El rol fundamental del gusto del bien en el discernimiento del fin último. Estudio sobre I-II, q. 1, art. 7 de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino

July 23, 2017 | Autor: Manuel Arrieta | Categoría: Ethics, Virtue Ethics, Thomas Aquinas, Affection, Ethic of Ultimate Ends
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Descripción

UNIVERSIDAD CATÓLICA DE LA PLATA FACULTAD DE HUMANIDADES Disertación escrita para la licenciatura en Filosofía

El rol fundamental del gusto del bien en el discernimiento del fin último Estudio sobre I-II, q. 1, art. 7 de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino Director: Pbro. Dr. Carlos Scarponi Alumno: Manuel Arrieta Marzo de 2011

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“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”. No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. “Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón”. Existe un apetito en el alma al que este pan del cielo le sabe dulcísimo. Por otra parte, si el poeta pudo decir: «Cada cual va en pos de su apetito», no por necesidad, sino por placer, no por obligación, sino por gusto, ¿no podremos decir nosotros, con mayor razón, que el hombre se siente atraído por Cristo, sabemos que el deleite del hombre es la verdad, la justicia, la vida sin fin, y todo esto es Cristo? ¿Acaso tendrán los sentidos su deleite y dejará de tenerlos el alma? Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un tal corazón, y asentirá en lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, éste nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo. Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja; enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que «cada cual va en pos de su apetito», ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? ¿Qué otra cosa desea nuestra alma con más vehemencia que la verdad? ¿De qué otra cosa el hombre está más hambriento? Y ¿para qué desea tener sano el paladar de la inteligencia sino para descubrir y juzgar lo que es verdadero, para comer y beber la sabiduría, la justicia, la verdad y la eternidad?

San Agustín Tratados sobre el evangelio de san Juan 26,4-6

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Introducción

Página |4 San Agustín, en su tratado de la Trinidad, cuenta la historia de un bufón, que prometió revelar en el teatro el pensamiento y el querer de todos los presentes: “El día convenido, una apiñada multitud, en medio de profundo silencio, contenido el aliento y con ansiedad expectante, oye clamar al mimo gracioso: «Vosotros queréis comprar barato y vender caro»”. Con esta sentencia, el bufón creyó encontrar una verdad tan propia de los hombres, que podía ser adivinada de antemano. Pero se equivocaba. No porque no exista una verdad universal a la que puedan referirse todos los hombres, sino porque existe algo todavía más universal que el deseo del dinero: “Si el actor cómico hubiera dicho: «Todos amáis la felicidad y nadie quiere ser desgraciado», habría proclamado esta vez una verdad que nadie deja de reconocer en el fondo de su querer, porque cualquiera que sea la su voluntad secreta, no puede declinar de este anhelo, conocido de todos los hombres”1

Fundada sobre afirmaciones como ésta de san Agustín estaba toda la filosofía antigua. La ética antigua y medieval no se planteaba otro problema que el de la felicidad. Para ellos, hablar del hombre y de su conducta sólo tenía sentido en la medida en que ello cooperara para encaminarlo hacia ella. Las leyes, la educación, y todo aquello que el hombre realiza, tenían por fin hacer que el hombre sea dichoso. La sabiduría era la adquisición del arte para ser feliz. Por eso, para los filósofos, tanto paganos como cristianos, filosofar no era otra cosa que buscar la felicidad. Epicuro la hace el centro de la vida; Aristóteles la pone al principio y al fin de su Ética a Nicómaco; Platón centra su filosofía en la búsqueda del Bien eterno; Séneca y Cicerón dedican a ella una de sus principales obras, De Vita Beata y De finibus bonorum et malorum respectivamente. De ahí que san Agustín pudo afirmar que “todos los filósofos al preocuparse, buscar, disputar, y vivir, desearon alcanzar la vida feliz: esta fue la única causa del filosofar”2.

La raíz de la cual surgía esta identificación entre filosofía y felicidad era la convicción de que el obrar humano es un reflejo de lo que el hombre es; y que, por lo tanto, el buen obrar, el obrar de acuerdo a lo más digno que existe en el hombre, es el camino para alcanzar la plenitud humana, la tan ansiada felicidad. Esta concepción, que podemos encontrar en los autores clásicos y podemos llamar con Aristóteles eudaimonía, consiste en “la vida digna de ser vivida o que es buena en sí

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San Agustín, De trinitate XIII, 3, 6. Sermo 150, cap. 3, n° 4. Citado por Santiago Ramírez, De hominis beatitudine, Tomo 1, Centro de Investigaciones científicas, Madrid, p. 126. 2

Página |5 misma” 3, ya que a través de las actuaciones excelentes que la forman es la relación óptima que el sujeto puede establecer con el mundo. A la luz de esto, para el antiguo la moral no era otra cosa que hablar del camino por el cual llegar a lo propiamente humano, al ideal del sabio, a la felicidad. El antiguo Tomás Entre todos los grandes exponentes que podrían estudiarse de aquella visión antigua donde felicidad y deber van de la mano, santo Tomás de Aquino, el gran fraile dominico, ocupa un lugar preeminente. Para él, como para toda la tradición que lo antecede, lo fundamental en el hombre es la pregunta por la felicidad. A partir de ella está estructurada su obra principal, la Summa Theologiae, que puede entenderse como un tratado sobre la felicidad humana dada al hombre por Cristo. “En efecto, las tres partes de esta obra, la Prima Pars que trata de Dios, de la Trinidad, de sus obras y en especial del hombre, la Tertia Pars que habla de Cristo y de los sacramentos, y la Secunda Pars, que puede ser denominada propiamente moral, se ordenan a la felicidad consistente en la visión beatífica de Dios-Trinidad que es posible por Cristo. La cuestión de la felicidad es, por lo tanto, central, incluso podríamos decir universal, en la teología de santo Tomás”4.

Esta verdad puede verse a partir del ordenamiento que la cuestión de la felicidad tiene en la Summa con respecto al “Comentario a las sentencias”. En el libro de las sentencias de Pedro Lombardo, el tema de la felicidad aparece ligado al tema del juicio y al premio de los buenos,5 y por ello es una de las últimas cuestiones que se tratan. De ahí que Santo Tomás no tuvo más remedio que colocar la consideración del fin último del hombre en tal sitio, dándole un lugar menor en cuanto a la prioridad del tratado. En la Summa Theologiae, donde el santo pudo elegir el orden de los temas a estudiar, la felicidad aparece tratada al principio de la segunda parte, y es anterior a la división entre prima y secunda6. Este lugar no es casual, sino que expresa la concepción misma de la moral que subyace a la obra de santo Tomás y que, como vimos, es común a toda la tradición antigua. Por eso,

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E. Telfer, Happinness, New York, 1980. Citado por G. Abba, Felicidad, Vida Buena, Virtud, EIUNSA, Barcelona, 1992, p. 28. 4 Servais Pinckaers, “La felicidad en la Ética de santo Tomás”, En El evangelio y la Moral, EIUNSA, Barcelona, 1992, p. 105. 5 Libro IV, distinción 49. 6 Ghislain Lafont, Estructuras y método en la “Suma Teológica” de Santo Tomás de Aquino, Madrid, Rialp, 1964, p. 182.

Página |6 “el estudio de la felicidad no es sólo una primera parte de la moral, que uno quitaría de en medio para dedicarse a otra cosa. En la estructura de la ética o la moral de Santo Tomás, es a la vez un pilar que sostiene y una divisoria de vertientes que domina todo el edificio”7.

El fin último del vida humana Esto puede verse claramente en la introducción que el santo hace el tratado sobre la bienaventuranza, que es el nombre teológico de la felicidad8 (I –II, q. 1 – 5), y que hace de introducción a toda la Secunda Pars: “Lo primero que debemos estudiar es el fin último de la vida humana; después, lo que le permite al hombre llegar a este fin o apartarse de él (q.6), pues se deben tomar del fin las razones de cuanto a él se ordena. Y porque admitimos que la bienaventuranza es el fin último de la vida humana, debemos estudiar primero el fin último en general y, después, la bienaventuranza9”.

Este prólogo expresa las dos verdades fundamentales que servirá de columna vertebral de todo el organismo moral de la Summa: en primer lugar, la afirmación de que la felicidad o bienaventuranza es el fin último de la vida humana; segundo, que, por eso, de ella es de donde deben extraerse las razones de aquello que conduce al fin. A partir de la primera verdad se perfila todo una concepción del obrar humano y de su estudio. Si la felicidad es su fin último, este obrar no es sino el camino para alcanzar la felicidad a la que se halla llamado a realizar. Vivir, para el hombre, no es otra cosa que buscar la felicidad. La segunda verdad que surge del prólogo es que la felicidad es la regla con la cual deben medirse los actos humanos. Por lo tanto, obrar bien es encaminarse a la felicidad, obrar mal, alejarse de ella. A la luz de estas dos verdades, se perfila cuál será el problema central de la ética. Siendo ésta una ciencia práctica, su cometido debe estar centrado en el estudio de qué es aquello que realmente da la felicidad al hombre y qué cosa no, y cómo esto debe ser realizado a través del obrar que es siempre concreto. 7

S. Pickaers, op. cit., p. 107. En la obra de Tomas existen ambos términos: felicitas y beatitudo, que son sinónimos, “la felicidad o bienaventuranza, por la que el hombre se conforma máximamente con Dios, que es el fin de la vida humana, consiste en una operación”. (III q 55 a.2 ad 3°). Sin embargo, el primero, más común en las obras filosóficas como el Comentario a la Ética a Nicómaco, suele designar a la “felicidad imperfecta, del modo en que puede tenerse en esta vida”, I-II q.3 a.6; el segundo por su parte, designa propiamente la felicidad cristiana de orden sobrenatural: “la bienaventuranza última y perfecta sólo puede estar en la visión de la esencia divina (I-II q. 3 a.8, co.). 9 Summa Theologiae, Prima Secundae Pars, (en adelante I- II), quaestio (q.). 1, Prooemium, “Ubi primo considerandum occurrit de ultimo fine humanae vitae; et deinde de his per quae homo ad hunc finem pervenire potest, vel ab eo deviare, ex fine enim oportet accipere rationes eorum quae ordinantur ad finem. Et quia ultimus finis humanae vitae ponitur esse beatitudo, oportet primo considerare de ultimo fine in communi; deinde de beatitudine” [La traducción es nuestra. Esto vale para todas las demás citas de santo Tomás, salvo que se indique lo contrario]. 8

Página |7 Afrontada de este modo, la vida moral no solo no es un límite a la condición libre del hombre sino que pasa a ser, incluso, su desarrollo legítimo. Considerada como el camino que conduce a la felicidad, que es el fin último que da sentido a la vida humana, la moralidad de los actos humanos no será otra cosa que la capacidad que tienen los mismos de hacer feliz al hombre y brindarle alegría. Dicho en otras palabras, bueno será aquello que por conducir a la alegría verdadera, es como un anticipo de la misma: “El fin último de la vida humana, por el cual se perfecciona interiormente, es la alegría [gaudium] que procede de la presencia de la realidad amada” 10

A.

¿Felicidad o deber?

Pero si la felicidad es el origen último de la moralidad, surge entonces la objeción kantiana: «Poner la felicidad como centro de la moral, desconoce el hecho fundamental de la consciencia moral, que indica que no es lícito al hombre actuar en contra de la norma». Si la felicidad es el fin último de la moral, ¿dónde queda el hecho de que existen ciertas acciones que no pueden ser realizadas por más felicidad que proporcionen? Felicidad antigua y felicidad moderna. Dos visiones. Dos éticas Estas preguntas surgen a partir de una trágica confusión que se produjo en la época moderna, donde el sentido que la felicidad tenía para los antiguos se pierde o se confunde. “La ruptura se produce en el siglo de la Ilustración, el siglo que ve la más abundante producción de literatura filosófica y utópica sobre la felicidad. Ahora por la felicidad se entiende el placer que proporciona al hombre la satisfacción de sus necesidades, deseos e intereses”11. De este modo, la felicidad, que para los antiguos era el ideal humano más elevado, pasa a considerarse de modo hedonista como un “estado en el que uno se siente satisfecho con la propia vida como un todo” 12. Desde esta perspectiva, la búsqueda de la felicidad de la que hablaban los antiguos cambia su significado. Ahora es entendida como una búsqueda del placer como sentido último de la existencia. De este modo, el ideal ético termina siendo la búsqueda de la mayor felicidad (=placer) para la mayoría, llevado a cabo por medio de una racionalidad técnica que busca maximizar los recursos disponibles para lograr los mejores efectos.

10 Super Gal., cap. 5 l, n° 6: “ultimus autem finis, quo homo perficitur interius, est gaudium, quod procedit ex praesentia rei amatae”. [la numeración de las obras de santo Tomás corresponde a la de www.corpusthomisticum.org]. 11 G. Abba, Felicidad, Vida Buena y Virtud, EIUNSA, Barcelona, 1992, p. 33. 12 Ibid.

Página |8 En tal ética, la norma moral y el deber subsiguiente de cumplirla se reduce a la producción de un buen estado de cosas. La rectitud de la acción se mide por su utilidad para producir una situación que proporcione al sujeto agente y a los sujetos coimplicados el mayor bien posible, entendido desde la concepción hedonista de la felicidad13. La felicidad no es algo que está esperando en la góndola del supermercado “Vida” Para Kant esto es inaceptable. Para él, el hombre bueno no es el que obra por el deseo egoísta de ser feliz sino aquél que obra con buena voluntad, es decir aquél que obra movido, no por intereses personales sino porque es su deber hacerlo así. Dejarse llevar por los deseos es peligroso ya que éstos pertenecen al ámbito individual y empírico y el deber debe ser capaz de ser norma universal. La felicidad, para Kant, debe esperarse por otros caminos, como premio a la buena voluntad, que es aquella que obra por deber. Ponerla como motivación es destruir la moralidad que debe guiarse no por imperativos hipotéticos, en los que la acción se entiende como un medio para alcanzar un bien (“Si quieres … debes..”), sino por imperativos categóricos donde el obrar se rige por máximas que puedan ser universales. En cuanto iba dirigida al modo en que los filósofos empiristas y utilitaristas entendían la búsqueda de la felicidad, la crítica era acertada. En primer lugar, porque de “«querer ser feliz» no se puede deducir absolutamente nada para el obrar”14. Es decir, la felicidad no es un fin al que las demás acciones se dirigen como medio. Cuando el avaro dice que busca dinero para ser feliz, no está queriendo decir que el dinero es para él un medio para alcanzar la “cosa felicidad”, sea ésta un estado de satisfacción o lo que fuere. Por el contrario, lo que el avaro está queriendo decir es que, para él, la felicidad está en tener mucho dinero, porque para él “esa actividad es la única a la que es racional tender por sí misma. [..] En ese caso lo último prácticamente no sería ser feliz, sino ganar dinero”15. Lo que queremos decir al afirmar que la felicidad es el fin último de la vida humana, es algo muy distinto a lo que por ello entendían los filósofos hedonistas. Para ellos, la felicidad es algo hecho, que hay que alcanzar como si se pudiera comprar en el escaparate de un supermercado.

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Idem., 39. M. Rhonheimer, La Perspectiva de la moral, Rialp, Madrid, 2000, p. 100. 15 Idem, p. 100. 14

Página |9 Pero para los antiguos, la felicidad no es fin en este sentido, sino más bien en cuanto es la propiedad común de todo aquello a lo que todo hombre tiende como al último fin de su vida y con cuya posesión cree alcanzará el descanso de sus deseos. Por eso mismo, porque con ello designamos aquello que es común a la búsqueda de los distintos hombres, sean buenos o malos, ricos o pobres, chinos o europeos, la felicidad es algo absolutamente indeterminado sin valor moral en sí mismo. Decir que tal hombre busca su «Felicidad» no dice nada sobre la dirección de su actuar concreto, sino sólo algunas notas muy generales. Por eso, no basta la tendencia a la felicidad para saber si su actuar es bueno o malo. En otras palabras, saber, por ejemplo, si robar un millón de dólares es bueno o malo no puede deducirse del deseo de felicidad. Para poder atribuir bondad o maldad morales es necesario dar algún contenido concreto a la felicidad. Sólo a la luz de tal contenido es que la acción cobra su sentido y su valor moral. Sin derecho a ser “infeliz” no hay felicidad Con ello tocamos el segundo error en el que caen quienes hacen de la búsqueda de la felicidad hedonista la meta del obrar humano: para ellos la felicidad consiste en un estado en que uno se siente feliz. Esto no es suficiente. La felicidad es algo mucho mayor que la satisfacción de los deseos. La novela de Huxley, Un mundo feliz, es muy reveladora al respecto. En ella el autor imagina un mundo “feliz”, en el que el estado impone a sus miembros una felicidad consumista de manera tal que cada uno “termine amando su propia esclavitud”. Todo está ordenado y pensado para que no exista ni trabajo, ni esfuerzo alguno, y para que cada uno de los hombres se dedique a gozar de los beneficios de la técnica y del placer. Para lograr eso toda referencia a la trascendencia, a la religión, a la poesía e incluso a la familia, es abolida a tal punto que la palabra “madre” llega a ser una mala palabra. Sin embargo, el salvaje de la novela, que llega de afuera a este mundo, no logra ser feliz. En el centro de su diálogo con el responsable de la planificación del “mundo feliz” se leen estas palabras: “No quiero las comodidades. Quiero a Dios, quiero la poesía, quiero el verdadero peligro, quiero la libertad, quiero la bondad. Quiero el pecado. Estoy reclamando el derecho a ser infeliz”16. Estas palabras revelan la verdad de que la felicidad es mucho más que un estado placentero, y de que, paradójicamente, “es imposible ser verdaderamente feliz sin luchar

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Citado en Felicidad y fe cristiana, Estudio del Consejo Pontificio para el diálogo con los no creyentes, Herder, Barcelona, 1992, p. 61.

P á g i n a | 10 contra la infelicidad”17. No basta con experimentar satisfacción. Esto no sacia el corazón del hombre por más perfecto que sea este placer. Es necesario, además, que éste sea fruto de un obrar personal que uno mismo ha elegido y realizado. La enseñanza fundamental que nos dejan las palabras del salvaje rebelde de la novela es que no se puede ser feliz sin ser libre y sin ser uno mismo el autor de lo que lleve a ella. Por eso no basta con proporcionar una sensación de felicidad. La felicidad es mucho más que eso. Un estado que imponga una felicidad preconcebida se transforma en un estado totalitario que no respeta la necesidad de los hombres de ser ellos mismos los constructores de su propia felicidad. La felicidad de la persona que vive la verdad La felicidad no es un paquete que pueda imponerse como la receta y la solución a todos los males. En primer lugar porque no existe. Existen hombres felices, pero no existe la felicidad. Por eso, no puede comprarse por teléfono, ni enviarse por correspondencia como si fuera un producto de catálogo. Pero además, porque cuando se la reduce a una receta, deja por eso mismo de ser felicidad. No basta que los ingredientes sean los adecuados, no basta con tener leyes perfectas o la suma de las posibilidades para alcanzar el placer; la felicidad sólo puede alcanzarse como fruto de un amor libre por el que la persona se encamina a ella como a su propio bien. La felicidad a la que hacían referencia los antiguos, y santo Tomás con ellos, era algo mucho más grande que un mero estado de satisfacción que se presenta como una fórmula mágica. Para los antiguos, la felicidad era el resultado de una vida entregada al bien humano que buscan los hombres excelentes a través de acciones excelentes. Ellos son lo que deben determinar cuál es la fórmula que debe cuajar para ellos mismos, porque sólo la persona comprometida con su vida sabe lo que es bueno para ella. Solo la verdad de la felicidad puede fundar la moral Esta felicidad que buscan los buenos es algo mucho más grande que un mero estado de satisfacción. Más bien, ella debe ser concebida como aquella felicidad, que por su perfección, es digna de ser perseguida y ser propuesta como debida a la libertad del hombre que debe realizarla con la convicción de que es su propio bien. Es decir, la ética

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Ibid. .

P á g i n a | 11 debe mostrar al hombre aquella realización concreta de la felicidad que, al responder al verdadero deseo del corazón de cada hombre, puede ser propuesta como algo que no puede ser dejado de lado Por ello, el deseo de los buenos al que hacía referencia la ética antigua implicaba una nota fundamental, que era la de su verdad. Para los antiguos, la felicidad, que es el fin debido del obrar, no sólo es la mejor de las ofertas ofrecidas al obrar del hombre concreto, sino que es, sobre todo, la verdadera, es decir aquella que, por ser la que hace descansar su corazón, le brinda lo que realmente está buscando. Si la entendemos así, para afirmar de alguien que es feliz, no bastará con que él sostenga que así lo siente. No sólo porque la felicidad no es un sentimiento, sino también porque podría ocurrir que su felicidad fuera sólo una apariencia, un espejismo incapaz de saciar la verdadera sed. Podría ocurrir que ese hombre viviera, en realidad, en la mayor de las tragedias, la que consiste en perseguir una infeliz felicidad. En efecto, dice Agustín que “nada hay tan infeliz como la felicidad del pecador”18. A la búsqueda de la verdadera felicidad En consecuencia, para no desperdiciar nuestra mejores fuerzas y esfuerzos yendo detrás de espejismos que no pueden saciar nuestra sed, será necesario un criterio de discernimiento que permita distinguir entre la felicidad verdadera y aquella que es una apariencia . Para encontrar esta verdadera felicidad, no bastarán las recetas ni las fórmulas mágicas ya que, si éstas no son asumidas personalmente, no harán feliz al hombre. La felicidad sólo puede ser alcanzada como consecuencia de una elección personal que se realiza prácticamente a través de actuaciones excelentes motivadas por la convicción interior de que lo que se busca a través de ella es lo que constituye el propio bien de la persona. Este ideal que buscamos debe responder a las necesidades reales del hombre, de modo que lleve de forma garantizada a la felicidad, al menos en lo que de él depende. Y, por otro lado, debe respetar la libertad de cada uno de los individuos y la diversidad de los medios por los que cada uno de ellos quiera realizarlo. Debe, por lo tanto, ser un camino verdadero que sea capaz de ser asumido y realizado como le parezca mejor a la libertad de la persona. No podrá ser impuesto de modo uniforme ni dejar lugar a que el hombre se engañe a sí mismo. Deberá posibilitar la 18

San Agustín, Epist. ad Marcellinum: “nihil est infelicius felicitate peccantium”; citado en II-II q. 40 a.1.

P á g i n a | 12 libertad, al mismo tiempo que señala aquello que no debe confundir. Debe ser, en fin, una verdad subjetiva que trascienda los sujetos y que pueda aplicarse por consiguiente a los demás hombres. Al realizar esta búsqueda, tendremos que evitar caer en el error de los hedonistas que consideraban a la felicidad como el fin práctico al que hay que tender y del que cada acción sería un medio. En definitiva, debe ser un ideal de vida que respondiendo a la llamada del hombre a la felicidad que lo impulsa a moverse y obrar, lo concretice en un orden de bienes que se presenta como el verdadero. Y que, por otro lado, responda al hecho innegable de la consciencia moral de los hombres, ya que no puede aceptarse un ideal de vida que sea fruto de una libertad corrompida. Es necesario que este fin último sea el que es propio de los buenos, de los que siguen el deber, de los que no ceden a la injusticia por un interés mezquino. Es necesario, por lo tanto, que la felicidad que buscamos sea aquella que buscan los buenos. Al poner el acento en la dinámica interna de la acción que busca la felicidad verdaderamente humana, nos situamos en la perspectiva del sujeto agente de la acción. Por ello, el problema de la ética será encontrar el camino que lleve a «este» hombre a su plenitud. No una plenitud arbitraria o pasajera sino una plenitud que, aunque es elaborada por el propio agente, no por eso abandona la rectitud moral que es común a todos los hombres. Esta regla deberá ser una verdad que pertenece al sujeto como propia, ya que de otro modo no respetaría su libertad de elegir y, por otro lado, una verdad que lo trasciende, ya que de otro modo no sería capaz de ser aplicable a todos. Deberá ser, por lo tanto, una verdad subjetiva que sea capaz de trascender el sujeto en el que se realiza, o una objetividad que se funda en una subjetividad que, por alguna razón, es un modelo para los demás.

B. El buen vino es el que así parece a los que saben Un ejemplo de cómo la subjetividad puede erigirse en ley nos lo da la existencia de la enología y la industria vinera edificada sobre ella.

P á g i n a | 13 Imaginemos que entramos en una vinería. Una primera evidencia se nos impone. No todos los vinos son iguales. Algunos son una uva otros de otra, existen diversas bodegas, y además, no todos son del mismo precio. Si no supiéramos de vinos y quisiéramos comprar algo para un amigo exquisito, tendríamos en la siguiente ley un aliado seguro: «los vinos buenos son los más caros». Esta es una ley a la que cualquiera podría asentir por su preclara evidencia. Es verdad que hay excepciones que podrían hacer fallar la compra, pero pagando mucho quedamos casi exentos del error. Al menos, de esta forma no quedaremos al y habremos cumplido con nuestro deber. ¿Qué es lo que respalda esta seguridad? ¿Por qué un vino más caro es mejor que otro más barato? ¿Qué es lo que hace que pueda establecerse un criterio objetivo en el gusto de los vinos que sea común a todos los consumidores de manera que sea tan razonable que nadie se queje? Y ¿por qué alguien que dijera que el vino más barato es el mejor sería considerado alguien despreciable en este sentido? La respuesta a estas preguntas debemos buscarla en la experiencia sobre los vinos. Ésta muestra dos cosas: 

un buen vino es aquél que a uno le parece tal, porque la valoración depende del gusto de cada uno y, por lo tanto, no puede imponerse ningún juicio concreto como regla universal;



existen vinos mejores que otros. De otro modo la industria vinera no tendría razón de ser.

¿Cómo responder a esta doble experiencia elemental? Si el gusto es algo que corresponde a cada bebedor particular, ¿en que se funda esta primacía de ciertos vinos sobre otros? Y, por otro lado, dado que los precios de los vinos tienen su fundamento, ¿por qué existen vinos del mismo precio y de la misma bodega? ¿No bastaría con que solo uno sólo por sector? La respuesta a estas preguntas está en que los precios de los vinos responden a su calidad. Y la calidad de los vinos la establecen aquellos que saben. Es decir, aquellos que han estudiado y se han dedicado esmeradamente a distinguir los diferente gustos y reconocer cuales son los dignos de ser tomados. Ellos son los que están capacitados para juzgar acerca de la calidad de los vinos, porque tienen el sentido del gusto bien dispuesto para ello. De este modo su gusto subjetivo se transforma en criterio objetivo con el cual juzgar cada vino en particular según una regla que goza de una cierta universalidad. Y esto no

P á g i n a | 14 quiere decir que ellos juzgan aplicando una ley de un manual, sino lo contrario: que su juicio personal es de tal modo ejemplar que llega a establecerse como ley. De este modo, a partir del juicio común de los sabios del vino, se ha podido establecer con el tiempo una cantidad de leyes y técnicas que marcan el modo en que un vino debe hacerse para salir bueno y ser objetivamente juzgado como tal, de tal modo de recibir un precio adecuado a su calidad19. Este es el fundamento de la enología, que intenta ser un saber objetivo de una realidad tan subjetiva como el gusto de un vino. Por medio de ella, se asegura cierta objetividad que permite juzgar sobre la calidad de un vino y alcanzar acuerdo sobre algo tan conflictivo como su precio. Que esta objetividad subjetiva no es un disparate lo muestra la existencia de la industria vinera que se sustenta sobre la verdad de ésta. Todos los hombres aceptan el gusto de unos pocos como norma que sirve para una universalidad de casos concretos. El buen vino, en definitiva, es el que así le parece al que sabe, ésta es la única objetividad posible en un tema que depende del parecer de cada uno de los implicados. Por eso, esta objetividad universal, que permite establecer precios razonables, es, en concreto, siempre subjetiva. La opinión de los que saben es la que establece el precio, y por eso goza de cierta universalidad, pero esto no es suficiente para afirmar que a mi amigo le gustará. Él tiene su propio gusto y puede incluso ocurrir que le guste el vino más berreta. En este caso, será juzgado un hombre que no sabe de vinos. Esto quiere decir que podrá gustar de lo que quiera porque todos somos libres para elegir, pero no podrá pretender que su juicio goce de la universalidad que sí tiene el juicio de los que saben. Si pretendiera abrir una vinería y poner el precio según lo que él considera mejor, lo tratarán de loco y tendrá que cerrar pronto. En conclusión, el ejemplo de los vinos nos muestra que puede existir objetividad en algo que es, de suyo, tan subjetivo como es el gusto. Esto lo muestran los dos hechos de la experiencia que hemos señalado más arriba. Esta objetividad que hemos encontrado depende siempre de un juicio personal, por eso no pueden establecerse leyes rígidas como las que se dan en las matemáticas. A lo sumo pueden darse ciertas exigencias generales,

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Así, por ejemplo podemos encontrar escrito lo siguiente. Consideramos que es excesivo pero vale para ilustrar lo dicho: “En el proceso de añejamiento hay un comportamiento estándar que rige de manera general el estado de ánimo de las diferentes variedades. Se expresa en una curva promedio trazada por el erudito Evgueni Preobrajenski, según el cual tras ser privado de oxigeno, [..] el vino trepa hasta el punto omega de percepción organoléptica. Esto es: tonos rubí ladrillo sin excesos de púrpuras antocianos y nariz delicadísima en bouquet, sin efluvios primarios (fruta) ni secundarios a madera o fruta. Y finalmente, pero principal: paladar hondo exquisito, carnal que Emile Peynaud describió hacia 1987 como “el absoluto valor del vino”. (M. Brascó, La Nación Revista, Gourmet Vinos, Mayo 2010, p. 76) [La cursiva es nuestra].

P á g i n a | 15 como, por ejemplo, el que un buen vino no debe estar picado. Pero éstas son pocas y negativas. Dentro de los límites razonables cada uno puede juzgar lo que quiera. Pero el que la valoración dependa de un juicio personal, no permite afirmar que cualquier opinión vale lo mismo. En primer lugar, a quien le gustara el vino picado, hay que decir que, en realidad, no le gusta el vino, por lo que ni siquiera debería entrar en consideración. Pero aun dentro de los límites razonables en los que un vino es considerado tal, existe una opinión autorizada. Ésta es la de los sabios, la cual goza de una universalidad tal que puede proponerse como normativa, y permitir la existencia de precios razonables. A raíz de esta generalidad del gusto de unos pocos especialistas, estos precios reflejan una realidad elemental que permite a cualquier comprador, aun inexperto, poder reconocer cuál vino es el mejor: “los vinos buenos son los más caros”. El buen gusto como medida del verdadero bien El ejemplo que acabamos de aducir, aunque en germen, pertenece al texto de santo Tomás de Aquino del que se ocupará nuestro trabajo. “lo dulce es deleitable a todos los gustos, pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa. Sin embargo, se debe considerar propiamente [simpliciter] como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto [in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum]. De igual modo, conviene considerar como bien completísimo, aquél que es apetecido como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto [illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum]”20.

Este texto de santo Tomás corresponde a la I° cuestión de la I-II de la Summa Theologiae. Con él está respondiendo a una pregunta fundamental: el fin último ¿es el mismo para todos los hombres? o, dicho de otro modo, ¿los hombres deben buscar para sus vidas lo mismo o esto depende de cada uno? ¿existe una felicidad a la que tenemos el deber de tender? La respuesta es sorprendente. Santo Tomás no nos habla de leyes y mandamientos de Dios, ni de imperativos categóricos de la consciencia moral, ni de deberes, ni nada que se le parezca. Por el contrario, habla del auténtico fin último al que los hombres deben tender a partir de un ejemplo semejante al que hemos dado más arriba: lo mejor, que sirve de medida a los demás, debe tomarse de los mejores. Así como en el caso del gusto de lo 20

I-II, q. 1 art 7, co: (en adelante, si se cita con sólo el artículo se refiere al cuerpo del mismo): “Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium. Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum. Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.

