El sexo de las salamandras, Fabián Mauricio Martínez G..pdf

May 31, 2017 | Autor: F. Martinez Gonzalez | Categoría: Literature, Literatura Latinoamericana, Literatura, Novela colombiana, Bucaramanga, Novela Corta
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Descripción

El sexo de las salamandras

El sexo de las salamandras Fabián Mauricio Martínez G.

Premio de novela 2015

Programa Departamental de Estímulos a la Creación y Producción Artística en Santander.

Organiza:

Opera:

Secretaría de Cultura y Turismo

Ambidiestro Taller Editorial

El sexo de las salamandras

Primera Edición: diciembre de 2015 © Fabián Mauricio Martínez González, 2015 © De esta edición: Ambidiestro Taller Editorial, 2015 Dirección editorial: Juan Francisco Carrillo P. Corrección de estilo: Jesús Antonio Álvarez. Ilustración portada: Javier Antonio Mebarak Báez. Fotografía autor: © Gabriel Corredor Aristizábal. Diseño y diagramación: Ambidiestro Taller Editorial. ISBN: en la Contratapa. Impreso en Colombia - Printed in Colombia www.tallerambidiestro.com [email protected] Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción y distribución total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, fotocopiado u otro; sin la autorización escrita de los editores, bajo las sanciones establecidas por la ley.

Para John Sanabria, porque al empezar a escribir este libro, me dio la sabiduría del que sabe que no sabe. Para mis padres que, pese a lo que sea, siempre me han apoyado en esta extraña aventura literaria. Y para ti que, aunque ya no estés conmigo, me devolviste la alegría que me hacía falta para terminarlo.

Roxanne, you don’t have to wear that dress tonight walk the streets for money you don’t care if it’s wrong or if it’s right Sting, Roxanne

Ahí, los relinchos, la fatiga del animal, en tu cintura su brazo y a ratos el sabor de sus cabellos que el aire incrusta en tu boca. Taconea siempre, ya llegan, usa el látigo y, de nuevo, aspira el olor de esa mañana, el polvo y la loca excitación de esa mañana. Entra sin hacer ruido, cárgala, sube la angosta escalera de la torre, siente sus brazos en tu cuello como un collar vivo y ahí los ronquidos, la zozobra que separa sus labios, el destello de sus dientes… Mario Vargas Llosa, La Casa Verde

• Índice de Capítulos • Prólogo 13 Pelos rojos/cerdas negras 17 Baloncesto en Provenza 21 Ella le echaba la culpa a la luna 25 El olor de la cuca de Nancy 29 El cliente siempre tiene la razón 35 Cicatriz Club 37 Ardorosos trazos azules 41 Una mujer bonita 45 Bussiness are bussiness, querida 47 Sueños salpicados de fresitas 53 Un ojo de luz oscura 57 Labios eléctricos 61 Sayonara Aruba 63 Moscas y cucarachas 67 Panamá City 71 John estuvo aquí 75 Las caleñas son como las flores 79 El lago 83 Esa maga del videotape 87 El banquete 91 La diosa y la lechuza 95 Vísceras sobre las luces 97 Una piscina con animales salvajes 101 Y eso me parece cosa bonita 105 Un corazón lleno de mariposas 107

Prólogo En la primera novela de Fabián Mauricio Martínez hay dos personajes perfectamente definidos: Aura María y P.M. Ella, la prostituta encantadora, vive en el pasado. Mientras complace a sus clientes piensa en la época en que fue feliz con su abuela materna, en un lejano pueblo de Santander. Él, por su parte, anhela el futuro. Siempre ha huido del presente. Odió el colegio mientras fue estudiante, y no es muy feliz que digamos con su trabajo en el Cicatriz Club, el lugar en el que conoció a Aura María. Mientras dan un paseo en bote conocen el amor. El problema es que, en ese único instante de felicidad que concede la novela, Aura María y P.M. reman en sentido contrario. No reconocen que lo único que comparten es el presente. En esta novela hay, también, dos temas perfectamente definidos: el sexo y la muerte. Aura María, de niña, ama a Marcel Espitia, quien muere de una pedrada mientras fornica con ella en el río. P.M. ama a Camila Mejía, su compañera en Séptimo B, quien se burla de su torpeza a la hora de jugar básquetbol. En los dos casos es un adulto el que acaba con la felicidad, con la inocencia y la infancia: don Apolinar mata a Marcel para quedarse con Aura; y el entrenador de P.M. le recuerda a este, entre gritos, que no es más que un idiota. La entrada en la vida adulta para ambos es traumática. De ahora en adelante no será posible la felicidad: los dos saben que, luego del placer, viene la perdición. En la primera novela de Fabián Mauricio Martínez hay, por si fuera poco, dos pérdidas perfectamente definidas: P.M., página tras página, pierde a Camila, Nancy y Miriam. Con cada derrota muere algo en él. Personaje autodestructivo, P.M. exterioriza su fracaso de forma agresiva: va al gimnasio, se hace fuerte y es feliz empalando pollos en un asadero. P. M. pierde así, sin notarlo, su fe • 13 •

en la felicidad. Aura María, por su parte, pierde a Marcel, Jonathan y Maximiliano, y con ellos su fe en el amor. Luego se conocen y se pierden el uno al otro. Tal vez Felipe, otro de los personajes de la novela, es quien mejor expone el error en que han incurrido Aura María y P.M.: ¿Por qué no fornicar por puro placer? ¿Por qué casarse o ennoviarse para acceder a esa belleza? ¿Por qué fingirse civilizados y negar los instintos naturales? Por eso mis papás se divorciaron. Si hubieran sido honestos aún andarían juntos, les faltó liberarse, mirarse de frente y decirse todo lo que realmente pensaban y sentían. Pero no lo hicieron, ningún adulto lo hace, porque los adultos son falsos y cobardes y convenientes. Viven presas del miedo, del dinero y del desamor. Yo no voy a ser como ellos. Descubrí la liberación y voy a ejercerla hasta el final de mis días. Lo que ninguno de ellos sabe es que, para llegar a esa liberación, hay que renunciar al amor. Y quien porfía en su búsqueda debe morir. O renunciar al placer. Por eso esta novela nos ofrece una belleza sórdida. El ambiente prostibulario no está en el Cicatriz Club, sino en el alma de sus personajes. Son sus decepciones y sus frustraciones las que confieren una niebla de derrota a la novela de Martínez González, en la que, además, hay dos ausencias perfectamente definidas: Aura María sufrió la muerte de su abuela, y P.M. la partida de su madre. Y cuando se encuentran son adultos, según la definición de Felipe: falsos, cobardes y convenientes. Solo la proximidad de la muerte los hará conscientes de sus errores. Solo esta novela nos dirá cuánto tenemos nosotros de adultos, cuánto nos falta para descubrir la libertad y ejercerla hasta el final de nuestros días.

Jesús Antonio Álvarez Flórez. Escritor y docente. • 14 •

El sexo de las salamandras • Novela •

Pelos rojos/cerdas negras La cabellera gris en la espalda de la abuela Zoraida aleteaba como un pájaro. Sus pies subían la colina y su voz arreaba a Panchita, nuestra vaca flaca, que caminaba con pereza. Detrás de mi abuela iba yo con un apretado camisón que solía cubrir mis rodillas, pero que en ese momento apenas tapaba mis muslos. Hay que comprarte ropa, decía mi abuela, fastidiada por las miradas de los vecinos de las casas que bordeaban la colina. Yo, en lugar de ponerme de mal genio, empinaba mis piernas y mostraba mi culo, mientras les sonría a los campesinos acodados en las cercas. Mi abuela, por supuesto, no se daba cuenta. Fueron tiempos bonitos los que viví en ese pueblo. Había nacido allí y la niñez tan llena de guayabas, palos de mango y cultivos de tomate, se había convertido en otra cosa: en mis piernas largas, mis caderas anchas y un vellito rojo en mi sexo que me encantaba enredarme con los dedos. La primera vez que descubrí la maravilla entre mis piernas tenía doce años. Mi abuela había bajado de la casa a recoger una encomienda que le habían enviado de Bucaramanga. Yo me quedé en la cama pensando en Margarita Rosa de Francisco, en sus churcos alborotados, y no sé por qué me calenté toda. Cogí la almohada, la apreté entre mis piernas y fue tan rico estar doblada en la cama, con mis manos apretando mi vellito rojo, que cada vez que mi abuela se iba yo me pegaba a la almohada, feliz. Eran los años en que nada me preocupaba. Eran los años en que acompañaba a mi abuela en todo lo que hacía: colgar las sábanas en el tendedero, despescuezar una gallina para el sancocho, recoger moras en el monte e ir a misa de seis de la mañana los domingos. Pero mi abuela murió muy rápido y yo me quedé sola, y los años felices no volvieron nunca. Recuerdo que, apenas llegábamos a la casa, yo me metía en la cocina y me ponía hacer el caldo. La abuela encerraba a Panchita en un pequeño potrero y guardaba las gallinas y los pollitos en un corral. Las noches eran frías, así que luego de • 17 •

beber la sopa nos íbamos a dormir. Los viernes nos levantábamos en la madrugada, ordeñábamos a Panchita y cogíamos varios pollitos. Eran los días de mercado y se los vendíamos a don Luis Castellanos, el hombre que los pintaba con anilina de colores y los rifaba a niños, mujeres y abuelos. El mercado abría sus puertas a las tres de la mañana. Llegaban campesinos con bultos de yuca, papa y cebolla, mientras los camiones se estacionaban en los alrededores de la plaza. Camiones con plantas, pesticidas, ovejas y circos ambulantes. Circos de un solo número, en los cuales, por unas monedas, se ingresaba al furgón para presenciar algún fenómeno del campo: una vaca con tres ojos, un niño con escamas, el hombre tigrillo, unas hermanas siamesas o un mobiliario de estatuas de cera. Mi abuela y yo caminábamos montaña abajo desde nuestra casa, arrastrábamos los pies sobre las piedrecitas de las calles del pueblo, atravesábamos el arco de hierro del portal de la plaza de mercado. Encontrábamos un puesto cerca de la entrada y vendíamos la leche de Panchita y los huevos rojos de nuestras gallinas. A esa altura yo ya había entregado los pollitos a Marcel Espitia, un jovencito de mi edad, que le ayudaba a don Luis Castellanos a teñir las aves y a amontonarlas en cajitas de cartón. ¡Ay, pobrecito Marcel! Cómo blanqueaba los ojos y sacaba la lengua cuando estaba encima de mí. Pobrecito Marcel, cómo fue a terminar así de mal en manos de don Apolinar Acevedo. El asunto es que el mercado de los viernes era una cosa bella. Ese despelote de plumas, cacareos y mugidos; ese hervidero de gente, en medio de perros flacos y manos inmundas de tierra era cosa bonita. Los tomates pintones, los limones jugosos, las cebollas rojas, los pepinos al lado de las zanahorias. Los circulitos de las naranjas, pegaditos a los de las manzanas y a los de las granadillas y mandarinas. El verde cilantro, el verde ruda, el verde albahaca y el verde eucalipto. La pimienta, el clavo, el toronjil, la hierbabuena. Las cabezas de los cabros sobre los mesones, los intestinos e hígados colgados en ganchos de aluminio. Las moscas, los delantales manchados de sangre. Todo eso era cosa hermosa. Recuerdo esos años mientras peino mi pelo rojo frente al espejo de mi habitación de esta pensión del centro de Bucaramanga. • 18 •

Ahora que me desenredo la mata roja de mi cabeza, me parece mentira el tiempo que ha pasado desde mi vida en el pueblo hasta el día de hoy. Recuerdo los pollitos y la oportunidad de ganarlos al meter la mano en una bolsa negra. Si sacabas un ping pong azul te llevabas un pollito azul, si sacabas un ping pong rojo te llevabas un pollito rojo, pero si sacabas uno blanco no ganabas nada. ¿Cuántas veces te habías ido con las manos vacías, Aura María? Siempre guardabas cien pesos para apostarlos en la lotería de los pollitos de colores. Ese viernes supiste que estabas creciendo, Aura María. Ya no te interesaban los pollitos. Te interesaban las lociones, los collares de pepitas y los esmaltes escarchados. Te estremecías cuando empinabas el cuerpo y se lo mostrabas a los campesinos, que no sabían si mirarte o santiguarse. Ahora estás peinándote frente al espejo, tus pelos rojos se hacen bolitas entre las cerdas negras, bolas que arrancas con tu mano y botas a la basura. Te acomodas la falda, te calzas los tacones, cierras la puerta de tu habitación, bajas las escaleras de la pensión, cruzas la calle, le sacas la mano a la buseta, te sientas junto a la ventana, vas a trabajar al Cicatriz Club y te preguntas: ¿qué pasó, Aura María? ¿Adónde se fueron todos esos años? ¿Adónde?

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Baloncesto en Provenza El escenario es una cancha del barrio Provenza, en Bucaramanga. Mallas retorcidas, vendedores de vikingos, agua y gaseosa. Unos muchachos se disputan con fiereza un balón anaranjado. El calor de las tres de la tarde ambienta la final del intercolegiado de baloncesto. En las gradas hay alumnos de los dos colegios. Chiflidos y carcajadas se deslizan por el aire que envuelve a los diez gladiadores de la gran final. Ha sido un campeonato que ha tomado más de seis meses, el cual involucró a varios colegios de la ciudad. Los dos equipos no han recorrido ese largo camino para conformarse con un segundo puesto. Los de camisilla amarilla van arriba por cuatro puntos, los de camisilla azul tienen el balón, pero en las dos últimas jugadas no han logrado encestar: llegan al área, filtran buenos pases, pero en la última jugada fallan. El equipo amarillo tiene dos grandotes que no permiten que la pelota se enceste. El entrenador de los azules, un anciano calvo sin los dientes delanteros, sabe que necesita poner al más alto del equipo, ganar la última zona, evitar las gardeadas y anotar los puntos que le darán el campeonato. Mira a su banca y ve a Pedro María Buitrago, un mastodonte que engulle un pastel de pollo y una gaseosa negra. Él es el jugador que necesita, no hay remedio, aunque sea el más torpe de toda la cuadrilla. El anciano se toma la cabeza y, apretando la lengua contra las encías, pide tiempo. Los jugadores azules se reúnen alrededor del técnico. El único que no lo hace es Pedro María, acostumbrado a permanecer en la banca. Saborea su pastel, desocupa la botella de Coca-Cola. —¡Acabarropa, muévase! —lo llama el entrenador. Pedro María, apenado, tropieza con sus propios pies y cae de rodillas. Los otros chicos se ríen. Pedro María se levanta y se • 21 •

une al grupo, mientras mira a la tribuna, al lugar en el que Camila Mejía, su compañera de clase de séptimo B, se revuelve de risa con las demás niñas. Pedro María siente un extraño dolor cuando se sienta junto a Camila, una punzada en el tracto digestivo cuando huele su champú de frutas en las aburridas horas de geometría. El grandulón se encuentra demasiado turbado como para percatarse de lo que sucede. Uno de los jugadores titulares se retira de mal humor y él recibe las instrucciones del técnico. La desdentada cara del entrenador animándole. Escucha que de él depende ganar el campeonato. Absurdo. Toda una temporada entrenando a medias con el equipo, jugando menos de tres minutos en todos los partidos y ahora, en el decisivo, recae sobre él la responsabilidad de llevar a la gloria a su colegio. Camila Mejía lo mira desde la tribuna. De la risa ha pasado a la expectativa. En sus ojos aparecen destellos de admiración. Pedro María lo comprende. No solo el campeonato está en juego, lo están el respeto de sus compañeros y, por qué no, el corazón de la tierna y delgada Camila. Pedro María salta a la cancha como un tigre. Saca el equipo amarillo, el muchachote se abalanza contra ellos. Cada vez que pasan la pelota, rebota en el brazo o en el hombro de Pedro María, pero llega con fortuna a las manos amarillas. El gigante no se amilana y arremete una vez más. Esto provoca un mal pase que es interceptado por Hurtado, un compañero del equipo azul, quien corre a toda velocidad, rebota el balón hacia adelante, da los dos pasos de impulso, salta y, cuando la tribuna azul se levanta para festejar, el balón da tres vueltas en el aro y sale disparado a la línea lateral. Quedan dos minutos. Ellos siguen cuatro puntos por debajo y el balón está en poder de los rivales. Tras una serie de pases en su propia área, los amarillos logran burlar la defensiva de Pedro María y cruzan la mitad de la cancha; pero por culpa de Cárdenas, un defensa azul, pierden el balón. El equipo de Pedro María tiene de nuevo la bola. Los amarillos retroceden con velocidad y cubren todas las zonas de la cancha. El tiempo no se detiene: a la final le resta poco más de un minuto. Pedro María piensa en Camila, se libra de su marca y, saliendo del área rival, le pide el balón a Palacios. Acto seguido, valiéndose de su masa corporal, rompe la barrera • 22 •

inicial de los amarillos. No obstante, los dos buenos postes se paran debajo del aro con los brazos estirados, impidiendo el lanzamiento del gigante. Pedro María está inmóvil, de espaldas a la cesta y con dos muchachotes marcándolo a cabalidad. Entonces le tira la pelota a Palacios, quien se libra de la marca y sale del área. Se da media vuelta y convierte una hermosa cesta de tres puntos. La tribuna azul estalla, el técnico amarillo pide tiempo. Restan cincuenta segundos, el colegio de Pedro María se encuentra un punto abajo, a tan sólo a una cesta de asegurar el título intercolegiado de baloncesto. —Una sola cesta muchachos, una sola y somos campeones —dice el desdentado entrenador mientras se rasca la entrepierna—. Óiganme bien: ellos sacan. Pedro María: necesito que se vaya contra ellos, no los deje respirar. Palacios y Cárdenas ayudan a recuperar la pelota, y se la pasan a Jaimes o a Hurtado. Yo veré: en sus manos está el campeonato. ¡Vamos que se puede, hijueputa! —sentencia el técnico azul y los equipos retornan a la cancha. Pedro María se siente bien. En lo que va corrido del campeonato, el desdentado jamás lo llamó por su nombre. Siempre lo refirió como Acabarropa, Bobolitro o Mamut. No estaba equivocado: esta final de baloncesto le ganaría el respeto y admiración de todo el colegio. El equipo amarillo hace un cambio. Entra el pelirrojo Arenas, un alero de temible habilidad que busca controlar el balón y agotar los cincuenta segundos que quedan. Saca amarillo. La pelota en las manos del pelirrojo Arenas, Pedro María va a buscarlo, el pelirrojo le esconde el balón, se lo muestra, lo cruza bajo las piernas, lo pivotea bajito, va hacía una esquina, pasea el balón de aquí para allá. Pedro María se le va encima con toda su fuerza, pero el pelirrojo tiene treinta manos. Restan veinte segundos, quince, diez, y el pelirrojo Arenas comete un error garrafal: intenta sacarse la marca de Pedro María amagando por la izquierda, pero sale por la derecha, superando al gigante en el primer momento, pero encontrándose después con una de las manos del mastodonte, que le corta el juego y envía la pelota hacia adelante. • 23 •

Con el cuerpo jugado, el pelirrojo Arenas queda atrás y la pelota anaranjada rebota solitaria a unos metros del aro rival. Pedro María corre, toma la bola, entra al área, solo una cesta para asegurar el título, ¡Vamos que se puede, hijueputa! Pedro María rebota la pelota por última vez, da los dos pasos de impulso y se levanta en el aire con la bola entre las manos. La gente de la tribuna se pone de pie. Camila, amor mío, esta es por ti. Pedro María despega su brazo del cuerpo, le imprime más fuerza de la debida a la pelota, que rebota contra el aro y lo golpea con escándalo en la nariz. Fin del juego. Los Amarillos son campeones. Pedro María, sentado en el suelo, intenta contener con su camisilla azul la sangre que fluye de sus fosas nasales. El técnico azul se acerca y lo insulta sin piedad: —¡Este bobolitro sí es mucho pendejo! Le dije que le diera el balón a Jaimes o a Hurtado, ¡gran huevón! Pedro María, humillado bajo el aro, con la camisa azul empapada en sangre, observa cómo Camila Mejía consuela a Jaimes con besos tiernos en la boca. Aquella tarde de finales de octubre, Pedro María fue bautizado con el apodo de PM, que no significaba, como lo hizo creer después a las personas que lo conocieron, una forma de abreviar su nombre. En ese infierno que resultó ser el colegio, PM significaba Petardo Maricón.

