cercanas a los 3 millones de pesos para 1800. Y hay que considerar que, además de este centro minero, se estaban explotando simultáneamente los socavones de Hualgayoc, Castrovirreina, Huarochirí, Arequipa, el Cuzco, Caylloma, Puno (Laicacota), Arica, Jauja, Huantanjaya... En el actual Ecuador los yacimientos de Cuenca y Zaruma, los del valle central, más los reales de minas de Esmeraldas, estaban aportando igualmente importantes cantidades de metal. Aproximadamente el 60% de todo lo extraído se exportaba, pero el resto quedaba en la región. A diferencia de lo que sucedía en México, donde el metal marchaba prácticamente sin intermediaciones desde los Reales de Minas a los puertos, en los Andes la plata era viajera, y recorría los entreverados caminos del espacio económico, creando riqueza y articulando regiones entre sí, situadas a veces a grandes distancias. Los mineros y azogueros que habían sobrevivido a la crisis y ahora vivían un ciclo de reactivación, no vieron con buenos ojos la intervención de las autoridades coloniales –con sus famosas reformas- en estos asuntos, y quisieron ver en sus medidas de fomento un intrusismo que no les convenía. En su opinión, fomentar la minería debía consistir en bajarles los impuestos, proporcionarles más mano de obra forzada mediante las mitas, asegurarles cantidades infinitas de mercurio casi gratuito, concederles créditos baratos y dejarles componer sus propios negocios. A los rescatistas de plata y aviadores de productos a los mineros (siempre al fiado hasta arruinar a muchos de ellos), las Reformas no les convenían, pues fomentaban la producción tratando de evitar la especulación sobre el metal, que era de lo que ellos vivían; si la idea de las autoridades coloniales era evitar intermediarios entre productores y las Casas de Moneda, como receptoras del metal, y proporcionarles a los mineros directamente los créditos necesarios para la adquisición de los insumos, estas medidas dejaban a los rescatistas fuera del negocio. Ni siquiera las Reformas convinieron a una parte de las autoridades indígenas, que se beneficiaban enviando a sus indios a ganar jornal en la minería; ni a los hacendados, que no querían perder la mano de obra casi gratuita de qu edisponán con sus “concertajes”. El crecimiento del trabajo asalariado, en un momento en que la recuperación demográfica comenzaba a notarse en la región, podría llevar a la formación de un campesinado libre que se contratase por su cuenta en las minas, librándose de su control, lo que obviamente no interesaba a los gamonales.

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Algunas de las propuestas de la política reformista pretendían estabilizar la producción y crear una industria que perdurase en el tiempo, aunque necesitaban un esfuerzo inversor por parte de los particulares y una modernización de los métodos y técnicas empleadas hasta entonces. Pero fueron proposiciones tan deshilvanadas, tan mal planteadas y con tanto retraso, por una Administración que generaba tan poca confianza, que su impacto fue mucho menor del esperado. Mientras que en México los mineros fueron capaces de realizar importantes inversiones en la extracción y en el beneficio de los metales con tal de mejorar la producción, porque las rentabilizaban pronto, en los Andes la situación fue muy diferente. Se trataba de una minería poco capitalizada, a veces pequeños socavones o lavaderos, y también muy conservadora. Pocos mineros trataron de mejorar la maquinaria de los ingenios, pues la tónica general fue intentar consolidar su renta minera antes que arriesgarse a lograr un posible aumento de la producción realizando nuevas inversiones. Por eso consideraron que era mejor arrendar los ingenios y aún los socavones, incluyendo a los indios mitayos, la cuota de mercurio que les correspondía y todo lo demás, junto o por separado, a quien estuviera dispuesto a pagar por ellos. Muchos de los arrendatarios fueron españoles recién llegados, que vieron en la minería un medio fácil de enriquecerse a gran velocidad. Para pagar anualmente estos crecidos alquileres, los nuevos empresarios debieron aumentar la producción, lo que se tradujo, al no poseer mayor experiencia y sabiduría en el arte de los metales, en un fuerte incremento de