P á g i n a | 16 dulce, como es el vino, no todo vale lo mismo, sino que lo mejor es el de los que tienen el mejor gusto, así, en el caso del fin último, el mejor, el verdadero, el debido, será el de aquél que tiene el “afecto bien dispuesto”. Como puede verse, para santo Tomás, la determinación del bien completísimo, no depende de una receta prefabricada, ni de una norma que lo indique desde afuera y lo mande como debido. Aun en un tratado de teología no recurre a lo que hubiera sido una respuesta rápida y fácil: «Dios». No. Para él, el bien completísimo, aquél que por ser el autentico deberían seguir todos los hombres, no puede comprenderse sino a la luz de la buena disposición del afecto de la persona concreta. Así como sucede con los gustos, sólo ella puede discernir en concreto cuál es la mejor concreción del fin último para ella misma, en su situación concreta, en su cultura concreta, de acuerdo a las semillas de virtud de que disponga, etc. La raíz de esta afirmación está en la convicción de que en el plano del obrar lo que importa es la felicidad de la persona concreta. Todo lo demás está ordenado a ello. Aún las leyes universales que nos indican nuestro deber. Ellas indican el camino del cual no hay que salirse, o dan metas que hay que concretar, pero quedan cortas para motivar y dar pleno sentido humano al obrar. Sin a ellas no se añade el respeto a las particularidades de la condición propia de cada uno, la felicidad elaborada a partir de ellas caería sobre el individuo como una limitación de su libertad. Al momento de obrar, la importancia de la norma es dar sentido y orden a «mi» obrar, es decir, al que me corresponde como individuo. Este obrar debe tener en cuenta no sólo lo que me corresponde como «hombre», sino también mis circunstancias e intereses concretos. La razón de esto es que si aquello que considero como «bueno en sí mismo» no es comprendido también como «bueno para mí», no moverá a mi voluntad21. Cuando se trata del orden práctico la norma que debe ordenar «mi obrar», debe hacerse concreta y adaptarse a “mi situación”, ser conveniente no sólo a mi naturaleza específica, sino también a mis inclinaciones e intereses particulares. Esto es, como veremos, aquello que busca señalar la referencia a la experiencia del gusto. De modo análogo, para que el fin último universal que es debido a mi naturaleza llegue a ser “mi fin último”, para que llegue a moverme “a mí” y para que sea el sentido de “mi vida” que construyo con “mi obrar”, necesito un criterio que, sin abandonar la objetividad

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De malo, q. 6, art único: “Si autem consideretur motus voluntatis ex parte obiecti determinantis actum voluntatis ad hoc vel illud volendum, considerandum est, quod obiectum movens voluntatem est bonum conveniens apprehensum; unde si aliquod bonum proponatur quod apprehendatur in ratione boni, non autem in ratione convenientis, non movebit voluntatem”.

P á g i n a | 17 común que me corresponde a raíz de la tendencia natural humana a la felicidad, sea capaz de responder también a mis inclinaciones e intereses personales. En otras palabras, necesito una norma que, sin descuidar el hecho de que mi consciencia moral me prescribe un deber que me corresponde por pertenecer a la naturaleza humana, no olvide que «mi obrar» es siempre un camino hacia «mi felicidad». Esta norma, universal y concreta a la vez, es, según el texto que hemos citado, conocida de un modo semejante a como conocemos cuál vino es el mejor. Así como sabemos cuál vino es bueno porque es el que así le parece al que tiene buen gusto, el bien completísimo es aquél que desea la persona que tiene el afecto bien dispuesto. Ella es quien es capaz de amar lo bueno y de buscarlo en actos que constituyen un proyecto de vida determinado que concrete de la mejor manera posible para sí misma el ideal común de felicidad humana. Por eso, aunque dicho ideal pertenece como propio a una sola persona, puede establecerse como norma común, ya que cualquiera sea el caso concreto del que tratemos, siempre será el mejor bien el de la persona que ama con buen afecto. Los interrogantes que plantea el text o En nuestro trabajo nos dedicaremos a estudiar qué significa el texto de la Summa que acabamos de citar. En primer lugar, nos dedicaremos a estudiar el contexto en el que el texto aparece. Éste forma parte de la primera cuestión de la Prima Secundae de la Summa Theologiae (III, q. 1), en la que santo Tomás estudia el fin último del hombre in commune. Por eso, en este primer capítulo nos centraremos en los textos de esta cuestión y en la visión que nos brindan sobre la importancia del fin último en la vida moral del hombre. En el segundo capítulo, antes de introducirnos en el texto que nos concierne, nos dedicaremos a analizar dos de sus elementos que deben ser rectamente comprendidos. Santo Tomás afirma allí que el verdadero fin último de la vida moral es aquel que es deseado por quien tiene el afecto bien dispuesto. Esto debe ser bien entendido. En primer lugar, debe comprenderse qué quiso decir santo Tomás con la palabra latina «affectus», y por qué el modo en que éste determina cuál es el verdadero fin último es comparado a la experiencia que tenemos de la dulzura por el sentido del gusto. El análisis de esto es lo que ocupará el segundo capítulo de nuestro trabajo, que dividiremos en dos partes. En la primera analizaremos, a través de un estudio de los textos en los que aparece, a qué se refiere santo Tomás con affectus y cuáles son los sentidos

P á g i n a | 18 que pueden encontrarse para esta palabra en su obra. En la segunda parte, nos dedicaremos a analizar cuáles son los elementos que permiten hacer de la experiencia de la dulzura un ejemplo sensible del modo en que se determina el verdadero fin último. Una vez aclarado el significado de estos dos elementos, nos internaremos finalmente en la respuesta que santo Tomás nos da en el texto. Para ello nos serviremos de las tres expresiones que toma de la experiencia de la dulzura: “lo dulce es deleitable a todos los gustos” “pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa”. “Sin embargo, se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto”. A la luz de ellos veremos por qué esta es una experiencia universal, común a todos los hombres; luego, cómo esta experiencia común es vivida por cada hombre de un modo propio; finalmente, cómo existe un realización personal que es la mejor de todas, en el sentido de ser la auténtica, la que encuentra lo que las demás sólo buscan.

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Capítulo I: El fin último de la vida humana (I-II, q. 1)

P á g i n a | 20 El texto que acabamos de citar, y al que dedicaremos nuestro trabajo, corresponde al artículo 7 del tratado del fin último de la Summa Theologiae (I-II, q. 1). En este artículo santo Tomás se pregunta si el fin último es el mismo para todos los hombres. Es un texto de enorme importancia porque allí se señalan los dos modos en que el fin último puede entenderse y el modo en que ambos se conjugan. Para comprender la perspectiva y el sentido que este artículo tiene, conviene situarlo en el marco de toda la primera cuestión de la Prima Secundae. Ésta introduce el tratado de la felicidad y es como su columna vertebral. Por eso es tratada al principio de la misma y divide el estudio de la felicidad en dos: “porque admitimos que la bienaventuranza es el fin último de la vida humana, debemos estudiar primero el fin último en general (in communi) [q. 1] y, después, la bienaventuranza [q. 2-5]”22.

Este texto indica el modo en que se tratará del fin último en la cuestión. Se lo tratará in communi, es decir en cuanto pertenece a la estructura misma del obrar humano en lo que tiene de común en todos los hombres. Esta perspectiva “común” del fin último que tratará esta cuestión, se refiere a dos cosas: 1. Que se tratará del fin último en cuanto pertenece a la misma esencia de todo obrar humano. Es decir, no como algo añadido accidentalmente a cada uno de los actos, sino como la razón final única por la cual cada uno de ellos se realiza. 2. Que el tratamiento de la cuestión corresponde al fin último en cuanto es la motivación de todo obrar humano, sea éste verdadero o falso. Esto quiere decir que, aunque su referencia auténtica remite al fin que buscan los buenos, se trata de la perfección que cada hombre busca a su modo. Lo que la cuestión tratará, por lo tanto, será, a partir del estudio del acto humano concreto (art. 1), la demostración de cómo cada uno de ellos postula la necesidad de un fin último como motivación última (art. 1 – 4 ) y única del obrar humano: para cada acto (art. 5): para todo acto (art 6); para todos los hombres (art 7) y, finalmente, para todo el universo (art 8)23.

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I-II, q. 1, Prooemium: “Et quia ultimus finis humanae vitae ponitur esse beatitudo, oportet primo considerare de ultimo fine in communi; deinde de beatitudine”. 23 Cf. S. Ramírez, op. cit, p. 219 - 223.

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A.

Los cimientos de la moral (art. 1) El artículo 1° es como un pórtico que nos introduce en el edificio de la moral. Allí se

ponen los cimientos de lo que será toda la Secunda Pars. Como Santo Tomás afirma al establecer la división de toda la Summa, esta parte es el estudio del “movimiento de la creatura racional hacia Dios”24, y de la especificidad que este movimiento tiene por ser el hombre imagen de Dios. Por eso, el prólogo de la misma señala que, luego de hablar de Dios que es el ejemplar, y de las obras que realiza con su soberana libertad: “queda hablar [en la Secunda Pars] de su imagen, esto es del hombre, en cuanto es principio de su obrar, como principio que es también de sus propias acciones por tener libre albedrío y dominio de sus actos”25.

A la luz de este prólogo se edificará toda la Secunda Pars, de la cual las siguientes afirmaciones del primer artículo son como sus cimientos: A. La moral trata del hombre en cuanto es el ser que es dueño (dominus) de sus actos26. Ésta es la diferencia principal desde el punto de vista práctico que considera la moral: A diferencia de los demás seres vivos que son movidos por otro, el hombre es el único ser que se mueve a sí mismo, obrando libremente por un fin que él mismo se propone y del que, por lo tanto, es autor y responsable27. B. La moral trata de los actos que el hombre realiza con voluntad deliberada28. Esto se debe a que es por ellos que el hombre tiene aquel dominio del obrar que lo hace sujeto de la moral. De ahí que sean llamados actos propiamente humanos que y constituyan el objeto de la moral. C. La moral trata de los actos que se realizan por el fin29.

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I, q. 2, Prooemium: “secundo, de motu rationalis creaturae in Deum”. II: “Prooemium, quod et ipse est suorum operum principium, quasi liberum arbitrium habens et suorum operum potestatem”. 26 “Differt autem homo ab aliis irrationalibus creaturis in hoc, quod est suorum actuum dominus. Unde illae solae actiones vocantur proprie humanae, quarum homo est dominus”. 27 I-II, q. 1, a. 2: “Illa ergo quae rationem habent, seipsa movent ad finem, quia habent dominium suorum actuum per liberum arbitrium, quod est facultas voluntatis et rationis. Illa vero quae ratione carent, tendunt in finem per naturalem inclinationem, quasi ab alio mota, non autem a seipsis, cum non cognoscant rationem finis, et ideo nihil in finem ordinare possunt, sed solum in finem ab alio ordinantur”. 28 I-II, q. 1: “Illae ergo actiones proprie humanae dicuntur, quae ex voluntate deliberata procedunt”. 29 Sententia Ethic., lib. 1, l. 1, n. 2 “moralis philosophiae, circa quam versatur praesens intentio, proprium est considerare operationes humanas, secundum quod sunt ordinatae adinvicem et ad finem”; Cf. I-II, q. 6, prol. 25

P á g i n a | 22 Este fin es el que la razón, luego de haber deliberado sobre lo que es mejor hacer, ordena y manda a la voluntad y que ésta libremente elige o no. Dicho con otras palabras, el fin es el objeto de la voluntad deliberada. De ahí que sea aquello que la moral estudia. Este modo de concebir los fundamentos de la moral, indican la necesidad de comenzar el estudio de la Secunda Pars por aquello que da razón a los actos humanos. Dado que éstos se realizan por un fin que la razón propone a la voluntad y que ésta quiere determinándose a sí misma, lo primero que tocará tratar, entonces, será el fin de la vida humana: “Lo primero que debemos estudiar es el fin último de la vida humana; después, lo que le permite al hombre llegar a este fin o apartarse de él (q.6), pues se deben tomar del fin las razones de cuanto a él se ordena30”.

B.

Necesidad del fin último (art. 4)

Establecidas estas definiciones fundamentales, la primera mitad de la cuestión (art. 1– 4) se dedicará a demostrar la existencia del último fin. Para ello, luego de analizar la estructura del acto humano, conviene estudiar la naturaleza del fin que lo motiva. El fin es, en cuanto término que preexiste en una inteligencia, una de las cuatro causas de todo movimiento. Por este motivo, todo acto humano, que es también movimiento, tendrá también en el fin una de sus causas: “Cuando preguntamos: -«¿Por qué camina?»- Decimos: -«para sanar»- Y diciendo esto creemos asignar su causa”31.

Cuando hablamos del fin como causa, lo que queremos indicar es que el fin es “aquello en gracia de lo cual las demás cosas se hacen”32. En este sentido es la “primera entre las causas”33, ya que es la causa de las causalidades de las demás. Si bien la causa eficiente causa el ser de la realidad que es el fin, es, sin embargo, constituida como tal por la atracción que causa la idea del fin que existe en la intención del agente 34. Sin fin, no

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I- II, q. 1: “Ubi primo considerandum occurrit de ultimo fine humanae vitae; et deinde de his per quae homo ad hunc finem pervenire potest, vel ab eo deviare, ex fine enim oportet accipere rationes eorum quae ordinantur ad finem”. 31 In Physic., lib. 2, lect. 5, n. 6: “Quartum modum causae ponit, quod aliquid dicitur causa ut finis; et hoc cuius causa aliquid fit, sicut sanitas dicitut ambulationis. Et hoc patet quia respondetur ad questionem factam propter quid: cum enim quaerimus propter quid ambulat? Dicimus ut sanetur; et hoc dicentes opinamur nos assignare causam”. 32 Sententia Ethic., lib. 1 l. 9 n. 3: “finis nihil aliud est, quam illud, cuius gratia alia fiunt”. 33 I-II, q. 1, a. 2: “prima autem inter omnias causas est causa finalis”. 34 I-II, q. 1, a. 1, ad 1°: “Finis etsi sit postremus in executione, est tamen primus in intentione. Et hoc modo habet rationem causae”.

P á g i n a | 23 podría existir movimiento alguno, ya que esto supondría afirmar la existencia de un movimiento sin causa eficiente. De ahí, que todo movimiento lo suponga35. Aplicado este principio metafísico a los actos humanos, es necesario concluir que no puede existir un acto humano sin un fin último al cual se dirija. Si todo acto es por un fin, es necesario que este fin sea último, o bien sea realizado por otro fin mayor. De lo contrario no habría movimiento alguno: “si no hubiera último fin, no habría apetencia de nada, ni se llevaría a cabo acción alguna, ni tampoco reposaría la intención del agente”36.

C. El fin último como unidad del acto (art. 5) Asentada la existencia del fin último que da sentido a cada uno de los actos humanos, en los siguientes artículos de la cuestión el santo se dedicará a dar la característica principal de este fin, que es su unidad (art. 5 – 8). En primer lugar, en el artículo 5, se afirma la imposibilidad de que un mismo hombre pueda dirigirse en un único acto concreto a dos fines últimos simultáneos y no subordinados.

1.

Tres luces para comprender el fin último

Para demostrar esta unidad del fin último que busca cada acto, santo Tomás recurrirá a tres de sus elementos fundamentales que nos arrojarán a su vez, tres luces para comprenderlo mejor: A. Aquello que propiamente queremos decir con «último fin» (razón formal): Cuando hablamos de último fin queremos indicar aquello que “es llamado bien humano, que es la felicidad”37. Éste tiene dos propiedades esenciales. Es, por un lado, un bien perfecto que “es siempre elegible por sí mismo y nunca por ningún otro”38. Por otro, es

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I-II, q. 1, a. 2: “materia non consequitur formam nisi secundum quod movetur ab agente, nihil enim reducit se de potentia in actum. Agens autem non movet nisi ex intentione finis”. 36 I-II, q. 1 a. 4: “si non esset ultimus finis, nihil appeteretur, nec aliqua actio terminaretur, nec etiam quiesceret intentio agentis”. 37 Sententia Ethic., lib. 1 l. 9 n. 4: “iste unus ultimus finis hominis dicitur humanum bonum, quod est felicitas”. 38 Sententia Ethic., lib. 1 l. 9 n. 9 “Et ita simpliciter perfectum est, quod est semper secundum se eligibile et nunquam propter aliud. Talis autem videtur esse felicitas, quam numquam eligimus propter aliud, sed semper propter seipsam”.

P á g i n a | 24 un bien suficiente39 “dado que aun cuando se poseyera solo, haría la vida elegible y no necesitada de ningún otro bien”. A estas dos notas hace referencia la primera demostración: “apeteciendo todo ser su perfección, aquello que apetece alguien como último fin es lo que considera como bien perfecto y completivo de sí mismo”40.

Si esto es lo que queremos indicar al hablar del último fin de los actos humanos, debemos concluir que, por definición, no puede faltarle nada para saciarnos. Si no le falta nada, entonces, no puede compartir nada con ningún otro. Entonces es único. B. el principio natural de apetición: “Así como en el proceso de la razón el principio es naturalmente conocido, así también es necesario que en el proceso del apetito racional el principio sea algo naturalmente deseado ”41.

Este principio natural de apetición de la voluntad es el fin último42, que es, por ello, a la vez concreto y universal. Por un lado, por ser un principio que pertenece a la naturaleza, es único y concreto ya que ésta no tiende a muchas cosas: “natura non tendit nisi in unum”. Pero, por otro lado, por ser solo el principio de una potencia inmaterial, es totalmente genérico y necesita ser concretizado. De este modo, no anula la libertad 43, ya que no determina la voluntad del hombre a ningún bien concreto.

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Sententia Ethic., lib. 1 l. 9 n. 12 “per se sufficiens dicitur illud, quod etiam si solum habeatur, facit vitam eligibilem et nullo exteriori indigentem. Et hoc maxime convenit felicitati; alioquin non terminaret motum desiderii, si extra ipsam remaneret aliquid, quo homo indigeret”. Esta suficiencia de la felicidad humana se refiere a la posesión de todo aquello que es necesario para la vida. No implica, por lo tanto, el satisfacer todo deseo como sí lo hará la posesión de Dios en la visión beatífica: “felicitas de qua nunc loquitur habet per se sufficientiam, quia scilicet in se continet omne illud quod est homini necessarium, non autem omne illud quod potest homini advenire. Unde potest melior fieri aliquo alio addito; nec tamen remanet desiderium hominis inquietum, quia desiderium ratione regulatum, quale oportet esse felicis, non habet inquietudinem de his quae non sunt necessaria, licet sint possibilia adipisci”. Ibid. n. 14. 40 “cum unumquodque appetat suam perfectionem, illud appetit aliquis ut ultimum finem, quod appetit, ut bonum perfectum et completivum sui ipsius”. 41 I-II, q. 1 a. 5: “sicut in processu rationis principium est id quod naturaliter cognoscitur, ita in processu rationalis appetitus, qui est voluntas, oportet esse principium id quod naturaliter desideratur. Hoc autem oportet esse unum, quia natura non tendit nisi ad unum”. 42 I-II, q 10 a. 1 co: “principium motuum voluntariorum oportet esse aliquid naturaliter volitum. Hoc autem est bonum in communi, in quod voluntas naturaliter tendit, sicut etiam quaelibet potentia in suum obiectum, et etiam ipse finis ultimus, qui hoc modo se habet in appetibilibus, sicut prima principia demonstrationum in intelligibilibus, et universaliter omnia illa quae conveniunt volenti secundum suam naturam”. 43 I-II, q. 10, a. 1, ad 3.

P á g i n a | 25 De acuerdo a estos dos elementos que lo definen, el fin último es único, ya que la tendencia única (ad unum) de la naturaleza es la raíz del movimiento indeterminado (ad utrumlibet) de la libertad44. C. El género común a todos los actos voluntarios: Como santo Tomás ha demostrado ya en el artículo 3, los actos toman su especie del fin que preexiste en la intención del agente, que es el acto al cual se dirige el movimiento de la voluntad. Esto quiere decir que el fin intentado es lo que define la especie del acto en tanto humano, puesto que éste es el que se realiza con voluntad deliberada, cuyo objeto es el fin. De esta forma, el fin es aquello que constituye simultáneamente el acto en su calidad de humano y en su ser moral. Ahora bien, este fin de la acción concreta toma, a su vez, su razón de ser de otro fin que es último (art 4). Por ello, este fin último, que es común a todos los fines particulares, es el género común a todos ellos. En consecuencia, “Si, pues, todo lo que la voluntad puede apetecer, en cuanto tal, es del mismo género, forzosamente el último fin tiene que ser uno solo”45.

De este modo, con estas tres afirmaciones, además de demostrar su unidad, santo Tomás nos ofrece tres nuevas luces bajo las cuales considerar el fin último: A. El fin último es lo que llamamos comúnmente felicidad. La primera nos ofrece lo que el artículo 7 llamará “la razón de último fin”46, esto es el bien perfecto y suficiente que es común a todos los hombres. No implica, luego, ninguna realización concreta, y es, por consiguiente, absolutamente indeterminado. Esta razón común del fin último es lo que comúnmente llamamos felicidad. Ésta es la razón formal bajo la cual todos los hombres buscan aquello que buscan, en el sentido de que todo acto humano está motivado por un deseo genérico hacia una plenitud. Sin embargo, por esta misma indeterminación que lo hace universal, no es suficiente para constituirse en criterio

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El principio metafísico que está de fondo es el siguiente: “nada que esté ordenado a cualquiera de los términos indeterminadamente (ad utrumlibet) realiza su acto sino por algo que lo determine a algo concreto (ad unum)” (In Physic., lib. 2 l. 8 n. 3). La voluntad que es “ad utrumlibet” requiere, por lo tanto, ser determinada a algo concreto por algún otro que le imprima el principio “ad unum” de su movimiento. Este principio es la naturaleza de la voluntad que está inclinada al bien común. 45 I-II, q.1, a. 5, co: “cum igitur omnia appetibilia voluntatis, inquantum huiusmodi, sint unius generis, oportet ultimum finem esse unum” . 46 I-II, q.1, a. 7, co: “de ultimo fine possumus loqui dupliciter, uno modo, secundum rationem ultimi finis; alio modo, secundum id in quo finis ultimi ratio invenitur.

P á g i n a | 26 de conducta práctica, ya que no implica ninguna referencia a bien concreto real que pueda mover al agente. Para que esto ocurra será necesario que sea interpretada y concretizada personalmente en el otro nivel del que hablará el artículo 7, que es “aquel en el que la razón de último fin se encuentra”. B. El fin último natural es el principio por el cual el hombre se mueve a sí mismo a buscar su plenitud. Al ser un principio natural que está en el origen de todo acto humano, la persona sólo podrá encontrar su plenitud siendo fiel a él y a sus exigencias. Esto introduce, en el deseo de los bienes, un principio dado que antecede al querer de la voluntad, y que, por lo tanto, ésta debe reconocer si quiere saciarse a sí misma 47. De este modo, se afirma que no es la voluntad la que crea su fin, sino que lo recibe de su Creador. Pero, por otro lado, esta afirmación significa también la exigencia de realizar a través de la libertad en el obrar concreto. La naturaleza de la voluntad de donde surge este principio exige el ejercicio de la libertad, ya que si bien como toda naturaleza está determinada “ad unum”, debido a su trascendencia de la materia, “le corresponde naturalmente una unidad común, a saber el bien”48, “bajo el cual se contienen muchos bienes particulares, a los que la voluntad no está determinada”49. De este modo, al mismo tiempo que se introduce la naturaleza como principio último del obrar humano, y con ello la objetividad moral que funda, se salva la libertad, ya que este principio natural debe ser concretizado, asumido y amado personalmente. C. El fin último es el género supremo de los actos humanos concretos que son su especie. Realizar un acto, es decir buscar el fin próximo que lo especifica, es, necesariamente, buscar, al mismo tiempo, el fin último que le da su género, ya que aquél no puede existir en sí mismo sin éste. Por eso, no cualquier acción concreta lleva a cualquier fin, sino sólo la que es una concreción de ese género. Por otro lado, esta característica genérica del fin, implica que no puede existir verdadero deseo del fin último sin el deseo de los actos concretos que lo realicen prácticamente. Por consiguiente, no puede tener buena voluntad quien quiere el acto concreto sin el fin debido, o el fin último sin

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I-II, 10 a 1, ad 2. Ibid. “respondet sibi naturaliter aliquod unum commune, scilicet bonum”. 49 Ibid. “Sub bono autem communi multa particularia bona continentur, ad quorum nullum voluntas determinatur”. 48

P á g i n a | 27 el acto concreto que lo realice. De este modo, ni el acto concreto se reduce a ser la mera expresión de una intención general, ni ésta basta para hacer bueno al hombre. Esto quiere decir: primero, que no hay acto concreto en el que la persona no se vea implicada en la elección de sí misma, ya que en cada uno de ellos se pronuncia sobre lo que considera que es bueno para ella misma y que la hará feliz; segundo, que no bastan “las buenas intenciones” sin el deseo simultáneo de los actos concretos que las realicen, ya que la elección del bien verdadero no existe fuera de la de los actos singulares verdaderos. Un hombre es bueno no por tener buenas intenciones, sino por realizarlas. Pero sólo las realiza quien, por poseer íntimamente el fin que las dirige, elige los actos concretos que verdaderamente las llevan a cabo. De este modo, todo acto concreto, por más insignificante que sea, consiste en un elegirse a sí mismo; en jugarse por una concepción acerca de lo que es bueno o malo para el hombre; así “nosotros somos nuestros mismos progenitores”50.

2.

El fin de «este hombre»

El cuerpo del artículo 5 que analizamos finaliza con una afirmación que podría parecer innecesaria. En efecto, parecería que para demostrar la unidad del último fin era suficiente con demostrar que el hombre tiende a su único fin por la inclinación de su naturaleza. Pero santo Tomás introduce el fin del hombre concreto cuya explicación requiere trascender los principios universales: “Por otra parte, la relación que tiene el último fin del hombre en cuanto tal (simpliciter) con todo el género humano es la misma que guarda el «último fin de este hombre» con «este hombre». Por consiguiente, hay que concluir que, así como todos los hombres tienden naturalmente a un solo fin último, del mismo modo la voluntad de «este hombre» se determina a un solo fin último”51.

La necesidad de esta aplicación de la verdad universal que se estudió en las tres demostraciones al hombre concreto, surge del modo en que se está estudiando el fin. No se trata, como pudiera parecer, de un estudio especulativo del fin último, en el que la verdad tiene valor en sí misma. En la cuestión 1°, como en toda la Secunda Pars de la que forma parte, el enfoque es el propio de la ética, cuyo «propósito no es el solo conocimiento

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Gregorio de Nisa, De vita Moysis, II, 2-3, citado en Veritatis splendor, n° 71. “Sicut autem se habet ultimus finis hominis simpliciter ad totum humanum genus, ita se habet ultimus finis huius hominis ad hunc hominem. Unde oportet quod, sicut omnium hominum est naturaliter unus finis ultimus, ita huius hominis voluntas in uno ultimo fine statuatur”. 51

P á g i n a | 28 [...] sino el acto humano, como en toda ciencia práctica»52. Esto quiere decir que no basta con estudiar el fin que la razón considera a partir de principios universales. Éste es necesario y fundamental, pero no es suficiente para mover la voluntad de la persona que actúa. Éste es sólo el principio, como se afirma en la segunda demostración; o el género que debe ser especificado, como dice la tercera. Desde el punto de vista práctico el fin último que importa es el que mueve el obrar de la persona, la cual se mueve no por un mandato de la naturaleza, como si ésta fuera una ley externa más, sino a partir de un fin que la razón elabora, a partir de las inclinaciones naturales, y que muestra a la voluntad por ser el más acorde con sus intereses e inclinaciones personales. Éste es el fin último práctico, aquel que se busca estudiar en esta cuestión; el que es «fin último de este hombre», es decir el que fundado en las inclinaciones naturales, mueve al hombre concreto porque lo considera como “completivo y perfectivo de sí mismo”, es decir conveniente a sus disposiciones personales: “Cada uno tiene un deseo natural del último fin. Y de esto se sigue que la naturaleza racional apetezca la bienaventuranza universalmente. Pero el que esto o aquello se desee bajo la razón de bienaventuranza y de último fin, ocurre por alguna disposición especial de la naturaleza; de donde el filósofo dice que “tal como uno es, asi le parece el fin”53

Una vez más vemos cómo la perspectiva en la que se sitúa Tomás para analizar el acto moral es partir del acto concreto del hombre concreto. Es decir juzgar sobre él a partir del hombre que actúa, no desde afuera, como poniéndose en el lugar de un observador externo. La unidad del bien en el que la persona pone su último fin Lo que acabamos de decir acerca del modo en que santo Tomás se sitúa frente al obrar humano, puede verse también en respuestas a las objeciones del artículo 5 que analizamos, en las que hace frente a las diversas réplicas que podrían esgrimirse en contra de su afirmación acerca de la unidad del fin último. Tomemos como ejemplo la primera de ellas. Ésta pretende fundarse en el hecho de que hay quienes pusieron su fin último “en el placer, en el descanso, en los bienes de la

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Sententia Ethic., lib. 1 l. 3 n. 9: “Finis enim huius scientiae non est sola cognitio, ad quam forte pervenire possent passionum sectatores. Sed finis huius scientiae est actus humanus, sicut et omnium scientiarum practicarum”. 53 Contra Gentiles, lib. 4 cap. 95 n. 3: “Quia unusquisque naturaliter habet desiderium ultimi finis. Et hoc quidem sequitur in universali naturam rationalem, ut beatitudinem appetat: sed quod hoc vel illud sub ratione beatitudinis et ultimi finis desideret, ex aliqua speciali dispositione naturae contingit; unde philosophus dicit quod qualis unusquisque est talis et finis videtur ei”.

P á g i n a | 29 naturaleza y en la virtud”54. ¿No son éstos muchos bienes distintos?, ¿Dónde queda la unidad necesaria de la que habla? La respuesta que da el santo es la siguiente: “Aquella pluralidad de objetos era considerada en razón de un bien perfecto integrado a partir de ellos, por quienes ponían en él su último fin”55.

Santo Tomás no niega que esos hombres buscaban una “pluralidad de objetos”. El error de la objeción está en considerar que la unidad del fin último es la unidad de una cosa como podría ser «esta casa» o incluso «Dios»56. Esto se debe al modo en que se sitúan frente a la unidad: como si fueran espectadores. Por el contrario, cuando el santo habla de que la unidad lo está diciendo desde la persona que actúa. Desde este punto de vista, la unidad de la que se habla no implica que la realidad buscada sea necesariamente una cosa individual. Para que el fin sea uno, basta que la persona lo considere como tal. Por lo tanto, la unidad en la que está pensando santo Tomás es la unidad que existe “en quien pone en ella su último fin”. El fin es uno, porque es una unidad de bienes irreductibles entre sí, ordenados en un todo por la persona que actúa. El fin que mueve a la persona es una unidad que ella se forma y que considera como su bien perfecto y completivo de sí misma. No es un fin dado, al que deba asentir y nada más, sino que es un fin personal en el que se juega por entero y que la mueve porque es lo que considera que saciará sus deseos e intereses personales. Por lo tanto, sólo adentrándose en el corazón de quien lo ha formado podemos comprenderlo en profundidad. Sin este paso, permanecerá incomprensible. El fin de domina el afecto El modo en que está unidad incide en la génesis de los actos humanos viene descrita en el Sed Contra del artículo: “Aquello en lo que descansa alguien como en su último fin domina su afecto [affectui dominatur], porque de él toma las normas que regulan toda su vida [ex eo totius vitae suae regulas accipit]. Por eso se dice de los glotones, «su dios es su vientre»57, pues 54

San Agustín, De civitate Dei, XIX, c. 1. Citado en la primera objeción. Iª-IIae q. 1 a. 5 ad 1 “Ad primum ergo dicendum quod omnia illa plura accipiebantur in ratione unius boni perfecti ex his constituti, ab his qui in eis ultimum finem ponebant”. 56 Cf. Abba, op. cit, p. 70: “el único fin del hombre, en el orden natural, es la felicidad según la recta razón: ella es un fin concreto en cuanto consta de bienes concretos, pero ninguno de ellos la realiza de modo pleno e insuperable. Ni siquiera la contemplación amorosa de Dios, en el orden natural, puede ser el fin último dominante, a causa del modo racional de semejante conocimiento”. 57 Flp. 3,19. 55

P á g i n a | 30 consideran los placeres del vientre como fin último. Pero, como se lee en Mateo58 «nadie puede servir a dos señores», no subordinados entre sí. Por tanto, un hombre no puede tener a la vez muchos fines últimos no subordinados entre sí”59.