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Ella le echaba la culpa a la luna El pasado siempre acosa, decía mi abuela, y yo que era tan niña me encogía de hombros y le daba un beso en la mejilla. Cuando se es niña el pasado no importa: se ha vivido tan poquito que el tiempo no se usa para recordarlo. Mi abuela, por el contrario, recordaba todo. Cada esquina del pueblo era una migaja de tiempo, y cuando las labores cotidianas no exigían más de nosotras, se sentaba en la mecedora de mimbre y, con la paciencia que le habían dado el paso de miles y miles de días, me contaba historias y las sazonaba a su gusto y medida. En la semana en que la luna crecía, mi abuela me atormentaba con cuentos sobre mamá. Decía que ella, a la que nunca conocí, era bien alegrona y le gustaba andar en las riberas del río con cualquier hombre que se le presentara. Mi abuela me cogía a coscorrones y decía: «¡no irás a salir puta como tu madre!». Se hundía en su cabeza blanca y repetía la historia de los días en que mamá estaba embarazada y había decidido venir a Bucaramanga para que yo naciera en la ciudad. Pero al tener listas sus cosas, me le adelanté y nací en el pueblo, en la misma casa de la colina, sobre la cama que mi abuela quemaría después de que mamá nos abandonara. Yo no recuerdo eso, pero mi abuela me lo ha contado tantas veces que es como si yo lo hubiera visto. Primero sacó el colchón. Luego las sábanas, los parales y las tablas. Los recostó contra el guayacán de flores amarillas, los roció con gasolina y les echó varias velas prendidas. La cama y parte del guayacán ardieron durante horas hasta, que el viento se llevó las cenizas. La gente todavía habla de la hoguera que se veía desde la plaza, desde la carretera, a la salida del pueblo. En la barriga del árbol quedó una quemadura negra y grande que, a pesar de todo, no impidió que el guayacán siguiera floreciendo cada año. • 25 •

Mi abuela, en las noches de luna llena, pasaba de ser una mujer a un monstruo arrugado que me golpeaba sin amparo. Ella le echaba la culpa a la luna, y como la luna no crecía todos los días, el resto del tiempo lo pasábamos tranquilas. Pero cuando la luna pasaba del cuarto creciente a luna llena, mi abuela se llenaba de mal genio y andaba con una vara de bambú con la que me golpeaba a mí, a las gallinas y a Panchita, que mugía como pidiendo auxilio. Y cuando se cansaba de pegarnos la cogía contra el guayacán. Lo azotaba hasta que caía rendida de lo puro cansada que quedaba. Aurita, me decía, no me mire mal, que no es culpa mía: es la luna que me arisca toda la sangre. Viví con mi abuela hasta que murió. Una madrugada, después de poner el caldo, alistar los pollos y ordeñar a Panchita, se me hizo raro que no hubiera salido de la habitación. Fui a buscarla y la encontré con los ojos cerrados, la boca abierta y los brazos tiesos como leños de monte. La moví, le grité, hasta le eché agua en la cara, pero nada. El entierro fue al día siguiente y estuvo lleno de rumores: «¿Qué hará la niña? ¿De qué va a vivir la pobre niña? Todavía es muy pequeña para casarse». La verdad yo no era tan niña. Tenía catorce años y varios campesinos que me querían como esposa. Eso se les notaba en los ojos. Esas ganas de empelotarme ahí mismo sobre las losas del cementerio. Esa tarde, cuando el sepulturero puso el único arreglo de flores en la tumba de mi abuela, supe lo que debía hacer: sobrevivir. Y así fue. Le vendí, a don Apolinar Acevedo, la Panchita y las gallinas. Luego el viejo me mantuvo: me dio comida y ropita durante un año y medio. Don Apolinar me llevaba de todo a cambio de dejarme meter mano. Al principio solo me manoseaba, pero después de que se enteró de lo de Marcel Espitia, me hizo pasar la peor noche de mi vida. Marcel Espitia se robaba mercado de su casa y lo llevaba hasta la mía. Un día su papá casi lo mata, porque lo sorprendió sacando unas papas y una libra de carne. Bien tacaño y bien violento era el papá de Marcel, quien había aprendido a crucetazos, a sudor de tuercas y grasa, que la vida tenía la lógica de su taller de camiones. El papá de Marcel fue de los primeros que patrocinó la llegada de los paracos al pueblo. En las noches, cuando se oían los • 26 •

balazos, cuando se veían a lo lejos las ráfagas de metralla, cuando al siguiente día aparecían en el parque cadáveres de muchachos, la gente murmuraba que uno de los involucrados era el papá de Marcel. Pero a Marcel eso lo tenía sin cuidado: el amor que sentía por mí era más fuerte que el miedo; y nunca faltó, a la hora del almuerzo, sacando de su pantalón o camisa, libras de carne o menudencias de pollo. En el rancho cocinábamos, comíamos y nos revolcábamos en la cama de mi abuela toda la tarde. Yo le contaba a Marcel todo. No me guardaba nada, incluso le conté lo que el viejo Apolinar me hacía y una tarde que nos fuimos a caminar al río prometimos matarlo. Marcel Espitia hubiese cumplido su promesa, pero el viejo se nos adelantó. Marcel estaba montadito sobre mí, en la corriente pandita del río, cuando el viejo le pegó con una piedra en la cabeza. Marcel quedó todo embobado y don Apolinar lo llevó hasta la orilla, sacó su machete y lo acabó sin remordimientos. Yo quedé paralizada, sentada en el agua, enredada en las salpicaduras rojas del pasto. Yo pensé que don Apolinar me iba a matar ahí mismo, pero lavó el machete en el agua, se lo guardó en el cinto, me cogió del pelo y echó andar conmigo. Me arrastró por varios potreros y me encerró en su casa. Esa noche hizo lo que quiso. Me golpeó, me obligó, me escupió, me sometió. Varias veces. Incluso alcanzó a calentar el machete en el fogón y me dijo que me iba a marcar la espalda, porque usted es de mi propiedad, mijita, como las vacas que tengo ahí afuera, me dijo, pero se entretuvo con mi vellito rojo y al final se fue a dormir, prometiéndome que en la mañana me iba a hundir el machete al rojo vivo entre los omoplatos. Me dejó amarrada a la pata de la estufa, como a un perro o a una gallina. Cuando se despertó me ordenó cocinar y se acostó de nuevo en la cama. Mientras yo pelaba unas papas y ponía agua para el caldo, la voz de un hombre llamó a don Apolinar fuera de la casa. El viejo se levantó, calzó sus alpargatas y, tomando el machete, abrió la puerta. Apenas la luz del día llenó la estancia, se escuchó un golpe seco y un cuerpo que se derrumbó en el zaguán. El golpe seco se repitió varias veces. Luego hubo un silencio raro y el rumor de unos pasos alejándose sobre la hierba. Como pude volteé la estufa patas • 27 •

arriba y me liberé del nudo en el tobillo. Me asomé a la puerta y don Apolinar estaba tirado con el cráneo deformado, la nariz hundida, aplastado por feroces crucetazos. Yo fui hasta la vieja casa en la colina, empaqué algunas cosas en una mochila y corrí a la salida del pueblo. Me enteré después de que el papá de Marcel Espitia apareció río abajo, con las tripas llenas de piedras y el cuerpo hinchado. Me enteré de que don Apolinar estaba amangualado con la guerrilla y que su muerte había sido tomada como una afrenta directa contra el grupo. Por varios años el pueblo fue una zona de guerra en la que paracos y guerrillos se dieron bala y se llevaron a todo aquel que estuviera en el medio. Pero yo ya me había ido lejos, la mañana esa que caminé y caminé por la carretera de tierra amarilla, hasta que un camión me recogió. Tenía dieciséis años y unas piernas largas y bellas cuando llegué a Bucaramanga.

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El olor de la cuca de Nancy Me fascina el cine. El séptimo arte, como lo llaman. El terror y la acción. Sobre todo las películas de Jean Claude Van Damme, Sylvester Stallone y Arnold Swarzenegger. Al volver del colegio, me zampaba el almuerzo que mi mamá me dejaba en el mesón, dormía un rato y veía televisión hasta que ella volvía y me regañaba porque no había hecho las tareas. Nunca las hacía. ¿Para qué? Los profesores ni se fijaban, solo ponían unos chulos rojos y ya. Ni hacían clase. El colmo, mano. Mi mamá era enfermera y tenía turnos por la tarde y la noche. Yo me la pasaba viendo películas. Contacto sangriento, Depredador, Rocky, Rambo, León, peleador sin ley; Comando, Cobra. Y viendo a esos manes me entraron muchas ganas de sacar músculo. Y viendo a esos manes me dio por bajar todas las tardes al gimnasio del barrio. Y hágale, papá: barras, cristos, fondos. Y hágale, papá: abdominales, flexiones, sentadillas. Y hágale, papá. En el gimnasio público conocí a varios pelados del barrio que me enseñaron cosas. Recuerdo que les poníamos ladrillos a las pesas de hierro para vernos los músculos al límite, casi al reviente, con las venas inflamadas y las bolotas de carne en los brazos. Nos retábamos a hacer flexiones y barras con una sola mano, y yo era bueno para todo eso. Los muchachos que iban al gimnasio me respetaban; y aunque yo era bien grande, la gente del colegio seguía llamándome Petardo Maricón, y tuve que partirle la jeta a más de uno para ganarme el respeto. Igual me hacían el feo y me abrían de los parches. Entonces en el colegio nada que ver. Las compañeras me tenían fastidio y se habían inventado el cuento de que yo olía feo, y cada vez que entraba al salón y el profesor no estaba, hacían alboroto, dizque ábrase petardo, usted huele a chivo; ábrase petardo, usted huele a mocos; ábrase petardo, usted huele a culo. Y • 29 •

yo les repartía tiestazos a los manes y la cosa terminaba. A las viejas jamás, porque si hay una cosa que tengo clara es que a la mujer no se le toca ni con el pétalo de una rosa. Yo dejé de ir al colegio y me dediqué al gimnasio del barrio. Eso nunca lo supo mi mamá, porque yo me uniformaba y salía de la casa, pero todo era pura musa, y me iba derecho a las canchas, frente a la iglesia, donde le daba duro al entreno. El Gato y el Calvo fueron los primeros que llegaron con la marihuana. Fumamos varias veces y al principio me gustó. Ni se sentía el esfuerzo en los brazos, era como si la bareta me diera más fuerza de lo normal e hiciera que esas pesas parecieran de espuma, pero después me aburrió porque uno quedaba con la cabeza en cámara lenta, y el Gato y el Calvo decían que a ellos lo que más les gustaba era que la cabeza les quedara en cámara lenta. Después el Gato y el Calvo siguieron metiendo de todo, iban al gimnasio solo a fumar, a meter perico, a tomar chirrinche. Y una tarde me tocó darles en la jeta porque estaban dañando el parche y, a lo bien, nosotros queríamos hacer ejercicio y ya. Con ellos ahí la policía nos caía a cada rato y qué pereza, mano. Por esos días a mi mamá le salió trabajo en un hospital de Bogotá, pero yo no quise irme de Bucaramanga. Que si no me iba con ella, que yo mirara cómo iba a hacer, porque ella no podía mandarme plata. No le alcanzaba. Así que conseguí dos trabajos. Uno en un gimnasio y otro en un asadero de pollos. Me dediqué a trabajar y arrendé una habitación ahí mismo en el barrio, en el Diamante II, donde doña Martha, la señora que alquilaba todos los cuartos de su casa a estudiantes, vendedores de catálogo y secretarias. En la mañana trabajaba en el gimnasio privado del Diamante II. En la tarde y la noche, en un asadero de pollos de Provenza. En el gimnasio del Diamante II hice muchísimo ejercicio en máquinas diseñadas para eso. Ya no más ladrillos, ni barras de hierro oxidado. Saqué mucho más brazo, espalda, pecho, abdominales y piernas. Invertía sagradito parte de lo que ganaba en batidos nutricionales, y en menos de un año, estaba como Sylvester Stallone, papá. Me rapé la cabeza como un militar y quedé igualito a Swarzeneger en Depredador, la madre que sí. • 30 •

En el asadero de pollos conocí a Nancy, una mesera bonita que me paró bolas desde la primera tarde que nos vimos. Yo llevaba varios meses empalando pollos y todo normal, pero desde que Nancy llegó me pellizcaba las nalgas, me cogía los brazos, me picaba el ojo. Era muy lanzada y yo no sabía qué hacer. Me ponía todo rojo y me quedaba sin hablar. Los compañeros se reían de mí. Una vez Fernando, otro mesero, me dijo que aprovechara, que Nancy era para eso, que no fuera bobolitro. Pero ella me paralizaba, eso sí, en la pieza donde yo vivía me mataba a paja por ella, y más de una vez doña Martha me peleó, que dizque porque tenía muy manchada la pared del lado de mi cama. Una noche en el asadero, en la hora de más voleo, cuando yo estaba sacando unos pollos del cuarto frío, Nancy entró, cerró la puerta y me dijo que yo le gustaba mucho, que yo todo grandotote y rico, y me mandó la mano al mercado. Me bajó los pantalones, me lanzó al piso, se quitó el jean y le vi esas piernas, Dios mío, esas piernas, se sentó encima y yo no sabía qué hacer, dónde poner mis manos, cómo agarrarla, y ella no importa papito, relájese que yo le hago todo. Y así fue. Yo, todo adolorido, no supe qué paso. Ella se levantó, se puso la ropa y se fue como si nada. Yo quedé todo embobado, oliéndome la mano que tenía el olor de la cuca de Nancy, el olor regado en mis muslos, en mis brazos, el olor que quería seguir oliendo siempre. Para mí. Para mí. Para mí. Al día siguiente pedí permiso en el gimnasio y salí una hora más temprano. Fui hasta el Parque Romero y le compré unas rosas rojas. Llegué al asadero, pero ella no estaba atendiendo las mesas. Entré al cuarto de empleados para cambiarme y la encontré encaramada sobre Fernando. Él estaba parado contra la pared y ella con las piernas alrededor de sus caderas, empujando duro. Me escondí y esperé que terminaran. Me dieron ganas de llorar, pero pensé que Nancy era así y que no pasaba nada si estaba también con Fernando, al fin y al cabo Nancy era muy bonita para estar solo con un hombre. La madre, mano. La busqué en las mesas mientras atendía. Le entregué las flores, pero ella no me las recibió. La perseguí con las rosas en las manos, mientras ella anotaba pedidos de canastas de pollo, yuca frita y litros de gaseosa. El administrador me echó esa misma noche, • 31 •

pero a mí no me importó. Yo fui varias veces a esperar a Nancy, a la salida del asadero, pero ella siempre se fue en la moto de Fernando o en la del administrador, o en la moto del negro Alfred —otro de los cocineros— y nunca volteó a mirarme, ni siquiera para hacerme pistola con la mano. Me dediqué al gimnasio. Me dieron otro turno y con eso me las arreglé. En esos días, doña Miriam, una señora con dos hijos y marido, se matriculó. Yo la guiaba, siete, ocho, nueve, diez, a ver más despacio, tranquila, no se me vaya a lesionar. Con el paso de los días doña Miriam, me tocó los brazos, las piernas, los pechos y un día, mientras le dirigía una rutina de sentadillas, se me pegó y restregó mientras subía y bajaba, bajaba y subía. Una mañana me invitó a almorzar y yo le seguí la cuerda. Sus niños iban al colegio y volvían hasta las cuatro de la tarde. En el sofá de la sala hicimos el amor, varias semanas, un pocotón de veces. Doña Miriam ponía merengue, ranchera y vallenato a todo volumen para disimular los alaridos. Ponía el equipo de sonido tan fuerte que las ventanas de la casa vibraban, y yo pensaba que se iban a reventar por el alboroto de los gritos y la música a toda mecha. Con doña Miriam aprendí muchas cosas. Me hacía de todo y me ordenaba hacerle de todo. Me dijo que después de ella todas las mujeres caerían rendidas a mis pies, pero a mí no me interesaban todas las mujeres, me interesaba ella y su sofá, la madre. Lo duro era cuando volvía el marido de viaje, porque el viejo se quedaba semanas y ella no volvía al gimnasio, ni me buscaba ni nada. Yo me desesperaba y me mataba a paja por ella. En el gimnasio, en mi cuartico, en los baños del centro comercial. Doña Martha volvía con la cantaleta: que la pared, que no sea sucio, que lo voy a echar de la casa. Entonces, con el fin de que doña Miriam supiera que me hacía falta, me fui una madrugada y escribí frente a su casa un grafiti que decía: señora mía, la extraño mucho. No sé qué pasó, unos dijeron que el marido la mató y la enterró en el patio. Bueno, eso dijeron el Calvo y el Gato, pero esos cada vez estaban peor de hablamierdas con todo lo que se metían. Otros dijeron que el marido la envío donde sus hermanos, a Medellín; otros, que se la llevó para la Costa; otros, que para Bogotá. El hecho es que nunca • 32 •

más volví a ver a la señora mía y me volví aficionado a las películas románticas. Vi muchas de Demi Moore, Julia Roberts, Winona Ryder y Angelina Jolie. Decidí no meterme más con ninguna mujer y mejoré mis técnicas de masturbación fantaseando que yo era Jean Claude Van Damme y llegaba manejando un Ferrari a mansiones blancas, y en las orillas de las piscinas, Demi Moore, Julia Roberts, Winona Ryder y Angelina Jolie me complacían enloquecidas. Era sencillo: un hombre como yo, así de espectacular, con un cuerpo perfecto, debía tener una mujer así de espectacular, con un cuerpo perfecto. Todo o nada, papá. Me cansé del gimnasio y conseguí trabajo como guardia de seguridad en un bar de la Zona Rosa. Una noche terminé en tremendo bonche, porque defendí a las chicas del prostíbulo de al lado, porque unos manes las estaban cascando. Cosa que no me aguante en la vida es que un hombre le pegue a una mujer, la madre. Así que terminé trabajando en el Cicatriz Club, un chochal cinco estrellas. Niñas que parecen actrices de cine. Lo mejor de lo mejor. ¿No me cree? Péguese la rodadita, como dice mi jefe Emilio Cifuentes. Venga y vea que en el Cicatriz solo hay estrellas de cine. Meras diosas, papá.