la presión sobre la mano de obra: mitayos más apretados, más cargas de tareas para todos y jornales más bajos, en un ansia incontenible de que los ingenios devorasen noche y día más y más cantidades de mineral; y evadir toda la plata que pudieran, negociar con el azogue y endeudarse con los rescatistas y aviadores si el negocio venía malo. La mano de obra fue otro determinante fundamental para el desarrollo de la minería andina, tanto la forzada por las mitas como la que trabajaba a jornal. La primera, heredada del pasado, parecía imposible que pudiera ser sustituida, e hizo que los mineros acabaran por ser acopiadores de indios antes que empresarios modernos y eficientes. Para estas fechas, el desarrollo de las comunidades y su inserción en la economía colonial habían llevado a la mayor parte de los distritos mitayos a pagar en plata lo que debían servir con trabajo. Era señal de que las comunidades se estaban recuperando y tenían capacidad monetaria como para hacer frente a este viejo y sangriento lastre como eran las mitas. Los mineros debieron buscar entonces otro sistema para hacerse con la necesaria mano de obra, como el peonaje endeudado o la coacción sin paliativos a las comunidades. Además, el crecimiento de las haciendas en la región andina generó fuertes conflictos entre mineros y hacendados por el control de la mano de obra. Efectivamente, las cosas estaban cambiando en la sierra; el campesinado comenzaba a tener un peso específico importante y la minería constituía sólo una más de las actividades económicas en que podía desempeñarse. Un aspecto que sí representó una novedad importante en la región andina respecto de momentos anteriores fue, como indicamos, el auge de la minería del oro, en especial en la actual Colombia, en Ecuador y en Chile. Entre 1750 y 1800, la

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producción de oro en la Nueva Granada creció considerablemente. En Antioquia y el Valle del Cauca y Popayán, mestizos y esclavos negros avanzaron desde el actual centro-sur colombiano a la costa del Pacifico, siguiendo el curso de los ríos buscando nuevos placeres, lo que demuestra la gran movilidad que tuvo la geografía del oro en esta región. Fue abundante la producción aurífera en el Chocó, en Barbacoas o en Tumaco, y más al sur en Esmeraldas, aunque la ausencia de Cajas Reales imposibilitó su control fiscal. El desarrollo agrario de la región se fue también consolidando. Variedad y especialización fueron dos de las características del periodo. Este desarrollo agrícola y ganadero muestra el crecimiento experimentado por las economías regionales, que tuvieron aquí la particularidad, en contraposición con otras zonas americanas, de atender en menor grado a la producción destinada a la exportación y dedicar mayores esfuerzos al mercado interno; sobre todo a las zonas mineras, de nuevo en expansión; a las ciudades –también creciendo en población y por tanto en capacidad de consumo-; y a las nuevas zonas económicas que se fueron generando. Productos destinados a la exportación, como el cacao, el índigo, la cascarilla, el azúcar, el tabaco o los cueros, alcanzaron una importancia evidente en el conjunto de la producción agraria andina, pero su impacto sobre las economías subregionales no fue tan grande como el que tuvieron en otras áreas americanas. La gran propiedad rural, en perjuicio de la tierra de las comunidades indígenas, siguió creciendo a lo largo del periodo. La hacienda agroganadera desbordó sus propios cauces, en tamaño e importancia, y se transformó en el centro articulador de buena parte de la producción agraria, siendo el origen de los grandes latifundios de los siglos XIX y XX. La mayor parte de esta producción estuvo articulada en torno a las haciendas dedicadas al mercado inter e intrarregional, y en torno también a la producción de las sociedades campesinas, de las comunidades y pueblos de indios y mestizos, destinadas a atender los mercados locales y el autoconsumo. Haciendas y comunidades indígenas y campesinas coexistieron en el tiempo y el espacio, compartiendo en mayor o menor medida las mismas facetas productivas, aunque establecieron distintos mecanismos de comercialización. En resumen, conformaron una mixtura difícil de desentrañar