En este texto, además de poner un fundamento evangélico a su doctrina, se afirma que el fin último, por ser aquello de lo cual el hombre concreto toma las reglas de su vida, domina el afecto de ese hombre. Es allí donde el fin último se hace concreto y personal y el motor de la propia vida, y donde la realidad amada se hace principio del movimiento que busca su posesión. En el próximo capítulo nos dedicaremos a indagar qué quiere decir santo Tomás con “afecto”, por lo que dejaremos el estudio de este texto para después.

D. El fin último como unidad de vida (artículo 6) Afirmada la unidad del fin último para cada acto concreto, santo Tomás pasa a demostrar que esta unidad también corresponde a los actos entendidos como la concepción de la vida que se pone en juego en cada acto. Todos los actos humanos se realizan por un mismo y único fin al que cada hombre ordena todo lo que hace. Esta es la razón por la cual el obrar de los hombres guarda cierta coherencia interna y es expresión de convicciones e inclinaciones profundas que constituyen para él su vida. De esto trata el artículo 6. En él se afirma la pertenencia del fin último a la estructura estable de los actos humanos. En efecto, “todo lo que el hombre desea es necesario que sea por el último fin. Y esto por dos razones”60: A. “Porque todo lo que apetece el hombre lo quiere bajo la razón de bien”61, el cual puede ser concebido por la razón como perfecto, y, por lo tanto, apetecido como fin último, o, como bien imperfecto, y, por lo tanto, como conducente a él, ya que “siempre la incoación de una cosa se ordena a su consumación”62. Querer el bien imperfecto como tal es querer el mal, lo cual es imposible63. 58

Mt. 6,24. I – II, q. 1, a. 5, S.c. “Sed contra: illud in quo quiescit aliquis sicut in ultimo fine, hominis affectui dominatur, quia ex eo totius vitae suae regulas accipit. Unde de gulosis dicitur Philipp. III, quorum Deus venter est, quia scilicet constituunt ultimum finem in deliciis ventris. Sed sicut dicitur Matth. VI, nemo potest duobus dominis servire, ad invicem scilicet non ordinatis. Ergo impossibile est esse plures ultimos fines unius hominis ad invicem non ordinat”. 60 I-II, q. 1, a. 6, Co: “necesse est quod omnia quae homo appetit, appetat propter ultimum finem. Et hoc apparet duplici ratione”. 61 I-II, q. 1, a. 6, Co. “Primo quidem, quia quidquid homo appetit, appetit sub ratione boni”. 62 Ibid. I-II, q. 1, a.6: “semper inchoatio alicuius ordinatur ad consummationem ipsius”. 63 D. Basso, Los fundamentos de la moral, EDUCA, Bs. As., 1997, p. 67 59

P á g i n a | 31 B. “Porque el fin último, cuando mueve al apetito, se comporta del mismo modo que el primer motor en los demás movimientos”64. Por eso, así como las causas segundas mueven movidas por la primera, del mismo modo, los segundos apetecibles mueven movidos por el primer apetecible que es el último fin. Con estas dos demostraciones santo Tomás nos ofrece dos características más del fin último y del obrar humano que lo busca: A. El fin último es la razón por la cual cualquier bien es deseado. Nada hay que el hombre quiera que no haga referencia al bien perfecto que es el fin último. Desde este punto de vista, ningún bien concreto mueve al hombre sino en la medida que hace referencia a él. Si esto no ocurre, no moverá a la voluntad a buscarlo por más verdadero, digno y justo que se lo reconozca. Esto significa que para que algo sea del interés de la persona y se decida a buscarlo, el bien concreto debe ser una incoación de aquel bien que considera el bien perfecto. Con ello se muestra que no existe acto concreto que no implique una elección fundamental acerca de lo que es bueno y digno para el hombre. Aunque no se piense actualmente en el fin último al que se dirige, sin embargo todo acto es un elegirse a uno mismo. B. El fin último es el motor de cualquier otro fin. La voluntad no crea su propio movimiento, sino que lo recibe de la atracción que sobre ella ejerce el bien último que le presenta la razón como perfecto. Esto quiere decir que se mueve sólo si es afectada por el amor del último fin que le hace de primer motor; si esto no ocurre, no saldrá de su descanso. Esto muestra que, a pesar de las apariencias, la voluntad es sobre todo una potencia pasiva. Estos dos elementos señalan la característica fundamental del obrar humano: es una búsqueda de una felicidad que el hombre no se da a sí mismo, pero que sólo lo moverá cuando la asuma personalmente. Esta búsqueda hace que el obrar deba ser comprendido como un todo personal y no como una sucesión de hechos aislados que son más o menos correctos. El amor del fin último de la vida como rasgo determinante de la ética Partiendo desde el fin último el problema moral deja de estar centrado en la corrección de cada acción con respecto a una norma. Por el contrario, el peso de la acción recae aquí en la intención que mueve al agente a obrar y en la concepción de vida que lo 64

I-II, q. 1, a. 6, Co., “ultimus finis hoc modo se habet in movendo appetitum, sicut se habet in aliis motionibus primum movens”.

P á g i n a | 32 mueve y que da unidad y sentido a sus obras. Dicho en otras palabras, lo que para santo Tomás importa es qué mueve a la persona que actúa, es decir qué es aquello que ama sobre todas las cosas. Es la perspectiva que resalta el Sed Contra en el que se cita a san Agustín: “Fin de nuestro bien es aquél por el que se aman las demás cosas, y él es amado por sí mismo”65.

A través de este texto se introduce, casi tímidamente, en el tratamiento del fin último una realidad fundamental de la vida humana: el amor. A través de éste, y del influjo que lo amado tiene sobre el afecto, el fin último deja de ser un mero principio de la naturaleza específica y es asumido personalmente. Deja de ser fin último a secas, para pasar a ser «mi fin último». Por eso, en cuanto que es asumido personalmente y concretizado en un ideal propio de felicidad, el fin último puede ser llamado también vida buena. Con ello, lo que se quiere indicar es que la felicidad no consiste en algo estático, sino que es una realidad dinámica, en la que aquello que la persona considera su bien más preciado, domina el afecto y hace, por ello, de principio animador: “la vida comporta cierto movimiento. En efecto, se dice que viven aquellos que se mueven a partir de sí mismos. Por eso, parece ser que la vida del hombre consiste radicalmente en aquello que es el principio del movimiento en él. Esto es aquello a lo cual su afecto se une como fin, porque a partir de ello se mueve el hombre a todo lo demás. De donde algunos dicen que aquello, a partir de lo cual se mueven para obrar, es su vida, como, por ejemplo, para los cazadores la caza o el amigo para el amigo. Así, de esta manera, Cristo es nuestra vida, porque Él es el principio de nuestra vida y de nuestro obrar. Y por eso el Apóstol decía que “para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”66

Este es el comentario al texto que cierra la cita. A la luz de este texto, el fin último, que el Sed Contra llamaba “aquél por el que se aman las demás cosas, y él es amado por sí mismo”, puede ser comprendido como un todo vital, que elaborado por la razón práctica, sirve de principio unificador de la vida humana que busca llevarlo al acto. A través del amor, y del influjo que lo amado tiene sobre el afecto, el fin último natural es asumido personalmente y se transforma en el principio por el cual se explica el obrar de la persona.

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I-II, q. 1, a. 6, s. c. Sed contra est quod dicit Augustinus, XIX de Civ. Dei, illud est finis boni nostri, propter quod amantur cetera, illud autem propter seipsum”. 66 Comentario a Filip. 1,21. Super Philip., cap. 1 l. 3: Vita enim importat motionem quamdam. Illa enim vivere dicuntur, quae ex se moventur. Et inde est quod illud videtur esse radicaliter vita hominis, quod est principium motus in eo. Hoc autem est illud, cui affectus unitur sicut fini, quia ex hoc movetur homo ad omnia. Unde aliqui dicunt illud, ex quo moventur ad operandum, vitam suam, ut venatores venationem, et amici amicum. Sic ergo Christus est vita nostra, quoniam totum principium vitae nostrae et operationis est Christus. Et ideo dicit apostolus mihi enim vivere, etc., quia solus Christus movebat .

P á g i n a | 33 De este modo, puede decirse que el hombre hace todo lo que hace por amor. Es lo que señala el texto de I – II, q. 28, a. 6: “Todo agente obra por algún fin, como se ha dicho anteriormente. Ahora bien, el fin es para cada uno el bien deseado y amado. Luego es evidente que todo agente, cualquiera que sea, ejecuta todas sus acciones por amor”67.

Con todo esto, queda asentada la importancia de este artículo. Así como la relevancia del artículo 5 consistía en demostrar el lugar que el fin último ocupa en el acto humano tomado en su singularidad, la del artículo 6 consiste en mostrar la resonancia universal del fin último con respecto a los actos tomados como un todo. La importancia ética de esta afirmación reside en subrayar el hecho de que los actos no son hechos aislados, sino que deben considerarse como concreciones sucesivas, complementarias de un ideal de vida que el hombre, mediante la razón práctica, considera como su bien perfecto y que intenta realizar con cada acción68. El fin no justifica los medios Las dos primeras objeciones nos dan dos ejemplos de esto. En ellas, se mencionan dos actividades que no parecerían ser buscadas por un último fin. Es el caso del juego69, que no parece ser una actividad seria como las que se refieren al fin último, y de la contemplación70, que parece ser una actividad buscada por sí misma. Con la respuesta queda señalado el modo en que, para santo Tomás, debe comprenderse la relación que se da entre acción concreta y fin último universal y la unidad del mismo. En el artículo 5 vimos que ésta era un todo compuesto por la persona que actúa. Ahora veremos, además, que este todo no es distinto del obrar mismo que lo busca y lo realiza. Santo Tomás no rechaza el que las actividades de las que hablan las objeciones sean buscadas en sí mismas. El error de éstas consiste en considerar al fin último, ya sea como un fin extrínseco a la acción concreta71, o como si fuera distinto del bien de la

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I-II, q.28 a.6: omne agens agit propter finem aliquem, ut supra dictum est. Finis autem est bonum desideratum et amatum unicuique. Unde manifestum est quod omne agens, quodcumque sit, agit quamcumque actionem ex aliquo amore. 68 Cf. Abba, op. cit, p. 41. 69 Ad 1°. 70 Ad 2°. 71 Ad 1°: “actiones ludicrae non ordinantur ad aliquem finem extrinsecum; sed tamen ordinantur ad bonum ipsius ludentis, prout sunt delectantes vel requiem praestantes. Bonum autem consummatum hominis est ultimus finis eius”.

P á g i n a | 34 persona72. En realidad, estas actividades son apetecidas como bienes de la persona que actúa, que las considera como realizaciones concretas de su bien perfecto y completo: “es deseada [la especulación] como un bien del especulativo, el cual se halla comprendido bajo el bien perfecto y completo, que es el fin último”73.

Por lo tanto, el fin último no es algo distinto a los fines de cada una de estas actividades: “Los fines no últimos y el fin último no se relacionan entre sí como los medios y el fin. Su relación mutua se asemeja más bien a la que existe entre las partes de un todo”74. La relación medio – fin es la propia de la técnica, donde el instrumento que sirve de medio es útil en la medida que sirva al fin. En ésta, si el fin pudiera lograrse de otro modo, el medio no tendría ninguna relevancia y sería más bien un estorbo. En la relación fin último y acción particular no ocurre así. El que la acción concreta sea elegida por el fin último no significa que ésta sea un mero medio para alcanzar la felicidad: si así fuera, la acción concreta no tendría valor en sí misma, y entonces el fin justificaría los medios. En el orden moral, las acciones rectas son ya una realización, incoada, es cierto, pero no por eso menos real, del fin último, al que pertenecen intrínsecamente. Por eso, es errado concebir la felicidad, que es fin último de la vida, como un estado final del que la acción sería un medio, al modo como un martillo es medio para construir una mesa. Este es el error hedonista y utilitarista, que reduce toda acción al bien útil o deleitable. El bien honesto Pero estos dos, no son los únicos bienes que existen. Santo Tomás, con toda la tradición antigua, reconoce también otro tipo de bien del que los otros no son más que analogados imperfectos. Para superar el reduccionismo utilitarista, es necesario incluir entre los bienes que son buscados en las acciones concretas el bien honesto, que es el bien es su sentido propio, es decir el que es buscado no como medio a otra cosa (útil), ni como descanso del apetito (deleitable) sino por sí mismo: “Aquello que se busca como último, terminando totalmente el movimiento del apetito, como una realidad que se busca por sí misma, se llama honesto, porque se llama honesto a lo que es deseado por sí mismo [per se]75”.

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Ad 2°. I, II, q. 1, a. 6, ad 2: “quod comprehenditur sub bono completo et perfecto, quod est ultimus finis”. 74 Angel Rodriguez Luño, Ética General, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 93. 75 I, q. 5, a. 6: “id quod est appetibile terminans motum appetitus secundum quid, ut medium per quod tenditur in aliud, vocatur utile. Id autem quod appetitur ut ultimum, terminans totaliter motum appetitus, sicut quaedam res in quam per se 73

P á g i n a | 35 Esta triple división analógica entre los bienes no excluye que un bien pueda ser, al mismo tiempo, honesto y útil, ya que como dijimos, las acciones no son meros medios. Por eso, aunque, por ejemplo, hacer el bien a un amigo no sea el fin último de la vida humana, es, sin embargo, buscado en sí mismo como una realización concreta del mismo. Es, por lo tanto, un bien honesto, porque no se ordena a nada más. Con ello, por otra parte, no se excluye que pueda ser, al mismo tiempo, un bien útil, si me permite alcanzar un bien mayor, o uno deleitable, por la alegría que me produce ayudarlo. Incorporando este bien que llamamos honesto, a lo que ya hemos dicho sobre su unidad, podemos arribar a la siguiente conclusión: el fin último puede ser considerado como un orden de bienes honestos que la razón práctica elabora y que busca ser llevado a cabo en un ideal de vida que busca poner en acto el amor que lo anima. Esto es, un conjunto de bienes concretos, irreductibles entre sí, todos importantes e interesantes en sí mismos, mediante los cuales se va realizando concretamente aquello que consideramos nuestro bien perfecto y suficiente, que les confiere unidad, sentido y orden entre sí por ser aquello que amamos sobre todas las cosas. Los pasos que nos encaminan al fin aunque no pensemos en él Sin embargo, queda algo por decir, ya que esto no parece responder a la realidad. No parece ser verdad que todo lo hagamos por la misma razón, como si cada vez que fuéramos a hacer algo nos propusiéramos hacerlo por un fin. No es verdad que estemos todo el día pensando en eso que amamos. Esto es lo que afirma la tercera objeción. Santo Tomás responde a ella diciendo que el deseo del fin último no necesita siempre ser pensado, ya que permanece en el apetito de cualquier cosa, por el “poder de la primera intención, que es respecto del fin último”76. Para ilustrarlo, pone el siguiente ejemplo: “Del mismo modo que no es necesario que quien va por un camino vaya pensando a cada paso en el final del trayecto”77.

Cuando caminamos no hace falta que pensemos cada vez hacia dónde vamos. El fin hacia el que nos dirigimos permanece oculto en algún lugar de nuestro ser. Sin embargo, al realizar cada paso nos estamos dirigiendo libremente hacia él. Y, aunque no pensemos

appetitus tendit, vocatur honestum, quia honestum dicitur quod per se desideratur. Id autem quod terminat motum appetitus ut quies in re desiderata, est delectatio”. 76 I,II, q. 1, a. 6., ad 3°: “virtus primae intentionis, quae est respectu ultimi finis, manet in quolibet appetitu cuiuscumque rei, etiam si de ultimo fine actu non cogitetur”. 77 Ibid. “Sicut non oportet quod qui vadit per viam, in quolibet passu cogitet de fine”.

P á g i n a | 36 conscientemente en él, lo tenemos en cuenta al hacer cualquier elección o desvío en nuestro camino. Así ocurre con el fin último. No hace falta que pensemos en él cada vez, porque permanece en la intimidad de lo que santo Tomás llama afecto78, que lo guarda como su tesoro más preciado. Y sin embargo, cada acto, cada elección, lo supone necesariamente. Por eso, para santo Tomás el obrar no se agota en el ámbito del razonar consciente. Según él, su explicación más profunda debe buscarse en el interior de la persona; en su afectividad, que conserva una disposición que permanece a través de los distintos actos que la persona realiza y que la determinan a obrar de acuerdo a aquello que la domina.

E. El fin último como unidad de la humanidad (artículo 7) Abordamos ahora el artículo donde se encuentra el texto que ocupa el centro de nuestro trabajo. En él santo Tomás avanza en el estudio del fin último y se pregunta ahora si es el mismo para todos los hombres. Es una cuestión de enorme importancia, y de extrema delicadeza, en la que se pone en juego la verdad sobre el hombre y su libertad. Del modo en que se responda a ella, depende gran parte del orden humano y social. Verdad sin libertad Si la respuesta fuera que sí, que el fin último es el mismo para todos, y que existe uno que es el verdadero, entonces podría llegarse a la conclusión que la felicidad es algo que debe ser impuesto por todos los medios disponibles. Se llegará, por lo tanto, a creer que algunos sabios, que poseen “la verdad de la felicidad”, tienen el derecho, y más aun el deber, de mostrar a la multitud de ignorantes el camino indicado para realizar el “mundo feliz”. Por lo tanto, se creerán impelidos a tomar el poder, e intentarán someter “en nombre de la felicidad de la sociedad” a todos los que se opongan. Si ésta no llega inmediatamente, se dirá, entonces, que el presente debe ser sacrificado en pos del futuro feliz que ellos

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Así interpreta muchas de las apariciones que los «pasos» tienen en la SSEE, a los que suele considerar como los pasos con los cuales nos acercamos o alejamos de Dios. Por ejemplo, en el siguiente texto: “quantum ad primum, quod est aliorum radix, dicit facite gressus rectos pedibus vestris, id est, rectas affectiones. Sicut enim pedes portant corpus, ita mentem portant affectiones. Recti ergo pedes sunt affectiones rectae: “pedes eorum, pedes recti” (Ez. 1, 7). Rectificate ergo affectiones, quibus totum corpus portatur spiritualiter.

P á g i n a | 37 profetizan. Este programa social, reflejado en el libro Un mundo feliz de Huxley, es, por lo tanto, un asunto muy delicado: “De todos los ideales políticos, el de hacer feliz a la gente es el más peligroso”79

Aunque no llegue a estos extremos, éste es el vicio en el que incurriría cualquiera que quisiera imponer una concepción concreta sobre la felicidad sin hacer caso a los intereses de la persona y del ambiente cultural en el que se sitúa. La verdad acerca del hombre no puede eliminar su libertad individual. Así podría suceder con quien, a partir de un estudio metafísico de la naturaleza humana, pretendiera presentar sus conclusiones como normativas para todos, olvidando que es el hombre concreto quien es el artífice de su felicidad80. El fin último propiamente humano es, como vimos, el del ser dueño de sus actos; exige, en consecuencia, que se respete aquello que le permite tener aquel dominio que lo distingue de los demás agentes. Por eso, para que sea humano, el fin último debe sea libremente elegido y amado de acuerdo a las condiciones individuales de la persona que actúa. Libertad sin verdad Por otro lado, si la respuesta fuera que no existe un fin último común a todos los hombres, entonces la cuestión decisiva sobre qué es lo que hace feliz al hombre pasa a depender totalmente de la valoración subjetiva. Cada uno decide, entonces, sobre lo bueno y lo malo, sobre lo correcto y lo incorrecto, y sobre qué es lo que vale la pena hacer. Desechada la felicidad verdaderamente humana como utópica o arbitraria, la valoraciones morales pasan a depender de sentimientos y deseos subjetivos en el campo individual, y, en el campo social, de normas universales que aseguren la mínima e indispensable convivencia de los hombres81.

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K. Popper, Citado en Felicidad y fe cristiana, Estudio del Consejo Pontificio para el diálogo con los no creyentes, op. cit, , p. 55. 80 Livio Melina, “La verdad sobre el bien”, en La plenitud del obrar cristiano, Livio Melina, José Noriega, Juan José Pérez-Soba, Palabra, Madrid, 2001: “Una ética de la «verdad sin libertad» [...], en la cual la verdad moral se deduce de la verdad metafísica, el deber ser se recaba del ser. Según una interpretación esencialista y naturalista del dicho escolástico «operari sequitur esse», un análisis metafísico de la naturaleza humana, conducido por la razón especulativa, descubriría el orden inscrito por Dios creador, que el hombre tendría después el deber de realizar a través de su voluntad.[..] El cuidado por salvaguardar la objetividad de la verdad moral, que esta posición parece tutelar frente al subjetivismo generalizado, ha llevado con frecuencia a identificar esta posición con la de la tradición católica y, en particular, de Tomás de Aquino. 81 Es la ética que Melina en el texto citado “La verdad sobre el bien”, p. 43, llama ética de la “libertad sin verdad”, en la que “los valores morales no sería fruto de conocimiento, sino de una emoción subjetiva o de decisiones arbitrarias”. Es interesante el hecho de que relacione esta tendencia con el tradicionalismo que, a pesar de parecer su contrario, “ve la

P á g i n a | 38 Si el riesgo de la primera concepción era la imposición de la concepción concreta de felicidad que se creía verdadera, aquí el riesgo es el no reconocimiento de la verdad fundante del obrar humano y la consecuente pérdida del sentido del mismo. Con ello, al mismo tiempo que se pierde el sentido verdadero del ámbito personal, se pierde la libertad en el ámbito social, ya que la ley no es más que una imposición consensuada, en la que el fantasma del poder arbitrario no deja de sentirse nunca: “Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y no podemos afirmar valor alguno, todo es posible y nada tiene importancia. Nada de pro ni de contra, el asesino no tiene ni deja de tener razón. […] No siendo nada ni verdadero ni falso, bueno ni malo, la regla consistirá en mostrarse el más eficaz, es decir, el más fuerte. Entonces el mundo no se dividirá en justos e injustos sino en amos y esclavos”82.

El peligroso equilibrio de santo Tomás Entre ambos abismos la solución que da santo Tomás se mueve con un admirable equilibrio, comparable al que, según Chesterton, sostiene a la verdadera ortodoxia83. Con su respuesta responde a los dos elementos cuya negación equivale a la negación del obrar propiamente humano: la verdad de la naturaleza y la libertad de su voluntad deliberada. Si por un lado, reconoce que la felicidad no es algo arbitrario que el hombre pueda crear ex nihilo; por otro, sostiene que la verdad de la misma no es suficiente para mover al hombre concreto si no media un amor libre que, de acuerdo a los intereses personales, la asuma como propia. La felicidad es común a todos los hombres, pero no es para todos igual. Por esto, para explicar el grave problema de la vocación universal humana a la felicidad sin atropellar las libertades individuales santo Tomás introduce la siguiente distinción: “El fin último podemos considerarlo de dos modos: uno es bajo la razón de último fin; el otro, según aquello donde la razón de último fin es encontrada [id in quo finis ultimi ratio invenitur]”84

De este modo, la respuesta a la pregunta sobre si el fin último es el mismo para todos debe tener en cuenta la complejidad que surge del distinto modo en que puede única garantía de una sociabilidad éticamente firme, en las comunidades basadas sobre fuertes tradiciones morales [...] Aquí, el elemento comunitario de la tradición, viene a sustituir la dimensión racional”. 82 Albert Camus, El hombre rebelde, Losada, Buenos Aires, 2007, p. 11 . 83 G. K. Chesterton, Ortodoxia, San Pablo, 2008, p. 119: “La gente ha caído en la tonta costumbre de hablar de la ortodoxia como de algo pesado, monótono y seguro. Y nunca hubo nada tan peligroso y apasionante como la ortodoxia. Era sensatez; y ser sensato es más dramático que ser loco. Era el equilibrio de un hombre conduciendo caballos desbocados; parecía tumbarse aquí y desviarse allí, y no obstante, en cada posición conservaba la gracia estatuaria y la precisión aritmética”. 84 I, II, q. 1, a. 7, co. Respondeo dicendum quod de ultimo fine possumus loqui dupliciter, uno modo, secundum rationem ultimi finis; alio modo, secundum id in quo finis ultimi ratio invenitur .

P á g i n a | 39 entenderse el último fin. Cuando esto no ocurre, la confusión es inevitable y las consecuencias desastrosas. Para evitar ésta, es necesario distinguir las distintas «razones»85 bajo las que puede considerarse el último fin. Desde el punto de vista moral nos interesan principalmente dos. El fin último en cuanto fin último del obrar En primer lugar la razón de «fin último», o dicho de otro modo, el fin último en cuanto es fin último. Desde esta perspectiva, “aquello que apetece alguien como último fin es lo que considera como bien perfecto y completivo de sí mismo” 86. Lo que se destaca al hablar de este modo del último fin es su pertenencia a la estructura misma de los actos humanos que se hallan dirigidos necesariamente a un fin. Como vimos en la explicación de los artículos anteriores, los actos humanos exigen un fin último que les dé sentido y explique su existencia, y que, por eso, es común a todos ellos. Entendido de este modo: “todos coinciden en el apetito del último fin: porque todos desean alcanzar su propia perfección, que es la razón de último fin”87

A este deseo de perfección nos referimos cuando hablamos de que “todos los hombres desean la felicidad”. Con ello queremos indicar un deseo humano natural, absolutamente indeterminado, de perfección y plenitud que, aunque no designa nada en concreto, es la razón por la cual se quiere todo lo que se quiere. Corresponde a aquel estado de perfección del que habla la famosa definición de Boecio, que santo Tomás cita repetidamente: “status omnium bonorum aggregatione perfectus”88. Es a este deseo, en cuanto es el fin último in communi, al que se hace referencia en toda la cuestión que venimos estudiando, y al que deben aplicarse las conclusiones de los artículos que anteceden (1-6).

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Lo que santo Tomás quiere decir con ello, se funda en la realidad del conocimiento humano, que es, al mismo tiempo, discursivo y universal. Esto quiere decir que la inteligencia conoce las cosas a través de actos sucesivos en los que va considerando distintos aspectos de la realidad entendida, y que, por ser comunes a otras realidades, son llamados universales. Este aspecto de una misma realidad, que la razón considera en cada uno de sus actos sucesivos, es lo que santo Tomás llama «razón» de esa cosa. De este modo, según cuál sea la razón que se considere cada vez, las conclusiones que se sacarán sobre la realidad estudiada serán distintas y darán lugar a diferentes saberes. Así, por ejemplo, un pájaro puede ser considerado bajo la razón «cuerpo», y caer entonces bajo el estudio de la física, o bajo la razón «animal» y ser, entonces, tratado por la biología. La realidad es la misma pero varía la razón bajo la cual es considerada. 86 I-II, q. 1, a 5, co “cum unumquodque appetat suam perfectionem, illud appetit aliquis ut ultimum finem, quod appetit, ut bonum perfectum et completivum sui ipsius”. 87 I-II, q. 1, a 7, co: “omnes conveniunt in appetitu finis ultimi, quia omnes appetunt suam perfectionem adimpleri, quae est ratio ultimi finis”. 88 I-II, q. 3 a.2.

P á g i n a | 40 Este deseo de perfección en el que los hombres coinciden, responde a la comunidad de su naturaleza. Como vimos en la segunda demostración del artículo 5, el fin último es a la voluntad lo que el primer principio es a la razón: “Así como en el proceso de la razón el principio es naturalmente conocido, así también es necesario que en el proceso del apetito racional el principio sea algo naturalmente deseado ”89.

Así como la razón elabora su discurso a partir de la certeza de los primeros principios, así también la voluntad desarrolla todo su deseo a partir del amor natural del fin último. Por ello, al percibirlo, la razón práctica formula un primer mandato que sirve de primer principio práctico: “hay que hacer el bien y evitar el mal”90. Este principio, que santo Tomás llama “sindéresis”, es tan universal como el deseo de perfección en el que se inspira y tan inamisible e indeformable como aquel. Considerado así como la perfección a la que la persona se siente naturalmente inclinada, el fin último es el fundamento sobre el que se sostiene todo el orden práctico: es el principio natural del movimiento de la voluntad y la razón por la cual se hace todo lo que se hace. No dice qué debo elegir porque es absolutamente indeterminado y no sirve para tomar decisión concreta alguna, pero en cuanto es perfección buscada, excluye todo aquello que impida directamente esa perfección. A este modo de entender el fin se refiere principalmente el artículo 7 en cuanto forma parte de la cuestión 1° que trata del fin último in communi. Por eso el Sed Contra citando a san Agustín se dice: “todos los hombres coinciden en apetecer el fin último, que es la bienaventuranza”91.

Aquello que la persona busca como último fin Pero esto no es todo. Como vimos en el estudio de los artículos 5 y 6, santo Tomás no está haciendo un estudio metafísico del fin, sino analizando el influjo que éste tiene en el obrar humano. Es, por lo tanto, un estudio ético. Desde este punto de vista, para responder a la pregunta del artículo falta un dato más. No basta con afirmar que el fin último es una exigencia de la naturaleza humana en la que todos los hombres coinciden. Se hace necesario introducir una distinción que permita reconocer, sin anular lo dicho sobre la 89

I-II, q. 1 a. 5: “sicut in processu rationis principium est id quod naturaliter cognoscitur, ita in processu rationalis appetitus, qui est voluntas, oportet esse principium id quod naturaliter desideratur. Hoc autem oportet esse unum, quia natura non tendit nisi ad unum”. 90 I-II, q. 94, a 2. 91 I-II, q. 1, a 7: “Sed contra est quod Augustinus dicit, XIII de Trin., quod omnes homines conveniunt in appetendo ultimum finem, qui est beatitudo”.

P á g i n a | 41 unidad, otro hecho: el que los hombres buscan su felicidad en cosas distintas. Para ello es necesario considerar la otra razón del fin último de la que hablaba al principio de la respuesta: “aquello donde la razón de último fin es encontrada”. Bajo esta razón: “no todos los hombres coinciden en el último fin, porque unos apetecen las riquezas como bien consumado, otros los placeres, otros cualquier otra cosa”92.

La unidad con la que los hombres tienden al fin último, dice santo Tomás, es compleja. La realidad muestra que el movimiento humano a la perfección no es uniforme sino que lo que cada hombre entiende por “perfección” es muy distinto en cada caso. Por eso santo Tomás habla de que “unos apetecen las riquezas como bien consumado”, queriendo decir con eso que “unos creen que la perfección de la que hablábamos antes está en las riquezas”. Con ello se introduce, en el deseo natural universal, un aspecto nuevo, que depende del otro elemento fundamental de los actos humanos: su libertad. A través de ella, el deseo del fin último, que por su condición de principio natural el hombre recibe pasivamente, es fruto de una elaboración de la persona que lo realiza según sus deseos, intereses y circunstancias actuales. Como vimos más arriba, el bien perfecto que es buscado como fin último, no es la unidad de un bien particular, o algo totalmente dado, sino que es una unidad personal, que forma “quien pone en él su último fin”. Por lo tanto, el fin último que consideramos no es algo que depende únicamente del orden natural que descubre la razón, sino que en su constitución entra también el influjo que sobre ésta realizan la voluntad y todas las potencias apetitivas. A la luz de esto, si, como dice el artículo, cada acto cobra sentido como búsqueda de un fin último, que es el bien perfecto, el obrar del hombre no es sino la expresión de aquello que él considera como su felicidad, a la que busca realizar con cada acto concreto. La corrección no basta Por lo tanto, para responder a la pregunta sobre la unidad de la tendencia de todos los hombres al último fin, no basta con señalar que todo hombre tiende al bien perfecto. Para dar razón de la complejidad y diversidad del obrar humano hay que incorporar las diversidades que hacen que el fin último llegue a tener relevancia práctica para el hombre concreto. No basta, pues, señalar que la naturaleza inclina al fin último, sino que es 92

I-II, q. 1, a 7, co: “Sed quantum ad id in quo ista ratio invenitur, non omnes homines conveniunt in ultimo fine, nam quidam appetunt divitias tanquam consummatum bonum, quidam autem voluptatem, quidam vero quodcumque aliud”.