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El cliente siempre tiene la razón Un repapacito. Moreno, con ojos azules y una sonrisa luminosa. Llegó con unos amigos y desde que entró me puso el ojo encima. Me llamó con su mano y me pidió que convidara unas amigas para su grupo, pero que por nada del mundo, por nada del mundo, me metiera con ellos. Yo estaba dichosa. Por lo general tienes que acostarte con hombres que nada que ver, pero aquella noche ese negrote había venido a divertirse conmigo. Era un momento para celebrar, me acababan de dar la visa de trabajo para Aruba y en un par de semanas viajaría a la isla. Decidí pasarla muy bien, enamorarme un ratico y ganar un buen billete. El negro tenía plata. Antes de subir al cuarto, mientras bebíamos ron y bailábamos pegaditos, me iba poniendo billetes donde se le daba la gana. Entre mi culo, mis tetas, mis codos y mis rodillas. Me pidió que me dejara meter uno en la boca. —Solo si es de veinte mil —le respondí carcajeándome. Él sonrió, hizo un rollito y me puso el billete entre los labios. El negro me tenía en las nubes y con todas las propinas que me daba, estaba dispuesta a subir gratis. Al final insistió en pagar, porque, según dijo, lo que iba a pasar era realmente especial. Se tomó un trago, se terció un morral que guardaba bajo la mesa y me dijo: —Bueno, Estefanía: vamos para arriba que no aguanto más. Pasamos por la recepción, él recibió los condones, la toalla para el baño y el jabón chiquito. Yo pedí pañitos húmedos y lubricante. Subimos al ascensor. Yo le acaricié la bragueta con suavidad. El ascensor llegó a nuestro piso, yo le lamí el cuello. Caminamos en trencito mientras le restregaba mi culo. Abrí la puerta de la habitación, me agaché y le di un beso en la cremallera. • 35 •

Entré al baño para mirarme al espejo, retocarme la cara, relamerme los labios: —Quiubo pues, negrote: quítese la ropa, vamos a culiar bien rico —le dije asomándome por la puerta. El negro se cagó de la risa y contestó: —Hágale bizcocho, aquí la espero. Mientras me limpiaba el sudor con los pañitos húmedos, escuché que el morenote abría el morral y sacaba cosas. Me imaginé que venía sexo duro con juguetes, porque escuché el sonido metálico de los ganchos de un arnés. —Así me gustan, papasote: bien degeneraditos —le grité desde el baño. —Ni se imagina lo sucio que soy —contestó. Al salir del baño encontré al negro desnudo, boca abajo sobre la cama, con el culo apuntando hacia mí. —Bueno, Estefi: yo lo que quiero es que se ponga ese arnés y me clave bien duro. —¿En serio? —le dije, asombrada. —En serio. Hágale, Estefanía: el cliente siempre tiene la razón. Yo me monté el arnés con el consolador, le puse lubricante y lo hundí con fuerza en esas nalgas musculosas. El negro metía y sacaba sus caderas al ritmo de las mías. —A mí me gusta es que me lo hagan. Viejotas como usted —me dijo al terminar—. No se confunda, Estefi: a mí no me gustan los manes, me gustan las viejas. Solo que de esta manera. El negro volvió un par de veces más y me pidió lo mismo. Me contó que las novias no le duraban porque salían espantadas de su cama. «Las que se le miden son ustedes, por eso me gusta venir por acá», me dijo mi morenazo con esa sonrisa inolvidable. Era un buen cliente, mi negro. Sin embargo, desde que regresé de Aruba, no lo he vuelto a ver.

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Cicatriz Club Conocí a Aura María en el Cicatriz Club. Aquí viene hasta Dios a meter la verga, dice mi jefe Emilio Cifuentes, con una carcajada que le desacomoda los lentes Ray-Ban que nunca se quita. —Yo veré, PM: hoy lo necesito moviéndose por toda la cueva —así le llama el jefe a este muladar de luces rojas y azules, de mesas de aluminio, ceniceros humeantes y botellas de ron, whisky y aguardiente. El Cicatriz está ubicado en la zona rosa de Bucaramanga. Es conocido por las muchachas que llegan de todo el país. Hay una variedad difícil de encontrar en otro lugar, la madre. Mi jefe se ha preocupado por ese ingrediente y no es raro que se ausente semanas para ir a otras ciudades, internarse en las selvas, llegar a los páramos olvidados, ofrecer trabajo a las muchachas. Es un viejo zorro, Cifuentes. Ha reclutado campesinas jóvenes adivinando lo que ocultan sus ruanas. Ha traído indígenas del Vaupés que, vestidas con minifalda, son la sensación de locales y extranjeros. La pista de baile del Cicatriz es tan grande como un apartamento de trescientos metros cuadrados. En todas las paredes hay espejos. Del techo cuelgan bolas de discoteca; y las luces, la espuma y el humo expedido por la máquina para niebla revuelven a todo el mundo con todo el mundo. Manos que pellizcan los culos de las muchachas, lenguas que lamen los cuellos de las niñas, besos apasionados, entre ellas o con los clientes. Yo me pillo esos detalles por todo el cine que he visto. Uno aprende a mirar las cosas con más atención después de tantas películas, la madre que sí. Junto a los baños hay una puerta que comunica a un pasillo, y del pasillo a una recepción. En la recepción, el cliente debe registrarse para entrar a una de las cuarenta habitaciones que quedan en los pisos de arriba. A esas piezas se llega en el ascensor • 37 •

que toda la noche trabaja sin descanso. El registro es obligatorio y se hace por cuestiones de administración. El libro de registros se ha convertido en un álbum curioso, donde se pueden encontrar los nombres de celebridades, deportistas, políticos, artistas o los nombres de anónimos hijos de nadie. Hay gente que se toma su tiempo y repasa con cuidado el libro de registros (sobre todo los periodistas), y comentan, entre risas, la impresión que les da los nombres anotados. El Cicatriz, además de prestar los servicios tradicionales, es alquilado para organizar fiestas que duran días. Celebraciones en donde los océanos de whisky, las rocas de perico y las putitas más voluptuosas de la ciudad son la constante, papá. Si lo alquilan por dos noches, se trabaja durante dos días. Así es la exigencia para los que trabajamos acá. Se cierra el lugar y, adentro, como un búnker permisivo, como una cueva erótica, las noches más alucinantes duran veinticuatro, cuarenta y ocho, y hasta setenta y dos horas. Todo está dispuesto para que los clientes no tengan que volver a la realidad del mundo exterior. Desayunos, almuerzos, comidas, baños, dormitorios, todo tipo de tragos, cocaína, éxtasis, poper: todo lo que el cliente necesite. Se le tiene, papá. En esas ocasiones, el Cicatriz Club se convierte en la Mansión Playboy de Bucaramanga. La madre. Yo le he abierto la puerta a gente importante. Una noche, por ejemplo, requisé a un ministro; otra, conseguí el autógrafo de un arquero de la Selección Colombia; y otra, acabé pidiéndole un taxi a un famoso cantante venido a menos por tanto perico. Cuando uno trabaja de este lado de la rumba, es fácil ver cómo la noche se devora a la gente. Eso es sagradito, son muy pocos los que logran salirse de la vida nocturna. Uno ve cómo la noche escupe los huesitos de los que se dejan llevar por ella, mano. Siempre me gustó mirar, por eso no me cohíbo y clasifico los gustos de la gente. Por ejemplo, la más solicitada por los políticos es Estefanía, una rubia despampanante de piernas largas que llegó al Cicatriz una noche de tormenta. Recuerdo que en la puerta me insistió en hablar con el dueño. Venía vestida con una blusa y una minifalda blanca, con el pelo mojado pegado a la cara. Nadie sabe de dónde salió Estefanía, no le gusta hablar de su pasado, pero algunos veteranos dicen que se parece a Kim Basinger; otros, dizque • 38 •

a Pamela Anderson; y un peladito me dijo hace poco que dizque a Scarlett Johansson. El asunto es que está como quiere la Estefanía. Y cada vez que puede se va del país a putear a otro lado. Hace poquito llegó de Aruba y nos mostró, muy orgullosa, un tatuaje en su teta izquierda que dice Sayonara Aruba. La favorita de los periodistas es Tania, una morena de cabellos ondulados y culo extraterrestre, que se parece a Salma Hayek, aunque el peladito me dijo que a él se le parecía a Kate Beckinsale. El peladito es hijo de un periodista que se la pasa acá, y alguna vez, no sé por qué, terminamos hablando de cine y el chino siempre me arma la conversa. Tania es uno de los hits anotados por el jefe en sus viajes. La encontró en un club de Cali, pero ella le dijo que no, que ella iba volverse estrella de cine porno. El jefe le sonrió y le entregó una tarjeta del club. Meses después, frente al escritorio de Emilio Cifuentes, la exótica bailarina de cabellos negros se presentó con sus maletas y unos apretados pantalones rojos. Tania siempre se la pasa hablando de su paso por el cine, de que quiere volver a trabajar haciendo películas XXX. El peladito me contó que vio un par de cintas donde ella aparece y que Dios mío, Señor, es una salvaje, una chica de talento superior. Pobre chino, Tania lo tiene loquito, pero no es el único. Tania es de las que hace diez, quince servicios por noche. Estefanía también. Son de las que más plata ganan. Y cómo no. Tremendas cucotas, papá. Aunque desde que llegó Aura María, con su pelo rojo y ese tatuaje en la pierna, mamacita rica, la cosa se puso bien competitiva entre ese trío de hembras deslumbrantes. Qué delicia. La madre que sí.

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Ardorosos trazos azules La recuerdo mucho, abuela. Cómo no pensar en los planes que hicimos: que yo iba a estudiar secretariado bilingüe en el SENA; que, después de mi graduación, viajaríamos hasta el Santuario de las Lajas, en agradecimiento a la Virgen por todos los favores recibidos. Para ese día, cuando llegáramos al santuario, yo iba a comprarle un vestidito amarillo, como las flores del guayacán quemado, como el caballo que a usted le gustaba de la finca de los Garavito, como las nubes llenitas de sol que mirábamos desde el patio de la casa: un vestidito amarillo con falda rotonda. Qué pesar, abuela: los sueños hechos mierda y sumercé devorada por los gusanos. Si supiera cuánto la extraño; y es raro, porque después de todos esas palizas cualquiera la odiaría, abuela. Pero no tengo remedio, usted ha sido la única persona en mi vida, la única. El asunto es que no me he dejado morir en Bucaramanga. A los pocos días de llegar del pueblo conocí a Jonathan, un guitarrista de bus al que le aprendí eso de caminar la ciudad. Nos la pasábamos por la 33, la 15, la 27, la UIS, el Parque Santander y el Parque García Rovira, montados en los buses cantando Chente, Diomedes, Arjona y Maná. Con eso comíamos y pagábamos una habitación en el barrio San Francisco. Lo malo era que Jonathan fumaba mucha bareta y vivía en la luna. Más de una vez perdió el bolsito de las monedas y más de una vez se fumó toda la plata que recogíamos. Al poco tiempo lo dejé y me fui a vivir con Maximiliano, un amigo de Jonathan. Maximiliano hacía tatuajes en su propia casa. Una de esas casas viejas, cerquita de la UIS. Allá se la pasaban los estudiantes haciéndose tatuajes y fumando marihuana. A mí eso me encantó, apenas vi a Max, tatuándole un colibrí a una muchacha, • 41 •

me enamoré. Eso fue de una. Sentí un calorcito en medio de mis piernas y ya lo quería a Maximiliano adentro mío. Esa misma noche cumplí mi deseo y abrí a Jonathan. El pobre ahora anda por ahí con los ojos hundidos, tocando la guitarra, levantando apenas para el bazuco. Sí, el bazuco, porque cuando lo dejé se envició con ese demonio. Lo cierto fue que viví con Maximiliano un año y medio. Cumplí dieciocho al lado de Max, abuela, y en ese cumpleaños me hizo un regalo para toda la vida. Tomó mi mano, me condujo hasta la cama, me vendó los ojos con unas medias verdes de futbolista y me desnudó. Tras un breve silencio, escuché el sonido de la máquina tatuadora y sentí los ardorosos trazos sobre mi muslo. Aguanté sin quejarme, pues Max me había enseñado la magia del perico. Mientras me tatuaba, Max me habló de un psicólogo que decía que el perico era el mejor analgésico del mundo, creo que el doctor ese tenía razón, porque aguanté sin dolor las cinco tardes que le tomó a Max terminar mi tatuaje. ¿El tatuaje? Claro, abuela: el tatuaje es el tallo de una flor. Empieza detrás de mi rodilla, sube por mi muslo, le da la vuelta dos veces a la pierna y termina debajo de mi nalga, muy cerquita de mi vellito rojo. El tallo tiene varias espinas y según me dijo Max, es el de una rosa porque la rosa es mi cuquita. La verdad yo creo que está llena de espinas. O de dientes. O de algo que mastica y lastima a los hombres después de estar ahí abajo. El asunto, abuela, es que también dejé a Max. Lo hice después del tatuaje. Por ese entonces ya se la pasaba diciendo que yo iba a ser su perdición, que por mí se mataría, pero que por favor no lo dejara. Dígame abuela, ¿quién no se aburre de un pendejo así? En medio de una rumba me enteré de que Max se había suicidado. No me importó, hasta me pareció divertido imaginármelo. Con lo inseguro que era debió demorarse mucho con eso. ¿Pastillas? ¿Baygon? ¿Disparo al corazón? ¿Saltar del viaducto? Por mi parte vino una temporada de farra dura. Amanecía encamada con hombres y mujeres, y por ahí me fui metiendo en esto. A la larga ya no me importaba. Muchas veces, después de culiar, me daban dinero. Entonces, una tarde me dio por llamar al teléfono que aparecía en un clasificado y pregunté por el puesto. • 42 •

La paga era muy buena, y al lunes siguiente estaba contratada. Fue sencillo, sin rollos. Al principio solo atendía domicilios, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de a uno o en grupos. Después se me hizo fácil pararme por ahí, y luego me metí en los bares. Mis compañeras eran lo suficientemente hipócritas como para ganarse mi desprecio. Más de una estudiaba en la universidad y por ese motivo se creían la gran cosa, como si acostarse por plata en hoteles las hiciera diferentes de las que trabajan en las calles. En las calles aprendí muchas cosas. Por ejemplo, yo prefería pasar las noches con los parches de travestis. Me trataban bien y no eran tan envidiosas como las otras putas. Lo malo es que los clientes pensaban que yo tenía regalito y más de uno se emputó al comprobar que yo era una hembra hecha y derecha. Me hice muy amiga de la Emperatriz, de la Luisa y la Carlota; pero una madrugada un carro negro recogió a Emperatriz y nunca más supimos de ella. Dicen que la mataron, que la descuartizaron, que la desaparecieron. Que la mano negra, que el DAS, que los paracos. Ni idea, pero eso hizo que el parche de travestis de la 37, del Edificio Colseguros, se abriera por un buen tiempo. Y ahí fue que me vine a buscar la vida en la Zona Rosa. Ahí fue que dejé la calle y me metí en los bares. Una en definitiva no se da cuenta a qué horas pasa. Pero vea, abuela: aquí estoy. Siempre me han dicho que soy muy bonita, que me maquillo con estilo y que mis labios son muy provocativos. Abuela: me la imagino cuando estoy con los clientes, así se me pasa el rato más rápido. Imagino que estamos sentadas en el zaguán de la casa, sumercé en la mecedora de mimbre y yo en el piso. Sumercé me pide que le cuente cosas mientras le da un sorbo a la taza de chocolate. Yo le cuento que vivo en una casa vieja (ni parecida a nuestra casita en el pueblo), en un cuarto lleno de lagartijas blancas (las lagartijas del pueblo eran de colores). Usted me dice que no se llaman lagartijas, sino salamanquejas. ¿Serán salamandras, abuela? Esas salamandras blancas de ojos negros. Esas mismas que hacen ruido por las noches con la boca, esas mismas que se le pasan pegadas una encima de otra, culiando a la vista de todos. Esta casa vieja del centro de Bucaramanga está llena de salamandras blancas. Le cuento que la casa es una pensión administrada por una casera arrugada y malgeniada. La casa tiene un patio y en la mitad • 43 •

de ese patio hay un niño de piedra que, según he escuchado, hace tiempo decoró el jardín de un castillo español. Por ese cuento, los demás vivientes de la casa le profesan admiración y la casera piensa que es una réplica del niño Dios. Yo imagino que sumercé sonríe cuando le cuento todo esto y le da otro sorbo a la taza de chocolate. Me pregunta qué siento por ese niño de piedra. Le contesto que la estatua me da miedo. No sé si es por todo lo que me meto en la noche o en realidad el niño de piedra está vivo, porque cuando llego en las mañanas arquea las cejas, abre los ojos y siento sus pupilas de piedra hundirse en mi pecho. Yo lo insulto, pero el niño abre la boca y libera un humo negro que se convierte en una mujer, una mujer con quemaduras en la cara. La mujer se acerca y es como mirarme en un espejo y verme toda teñida de negro, abuela. Subo corriendo las escaleras. Me encierro en mi cuarto. Lavo mi cara con jabón, la lavo una y otra vez intentando despercudirla. Más agua, más jabón. Pero la mujer quemada sigue ahí, dentro de mí. Restriego la toalla en mis mejillas, levanto la cabeza y me reafirmo: en este mundo no hay más remedio que sobrevivir. Así que si esa mujer con agujeros en la cara que sale del niño de piedra soy yo misma, pues qué hijueputas, abuela. Me quito el maquillaje, amarro mi pelo e intento descansar. Duermo a pedazos y en la tarde me levanto con hambre. Voy al asadero de la esquina y compro pollo con gaseosa. En la noche, en el bar, espero a que un cliente me empiece a mirar. Luego me acerco, sonrío, camino cruzando las piernas y ya. Eso es todo. Me lo levanto, cobro según el marrano, subimos a las habitaciones y listo. Abuela: ya tengo que dejarla. El cliente acabó y la competencia está dura. Soy nueva en este club y hay una hijueputa mona celosa que me está dando guerra. Debo darme una ducha rápida, sacarle las manchas al vestido (a este señor le encantó y acabó sobre mi faldita), salir en busca del próximo cliente, ir a la barra, comprar una cerveza fría, ponerme un poco de perico en la nariz y recobrar las fuerzas que me ha quitado esta puta noche y todas las putas que se mueren de envidia en este antro de mierda.