que dotó a la región de unas condiciones bien sui generis. En el territorio del actual Ecuador, la dicotomía entre economía hacia afuera y economía hacia adentro en una misma jurisdicción político-administrativa (la Audiencia de Quito), pareció establecida a mediados del S.XVIII. En adelante, esta dicotomía no haría sino aumentar. En la sierra, desde Imbabura a Loja, se simultanearon dos tipos de producción: la de autoconsumo y la de alcance local-regional, pudiéndose distinguir el norte del sur. En la costa en cambio, se consolidó definitivamente la economía de exportación, basada en las plantaciones de cacao y en las ventas de cascarilla. Simplificando, hallaríamos haciendas de gran extensión en el norte, medianas y pequeñas propiedades en el sur cuencano y lojano, y plantaciones agroexportadoras instaladas en la costa. La producción de cacao fue creciendo casi sin interrupción desde 1760 hasta 1820, triplicándose en los últimos treinta años del siglo. El cacao representaba más de la mitad de las exportaciones del puerto de Guayaquil,

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obteniéndose a cambio metálico con el que se financiaban otras operaciones, sobre todo la adquisición de mercancías europeas que luego eran introducidas en Quito, Cuenca o en la misma Lima. La comercialización del cacao estuvo prácticamente en manos de comerciantes limeños, que lo exportaban a México o lo llevaban hasta el Callao para distribuirlo por el resto de América del Sur. De ahí la clara vinculación existente desde entonces, luego redefinida en las guerras de Independencia, entre Lima y Guayaquil. Las haciendas de la sierra norte ecuatoriana crecieron mucho en esta época a costa de las tierras de comunidades indígenas, a las que acabaron por absorber y retuvieron también buena parte de la mano de obra excedentaria surgida tras la crisis de los obrajes textiles. Estas haciendas, poliproductoras (maíz, trigo, papa, ganado, incluso incorporando algunos telares) generaron un modo particular de producción, mezcla de economía de subsistencia y de economía interregional (dirigida hacia la Nueva Granada y hacia la costa). Y fueron por muchas décadas el núcleo en torno al cual giró la vida de miles de campesinos del norte ecuatoriano, constituyendo la base de sustentación de la oligarquía tradicional quiteña y de otras zonas como Riobamba, levantadas sobre el gamonalismo, la gran propiedad y el control abusivo de la mano de obra indígena y campesina. Al Sur, Cuenca ofrecía un modelo diferente. Su producción tradicional de cascarilla fue desapareciendo por el agotamiento de los árboles de quina ubicados en el oriente cuencano y lojano, pero sus élites más emprendedoras hábilmente iniciaron un proceso de diversificación productiva, incrementando sus relaciones con Guayaquil y con la costa en general (Machala y Piura). Hasta allá enviaban hortalizas, legumbres, pan y harinas, aguardiente, tocuyos (tejidos de algodón), lienzos, ganado vacuno, y mulas desde Loja. De la costa subían algodón para sus textiles, arroz y manufacturas importadas, que luego distribuían por los circuitos serranos del interior, llegando incluso hasta Lima por la ruta de la costa peruana. Cuenca resume lo que fue una producción agrícola diversificada de alcance subregional: atendía con algunos productos al mercado internacional (cascarilla); con otros la demanda regional (trigo, azúcar, y ganado); y con otros a la interna (maíz, papas, arroz o menestras). Como también intervino en la producción textil y aceitó los mecanismos de comercialización y distribución de todos estos productos, podremos entender mejor la prosperidad económica del Sur de la Audiencia de Quito en estos años, y la consolidación de un modelo económico y social diferente al del norte ecuatoriano. En el Bajo y Alto Perú también se dejó sentir la dicotomía costa-sierra: en la costa, haciendas con esclavos, azúcar y vid; en la sierra, haciendas y comunidades indígenas compaginando actividades agrícolas y ganaderas. Las primeras se volcaban al mercado interregional; las segundas atendían la demanda local y también la de otras áreas serranas, articulando un gran espacio de producción y circulación en las alturas de la cordillera. Generalizando para toda la región andina y más especialmente para la serrana, hemos de concluir que la actividad productiva agrícola y ganadera se realizó en dos ámbitos bien diferentes, pero que coexistieron en el mismo espacio: las haciendas y las