P á g i n a | 42 necesario agregar cómo éste llega a ser asumido como un fin último personal. Sólo así se responde a la complejidad que la realidad muestra. Con ello, se señala el otro elemento que la filosofía práctica no debe olvidar. Para que el acto concreto sea humano, no basta asegurarlo mediante su corrección a una ley universal, por más natural que sea. Es necesario también que el hombre ame eso que le manda la ley. La norma debe ser no sólo correcta, sino además significativa para «este hombre». Para ello, debe hacerse concreta y juzgar la acción a la luz del ideal que persigue el hombre concreto y de la orientación que imprime a su obrar. Sin esta implicación personal la norma quedará como algo ajeno y carente de interés, como algo impuesto desde afuera, y, por lo tanto, en contradicción con la naturaleza libre del hombre. Por más correcta que sea, no será plenamente humana. En conclusión, con esta distinción que santo Tomás introduce en el modo de considerar el fin último, queda respondida la respuesta que el artículo planteaba y se da cuenta de la complejidad del obrar humano: el fin último es único para todos y diverso para cada hombre. De esta forma se señalan los dos extremos que lo constituyen como fin propiamente humano: la naturaleza y la libertad. El cómo estos elementos se reúnen es ilustrado por Tomás mediante un ejemplo: “Del mismo modo que lo dulce es agradable a todos los gustos, pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa”93.

Esta comparación da pie a Santo Tomás para introducir un nuevo elemento, que terminará de dar la respuesta definitiva acerca de si el fin último es único para todos los hombres: “Sin embargo, se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable [simpliciter melius delectabile] la que más deleita a quien tiene el mejor gusto”94.

Con esto queda allanado el camino para responder de la forma más profunda a la pregunta de la cuestión: así como existe una dulzura que deleita el gusto de la forma más profunda y real, a tal punto que puede ser llamada ésta “la dulzura misma (“simpliciter”)” o “verdadera dulzura”, del mismo modo existe un fin último personal que puede ser llamado con toda justicia “verdadero fin último”.

93

Ibid. “Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium”. 94 Ibid. “Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum”.

P á g i n a | 43 El conocimiento del verdadero bien Pero vuelve a surgir una pregunta: si a cada uno le gusta algo distinto y si no puede imponerse el gusto concreto de nadie ¿cómo sabremos cuál es el dulce que realmente deleita? ¿Cómo indicar a los principiantes que todavía no tienen el gusto formado cuál es el mejor de todos? Lo que debe enseñárseles es que deben imitar a quien tiene el mejor gusto. Esto es: a quien tiene la disposición correcta para ir en búsqueda de la dulzura propiamente humana. Éste es quien responde de la mejor manera a la inclinación natural que origina el movimiento. Y por ello, sólo este alcanzará el descanso verdadero, el verdadero deleite y no necesitará de nada mejor. A la luz de este último elemento del ejemplo, llegamos a la tercera verdad fundamental del artículo: “De igual modo se debe considerar como bien completísimo el deseado como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto”95.

Las dos primeras verdades que el artículo afirmó fueron la unidad natural del fin in communi y la diversidad personal de “aquello en lo que esta razón es encontrada”. La tercera verdad es la afirmación de que existe un verdadero fin último, cualquiera sea el modo en que se lo entienda. Éste es aquél que conjuga de la mejor manera ambos extremos de la realidad. Esta verdad puede formularse también, diciendo que existe una concepción personal de tender a la perfección común que es la que mejor la satisface. O, finalmente, que todos somos libres para tender como queramos a la felicidad, pero que sólo uno de estos caminos produce el descanso del movimiento natural que lo origina. Sólo éste es un deseo de felicidad que verdaderamente hace felices a los hombres. Y que, por eso, sólo éste realiza lo que los demás intentan en vano. Pero, como en el caso del gusto, otra vez se nos presenta la pregunta: ¿Cómo saber cuál es este camino? ¿Cómo indicar un ideal de felicidad que sirva de principio práctico concreto y que, al mismo tiempo, sea respetuoso de los gustos de cada uno? La respuesta es que así como la cosa más dulce la conoce y gusta quien tiene el mejor gusto, del mismo modo el bien completísimo lo conocerá y gustará sólo quien tenga el “afecto bien dispuesto”. Éste es quien tiene el mejor gusto, aquél que es capaz de deleitarse en la verdadera dulzura humana.

95

Ibid. “Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.

P á g i n a | 44 De este modo, santo Tomás culmina el cuerpo del artículo que se preguntaba sobre la unidad del fin último con una afirmación importantísima: el bien verdadero, aquél que de verdad hace feliz a la persona, lo conoce y ama quien tiene el afecto bien dispuesto. Él es el que puede interpretar el deseo universal de felicidad y adaptarlo a la situación personal concreta donde se da el obrar humano; quien hace que el movimiento recibido del autor de la naturaleza no sea una imposición que atropelle la libertad humana, sino el camino al verdadero descanso, a la verdadera alegría. Sobre esta disposición del afecto y el modo de entenderla versarán los capítulos siguientes. Pero primero estudiemos el artículo que nos queda de la cuestión.

F. El fin último como unidad del universo (art 8) En este último artículo la pregunta por la unidad del fin último se extiende a todo el universo. Santo Tomás se pregunta acerca de “si todas las criaturas coinciden en el último fin”96. La respuesta que Santo Tomás da nos permitirá profundizar en un último elemento de lo que ha llamado fin último in communi. Para responder a la pregunta, santo Tomás introduce una nueva distinción en el fin: “hablamos del fin de dos modos, a saber: cuius y quo; es decir, la cosa misma en la que se encuentra el bien y su uso o consecución”97.

Esta distinción es de fundamental importancia para entender todo lo que santo Tomás ha estado diciendo sobre el fin último y sobre lo que dirá sobre la bienaventuranza. Al hablar de fin podemos hablar de dos aspectos del mismo: en cuanto es la realidad que buscamos (finis cuius) o en cuanto es término del movimiento por el que nos movemos a ella (finis quo). Para comprender esta distinción, Santo Tomás pone el ejemplo del avaro, para quien el fin es al mismo tiempo el dinero (fin cuius) y la posesión del mismo (quo). Ninguno sin el otro es fin real, porque de nada vale el dinero si no lo poseemos; y porque toda posesión es posesión de algo, sin el cual no es nada. Hecha esta distinción, santo Tomás responde que la coincidencia en el fin último entre el hombre y las demás creaturas depende de cómo se entienda el mismo.

96

I-II, q. 1, Prooemium. “utrum in illo ultimo fine omnes aliae creaturae conveniant”. I-II, q. 1, a. 8: “finis dupliciter dicitur, scilicet cuius, et quo, idest ipsa res in qua ratio boni invenitur, et usus sive adeptio illius rei”. 97

P á g i n a | 45 Si con fin designamos la realidad cuya posesión produce el descanso de la voluntad, entonces el fin último es el mismo para todo el universo. Todas las criaturas buscan, al menos implícitamente, a Dios que es el creador de todo y por ello el principio al que todas vuelven. Pero si hablamos del fin como del acto que nos permite poseer la realidad en la que ponemos nuestro fin, entonces el fin último no es el mismo, ya que: “el hombre y las demás criaturas racionales alcanzan su fin conociendo y amando a Dios; lo cual no compete a las demás criaturas, que alcanzan el último fin por participación de alguna semejanza de Dios, según que son, viven o incluso conocen”98.

Conocido es que Santo Tomás responde siempre por sí o por no. ¿Por cuál de ambos elementos se inclinará como más característico del fin último in communi? A primera vista, parecería que Santo Tomás atribuiría prioridad a la unidad con la que todo el universo tiende hacia Dios. Sin embargo, santo Tomás responde a la cuestión que no. Por eso en el Sed Contra citando a San Agustín afirma: “Sed Contra: el último fin de los hombres es la bienaventuranza, la cual todos apetecen como Agustín dice. Pero los animales, que carecen de razón, no pueden ser bienaventurados, como dice Agustín99. Por tanto, los demás seres no tienen el mismo fin último que el hombre”100.

Con esto se esclarece una vez más el sentido que tiene la cuestión entera. El fin último in communi, del que se hablaba en el prólogo, hace referencia ante todo al modo en el que el hombre tiende a su fin, cualquiera que éste sea. Por eso, está fundado sobre la definición del acto humano y de la libertad del hombre. Desde esta perspectiva, el fin último in communi corresponde más al fin quo que al cuius, aunque incluya también a éste. Por eso, la cuestión 1°, no se preocupa de la realidad en la que realmente se encuentra el último fin, sino hasta este último artículo y casi de pasada. De este modo, queda señalado el sentido que la cuestión tenía en la mente de Tomás y que nos permite iluminar el texto del artículo 7 que analizamos. Estudiar el fin último es estudiar la columna vertebral del modo en el que el hombre debe encaminarse a su fin último. Es trazar la estructura fundamental del obrar humano a la que tendrán que acoplarse las distintas partes de la moral que se estudiarán después. No se trata, por lo 98

I-II, q. 1, a. 8: “homo et aliae rationales creaturae consequuntur ultimum finem cognoscendo et amando Deum, quod non competit aliis creaturis, quae adipiscuntur ultimum finem inquantum participant aliquam similitudinem Dei, secundum quod sunt, vel vivunt, vel etiam cognoscunt.” 99 Octoginta trium quaest.21, Q.5: ML 40,12. 100 I-II, q. 1, a. 8, s. c: “Sed contra est quod ultimus finis hominum est beatitudo; quam omnes appetunt, ut Augustinus dicit. Sed non cadit in animalia rationis expertia ut beata sint, sicut Augustinus dicit in libro octoginta trium quaest. Non ergo in ultimo fine hominis alia conveniunt”.

P á g i n a | 46 tanto, de demostrar que Dios es el fin de la vida humana y que por eso todos los hombres tienen el deber de tender a Dios. Esto se estudiará luego, desde otro ángulo. El fin último o la felicidad, por el contrario, no proporciona elemento alguno de juicio sobre la realidad a la que el hombre debe tender sino que su importancia reside en ser el principio práctico universal. Al priorizar la diferencia en el modo de tender al fin por sobre la unidad en la realidad a la que se tiende, santo Tomás destaca que lo fundamental del obrar humano por un fin consiste en que éste se realiza por el amor y el conocimiento que el hombre realiza como dueño de sus actos. De este manera, este último artículo se muestra en consonancia con el primero, que señalaba este dominio como la nota fundamental que define al hombre desde el punto de vista práctico. A través de todo esto, queda en claro que para que la tendencia al fin último sea plenamente humana, no basta que sea a la realidad debida. También es de enorme importancia que esta tendencia esté fundada en el amor y el conocimiento que hacen que el obrar no sea el de alguien que es movido desde afuera, sino el de quien se mueve a sí mismo, porque considera que el bien debido es lo que más le conviene. Por consiguiente, lo esencial del obrar humano es que brote de un amor personal con el que la persona busque responder a un amor anterior. Finalmente, al señalar que el fin último es la bienaventuranza, santo Tomás indica que el fin último es, en definitiva, una realidad que trasciende el orden creado. Con este nombre santo Tomás suele designar la felicidad sobrenatural a la que el hombre está llamado por la gracia. Por ello, el que santo Tomás priorice la diferencia por sobre la coincidencia en el fin último también puede ser una forma de señalar que éste es, en definitiva, un don de lo alto, que el hombre recibe a través de Cristo. Por eso, para que la Secunda Pars, de la que esta primera cuestión acerca del fin último es como el pórtico, llegue a ser realidad, es necesario que en la Tertia Pars se estudie el camino para llegar a ella: “Dado que nuestro Salvador y Señor Jesucristo, salvando al pueblo de sus pecados, tal como lo anunció el ángel en Mt 1,21, nos reveló en sí mismo el camino de la verdad, por el que, resucitando, podemos llegar a la bienaventuranza de la vida inmortal, se impone que, para rematar los temas teológicos, después de haber estudiado el fin último de la vida humana, las virtudes y los vicios, nos ocupemos ahora del Salvador de todos”101.

101

III, Prooemium: “Quia salvator noster dominus Iesus Christus, teste Angelo, populum suum salvum faciens a peccatis eorum, viam veritatis nobis in seipso demonstravit, per quam ad beatitudinem immortalis vitae resurgendo pervenire possimus, necesse est ut, ad consummationem totius theologici negotii, post considerationem ultimi finis humanae vitae et

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virtutum ac vitiorum, de ipso omnium salvatore ac beneficiis eius humano generi praestitis nostra consideratio subsequatur”.

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Capítulo II: El gusto espiritual

P á g i n a | 49 En el capítulo anterior hemos visto que, para santo Tomás de Aquino, la ética es el estudio del fin último y de todo aquello que es necesario para alcanzarlo. Como consecuencia de ello, el estudio moral de la Summa Theologiae comienza estudiando el fin último del hombre al que el éste debe dirigirse por medio de sus actos. Es en este contexto en el que aparece el pasaje al que nos dedicaremos de ahora en adelante y al que ya hemos presentado. Éste es el texto de I-II, q. 1, a. 7, en el que santo Tomás responde a la pregunta sobre si el fin último del hombre es único. El texto en cuestión presenta un tema capital que pondrá las bases de lo que se dirá en toda la parte moral. Allí dice que el fin último del hombre, en cuanto perfección, es único aunque difiera en el modo en que cada hombre lo realiza. A estas dos afirmaciones que hace sobre el fin último, santo Tomás agrega finalmente una tercera, que terminará de zanjar la cuestión: “se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable [simpliciter melius delectabile] la que más deleita a quien tiene el mejor gusto. De igual modo se debe considerar como bien completísimo el deseado como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto”102.

De este modo, la respuesta de santo Tomás a la pregunta sobre si el fin último al que tienden los hombres es único, adquiere una complejidad y riqueza que la ponen entre las grandes respuestas que la humanidad ha dado a la misma. A analizarla se dedicará lo que resta de nuestro trabajo. Al hacer esto, seguiremos el camino que hemos tenido que hacer para poder comprender el texto de I-II, q. 1, a. 7. Al acercarnos al texto, nos han surgido dos preguntas fundamentales, que debían ser necesariamente respondidas para avanzar en el posible análisis de los textos. La primera de ellas surgió a partir del hecho de que santo Tomás hace depender toda su respuesta final del “afecto [affectus] bien dispuesto”. ¿Qué quería decir Santo Tomás con affectus? ¿Por qué había preferido esta palabra a “voluntas”? ¿Y cómo debía entenderse el papel que este tiene en la determinación que la persona hace del fin último? Esta última pregunta nos llevó a otra que es la referida al porqué del uso del ejemplo del gusto y de la dulzura: ¿Por qué el santo explica el modo en que cada persona se encamina a su fin a partir del gusto de la dulzura? ¿Por qué el uso del sentido del gusto y no de otro? ¿El ejemplo era casual o respondía a una analogía profunda? Y finalmente,

102

Ibid. “Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.

P á g i n a | 50 ¿por qué se ponía en paralelo el deleite en la dulzura y el deseo del bien completísimo? ¿Qué lugar debía darse a la alegría (delectatio) en la búsqueda del fin último? La respuesta que hemos encontrado a estas preguntas, necesarias para descifrar el sentido que el santo quiso dar a su respuesta, es el tema del se ocupará este segundo capítulo. En primer lugar nos detendremos a analizar el sentido que la palabra latina affectus tiene en las obras de santo Tomás. Una vez determinado esto, nos detendremos a analizar las razones que movieron a Tomás a comparar esta determinación del fin último, con el gusto que se tiene de la dulzura. De este modo, quedan perfiladas las dos partes de este capítulo. Primero nos detendremos a analizar qué quiere decir la palabra «affectus» en santo Tomás, para luego, en la segunda parte, descubrir por qué la experiencia del gusto por la dulzura puede ayudarnos a entender el modo en que el hombre se encamina al bien completísimo como a su fin último.

A.

Naturaleza del affectus El primer tema que nos sale al paso es responder a la pregunta por el sentido de la

palabra “affectus”. No es esta tarea sencilla, por varias razones. En primer lugar porque, entre nosotros, las palabras, «afecto» o «afectividad» han adquirido una amplitud tal que ya no es fácil expresar que queremos decir cuando las usamos. Su significación puede ser tan diversa, que dos personas pueden llegar, a partir de ellas, a conclusiones que pueden ser hasta contradictorias103. A lo que se suma el hecho de que la palabra tenía un sentido en la escolástica latina y otro ahora, lo que hace que debamos trascender nuestras concepciones sobre la misma. Finalmente, hay un último hecho que profundiza el problema y llama admirablemente la atención. A pesar de que santo Tomás usa más de mil veces la palabra a lo largo de sus obras, jamás la define104.

103

Gran Enciclopedia Rialp, Voz “Afectividad”: “En primer lugar, debe subrayarse que los psicólogos no se ponen de acuerdo respecto a los estados y procesos afectivos. El uso y significado de los términos, las características diferenciales de los mismos, los puntos de vista para su clasificación y la interpretación de los mecanismos de origen revelan, más que en cualquier otro capítulo de la Psicología, la discrepancia de las opiniones y criterios de escuela”. 104 Por otro lado, tampoco hemos encontrado una definición de la misma en sus comentadores. Salvo el texto de Scola que citamos a continuación.

P á g i n a | 51 Esto hace que no tengamos otro camino para averiguar su significado que internarnos en los diferentes textos que la usan, para detectar aquellas notas comunes que nos permitan llegar al sentido que tenía en la mente de Tomás.

1.

La etimología

El primer paso para llegar al significado que el afecto tenía para el santo es su etimología. Ésta nos señala que, del mismo modo que la palabra affectio, a la cual está naturalmente emparentada, la palabra latina “affectus”, “deriva de afficere, al que se relaciona la voz pasiva (estar afectado por algo), y que indica, en su significado más elemental, estar afectados por algo que está fuera del yo (v. gr. Affici aegritudine). La experiencia afectiva aparece entonces, sobre el plano fenomenológico, como una modificación del sujeto en dependencia de una provocación externa”105

En razón de esto, una primera aproximación que podemos tener al sentido que esta palabra tiene en santo Tomás, es que algo puede ser llamado affectus, a partir de que ha sido afectado por alguna otra cosa, como puede ocurrir en el hombre a quien domina una pasión: “A la tercera hay que decir que la misma negligencia en considerar los beneficios divinos procede de la acedia. En efecto, el hombre que está afectado (affectus) por alguna pasión piensa principalmente acerca de las cosas que tienen que ver con ella. Por eso, el hombre entristecido no piensa fácilmente en cosas grandes y agradables, sino sólo en cosas tristes, a no ser que con mucho esfuerzo se aleje de lo que es triste”106.

Bajo este primer sentido, tomado de la etimología de la palabra latina, es posible agrupar todos los demás sentidos que pueden encontrarse en santo Tomás, ya que todos remiten, en última instancia, a una realidad del sujeto que ha sido afectada.

2.

El affectus es un cierto padecer (pati)

A partir de la etimología que acabamos de ver, y de su forma pasiva, el affectus se halla emparentado con todo aquello que en el hombre indique un padecer, cuya palabra latina, “pati”, se halla en la raíz de la palabra pasión, “passio”.

105

Angelo Scola, Hombre – Mujer, el Misterio Nupcial, Ediciones Encuentro, Madrid 2001, p. 96. II-II, q.20 a.4: “Ad tertium dicendum quod ipsa etiam negligentia considerandi divina beneficia ex acedia provenit. Homo enim affectus aliqua passione praecipue illa cogitat quae ad illam pertinent passionem. Unde homo in tristitiis constitutus non de facili aliqua magna et iucunda cogitat, sed solum tristia, nisi per magnum conatum se avertat a tristibus”. 106

P á g i n a | 52 El sentido que este padecer puede tener en el hombre se encuentra explicado por Tomás al preguntarse cuál es el sujeto de las pasiones que se dan en el hombre (I –II, q. 22, a. 1). Allí santo Tomás explica que padecer (pati) puede entenderse de tres modos: 1. En sentido amplio: se dice que algo padece (pati) “en cuanto que todo recibir es padecer, aunque nada se sustraiga de la cosa, como si se dijera que el aire padece cuando es iluminado”107. En este sentido puede aplicarse a todo acto humano que reciba algo del exterior, incluso a la inteligencia que simplemente recibe el ser intencional de las cosas sin verse llevada a ellas. 2. En sentido propio: “cuando se recibe alguna cosa con pérdida de otra”108. Esta pérdida en el sujeto de lo que es propio es llamada con propiedad pasión, “ya que pati se dice cuando algo es llevado hacia el agente” 109 y toda pérdida de algo para adquirir algo del móvil, aunque sea bueno, es un cierto padecer. Esto puede ocurrir de dos modos: a. “Algunas veces se quita a la cosa lo que no le es conveniente, como, cuando el cuerpo de un animal es sanado, se dice padecer, porque recibe la salud, siendo eliminada la enfermedad”110. Este movimiento, aunque es hacia lo que es conveniente, es llamado propiamente pasión porque el sujeto es llevado hacia el móvil. Como implica pérdida de aquello que no le conviene, puede referirse al padecer que sufre quien va hacia su perfección. Por ello, aunque indique una pasividad, no solo no excluye, sino que incluso implica el progreso de quien la padece. b. “Otras veces ocurre lo contrario, y así enfermar se dice padecer porque se recibe la enfermedad, con pérdida de la salud”111. Este es el modo propriissimus en que se atribuye a una cosa el verbo pati, ya que aquí la realidad paciente es llevada hacia lo que no conviene con su inclinación propia. En este caso, el verse arrastrado se da en su máxima expresión. La pasión que se da con transmutación corporal es puesta en este nivel, por lo que éste es propio de los seres corporales. Dada esta distinción en las formas en que algo puede padecer, santo Tomás concluye diciendo que la pasión propiamente dicha “no puede convenir al alma sino accidentalmente, es decir, en cuanto el compuesto padece”112. En efecto, el alma no puede perder nada por sí misma, sino sólo en cuanto está unida al cuerpo. Por lo tanto, la pasión 107

I-II, q. 22, a. 1: “Uno modo, communiter, secundum quod omne recipere est pati, etiam si nihil abiiciatur a re, sicut si dicatur aerem pati, quando illuminatur”. 108 Ibid. “Alio modo dicitur pati proprie, quando aliquid recipitur cum alterius abiectione”. 109 Ibid. “Nam pati dicitur ex eo quod aliquid trahitur ad agentem, quod autem recedit ab eo quod est sibi conveniens, maxime videtur ad aliud trahi”. 110 Ibid. “Quandoque enim abiicitur id quod non est conveniens rei, sicut cum corpus animalis sanatur, dicitur pati, quia recipit sanitatem, aegritudine abiecta”. 111 Ibid. “Alio modo, quando e converso contingit, sicut aegrotare dicitur pati, quia recipitur infirmitas, sanitate abiecta”. 112 Ibid. “Passio autem cum abiectione non est nisi secundum transmutationem corporalem, unde passio proprie dicta non potest competere animae nisi per accidens, inquantum scilicet compositum patitur”.

P á g i n a | 53 no es una realidad ni meramente espiritual ni meramente corporal, sino que pertenece al hombre en su totalidad. Este es un punto importante para comprender la naturaleza humana de las pasiones, ya que en ellas “no está en juego exclusivamente la dimensión espiritual, sino la totalidad del yo”113. Asentadas estas tres formas de la passio, ¿a cuál de ellas corresponde el affectus? Primer sentido: El «affectus» una pasión… El affectus corresponde a los dos últimos sentidos del verbo padecer, es decir a sus formas propias. En primer lugar, el affectus puede ser tomado en el sentido propriissimus del padecer, y, por lo tanto, como sinónimo de la passio. Así lo refleja en el Sed Contra del artículo segundo en el que recurre a una cita de san Agustín: “En cambio está lo que dice San Agustín en IX De civ. Dei 10, que “los movimientos del ánimo a los que los griegos llaman «pathe» y algunos de los nuestros, como Cicerón, perturbaciones, otros los llaman afecciones o afectos, (quidam affectiones vel affectus,) pero otros más expresivamente los denominan pasiones, como en griego”. Lo cual evidencia que las pasiones del alma son lo mismo que las afecciones. Ahora bien, las afecciones pertenecen claramente a la parte apetitiva y no a la aprehensiva. Luego también las pasiones se hallan más bien en la parte apetitiva que en la aprehensiva”114.

Entendido en este sentido, el affectus se refiere a las pasiones del alma y corresponde, como lo dice el texto citado, a la parte apetitiva del hombre. Más propiamente, a los movimientos del apetito sensible. Pero, a diferencia de la passio, que para santo Tomás supone siempre una transmutación corporal y se refiere al nivel propriissimus del verbo padecer, el affectus tiene un sentido más amplio que puede abarcar también el segundo modo de entender el padecer, es decir el que significa pérdida de lo que no es conveniente y no excluye el movimiento hacia la perfección.

113

Angelo Scola, op. cit., “Apéndice segundo: «el afecto a la luz de algunos artículos del De passionibus de Santo Tomás»”, p. 401 . 114 I-II, q. 22 a. 2 s. c: “Sed contra est quod Augustinus dicit, in IX de Civ. Dei, quod motus animi, quos Graeci pathe, nostri autem quidam, sicut Cicero, perturbationes, quidam affectiones vel affectus, quidam vero, sicut in Graeco habetur, expressius passiones vocant. Ex quo patet quod passiones animae sunt idem quod affectiones. Sed affectiones manifeste pertinent ad partem appetitivam, et non ad apprehensivam. Ergo et passiones magis sunt in appetitiva quam in apprehensiva”.

P á g i n a | 54 …que no es una pasión Por eso, aunque el texto citado arriba es bien explícito en su identificación, otros textos hacen ver que, aunque se refieren a un elemento común, existe para santo Tomás una diferencia entre la passio y el affectus. Es lo que muestra el siguiente texto, que forma parte de la cuestión que trata sobre la voluntad humana. En él, el santo trae autoridades de la Escritura para afirmar la existencia del amor de la sabiduría115, ira espiritual, y otros movimientos que no pueden predicarse del apetito sensible, sino sólo de la voluntad. En este contexto, santo Tomás se objeta a sí mismo que las autoridades citadas parecen indicar la necesidad de distinguir, en la voluntad, entre el apetito concupiscible y el irascible, cosa que el santo niega. La respuesta es la siguiente: “A la primera hay que decir: El amor, la concupiscencia y similares, tienen una doble acepción. Unas veces son ciertas pasiones (quaedam passiones) que provienen de una determinada perturbación anímica. De este modo son tomadas en sentido general. Así entendidas pertenecen solo al apetito sensible. Otras veces significan un simple afecto (simplicem affectum), sin pasión ni perturbación anímica. Así son los actos de la voluntad. En este sentido son atribuidos a los ángeles y a Dios. Pero, bajo esta acepción, no pertenecen a diversas potencias, sino a una sola, llamada voluntad”116.

El texto explica que los movimientos del apetito, como son el amor y la concupiscencia, pueden tomarse en dos sentidos. Primero, en cuanto son “quaedam passiones”, se dicen propiamente de los movimientos del apetito sensible, ya que designan propiamente la perturbación del ánimo que se da en los movimientos de éste; el segundo, “simplicem affectum”, es un término que designa algo que es común tanto a las pasiones como a los movimientos similares a ellas que se dan en la voluntad. Este movimiento es, siguiendo su sentido etimológico, el sentirse afectado, atacado, por algo externo que nos impacta. Unido al apelativo de simplex, que implica la ausencia de transmutación corporal, sólo puede encontrarse en la voluntad.

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Sab 6,21: “La concupiscencia de la sabiduría conduce al reino perpetuo”. I, 82, a.5, ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod amor, concupiscentia, et huiusmodi, dupliciter accipiuntur. Quandoque quidem secundum quod sunt quaedam passiones, cum quadam scilicet concitatione animi provenientes. Et sic communiter accipiuntur, et hoc modo sunt solum in appetitu sensible. Alio modo significant simplicem affectum, absque passione vel animi concitatione. Et sic sunt actus voluntatis. Et hoc etiam modo attribuuntur angelis et Deo. Sed prout sic accipiuntur, non pertinent ad diversas potentias, sed ad unam tantum potentiam, quae dicitur voluntas”. 116

P á g i n a | 55 A la luz de este texto, vemos que para santo Tomás, el affectus, designa una realidad que, aunque se refiere a un proceso que conocemos a partir del movimiento del apetito sensible, se refiere, de manera propia, a los actos de la voluntad que guardan similitud con las pasiones. Por eso, si por un lado puede asimilarse al verbo pati que está en el origen de la palabra latina passio, por otro lado la trasciende y abarca también a los movimientos de la voluntad. Las afecciones Esto que acabamos de decir del “simplex affectus”, puede decirse también de la affectio, con la que comparte la raíz etimológica del verbo afficio y que san Agustín, en el texto de la Ciudad de Dios que cita Tomás, identificaba con el affectus. Como él, ella puede ser entendida como un sinónimo de la passio, aunque, por no implicar referencia a la transmutación corporal, tiene un sentido más amplio. Esta distinción entre afecciones y pasiones es de gran importancia para comprender la bondad y malicia de ambas. Los estoicos, al no distinguir entre ellas, llamaban «pasiones» a los movimientos desordenados del apetito y, en consecuencia, afirmaban que «toda pasión es mala». Con ello generaron un lenguaje confuso, en el que los movimientos afectivos buenos son confundidos con los malos y finalmente condenados con ellos. De ahí que concluyeran que la virtud es la victoria sobre las pasiones, y que el sabio no debería sentir afectivamente sino solamente seguir a su razón117. Santo Tomás no está de acuerdo con ellos. Para él, las afecciones no sólo son buenas, sino que, además, son un aspecto fundamental insoslayable de la tendencia humana hacia el bien. Éstas, como el affectus, pertenecen también a la voluntad, y por eso, no sólo no contradicen su movimiento sino que son el fundamento del mismo. Por lo tanto, en el sabio debe haber pasiones, porque estas son parte de la naturaleza humana. Lo que no debe haber son afecciones desordenadas. Las afecciones son, por lo tanto, los actos por medio de los cuales la voluntad reacciona ante el bien que la ha afectado. Desde este punto de vista, son lo mismo que los afectos. La diferencia entre ambos es que, mientras affectus puede designar tanto el movimiento afectivo como el apetito que es sede del mismo, la affectio sólo se refiere al

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I-II, q. 59, a.2: “stoici non distinguebant inter appetitum intellectivum, qui est voluntas, et inter appetitum sensitivum, qui per irascibilem et concupiscibilem dividitur; non distinguebant in hoc passiones animae ab aliis affectionibus humanis, quod passiones animae sint motus appetitus sensitivi, aliae vero affectiones, quae non sunt passiones animae, sunt motus appetitus intellectivi, qui dicitur voluntas, sicut peripatetici distinxerunt, sed solum quantum ad hoc quod passiones esse dicebant quascumque affectiones rationi repugnantes”.

P á g i n a | 56 movimiento. Por eso, cuando el santo los pone juntos suele ser para oponerlos como potencia y actos correlativos.

3.

El affectus como apetito

Ahora bien, si el sentido propriissimus de la pasión es el sensible, ¿cuál sería el que corresponde al affectus? “Si nos preguntamos, ahora en qué tipo de passio se coloca el afecto, debemos responder que el nivel adecuado de la afectividad es el segundo entre los señalados por Tomás: el modo de reaccionar del apetito como tal” 118.