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Una mujer bonita El jefe me ordena que abandone la puerta y ayude en la barra. Hay mucho voleo esta noche y son las dos de la mañana, así que mucha gente no queda por entrar y Julio, uno de los mancitos que cuida los carros afuera, puede ocuparse de la puerta del bar. Despacho unos tragos de tequila y vendo cuatro litros de aguardiente, uno de ellos a Estefanía, la rubia de piernas largas, la puta más viajera de Bucaramanga. —Qué tal el cabrón de Emilio: contrató a una nueva y la malparida ya me bajó al César Augusto y a don Rogelio. —Fresca, mamacita, que usted tiene bastante pedido. —¿Usted cree, PM? —Claro, mi amor: usted con lo rica que está… Pero si le va mal esta noche, búsqueme al final y le invito unas cervezas. —No, PM: yo prefiero acostarme con el Tuerto antes que salir con usted. ¿La última vez quién terminó pagando? ¿Quién? —y dejándome con las palabras en la jeta, se perdió entre la masa de sudor de la pista de baile. Una jovencita lo más de rica me pide un pitillo. Saca un espejo chiquito, lo pone sobre la barra, hace una línea blanca y la aspira de un solo golpe. Es Aura María, la chica hermosa de la que estaba hablando Estefanía, la nueva reina de la noche, la puta más puta de todas las putas del bar. Usa un vestidito que apenas la tapa, y en su muslo izquierdo lleva un tatuaje que se enreda en su pierna y termina bajo su culito. El tatuaje es un tallo grueso cubierto por espinas azules. —No se quede mirándome como un idiota y deme lo que le pedí. Yo estaba suspendido en un espacio donde la cara de Aura María emergía de una zona oscura, el rostro de una diosa perdida • 45 •

en las calles de la ciudad, Julia Roberts la primera noche en Mujer

bonita.

—Perdón, no la escuché. —Quiero una cerveza helada. —Claro, bizcocho: ya se la doy. —¿Tiene vueltos para uno de cincuenta mil? —Tranquila, mi amor: yo la invito. —¿Y eso por qué? Yo me puedo pagar mis cervezas. —Déjese invitar, mi amor. Vea que somos compañeros de trabajo. —¿Mi amor? No me vuelva a llamar así porque me la creo. —Mi amor, ¿entonces sí se deja invitar? Mi amor. —Hágale que tengo sed, el cliente me dejó rendida. Y él también me dijo mi amor muchas veces. —Sí, pero yo la trato como una reina, como a una princesa, como a una diosa. —Ay mijito, cállese. Ese cuento se lo debe echar a todas. Preste más bien para acá esa cerveza y la próxima invéntese otra. Se fue de la barra sin ni siquiera darme las gracias, pero yo me di cuenta cómo me miró los brazos, cómo se quedó mirándome la espalda y las piernas, cómo me morboseó toda la musculatura. Papá, le gusté a la nueva reina del Cicatriz Club, la madre que sí.

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Bussiness are bussiness, querida Yo me canso de andar entaconada, me canso de eso y de las ambulancias. Aunque las ambulancias me crispan los nervios, mis bellos pies (esta noche con uñitas negras) no dan para tanto y por eso termino sentándome en las escaleras de los edificios. Y es hasta mejor, porque cuando andamos sentadas se notan bien las piernas y eso atrae más clientes. Una se sienta con los muslos bien apretados y la espalda derecha, pero cuando hay algún carro que lleva varios minutos dando vueltas hay que abrirlas y exhibirles lo que buscan. Con las chicas hay competencia, pero una acaba por hacerse amiga de algunas. Hace unas noches Luisa me prestó unas pestañas. Las pestañas esas negras y largas que tanto me gustan, las pestañas que parecen arañas. El tipo de la camioneta que me recogió dijo que le encantaron mis ojos, que acercara mi cara a su boca y le dejara lamer las pestañas. Se volvió loco ahí mismo y acabó en un segundo. Las cosas que una tiene que ver. La gente que viene a buscarnos es rara: cuando hablan no miran a los ojos y quieren que todo pase muy rápido. Aunque claro, hay quienes se toman su tiempo y llegan con exigencias increíbles. Luisa contó que la otra noche dos tipos la recogieron, la llevaron a un motel, la desnudaron, la amarraron a una cama y la pusieron a mirar las cuatro horas cómo se consentían y se hacían cositas entre ellos. Las cosas que una tiene que oír. Luisa se anima, corre hacia un auto, menea el trasero, se agacha junto a la ventana y recibe un escupitajo. Recoge una piedra, le apunta al carro que huye, lanza madrazos. Golpea un muro con sus manos. Cálmate, Luisa. A mí me pasan otras cosas. A mí me encanta dejarme llevar por esa inclinación que una tiene hacia lo prohibido, hacia lo peligroso. Cuando vienen los callejeros, los arriados, los que caminan con ganas de meterlo rápido en cualquier esquina, se me • 47 •

alborota la melena y me los llevo a los rincones de siempre. Una, dos, tres cuadras. En la puerta de una bodega. Dinero rápido. Sudor. Labios mordidos. Jaladita de pelo. Auuu. Arrggg. Cuadritos de papel higiénico. Una, dos, tres cuadras. Las chicas de nuevo. Maricona regalada, grita alguna. Sucia, grita otra. Me paro en la esquina, me arreglo el vestido, pinto mis labios, me miro en el espejo pequeño del bolso, la boca me queda roja y bonita. Una ambulancia le prende fuego a la avenida con su escándalo de sangre y huesos rotos. Si una se pusiera a contar todas las ambulancias que pasan en la noche acabaría trastornada. Luisa está sentada en las escaleras sobándose la mejilla del escupitajo, las demás se afanan, se esfuerzan, se atreven. Los tacones yendo y viniendo. El frío que sube por las piernas. Las manos frotando los muslos. Deme un tinto, papito (el hombre de los tintos me sirve uno). Gracias, papito (el hombre de los tintos me guiña el ojo y se aleja empujando el carrito). Ahí viene mi Emperatriz a charlar un rato. A matar el aburrimiento con sus hermosos ojos verdes. Emperatriz me cuenta que tiene a un peladito enamorado esperándola en el cuarto, un niño hermoso de colegio. —Y entonces, Empera, ¿qué vas hacer? ¿Vas a dejar de verte con el viejo amargado ese? —No, mi vida. Ni loca. Emperatriz saca un paquete de cigarrillos, me ofrece uno, tomo dos. Prende el suyo y le da unas buenas chupadas. Mueve la mano continuando con lo que está diciendo. —Si ese señor es cliente fijo y, además, paga muy bien. —Pero ese viejo es un ogro hijueputa, no sé cómo lo soportas —le digo mientras me meto los cigarrillos entre las tetas. —Aish, no exageres. Conmigo es diferente —fuma profundamente, mira para una esquina, mira para la otra—. Además siempre viene puntual los días diez de cada mes. —Oye, sí, Empera: es un relojito el viejo ese. —Claro, y con lo que me paga vivo bien unos días, y no te imaginas las cosas qué hace y dice —enciende otro cigarrillo con la colilla del primero—. Está loco mi señor Del campo. —¿Así se llama? —le pregunto, cruzándome de brazos. • 48 •

—Pues así me dice que lo llame. Emperatriz arruga la cara, saca la lengua, escupe, estrella el cigarrillo contra el suelo. —Además, ¿qué importa cómo se llama? —Uy, mi Empera, pero volviendo a lo del chinito, qué rico irse a la casa y que la estén esperando a una, con la camita calientita y más si es un niño de colegio —me muerdo el labio, dibujo con mi mano una curvita, grito eufórica, abrazo a Emperatriz. —Ay, ya —me aparta de su cuerpo—. Además, qué dices tú, ¿no dizque andas viviendo con la Luisa? —Uish…vivimos en el mismo cuarto, pero no tenemos nada entre nosotras. Emperatriz se ríe. Los dientes amarillos contrastan con su colorete rosa. —Eso es lo que ahora dices, pero un día de estos van acabar haciéndose rico, mijita —nos carcajeamos, miramos hacia el edificio. Emperatriz me da una nalgada suavecita. Desde las escaleras, Luisa nos mira con algo parecido a la curiosidad. Se le enciende la sangre. Sabe de qué hablamos, la Luisa. Amanece. Un auto negro se estaciona junto a nosotras. Los ojos verdes de Emperatriz me miran con asombro. La ventanilla del auto se abre. El tipo no se anda con rodeos: dice que quiere pasar el día con una de nosotras. No me le mido, Emperatriz sí. ¿Y el peladito?, la retengo del brazo. Emperatriz me quita la mano con suavidad, se encoge de hombros. Business are business, querida. Se sube al auto. Amanece. El auto negro se aleja. Saco un cigarrillo, lo enciendo. Otra sirena, otro enfermo, otro herido, otro muerto. Fumo y aprieto el alma para no destemplarme. Otras luces azules y rojas que golpean brutalmente las puertas de la ciudad. Luisa se acerca arrastrando un viento enredado en su melena. Está pensativa, me mira como no me gusta, con esa mirada que aún conserva la tristeza de los ojos masculinos. Me dice que la noche le ha parecido una mierda. Pobre Luisa, aún no se acostumbra. Aquí una tiene que volverse dura y fría (a pesar de las ambulancias) y Luisa no lo es, no lo será nunca. Cálmate, Luisa. • 49 •

Pronto la ciudad estará llena de buses y la gente no querrá vernos como murciélagos de dos patas sueltos a la luz de la mañana. Se ponen violentas, idiotas, salvajes las personas con estas cosas. Mejor vamos, Luisa, yo pago el taxi. Los pájaros vuelan por el cielo roto del amanecer. Luisa arregla la carrera con un taxista, el tipo no tiene problemas en llevarnos. El taxi avanza por la avenida y el taxista no para de mirarnos por el retrovisor. Se ríe, se relame el bigote, piensa en porquerías, no dice una palabra. Las droguerías, las cafeterías y las oficinas abren sus puertas a lado y lado de la avenida. La ciudad pierde la gracia cuando la noche se acaba. El sol que se asoma por los cerros, la gente que empieza de nuevo mientras nosotras huimos a nuestros cuartos. Las cosas que una tiene que hacer. Miro mi cara en el espejo pequeño del bolso y sé que se verá horrible sin maquillaje. Bostezo, me resbalo por el asiento, me recuesto en el hombro de Luisa. —Esta noche necesito mis pestañas —dice Luisa sin disimular su vozarrón. El taxista mira por el retrovisor esperando mi respuesta. Lo miro fijamente y el tipo se achanta, hace que oye la radio, mira la carretera, se fija en las señales de tránsito. —Te las doy de una vez —me incorporo, me pongo de mal genio, cruzo las piernas. Luisa me mira, yo me quito la primera pestaña, Luisa me detiene, me acaricia el muslo con sus manos, los ojos del taxista se le salen de la cara, los besos ásperos, las caricias en las mejillas de Luisa. —Sí, ya lo sé: otra vez con barba. —No me importa –le respondo. Al despertar, una encima de otra, sonrío con algo parecido a la felicidad, una cosa rota, llena de huecos, pero dichosa a la luz de un día ya avanzado tras las cortinas. Es una lámina fría y cómoda en la que floto tranquila, un trozo de cristal que es despedazado por la voz de Luisa. —Aún no me devuelves la segunda pestaña, ladronzuela. Arranco la pestaña de mi ojo, la tiro sobre el desorden de pelucas y collares a los pies de la cama. Me levanto y camino • 50 •

hasta el baño, orino parada y no me molesto en cerrar la puerta. Un escalofrío recorre mi espalda; distingo mi rostro en el agua revuelta del retrete y el de Luisa que se asoma sobre mis hombros. Una sonrisa muy parecida a la amargura se dibuja en mi boca. —Definitivamente me veo inmunda sin maquillaje.

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Sueños salpicados de fresitas Luego de sacar a patadas dos borrachos que reñían por los favores de las chicas, de golpearse con un tipo que quería meterse al bar alegando que su novia trabajaba allí, y de repartirse con Julio, el celador de los carros, la billetera de uno de los expulsados, PM, que más bien parecía un luchador de la WWF (con la cabeza rapada y casi dos metros de estatura), se ofreció a llevar a Aura María hasta su casa, aunque ella se negara en medio del hipo y las carcajadas de la borrachera. Aura María recogió el dinero correspondiente a seis clientes que habrían podido ser siete, si el séptimo hubiese sido cualquier otro, salvo El Tuerto. El Tuerto era un sargento retirado del Ejército que, en un enfrentamiento con la guerrilla, perdió el ojo derecho. Usaba un parche que ocultaba la cuenca vacía, y las profundas cicatrices en la mejilla y la frente le acentuaban más el carácter conflictivo y arrogante que tenía. Algunas noches El Tuerto gastaba millones de pesos, pero la mayoría de las chicas lo rechazaba porque le gustaba la violencia, hecho que llevó a Emilio Cifuentes a designar secretamente a cinco de ellas (con buena propina extra), para ocuparse de las demandas del sargento retirado. Esa noche, cansado de repetir y deslumbrado por la belleza de Aura María, El Tuerto le hizo una generosa propuesta. La chica, satisfecha con sus ganancias, la rechazó sin contemplaciones. El Tuerto tuvo que conformarse con desocupar la botella de aguardiente, mientras veía cómo la pierna tatuada de Aura María se alejaba de su mesa. PM, al ver a Aura María agarrándose de las paredes, tropezándose con sus propios pies, comprendió que la borrachera no la dejaría llegar a casa. La tomó por el brazo y caminó junto a ella en busca de un taxi. • 53 •

Vendedores de tintos, aromáticas y cigarrillos. Las mariposas ebrias en la boca manchada de Aura María. El sonido del taconeo irregular y peligroso. El taxi los dejó frente a una casona del centro de Bucaramanga. Una puerta verde de madera conducía al patio, donde el niño de piedra esperaba a Aura María con sus pupilas afiladas. Las paredes de la pensión estaban salpicadas por el moho de las lluvias, algunas salamandras blancas reptaban por los muros, unos helechos ocupaban las esquinas del patio y cuatro senderos terminaban en la base de la estatua del niño de piedra. La columna que soportaba a la estatua tenía un graffiti rojo que decía: John estuvo aquí. En el taxi, PM no pudo evitar acariciar la mano de Aura María, mientras le observaba los tobillos blancos, cruzados por las cintas rojas de los tacones, las piernas duras, pobladas de lunares. Fantaseaba con trepar con su lengua la enredadera azul del tatuaje, ocultarse bajo la sombra diminuta de la falda y humedecerle las bragas blancas salpicadas de fresitas. No pudo evitar acariciarle la mano, mientras sentía la carne blanda de los brazos y le olía los cabellos rojos, impregnados del revoloteo ebrio de las mariposas que iban y venían de la boca de Aura María. En la casona, PM subió las escaleras detrás de Aura María, deleitándose con los trazos de su muslo tatuado. Cuando la chica se detuvo frente a la habitación, el gigante la atacó sobre la puerta, la estrechó contra su cuerpo macizo y le introdujo la lengua entre los labios. Aura María se apresuró a abrir la habitación, acuciada por el instantáneo calor que emanó de su sexo. El gigante la levantó y la lanzó sobre la cama. Cuando despertaron, PM le propuso a Aura María que se fueran a vivir a un pueblo. Él trabajaría en una finca como capataz, y ella podía hacerlo como profesora. —¿Usted sabe leer? —Claro que sé leer. —Bueno, le enseñaría a los niños, mi amor. —¿A cuáles niños? —A los de la escuela, mi reina. —Soñar no cuesta nada, PM. —Pero los sueños se hacen realidad. • 54 •

—Esos sueños no me interesan. ¿Vivir en un pueblo? ¿Ser una profesorucha? Por Dios. —Entonces, ¿cuáles sueños, mamacita? —Sueños diferentes… yo quiero plata, mucha plata. —Aura María, podríamos trabajar por los dos. —¿Por los dos? No, mijito: yo a duras penas trabajo por lo mío. ¿Qué tal? ¿Está borracho, mijo? —Pero, Aura María… —Pero nada, no sea huevón. Váyase más bien. Hágale que hoy es sábado y nos espera una noche larga. PM abandonó la pensión con un nudo en el estómago, con las costillas infectadas, con el cuello lacerado y la cabeza desprendida de sus hombros, arrojada a un abismo de mariposas ebrias y enredaderas de espinas azules.