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comunidades. Las haciendas serranas atravesaron en estas fechas una fase de gran desarrollo. Situadas normalmente en la zona de quechua (a media altitud en el contexto del horizonte vertical andino), simultaneaban la producción agrícola y la ganadera. Normalmente no tenían por qué tener concentrada la propiedad en un mismo área. Muchas de ellas mantenían en la zona de quechua los cultivos tradicionales; en los valles, frutas y hortalizas; y en las alturas de las punas y páramos desarrollaban la explotación ganadera. Existió un creciente nivel de especialización en las haciendas serranas, necesaria para atender a una demanda cada vez mas amplia y diversificada, sobre todo en las ciudades. Por esta razón se lanzaron rápida y vorazmente a la conquista de nuevas tierras para ponerlas en explotación, entre las que incluyeron en primer plano a las comunidades indígenas. El valor de la tierra creció desde mediados del siglo XVIII. Tras la expulsión de los jesuitas, se liquidaron públicamente sus bienes -el llamado “Ramo de Temporalidades de la Compañía”-, y así salieron al mercado las numerosas haciendas que poseían, las mejores y mejor explotadas de cada jurisdicción. Estas ventas concentraron aún más la propiedad. Entre ventas de temporalidades jesuíticas, más las composiciones de tierras, compras fraudulentas y nuevas ocupaciones ilegales, las haciendas en manos de particulares fueron cada vez más y más grandes, se extendieron por la sierra y desplazaron a muchos indígenas de sus tradicionales zonas de cultivo. Algunas comunidades pudieron resistir; otras se vieron compelidas a seguir trabajando en sus antiguas propiedades para los nuevos amos. Fueron las que José María Arguedas llamó “las comunidades cautivas”. Estas haciendas, dada su extensión y dispersión, eran arrendadas por sus propietarios en su totalidad o en parte. Normalmente la mejor zona, donde se situaba el “casco” o casa-hacienda, se reservaba para la producción propia y directa del hacendado, estando situadas cerca de pueblos o ciudades de españoles, su mercado principal. O también cerca de la costa, para exportar su producción. Muchas quedaron sometidas a créditos y censos, con lo que buena parte de los beneficios se evaporaban pagando deudas vencidas. Pero, en general, bien administradas, resultaron un excelente negocio. Además, apenas si pagaron impuestos, ya que los intentos de la Administración colonial por hacer tributar a los hacendados no tuvieron mayor éxito. Muchos hacendados se transformaron en especuladores de productos, ahogando a los mercados locales con la imposición de precios abusivos cuando la competencia no era muy fuerte. Otro tipo de haciendas eran las de la Iglesia, bien de las órdenes religiosas o de los obispados o parroquias. Muchas eran arrendadas; otras las explotaban directamente poniendo al frente de ellas un mayordomo. La mayor parte de la mano de obra la obtuvieron los propietarios mediando sistemas compulsivos y coactivos, en un amplio abanico que osciló entre el peonaje cautivo por deudas, los conciertos o el conchabo, hasta los arrendamientos, todos ellos más o menos forzados y dolosos. La figura más extendida fue la del “concertaje” (colonato, colonos o yanaconas en el Alto Perú, huasipungos en Ecuador, inquilinato en Chile, terraje en Nueva Granada, conchabados en el Norte Argentino...) Los peones (y sus familias) realizaban un concierto o arreglo con el amo y patrón quien les facilitaba una parcela de su propiedad (obviamente de la peor calidad) para que la cultivaran, a