Este segundo nivel del padecer al que corresponde el affectus es estudiado por Tomás en el artículo 2° de la misma cuestión 22 que acabamos de analizar. Tomás había dicho que lo propio de la pasión es verse llevado hacia el agente con alguna pérdida de algo119. Esta pérdida no implica necesariamente algo que es malo para el sujeto atraído, sino simplemente un moverse hacia el móvil, que puede serle incluso beneficioso. Este verse atraído hacia las cosas en que consiste el padecer, se da de modo más propio en el apetito que en la inteligencia. Esto es así porque mientras que por la segunda el hombre conoce las cosas según su ser intencional y de modo abstracto, por la primera “tiene orden a las cosas tal como son en sí mismas”120. A diferencia del entendimiento, cuyo acto culmina en sí mismo, el apetito sólo puede alcanzar su perfección saliendo de sí mismo; yendo detrás de las cosas reales que existen fuera de sí. Por eso, la realidad no sólo lo pone en movimiento, sino que, además, lo afecta interiormente, generando en él una inquietud que requiere ser aquietada. Esta relación que se establece con el objeto de sus deseos, hace que quede como apegado y entregado a él (afficitur), y pase a reaccionar pasivamente ante él, como quien es arrastrado y atraído fuera de sí. Por eso, es un error pensar en el apetito como un soberano, que “decide” ir en búsqueda de aquello que le es indiferente. Por el contrario, el apetito es antes que una fuerza de decisión que avanza arrolladoramente sobre la realidad, el sujeto de una afección

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Angelo Scola, op. cit., p. 406. Art 1, co: “Pati dicitur ex eo quod aliquid trahitur ad agentem”. 120 I-II, q. 22, a 2 “Magis autem trahitur anima ad rem per vim appetitivam quam per vim apprehensivam. Nam per vim appetitivam anima habet ordinem ad ipsas res, prout in seipsis sunt”. 119

P á g i n a | 57 que recibe pasivamente. Si mueve es porque ha sido antes movido y afectado interiormente (affectus). Esto es lo que expresa la segunda objeción del artículo que acabamos de citar: “La potencia apetitiva se considera más activa, porque es más principio del acto exterior. Esto le compete por la misma razón por la que es más pasiva, o sea, por cuanto dice orden a las cosas como son en sí mismas, pues por la acción exterior llegamos a conseguirlas”121.

Lo que santo Tomás acaba de afirmar es de enorme importancia, ya que define un modo de ver al hombre y su actuar. Para él, el apetito no es una fuerza de dominio de la realidad, sino algo mucho más humilde. De acuerdo a la interpretación que él hace de la palabra latina «appetitus», el término hace referencia a un pedir algo hacia lo cual uno está ordenado 122. Por ello, más que un signo de su poder, el apetito es, en el hombre, el signo de su indigencia y pobreza, ya que sólo los pobres, a diferencia de los ricos que tienen en sí lo que buscan, necesitan recibir de otros. Si, a nuestra consciencia, el apetito se nos presenta como una fuerza de dominio, esto se debe a la enorme fuerza que ejercen sobre él las cosas que, por haberlo afectado, lo atraen hacia sí. Así sucede, por poner un ejemplo físico, con el imán, que no tiene fuerza en sí mismo, pero si es afectado por la realidad que le conviene es capaz de arrastrar todo detrás de sí. Afectado no es lo mismo que violentado Ante la afirmación de que el apetito es una fuerza pasiva, podría pensarse que santo Tomás está desvalorizando la iniciativa de la voluntad y con ello que está socavando los fundamentos de la libertad humana a la que haría en último término una fuerza servil. Si el bien que afectara al apetito lo llevara en contra de su inclinación, entonces tal afección significaría para él una violencia. En tal caso, el apetito tendría que obedecer algo que no ama, que no le interesa, al punto que si pudiera escapar de su dominio, obraría de otro modo. Pero nadie llamaría esclavo a quien ayudara a un amigo a salir del fuego. Y, sin embargo, el que alguien se atreva a ello, solo puede ocurrir si se deja afectar por la situación y sale de sí mismo. Si la persona no tuviera un comportamiento “pasivo” (en el

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Ad 2° “Ad secundum dicendum quod vis appetitiva dicitur esse magis activa, quia est magis principium exterioris actus. Et hoc habet ex hoc ipso ex quo habet quod sit magis passiva, scilicet ex hoc quod habet ordinem ad rem ut est in seipsa, per actionem enim exteriorem pervenimus ad consequendas res”. 122 De Veritate, q. 22, a. 1 co. “appetere autem nihil aliud est, quam aliquid petere, quasi tendere in aliquid ad ipsum ordinatum”.

P á g i n a | 58 sentido que le estamos dando) ante la situación y no se dejara afectar por ella, podría conservar su cómoda situación de espectador. Pero en tal caso, nadie diría que es más libre que quien, arrastrado por el amor, llegara a olvidar que su vida misma está en peligro. La objeción que acabamos de citar parte de confundir la violencia con la pasividad. Lo primero es propio de los débiles, que como los esclavos, se someten por no enfrentar la realidad y terminan haciendo lo que va en contra de su inclinación. Lo segundo es propio de los hombres libres, que no someten su voluntad a nadie, sino que obran de acuerdo a lo que aman, moviéndose a sí mismos, aunque esto signifique tener que velar por el bien de los que aman, y sobrellevar muchas dificultades. Por eso, al afirmar que los apetitos son radicalmente pasivos, santo Tomás no está negando la grandeza de la libertad humana, sino que le está dando su fundamento 123. El hombre puede aspirar a grandes cosas con su libertad, justamente porque es capaz de ser afectado por la realidad y dejarse llevar por amor a ella. Por lo tanto, esta pasividad no sólo no es violencia, sino que es, además, la raíz por la que el movimiento corresponde al hombre como algo propio, como algo que nace de sí mismo, porque depende de aquello que lo constituye como hombre y como ser libre. Este principio no es otro que el amor al fin último al que el hombre se halla naturalmente inclinado. Por ello, toda búsqueda activa del bien se funda en un principio inmutable, sobre el que se sostiene todo su movimiento libre124. Todo esto que vale para todos los apetitos, vale también para la voluntad, que es quien dirige todas las potencias humanas hacia el fin que ella misma intenta. También ella es una potencia pasiva que antes de moverse es movida por la realidad. Por eso, Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, la llama movens motum125. El affectus como sede de las afecciones A la luz de todo esto, podemos dar un paso más. Antes vimos que el affectus corresponde a los movimientos similares a las pasiones que se dan en la voluntad y los demás apetitos. Pero santo Tomás usa también la palabra para designar a los apetitos que

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I - II, q. 6, a 4, ad 2°: “quando voluntas movetur ab appetibili, non est motus violentus, sed voluntarius”. I, q. 82 art 1: “Similiter etiam nec necessitas naturalis repugnat voluntati. Quinimmo necesse est quod, sicut intellectus ex necessitate inhaeret primis principiis, ita voluntas ex necessitate inhaereat ultimo fini, qui est beatitudo, finis enim se habet in operativis sicut principium in speculativis, ut dicitur in II Physic. Oportet enim quod illud quod naturaliter alicui convenit et immobiliter, sit fundamentum et principium omnium aliorum, quia natura rei est primum in unoquoque, et omnis motus procedit ab aliquo immobili”. 125 I-II, q. 50 a. 5 ad 2: “voluntas, et quaelibet vis appetitiva, est movens motum, ut dicitur in III de anima”[C.10 n.7 (BK 124

433b16)].

P á g i n a | 59 le sirven de raíz a estos movimientos. A este sentido del affectus se refiere, por ejemplo, el siguiente texto: “[la visión de Dios] es la depuración del afecto (affectus) de las afecciones desordenadas”126.

Desde este punto de vista, el affectus designa la capacidad de los apetitos de ser afectados por la realidad que les presenta el conocimiento y de lanzarse en su consecución. Manifiesta la verdad de que no son ellos los que crean sus deseos y movimientos, sino que éstos son, en su más profundo origen, la respuesta a una llamada, a una realización integral que está inscripta en la naturaleza del hombre al que pertenecen. Por eso, todo su movimiento activo, en definitiva, no es, en verdad, más que la consecuencia de esta apertura pasiva natural a la realidad conveniente. El apetito racional, antes de ser voluntas, es decir la facultad de querer (velle)127, es affectus, disposición a ser afectado (affectus) por el bien que le presenta la razón. Por eso, dada su voz pasiva, santo Tomás prefiere usar esta palabra para describir el principio del movimiento de los apetitos. A raíz de esto, y de la amplitud semántica que tiene para designar lo que hay de común en los distintos apetitos, cuando santo Tomás se refiera a los movimientos primordiales de la tendencia humana hacia el bien, en los que el apetito es todavía apertura a la realidad, santo Tomás hablara de ellos como de affectus o affectiones y de la sede de los mismos como affectus. De este modo, aunque se refiera primordialmente a la voluntad que domina y arrastra tras de sí las demás potencias, el affectus designa también a los apetitos sensibles, de quien toma nombre, por lo que es doble: “el afecto del hombre es doble, uno según la razón; otro según la pasión”128.

Es también gracias a esta amplitud que tiene la palabra “affectus” la razón por la que es usada por Tomás sin ser fijada a un apetito concreto. Esto permite a Tomás designar con una sola palabra la tendencia de «este hombre» al bien, que aunque esté compuesto de muchas tendencias realmente distintas, actúan en la práctica como una unidad vital. Finalmente, esta es la razón por la cual el “affectus” guarde, en los textos de santo Tomás, una intrínseca relación con la búsqueda de la felicidad como fin último del obrar.

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II-II, q. 8, a. 7: “quae est depuratio affectus ab inordinatis affectionibus”. I-II, q.8 a.2: “Omnis enim actus denominatus a potentia, nominat simplicem actum illius potentiae, sicut intelligere nominat simplicem actum intellectus”. 128 I-II, q. 102 a.6, ad 8°: “affectus hominis est duplex, unus quidem secundum rationem; alius vero secundum passionem”. Distinción que el santo hace para hablar de la misericordia que debemos a los animales y que la ley mosaica mandaba. El primero no es mandado por la ley, pero el segundo sí porque implica una cierta misericordia por ellos. 127

P á g i n a | 60

4.

El movimiento circular del affectus

La pasividad del apetito que acabamos de ver, no se reduce al comienzo de su movimiento, sino que abarca también todo su camino hasta el fin. En efecto, no sólo el comienzo, sino toda su tendencia se halla bajo el influjo de la atracción que sobre él ejerce aquello que lo inmutó. De ella surge y a ella busca volver. Esta es la razón por la que santo Tomás ilustra su movimiento con la imagen del círculo, donde la realidad que comienza inmutando el affectus, pasa a transformarse en el principio de su movimiento, y termina siendo el fin en que el affectus finalmente descansa: “el movimiento apetitivo se desarrolla en círculo, como dice III De anima. El objeto apetecible, en efecto, mueve al apetito introduciéndose en cierto modo en su intención; y el apetito tiende a conseguir realmente el objeto apetecible, de manera que el término del movimiento esté allí donde estuvo al principio. La primera inmutación, pues, del apetito por el objeto apetecible se llama amor, que no es otra cosa que la complacencia en el objeto apetecible; y de esta complacencia se sigue un movimiento hacia el objeto apetecible, que es el deseo, y, por último, la quietud, que es el gozo”129.

Con ello, hemos dado el paso fundamental para comprender aquella realidad a la que santo Tomás llama affectus. El texto citado corresponde al artículo en el que santo Tomás se pregunta si el amor es una pasión. La respuesta es que sí, ya que el amor es la complacencia en la realidad que ha inmutado la pasividad del apetito, produciendo una unión con esa realidad. Consiguientemente, el amor, que abarca todos los apetitos, se relaciona con ellos en lo que éstos tienen de pasivo, que es lo que vimos que significaba el affectus: “el amor pertenece a la potencia apetitiva, que es una facultad pasiva”130 .

El corazón del afecto De este modo, queda manifestada la realidad fundamental a la que hace referencia el affectus. Ya hemos dicho que éste designa aquella apertura a la realidad que posibilita la libertad. Ahora tenemos su elemento decisivo. Esta apertura a la realidad es la que hace

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I-II, 26, a. 2: “appetitivus motus circulo agitur, ut dicitur in III de anima, appetibile enim movet appetitum, faciens se quodammodo in eius intentione; et appetitus tendit in appetibile realiter consequendum, ut sit ibi finis motus, ubi fuit principium. Prima ergo immutatio appetitus ab appetibili vocatur amor, qui nihil est aliud quam complacentia appetibilis; et ex hac complacentia sequitur motus in appetibile, qui est desiderium; et ultimo quies, quae est gaudium”. 130 I-II, 27, a. 1: “amor ad appetitivam potentiam pertinet, quae est vis passive”.

P á g i n a | 61 posible que el hombre ame, es decir es la capacidad del apetito de unirse al bien que le presenta la razón y de complacerse en él. El hombre no podría amar si no existiera en él una disposición pasiva que, al recibir la realidad, se uniera a ella. Por ello, para comprender qué es el amor, es fundamental referirse al affectus y viceversa, para entender qué es el affectus es fundamental remitirse al amor. Así, santo Tomás suele recurrir a uno de ellos para explicar el otro, al modo de dos términos correlativos que se explican mutuamente. Cuando santo Tomás haga referencia a otros movimientos del apetito, en donde se destaca más bien su papel activo, tenderá a usar otros nombres131. La afección original: el amor La primera aproximación acerca del amor, nos la da Tomás al afirmar que “se llama amor a lo que es el principio del movimiento que tiende al fin amado”132.

Este amor será diverso de acuerdo al apetito al que sirva de principio de movimiento. En el apetito natural, que las cosas poseen por el hecho mismo de ser, o en el que se asemeja a ellos como segunda naturaleza, este principio es la connaturalidad que existe entre el apetito y la realidad a la que conviene por naturaleza. Este principio natural de apetición, fundamento de todos los demás, es lo que santo Tomás llama “amor naturalis”, que depende de una conveniencia que no sigue una aprehensión propia, sino la de quien ha instituido la naturaleza.133 Por su parte, en los apetitos que siguen el conocimiento, el principio que da origen al movimiento es la unión que produce la complacencia en la cosa conocida. Según vimos, el movimiento del apetito es ilustrado por santo Tomás como el de un círculo. Esto es porque el amor se refiere a una triple unión134: la primera es la que lo causa, que es la unión sustancial o por similitud que funda la conveniencia entre amante y amado que da origen al amor; la otra, es la que se produce como efecto, que consiste en la unión real del amante con el amado; entre medio de ambas, existe otra, en la que consiste la esencia del amor,

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Por ejemplo: en la I-II, la palabra affectus aparece principalmente 14 veces en el tratado de la pasiones y sólo 2 en el de los actos voluntarios [que no corresponden al tratamiento del artículo sino a una cita de san Agustín (q. 9, a. 1) y otra de Aristóteles (q. 14, a 3) , por lo que en realidad habría que decir que no aparece la palabra]. Lo mismo puede decirse del amor, que aparece sólo 4 veces en el tratado de los actos voluntarios, a pesar de ser su primer movimiento fundamental. 132 I-II, q. 26, a. 1. 133 I-II, q. 28, a 1, co. 134 I- II, q. 28, a. 1, ad 2.

P á g i n a | 62 que es la unión según la “coadaptación del afecto”135. Ésta, fundada en la conveniencia que surge de la primera, es el principio del movimiento que busca alcanzar la segunda. Esta triple unión nos señala la característica fundamental del amor. Ésta es aquella unión en la que el afecto, habiendo descubierto la armonía con el bien que se le presenta, se complace en él, y se hace uno con él. Así, aquello que es bueno en sí mismo pasa a ser «bueno para mí»: “Se dice que algo es amado, por el hecho de que el apetito del amante se ordena a él como a su bien [appetitus amantis se habet ad illud sicut ad suum bonum]. Por eso, esta ordenación (habitudo) o coadaptación (coaptatio) del apetito a algo como a su bien es llamado amor. Por otro lado, todo lo que se ordena a algo como a su bien, lo tiene presente y unido a sí de algún modo, guardando en ello cierta similitud, al menos de proporción, al modo como la forma está, de algún modo, en la materia por cuanto tiene adaptación (aptitudinem) y orden a la misma”136

El amor es, entonces, la unión afectiva que funda la ordenación del apetito hacia algún bien concreto al que el apetito pasa a considerar como su propio bien 137. De este modo, como afirma el texto, el apetito queda como informado por la realidad amada, la cual pasa a ser un principio de movimiento138, que inclina a obrar y buscar lo que está de acuerdo con él, como la forma lo es en el apetito natural. Santo Tomás describe este proceso afectivo de información a partir de tres momentos139: uno preparatorio, que consiste en la inmutación que produce el bien en el afecto que se ve atraído hacia él; el siguiente, la coaptación, que es el descubrimiento de la armonía afectiva que el amor forma entre los amantes, y de la asimilación que se produce entre ellos; y finalmente, la complacencia, en la que se da la aceptación o consentimiento del afecto que se siente por el amado y donde, al identificarse o no el sujeto con el amado, comienza el momento libre del amor. Es en este último estadio, el de la complacencia, donde se da la aplicación del afecto al amado, que hace que la inmutación se vuelva unión personalizada y personalizante. Gracias a ella, el sujeto adquiere una cuasi experiencia de aquello que comienza a ser

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Ibid. “quaedam vero unio est essentialiter ipse amor. Et haec unio es secundum coaptationem affectus”. In De divinis nominibus, cap. 4, l. 9: “Ex hoc igitur aliquid dicitur amari, quod appetitus amantis se habet ad illud sicut ad suum bonum. Ipsa igitur habitudo vel coaptatio appetitus ad aliquid velut ad suum bonum amor vocatur. Omne autem quod ordinatur ad aliquid sicut ad suum bonum, habet quodammodo illud sibi praesens et unitum secundum quamdam similitudinem, saltem proportionis, sicut forma quodammodo est in materia inquantum habet aptitudinem et ordinem ad ipsam”. 137 Sententia Libri Ethicorum Lib.8 Lec.2: “unusquisque videtur amare id quod est sibi bonum, quia quaelibet potentia fertur in obiectum sibi proportionatum: sicut visus uniuscuiusque videt id quod est sibi visibile. Et sicut simpliciter amabile est id quod est simpliciter bonum, ita unicuique amabile est id quod est sibi bonum”. 138 In III Sententiarum Dis.27 Qu.1 Art.1. 139 Livio Melina, José Noriega, Juan José Pérez-Soba, Caminar a la luz del amor, Palabra, Madrid, 2007, p. 123-128 . 136

P á g i n a | 63 amado, asimilable a la que se da entre el sentido (consensus) y la cosa, en cuanto también en ella se da una cierta unión a aquello a lo cual se consiente: “puesto que la facultad apetitiva es una cierta inclinación a la cosa tal como es en sí misma, por una cierta similitud, la aplicación de la facultad apetitiva a la cosa para adherirse a ella, toma el nombre de sentido, como adquiriendo una cuasi experiencia de la cosa a la que se adhiere, por complacerse en ella. Por eso también se dice en Sab 1,1: Sentid al Señor en bondad.”140

Gracias a este con-sentimiento que provoca la complacencia en el amado, el apetito, aun el racional, pasará a tener delante de esa realidad amada un comportamiento similar al que las pasiones tienen con sus respectivos objetos, o también al que los sentidos tienen con el suyo. El apego y entrega al bien amado: afficitur Esta es la razón por la cual santo Tomás suele designar esta coadaptación y complacencia que se crea entre el amante y el amado, con una palabra que usa también para designar el modo en que los sentidos y las pasiones son afectados por la realidad 141: “afficitur”. Esta palabra, difícil de traducir, que proviene de la misma raíz etimológica que affectus, designa el modo en que el hombre reacciona frente al bien al que «se entrega»142 y al cual se ve arrastrado143. Los ejemplos que podría citarse al respecto son numerosos. Baste el siguiente: “por el afecto del hombre es atraído su espíritu (mens) a tender hacia aquellas cosas a las que se entrega (afficitur), según se dice en Mt 6,2: Donde esté tu tesoro, allí está tu corazón”144.

Cuando este dejarse llevar y arrastrar, este verse afectado por la realidad, llega al extremo de su intensidad, el amante es llevado al éxtasis145, es decir a salir fuera de sí:

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I-II, q. 15, a. 1: “actus appetitivae virtutis est quaedam inclinatio ad rem ipsam, secundum quandam similitudinem ipsa applicatio appetitivae virtutis ad rem, secundum quod ei inhaeret, accipit nomen sensus, quasi experientiam quandam sumens de re cui inhaeret, inquantum complacet sibi in ea. Unde et Sap. I, dicitur, sentite de domino in bonitat”. 141 Para los sentidos: I-II, q. 17 a. 2 ad 1; para las pasiones: I-II, q. 77 a. 1. 142 La palabra que proponemos para traducir esta palabra latina busca rescatar el aspecto pasivo de la misma pero que al mismo tiempo suscita un movimiento fuertemente activo. Por otro lado, en castellano puede ser puesta entre los sinónimos de Amor. Sin embargo, todavía se queda corta. Podría ser traducida también por: afición, simpatía, adhesión, apego, devoción, cariño, afinidad, inclinación, disposición, empeño, manía, interés, propensión. 143 Contra Gentiles, lib. 4 cap. 19 n. 3.”Affici autem ad aliquid, inquantum huiusmodi, est amare ipsum”. 144 II-II, q. 166 a. 1 ad 2°: “ex affectu hominis trahitur mens eius ad intendendum his ad quae afficitur, secundum illud Matth. VI, ubi est thesaurus tuus, ibi est et cor tuum”. 145 I-II, q. 28, a 3: “extasim pati aliquis dicitur, cum extra se ponitur”.

P á g i n a | 64 “en el amor de amistad, el afecto de uno sale absolutamente fuera de él, porque quiere el bien para el amigo y trabaja por él como si estuviese encargado de su cuidado y de proveer a sus necesidades”146.

Cuando esta amistad, se entrega a Dios, este dejarse llevar se dará en su máxima expresión, al punto que la vehemencia de este amor hará que el amante sea llevado por el amor de Dios hasta el olvido de sí mismo147. Por qué el amor es un afecto Esta característica del amor, cuya plenitud consiste en hacer salir de sí misma a la persona, es mejor expresada por un término que remite a una pasión, como es affectus. El otro término que podría usarse, “voluntad”, halla su origen en los actos activos que del apetito (velle), por lo que dejaría escapar la esencia misma del amor. Para santo Tomás, el amor humano trasciende los horizontes de lo meramente racional. No en el sentido de que lo contradiga ni lo anule, ya que en tal caso no sería humano; pero sí en el de contener en sí la promesa de una realización superior que lo supera y lo realiza de un modo insospechado148. Para él, el amor es, siguiendo a Dionisio, “divinius quam dilectio”149 ya que “más puede tender el hombre a Dios por el amor, como atraído pasivamente por él, que lo que puede conducirlo su propia razón, que corresponde a la razón de dilección”150.

Por eso, la preferencia de la palabra affectus por sobre la palabra voluntas para describir al amor, nos señala el hecho de que el amor, antes que un querer, es un padecer. El querer (velle, voluntas) se refiere a una parte esencial del amor intelectual, aquello que lo hace propiamente humano y libre. Pero no es todo. La raíz más profunda del amor debe

146

Ibid.: “Sed in amore amicitiae, affectus alicuius simpliciter exit extra se, quia vult amico bonum, et operatur, quasi gerens curam et providentiam ipsius, propter ipsum amicum”. 147 Contra Gentiles, lib. 3 cap. 130 n. 4. “Possunt etiam dici perfectionis effectus et signa. Cum enim mens vehementer amore et desiderio alicuius rei afficitur, consequens est quod alia postponat. Ex hoc igitur quod mens hominis amore et desiderio ferventer in divina fertur, in quo perfectionem constare manifestum est, consequitur quod omnia quae ipsum possunt retardare quominus feratur in Deum, abiiciat: non solum rerum curam, et uxoris et prolis affectum, sed etiam sui ipsius”. 148 II – II, q. 27 a.6 ad 3°: “Ad tertium dicendum quod affectio illa cuius obiectum subiacet iudicio rationis, est ratione mensuranda. Sed obiectum divinae dilectionis, quod est Deus, excedit iudicium rationis. Et ideo non mensuratur ratione, sed rationem excedit”. 149 Citado en I-II q. 26 a. 3 “Sed Contra: “quibusdam sanctorum visum est divinius esse nomen amoris quam nomen dilectionis” (cap 4, § 12: MG 3,709). 150 Ad 4: “Ad quartum dicendum quod ideo aliqui posuerunt, etiam in ipsa voluntate, nomen amoris esse divinius nomine dilectionis, quia amor importat quandam passionem, praecipue secundum quod est in appetitu sensitivo; dilectio autem praesupponit iudicium rationis. Magis autem homo in Deum tendere potest per amorem, passive quodammodo ab ipso Deo attractus, quam ad hoc eum propria ratio ducere possit, quod pertinet ad rationem dilectionis, ut dictum est. Et propter hoc, divinius est amor quam dilectio”.

P á g i n a | 65 buscarse en otro lado. El amor es fruto no sólo de la libertad humana, sino también de la pasividad del hombre, de su indigencia radical, de su necesidad de ser completado, de ser llevado e incluso arrastrado a su plenitud; la necesidad, finalmente, de descansar en su posesión real. El amor es el ser afectado (affectus) por el amado, que hace que el amante lo desee y quiera (velle) salir fuera de sí para descansar y alegrarse en su posesión. El amor es el principio y la raíz de todas las afecciones humanas. La tendencia al bien que se funda en el amor, es equiparada por Tomás a los tres elementos que la física de su época consideraba esenciales a todo movimiento 151: el peso, es decir, la inclinación natural al lugar propio que hace de principio del movimiento; el movimiento mismo; y su término, donde el móvil al alcanzar su lugar connatural alcanza la quietud. En correspondencia con ellos, santo Tomás señala las tres afecciones primordiales: amor, que como el peso es el principio de movimiento y reposo del afecto; el deseo, que originado por el peso del amor, lleva al afecto a realizar lo necesario para alcanzar el amado; y la alegría (delectatio), donde el afecto descansa en aquello que ama. Peso (principio)

Amor,

Movimiento

Deseo

Término (descanso)

Alegría (delectatio)

Así, de acuerdo a la analogía que establece, puede verse que para el santo, las dos últimas afecciones son la realización y culminación del movimiento que tiene su principio en el amor. Como éste es esencialmente la unión afectiva del amante al amado, el deseo y la alegría guardan con afecto una relación especial. La referencia a los elementos del movimiento nos hace comprender que todo deseo y toda alegría suponen siempre el afecto informado por el amor y a él corresponde experimentarlos. Por lo tanto, así como afecto y amor son palabras que se reclaman y explican mutuamente, lo mismo sucederá con el deseo y la alegría. Por eso santo Tomás

151

De Virtutibus, q.4,a. 3:“omnes affectiones animae, quae sunt quidam appetitivi motus, proportionantur motibus naturalibus”.

P á g i n a | 66 hablará, por ejemplo, del afecto de la oración, que persevera en un santo deseo 152, o que al afecto es a quien corresponde experimentar las dulzuras espirituales. 153 Cuando a este movimiento fundamental hacia el amado, se interponga un obstáculo, nacerán en la persona los demás movimiento afectivos: (ira, esperanza, temor, audacia, tristeza, etc.). Por ello, en cuanto son o fuga de algún mal o se hallan relacionados con un obstáculo, dependen siempre de la tendencia circular hacia el bien154 que santo Tomás describe en el texto que hemos citado. A partir de todo lo dicho, llegamos a una afirmación fundamental, que santo Tomás repite muchas veces y a la cual atribuye enorme importancia: el amor es el principio y la raíz de todas las afecciones humanas155: “Todo movimiento del afecto se deriva del amor: en efecto, nadie desea, o espera, o se alegra, sino por el bien amado; del mismo modo, nadie huye, o teme, o se entristece, o se aíra, sino es por aquello que va en contra del bien amado”156.

A esta estructura fundamental, amor, deseo, alegría puede reducirse todo el movimiento apetitivo, que de este modo tiene en la receptividad del afecto su fundamento último y su principio, así como el movimiento lo tenía en el peso.

5.

El afecto histórico

Como acabamos de ver, a través del amor, y de la conveniencia que forma con el amado, el affectus hace referencia a toda modificación con la que el apetito se orienta hacia un bien determinado. A esta modificación del afecto que origina el amor en nosotros, lo llamamos disposición, por ser un “orden de algo que tiene partes”157. Si la disposición hace referencia a un orden de algo que tiene partes, la disposición del afecto será, entonces, la manera en que éste puede ser ordenado en su tendencia al bien.

152

II-II, q.83, a.14: “prolixitas orationis non consistit in hoc quod multa petantur, sed in hoc quod affectus continuetur ad unum desiderandum”. 153 II-II, q. 45, a.2, obj 2: “Dicitur autem sapientia quasi sapida scientia: quod videtur ad affectum pertinere, ad quem pertinent experiri spirituals delectationes sive dulcedines”. 154 I-II, q. 25, a 2 “Naturaliter autem est prius bonum malo, eo quod malum est privatio boni. Unde et omnes passiones quarum obiectum est bonum, naturaliter sunt priores passionibus quarum obiectum est malum, unaquaeque scilicet sua opposita, quia enim bonum quaeritur, ideo refutatur oppositum malum”. 155 De Virtutibus q.1, a. 12. 156 Contra Gentiles, l.3, c .151: “omnis motus affectus ab amore derivatur: nullus enim desiderat, aut sperat, aut gaudet, nisi propter bonum amatum; similiter autem neque aliquis refugit, aut timet, aut tristatur, aut irascitur, nisi propter id quod contrariatur bono amato”. Que esto también vale para la voluntad se puede ver por el contexto del texto que viene hablando de la gracia. Por ejemplo en De virtutibus, q. 2 a. 2 co: “amor est principium omnium voluntariarum affectionum”. 157 I-II, q. 49, a. 1, ad 3: “dispositio quidem semper importat ordinem alicuius habentis partes”.

P á g i n a | 67 Como vimos en el primer capítulo, el hombre se halla inclinado hacia un bien universal que debe ser determinado por su razón y realizado en el deseo de los bienes concretos que llevan hacia él. Como consecuencia de ello, las inclinaciones naturales no están determinadas en todos sus aspectos sino que están abiertas a ser dispuestas de acuerdo al bien concreto al que la persona se entrega como fin. Esta propiedad de las inclinaciones humanas, se funda en la pasividad de las mismas, que posibilita que sean ordenadas de acuerdo al principio activo que las mueve. En primer lugar, la pasividad de las inclinaciones posibilita que los objetos del exterior las inmuten y afecten, haciendo que el sujeto sea atraído hacia ellos. A este nivel corresponden los actos que no permanecen establemente en el apetito, las afecciones, que tienen su origen en el amor y de las que ya hemos hablado más arriba. Pero esto no es todo, porque cuando este principio activo que son las afecciones, determina a la potencia pasiva hacia un objeto concreto, introduce en ella una disposición, que la repetición e intensidad de los actos sucesivos terminará de imprimir en la potencia pasiva, como lo hacen muchas gotas en una piedra158. Cuando esto ocurra, esta disposición, actuará al modo de una forma sobreañadida, que hará que la potencia pasiva reaccione delante de ese objeto concreto al que ha sido determinada como si estuviera ordenada naturalmente hacia él159. En el caso de los apetitos, esto se da porque, como vimos, éste es radicalmente pasivo, y, por lo tanto, susceptible de ser determinado de diversas maneras. En este caso el principio activo será la razón, que movida por el amor del bien, introducirá su orden donde cada uno de los apetitos requiera ser determinado: en la voluntad, en aquello que es necesario para alcanzar el fin último al que se halla naturalmente dispuesta, y también en lo que excede su objeto, como es el bien del otro al que se ordena la justicia; en los apetitos sensibles, que para ser humanos deben ser dispuestos a obrar de acuerdo al bien de la razón. Esta disposición que la razón imprime en las potencias apetitivas son los hábitos operativos, que al vencer la indeterminación de la potencia y ordenarla hacia un bien concreto, introducen en ella una nueva capacidad de reaccionar ante la realidad y de moverse en su búsqueda. Por este hecho de ser una determinación, son comparadas por

158

De virtutibus, q. 1, a. 9, ad 11: “Et licet illi plures non sint simul, tamen habitum virtutis causare possunt: quia primus actus facit aliquam dispositionem, et secundus actus inveniens materiam dispositam adhuc eam magis disponit, et tertius adhuc amplius; et sic ultimus actus agens in virtute omnium praecedentium complet generationem virtutis, sicut accidit de multis guttis cavantibus lapidem”. 159 Ibid, “ista dispositio superinducta, est quasi quaedam forma per modum naturae tendens in unum”.