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Un ojo de luz oscura Yo no sabía mayor cosa sobre El Tuerto. Ni siquiera lo saludaba, pero conocía apartes de su vida por los chismes que cuenta la gente. Que estaba medio loco, que vivía en una casucha en la vereda Acapulco, que vivía solo porque ninguna mujer se lo aguantaba, que toda la plata de la indemnización que le daba el Ejército se la gastaba en putas y aguardiente. Un par de noches le había dado en la jeta por sobrepasarse con las chicas. Aquí las reglas son claras: borracho que se ponga cansón va para afuera. El típico viejo verde que se pone pesado o el peladito que no deja de manosear a las muchachas. Rutina: pura rutina, mano. Pero con el Tuerto ha sido cuento aparte. La primera vez que lo saqué fue porque amenazó a unos tipos con una botella rota, dizque porque le habían bajado a Estefanía. Hay imbéciles que todavía creen que las putas les deben fidelidad y respeto, aunque a mí me encantaría que Aura María me parara bolas, que se fuera conmigo a algún pueblito. A lo bien que esa pelada todavía está a tiempo. Y para qué, a mí me gusta mucho. La madre. La segunda vez que saqué al Tuerto sí fue más grave. No sé por qué el jefe le permite la entrada. «Por la plata baila el mono, mijo», me dijo el jefe cuando le pregunté. Eran por ahí las tres de la mañana cuando El Tuerto ingresó a uno de los cuartos con Flora, una negrota de Istmina, Chocó. Unos minutos después un grito atravesó todo el bar. Me moví como pude entre la gente, que se había quedado quieta en la pista de baile, con cara de ¿y ese grito qué? Tomé el ascensor y caminé por el pasillo de los cuartos aguzando el oído, hasta percibir los gemidos de la voz espantosa. Derrumbé la puerta y encontré al Tuerto con un puñal en la mano. Debajo de su vientre estaba Flora, boca abajo, con un cráter por • 57 •

donde le brotaba sangre. El Tuerto sonreía mientras hundía su verga en la herida de la negra. Lo tomé por los hombros y lo estrellé contra la pared, lo agarré a cabezazos hasta que el hijueputa cayó desmayado. Llevamos a Flora al Hospital, quedó jodida de un riñón y volvió aterrada a su Chocó del alma. Ni idea qué ha sido de Flora. Ojalá esté bien. El Tuerto pasó un par de meses perdido. Los militares se lo llevaron para un batallón de la Costa. Allá estuvo en reposo y aislamiento. No les convenía que se regara el rumor de que un militar, retirado por heridas de guerra, cortaba putas mientras tenía sexo con ellas. Muy fuerte. El Ejército le pagó buena plata a Flora por quedarse callada. Ella aceptó. Al poco tiempo, El Tuerto volvió a Bucaramanga y otra vez se le vio seguido por aquí. Desde esa noche el jefe se volvió paranoico. Pasada la una de la mañana me envía a la recepción de cuartos para que esté pendiente de la seguridad de las chicas. Estoy en la recepción de los cuarenta cuartos. Acaba de llegar Tania con el peladito, el hijo del periodista, el que me arma la conversa sobre cine. El chino debe tener unos quince años y es la primera vez que entra a las habitaciones. No se aguantó más y quiere con la Tania. El pelado está nervioso, no deja de frotarse las manos en el pantalón. Tania me pide el bikini de leopardo y el CD de Madonna. Me cuenta, mientras busco las llaves, que el periodista le pidió que primero le hiciera un striptease al pelado y luego se lo comiera sin piedad. El niño me mira como suplicando: «Haga algo, por favor». Tania se da cuenta, se acerca, me toma de la camisa y me pasa la lengua por la boca. El niño me mira con terror, Tania se ríe. Yo los veo desaparecer en el ascensor y pienso que a mí me hubiese gustado iniciarme con Tania, hay que ser sincero. Esta caleña está muy rica, ¿a quién no le habría gustado desvirgarse con Salma Hayek? La madre que sí. Un desfile de chicas y clientes pasan por la recepción, el libro de registros, la hora, la firma, el ascensor. Son cien mil pesos. Ya sabe, Ximena: veinte minutos no más. Claro, Pamelita, hay lubricados. Sí, señor: usted me llama por citófono y le llevamos lo que desee. Estefanía, ya le dije que los bikinis de leopardo están ocupados, pero si quiere el corsé y los ligueros aquí hay varios. • 58 •

Eran casi las cinco de la mañana cuando Aura María se acercó a pedirme un cuarto, venía en cámara lenta, con el pelo rojo sobre los hombros desnudos. El vestido azul cubría su pierna derecha, y mostraba, de punta a punta, el tallo grueso de la rosa que yo había poseído. Pensé que me diría «Metámonos en un cuarto, papito», pero descubrí que se trataba del maldito trabajo. Le dije que todos los cuartos estaban ocupados, pero lo que quería decirle era que sus uñas estaban aún en mis orejas como clavos ardientes, que quería arrancarle los labios para enterrarlos en el parque San Pío, que quería que creciera un árbol con frutos de manzanas hechas de sus labios y lengua, quise decirle todo eso, pero no fui capaz. Montón de jodas que uno alcanza a pensar en un segundo, mano. Y entonces Tania surgió del ascensor tomada de la mano del peladito que no paraba de sonreír. —PM, puede darme la habitación que desocuparon. —Aura María, vea: yo le pago el rato, pero no. —Pero no qué... No he hecho una puta moneda en toda la noche. —Por eso, mamita: no le conviene. —Es que una sí es bien pendeja: rechacé como cinco propuestas por estar pensando en usted y, cuando vengo a buscarlo, se está chupando con la india de la Tania. —No, mi amor: no piense mal. Déjeme le explico. —Coma mierda, PM. Deme las llaves que ahí viene el cliente. Le entregué las llaves y recibí el dinero. El infierno. El Asco. La Miseria. Aura María y el Tuerto. Aura María, no te vayas con él. Aura María, no te encierres en el ascensor con ese desgraciado. Aura María, no.

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Labios eléctricos ¿Te importa que me cambie aquí, al lado tuyo? Puedes ajustarme las tiritas, eso, bien apretaditas. ¿Por qué el bikini de leopardo? Porque va bien con mi piel, mi amor. Tranquilo, muñeco: no me pongas esa cara. Ya vas a ver cómo te pongo bien contento. ¿Quieres preguntarme unas cosas primero? Tan lindo. Ya te dije, ese es mi nombre… Tania, me llamo Tania, mi verdadero nombre. Hagamos una cosa: te tranquilizas, vas al baño, te echas agua en la carita y te pones cómodo. Y yo, mientras tanto, acabo de ponerme las botas. Espera... échame loción en la nuca. Eso, no la gastes toda. ¿Ves cómo entramos en confianza, mi niño? El chico, hijo del periodista, se llamaba Felipe. Fue hasta el baño, se encerró y observó en el espejo. No podía creer que con esa mujer perdería su virginidad. Se parece a Kate Beckinsale, pensó, y se sintió muy afortunado. Se lavó la cara, se examinó los dientes y comprobó la frescura de su aliento con la mano. Se dio un último vistazo, se paró el pelo con los dedos y volvió a la habitación. Sí, amor: soy de las más maduras. Qué importa mi edad, bizcocho: hace tiempo que no celebro mi cumpleaños. Claro que no, una mujer jamás olvida cuántos años tiene, lo que pasa es que a mí no me gusta celebrarlos. Sí, ya me habían dicho que parecía más joven y a casi todos les digo que tengo veinticinco, pero tú has sido el único que me pilló, vea pues, el más peladito y el más avispado. ¿Que leíste por ahí que el secreto de la eterna juventud es no contar los años? ¿Que así no se quedan con uno? Vea pues, esa no me la sabía. Siéntate, relájate y disfruta como si estuvieras con tu novia. ¿No tienes novia? Con razón tu papá te trajo conmigo. Créeme, mi amor, después de esta noche desearás conseguirte una. Tania bajó los pantalones de Felipe, sonrió al ver el animal erecto frente a sus ojos. Lo tomó de la base con su mano derecha • 61 •

y lo masturbó un poco. Con la punta de la lengua lamió la uretra y la presionó contra sus papilas. Felipe sintió pequeñas descargas eléctricas entre sus piernas. Tania cubrió con sus labios el glande púrpura del muchachito y lo chupó con precisión. Lo miraba con deseo mientras se tragaba su verga dura, jugosa, virgen. El chico creyó desmayarse sobre la cama, pero la puta se trepó sobre su regazo e introdujo el palpitante monstruo dentro de ella. Movió el culo con cadencia, acelerando el galope, desacelerándolo, jugando con los ritmos, recorriendo en círculos el secreto del universo, desentrañando el misterio con el vigor de su pelvis. Felipe sintió una espesa lava subiéndole por los tobillos, sintió varias lenguas mojándole el cuello y no pudo contenerse más con la imagen de las tetas de Tania rebotándole en su propio pecho. Un resplandor encendió todo su cuerpo, una bombilla de 240 watts explotó en sus oídos como una pequeña supernova. Quédate acostadito, mi amor. Voy a pedir unas cervezas, mi niño. Tienes una verga deliciosa, papito.

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Sayonara Aruba ¿Por qué Aruba? Por el billete. La prostitución es legal e ir a Aruba es la meta de muchas de nosotras. En Aruba yo estuve tres meses y me gané 40 millones de pesos. Una termina hecha un trapo, pero vale la pena. Yo soy de Cúcuta, y antes de venir a Bucaramanga andaba con un novio y con otro, me revolcaba con ellos y con los tipos con los que les ponía los cachos. Cuando andaba sola, si había un man que me gustaba me lo comía. Y para qué voy a decir mentiras: a mí siempre me han gustado muchos manes. El asunto es que andaba sin trabajo y una amiga del colegio que trabajaba en El Cicatriz me decía: «Estefanía, no sea boba, véngase para Bucara y trabaja acá, hace buena platica y no anda varada dependiendo de nadie». Yo me puse a pensar en todos los manes con los que culiaba, en la propuesta de mi amiga y me dije sí, tan boba, en lugar de cobrar. Yo misma era una minita de oro. Y así empecé y vea, ya fui a Aruba y volví. Me hice un tatuaje y todo aquí en la teta, ¿sí ve? ¿Por qué sólo tres meses? Porque es el tiempo que nos da el gobierno de Aruba para trabajar. Además solo nos permite sacar la visa una vez al año. Igual ellos saben a lo que una va. En la Embajada, cuando sacas la visa, te hacen firmar un papel que dice

«Estoy consciente que voy a ejercer la prostitución...».

¿Cómo hice para irme? Aquí en Colombia hay personas que trabajan en eso. Yo lo hice a través de una señora que me cobró tres millones de pesos por ubicarme en la isla. Me hizo llenar unos papeles. Nombre: Estefanía Prado. Edad: 23 años. Me tomó fotos empelota y las envió a unas personas en Aruba. Allá revisaron los documentos y me clasificaron. Las opciones eran Oranjestand, en un bar exclusivísimo, junto a los hoteles lujosos; o al otro lado de la isla, en San Nicolás, donde funciona todo el conglomerado sexual. La señora, una semana después, me informó que yo había • 63 •

sido seleccionada para trabajar en San Nicolás. Ella se encargó de todo: tiquetes, hospedaje, contactos. En el aeropuerto El Dorado hice combo con las otras chicas. A dos de ellas ya las conocía de la Embajada. En Aruba, en el aeropuerto Reina Beatrix, un viejito nos estaba esperando con un cartelito todo bonito que decía «Niñas colombianas». El viejito, muy buena gente, nos ayudó con las maletas y nos hizo conversación todo el camino de Oranjestad (la capital) a San Nicolás (ciudad al otro lado de la isla). Nos dijo que no nos preocupáramos, que estuviéramos tranquilas, que el trabajo en Aruba era muy bueno, que nos íbamos a sentir como en casa porque el 90% de las niñas que trabajaban en San Nicolás eran colombianas. San Nicolás es el distrito sexual de Aruba. Allá funcionan bares como el Sayonara, el Ron & Menta, el China Clipper, el Copabacana, el Kiss me Nigth Club, el Carolina, el Roxy y el Minchis bar, entre otros. En cada uno de esos bares trabajan y viven cuatro chicas. Solo cuatro. Así funciona. A mí me tocó en el Sayonara. Una casa con bar, cocina, una salita en el primer piso y las habitaciones en el segundo. Doña Carmenza, una paisa sesentona, era la dueña. Había llegado a trabajar, igual que nosotras, muchos años atrás. Conoció a un japonés que se enamoró de ella, le montó el bar y la puso a administrarlo. Años después, el japonés murió y doña Carmenza heredó el lugar. Ese es el Sayonara, el mismo que tiene una estatua del Divino Niño en la salita donde se recibe a los clientes. El mismo en donde doña Carmenza nos quitó el pasaporte el primer día que llegamos, para devolvérnoslo solo el día que volvimos a Colombia. El mismo donde había que pagar diariamente 100 florines (unos 100.000 pesos colombianos) por hospedaje y comida. El mismo donde me hice cuarenta palos encamándome con gringos, japoneses, italianos, chinos, españoles, panameños, venezolanos y mexicanos durante tres meses, unas diez veces al día, cobrando en promedio 100 florines por polvo. Eso sí, descuéntele la manutención, los paseos por la isla y los antojos. En eso sí me gasté mucho billete, en antojos. Ropa, perfumes, joyas, cosméticos. Cosas como esas. Volví a Bucaramanga y con la plata que hice en Aruba, me compré un terreno en Piedecuesta. Poco a poco he ido • 64 •

construyendo una casita. Voy por lo menos dos veces al mes para supervisar como va todo. Aquí en El Cicatriz hay varias chicas que tienen dos taxis, una buseta y así. Yo preferí la casita. En unos años, cuando me retire, tendré dónde vivir. A lo mejor compre más casas o apartamentos. Vamos a ver. Por ahora me interesa volver a hacer papeles para Aruba o Panamá. Escuché que en Panamá le va lo más de bien a una. Sí, ¿por qué no? Panamá me gusta. Aprovechar la juventud ahora que se puede, ¿cierto?

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Moscas y cucarachas Casi a las seis de la mañana, El Tuerto cruzó la recepción subiendo la cremallera de su dril. —Oiga, gran pendejo: muy rica su novia —me dijo sonriendo. —Perro hijueputa, no me diga nada. —¿No me diga nada? Salió bien enfermita la perra esa. Se dejó hacer de todo, más que la negra Flora, gran cabrón —y soltó una carcajada mientras caminaba por el pasillo. —Si le llegó a hacer algo lo mato, hijueputa. —No me haga reír, muerto de hambre. Vaya más bien y la lleva a una clínica —y cerró la puerta de la recepción tras de él. Corrí al ascensor y fui a la habitación número ocho. Abrí la puerta y encontré a Aura María, frente al espejo del lavamanos, con la boca reventada. —¿Qué le pasó, mamacita? —Nada, PM. Me pagó por dejarme pegar —y escupió una bola de sangre. —Yo no me aguanto esta mierda. —¿Qué va a hacer? —me miró a través del espejo, mientras se examinaba el corte en el labio inferior de la boca. Corrí hasta la calle y alcancé a ver que El Tuerto subía a un taxi. Tomé otro taxi y le ordené que lo siguiera. Los taxis tomaron la carrera 27 y muy pronto se enfilaron por el viaducto García Cadena. Dejaron atrás Cañaveral y se metieron por la carretera a la vereda Acapulco. Unos instantes después el taxi de El Tuerto se detuvo. Yo me agaché en mi asiento y le ordené al taxista que parara unos metros adelante. Cuando abrí la puerta del carro, vi a El Tuerto subiendo una colina, tropezando con las piedras del camino. Yo me fui detrás de una, mano. El Tuerto atravesó un sendero de pinos, unos cultivos donde varios campesinos recogían tomate. Luego se detuvo en una caseta • 67 •

a tomarse una cerveza. La bebió fondo blanco, alegó algo con el vendedor y se perdió por una trocha loma arriba. Subí la trocha y vi que El Tuerto me llevaba mucha ventaja. Entró a una pequeña casa y se encerró en ella. El Tuerto no me había visto, así que esperé un rato para acercarme. La casa tenía paredes de ladrillo, tejado de zinc, ventanas de hierro y una puerta de aluminio pintada de rojo. Detrás de la casa había un galpón con gallinas y un gallo que parecía de pelea. En un potrero pastaba una vaca. Árboles de guayaba y mandarina rodeaban la casa. Unos metros más allá del galpón, tres bolsas negras servían de desayuno a una tropa de chulos. Rodeé la casita con cuidado, a lo Schwarzenegger en Comando; a lo Stallone en Cobra, papá. El Tuerto vivía solo. Las ventanas que daban a la sala y la cocina no tenían cortinas. Unas sillas Rimax, una mesa vieja coronada por una torre de revistas y en la pared, un afiche descomunal de un helicóptero Black Hawk. La cocina era un cementerio de platos sucios, infestado de moscas y cucarachas. Por una de las ventanas, vi al tuerto con la cabeza descolgada de la cama, roncando como una bestia enferma. Continué con mi inspección y descubrí, en el patio, detrás de la casa, una división que no estaba cubierta por las tejas de zinc. Un espacio lo bastante amplio como para ingresar a la casa, pero demasiado alto como para ser alcanzado de un salto. Tomé dos palos de escoba y unos trozos de madera de unos guacales que encontré en el patio. Los amarré con la cuerda azul del tendedero de la ropa. Los dos palos de escoba y los trozos de madera no eran garantía de nada; sin embargo, tenía que intentarlo, con la seguridad de que la improvisada escalera se despedazaría. El ruido podría despertar a El Tuerto y, si esto ocurría, me convenía más estar adentro que afuera de la casa. Emprendí la tarea. Primer escalón. Segundo escalón. Tercer escalón. ¡Salto! Los trozos de madera rodaron por el suelo, pero pude alcanzar el borde con mi mano derecha. Inmediatamente lo agarré con la izquierda y raspándome los brazos y rodillas, trepé por el muro. Conseguí que medio cuerpo entrara a la casa. Estaba sobre la ducha del baño, haciendo equilibrio con el centro de mi • 68 •

cuerpo, con las piernas afuera y la cabeza y brazos adentro de la casa, aterrado con la idea de que el Tuerto se hubiera despertado. Estuve un rato así, ensordecido por las palpitaciones monstruosas de mi corazón, hasta que escuché, como quien escucha un coro de ángeles, los terribles y guturales ronquidos de El Tuerto. Me deslicé por la pared enchapada, conteniendo la respiración. Aura María y la borrachera lo habían dejado inconsciente. Me moví hasta la cocina, en busca de un cuchillo. Encontré uno grande y afilado sobre el mesón. Las moscas y cucarachas no se espantaron: continuaron con su festín de sobras rancias de comida. Si hubiese dejado mi mano allí, en cuestión de minutos la habrían devorado, la madre que sí. Fui a la habitación de El Tuerto y me agaché junto a él. Examiné sus facciones, las cicatrices de su cara, los remolinos de las cejas. El Tuerto estaba ahí, a mi merced, dormido como una criatura inocente, a solo un golpe de mi puño, a un par de movimientos de mis manos. Apreté el mango del cuchillo y, de pronto, recordé el degüello de mi primer cabro. Mi abuelo, un hombre del campo, inteligente y con mucho carácter, me había dicho, cuando yo era un niño, que tenía que aprender a matar cabros, porque todos los hombres debían saber cómo hacerlo, porque todo hombre que se respete sabe matar, despellejar, destripar y despresar un animal. Mi abuelo le amarró las patas al cabro y lo colgó del techo del patio de la casa. Me ordenó que me acercara, puso un cuchillo en mi mano y, con el pie, arrastró un balde hasta ponerlo debajo del animal. Acarició el cuello del cabro hasta que una vena le brotó del pescuezo. Hágale mijo, corte con ganas, me ordenó. Yo le clavé el cuchillo con miedo. El cabro se zarandeó, mi abuelo me quitó el cuchillo y de un corte calmó la ansiedad del animal. El cabro se desangró en medio de gemidos que parecían los de un niño con hambre. Los cabros que siguieron a ese los maté yo. Y allí estaba El tuerto, con la cabeza descolgada, roncando a placer como un animal. Apreté el mango y le hundí el cuchillo en el cuello, moviéndolo de un lado a otro. —Se lo advertí, hijueputa. Él abrió el único ojo como si se estuviera ahogando, como si estuviera emergiendo del fondo de una piscina. Tomó aire y se • 69 •

apretó el cuello intentando detener la hemorragia. Clavé el cuchillo en su pecho, mientras el desgraciado se revolcaba en su propia agonía. La sangre oscura se extendió como un mar en el piso de la habitación. Fui al patio y traje unas sábanas. Envolví el cuerpo en ellas y el cuerpo y las sábanas, en un ropón que cubría una vitrina con algunas medallas y fotografías. Llevé a El Tuerto junto a las bolsas negras de basura. Los chulos volaron a los árboles de guayaba y mandarina. Descargué el cadáver y lo cubrí con los desechos de las bolsas de basura. Volví a la casa, me duché y busqué una camisa limpia que cambié por la mía salpicada de sangre. Envolví el cuchillo en mi camisa sucia y los metí en una bolsa negra que escondí entre mis pantalones. Retorné a la carretera observando las nubes en el azul del cielo, pensando en mi abuelo, en sus manos fuertes y decididas. Las aves de rapiña redujeron el cuerpo del Tuerto a un montón de huesos mortecinos. Un mes después, los restos del Tuerto fueron hallados por un mensajero que le llevaba una citación para comparecer ante la fiscalía por los delitos de estafa y extorsión. Al enterarse de la noticia, ninguno de los campesinos de la vereda habló sobre aquel hombre grande que subió tras El Tuerto la última mañana que lo vieron. Por el contrario, asaron algunas gallinas, bebieron cerveza y jugaron tejo toda la tarde.