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cambio del trabajo en la hacienda y de una parte de lo que produjeran. El terrateniente los socorría (el famoso “socorro”) con algunas ayudas (normalmente comida, ropa, aperos, alcohol) que anotaba en sus cartillas (las rayas), y por las que se endeudaban con el amo durante años. Dejaban de ser campesinos libres hasta que no liquidaran dichas deudas y finalizasen así el “concierto” o conchabo. Mientras, quedaban física y legalmente atados a la propiedad. Para estos “colonos” semejante régimen laboral significaba no pagar tributo ni estar obligados a cumplir mitas en sus comunidades, de las que se desvinculaban, pero pasaban a formar parte de la hacienda como un bien más. Por eso una hacienda no valía tanto por la tierra sino por los indios que “contenía”, igual que el ganado. Los colonos normalmente podían transmitir de padres a hijos el “derecho” a trabajar esa tierra cedida, si las relaciones con el amo no sufrían mella ni merma, debiéndoles “como le debían” infinita lealtad y obediencia en todo. La Administración colonial no hizo nada o casi nada para atajar estos abusos. Eran parte consustancial del sistema. Las prestaciones de servicios al patrón, además de la entrega de parte de sus cosechas y de su trabajo en la faenas agrícolas de la hacienda (los cálculos más optimistas señalan más de 320 días al año), tomaban a veces la forma del pongaje. Pongos eran los indios e indias de servicio en las faenas domésticas de la casa-hacienda, por ejemplo; pongos eran también los que transportaban y vendían en los mercados los productos de las cosechas del patrón; pongos los que cuidaban el ganado del amo en los pastizales de altura, aunque pudieran llevar una parte del suyo propio; pongos también los que el patrón cedía a determinadas instituciones (hospitales, conventos, construcción de edificios públicos) para que trabajaran allí durante determinado tiempo... Algunos colonos podían vender su producción fuera de la hacienda, entregando al dueño una parte del beneficio. En tal caso simultaneaban el servicio del pongaje con sus propias transacciones. En definitiva, un sistema abusivo, coercitivo, que hizo crecer la producción agrícola en la sierra, pero, como siempre y en todo, a costa de la mano de obra de los indios. En ocasiones, y especialmente para periodos de cosecha, las haciendas contrataban temporeros. Eran normalmente “indios forasteros” instalados en las comunidades, que pagaban una parte del alquiler de las tierras comunales que tenían arrendadas con el salario que recibían en las haciendas. Todo un complejo circuito que cada vez se ampliaba más y más. Como indicamos, en la cordillera andina haciendas y comunidades compitieron en los mercados locales con los mismos productos: coca, quinua, papas, maíz, trigo; y ganadería de llamas, alpacas y ovinos. La comunidades y los pueblos de indios y mestizos, también metidos de lleno en la producción con destino a estos mercados que crecían en importancia, participaron activamente de esta economía en expansión. Cada vez menos articuladas en torno al trabajo colectivo, las economías domesticas y familiares de comuneros y forasteros se fueron especializando en determinados productos de mejor y mayor venta en los mercados, aunque fueran de consumo muy local. Todavía se buscaba el equilibro que permitía la verticalidad del paisaje agrario andino, la complementariedad productiva siguió siendo importante, y el trueque entre productores aseguró el acceso a una amplia gama de bienes de consumo, aunque cada

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uno de ellos procediera de un ámbito distinto de especialización. Esto animó considerablemente los mercados, especialmente los de los pueblos más pequeños, donde las ferias semanales que en ellos se celebraban se hicieron imprescindibles para completar y ampliar la cadena alimenticia de subsistencia. Otros productos, más especializados o estacionales, originaron una comercialización también estacional, circulando por grandes áreas, a veces a larga distancia. Las comunidades y sus economías familiares no quedaron ni mucho menos fuera del proceso de aceleración de este movimiento general que arrastró a la producción y a los mercados. Por el contrario, fueron parte fundamental de los mismos, aunque muchas veces sus actividades resultaron opacas a la administración. Quizás debido a esa opacidad pudieron atravesar más fácilmente las grandes crisis del periodo, y resistir de mejor modo las graves sacudidas que conmovieron este espacio económico serrano durante las décadas que siguieron. Pero las comunidades indígenas, como formas propias, autónomas y autoorganizadas de trabajo y propiedad, vivieron