P á g i n a | 68 Tomás a las formas naturales, ya que, como éstas, son el principio a partir del cual el agente se mueve y juzga de su fin, haciendo que todo aquello que sea conveniente con esta inclinación sea «naturalmente» amado y considerado deleitable y, por lo tanto, fácil y prontamente realizado . “la virtud de la parte apetitiva no es otra cosa que una cierta disposición, o forma, sellada e impresa en la potencia apetitiva por la razón”160

Estas disposiciones tienen su fundamento en la pasividad del apetito, y por ello, podemos decir que tienen su fundamento en el affectus. Y esto, por dos razones: En primer lugar, porque, a diferencia de “voluntas”, que designa la potencia tal como existe naturalmente y que se refiere al querer libre (velle), el affectus hace referencia a todo aquello que es el presupuesto del acto libre (affectio), en cuanto es una disposición de la persona hacia un bien concreto. Por eso, puede entenderse de aquella parte del apetito que se comporta pasivamente ante la realidad: sea la disposición adquirida o el sustrato natural que la posibilita. Desde esta perspectiva todo aquello que en el hombre signifique una determinación personalizante podrá ser llamado afecto: los apetitos naturales, los hábitos, las pasiones, los pecados, las virtudes, los vicios, la gracia, las virtudes teologales, los dones… Todos ellos son muchas veces llamados afectos, en cuanto disponen a la persona a ser afectada por un bien. En segundo lugar, porque el affectus suele designar, para santo Tomás, a la potencia apetitiva en toda su amplitud, en cuanto abarca toda la capacidad receptiva de la persona. El afecto indica la potencia apetitiva tal como existe en la realidad de cada hombre concreto, en el que pesa no sólo la naturaleza específica, sino también el modo en que ha sido amado, la historia personal, la educación recibida, la cultura en la que se halla inmerso, y sobre todo las acciones libres con las que se ha ido eligiendo a sí mismo. Desde este punto de vista, el affectus designa la disposición fundamental de la persona hacia los bienes que ama, que la atraen hacia sí y que la mueven a obrar, dando lugar al movimiento libre y activo de la persona con el que intenta cerrar el círculo que inició la inmutación producida por la realidad amada. Es a causa de esta primacía que el afecto es visto por santo Tomás como el equivalente práctico del intellectus161. Así como éste, en 160

Ibid. “Unde, si recte consideretur, virtus appetitivae partis nihil est aliud quam quaedam dispositio, sive forma, sigillata et impressa in vi appetitiva a ratione”. 161 Las citas que podrían traerse son muy abundantes. Si se buscan las veces que aparecen las dos palabras en las obras de santo Tomás con una separación de 10 palabras como máximo, se encuentran 431 coincidencias. Fuente: Index Thomisticus (www.corpusthomisticus.org). Algunos ejemplos: I-II, q. 68 a. 4 ad 5. Ad quintum dicendum quod per sapientiam dirigitur et hominis intellectus, et hominis affectus; II-II, q. 13 a. 1 co. Quod quidem potest contingere dupliciter, uno quidem modo, secundum solam opinionem intellectus; alio modo, coniuncta quadam affectus

P á g i n a | 69 el orden especulativo, es el hábito donde residen los primeros principios del conocimiento, el affectus, será quien posea los primeros principios del obrar de la persona, que en el orden práctico son los fines. Por eso, el affectus designará aquello que hace de principio vital de la persona, es decir, el modo en que ella se halla dispuesta con respecto a los bienes de los que hace el fin último de su vida.

6.

Conclusión: los sentidos del afecto

Concluyamos lo dicho resumiendo los distintos sentidos que hemos encontrado: 1. El affectus puede ser entendido, en primer lugar, como un movimiento en el cual el apetito es llevado hacia la realidad tal como es en sí misma. En este sentido, puede ser equiparado a la passio, aunque en realidad la trascienda por abarcar también a los movimientos que se dan en la parte espiritual del hombre. A estos podemos referirnos también con el nombre affectio. 2. Dado que estos movimientos suponen un sustrato que los reciba, el affectus puede hacer referencia a también a éste. Por lo tanto, puede ser entendido como la capacidad receptiva que hace capaz de los movimiento antes mencionados. Desde este punto de vista, el affectus hace referencia a la sede de las afecciones. Aunque acentúa la unidad de ésta, también puede designar a cada una de sus partes por separado: si sigue el conocimiento sensible se identificará con los apetitos sensibles; si, en cambio, sigue el de la razón, lo hará con la voluntad. 3. Como toda afección puede reducirse al amor como a su principio, el affectus tiene una relación primordial con éste. En este nivel, el apetito además de su receptividad natural adquiere una nueva capacidad de relacionarse con la realidad a través de aquello que ama y que le sirve de principio de movimiento. 4. Finalmente, el affectus hace referencia a todas las disposiciones que causa el amor en el amante. Éstas pueden ser estables, transitorias, sobrenaturales, etc. De esta forma, el afecto señala el ordenamiento interior de la persona que funda la conveniencia por la que ésta puede ser afectada por la realidad e ir en busca de ella. Esta capacidad incluye, por lo tanto, no sólo los principios naturales que la persona comparte con los demás hombres, sino también las disposiciones que le corresponden por ser «esta» persona y que la mueven en el obrar concreto a buscar, no sólo aquello que le corresponde por su ser hombre, sino también aquello a lo que se halla particularmente ordenada por el amor y las disposiciones que éste origina. 5. Finalmente, como el obrar depende principalmente de aquello que la persona haga su fin último, el afecto será la sede de aquello que por ser lo máximamente amado es el principio práctico de la vida de la persona.

detestatione; II-II, q. 13 a. 1 co. Huiusmodi igitur derogatio divinae bonitatis est vel secundum intellectum tantum; vel etiam secundum affectum; II-II, q. 171 a. 1 arg. 4: “videtur quod prophetia non magis pertineat ad intellectum quam ad affectum”.

P á g i n a | 70

B.

El gusto

A la luz de todo lo que acabamos de decir del affectus, podemos analizar ahora como se aplica a él la comparación con el gusto de lo dulce. Lo que queda ahora entonces es ver qué quiso decir santo Tomás al afirmar que el bien completísimo es el aquel de quien tiene el afecto bien dispuesto. Para ello tenemos, en el ejemplo que el mismo santo Tomás ha puesto, una ayuda fundamental. Este ejemplo no es algo puesto al azar, o que el santo considerara un ejemplo más, sino que responde a una analogía que santo Tomás reconoce entre el modo en que el gusto percibe lo dulce y el modo en que el afecto tiende hacia el fin último, al punto que podemos llamar a éste el gusto espiritual. Para descubrir los matices que se esconden en esta comparación nos dedicaremos a analizar textos en los que santo Tomás se refiere al sentido del gusto.

1.

¿Por qué el gusto?

La primera cuestión a la que nos ocuparemos es analizar a que características del gusto se refiere santo Tomás para hacer la comparación con el fin último. Cuando comenta el pasaje del salmo 33 (34), 9 que dice: ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!: “Dice «¡Gustad y ved que bueno es el Señor!»: La experiencia acerca de las cosas se toma del sentido, pero de distinta forma cuando está presente que cuando está ausente. Porque cuando está ausente se experimenta por lo que de ella vemos, o olemos, o captamos por el oído. Cuando está presente, en cambio, tenemos experiencia de ella por el tacto y el gusto, aunque con la diferencia de que, por el tacto, tenemos experiencia de la realidad presente que está fuera de nosotros, por el gusto, de la que está en nosotros (intrinseca). Dios, por su parte, no está lejos de nosotros, ni fuera de nosotros, sino en nosotros, según afirma Jeremías: “Tú, Señor, estás en [medio de] nosotros” (Jer 14, 9). Y por eso la experiencia de la bondad divina es llamada degustación (gustatio): “han gustado qué bueno es el Señor” (1 Ped., 2, 3). [..] En cuanto al efecto de la experiencia se ponen dos cosas: Una es la certeza del intelecto, la otra es la seguridad del afecto. En cuanto a lo primero dice «y ved». En las realidades corporales primero se ve y luego se gusta; pero en las espirituales, primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce lo que no gusta. Por eso primero dice, «gustad» y luego y «ved»162”.

162

Super Psalmo 33, n. 9: “Primo enim hortatur ad experientiam. Secundo ponit experientiae effectum, et videte quoniam. Dicit ergo, gustate et videte etc. Experientia de re sumitur per sensum; sed aliter de re praesenti, et aliter de absente: quia de absente per visum, odoratum et auditum; de praesente vero per tactum et gustum; sed per tactum de extrinseca praesente, per gustum vero de intrinseca. Deus autem non longe est a nobis, nec extra nos, sed in nobis: “tu in

P á g i n a | 71 Recojamos los elementos que santo Tomás enumera:  



el gusto es una experiencia de la realidad presente que está en nosotros. Por eso, dice que la experiencia de Dios que está en nosotros es llamada “degustación” (gustatio). Santo Tomás interpreta el orden que el salmista pone entre los dos verbos como una consecuencia del efecto de la experiencia espiritual. En ésta, a diferencia de la corporal, primero se gusta (seguridad del afecto) y luego se ve (certeza del entendimiento). Por lo tanto, el gustar es interpretado como la experiencia de la realidad interior a nosotros que confiere la necesaria seguridad del afecto para que el intelecto juzgue con certeza: “nadie conoce lo que no gusta”.

Una experiencia íntima de la realidad Santo Tomás toma el ejemplo del sentido del gusto porque éste es entre los sentidos corporales aquél que tiene experiencia interior de la realidad presente. En consecuencia, el “gustar el fin último” remite a la experiencia que tenemos del mismo por estar éste presente en nosotros. Esta presencia se da en el afecto, en cuanto éste es el receptor de la experiencia que tenemos de las cosas por el amor163. De ahí que santo Tomás haga del mismo el gusto espiritual, es decir ”aquello a lo que corresponde experimentar las deleites y dulzuras espirituales”164

Por otro lado, si es verdad que “nadie conoce lo que no gusta”, y si el “gustar” es la “seguridad del afecto” que hace posible la “certeza del juicio” con la cual uno “ve”, entonces vemos por qué el juicio sobre qué cosa es la que realiza el deseo universal de felicidad depende de la disposición del afecto. Ésta es la disposición interior que posibilita la experiencia íntima necesaria para que el intelecto juzgue con certeza. Por lo tanto, según sea esta disposición, así será el juicio. Es lo que afirma el importantísimo principio que santo Tomás toma de la Ética a Nicómaco: “qualis unusquisque est, talis et finis videtur ei”: “Tal como uno es así le parece el fin a él”, y que veremos aparecer en los siguientes textos que citemos.

nobis es domine” Ier 14,9. Et ideo experientia divinae bonitatis dicitur gustatio: 1 Pet. 2,3: “si tamen gustatis quam dulcis etc”. Prov. ult. gustavit et vidit, quoniam bona est negotiatio ejus. Effectus autem experientiae ponitur duplex. Unus est certitudo intellectus, alius securitas affectus. Quantum ad primum dicit, et videte. In corporalibus namque prius videtur, et postea gustatur; sed in rebus spiritualibus prius gustatur, postea autem videtur; quia nullus cognoscit qui non gustat; et ideo dicit prius, gustate, et postea videte”. 163 I-II, q. 28, a. 2: “Amatum dicitur in amante, prout est quandam complacentiam in eius affectu” . 164 I-II, q. 45, a.2, obj 2: “Dicitur autem sapientia quasi sapida scientia: quod videtur ad affectum pertinere, ad quem pertinent experiri spirituals delectationes sive dulcedines”.

P á g i n a | 72

2.

¿Por qué la dulzura?

En segundo término, ¿porqué santo Tomás se refiere a esta experiencia interior como a la de una dulzura? Para responder a ello recurramos a otro comentario de santo Tomás a un texto de la Vulgata en los que se habla de la dulzura divina: “dulcis et rectus Dominus propter hoc legem dabit delinquentibus”, que traduce lo que la Biblia del Pueblo de Dios dice así: “El Señor es bondadoso y recto: por eso muestra el camino a los extraviados” (Sal. 24 (25), 8): “La dulzura propiamente se halla en las realidades corpóreas, sin embargo, metafóricamente se dice también de las espirituales. Por lo que corresponde que la dulzura en las cosas espirituales se tome de la semejanza que tiene con la corporal. La dulzura corporal tiene esto, que sacia (reficit) el gusto corporal y aquieta y deleita, de manera semejante, la dulzura espiritual aquieta, colma y deleita el gusto espiritual”.165

La dulzura corresponde a aquello que sacia, deleita y aquieta el gusto. De este modo, hace referencia a algo último, que culmina el movimiento de aquello que se mueve hacia él. Trasladado esto al gusto espiritual, la dulzura será el término de su movimiento, es decir de aquella experiencia de la realidad que tenemos a partir de su existencia en nuestro afecto. Es, por lo tanto, el término de aquel círculo con el que santo Tomás describe el movimiento del afecto, que comienza en la realidad exterior y termina en ella. Corresponde, por lo tanto, a la alegría (delectatio)166 que se experimenta a raíz de la posesión íntima de aquella realidad cuyo amor hace de principio de movimiento. En este sentido, si dulzura es lo que da el descanso y la alegría al gusto, la dulzura “simpliciter” será aquella que es absolutamente última; la que mayor alegría dé al gusto espiritual. Esta dulzura del gusto espiritual es aquel acto de la potencia apetitiva que en la Summa es llamado fruitio:

165

Super Psalmo 24 n. 7: “Dulcedo proprie est in corporalibus, metaphorice autem dicitur in spiritualibus. Unde oportet quod in spiritualibus dulcedo sumatur ad similitudinem corporalis. Habet autem hoc dulcedo corporalis, quod reficit gustum corporalem et quietat et delectat: similiter et spiritualis dulcedo quietat et reficit et delectat spiritualem gustum”. 166 En santo Tomás el término latino delectatio hace referencia al movimiento afectivo en el que el hombre alcanza y descansa en aquello que ama. Tiene, por ello, un sentido muy amplio, que abarca tanto el placer más físico y corpóreo, cuanto el gozo (gaudium) más espiritual. En castellano no existe un término semejante y por eso no es fácil de traducir. Nosotros usaremos la palabra castellana “alegría”, porque, aunque no es totalmente equivalente, creemos que es la que mejor abarca todos los significados que tiene la palabra latina.

P á g i n a | 73 “el fruto sensible es lo último que se espera de un árbol y se percibe con cierta suavidad. Por eso parece que la fruición pertenece al amor o a la alegría que uno experimenta de lo último que espera, que es el fin”167.

El hecho de que santo Tomás haya puesto el estudio de dicho acto (I-II, q. 11), antes de la intención (I-II, q. 12) , que considera el fin, no “para descansar en él” como la fruición, sino en cuanto es “término de algo que al mismo se ordena”168, muestra la primacía que tienen para santo Tomás el amor y la alegría como motores del acto humano y, por lo tanto, la primacía del afecto sobre la voluntad que tiende activamente al fin. Por lo tanto, la dulzura espiritual es aquello en lo que más se deleita alguien y que, por lo tanto, actúa de principio vital, determinando su vida entera. “Se dice que el hombre vive para aquello en lo que principalmente afirma su afecto y en lo que más se deleita. De aquí que de los hombres que se deleitan al máximo o en el estudio o en la caza, se dice que eso es su vida”169.

Como vimos más arriba, este principio es lo que hace de fin último de la vida. Por lo tanto, tener buenas intenciones es ordenar la vida de tal forma que se llegue a aquello que verdaderamente deleita el afecto. En consecuencia, la alegría de la voluntad en el bien amado tiene en el obrar del hombre un lugar arquitectónico que la hace central en la filosofía práctica: “así como el fin del arte arquitectónica es aquel al cual se ordenan, como a cierta medida, todas aquellas cosas que bajo ese arte se contienen, de manera semejante, la alegría lo es con respecto a las cosas que pertenecen a la doctrina moral. En efecto, de acuerdo a la alegría decimos que alguien es malo o que es bueno absolutamente. Decimos que es bueno, quien se deleita en las cosas buenas; malo quien lo hace en las malas. Y en estas cosas que se hacen, se sigue el mismo juicio. Juzgamos que es malo aquel que procede a partir de una mala alegría, bueno a quien lo hace a partir de una buena. En cualquier ciencia lo que especialmente se considera es aquello que se tiene por medida. De donde al filósofo moral corresponde especialmente (maxime) considerar la alegría”170.

167

I-II, q. 11, art 1: “Fructus autem sensibilis est id quod ultimum ex arbore expectatur, et cum quadam suavitate percipitur. Unde fruitio pertinere videtur ad amorem vel delectationem quam aliquis habet de ultimo expectato, quod est finis. Finis autem et bonum est obiectum appetitivae potentiae”. 168 I-II, q. 12, a. 1, ad 3°: voluntas respicit finem tripliciter. Uno modo, absolute, et sic dicitur voluntas, prout absolute volumus vel sanitatem, vel si quid aliud est huiusmodi. Alio modo consideratur finis secundum quod in eo quiescitur, et hoc modo fruitio respicit finem. Tertio modo consideratur finis secundum quod est terminus alicuius quod in ipsum ordinatur, et sic intentio respicit finem. 169 Super Gal., cap. 2 l. 6: “homo quantum ad illud dicitur vivere, in quo principaliter firmat suum affectum, et in quo maxime delectatur. Unde et homines qui in studio seu in venationibus maxime delectantur, dicunt hoc eorum vitam esse”. 170 Sententia Ethic., lib. 7, l. 11 n. 2: “sicut finis architectonicae artis est ille ad quem respiciunt, sicut ad quamdam mensuram, omnia quae sub illa arte continentur, ita se habet delectatio in his quae pertinent ad moralem doctrinam. Respiciendo enim ad delectationem, dicimus aliquid esse malum et aliquid simpliciter bonum. Illum enim dicimus esse bonum, qui in bonis delectatur; malum autem eum, qui in malis. Et in his etiam quae fiunt, idem iudicium observatur. Iudicamus enim esse malum id quod ex mala delectatione procedit, bonum autem quod ex bona. In qualibet autem

P á g i n a | 74 ¿Cómo se entiende esto? ¿No es caer en un hedonismo espiritual? ¿No es hacer del interés propio la medida del obrar? No. En primer lugar, porque la alegría de la que se habla es la de la voluntad, no la del apetito sensible, común a los animales171. En segundo lugar, porque la alegría perfecciona la operación no al modo del fin, sino en cuanto es un bien que completa el fin172. Es decir, no por ser el motivo por el cual algo se hace, sino en cuanto es el descanso de la voluntad que se alcanza al poseer el fin. Esto hace que el agente busque el fin de la operación con mayor atención y diligencia173. Finalmente, porque para santo Tomás, el verdadero goce del hombre está muy lejos de ser egoísta. “Todas las cosas que hacemos y padecemos por el amigo, son deleitables, porque el amor es la principal causa de la alegría”174

De ahí que la mayor necesidad del hombre sea la amistad, es decir la unión afectiva175 por la que el otro llega a ser otro yo (“alter ipse”)176. “El amigo es el más valioso entre todos los bienes exteriores, puesto que nadie puede vivir sin amigos” 177 dice santo Tomás, porque es necesario alguien a quien poder hacerle el bien178.

3.

¿Por qué hay divergencia entre los gustos?

Si el gusto hace referencia a una experiencia interior al hombre y si, por otro lado, esta experiencia interior es la de una dulzura espiritual que hace de principio vital, la divergencia que encontramos entre los distintos modos de vida nos indican la existencia de distintos gustos espirituales.

scientia maxime considerandum est id quod habetur pro regula. Unde ad philosophum moralem maxime pertinet considerare de delectatione”. 171 I-II, q. 34 a. 4 co. 172 Ibid, ad 3°: “non quidem secundum quod finis dicitur id propter quod aliquid est; sed secundum quod omne bonum completive superveniens, potest dici finis”. 173 I-II, q. 33, a. 4: “ex parte causae agentis. [...] inquantum scilicet agens, quia delectatur in sua actione, vehementius attendit ad ipsam, et diligentius eam operatur”. 174 Iª-IIae q. 32 a. 6 co. : “omnia enim quae facimus vel patimur propter amicum, delectabilia sunt, quia amor praecipua causa delectationis est”. Super Iob, cap. 2: “videre amicum et ei convivere delectabilissimum est”. Contra Gentiles, l.3, c .153: “In omni diligente causatur desiderium ut uniatur suo dilecto inquantum possibile est: et hinc est quod delectabilissimum est amicis convivere. Si ergo per gratiam homo Dei dilector constituitur, oportet quod in eo causetur desiderium unionis ad Deum, secundum quod possibile est”. 175 Sententia Ethic., lib. 9, l. 4 n. 15: “virtuosus se habet ad amicum sicut ad seipsum, quia amicus secundum affectum amici est quasi alius ipse, quia scilicet homo afficitur ad amicum sicut ad seipsum”. 176 I-II, q. 28, a. 1: “amicus dicitur esse alter ipse, et Augustinus dicit, in IV Confess. bene quidam dixit de amico suo, dimidium animae suae”. 177 II- II, q. 74, a.2: “Inter cetera vero exteriora bona praeeminet amicus, quia sine amicis nullus vivere posset”. 178 I-II, q. 4, a.8: “felix indiget amicis, non quidem propter utilitatem, cum sit sibi sufficiens; propter bonam operationem, ut scilicet eis benefaciat, et ut eos inspiciens benefacere delectetur, et ut etiam ab eis in benefaciendo adiuvetur”.

P á g i n a | 75 Con ello nos aproximamos al centro de la comparación que establece Tomás entre el mejor gusto y el deseo del bien completísimo como fin último. El bien completísimo es el de quien tiene el mejor gusto, es decir el de quien tiene la experiencia interior de la mayor dulzura. Ahora bien, ¿por qué, si la realidad es la misma y existe una dulzura que es la mejor, no van todos en su búsqueda? ¿En qué reside la diferencia que hace que no todos busquen la verdadera? El siguiente texto nos da la respuesta. Es el que comenta el texto de la Vulgata: “quam magna multitudo dulcedinis tuae Domine”, que traduce el texto del salmo 30,20: “¡Qué grande es tu bondad, Señor!”: “La dulzura en las realidades espirituales se dice por equivalencia: así como la dulzura corporal deleita el gusto de la carne, del mismo modo aquello que deleita interiormente el espíritu es llamado dulzura. Sucede que cuando el gusto de la carne no está bien dispuesto se deleita en un sabor corrupto, y entonces de deleita falsamente: del mismo modo, el afecto del hombre, cuando no está bien ordenado, se deleita en la realidad que no es verdaderamente deleitable; pero si está bien dispuesto, se deleita en el verdadero bien, a saber en el divino”179.

El texto responde a nuestra pregunta remitiéndonos al gusto carnal. En éste puede suceder que alguien no capte bien los sabores a causa de una corrupción del gusto por una mala disposición de la lengua180, o por una corrupción de los humores181. Cuando esto ocurre, el sentido juzga torcidamente acerca de aquellas cosas que lo afectan, y no llega a gustar de las cosas verdaderamente dulces, como ocurre con los que tienen fiebre182. Por el contrario, cuando estas malas disposiciones son purgadas, y el gusto se halla bien dispuesto, es capaz de juzgar de acuerdo a su verdadera inclinación. Así, al saber qué cosas son realmente dulces, puede dirigirse rectamente hacia lo que saciará su deseo. En lo que respecta a la dulzura espiritual ocurre lo mismo. También ellos dependen de una disposición del gusto espiritual que es el afecto del hombre. Cuando éste se corrompe por el amor del falsas dulzuras, el hombre termina siendo atraído por bienes que no son los verdaderos y vive en búsqueda de un deleite que no lo saciará realmente. Por eso, aunque todos los hombres se hallan inclinados a una misma perfección universal, no

179

Super Psalmo 30, n. 16: “Dicit ergo, quam magna etc.. Dulcedo in spiritualibus transumptive dicitur: sicut enim dulcedo corporalis delectat gustum carnis, ita quod mentem delectat interius, dicitur dulcedo. Contingit autem quandoque quod gustus carnis non bene dispositus delectatur in corrupto sapore, et tunc falso delectatur: sic affectus hominis quando non est bene ordinatus, delectatur in re quae non vere est delectabilis: sed si bene sit dispositus, delectatur in vero bono, scilicet divino”. 180 I-II, q. 77 a. 1. 181 Super Io., cap. 14, l. 4. 182 Etica a Nicómaco, X, 1176a 15; Santo Tomás, Sententia Ethic., lib. 10 l. 8 n. 12.

P á g i n a | 76 todos tienden a ella, sino únicamente aquellos que han purificado su afecto de sus malos amores y lo han dispuesto al verdadero bien por las virtudes. Esta divergencia que se halla en lo que los hombres consideran deleitable se debe a que en el hombre, a diferencia de los animales cuya inclinación natural está predeterminada, la inclinación a la propia alegría proviene de la razón, que no está determinada a ningún bien concreto183. A su vez, la certeza de este juicio, como vimos que santo Tomás dice en su comentario al salmo 33 (34), 9, depende de un gustar que se funda en la seguridad del afecto, ya que en el orden espiritual “primero es gustar y después es ver”. Es a esta raíz afectiva del juicio acerca del bien perfecto a lo que Tomás, en el texto recién citado y en I-II, q. 1, a. 7, llama “disposición del afecto”.

4.

¿Por qué es necesario gustar?

El fin último que mueve al hombre es aquel bien que la razón considera como el “bien perfecto y completivo de sí mismo”. Por lo tanto, esta concepción depende de la razón que conoce la realidad a partir de los sentidos. Sin embargo, acabamos de decir que la razón no es independiente en esta elaboración, sino que depende para ello del afecto y de la experiencia interior que éste tiene de la realidad. Aquí cabe interrogarse, ¿por qué es necesaria esta mediación del afecto? ¿No basta acaso el conocimiento que surge de los principios naturales de la razón práctica? El ejemplo del gusto otra vez nos guiará una vez más para responder a estas preguntas. Después de aparecer, en la Prima Secundae, en el contexto del deseo del fin último, el tema del gusto aparece de nuevo en el artículo en el que el santo se interroga por el influjo de las pasiones en el motivo del obrar. “Aquello que es comprehendido bajo la razón de bien y de conveniente mueve a la voluntad como objeto. Pero el que algo parezca bueno y conveniente se debe a dos cosas: a la condición de lo que se propone, y a la del sujeto a quien se propone. Lo conveniente, en efecto, se dice como relación; por eso depende de ambos extremos. A esto se debe que el gusto, si varía su disposición, aprecie de modo distinto una misma cosa como

183

Sententia Ethic., lib. 10, l. 8, n. 11: “Cuius ratio est, quia operationes et delectationes aliorum animalium consequuntur naturalem inclinationem, quae est eadem in omnibus animalibus eiusdem speciei. Sed operationes et delectationes hominum proveniunt a ratione quae non determinatur ad unum. Et inde est quod eadem quosdam homines delectant, et quosdam contristant”.

P á g i n a | 77 conveniente o como no conveniente. Por eso dice el Filósofo, en el III Ethic.: Según es cada uno, así le parece el fin: qualis unusquisque est, talis finis videtur ei.”184

Este texto corresponde al artículo en que santo Tomás habla del modo en que las pasiones mueven a la voluntad. Para explicar el modo en que éstas inciden sobre la voluntad, Tomás recurre a la experiencia que tenemos del gusto. El gusto por lo dulce, por el hecho de ser un fenómeno humano, hace referencia a dos cosas: a la cosa dulce y al sentido del gusto. En primer lugar, para que algo sea considerado dulce tiene que tener un fundamento real. Esto es lo que aporta la miel o cualquier cosa dulce. El deleite que produce lo dulce no es algo que el gusto pueda inventar sino que es algo que el gusto reconoce en la realidad. Por eso, el gusto sólo puede saciarse como gusto si encuentra la realidad que sea realmente dulce. Si no fuera así, podríamos repetir la experiencia que nos produce comer miel con cualquier cosa, lo cual es evidentemente falso. Pero este fundamento real no basta para declarar que algo es digno de ser buscado. Hace falta, además, una capacidad de gustar esa realidad. Ello queda claro si pensamos que la miel, por ejemplo, no es algo apetecible para una piedra. Ella no tiene gusto y por eso no le interesa. La miel es algo digno de ser perseguido sólo para quien tiene gusto por ella, es decir por un hombre. Pero ni aun esto basta, porque existen hombres para quienes la miel no es agradable. Por eso, es necesario que a la tendencia natural humana se agregue una disposición personal con respecto a ella que haga a la miel un dulce de la persona. Es decir, es necesario que a «este hombre» la miel «le guste». En definitiva, para que el gusto experimente deleite se requieren dos condiciones: por un lado, la cosa dulce en sí misma; por otro, que el gusto esté bien dispuesto con respecto a ella, esto es, que le guste la realidad concreta en cuestión. En otras palabras, para que exista deleite en el gusto, debe existir conveniencia entre los extremos involucrados, tanto de parte de la cosa dulce, como de parte del sujeto que juzga. Si cambia alguno de los extremos, ya sea la realidad dulce sobre la que se juzga o la disposición del gusto humano, cambiará la relación de conveniencia que sirve de fundamento y con ella el modo en que se juzga sobre la dulzura de esa cosa. De este

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I-II, q. 9, a. 2: “id quod apprehenditur sub ratione boni et convenientis, movet voluntatem per modum obiecti. Quod autem aliquid videatur bonum et conveniens, ex duobus contingit, scilicet ex conditione eius quod proponitur, et eius cui proponitur. Conveniens enim secundum relationem dicitur, unde ex utroque extremorum dependet. Et inde est quod gustus diversimode dispositus, non eodem modo accipit aliquid ut conveniens et ut non conveniens. Unde, ut philosophus dicit in III Ethic. “qualis unusquisque est, talis finis videtur ei” [III, c.5 n.17; (BK 1114a32)].

P á g i n a | 78 modo, lo que antes parecía dulce, terminará pareciendo amargo, como sucede en quienes padecen fiebre y viceversa. Por eso, para que una cosa sea juzgada como deleitable para el gusto no basta un juicio racional a partir de lo que debe ser la cosa dulce. Este procedimiento no puede pasar de las generalidades. Para que la persona juzgue algo como apetecible y digno de ser saboreado, es necesario que aquello que se le presenta como dulce lo sea para ella. Sólo cuando reconozca ambos elementos se moverá a buscarla. Ahora bien, ¿cómo se aplica esto al modo en que la razón juzga sobre el bien a realizar? El gusto se funda en una conveniencia. Este es el motivo por el que santo Tomás lo menciona en el texto que acabamos de citar. Y éste es el motivo por el que la razón, además de investigar sobre qué es lo bueno, debe gustarlo. Lo que santo Tomás quiere decir al traer a colación el ejemplo del gusto es que la voluntad se mueve a aquello que es aprehendido como bueno y al mismo tiempo como conveniente. Esto quiere decir que en el momento de actuar, el bien que mueve no es el bien entendido en cuanto «perfección», sino el bien que es conveniente con el sistema apetitivo tal como se halla actualmente actualizado 185. En otras palabras, para que algo mueva a la voluntad, no basta que sea verdadero en sí mismo, debe ser también conveniente, es decir, de acuerdo con lo que la persona es en su individualidad. “Si se considera el movimiento de la voluntad desde el objeto que determina su acto hacia el querer esto o aquello, se debe saber que el objeto que mueve la voluntad es el bien aprehendido como conveniente; de donde si algún bien es propuesto que haya sido aprehendido bajo la razón de bien, pero no bajo la de conveniente, no moverá a la voluntad”186

Sin esta conveniencia, la razón práctica no realizará su cometido, que es mover a la persona, por medio de un mandato, a aquello que descubre como bien auténtico. Para que este mandato pueda ser eficaz, la razón tendrá que trascender su propio campo, ya que en el mismo, el bien sólo puede ser visto como objeto de conocimiento, pero no de deseo. Para que esto último se realice, tendrá que recurrir a la voluntad que introducirá el deseo de acuerdo al modo en que esté actualmente dispuesta 187. Como consecuencia de 185

Cfr. José Noriega, Movidos por el Espíritu, en La plenitud del obrar cristiano, Livio Melina, José Noriega, Juan José Pérez-Soba, Palabra, Madrid, 2001 p. 190. 186 De malo, q. 6, art único: “Si autem consideretur motus voluntatis ex parte obiecti determinantis actum voluntatis ad hoc vel illud volendum, considerandum est, quod obiectum movens voluntatem est bonum conveniens apprehensum; unde si aliquod bonum proponatur quod apprehendatur in ratione boni, non autem in ratione convenientis, non movebit voluntatem” . 187 I-II, q. 17, a. 1 co.