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Panamá City En Panamá hay muchas formas de trabajar. Puedes trabajar en yates o por internet, te registras en una página, subes fotos, montas un perfil y los interesados te seleccionan. El manager de la página te llama y te pone en contacto con el cliente, tú vas y te encuentras con él en la habitación de un hotel. También puedes trabajar en algún Club donde haces shows si no te sale ningún servicio, o puedes trabajar en la calle parándote por ahí, yéndote algún barcito de la Vía Argentina o El Cangrejo. Los extranjeros saben que las chicas que están por ahí, sobre todo si son colombianas, andan trabajando. En Panamá hay muchísimas niñas colombianas. No te imaginas. Es impresionante. Yo viajé a Panamá sin ningún tipo de intermediarios. Saqué el pasaporte, compré el tiquete y desde el primer día me puse a buscar trabajo. Es que a mí me gusta la plata y yo la tenía clara: iba a Panamá a trabajar. Así que después de pagar el taxi hasta el apartamento de una amiga en Vía Argentina, me cambié y salí a buscar qué hacer. La primera noche nos quedamos por ahí cerquita, en una zona de barcitos, pero no pasó nada más allá de unos traguitos y unos besos con unos puertorriqueños. Al día siguiente, unas amigas me llevaron al Causeway, la zona de los yates. La idea era buscar a los capitanes, un par de fotos y quedar a su disposición. Los capitanes de los yates son los encargados de conseguirles las niñas a los gringos. Los gringos van a Panamá a enrumbarse en despedidas de soltero, fiestas de negocios o convenciones aburridas. De todas las formas de trabajar en Panamá, la que más me gustó fue la de los yates. Un capitán nos consiguió una despedida de soltero. Eran diez gringos y querían siete colombianas para su fiesta en el mar. Solo la compañía de una de nosotras costaba 250 dólares, que se pagaban en efectivo antes de abordar el yate. Desde el principio de la cita, a las ocho de la mañana, hasta el final, a las cuatro de • 71 •

la tarde, el alcohol y la comida fueron abundantes. Cualquier cosa que querías ahí estaba. El trago, el dance y el perico prendieron una rumba que hizo paradas en playas de arenas blancas y aguas azules, que nos sacudió sobre las olas con libertad, que nos pagó 250 dólares extras por cada polvo que nos echamos. Yo estuve en varias fiestas en el mar; y si en algunas únicamente saqué el pago por la compañía, en otras, como en esta despedida de soltero, me hice 1000 dólares adicionales. Hay días en los que haces 1250 dólares, pero también hay días en los que haces 200 o menos. Por eso tienes que moverte, insistir en los yates, hacer la ronda por las barcitos de la Argentina, ir a algún club y probar suerte allá. La vida en Panamá es costosa, no hay de otra. Hay que ser juiciosa, trabajar. Hay un club donde yo trabajé bastante. No recuerdo su nombre, pero es uno de los puteaderos más conocidos de Panamá. El dueño es un francés que tiene reclutadas cien chicas uniformadas de blanco, cien chicas que se pasean como gaticas a través de luces tenues, música Chill out y salitas con barras de pole dance. De las cien chicas sólo hay una venezolana, el resto, es decir las noventa y nueve restantes son colombianas. Las colombianas somos muy apetecidas en Panamá. Los extranjeros nos adoran, no solo por nuestra belleza, sino por lo educadas, cariñosas y coquetas. Eso, más que cualquier otra cosa, es la clave. En el club, el servicio cuesta 250 dólares. Si el cliente quiere sacarte del lugar debe pagar una multa adicional de 250. Si lo hace antes de la una de la mañana, tú tienes la obligación de volver. Si no vuelves, no te dejan trabajar nunca más. Si el cliente te saca después de las dos de la mañana, puedes disponer del resto de la noche; y si no eres lo suficientemente hábil para amanecer con él, te vas para una discoteca a ver qué. Trabajando así, tuve noches en las que me hice 700 dólares, pero otras en las que pasé en blanco. En esas malas noches hacía un streaptease en el club y ganaba 25 por cada show. Tenía que camellar como fuera, jamás irme a la cama con las manos vacías. Y tenía que ser inteligente, tenía que ahorrar. Yo le enviaba plata a un amigo aquí en Bucaramanga y él me la consignaba en mi cuenta. Al volver, tenía treinta millones de pesos ahorrados. Me puse más contenta que marranita estrenando lazo. • 72 •

Solo estuve en Panamá dos meses. La habitación donde viví me costó 450 dólares mensuales. Tuve que compartir apartamento con otras chicas, con las que vivía agarrada y cocinar no era una opción viviendo con ellas. Comer afuera era costoso porque yo no como en cualquier lado. Comprarme ropa, regalos para mi mamá y para los sobrinitos era muy caro también. Hay días en que me dan ganas de volver a Panamá. Aunque me están contactando para viajar a China o a Holanda. Uff, me encantaría. Si viajo a Holanda me hago un tatuaje en la cintura que diga Holland, con unas alitas alrededor. Mientras tanto seguiré trabajando en El Cicatriz: se pasa bueno y me va muy bien. Ah, claro, mira: me hice un tatuaje en el omoplato. ¿Sí lees? ¿Qué dice? A ver, señor periodista ¿no sabe leer? Sí señor, cómo no, léalo otra vez: Panamá City.

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John estuvo aquí Yo iba a ser odontólogo. De hecho me matriculé e hice un semestre en la universidad, pero la calle me ganó para su ejército de Chirretes del fin del mundo, como gritábamos con el parche cada vez que nos la pegábamos. Y nos la pegábamos seguido, ñero. Todos los días alguien aparecía con una botella de aguardiente, con marihuana y perico. Todos los días nos íbamos para la quebrada y nos soplábamos todo. A veces nos acompañaban un par de viejas y, en medio de la rumba, culiábamos sabroso con la una y con la otra. Nadie se ponía con la maricada de los celos y compartíamos el pico de la botella, la pata del bareto, la llave del perico y la cuca de la que se medía a andar con nosotros. Una chimba. Yo era de los bravos. De los que empezó a robar en el barrio. Al principio nos metíamos a los apartamentos del sector. Era fácil trepar por los calados de las cocinas, alcanzar una ventana abierta, y listo. El que coronaba la trepada chiflaba, y los demás corrían hasta la puerta del apartamento que se abría de par en par. Teléfonos, radios, televisores, ropa, comida, lo que fuera, lo que pudiera venderse nos lo llevábamos. Y lo vendíamos, sin mente. Fueron días felices hasta que a los del barrio les dio por contratar seguridad privada. O tal vez no. Esos hijueputas aparecieron de un día para otro y empezaron con la propia terapia: la terapia del terror. Desde que llegaron las Águilas Negras se hicieron sentir. Llenaron las paredes de la cancha y los muros de la quebrada con amenazas. «Muerte a las ratas», «Águilas negras presentes» y «Las AUC viven”. Y nosotros pensamos que era un grupo de esos que meten miedo, de esos que no pasan de la pura advertencia, de esos que no pueden ver a un pobre echando bueno porque quieren joderlo; pero nada, ñero. Una tarde pillaron al Mebareto trepando uno de los bloques de apartamentos y se lo bajaron de un pepazo. En la calle lo remataron en la cabeza, y al día siguiente aparecieron nuevos letreros por todas partes. «Sin piedad con las ratas», nos desafiaban los pirobos esos. Entonces tuvimos que abrirnos del • 75 •

parche, esos manes andaban enfierrados y ante la ley del plomo lo mejor es abrir peluca. Mi papá estaba haciéndome la cacería para internarme en Hogares Crea, que dizque allá me iban a enderezar, que dizque me portara juicioso y me seguía pagando la carrera de odontología. Yo ya estaba muy lejos de esa vida, pero le hice creer al cucho que estaba dispuesto a internarme. La tarde en que ya había arreglado todo le pegué un palazo en la cabeza y le robé la billetera. Yo me sabía la clave de la cuenta de ahorros del cucho y ahí mismito fui a un cajero y se la desocupé. Jum, ñero, papita pal loro. Invité a la Taty, la hembra que andaba con el Mebareto antes de que se lo bajaran, y nos fuimos para la olla de la novena con dieciséis. Compramos un montón de bazuco, aguardiente, pepas… Mejor dicho, qué no fue lo que compramos, y alquilamos una pieza en el Parque Centenario. Allá nos encerramos hasta que nos metimos todo. Íntegro. Fino. Cuando me desperté, la Taty ya se había abierto. Claro, como ya se había chupado todo lo que yo tenía… Pero ella no contaba con que yo me había encaletado unas lucas en el culo, y ahí las encontré en medio de mis nalgas. Entonces me fui de una para la olla. Allá andaba lo más de contento, fumando sustico cuando me cayó mi cucho con la policía, y ahí sí terminé en Hogares Crea, ñero. En la rehabilitación encontré a Dios. Yo estaba en mi catre después de comer, escuchando todas las tochadas que contaban los compañeros, cuando de pronto me dio un mareo todo feo y me desgoncé. Me llevaron donde las enfermeras, pero mientras tanto yo soñaba que estaba en la casa del vicio y un mechudo me pedía unos ploncitos, yo le gritaba que se abriera, y entonces el mechudo me miraba a los ojos y era Jesucristo. Me desperté sudando y en ese momento me volví creyente. Gracias a eso pasé varios meses vendiendo artesanías y llaveros que yo mismo fabricaba. Me montaba a los buses, les contaba mi historia y siempre sentía que Chuchito andaba conmigo, ñero, pero de un día para otro, la presencia del señor desapareció. Sin más. Yo pensé que eso significaba que estaba curado y era el momento de volver con mi papá, porque en Hogares Crea me enseñaron a decirle así, y no cucho como yo lo llamaba. Allá la lavada de cerebro es completa, ñero. • 76 •

Volví al barrio y a los pocos días busqué al parche de la quebrada y, como dicen, recaí con todos los juguetes, volví al vicio con papayera, ñero. Nos íbamos para el parque de Florida o para Cañaveral y atracábamos al que fuera. Yo ya no tenía miedo porque había encontrado a Dios. Corté a más de uno que se hacía el machito, y a una gomelita le clavé la patecabra en una teta por alzada. Santandereana ni qué hijueputas, le dije antes de sacarle el hierro de esos teteros ricos que se mandaba. Las cosas estaban tranquilas con las Águilas Negras, hasta que a mí me dio por robarle otra vez a mi papá. Desde que no robáramos en el barrio nos dejaban sanos, y esa noche el amure me pudo más y le casqué al cucho y lo obligué a que me diera toda la plata que tenía encaletada en el armario. Tenía bastante del producido de la tienda que él mismo manejaba. Mi cucho siempre tuvo una tienda y no dejó de atenderla ni cuando mi cucha nos abandonó. Él nunca quiso contarme nada, pero yo sé que mi cucha se abrió para Venezuela con el hermano de él. Qué tal la belleza de mi tío. Qué tal la joya de familia que me gasto, ¿ah? El video es que cuando ya me iba a ir el cucho se me enfrentó. Sacó un machete no sé de dónde y me encendió a planazos. Cucho marica, si me hubiera dado con el filo me habría matado, pero el cucho me quería a pesar de todo y esa fue su condena. Yo vi que no iba a pasar de los tramacazos con el machete y saqué la retráctil del pantalón. Yo no me puse con maricadas. Le enterré la patecabra en el pecho varias veces. Como todo un varón, ¿sí pilla? Me fui para las casas de humo y hasta allá llegó la Taty a decirme que las Águilas Negras me estaban buscando para matarme. Que las águilas no iban a pasar que un hijo matara a su padre, que esa joda en el barrio no la iban a perdonar ni por el putas, y que era cuestión de tiempo para que me encontraran. Estaba sentenciado, ñero. Entonces busqué una pensión en el centro de Bucaramanga y encontré una barata, con un niño Dios de piedra en la mitad del patio. Allá me instalé porque yo había encontrado a Dios y en Hogares Crea siempre nos hablaban de las señales divinas y si ese niño de piedra no era una, ¿entonces cuál? La primera noche y el día siguiente no hice otra cosa que fumar zurro y pensar qué iba a hacer. En la segunda noche fui al • 77 •

patio a mirar la luna y le pedí al niño de piedra que me ayudara. El niño Dios me dijo que todo bien, que debía volver al barrio y hablar con las Águilas Negras. Que había que poner la cara, que el perdón y la reconciliación, que la esperanza y la armonía, que tales y pascuales. La chimba. Yo sé que si vuelvo al barrio me matan, pero no tengo adónde más ir. Además, el apartamento del cucho es lo único que me queda. Venderlo y mirar qué se hace. Igual, voy a ir. Ya me decidí. Voy a comprar más bazuco en la olla, allá mismo me consigo un revólver para totearlo, un cuchillo mateganado bien fino para abrirme el cuero con el que sea, y también voy a comprarme la otra cosa que me dijo el niño Dios, un aerosol rojo para escribir en las paredes que yo estuve aquí, ñero: “John estuvo aquí”, queda bien firme. Refirme. Ya lo ensayé en la columna del mismísimo y se ve elegante. Voy a escribirlo en los muros de la quebrada, en el piso de la cancha, en las paredes del bloque, en la jeta de las Águilas Negras, porque es que, ñero, yo vivía aquí mucho antes de que esos malparidos llegaran a imponer el terror, yo nací en este barrio. Yo soy de por aquí, no como esos pirobos, qué tal el descaro de esas gonorreas. Lástima con el cucho, para qué. A veces me pregunto ¿y si le hubiera seguido la cuerda qué habría sido de mí? Qué hijueputas, ñero: John estuvo aquí.

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Las caleñas son como las flores «La lujuria es mi pecado favorito», me dice Tania en medio de los rones que nos tomamos luego de salir de la habitación. Tania lleva dos años trabajando en el Cicatriz Club. Antes vivía en Cali, donde conoció a un paisa que estaba montando la industria porno del país. Según me dice, ella salió muy buena actriz y, al poco tiempo, rodaba de a dos películas por día. Era divertido, me cuenta, y hasta motivo de orgullo, porque además de ganar medianamente bien servía como ejemplo para las señoras casadas, quienes recibían clases suyas, bajo el seudónimo de Flor Caleña, y así, de esa manera, era distribuida en las tiendas especializadas:

Video-club La Hormiga, 7:55 PM Un hombre y una mujer entrados en sus cuarenta años ingresan al video-club. Luego de observar algunos de los títulos de los mostradores, se acercan a la recepción. Tras recibir un pellizco de la mujer, el hombre pregunta al empleado: —Hágame un favor, mano: porno colombiano. —Sí, cómo no, en el catálogo —contesta el empleado mientras les alcanza un grueso libro que tiene el aspecto de un álbum de fotografías. —Espero que esto funcione, gorda. —Va a funcionar —contesta ella mientras le señala el título recomendado por las compañeras de trabajo. —¿Las caleñas son como las flores? —pregunta divertido el esposo, mirando la carátula donde aparece Tania jugando con sendos juguetes sexuales. • 79 •

—Sí, gordo, esa misma. Alquilémosla —concluye la mujer, imaginándose ella misma como una abundante flor de carne para su esposo.

Cicatriz Club, 3:50 AM ¡Los gringos son los que más piden, eso qué Hollywood ni qué hijueputas! ¡Latinas con bocas abiertas, eso es lo que les gusta!, grita Tania en la mesa. Mi papá ríe a carcajadas. Yo me imagino a Tania rodando varias escenas. Sobre un escritorio. Bajo un palo de mango. Sobre el baúl de un carro. En el borde de un segundo piso. Tania me cuenta que el pionero paisa dejó de filmar porque su propia hija quería protagonizar una película. La chica se vino desde Itagüí con la firme intención de ayudar en el negocio familiar, pero el paisa canceló todo el proyecto y fue una lástima, porque para ese entonces Flor Caleña ya era famosa entre los visitantes de moteles y salas clandestinas. —Todo terminó, no me quedó otra que salir de Cali, venirme para acá y aceptar la propuesta de Emilio —me dice Tania, mientras se toma una copa de ron—. Solo amé a un hombre, solo a uno hijueputa —y Tania toma sin parar otros dos tragos de ron—. Pregúntame Felipe, pregúntame como a ti te gusta preguntar — me dice mientras noto que el ron ya se le subió a la cabeza. Tania me cuenta que el único hombre que amó fue un gringo llamado George, el único con el que se acostó mil veces. Me cuenta que el gringo estaba haciendo papeles para sacarla del país, para irse a vivir a Fénix, Arizona. —A Phoenix —corrijo. —A donde sea, hijueputa —y prosigue contándome que una noche le mataron al gringo por robarle un miserable reloj. —Este país es una mierda, Felipe. No se te olvide nunca. Una mierda. Nos despedimos de Tania a las seis de la mañana. Mi padre conduce ebrio hasta la casa de mi madre. Está feliz y me cuenta que • 80 •

ya tiene todo el material para su próximo reportaje en el Dominical, de Vanguardia Liberal. —¿De qué se trata, papá? —le pregunto mientras él conduce en un estado de felicidad. —Mijito: trata sobre las chicas colombianas que se van de putas al caribe centroamericano —y sonríe. —¿Hay muchas colombianas en eso? —Muchísimas. En Aruba, Panamá, San Martín y Curazao. Nosotros somos potencia mundial en exportación sexual —me responde y parquea el carro frente a mi casa. —¿Y para cuándo sale, pá? —Yo creo que en ocho días lo tengo listo y sale publicado, creería yo, en quince —me responde mientras señala con su boca a mi mamá, que acaba de salir en bata a la puerta de la casa. Mi mamá grita y da una cantaleta que yo no recibo. Paso derecho a mi habitación, mientras los escucho discutir una vez más. Yo no sé para qué se divorciaron si pelean más que cuando estaban casados. Yo los omito en la tranquilidad de mi cama e imagino que Flor Caleña entra por la ventana, se mete en mis cobijas y con sus manos me ayuda a conciliar el sueño. Los días siguientes los dedico a mi nuevo propósito: encontrar a Flor Caleña. Voy a la video-tienda del barrio y, luego de hurgar fallidamente en catálogos y mostradores, le pregunto a Aurelio, el encargado del negocio. —¿Flor Caleña? Pero claro, papá. ¿Quién no se acuerda de ella? —Viejo Aurelio, le alquilo todo lo que tenga. —Lo que pasa es que esa distribuidora sacó todas las películas de circulación, eso ya no se consigue. —¿En serio? —Fresco, niño. No pasa nada. Vea, le tengo otras opciones. ¿No le gusta el porno gringo? Es de lo mejor. ¡Hay unas monotas! En especial esta. Aurelio me enseña la carátula de una rubia de ojos azules, labios carnosos y facciones hermosas. Un poco desanimado por no encontrar a mi Flor Caleña acepto las sugerencias de Aurelio. De camino a casa, con las • 81 •

películas en mi morral, me detengo en una cabina de teléfono público y llamo a mi papá a la oficina, le pido que me lleve de nuevo al Cicatriz Club. Él me dice que sí, que le llena de orgullo que yo sea todo un varón; y, mientras tanto, me dedicó a observar, luego de llegar del colegio, las películas de la mona gringa. Ahora soy un especialista. Me consagro a aprender todo lo que se pueda con un único objetivo: sorprender en mi próximo encuentro a Tania, la Flor Caleña. Mamacita rica.