en estos años un periodo de contracción. Y ello por varias razones: la ampliación del mercado agrario y el mayor número de productos que en él circulaba mostró las limitaciones de una producción comunitaria que, en cuanto debía asegurar el autoabastecimiento básico del total de los comuneros y el pago del tributo, normalmente dejaba poco lugar a especializaciones y a experimentos comerciales de dudosos resultados; ello las hizo muy dependientes de las adquisiciones en las ferias de los pueblos de otros muchos productos, cada vez en mayor número y cantidad. La economía familiar y domestica adquirió en cambio mayor desarrollo: muchos comuneros se aplicaron a la producción de cara al mercado, tanto agrario como artesanal y textil, abandonando o reduciendo sus contribuciones en trabajo o en especie a la comunidad, porque las actividades particulares en el seno de las familias ofrecían mayores beneficios o aseguraban de mejor modo la subsistencia. El aumento de las cargas impositivas del reformismo borbónico, la mayor presión de los hacendados sobre las tierras comunales, los repartos abusivos y las mitas, mermaron la capacidad de respuesta colectiva de la comunidades, y abrió mayores perspectivas a las soluciones individuales; de ahí el elevado número de indígenas que decidieron emplearse como yanaconas en las haciendas renunciando a sus orígenes. En otros casos, la actitud de algunos caciques, curacas y otros principales indígenas, cada vez más integrados en el sistema de autoridades coloniales, y más pendientes de su propio progreso social y económico, les hizo perder prestigio cuando no legitimidad al interior de algunos grupos. La cuestión de los linajes se había vuelto para algunos de estos curacas una cuestión trascendental. Pero era una batalla que parte de sus comuneros no parecía compartir, en la medida que no les reportaba mejoras tangibles en sus difíciles condiciones de vida; por el contrario, hubo casos en los cuales los mayores gastos que conllevaba esta nueva forma de comportamiento social, muy próxima a lo cortesano y lo suntuoso, recayeron también sobre ellos. Lo que para algunos caciques significó un legítimo y significativo empoderamiento como autoridades indígenas en el contexto de una nueva conformación de las elites serranas,

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para otros no fue sino una respuesta mimética de integración en el modelo de dominación colonial. El nuevo valor que fue alcanzando la tierra durante este periodo tentó a algunos de estos curacas a negociar las tierras comunales: arrendándolas, lo cual no era exactamente una novedad, en la medida que el arriendo de parte de las tierras comunales a los “forasteros” venía de antiguo, pero malversando ahora esta renta en negocios especulativos y particulares; o vendiendo la tierra comunal fraudulentamente (son abundantes los pleitos de las comunidades contra sus caciques por este engaño); o transformándose ellos mismos en hacendados, comprando tierras o quedándose con las de su comunidad, con comportamientos y actitudes difíciles de distinguir de los demás blancos propietarios. De hecho buena parte de las autoridades indígenas de las tres últimas décadas del siglo XVIII aparecen como hacendados, grandes propietarios de tierras, ganados, negocios en los pueblos y ciudades, tratantes, arrieros, comerciantes al por menor y al por mayor, trajinantes... es decir, plenamente involucrados en primerísimo plano en el mercado colonial. Y muy relacionados con los mestizos, otro de los grupos más emprendedores y dinámicos del momento. Y toda esta actividad agraria, tan compleja y mutante, estuvo además íntimamente relacionada con otro tipo de producción: la textil, también característica del periodo y del mundo andino en particular. Aunque se trató fundamentalmente de una producción artesanal y doméstica, algunos autores han querido ver en ella una actividad protoindustrial. Pero las Reformas borbónicas intentaron desmontar todo lo que en América pudiera impedir la adquisición de productos industriales españoles, y los textiles eran una de las piezas claves de esta nueva política. Las manufacturas obtenidas en los obrajes, que se habían desarrollado desde el S. XVI para atender a las necesidades de