P á g i n a | 79 esto, el juicio que la razón hará del bien que debe ser elegido dependerá del modo en que la voluntad se halle dispuesta. Si ésta considera que el bien en cuestión no es interesante, por no ser conveniente con sus deseos actuales, la razón no podrá introducir el deseo de ese bien y tendrá que buscar mover de otra forma. Por el contrario, si la voluntad se halla dispuesta a ese bien, la razón, movida en concreto por la intensidad de ese deseo, tenderá a juzgar que ese es el mejor bien que puede mandar, aun cuando, desde el punto del conocimiento, pueda descubrir que no es el bien más verdadero. Por eso, sólo a partir de la experiencia afectiva interior el bien puede impactar a nuestra individualidad y movernos a conseguirlo. Sin este gusto, el bien aprehendido quedará como algo indiferente, que, al no ser significativo para mí, no podrá ser un principio práctico. Por eso, el juicio sobre lo que la razón práctica considerará bueno en el ámbito concreto, en que se da el obrar, dependerá de la conveniencia afectiva que exista entre el bien que la razón presenta al conocer y el modo en que el afecto esté dispuesto con respecto al mismo. Si tal conveniencia no llegara a existir, la persona no gustará de ese bien, y la razón, al no poder ver esa cosa como bien, no podrá motivar a la voluntad a buscarlo. En cuanto al efecto de la experiencia se ponen dos cosas: Una es la certeza del intelecto, la otra es la seguridad del afecto. En cuanto a lo primero dice «y ved». En las realidades corporales primero se ve y luego se gusta; pero en las espirituales, primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce lo que no gusta. Por eso primero dice, «gustad» y luego «ved»188”.

“Nadie conoce lo que no gusta”, porque para mover a obrar el bien, la razón depende del movimiento del afecto. Sólo si éste se halla dispuesto con respecto al bien que la razón, en cuanto especulativa, considera verdadero, podrá considerarlo, en cuanto práctica, como un bien. Sin esta conveniencia, al no existir el deseo que lo presente como tal, no podrá conocerlo como bien.

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Super Psalmo 33, n. 9: “Primo enim hortatur ad experientiam. Secundo ponit experientiae effectum, et videte quoniam. Dicit ergo, gustate et videte etc. Experientia de re sumitur per sensum; sed aliter de re praesenti, et aliter de absente: quia de absente per visum, odoratum et auditum; de praesente vero per tactum et gustum; sed per tactum de extrinseca praesente, per gustum vero de intrinseca. Deus autem non longe est a nobis, nec extra nos, sed in nobis: “tu in nobis es domine” Ier 14,9. Et ideo experientia divinae bonitatis dicitur gustatio: 1 Pet. 2,3: “si tamen gustatis quam dulcis etc”. Prov. ult. gustavit et vidit, quoniam bona est negotiatio ejus. Effectus autem experientiae ponitur duplex. Unus est certitudo intellectus, alius securitas affectus. Quantum ad primum dicit, et videte. In corporalibus namque prius videtur, et postea gustatur; sed in rebus spiritualibus prius gustatur, postea autem videtur; quia nullus cognoscit qui non gustat; et ideo dicit prius, gustate, et postea videte”.

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Capítulo III: La dulzura que realmente aquieta el gusto espiritual

P á g i n a | 82 En el primer capítulo hemos visto cómo, para santo Tomás, el camino del hombre hacia la felicidad, visto desde la práctica, es una realidad muy compleja. Allí vimos cómo, aunque exista una coincidencia universal en buscar la felicidad, no sólo existe variedad en el modo en que cada hombre la concibe, sino que, incluso, puede suceder que ésta cambie en las diversas etapas de la vida de una misma persona. Esta experiencia nos muestra que, en la búsqueda de la felicidad, las cosas no siempre son sencillas, y que el hombre no tiene todo resuelto de antemano. La felicidad no es un producto que se compra hecho, ni que se encuentre explicado en un libro hasta en sus mínimos detalles. Por el contrario, la experiencia nos muestra que las personas luchan por ser felices; que no siempre saben donde ésta se encuentra; que para alcanzarla no bastan las ideas brillantes, ni las decisiones heroicas; que los pasos que nos dirigen hacia ella son frágiles; y que, sobre todo, se requiere en el camino hacia ella la compañía de los otros, que caminando delante y junto a nosotros, nos alienten, guíen, sostengan, corrijan: en una palabra, nos amen. Con esto, la experiencia nos muestra que la felicidad no se consigue a partir de una construcción de nuestra razón o de nuestra voluntad, sino que, por el contrario, el dominio que éstas tienen sobre la realidad es muy débil, y que depende también de realidades que nos anteceden y nos superan. Y, sin embargo, a pesar de todas estas dificultades, nadie quiere renunciar a la posibilidad de ser feliz. Esto nos habla de que el deseo a la felicidad es algo tan universal como la humanidad misma y que le corresponde como algo propio. Los perros no quieren ser felices, al menos en el profundo sentido que esta palabra tiene para los humanos. Y aunque pueda ser que esto haga menos problemática su vida, el que no tengan esta esperanza, hace que vislumbremos entre ellos y nosotros un abismo insalvable. Todo esto nos muestra que la felicidad es un don enorme, la posibilidad de una plenitud que el resto del universo ni siquiera puede sospechar, pero que supone también, al mismo tiempo, un peso inmenso que parece desproporcionado a la fragilidad de nuestra existencia. Si ésta es la realidad a la que estamos obligados a responder, ¿cómo ser fieles a este don? ¿Cómo ir en búsqueda de él desde nuestra fragilidad? De tal modo que no terminemos pensando en que hubiera sido mejor ser perros

P á g i n a | 83 La respuesta a estas preguntas excede, naturalmente, lo que pueda decirse aquí. Sin embargo, esto no nos quita el que podamos decir algo. En estos temas, cualquier aporte, por insignificante que sea es de enorme importancia. Por eso, a partir del texto que analizamos (I-II, q. a. 7) trataremos de brindar algunas pinceladas acerca de lo que santo Tomás ha dicho como respuesta: “lo dulce es deleitable a todos los gustos, pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa. Sin embargo, se debe considerar propiamente [simpliciter] como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto [in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum]. De igual modo, conviene considerar como bien completísimo, aquél que es apetecido como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto [illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum]”189.

Para sistematizar el tema, seguiremos el ejemplo del santo sobre la dulzura: a. En primer lugar, a partir de la afirmación de que “lo dulce es deleitable a todos los gustos”, buscaremos la raíz natural del deseo de felicidad. b. Luego estudiaremos como este deseo universal se diversifica en cada uno de los distintos hombres. Para ello tomaremos la afirmación de que “unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa”. Esto nos llevará a analizar el modo en que cada hombre se encamina a aquello en lo que constituye su vida y cómo esto depende de lo que el hombre es: “tal como uno es, así le parece el fin” c. Finalmente, veremos que así como “se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto”, del mismo modo será el verdadero fin último el de quien, por tener el afecto bien dispuesto por las virtudes, puede gustar de él y ordenar su vida hacia él.

189

I-II, q. 1 art 7, co: (en adelante, si se cita con sólo el artículo se refiere al cuerpo del mismo): “Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium. Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum. Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.

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A. “Lo dulce es deleitable a todos los gustos…” Como vimos en el segundo capítulo, santo Tomás habla de la dulzura para ilustrar aquello en lo que la persona halla descanso, porque ésta es aquello “que aquieta, colma y deleita el gusto espiritual”190. Por eso, al aplicar esta imagen a la felicidad y afirmar que “Lo dulce es deleitable a todos los gustos”, santo Tomás nos está señalando que la felicidad es aquello por lo que el hombre vive, es decir aquella realidad “en la que principalmente afirma su afecto y en la que más se deleita”191. Sólo gusta quien acepta Todo hombre busca lo dulce porque en ello encuentra deleite su gusto. Sin embargo, al hacerlo, no todo está resuelto, ya que ésta es una inclinación indeterminada, que no indica a cada individuo en qué cosa dulce debe ser saciada. Simplemente es una inclinación a desear aquello que la realice. De ahí que el individuo, que no sabe concretamente dónde está esa dulzura a la que su naturaleza lo inclina, para deleitarse con ella, tenga que interpretar ese deseo indeterminado e ir en búsqueda de aquellos dulces concretos que, a su juicio, la realizan más perfectamente. Es decir, para que la tendencia natural alcance el propio deleite, debe ser concretizada en aquel dulce concreto que el sujeto considera que la realiza de la mejor forma. En efecto, no nos deleitamos en “la dulzura” sino en la miel, el vino o el dulce de leche, etc. Ahora bien, al descender a este movimiento que busca los dulces concretos, nos encontramos que para saciar la tendencia en el dulce que buscamos, no basta lo que puede aprenderse en los libros ni lo que puede hacerse siguiendo un mandato. Por este camino, sólo se podrá conocer cómo debe ser algo para ser llamado dulce o cuáles son las notas que lo caracterizan. Por otro lado, una receta prefijada, solo podrá mostrar algún dulce que cumpla con algunos requisitos predeterminados, pero no será suficiente a la persona para saber si es acorde a sus gustos. Si no existe experiencia propia, la persona nunca sabrá a qué se refiere alguien cuando le hable de la dulzura. Sin el contacto con los dulces reales, podrá conocer algunos

190

Super Psalmo 24, n. 7. Super Gal., cap. 2, l. 6: “homo quantum ad illud dicitur vivere, in quo principaliter firmat suum affectum, et in quo maxime delectatur” 191

P á g i n a | 85 elementos generales, podrá dar cátedra de lo que debe ser un dulce, pero, al carecer de la propia experiencia, no sabrá, en concreto, qué cosa la realiza y por eso no podrá juzgar qué cosa es la que le conviene lanzarse a buscar. Sólo gustando cosas dulces podrá conocer prácticamente en qué consiste la dulzura y cómo ésta se realiza en dulces concretos. Sólo a partir del probar, y gustar lo dulce, es decir, del poner en juego la capacidad natural del sentido para juzgar, podrá aprender cuáles son aquellas cosas que lo deleitan y aprender luego a qué dirigirse en adelante. Todo esto nos muestra que, en el fondo, la inclinación que la persona tiene por los dulces y el juicio sobre aquello que conviene a la misma, sólo puede ser conocido a partir de la experiencia que nos brinda la capacidad natural que tiene el sentido para reaccionar ante esa realidad. Este origen, anterior a la libertad de elegir, evidencia por qué nadie puede crear esta experiencia a partir de una decisión. Por el contrario, esta raíz nos hace ver por qué sólo puede gustar lo dulce quien acepta depender de la connaturalidad que tiene el sentido con aquello sobre lo que debe juzgar. Sólo quien acepta esto está en condiciones de aprender en la experiencia qué es lo que debe elegir para gozar con lo que le gusta. Al poner esta experiencia como ejemplo del juicio por el que conocemos el bien, santo Tomás nos señala que algo semejante ocurre con nuestro obrar. También él depende de una connaturalidad que está en el origen de aquello que amamos y de aquello que consideramos valioso.

1.

El principio de la verdadera alegría

“«Todos ustedes aman la felicidad y nadie quiere ser desgraciado”[...] Esta es una verdad que nadie deja de reconocer en el fondo de su querer, porque cualquiera que sea su voluntad secreta, no puede declinar de este anhelo, conocido de todos los hombres.”192

Este gran texto de san Agustín afirma, con otras palabras, la gran verdad que hemos visto en el primer capítulo acerca de los actos humanos. Todos ellos están motivados por el deseo de la felicidad a la que todo hombre aspira necesariamente como fin último de su vida. Por otro lado, en el segundo capítulo, hemos visto que todo movimiento afectivo está originado por un amor, ya que éste es la primera y la raíz de todas las afecciones humanas. La unión de ambas verdades da como resultado una importante conclusión: el hombre vive motivado por un amor primero, que está en el origen de todos los demás

192

San Agustín, De trinitate XIII, 3, 6.

P á g i n a | 86 amores que van determinando la vida de la persona, y cuyo descanso da la alegría plena y suficiente que llamamos felicidad. Todo amor depende de una disposición En el análisis que hemos hecho del afecto humano, hemos visto que el amor es el movimiento afectivo por el cual el afecto se complace en un bien y lo hace propio. Esta complacencia se da porque el afecto, reconociendo una connaturalidad o proporción con «la cosa que es bien», la descubre como «mi propio bien»193. Gracias a esta complacencia, el amante se une al amado, que pasa a ser, en esa persona, un principio propio de movimiento, de modo semejante a como la forma lo es de la naturaleza humana. Al ser una armonía que une la disposición del sujeto y la perfección de la realidad externa tal como es comprendida por el conocimiento, esta connaturalidad o coadaptación194, que funda que la persona se complazca en el bien como en un bien propio, es el origen de todo amor y la raíz que lo hace posible, junto con los demás movimientos que le siguen. Si esta armonía no existiera, la persona no podría ver el bien como conveniente, y, por lo tanto, como algo que es significativo para su vida. En conclusión, este breve análisis nos muestra que en el fondo de todo querer (velle) activo se encuentra un amor que depende, por el lado del sujeto, de una disposición del apetito por la cual es capaz de ser afectado (affectus) por la realidad y pueda ser considerada un bien propio. Esta es la razón por la cual, santo Tomás pone el amor en el afecto, en cuanto este designa esa capacidad de ser afectado por la realidad. El amor primero Esta connaturalidad que está en el origen de todo amor, debe estar necesariamente en el amor que funda la cadena de amores que mueven a la persona. También él debe fundarse en una proporción que permita a la persona considerar aquello que se le presenta como algo que es bueno para ella. En el caso de los amores segundos, esta proporción viene dada por la libertad de la persona que, movida por un amor previo, elige algo y lo hace su bien. Ahora bien, en el caso del amor primero, esta proporción no puede depender de ningún amor anterior, porque justamente él es el primero, cuya definición excluye todo amor anterior. Él es el que mueve, no el que es movido. 193 194

I-II, q. 27, a. 1. I-II, q. 26, a. 1.

P á g i n a | 87 Por lo tanto, este amor tiene que depender de una armonía o conveniencia que, a diferencia de las demás, no depende de un acto libre, sino que, por el contrario, es el origen de los mismos. Pero si esta conveniencia no surge de un acto libre, ¿de dónde puede venir? ¿Cómo puede existir esa disposición primera, por la cual un bien pasa a ser, por primera vez, «mi bien»? ¿Cuál es origen de esa determinación que determina todas las demás que vendrán después? ¿Cómo puede algo ser amado por primera vez? ¿Qué criterio de discernimiento puede existir donde no existe el conocimiento ni la libertad? Para responder a estas preguntas debemos recordar lo que hemos dicho en el primer capítulo con respecto al fin último. Allí vimos cómo Tomás demuestra que el fin último es el presupuesto necesario de todo movimiento voluntario, ya que todo movimiento no puede originarse a sí mismo sino que, por el contrario, depende siempre, en última instancia, de un principio que mueve y es movido195. Este amor primero debe fundarse, por lo tanto, en la pasividad natural del apetito, que se halla dispuesto por naturaleza para reaccionar ante un bien que le es, por lo tanto, connatural, y que se convierte, de este modo, en el fin último de sus deseos y en el principio de sus elecciones. A raíz de esta relación que se establece con el bien al que se halla naturalmente ordenada, la inclinación natural funda una conveniencia con esa realidad, que pasa a ser el principio de un amor que está en el origen de todos los amores que la persona elegirá en su vida. Como este amor depende de un principio dado por la naturaleza, es llamado natural. En este amor, el conocimiento necesario para reconocer la conveniencia entre los extremos que lo fundan, es aportado por el Autor de la naturaleza, que ha dotado a la misma de lo necesario para que busque su bien según su modo propio196. Por medio de la connaturalidad que establece esta inclinación natural, la persona tiene un principio a partir del cual comenzar a obrar y juzgar sobre aquello que le conviene. De este modo, este amor natural primero se constituye en el principio que determinará, de acuerdo al círculo que describe todo amor, donde se encontrará la alegría última, aquella que responde verdaderamente a su deseo original.

195

I-II, q. 1, a. 6: “secunda appetibilia non movent appetitum nisi in ordine ad primum appetibile, quod est ultimus finis”. I-II, q. 26, a. 1; Iª q. 60 a. 1 ad 3 “Ad tertium dicendum quod, sicut cognitio naturalis semper est vera ita dilectio naturalis semper est recta, cum amor naturalis nihil aliud sit quam inclinatio naturae indita ab auctore naturae. Dicere ergo quod inclinatio naturalis non sit recta, est derogare auctori naturae. Alia tamen est rectitudo naturalis dilectionis, et alia est rectitudo caritatis et virtutis, quia una rectitudo est perfectiva alterius”. 196

P á g i n a | 88 Gracias a esta connaturalidad que funda la disposición natural, el hombre pasará a considerar la felicidad como un bien propio, haciendo que ésta sea amada necesariamente. Como consecuencia de ello, y de la exigencia de posesión real que este amor natural supone, el hombre se verá requerido a amar y elegir como bienes propios todo aquello que considere necesario para alcanzar el bien al que se halla naturalmente inclinado197.

2.

Amor natural humano

Este amor natural es la realización en el hombre del amor que se da en cada criatura según su modo propio. En el hombre este modo propio viene determinado por su forma, que es su razón, por la que trasciende todo el mundo material. Esta particularidad del amor humano hace que el fin que le es connatural tenga algunas características propias que lo distinguen del que persiguen todas las demás naturalezas, que por carecer de espíritu tienden a fines mucho más humildes. Para explicar esta peculiaridad, Santo Tomás suele recurrir a la contraposición que existe entre esta inclinación natural humana y la que encontramos en los demás seres irracionales198. En estos últimos, la naturaleza brinda al individuo todo lo necesario para que pueda alcanzar rectamente su fin: en primer lugar, la inclinación natural “ad unum”, es decir a un fin que incluye los caminos concretos necesarios para llegar a él; a ésta se une un juicio natural que le indica a quien lo posee todo lo que debe saber para solucionar los problemas que corresponden a su fin rápidamente y sin error. En los animales, por ejemplo, esto se realiza a través del instinto. Por éste, el animal tiene una inclinación a lo que le corresponde por su especie junto con un conocimiento pormenorizado de todo aquello que es necesario saber para poder realizarlo prácticamente. Gracias pues al instinto, el animal podrá alcanzar debidamente el fin al que tiende su amor natural y podrá ser un buen animal, sin necesidad de perfeccionarse individualmente con respecto al mismo. Así, por ejemplo, la araña teje sus telas de manera admirable sin que nadie le enseñe, guiada únicamente por su instinto. Como éste le indica todo lo que precisa para realizar lo que necesita no se preocupa de nada más, puede hacer telas naturalmente, cumplir su fin y ser una perfecta araña

197

Iª q. 60 a. 2: “Dilectio igitur boni quod homo naturaliter vult sicut finem, est dilectio naturalis, dilectio autem ab hac derivata, quae est boni quod diligitur propter finem, est dilectio electiva”. 198 Para este tratamiento del bien humano y de su inclinación y juicio connaturales seguimos: De virtutibus, q. 1 a. 6.

P á g i n a | 89 Pero, al mismo tiempo que estos instintos son las fortalezas que le permiten vivir, son también la causa por la que el animal está condenado a realizar siempre lo mismo sin nunca progresar. Al determinar los medios por los que debe llegar a su fin, el instinto quita al animal la posibilidad de elegir por qué caminos quiere llegar a su fin, perdiendo de este modo el dominio sobre lo que realiza. Así, por ejemplo, las arañas del imperio babilónico hacían sus telas del mismo modo que las hacen las de nuestro tiempo, que no han sabido aprovechar la revolución industrial y que no saben usarlas para dormir la siesta. El bien humano y sus exigencias En el hombre las cosas son bien distintas. Para realizar la tela que la araña realizaría sin pensar y sin problemas, él debería aprender esforzadamente durante un tiempo y practicar durante otro más. Ahora bien, una vez aprendido el difícil arte de las telas de araña, podría tener dominio sobre las mismas. Es decir, podría introducir los cambios necesarios para adaptar su uso a sus necesidades, y hacer que sirvan, por ejemplo, para sostener las herramientas de trabajo. Esta característica del obrar del hombre se debe al fin al que está llamado, cuya trascendencia hace que no pueda ser alcanzado por un instinto fijo, ni baste un conocimiento prefijado para realizar sus exigencias: “Por eso, no hubiera sido suficiente para el hombre el apetito natural del bien, ni el juicio natural para obrar rectamente, a no ser que se determine y se perfeccione más ampliamente”199.

La primera de las características del bien humano que hacen que la tendencia humana sea distinta de todas las demás responde al hecho de que es un bien que se diversifica de muchas maneras y consiste en muchas cosas. Por esta razón, el deseo natural humano no puede ser determinado por un apetito natural “ad unum”, ya que éste no hubiera sido suficiente para abrazar todas las condiciones de personas, tiempos y lugares, etc., que es necesario tener en cuenta para poder hacer que el bien natural llegue a ser también el «bien de este hombre». Por el contrario, la determinación del bien hubiera coartado al individuo, esclavizándolo a un modo concreto de obrar que podría no haber estado en consonancia con su situación personal propia. ¿Cómo tendría que haber sido el deseo de felicidad para abarcar todas las características que son necesarias tanto a un esclavo del imperio romano del siglo I como al habitante de una ciudad moderna?

199

De virtutibus, q. 1, a. 6: “Et ideo non sufficeret homini naturalis appetitus boni, nec naturale iudicium ad recte agendum, nisi amplius determinetur et perficiatur”.

P á g i n a | 90 La segunda de las características que distinguen al modo humano de tender al fin connatural surge del hecho de que el bien humano, al tener que abarcar las diversas maneras en que puede ser realizado por los hombres, sólo está determinado en sus notas universales. En los animales, al estar el bien totalmente determinado por la naturaleza, existe sólo una forma recta de tender a él y por eso basta con un juicio natural uniforme. En el hombre, por el contrario, al necesitar concretizar el bien propio de acuerdo a la condición del individuo, el juicio sobre el mismo no pudo ser determinado uniformemente por la naturaleza sino sólo en sus principios universales: ¿cómo tendría que haber sido el juicio natural para indicar el modo de hacer una casa que fuera válido tanto para un esquimal como para un hombre de la selva? A estos dos elementos específicos del obrar humano, la indeterminación del bien natural al que se ordena y la necesidad de juzgar sobre él de acuerdo a la conveniencia concreta de la persona, responde el hecho de que la operación humana natural exija para poder ser realizada que las fuerzas naturales sean perfeccionadas y determinadas de un modo propio. Al añadir las determinaciones personales a la inclinación universal que marca indefectiblemente la meta que comparte con todos los hombres, la persona podrá realizar el bien humano de acuerdo a su situación concreta. Gracias a estas perfecciones añadidas, las capacidades naturales podrán brindar al hombre concreto la inclinación y el conocimientos necesarios para poder realizar el bien humano, la felicidad, desde su propia situación particular y del modo que libremente haya elegido. El amor natural al bien de la razón Santo Tomás pone la causa de la particularidad de este bien humano en el hecho de que es el que le corresponde por su razón200. Al hablar aquí de razón, el santo se está refiriendo a la parte superior del hombre, por la cual se distingue de los demás seres, que son, por ello, llamados irracionales. Esta “razón”, no debe ser, por lo tanto, reducida a la capacidad de conocer (inteligencia), sino que incluye también la de querer racionalmente (voluntad), e incluso también aquellas partes que el hombre tiene en común con otros seres en cuanto participan de esta forma racional (sentidos y apetitos sensibles).

200

De virtutibus, q. 1, a. 12 co: “Cum autem homo sit homo in quantum rationalis est; oportet hominis bonum esse eius quod est aliqualiter rationale. Rationalis autem pars, sive intellectiva, comprehendit et cognitivam et appetitivam”.

P á g i n a | 91 Como consecuencia de esto, para santo Tomás hablar de “amor natural humano” es lo mismo que hablar de “amor natural racional”, es decir de aquél que brota de su forma racional, que incluye a la razón y la voluntad en cuanto están mutuamente implicadas. A través de estas dos potencias que forman una única racionalidad humana, la naturaleza es capaz de indicar un bien humano que sea, al mismo tiempo, acorde a las condiciones que hacen única la vida de «esta persona». Gracias a ella, el hombre, por el deseo natural de la voluntad tenderá libremente a la felicidad racional; y por la razón que es movida por la voluntad, será capaz de dirigirse concretamente hacia ella sin perderse. Esta unidad dual de la forma humana tiene dos importantes consecuencias prácticas: 1) Desde el lado de la voluntad, que el amor natural exige necesariamente la intervención de la razón. El deseo humano de felicidad que existe naturalmente en la voluntad, no se refiere al bien perfecto y suficiente que existe en la realidad, sino al que así le es presentado a la persona por la razón201. Esto hace que la inclinación humana natural no mueva a la persona fuera de la elaboración que de ella hace la razón: “la inclinación natural de la voluntad no es sólo al último fin, sino en aquél bien que a sí mismo se demuestra por la razón. Pues el objeto de la voluntad es el bien entendido, al cual se ordena naturalmente, como cualquier potencia a su objeto, con tal que éste sea su propio bien, como ya se dijo. Sin embargo, acerca de esto alguno erra, en cuanto la pasión interfiere en el juicio de la razón”. 202

2) Desde el lado de la razón, que ésta sólo existe como potencia práctica en cuanto responde al amor natural de la voluntad. Cuando hablamos de que la razón que conoce (inteligencia), impera y domina sobre las demás inclinaciones, debemos entender esto en cuanto es una con la razón que quiere (voluntad). En efecto, siendo una facultad de conocimiento sólo puede interesarse y guiar el obrar como respuesta a un deseo de la voluntad. Sin ella, no sólo no existiría como potencia práctica203 sino que ni siquiera podría

201

I-II, q. 8, a. 1. De virtutibus, q. 1, a. 5, ad 2: “Ad secundum dicendum, quod inclinatio naturalis voluntatis non solum est in ultimum finem, sed in id bonum quod sibi a ratione demonstratur. Nam bonum intellectum est obiectum voluntatis, ad quod naturaliter ordinatur voluntas, sicut et quaelibet potentia in suum obiectum, dummodo hoc sit proprium bonum, ut supra dictum est. Tamen circa hoc aliquis peccat, in quantum iudicium rationis intercipitur passione”. 203 I-II, q. 17, a. 5, ad 3: “Primus autem voluntatis actus non est ex rationis ordinatione, sed ex instinctu naturae”. Wojtyla, K., I fundamenti dell’ ordine ético, CSEO, Bologna 1980, pp. 57-58, citado por Angel Rodriguez Luño, Ética General, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 174: “no se puede plantear la cosa de modo que la actividad de la razón práctica sea analizada en abstracto, y luego se le añada desde afuera la actividad de la voluntad. Así planteó la cuestión Kant. Pero la estructura del orden práctico es diversa. La actividad de la voluntad es en él el factor primario, y es esa actividad la que penetra y da forma a la entera actividad práctica de la razón. La razón se hace práctica porque cooactúa con la voluntad»”. 202

P á g i n a | 92 conocer el bien. Por ello, aunque en su conocimiento natural no puede fallar, sí puede hacerlo en cuanto para ser práctica depende de la voluntad libre. Gracias a esta doble vertiente racional, el amor natural humano es uno y múltiple. Uno en cuanto depende de la inclinación natural de la voluntad a su objeto propio; múltiple en cuanto en este objeto connatural, está incluida la necesaria determinación que debe introducir la razón. Uno, en cuanto, depende de la razón que conoce naturalmente las inclinaciones naturales y el orden que existe entre ellas; múltiple, porque, para ir tras ese bien, depende del modo en que la voluntad se encuentra dispuesta actualmente. Gracias a esta diversidad de caminos en que la razón puede indicar que el bien humano sea realizado, el hombre puede realizar su amor natural en el deseo de bienes que, a su juicio, lo realizan en las circunstancias de su propia vida y llegar a la felicidad de acuerdo a lo que su razón considera que ésta es. La diversidad de caminos en la búsqueda del mismo bien Pero si el amor natural es único, ¿A qué se debe la diferencia que encontramos en los modos en que los hombres buscan su felicidad? ¿Qué quiere decir que busquen cosas distintas? ¿No responden todos a un mismo amor natural? A esto se refiere la segunda objeción del artículo que analizamos (I-II, q. 1, a. 7), que objeta que si hubiera un único fin no podría haber los distintos géneros de vida que existen entre los hombres204. Estos existen, por lo que el fin último no es único. La respuesta que da Tomás a este problema es la siguiente: “Los diversos estilos de vida se dan entre los hombres a raíz de las diversas cosas en las que buscan la razón del sumo bien”205

Esta respuesta explica que los hombres buscan lo mismo en distintas cosas. A esta diversidad en la realización práctica del mismo último fin, se refiere el segundo elemento de la comparación con el gusto que trataremos inmediatamente.

204

I-II, q. 1, a. 7, arg. 2: “Praeterea, secundum ultimum finem tota vita hominis regulatur. Si igitur esset unus ultimus finis omnium hominum, sequeretur quod in hominibus non essent diversa studia vivendi. Quod patet esse falsum”. 205 I-II, q. 1, a. 7, ad 2: “Ad secundum dicendum quod diversa studia vivendi contingunt in hominibus propter diversas res in quibus quaeritur ratio summi boni”.

P á g i n a | 93

B. “… pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa” Acabamos de ver que el hombre tiene amor natural a la felicidad. Éste es el amor que está en el origen de todo amor por el que cree encaminarse al bien humano. Como este bien se caracteriza por la racionalidad que lo distingue de los demás amores naturales, este es un amor que implica necesariamente la elaboración de la razón y la libertad de la voluntad. Por eso, en el hombre, el amor natural está abierto a ser realizado de muchas maneras, a través de amores segundos que buscan saciar concretamente la necesidad común. Por eso, aunque “lo dulce es deleitable a todos los gustos”, ya que toda búsqueda de dulzura espiritual tiene su origen en el amor humano que es común a todos los hombres, no todos lo buscan en las mismas cosas, ya que: “lo dulce es deleitable a todos los gustos, pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa.206.

La raíz por la cual el juicio sobre el bien humano se diversifica es explicada por santo Tomás a través de la diferencia de juicio que existe entre los gustos personales de cada hombre, afirmando que aquello que deleita al sentido es lo que es conveniente con él. Como vimos, esta conveniencia: “se debe a dos cosas: a la condición de lo que se propone, y a la del sujeto a quien se propone. Lo conveniente, en efecto, se dice como relación; por eso depende de ambos extremos. A esto se debe que el gusto, si varía su disposición, aprecie de modo distinto una misma cosa como conveniente o como no conveniente”207

Este doble fundamento de la conveniencia es la razón por la cual, aunque el gusto sea el mismo, la diferente disposición que cada uno tiene hace que cada uno juzgue de modo distinto acerca del mismo dulce. Así, por ejemplo, no juzgan de igual modo un sano que un enfermo. Sólo el primero puede gustar debidamente los alimentos, el segundo, al tener afectada su lengua, considera dulce lo que no lo es.

206

I-II, q. 1 art 7, co: (en adelante, si se cita con sólo el artículo se refiere al cuerpo del mismo): “Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium.”. 207 I-II, q. 9, a. 2: “Quod autem aliquid videatur bonum et conveniens, ex duobus contingit, scilicet ex conditione eius quod proponitur, et eius cui proponitur. Conveniens enim secundum relationem dicitur, unde ex utroque extremorum dependet. Et inde est quod gustus diversimode dispositus, non eodem modo accipit aliquid ut conveniens et ut non conveniens”.