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El lago Imagino una vida normal mientras el bus avanza por el centro de la ciudad: el periódico en la sala, el olor a huevos revueltos, la misa de once, el partido de microfútbol en el barrio y la pereza desparramada por toda la casa. El domingo normal para todo el mundo, menos para mí. Acabo de matar a El Tuerto y llevo el olor de su sangre en mis manos. Bajo del bus. Me detengo frente al Cementerio Central y en los puestos de flores del Parque Romero compro un girasol. Me siento en una de las bancas a hacer tiempo. Imagino a Aura María dormida boca abajo con sus firmes nalgas desnudas. Tengo una parola enorme, unas ganas de correr a la pensión y asaltarla en sus sueños. Calma, PM. Calma. Ya sabes que no debes mostrarle mucho tus sentimientos a la puta, porque eso es lo que es: una puta. ¿Cómo es que te estás embobando con ella? ¿Cómo puede ser eso posible? Es que ella ha sido muy buena contigo, tan buena como ninguna jamás lo fue. Pero es una puta, PM. Ella es buena con todos, no solo contigo. Pero qué importa: hoy la pasaré bien con mi puta. ¿Estás feliz? Acabarropa, bobolitro, camastrón. ¿Estás feliz? Eso es lo que importa. Me quedo otro rato en el parque mirando el cementerio. Veo una niña pelirroja que roba flores de las tumbas y las mete en una bolsa negra. Camina, se detiene. Repite la operación. En esas llega su mamá, la regaña, pero no le quita la bolsa de flores ni se las hace botar. Solo la toma del brazo y la obliga a caminar junto a ella. Atravieso el viejo barrio hasta llegar a la casona de la pensión. Subo las escaleras y encuentro la puerta semiabierta del cuarto de Aura María. Ella no está. Antes de sentarme en la cama, levanto el colchón y, sobre las tablas, pongo el cuchillo envuelto en la camisa sucia de sangre. Aura María aparece con una toalla amarrada en • 83 •

el cuerpo, dejando huellas húmedas por todo el piso. Recibe el girasol y me pide que la espere afuera. Bajo por las escaleras y me siento contra la columna de la estatua del niño de piedra. Mis párpados se cierran. Sueño que de alguna parte de la pensión surge El Tuerto con un chulo sobre sus hombros y un revólver plateado en la mano. Me dispara los seis balazos mientras el buitre aletea endemoniadamente sobre su cabeza. Despierto sobresaltado. Aura María está parada junto a la puerta de la pensión, me espera con un vestidito blanco de barquitos azules. —¿Nos vamos? —Vamos, mi reina. La invito a desayunar en la cafetería del frente. —¿Alcanzó a El Tuerto? —Se me voló ese desgraciado. —Para creerle, PM. Cuente qué pasó. —Nada, no le pare bolas. Más bien acábese el desayuno que nos vamos de domingo. —¿Y eso para dónde? —No le pare bolas. Yo quiero llevarla a un sitio especial, una sorpresa. —Con tal de que no me quiera hacer nada malo. —Tranquila, mi amor. Solo sígame la cuerda. Además yo a usted solo quiero hacerle cosas buenas. Aura María caminó conmigo hasta la carrera 15. Tomamos el bus de Lagos Estadio y, al bajarnos en el Parque Recreacional el Lago, Aura María me abrazó y se lanzó a correr como una niña hasta la taquilla. Montamos en la Rueda Triple, en el Expreso del amor y en los Carros chocones hasta que nos dolieron los huesos. Almorzamos perros calientes y nos echamos una siesta bajo los árboles. Al atardecer invité a Aura María a dar un paseo por el lago. Nos fuimos en uno de esos botes de pedal. Jugamos a echarnos agua y a perseguir a los patos. En un momento, Aura María se quedó toda callada, como triste, y a mí me pareció la mujer más bonita del mundo. La besé y ella me besó con los ojos cerrados. Fue un beso largo como de película romántica, ella sonrío y me dijo que no le había parecido de película, sino de telenovela. «Como quiera, • 84 •

mi amor», le respondí y la volví a besar. Luego, nos fuimos a cine y vimos una película de matachitos bien bacana, la madre que sí. Comimos crispetas con mucha sal y como a las once de la noche nos fuimos a dormir a su habitación en la pensión. Una delicia, una bellezura, mano.

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Esa maga del videotape Lo que más me gusta de Jenna Jameson es su actitud. Aurelio dijo que era una diosa voluptuosa y se quedó corto. Su nombre real es Jennifer Marie Massoli, su apellido artístico lo tomó de una botella de whisky con la que se emborrachaban unos hombres en un bar de Las Vegas. El presentador del club, antes de anunciarla como la novedad entre las bailarinas de aquella noche, le preguntó el nombre, mientras le sacaba la tapa a un lapicero y la urgía con los datos. A Jennifer le fue fácil decir Jenna, pero no se le ocurrió un apellido de una buena vez. El presentador le dijo que era necesario un segundo nombre y entonces la mona de ojos azules, al ver la botella de whisky de la que bebían aquellos tipos, supo que Jameson sería el complemento para su carrera de lujuria y fortuna. Pero eso fue algo relativamente fácil. Un par de horas antes, mientras se vestía y arreglaba en su habitación, Jenna notó un detalle que aborreció al instante: unos braquets plateados que la hacían ver mucho más joven de lo que era. La estrella de porno ya había decidido su destino, se convertiría en stripteasera esa noche y unos frenillos no iban a impedírselo. Así que armada de un depilador y sus propios dedos, arrancó una a una las piezas de alambre de sus hermosos dientes. Jenna pudo haber sido estrella del cine si así lo hubiera querido. Pudo haber sido una diva de la talla de Angelina Jolie o Scarlett Johanson, pero decidió ser estrella porno. Y no cualquier estrella porno. Jenna se convirtió en la número uno, en la que todos los hombres deseaban tener en su cama, en su carro, en su ducha, en su oficina. Ninguna como Jenna para disfrutar el sexo frente a una cámara, para convertirse en diabla, bella genio, enfermera, pirata, turista, profesora. Ninguna como ella para provocar la locura con su dominio y agresividad. Claro, conozco amigos del colegio que la pordebajean porque se creen mejor que ella, porque creen que sus • 87 •

novias son mejor que Jenna y no tienen ni idea que dentro de sus novias, hay una loca frenética igual que Jenna. Gente conservadora, al fin y al cabo. No como mi papá y yo, que somos de avanzada, de mente abierta y gustos excéntricos, como él mismo me dice cada vez que vamos al Cicatriz Club. Todas las mujeres en el fondo se parecen a Jenna Jameson, están dispuestas a disfrutarlo todo, siempre y cuando los hombres las lleven a ese estado caliente y desesperado. Eso lo he aprendido viendo las películas de Jenna. Por eso me gusta ir con mi papá donde las putas, porque ellas son honestas y generosas, porque no tienen reparos en entregarte todo y en recibirte todo por unos pesos. Lo demás es moralidad y eso a mí ya no me importa. Que se jodan los que sufren por las decisiones personales de cada quien. Que se den con la correa en la espalda, si quieren; que suban Morrorrico de rodillas con su culpa imaginaria, pero que nos dejen en paz a aquellos que sí queremos disfrutar la vida. Todos estos años portándome como es debido, siguiéndoles la cuerda a los curas del colegio, siguiéndoles la cuerda a mis tías y a mi mamá. Todo este tiempo para qué. Ahora las clases del colegio me dan asco, mis compañeros me parecen estúpidos, y lo único realmente importante es volver al Cicatriz Club y hablarle a Tania de Jenna, hacerle a Tania todo lo que a Jenna le hacen en las películas. Qué rico. Qué rico. Me siento un volcán a punto de estallar. Un león con las garras y los colmillos sedientos de carne. Gracias a mi papá conocí a Tania, gracias a Tania conocí a Jenna Jameson, esa maga de la liberación sexual. Sí, maga, porque estamos atrapados en medio de un miedo paralizante al sexo. ¿Por qué no fornicar por puro placer? ¿Por qué casarse o ennoviarse para acceder a esa belleza? ¿Por qué fingirse civilizados y negar los instintos naturales? Por eso mis papás se divorciaron. Si hubieran sido honestos aún andarían juntos, les faltó liberarse, mirarse de frente y decirse todo lo que realmente pensaban y sentían. Pero no lo hicieron, ningún adulto lo hace, porque los adultos son falsos y cobardes y convenientes. Viven presas del miedo, del dinero y del desamor. Yo no voy a ser como ellos. Descubrí la liberación y voy a ejercerla hasta el final de mis días. • 88 •

Esa libertad con la que Jenna ejecuta los polvos frente a la cámara. La humedad de su vulva rosada nos libera, la erección de su clítoris nos libera, sus pezones enormes nos liberan, sus dedos mojados en su lengua nos liberan, sus labios chupando dos vergas erectas nos liberan, sus gemidos y gestos nos liberan. Poner una de sus películas, pausarla, retrocederla, subirle las revoluciones. Cambiar el videotape, poner otra cinta, jugar con las escenas. Tiemblo. Mañana en la noche iré con mi papá donde Tania. Le mostraré a mi caleña todo lo que Jenna me ha enseñado durante estos días. Le enseñaré a mi diosa criolla todo lo que la diosa rubia más promiscua del mundo tiene para darnos. Darle. Duro.

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El banquete PM fue al Cicatriz Club a organizar los detalles de seguridad de una gran fiesta privada que se ofrecería la noche del miércoles, madrugada del jueves. El club no abrió sus puertas el lunes ni el martes. Esas horas fueron dedicadas a la decoración del lugar. Mesas largas, cortinas rojas, antorchas, ánforas, patinas, platos hondos, platos llanos, copas y vasos de plata. Todo lo necesario para ambientar la fiesta como un banquete romano, un bacanal donde la gula y la lujuria se pasearían como una mujer desnuda en la intimidad de su cuarto. El benefactor de la fiesta fue el Gobernador de Santander. El motivo, agasajar al jefe y a toda la comitiva de una adinerada organización española, quienes visitaban la ciudad con la promesa de invertir en turismo y desarrollo en los parques naturales y de deportes extremos del departamento. Se sacrificaron en total cinco vacas, quince pollos y tres cerdos que fueron preparados bajo la orientación de diversas técnicas culinarias. Un carnicero se amputó un dedo cortando la lengua de una de las reses. A una reconocida distribuidora se le compraron cien botellas de Black Label Scotch whisky, cincuenta botellas de Absolut country of Sweden Vodka y quince botellas de sangría española, a petición de la mujer del líder de la organización. La Gobernación pagó muy bien el alquiler del Cicatriz Club. Esto incluyó seguridad, atención al cliente y los favores de cincuenta chicas dispuestas a todo. Aura María hizo casting junto a Tania, Estefanía y setenta niñas más de todos los burdeles de Bucaramanga. Aura María logró clasificar junto a Estefanía y veinte chicas del Cicatriz Club. Tania, la diosa latina, la estrella de cine, no clasificó porque a los españoles no les gustó su look de princesa azteca. Esa noche Tania dormiría tranquila en su casa. • 91 •

PM fue ubicado en la calle. No te puedes mover de aquí hasta que se termine la fiesta, fue la orden de Emilio Cifuentes. PM le rogó a Aura María que no se presentara a la selección de candidatas, le imploró que se fueran a vivir juntos, se arrodilló y le pidió matrimonio, ofreciéndole una vez más su vida, pero la muchacha solo le acarició la cabeza y se rió de la inocencia del gigante. Aura María no usó ropa interior: vistió una ceñida transparencia negra. Margarita, una rubia de mirada perversa, que venía de otro night-club, estaba encargada junto a Aura María de uno de los lesbian-shows programados para el banquete. Felipe llegó con su padre a la una de la mañana. El padre de Felipe, reconocido e influyente periodista de la ciudad, fue uno de los primeros invitados por el Gobernador. El periodista, quien solía tomarse unos tragos en El Mesón de los Búcaros para calentar el corazón y subir el ánimo, se acercó a la mesa principal, saludó efusivamente al Gobernador, apretó la mano del líder de la organización española e hizo una reverencia ridícula a la esposa. El español era un hombre de cincuenta años, calvo, grueso y grande como un oso, con una barba arreglada. La esposa era joven y voluptuosa, con una mirada donde ardía un pequeño infierno y unos labios entreabiertos que decían: ven a mí. Felipe se paseó el Cicatriz de arriba a abajo, preguntó por Tania como solía preguntar por todo. Las ganas se le esfumaron al enterarse de que su diosa no vendría a redimirlo de sus pecados. Felipe se sentó junto a su padre y se olvidó de Tania, cuando Aura María y Margarita saltaron a la pista en medio de las luces y la música de Depeche mode. Las chicas enredaban sus piernas en la barra de pole dance. Mientras una se acuclillaba, la otra trepaba por la barra y se deslizaba dando giros acrobáticos sobre sí misma. Se abrazaban con brazos y piernas, reculaban con gracia y hacían arcos circenses, enseñando las curvas y hendijas de su cuerpo con extraordinaria placidez. Al terminar el show, las dos chicas fueron invitadas por Iñaki, un joven español, a un vaso de Absolut y a una función privada en la mejor de las habitaciones. —¡Maldita sea! Yo aquí chupando frío como un pendejo. —Fresco, PM: por la rumba de hoy pagan bueno. • 92 •

Hay buena luquita. —Yo sé, Julio. Lo que me encabrona es qué... hijueputa vida. —¿Le encabrona qué, PM? —¡Estoy más tragado que calzón de loca, mano! ¡Putamente tragado! Aura María subió al ascensor, seguida de Iñaki y Margarita. Lo último que vio el encargado de la recepción, antes de que la puerta del elevador se cerrara, fue a las dos mujeres acuclilladas, besándose con la boca abierta y la lengua afuera, y al español sonriente, desajustándose con urgencia los botones del pantalón.

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La diosa y la lechuza Felipe averiguó la dirección de Tania. Le pidió las llaves del apartamento a su padre y le explicó que estaba cansado. El periodista ordenó que llamaran un taxi y dejó ir a su hijo. Felipe dio la dirección que le había dado una de las chicas y el taxi lo dejó frente a una casa agrietada y amarilla del barrio Girardot. El muchachito golpeó la puerta usando la aldaba de hierro. Recorrió la casa golpeando los muros con sus puños, pegó la oreja a las grietas de la madera e intentó descifrar los sonidos de adentro. Deseaba distinguir el aliento cargado de su Flor Caleña, pero solo oyó los gemidos de los postigos de las ventanas. Cerró los ojos y soñó que irrumpía en el dormitorio de Tania. Ella dormía desnuda y bocabajo. Él se acercaba, le besaba la espalda, el coxis, las nalgas; introducía su lengua en el ano apretado de la diosa. Un almendro estaba junto a la casa agrietada. Una lechuza blanca se posaba en una de sus ramas. La lechuza de grandes ojos amarillos observaba atenta los sueños de Felipe. Veía cómo el muchachito agonizaba de deseo frente a la puerta indiferente. Los grandes ojos del ave viraron hacia la derecha, fueron testigos de oscuros advenimientos. A media cuadra de allí, un grupo de sombras fumaba bazuco. Las sombras escucharon los gritos de Felipe y, ansiosas por encontrarlo, apuraron sus pasos. Las sombras llegaron hasta donde el niño con la oreja pegada a la puerta. Felipe abrió los ojos y, al reconocer el horror, corrió. Las sombras lo retuvieron, golpearon y clavaron sus puñales en el pecho y la espalda. Felipe se derrumbó sobre la acera. Las sombras se retiraron con algunas monedas, un par de billetes y los zapatos de marca del muchachito. La lechuza blanca registró lo ocurrido: el niño ahogándose en su propia sangre, la mano crispada queriendo alcanzar la puerta • 95 •

de madera, el desvanecimiento final frente a la casa amarilla. La lechuza movió la cabeza de un lado a otro, se inclinó sobre la rama del almendro y desplegó sus alas hacia la profundidad de la noche. Al amanecer, un celador encontró a Felipe. La policía no tardó en llegar y el cuerpo fue llevado a Medicina Legal. La madre de Felipe intentó ahorcar al periodista en las oficinas del Instituto. Los investigadores averiguaron que Felipe había conseguido la dirección de Tania con Estefanía, la rubia de piernas largas, en el Cicatriz Club. En el barrio Girardot ningún vecino vio o escuchó a Felipe, ni siquiera Tania fue consciente de las plegarias febriles del adolescente, que treparon los muros de su casa como arañas hambrientas. En la misa, el rector del colegio pronunció unas palabras correctas. Habló del destino, la fatalidad y citó a Santo Tomás de Aquino: «La esencia del amor es hacerse amigo de Dios, en tanto que Él es feliz y la fuente de la felicidad». El padre de Felipe se desmayó dos veces y la madre le juró a Dios encontrar a los asesinos de su hijo. El féretro del muchachito avanzó en medio de sollozos que lamentaron la desaparición de alguien tan joven y brillante. El funeral se llevó a cabo bajo la lluvia, incontables paraguas negros y arreglos de flores coloridas. Tania, la diosa latina, no fue.