la población indígena con tejidos bastos, e incluso a la mestiza y blanca con productos más elaborados, crecieron extraordinariamente hasta alcanzar cifras muy importantes en 1680-90. A pesar de la alta productividad de los grandes obrajes, era mayor la producción que se alcanzaba en el conjunto de los telares pequeños, denominados “chorrillos”, dispersos por toda la geografía andina. Una producción textil que recibió un duro golpe con el establecimiento del Libre Comercio, posteriormente con el comercio con neutrales y definitivamente con la masificación del contrabando tras la interrupción de las comunicaciones metrópoli-colonias. La producción fue disminuyendo lenta pero efectivamente debido a la irrupción en el mercado andino de los textiles importados. No tanto los españoles, sino los textiles ingleses, de bajísimo costo e ingresados vía contrabando. El volumen de textiles europeos se quintuplicó, y el mercado de tejidos en los principales mercados andinos pudo considerarse saturado a principios del S. XIX. Pero fue un proceso gradual. Los obrajes quiteños, seguramente los más famosos y de mayor impacto a nivel subregional, continuaron funcionando, aunque a menor ritmo. La opción que mejor sobrevivió fue la del tejedor/tejedora domestica, individual o en pequeños grupos familiares, por ser menores sus costos laborales, y porque abandonaron la lana para cambiar al tejido de algodón. Los chorrillos se hicieron más numerosos y más pequeños. La lana quedó para tejidos angostos y ordinarios (los

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“paños”, jergas y “ropa de la tierra”); en cambio los tocuyos y los lienzos de algodón, se multiplicaron. Estos productores dispersos comercializaban los textiles en los mercados urbanos, y a veces los trocaban por productos alimenticios: es decir, se desarrollaron las tradicionales formas domesticas de producción, que incluso eran estacionales, cuando no se trabajaba en siembras o cosechas, bien en la tierra propia, en la arrendada, en la de comunidad o como temporeros en las haciendas. Así, esta producción textil acompañó siempre a la actividad agraria, resultando un complemento muy importante. Y todo ello (metales, productos agrarios, productos textiles, bienes y mercancías europeas) atravesaron y entretejieron una enrevesada trama de circuitos donde personas, bienes, metales y mercancías se encontraban y desencontraban, se mercadeaban, trocaban, y cobraban valor en un complicado juego de intercambios. La región andina fue todo ella el gran espacio de la circulación. Lo primero a señalar para entender este espacio es que el aumento de los mercados internos y la aceleración de la circulación se debieron fundamentalmente al crecimiento demográfico (sobre todo en las ciudades) y al incremento de la producción minera. Fue ciertamente un desarrollo al alza, pero que se vio limitado por las mayores exportaciones de metal (lo que produjo una notable perdida de liquidez) y por el considerable aumento fiscal que hizo disminuir el consumo. Ambos determinantes produjeron la desaceleración de un proceso que caminaba muy rápidamente. En este sentido, las Reformas borbónicas deterioraron el desarrollo económico andino al tratar de potenciar la orientación externa del comercio y de la producción. No atendieron la necesidad básica de mejorar las comunicaciones internas para favorecer la riqueza generada en estos intercambios regionales, que producían muchos beneficios adentro del espacio, y solo se interesaron por aumentar las exportaciones. Otro aspecto importante que caracteriza a esta circulación en el espacio andino fue la especialización alcanzada por la producción interna. Como ya se indicó, existían dos o tres productos (aparte el metal) de salida internacional, pero el resto quedaba para el consumo interno, con especializaciones regionales. El espacio económico estaba sumamente diversificado, y esto fue algo que las Reformas no entendieron y por eso fracasaron en sus intentos de reglamentarlo. La cantidad de artículos implicados en estos intercambios fue siempre muy elevado, unas veces en pequeñas cuantías, otras mucho más gruesas; a veces a largas distancias, otras sin abandonar la escala local. En la producción y el intercambio participaban