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Vísceras sobre las luces —No me aguanto, Julio. No me aguanto. —PM, mano, es el trabajo de la pelada. —Pero es que yo le he dicho a Aura María que la mantengo y toda la vuelta. —Cuánto lleva trabajando con putas y no las conoce, mano. —Qué va, usted qué me va a decir a mí… —Olvídese: las putas hacen lo que ellas quieren. Ellas tienen el poder que mueve al mundo entre las piernas. —Calle la jeta, Julio, y vaya más bien y parquee el Audi que acaba de llegar. La puerta del club me separa de Aura María. De cuando en cuando logro ver un pedacito de fiesta, pero no he podido ubicarla entre toda esa gente. Hace unos minutos el peladito salió y me preguntó por Tania. No le respondí, estaba distraído tratando de mirar entre los brazos, las cabezas, el humo y la música. La puerta se cerró y el peladito volvió a entrar. Qué puede estar haciendo Aura María, me pregunto. Puteando, me respondo. Le estoy ofreciendo una vida diferente, una vida humilde, yo sé, pero diferente. Una oportunidad para empezar de nuevo. Ella no me hace caso: prefiere seguir cobrando por la mamada, prefiere seguir vendiendo su culo. ¡Puta vida! Aura María encima de cien hombres, Aura María relamida por cien lenguas, Aura María apretando cien vergas calientes. —Cálmese, mano. —Déjeme sano, Julio. O no respondo. A este sapo qué le importa, voy a reventarle la cabeza contra el piso. Quiero ver sus sesos regados en el andén. Voy a meterme en el banquete con dos ametralladoras y las voy a descargar contra

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toda esa gente. Cada bala arrancará un ojo, una oreja, un dedo, un pedazo de tripa. A Aura María le volaré las piernas de una ráfaga, me llevaré su muslo tatuado y lo guardaré en el congelador. A Emilio Cifuentes le romperé el cuello con mis manos y le machacaré los lentes Ray-Ban con mis botas, a Estefanía le arrancaré la piel y colgaré sus vísceras sobre las luces de la pista de baile, a las otras putas las violaré con el arma mientras les doy bala. A los españoles les clavaré los tacones de las peladas en la garganta. Reuniré todos los cuerpos junto a la barra y les vaciaré las botellas de whisky, ron y aguardiente. Con una de las antorchas les prenderé fuego. El fuego que los reducirá a un montón de cenizas asquerosas. Saldré campante por la puerta, desnucaré a Julio y, tomando una de las llaves de su chaqueta, atravesaré la frontera de Venezuela en el Audi que acaba de estacionar. Viviré el resto de mi vida en un pueblo del Mar Caribe, con una chica parecida a Liv Tyler, a la cual recogeré luego de que me pida aventón en la carretera. Ella usará camisetas blancas y jeans desteñidos, haremos el amor en las noches y, cuando despertemos por la mañana, volveremos a hacerlo. Todo ocurrirá en la más hermosa de las playas, con la más hermosa de las mujeres. Compraré una lancha y pescaré sierras y tiburones. El mar se reirá de mis sueños estúpidos que no terminan al abrir los ojos, de este amor dañado que se me pudre entre las manos. El mar se carcajeará mientras cura con sus escupitajos de sal las llagas de mi alma. Moriré primero que mis sueños, Liv Tyler se quedará con ellos y se los contará al resto de la gente, les dirá que no fui uno más, les dirá que tenía tantas muertes encima como el mar. Aura María sintió la descarga de semen en su rostro. Margarita sonrió y la limpió con la lengua. Iñaki durmió unos minutos. Al rato se despertó buscando un vaso de vodka. —Mija, qué español tan bravo, ¿no? —Lo tenía bien grande, mona. —Oiga, Aurita: una cosita. —¿Qué? —¿Va a ir a la finca? —Claro, mona: esta gente bota plata a lo loco. —Listo, Aurita ¿Puedo ir con usted? • 98 •

—Obvio, mona: nos vamos en cualquier camioneta. —Eso. Vamos por otro trago a la fiesta. —Listo, mona. Pero me pido al gordo grande en la finca. —Yo a la españoleta. Las dos chicas bajaron a la fiesta y se acomodaron en la mesa, donde la primera comitiva ya partía para seguir la fiesta en una de las fincas del Gobernador. Amanecía y los participantes más exclusivos del banquete querían una piscina, con una casona de varias habitaciones. Emilio Cifuentes le entregó las llaves del Cicatriz Club a PM: —Cierre bien todo —le ordenó— y abordó una 4x4 junto al líder de la organización, la mujer española y el Gobernador. En una Ford 750. Aura María, Margarita y siete chicas más abandonaron el club. Iñaki salió de la mano con Estefanía y le dio veinte mil pesos a Julio y veinte mil a PM. —Gracias, guapos —les dijo, y le sacó chispas al pavimento con su BMW rojo. El gigante observó con desprecio la Ford 750. Aura María ni lo había mirado. Se ponía por enésima vez cocaína en la nariz. —No le dije, mano. Una puta es una puta. Punto. —Julio: le invito un aguardiente. —Hágale, de una. Y los dos hombres, luego de apagar luces y sonido, cerrar con llave el Cicatriz Club, emprendieron la ruta que los condujera a una caseta en la que brindar por la mala suerte.

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Una piscina con animales salvajes La carretera destapada, rodeada de pinos, acababa donde empezaba una de las tantas fincas del Gobernador. De las camionetas y automóviles se bajaron los invitados, mientras la pareja de vivientes de la finca recogió y organizó la ropa del sendero de piedra, en donde las putas, los españoles, los escoltas, los travestis que recogieron por sugerencia de Aura María, y el propio Gobernador, la habían arrojado. Edwin, uno de los dos vivientes, no le quitó el ojo a Aura María, mirándola con descaro hasta que se sumergió en la piscina. La otra viviente, Carmiña, quien era su esposa, le pegó un fuerte codazo en la barriga. —Pilas, Edwin: estoy mamada de que cada vez que viene el doctor con sus fiestas usted se la pase mirando a esas viejas. Edwin, sin aire, respondió: —Tranquila, mi amor. Usted sabe que es la dueña de mis ojos. —Sí, cómo no. Estoy mamada, no le voy a pasar una más. Ya le dije. Carmiña fue a recibir instrucciones de uno de los escoltas. Otro de ellos llamó a Edwin y le ordenó desconectar los teléfonos, cerrar la hacienda y no permitir el ingreso ni la salida de nadie, hasta nueva orden del Gobernador. PM y Julio caminaron hasta la caseta de la Plaza Guarín. Tomaron un par de cervezas y compraron la botella de aguardiente. Pasado el mediodía, decidieron almorzar en el asadero de la esquina de la pensión donde vivía Aura María. PM estaba resuelto a esperarla. Después del almuerzo se fueron para la cafetería, frente a la pensión, y ordenaron otra botella de aguardiente. Se sirvieron los primeros tragos y Julio improvisó una conversación poco afortunada sobre el desempeño del Atlético Bucaramanga. Después • 101 •

de más aguardiente, Julio intentó hablar sobre los programas de moda en la televisión. Al fracasar, y cansado de no recibir respuesta de PM, se aventuró en un largo monólogo que exponía las razones por las cuáles las putas eran malvadas y no valía la pena sufrir por ellas. —Bueno, PM: vamos pa’ la casa. —No, Julio: yo me quedo. —No sea pendejo, PM. Camine. Lo llevo a la casa. —No, Julio. Déjeme en paz. Váyase. —Vea, PM: ya son las cinco de la tarde y Aura María no va a llegar. Vamos que estamos borrachos y no hemos dormido nada… La vida continúa, mano. —Prefiero morirme de insomnio, Julio. Prefiero que me mate la borrachera. Yo me quedo aquí. —No diga bobadas, mano. ¡Camine! —y Julio intentó levantar a PM, pero el gigante lo empujó, haciéndolo estrellar contra la pared. —¡Coma mierda! Todavía lo quiero ayudar y le salgo a deber, perro hijueputa. Julio se alejó de la cantina y PM se quedó con las copas llenas de aguardiente, mientras el día se volvía noche una vez más. PM imaginó un encuentro romántico. Imaginó a Aura María llegando en un taxi, se imaginó corriendo hasta ella y alzándola dando vueltas por la calle. Apuró el aguardiente y pidió otra botella. El gigante recordó dónde estaba Aura María y la vio en plena acción. Despedazó la copa con su puño y mirando el fondo de la botella, trazó con frialdad los puntos que seguiría cuando ella apareciera. Los largos y continuos sorbos de aguardiente, lo convencieron ciegamente de lo que debía hacer. La piscina, vista desde el fondo, parecía un pantano lleno de hipopótamos y jirafas copulando. Vista desde el cielo, parecía un plato de espaguetis servidos en salsa azul. Los brazos, piernas, torsos y bocas; el sudor, el agua, el semen y la saliva; el inmenso ojo azul que comenzaba en el muslo de Aura María y acababa en una membrana viscosa alrededor de la pileta. Sobre una mesa, el líder de la organización española penetraba a su mujer, mientras • 102 •

ella sostenía con su boca la verga tensa del Gobernador. Junto a esa misma mesa, Iñaki entraba y salía de Estefanía y ella le chupaba los testículos a uno de los escoltas, que penetraba a Luisa, uno de los travestis amigos de Aura María. Otro escolta, llamado Rubén, había tomado para sí a Aura María. Estaban sumergidos en la piscina con las demás parejas. La chica pelirroja gozaba con la idea de hundirse en el agua, chupar, salir del agua, tomar aire y hundirse de nuevo. Luego de dejar rendido a Rubén, la chica del muslo tatuado sintió ganas de observar su rostro trasnochado y de poner un poco más de cocaína en la corriente acelerada de sus venas. Aura María salió de la piscina y fue hasta uno de los baños dentro de la casa. Edwin, el viviente, fue detrás de ella. La chica entró al baño y Edwin se ubicó detrás de la puerta, espiándola desde el vano, con una erección descomunal. Aura María se miró en el espejo. Sonrió, se tocó las tetas, se miró el clítoris y se dijo cagada de la risa: —¡Cómo la tengo de hinchadita! ¡Qué viva la rumba, hjiueputa! Hizo unas líneas de perico en el lavamanos y se inclinó para aspirarlas. Edwin se metió al baño, levantó el muslo tatuado de Aura María y arremetió con fuerza. —Quieta, mamacita. Qué rico mamacita. Uy. Uy. Uy. Luego del golpe de perico sentí un hombre dentro de mí, pensé que era Rubén; y, para impresionarlo, comencé a lamer el espejo del baño. Me sentía dichosa. Quería que Rubén me follara para siempre, pero un empujón me hizo rodar por el suelo. Al volver en mí, me encontré sobre un pozo de sangre y en medio de mis tobillos, la cabeza de un tipo abierta en dos. En la puerta del baño una mujer me apuntaba con una escopeta humeante. Era de noche. PM, aprovechando que la puerta de la pensión estaba abierta, ingresó a la casona, subió como un gato las escaleras y abrió la habitación de Aura María. Cerró la puerta, recostó su cuerpo en la cama y, buscando el olor de la mujer, se quedó dormido. • 103 •

Como ciervos que huyen espantados de un lago tras el ataque de un cocodrilo, los escoltas llegaron al baño segundos después de que la bala destrozara el cráneo de Edwin. Desarmaron a Carmiña y Rubén envolvió a Aura María en una toalla y la llevó a la camioneta. El Gobernador despachó a los invitados y ordenó a los escoltas abrir una fosa y enterrar en ella al viviente y a su esposa. Aura María pasó esa noche en el apartamento de Rubén. Volvería a la pensión del centro de la ciudad hasta la tarde del día siguiente.

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Y eso me parece cosa bonita Rubén me llevó a su apartamento y me acomodó en la habitación de huéspedes. Le dije que durmiera conmigo, pero se excusó explicando que su mujer no se demoraba. Supuse que habría problemas, pero Rubén insistió en que me quedara. «Tranquila, Aura: mi mujer comprende mi trabajo, le diré que hubo un tiroteo y que mi jefe me ordenó cuidarla hasta mañana por la tarde.» Me dejó sola en la habitación y cerró la puerta con llave. Al rato lo escuché explicarle a la esposa que yo estaba muy afectada, que lo mejor era dejarme descansar. Luego los oí hablar un rato antes de dormir. Yo no pude hacerlo: pasé varias horas con las piernas recogidas en el pecho, meciéndome desnuda y abrazándome. Recordé la última vez que había llorado: fue la mañana en que encontré a mi abuela muerta sobre la cama, tantos años atrás, cuando aún era una niña que no sabía nada de la vida, que no tenía ni idea de todo lo que me venía pierna arriba. Una mujer necesita llorar por las cosas que se le pudren en el alma, me dije, y la primera gota nació y murió al surgir la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta y el derretimiento posterior de un gran pedazo de hielo congelado por años. Lloré por Marcel Espitia y su cuerpo despedazado en el río; lloré por Jonathan mientras lo veía en un momento tocando guitarra y en el siguiente, pegado a una botella de boxer; lloré por Max y recordé la noche en que me hizo el tatuaje en la pierna, la noche en que me dijo que yo era puro veneno en los labios; lloré por el día en que cansada de saltar de cama en cama, me volví puta; lloré por el viviente desconocido y por la amargura de su esposa en la finca del Gobernador; lloré porque ninguno de ellos debía morir. PM vino a mi mente y una sonrisa, de las que no se dibujan en la cara, iluminó mis pensamientos. Repasé el bello domingo • 105 •

que vivimos juntos, el extraordinario beso que nos dimos en el lago; la madrugada que, preocupado por mi borrachera, me llevó hasta la pensión y sin planearlo hicimos el amor, el amor al que me he negado toda la vida, el amor al que he odiado y temido sin conocerlo, el amor que me hará morir y nacer de nuevo, como estas lágrimas que fluyen llevándose la mierda de mis ojos. Me recosté en la cama, pensé en PM, me tranquilicé y dormí. A las diez de la mañana Rubén me despertó. Lo abracé con cariño, me ofreció una toalla y me dijo que quería bañarse conmigo. Yo le pregunté por su mujer y me dijo que había ido a pagar varias cosas en los bancos. Entonces nos metimos al baño y la pasamos delicioso. Primero recostados en el lavamanos, luego sentados en el inodoro y ya luego en la ducha con agua bien caliente. En algún momento Rubén se acostó en el piso de la regadera y me pidió que lo orinara. Me agaché y salpiqué con todo lo que tenía el pecho de Rubén. Me despedí de Rubén al mediodía y tomé un taxi. Fui al Centro Comercial Cabecera. Almorcé en Plaza Buffet y después compré algo de ropa y una colonia 212 Carolina Herrera para Pedro María. Últimamente no hago otra cosa que pensar en él. Es el único hombre de todos con los que he estado que me respeta y me trata como una mujer. El único que me ve de manera diferente a todos los demás. El único que cree que soy algo más que una puta. Y eso me parece cosa bella. Y eso me parece cosa bonita. Pedro María Buitrago: me pareces cosa bonita.

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Un corazón lleno de mariposas Caminé hasta Foto Japón, ordené un estudio de promoción de doce fotos. Una grande, tres medianas y ocho tipo documento. Le voy a regalar unas a PM para que me cargue siempre en la billetera. Frente al Parque San Pío abordé un taxi. El carro bajó por la calle 36 y se detuvo en el semáforo de la Sagrada Familia. Me puse a mirar el gran portal de la catedral y me acordé del extraño sueño que tuve en el apartamento de Rubén. Fue más o menos así: Salí de mi habitación en la pensión y bajé hasta el patio. El niño de piedra me saludó y me contó que la mujer de negro que salía de su boca era mi mamá y que mi mamá me mandaba a decir que no fuera como ella. Yo le sonreí a la estatua, me di vuelta y en la entrada de la pensión, encontré a mi abuela vestida de blanco, con un racimo de cartuchos entre las manos. «Vamos, mi niña, que ya te esperan en la iglesia.» Salimos de la pensión y una carroza tirada por caballos amarillos nos llevó a través de las calles del pueblo de mi infancia, hasta a una catedral tan grande y blanca como la de la Sagrada Familia de Bucaramanga. Mi abuela me tomó de la mano y entramos a la iglesia. En las bancas había personas elegantemente vestidas. Marcel, Jonathan, Max, Emilio, Tania y Estefanía me aplaudían, sonreían. Yo me acerqué al altar donde Pedro María me esperaba vestido de traje, y ahí me despertaba. El taxi se estaciona frente a la casona, pago la carrera y entro a la pensión. La casera riega las plantas, la saludo: —Buenas tardes, señora. Bonito día. —Mijita, ¿y ese milagro? —Para que vea, señora. Subo las escaleras y busco en mi bolso las llaves de la habitación.

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Por la ventana la veo bajarse del taxi. Viene tan linda, con un brillo extraño en los ojos. Pienso que viene contenta por el pago de los seis hombres con los que debió acostarse. Pienso que viene orgullosa de las eyaculaciones en su boca. Levanto el colchón, tomo el cuchillo con el que maté al Tuerto y tiro la camisa sucia debajo de la cama. Me pego a la puerta. La escucho hablando con la casera. Siento un bulto en las sienes, la boca seca y el deseo desesperado de verla. El tac tac tac tac de sus tacones por las escaleras, un amor en descomposición, un pájaro pudriéndose bajo la almohada. Ella está frente a la habitación, saca las llaves. «¿Por los dos? No, mijito: yo a duras penas trabajo por lo mío.» «¿Qué tal? ¿Está borracho, mijo?» Introduce la llave, un corazón infestado de gusanos, ella se carcajea rodeada de humo en el Cicatriz Club, descorre la cerradura, abre la puerta, Aura María relamida por cien lenguas, Aura María apretando cien vergas calientes, entra con unos paquetes, la habitación se llena de su olor, un abismo de mariposas ebrias y espinas azules, aprieto el mango del cuchillo, me acerco a su muslo tatuado, levanto la hoja afilada y la hundo en su cuello. Aura María gira, me mira con terror, me coge de las orejas, las aprieta, intenta arrancármelas pero no tiene fuerzas, cae a mis pies. Yo me arrodillo frente a ella, la beso en los labios, intento darle aire, traerla de vuelta. «Aura María, Aura María, perdóname, mi amor, Aura María, perdóname…» Saco el cuchillo de su cuello, lamo su sangre caliente, hundo mis dedos en su herida. «Aura María, no te vayas, Aurita, yo te amo.» Tomo el puñal con mis manos y lo clavo con todas mis fuerzas en mi pecho. Aura María me mira con tristeza, se ahoga, me acaricia el pecho, pasa sus manos por su cuello, se empapa de mi sangre, me empapa de la suya. Un lago cubierto de niebla, una embarcación que se aproxima, un silencio hondo se abre paso. En la habitación de la pensión flotan mariposas que salen de mi pecho, del cuello de Aura María, de su sexo rosado. Unas enredaderas azules emanan de su pierna, trepan por los muros, espantan a las salamandras que huyen por las grietas. Las ventanas se cierran, se comprimen, se hacen pedazos, los vidrios se clavan en las nubes, en las ramas de los árboles, la pensión se deshace como humo. • 108 •

Estoy en la cubierta del barco, los vidrios de las ventanas rotas penden del cielo, estoy sujeto a la baranda fría de la embarcación. Aura María en el agua se desangra, flota desnuda, se hunde poco a poco en el pozo oscuro. El cielo gris cae sobre mis hombros, la niebla rodea la barca solitaria. El silencio es removido por las aguas.

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El sexo de las salamancas,

ha sido impreso en los talleres de Editora 3 Ltda. Bogotá - Colombia, diciembre de 2015.

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