no solo las élites sino también sectores intermedios urbanos, trabajadores, artesanos, y los campesinos mestizos o indígenas, fueran comuneros, forasteros, colonos o yanaconas. Todo el sistema se basaba en el trabajo (forzado o voluntario) de los productores, desarrollado de mil y un modos, y en mil y una circunstancias; a veces ellos mismos los comercializaban, otras se encargaban distintos especialistas; a veces las ganancias eran muy importantes, otras muy exiguas... Una circulación que, además, no contó con los instrumentos del crédito (tales como letras de cambio o medios para transferir pagos a larga distancia) necesarios para tales operaciones. Los que se usaron fueron pobres y escasos. La plata o el oro, el metal, eran la mejor y más sólida garantía. Cuando había buena moneda, anotaban los contemporáneos, los tratos a larga distancia mejoraban, porque existía mayor confianza

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entre los comerciantes. Por eso la desmonetarización y la pérdida de liquidez que originaron las reformas borbónicas, con la saca masiva de metal, afectaron tan negativamente a la circulación. Ante la carencia de medios de cambio, se usaron monedas sustitutas (productos como el cacao, la coca, el azúcar...) o monedas en su valor más bajo que no eran captadas para su remisión fuera de la región. Por todas estas razones, en buena parte de las operaciones comerciales se usaron mecanismos de intercambio cooptados de la experiencia andina tradicional: por ejemplo, el trueque en los mercados, o asignando valores estables a determinados productos (las llamadas “monedas de la tierra”), o estableciendo “redes de confianza” para las operaciones a larga distancia, donde el crédito descansaba sobre las parentelas familiares, tan extensas y complejas en el mundo andino, que proporcionaban seguridad en los pagos, cobros y desplazamientos de los productos y mercancías. Si todo lo anterior lo relacionamos con las convulsiones y oposiciones que las Reformas produjeron a nivel general, especialmente con el incremento de la presión fiscal; con el intento de reconducir este proceso de autarquía y desarrollo endógeno serrano hacia los intereses de una política metropolitana de cortas miras y estrictamente colonial; con el proyecto económico de los hacendados, enfrentados con virulencia a las fuerzas antaño poderosas de la comunidades; con los abusos, cada vez más flagrantes y menos atendidos por la justicia colonial, que hacendados, mineros y comerciantes cometieron contra los campesinos más indefensos; con la crisis textil que dejó inermes a muchos productores, debiendo reubicarse en un mercado laboral ya muy saturado; con el nuevo valor que alcanzó la tierra y la feroz política de acumulación de propiedades que emprendió la mayor parte de los grupos de poder a nivel local y regional; con la oposición que las clases criollas urbanas mantuvieron sobre el proyecto político borbónico que les alejaba de las instancias de poder local y regional que hasta entonces habían ejercido... tendremos la imagen del complicado tapiz de mil nudos, formas y texturas que conformó la realidad andina del periodo, y que adquirió una de sus formas de expresión en las múltiples, violentas y sangrientas manifestaciones de protesta, de insumisión o de abierta rebelión, que sacudieron la cordillera antes de la independencia. Como diversos autores han demostrado, los disturbios, motines, asonadas y levantamientos que conmovieron toda la sierra ecuatoriana antes de 1810 protagonizados por indígenas y mestizos, la gran insurrección de Túpac Amaru en el Perú o las de los Katari en la actual Bolivia, tenían sólidas y fundadas razones para llevarse a cabo. El muro de injusticias que había acabado por construirse en toda la región andina, y consolidado en estos años del siglo XVIII, iba a conducir a los acontecimientos de 1809 y 1810. Cuando las elites criollas más comprometidas con sus patrias respectivas, e ideológicamente más proclives al autogobierno, comprendieron que había llegado la hora de poner fin al régimen colonial, lideraron un movimiento que llevaba años larvándose en el corazón de los Andes e iniciaron el largo camino hacia la libertad.

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