P á g i n a | 94 Con esta referencia a la conveniencia personal, santo Tomás nos indica que, para que algo «guste» al individuo, no basta la disposición natural que tiene su sentido hacia lo dulce. Ésta es demasiado indeterminada y no necesariamente hace que a la persona «le guste» ese bien. Para que esto último suceda, y el dulce en cuestión sea significativo para ella y pase a ser principio de un movimiento que lo busque, es necesario algo más. Es necesario que la persona disponga su gusto y lo afine con respecto a ese dulce concreto, de tal modo que éste llegue a ser conveniente con él y pueda ser visto como deleitable para ella. Sólo así la persona se moverá a buscarlo. Por poner un ejemplo, yo reconozco que las frutas abrillantadas son dulces, pero a mí no me gustan y por eso no me interesan ni regaladas. Por eso, aunque responden a la característica que las hace naturalmente dulces, no me moveré a buscarlas porque no “me gustan”, no son convenientes con mi gusto. Al comparar el deseo de felicidad con esta experiencia, santo Tomás nos está indicando que con él sucede algo similar. Como el gusto por lo dulce, también es una tendencia universal que está abierta a que cada individuo la sacie con el «dulce» que «le gusta». Al no determinar necesariamente la voluntad hacia ningún bien concreto, exige que el individuo la interprete y determine en el deseo del bien, o los bienes concretos que, a su juicio, la realizan más perfectamente. Por eso, la referencia a la dulzura nos señala que, para conocer a que se refiere «este hombre» cuando dice que está buscando ser feliz, debemos conocer no sólo aquello a lo que se inclina por naturaleza, sino también a aquello que lo hacer ser distinto a los demás. Es decir, no sólo a partir de sus inclinaciones naturales, sino también a partir de sus gustos personales, que lo orientan hacia ciertos bienes concretos: “el que «este hombre» ponga en «esto particular» su última felicidad, y que «aquél hombre» en «aquello», no conviene a «este» o «aquél» en cuanto es «hombre», puesto que en tal estimación y apetencia difieren los hombres, sino que esto compete a cada uno según que es en sí mismo distinto [aliqualis]. Digo «distinto», según alguna pasión o hábito propio, por lo que si mudan éstos, lo mejor parecerá ser otra cosa distinta”208.

Lo que este importante texto afirma es que el fin último, por el que el «este hombre» se mueve, no es el que le corresponde por «ser hombre». Este fin, que corresponde al 208

Compendium theologiae, lib. 1, cap. 174: “Quod autem in hoc particulari hic homo ultimam suam felicitatem, ille autem in illo ponat, non convenit huic aut illi inquantum est homo, cum in tali aestimatione et appetitu homines differant, sed unicuique hoc competit secundum quod est in se aliqualis. Dico autem aliqualem, secundum aliquam passionem vel habitum: unde si transmutetur, aliud ei optimum videbitur. Et hoc maxime patet in his qui ex passione appetunt aliquid ut optimum, cessante autem passione, ut irae, vel concupiscentiae, non similiter iudicant illud bonum, ut prius. Habitus autem permanentiores sunt, unde firmius perseverant in his quae ex habitu prosequuntur. Tamen quandiu habitus mutari potest, etiam appetitus et aestimatio hominis de ultimo fine mutatur”.

P á g i n a | 95 hombre por su naturaleza específica, sólo brinda principios universales. Al momento de obrar, el fin que interesa considerar es el que motiva la elección del obrar, que busca siempre alcanzar la felicidad. En el momento práctico, el peso de la elección del fin implicado en la acción se determina, no según los principios universales que aseguran la corrección, sino de acuerdo a lo el sujeto considera conveniente para alcanzar lo que él cree que es «ser feliz». Así como lo que deleita al gusto se juzga a partir de la disposición del sentido, que determina la conveniencia que posibilita la experiencia íntima del gustar, del mismo modo, es la disposición del gusto espiritual, que es el afecto, la que determina el modo en que se da la experiencia íntima que, al hacer «gustar» el bien, permite que éste sea «visto» como fin de la acción. De ahí que la la felicidad a la que hace referencia la acción no es la que “conviene a «éste» o «aquél» en cuanto es «hombre»”, sino a aquella que responde que a lo que hace que “cada uno sea en sí mismo distinto. Digo «distinto», según alguna pasión o hábito propio, por lo que si mudan éstos, lo mejor parecerá ser otra cosa distinta” Por lo tanto, este fin del que hablamos no es el que surge de las exigencias metafísicas de la naturaleza humana tal como pueden ser comprendidas en un estudio metafísico. Por el contrario, este fin práctico es el que responde a las disposiciones del afecto, que al afectar a la persona de tal o cual modo, la disponen a juzgar como bueno lo que es conveniente con ellas. Esta raíz afectiva de la búsqueda del bien del que se hace fin de la acción, es la causa por la cual, aunque todos los hombres buscan saciar su gusto espiritual con la dulzura, no todos la busquen en lo mismo sino que, por tener el gusto diversamente dispuesto, “unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa”.

1.

Tal como uno es, así le parece el fin

Esta importancia de las disposiciones afectivas al momento de elegir el fin por el que el hombre se mueve al obrar es lo que expresa el famoso principio que santo Tomás toma de la Ética a Nicómaco: “tal como uno es, así le parece el fin a él”209. Este principio suele aparecer cada vez que santo Tomás habla del juicio sobre el bien al que la persona se ordena cuando realiza una acción. Como acabamos de ver, éste depende de sus hábitos y pasiones propios, que hacen a la persona ser «distinta», es decir irrepetible, singular e incomunicable. Son éstos los que fundan la conveniencia sobre el 209

Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro III, cap. V, 1114 a32. Comentado por santo Tomás en: Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 6.

P á g i n a | 96 bien del que se hace fin, y por eso santo Tomás suele mencionar juntos este principio y el sentido del gusto210. La explicación en el Comentario a la Ética a Nicómaco 211 En el comentario que, como parte de la Ética a Nicómaco, hace de este texto, santo Tomás comienza con una afirmación que guiará todo su comentario a la frase: “Para que algo sea apetecido como bien se requiere previamente que se aprehenda como bien. De ahí que cada uno desea aquello que a sí mismo se le aparece como un bien [unusquisque desiderat id quod apparet sibi esse bonum]”212.

Esta es una afirmación cuya sencillez puede engañarnos. El comentario que le sigue, que es como el desarrollo de esta afirmación, nos permitirá comprender su profundidad. En esta afirmación hay que destacar el final: “cada uno desea aquello que se le aparece a sí mismo como un bien”. Santo Tomás afirma con esto algo muy importante. El bien que perseguimos con nuestro obrar depende, no tanto de la realidad tal como es en sí misma, sino más bien del modo en nosotros la vemos. Esta visión depende de los tres modos en que algo puede aparecérsenos como un bien: la que brota del razonamiento de la razón, y las dos que dependen de disposiciones de nuestra afectividad, la pasión y el hábito. El bien en universal El primer modo en que algo se nos puede aparecer algo como un bien, es “en universal, como considerándolo especulativamente”213. Esta consideración “no sigue alguna disposición particular, sino la capacidad de la razón de razonar sobre el obrar así como lo hace acerca de las cosas de la naturaleza”214. Este es el conocimiento del bien que la razón tiene a partir de los principios universales del “intelecto de los principios”, del que ya hablaremos más abajo, y de la

210

Algunos ejemplos: II-II, q. 24, a. 11; I-II, q. 9 a. 2 co; De virtutibus, q. 5 a. 2; De virtutibus, q. 2 a. 12 co; Super I Cor., cap. 2 l. 3. 211 Sententia Ethic., lib. 6 l. 4 n. 12. 212 Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 1 “Ad hoc igitur quod aliquid appetatur, praeexigitur quod apprehendatur ut bonum. Et inde est quod unusquisque desiderat id quod apparet sibi esse bonum”. 213 Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 4: “in universali, quasi speculativa quadam consideratione”. 214 Ibid. “non consequitur aliquam dispositionem particularem, sed universalem vim rationis syllogizantis in operabilibus sicut et in his quae sunt a natura” .

P á g i n a | 97 ciencia que deduce las consecuencias prácticas de los mismos por medio del razonamiento. Como las acciones son contingentes, este conocimiento universal “no basta para determinar a la razón a asentir a esta o a aquella operación”215. Esto se debe a que tanto el intelecto como la ciencia, tienen por fin el conocer la verdad. Esto implica dos cosas, por un lado que su perfección y rectitud no dependen de la voluntad, por lo que pueden mostrar sin error la verdad sobre el bien, aunque sólo de modo universal; por otro, que no suponen un deseo, por lo que son incapaces de hacer que la persona se mueva al bien que proponen. Por esto último, para que la persona persiga el bien que conoce como verdadero, la razón se ve exigida a trascender el conocimiento universal que brindan los principios y a involucrar al deseo en su mandato final. Sin este paso, su juicio acerca del bien no pasaría de ser una opinión, y no terminaría de mover al hombre a ir en su búsqueda. El hombre podría asentir o no, de acuerdo a la parte de la contradicción que prefiera. Los principios próximos de la razón práctica Dada esta exigencia que la realización de la acción pide a la razón, existe otro conocimiento que bien que es particular y práctico: “El otro modo en que algo puede aparecerse a alguno como bien es por medio de un conocimiento que es de algún modo práctico por comparación a la acción”216

Junto al conocimiento del bien que nos proporcionan los principios universales surge otro que lo concretiza y realiza en la práctica. El hábito de los principios y a la ciencia nos permiten conocer rectamente los fines en cuanto corresponden a las inclinaciones naturales comunes a todos los hombres (“en universal”). Pero como acabamos de ver, este conocimiento, aunque indefectiblemente recto, es insuficiente desde el punto de vista práctico. Por eso, para guiar rectamente el obrar hacia el bien verdadero, es necesario que a los principios especulativos que nos hacen conocer el bien, se añada una perfección de la razón práctica que permita al hombre no sólo comprender la verdad práctica, sino querer

215

Ibid. “Sed quia operabilia sunt contingentia, non cogitur ratio ad assentiendum huic vel illi, sicut accidit in demonstrativis”. 216 Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 5 “Alio modo potest aliquid apparere bonum alicui quasi practica cognitione per comparationem ad opus”.

P á g i n a | 98 llevarla a cabo217. Este hábito, que si está fundado en las virtudes morales se llama prudencia, indicará, mandándolo, cuál es el camino que conviene seguir para alcanzar el fin deseado. A partir de este hábito de la razón práctica se obtiene el segundo modo de conocer el bien, que es el que es aplicado al obrar, que es siempre particular. Como, a diferencia del intelecto, este hábito de la razón no se queda en conocimiento del bien, sino que busca que éste sea realizado, el bien, que por su medio la razón descubre, no queda en ser el reconocimiento de un hecho: «esto es bueno», sino que es aplicado a la persona en forma de un mandato para que ésta lo realice: «Haz esto que es bueno para ti». De ahí que el marco de referencia de este hábito práctico de la razón no sea ya el bien humano que corresponde a la naturaleza común a los hombres, sino la bondad que tiene esta acción con respecto a la situación de quien tiene que obrar, y al fin al que éste se ordena. Por ello, el conocimiento del bien que se necesita no puede obtenerse únicamente de la especulación de la razón. En efecto, para que el hábito de la razón práctica llegue a mover a la persona y mostrarle el bien que le corresponde como individuo, necesita algo más que mero conocimiento, necesita una motivación voluntaria que haga que los principios universales sean queridos. Por ello, para que la razón práctica llegue a su conclusión y pueda mandar el bien que corresponde a la situación concreta de la persona, necesitará apoyarse en principios de otra índole, que al estar fundados en el afecto, sean capaces de mover a la persona. Éstos servirán de principio particular que permitirán a la razón llegar a una conclusión que le permita dar el mandato sobre lo que es debido hacer: «Haz esto que es bueno para ti». El juicio práctico sobre el bien Ahora bien, al entrar en acción, el afecto reacciona ante el bien «tal como es», es decir tal como está dispuesto actualmente por sus pasiones y hábitos propios que incluyen en sí toda la historia de la persona. ¿Qué quiere decir esto y que implicancias prácticas tiene? Que cuando la razón se apoye en ellos para elaborar la respuesta concreta sobre el bien que hay que realizar y mandar como bueno, verá, no lo que objetivamente vería un observador imparcial, sino lo que «ven» sus afectos. Es decir, sólo verá como bueno lo que es conveniente con ellos.

217

De virtutibus, q. 1 a. 7 co: “Habitus vero qui sunt in intellectu speculativo vel practico secundum quod intellectus sequitur voluntatem [fe y prudencia], habent verius rationem virtutis; in quantum per eos homo efficitur non solum potens vel sciens recte agere, sed volens”.

P á g i n a | 99 De este modo, la respuesta que la razón práctica elabora sobre lo que es bueno hacer se funda no sólo en el bien que le presentan los principios universales de la razón natural, sino también, (y al momento de actuar sobre todo), en los bienes a los que se inclinan las disposiciones afectivas que le sirven de principio próximo. Sólo a la luz de esta visión práctica y afectiva del fin la persona es capaz de desear como bueno lo que se le presenta, y elegir la acción que le conviene. Esto quería decir santo Tomás en el con el que comienza el comentario del principio aristotélico que venimos comentando: cada uno desea aquello que a sí mismo se le aparece como un bien [unusquisque desiderat id quod apparet sibi esse bonum]”.

Llegamos así a una importantísima conclusión: el conocimiento que guía la acción por la cual la persona busca su fin último no es el que surge de la especulación sobre la naturaleza, sino que es aquél que surge a partir de lo que el afecto hace aparecer el «bien completísimo» por ser lo máximamente conveniente con mis disposiciones afectivas. Son éstas las que, al gustar de ciertos bienes, fundan la conveniencia que permite ver, según el texto citado en la segunda parte: “en las espirituales, primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce lo que no gusta. Por eso primero dice, «gustad» y luego y «ved»218”.

Nadie conoce lo que no gusta “…nadie conoce lo que no gusta”. ¿Qué quiere decir el santo con esta afirmación? ¿Acaso el afecto puede conocer algo? ¿No es mezclar los ámbitos? ¿No queda la razón olvidada justo en el momento en que más hace falta para guiar la acción? ¿Cómo hay que interpretar este conocimiento del afecto? El apetito es, en sí mismo, ciego, por lo que sin la razón no puede conocer bien alguno. Por el contrario, cuando hablamos de que el apetito hace conocer el bien, nos estamos refiriendo a su capacidad de discernir el bien que le es connatural. Así como el gusto es capaz de discernir, por sí mismo, cuál es la realidad presente en nosotros cuya experiencia puede ser juzgada como “dulce”, del mismo modo el afecto, por la tendencia al bien que le es propia es capaz de discernir qué bien le es connatural. Este discernimiento no se hace a partir de un “conocimiento”. Aunque el apetito sólo pueda tener experiencia del bien a partir de la aprehensión del mismo, sin embargo, el

218

Super Psalmo 33, n. 9: “.In corporalibus namque prius videtur, et postea gustatur; sed in rebus spiritualibus prius gustatur, postea autem videtur; quia nullus cognoscit qui non gustat; et ideo dicit prius, gustate, et postea videte”.

P á g i n a | 100 discernimiento sobre si éste es conveniente o no depende únicamente de su inclinación y del modo en que ésta se halla dispuesta con respecto a él. Si, a partir de esta conveniencia, la realidad en cuestión afecta a la inclinación y la mueve en su búsqueda, la razón la descubrirá como buena y mandará que sea buscada como fin de la acción. El apetito es un cierto pedir, en cuanto es una potencia que tiende a un bien que debe buscar fuera de sí. Para que esto sea posible, ha sido dotado de una capacidad de gustar, esto es de hallar deleitable lo que corresponde a su pedido. Esto es lo que aporta a la razón. Gracias a esta capacidad del apetito, ésta última, que por su propia condición cognoscitiva es incapaz de inclinarse y mover a buscar un bien, puede proponer a la voluntad una verdad que sea no solo indicativa de un bien: “esto es bueno”, sino también imperativa del mismo: “haz esto que es bueno”. Como este conocimiento que la razón tiene del bien depende del modo en que la disposición afectiva responde o no a la realidad conocida, es llamado por santo Tomás, “conocimiento por connaturalidad”, o por “inclinación”, o también “afectivo”. Lo que se quiere indicar con ello es un conocimiento que la razón obtiene a partir de la capacidad del apetito de reaccionar e inclinarse ante el bien que le es connatural. El que se llame a este conocimiento “afectivo” no debe hacernos pensar que santo Tomás considere que exista un conocimiento paralelo al de la razón en la que ésta no participaría. Por el contrario, si es llamado “afectivo” es porque, de modo semejante a lo que sucede con el juicio sobre la dulzura que sólo puede surgir de la experiencia del gusto, el conocimiento práctico sobre el bien que debe mover la acción sólo puede surgir del modo en que reacciona la disposición afectiva, “…porque nadie conoce lo que no gusta”. El doble modo de gustar y el doble modo de ver Esta visión que el hombre puede tener del bien depende del doble modo en que se puede disponerse el afecto humano para gustar un bien: la pasión o el hábito. Por eso, santo Tomás continúa el comentario de la frase “tal como uno es, así le parece el fin a él”, explicando el modo en que ambas disposiciones afectivas nos hacen ver el bien. Este juicio práctico, que depende del modo en que hacen ver los gustos de las disposiciones afectivas, puede darse de dos modos que responden a los dos modos en que el apetito se inclina hacia algo, la pasión y el hábito, según los dos modos en que el apetito puede ser afectado:

P á g i n a | 101 “De un primer modo, algo puede parecer absolutamente y por sí mismo a alguno como bien, y así será visto bajo la razón de fin. De otro modo, puede parecer a alguno algo como bien no absolutamente ni en sí mismo, sino en cuanto ahora lo es”219.

El juicio pasional del bien El segundo modo que santo Tomás menciona, que hace aparecer al individuo un bien en cuanto ahora lo es, es el que depende de la pasión. Como dice en otro lugar, cuando el hombre “está afectado (affectus) por alguna pasión piensa principalmente acerca de las cosas que tienen que ver con ella”220, ya que mientras dura ésta, lo que se considera conveniente depende del modo en que ésta dispone al sujeto. Como la pasión es pasajera, la conveniencia con el bien también lo será. Por eso, cuando el hombre juzga a partir de una pasión, juzga acerca de las cosas en cuanto ahora mismo son un bien. De ahí que cuando el hombre actúa a partir del bien que le muestra la pasión, se mueve hacia lo que ahora se le presenta como bien, sin importar las consecuencias que este acto pueda tener con respecto a otros, ni el orden que pueda haber entre los bienes. Esta característica del juicio que depende de la pasión, se debe a que ésta sólo mira a sí misma y al bien al que se halla dispuesta. Por eso, cuando la razón es dominada por una pasión, tiende a juzgar de acuerdo al modo en que ahora es afectada por ella, sin importarle aquello que, a partir de su conocimiento universal, ve como malo. Así, por ejemplo, el navegante que está dominado por el temor de hundirse, verá ahora como bien el arrojar las mercancías al mar. Si actúa de acuerdo con este miedo, hará lo que en cualquier otra situación vería como un evidente mal221. El gusto del bien connatural A este juicio que ve el bien en cuanto ahora lo es, santo Tomás opone otro, que es el que hace ver algo en sí mismo como un bien. Es el caso del juicio fundado sobre los hábitos que, al fundarse sobre una disposición estable y permanente, no solo indica lo que

219

Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 5: “Et de huiusmodi iudicio nunc philosophus loquitur, quod quidem potest super aliquo ferri, quod sit bonum, dupliciter. Uno modo ut aliquid videatur alicui simpliciter et secundum se bonum; et hoc videtur bonum secundum rationem finis. Alio autem modo ut videatur aliquid alicui bonum non simpliciter et secundum se, sed prout nunc”. 220 II-II, q. 20, a.4. 221 Sententia Ethic., lib. 3, l. 13, n. 6.

P á g i n a | 102 es momentáneamente bueno sino lo que es bueno por sí mismo, absolutamente y a lo cual, por lo tanto, es digno de ordenarse como al propio fin de la vida. Para explicar este influjo de los hábitos sobre el juicio de la razón suele recurrir a nuestro conocido ejemplo del gusto: “Lo propio del hábito es inclinar la potencia a obrar lo que conviene con él en cuanto hace ver como bueno aquello que le es conveniente y malo lo que le repugna. Así como el gusto que juzga los sabores según su disposición, del mismo modo el espíritu (mens) del hombre juzga sobre lo que debe hacer según su disposición habitual, de donde el Filosofo dice en el tercer libro de la Ética que “tal como uno es, así le parece el fin a él”222

Así como el juicio sobre la dulzura depende de la disposición de la lengua, del mismo modo el juicio sobre el bien a realizar depende de la disposición del afecto. Por eso, así como lo que es conveniente con la disposición del sentido del gusto es lo que éste considera dulce y deleitable, lo mismo ocurre con el gusto espiritual: aquello que, gracias al hábito, es amado establemente, pasa a desempeñar, ante el apetito, la función de una forma sobreañadida, que al hacer conveniente con la persona todo aquello que se refiera a él, hace de ello lo sumamente deleitable y, por lo tanto, como una exigencia que debe ser llevada a la práctica223. Para explicar esto, santo Tomás habla del que el hábito se introduce en el apetito al modo de una segunda naturaleza, queriendo indicar con ello que, así como la disposición natural funda una connaturalidad con el bien que hace que éste sea amado, del mismo modo, el hábito, introduciéndose como una disposición sobreañadida, hace que todo lo que le es conveniente pasa a ser considerado y buscado como un bien «connatural» y digno de ser amado. A través de esta “naturaleza” adquirida, se introducirá en los apetitos un nuevo amor, equivalente al natural. Como vimos en el segundo capítulo224, el amor es la disposición afectiva fundamental, que actúa de principio de todo movimiento afectivo, haciendo que el amante se vea arrastrado hacia aquello que ama, con un comportamiento pasivo, similar al que tienen los cuerpos con respecto al lugar que le es connatural.

222

II-II, q. 24, a. 11: “Habitui vero proprium est ut inclinet potentiam ad agendum quod convenit habitui inquantum facit id videri bonum quod ei convenit, malum autem quod ei repugnat. Sicut enim gustus diiudicat sapores secundum suam dispositionem, ita mens hominis diiudicat de aliquo faciendo secundum suam habitualem dispositionem, unde et philosophus dicit, in III Ethic., quod qualis unusquisque est, talis finis videtur ei”. Nótese que es un texto que corresponde al artículo en que santo Tomás se pregunta si la caridad puede perderse. 223 In III Sententiarum, Dis.27, q.1, a. 1: “ita amans, cujus affectus est informatus ipso bono, quod habet rationem finis, quamvis non semper ultimi, inclinatur per amorem ad operandum secundum exigentiam amati; et talis operatio est maxime sibi delectabilis, quasi formae suae conveniens”. 224 Ver Capítulo II, A, 4: El movimiento circular del affectus

P á g i n a | 103 Lo que santo Tomás quiere decir al afirmar que los hábitos actúan al modo de la naturaleza es que los hábitos actúan como lo hace el amor natural. Así como éste funda la atracción hacia lo que es conveniente, que hace que la razón descubra los bienes naturales, del mismo modo, “lo propio del hábito es inclinar la potencia a obrar lo que conviene con él en cuanto hace ver como bueno aquello que le es conveniente y malo lo que le repugna”. Y así como gracias a las inclinaciones naturales la razón juzga indefectiblemente el bien universal humano, pero que no dice nada de “mi felicidad”, del mismo modo, gracias a las inclinaciones de esta “segunda naturaleza”, la razón puede juzgar con precisión qué es aquello que es necesario hacer en concreto para llegar, no solo al “fin correcto, que manda la ley” sino a “mi fin”; “al que me interesa y es capaz de moverme”: bueno será lo que es conviene con mis hábitos, malo lo que les repugna. A partir de esta atracción que produce el bien conveniente al hábito, la inteligencia cobrará un nuevo “sentido”225: “a través del cual se perfecciona la razón particular para estimar rectamente acerca de las intenciones singulares de las acciones”226.

Con ello llegamos a entender porque el juicio sobre nuestro fin es algo que sentimos. No esto sea un sentimiento al que la razón debe dejar sin las «ataduras» de la verdad, sino porque este juicio es un juicio que depende de lo que «somos», es decir de lo que aquello en lo que nos hemos transformado a través de nuestras elecciones, modeladas, a su vez, a partir de aquello que amamos. Tal como somos, así vemos el fin. Tal como son nuestros hábitos, así vemos y juzgamos la realidad. Es a esta raíz afectiva que tiene la aprehensión práctica del bien que motiva nuestro obrar a lo que se refiere la frase de Aristóteles que santo Tomás comenta: “tal como uno es, así le parece el fin”, que, por eso podría también enunciarse así: “según sean los hábitos que determinan establemente a la persona, así le parece el fin, o también, “a uno le parece el fin, según aquello que domina su afecto”, que es decir lo que afirmaba el sed Contra del artículo 5 pero con otras palabras: “aquello en que un hombre descansa como en su fin último domina su afecto, porque de ello toma las normas que regulan toda su vida”.227

225

II-II, q.49, a.1: “prudentia applicat universalem cognitionem ad particularia, quorum est sensus, inde multa quae pertinent ad partem sensitivam requiruntur ad prudentiam. Inter quae est memoria”. 226 Sententia Ethic., lib. 6 l. 7 n. 21 “Et ad istum sensum, idest interiorem, magis pertinet prudentia, per quam perficitur ratio particularis ad recte aestimandum de singularibus intentionibus operabilium”.

P á g i n a | 104 El fin que domina el afecto Como acabamos de ver, al momento de actuar la razón ve como bueno aquello que es conveniente con la disposición del afecto. De ahí que aquello que domina el afecto sea lo que es visto como el mayor bien, al cual hay que ordenarse como a fin y del cual se tomas las reglas de toda la vida. De ahí que la vida de cada uno tome nombre de lo que cada uno elige como bien y de las disposiciones afectivas que le sirven de principio de juicio práctico. Dicho en otras palabras, la vida del hombre toma nombre de aquello que por amar sobre todas las cosas es lo que le sirve de principio a través del cual se mueve a sí mismo: Se llaman obras de la vida aquellas cuyos principios están en quienes obran, como si por sí mismos se impulsaran a tales operaciones. Sucede, de algunas obras, que los hombres poseen, no los principios naturales, como son las potencias naturales, sino también algunos sobreañadidos, como son los hábitos que inclinan a cierto tipo de operaciones «quasi» al modo de la naturaleza, haciendo que las mismas sean deleitables. Por eso se dice, por cierta semejanza, que aquella operación que es deleitable al hombre y la cual se inclina y en la que ocupa y ordena su vida, es llamada vida del hombre. De ahí que se diga que algunos hacen vida lujuriosa y otros vida honesta228.

Tal como somos, así nos parece el fin. Somos lo que amamos. Nuestra vida está edificada sobre aquello que amamos y a lo que cual nos hemos entregado (afficitur), esto es lo que nos hace buenos o malo y nos distingue entre nosotros: “Cada uno considera que es su vida aquello a lo que especialmente se entrega [ad quod maxime afficitur]. Y porque el hombre se entrega especialmente al último fin, es necesario, que las vidas de los hombres se diversifiquen según la diversidad del último fin”229. Tal como el hombre es, así son las cosas a las que se entrega (afficitur) y las que se apega por el afecto, según aquello de Oseas: "Se hicieron abominables, como las cosas que amaron"230.

227

I-II, q. 1, a. 5, s. c. “illud in quo quiescit aliquis sicut in ultimo fine, hominis affectui dominatur, quia ex eo totius vitae suae regulas accipit”. 228 I, q. 18 a. 2 ad 2: “opera vitae dicuntur, quorum principia sunt in operantibus, ut seipsos inducant in tales operationes. Contingit autem aliquorum operum inesse hominibus non solum principia naturalia, ut sunt potentiae naturales; sed etiam quaedam superaddita, ut sunt habitus inclinantes ad quaedam operationum genera quasi per modum naturae, et facientes illas operationes esse delectabiles. Et ex hoc dicitur, quasi per quandam similitudinem, quod illa operatio quae est homini delectabilis, et ad quam inclinatur, et in qua conversatur, et ordinat vitam suam ad ipsam, dicitur vita hominis, unde quidam dicuntur agere vitam luxuriosam, quidam vitam honestam. Et per hunc modum vita contemplativa ab activa distinguitur. Et per hunc etiam modum cognoscere Deum dicitur vita aeterna”. 229 Sententia Ethic., lib. 1 l. 5 n. 4.: “unusquisque id ad quod maxime afficitur reputat vitam suam, sicut philosophus philosophari, venator venari, et sic de aliis. Et quia homo maxime afficitur ad ultimum finem, necesse est, quod vitae diversificentur secundum diversitatem ultimi finis”. 230 Super I Cor., cap. 3 l. 1: “Qualis enim homo est, talibus rebus afficitur et per affectum inhaeret, secundum illud Osee IX, 10: facti sunt abominabiles, sicut ea quae dilexerunt”. Nótese la semejanza literaria con el principio aristotélico.

P á g i n a | 105

2.

La raíz de la grandeza y miseria del hombre

Esta determinación propia que el hombre puede dar al fin al que se halla naturalmente inclinado, es la raíz gracias a la cual el hombre puede determinar su vida para que sea acorde a sus intereses y convicciones más profundas. Por esta capacidad, el hombre es capaz de asumir la dirección de su vida y ser él mismo el artífice de su propio destino. Sin embargo, esta raíz de la grandeza humana, puede ser también el origen de su ruina. Dado que, para permitir la libertad, el amor natural no inclina a ningún bien concreto, su inteligencia puede confundir cuál es el verdadero bien y hacer que la voluntad, que no puede tender a otro bien que el que le presenta la razón, siga un bien que sólo es tal en apariencia. Por eso, la libertad que el hombre tiene para poder determinar de forma personal su amor natural a la felicidad, puede hacer que éste confunda el camino del verdadero bien y que termine buscando aquello que todos buscan, donde nadie puede encontrarlo. Santo Tomás explica esto al responder la primera objeción de la cuestión que analizamos: “Quienes pecan se apartan de aquello en lo que verdaderamente se encuentra la razón de último fin, pero no de la intención del fin último que buscan equivocadamente en otras cosas”231.

Esta explicación del drama que encierra el pecado, se funda en la siguiente distinción en el deseo que los hombres tienen del fin último: En primer lugar, se señala que los que pecan conservan la “intención del fin último”. Ésta es tan universal como la naturaleza que lo motiva, ya que pertenece a lo que la ésta proporciona a todo hombre para que pueda ejercer su libertad. Consiste en el inextinguible deseo de un bien que reúne aquellas notas que ya hemos visto en el primer capítulo: las de ser un bien perfecto y suficiente en el que hombre alcanza la plena alegría total. El segundo elemento señalado en la respuesta, “aquello en lo que verdaderamente se encuentra la razón de último fin”, agrega a este deseo universal una nota más, que es la de su verdad. Ésta consiste, en el terreno práctico, en la adecuación con el apetito recto 232.

231

I-II, q. 1, a. 7, ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod illi qui peccant, avertuntur ab eo in quo vere invenitur ratio ultimi finis, non autem ab ipsa ultimi finis intentione, quam quaerunt falso in aliis rebus”. 232 I-II, q. 57 a. 5 ad 3: “Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum”.

P á g i n a | 106 A la luz de esta distinción, la verdadera felicidad aparece como aquella vida que realmente sacia el deseo del que brota la “intención del fin último” que es común a todos los hombres. Este deseo que une ambos elementos es el que define a los hombres buenos, a quienes, en otro lugar, santo Tomás define como “aquellos que descansan en el bien verdadero”233. Por el contrario, los malos son quienes, movidos por la “intención del fin último”, se han apartado de “aquello en lo que verdaderamente se encuentra”. Confundida porque el bien al que tiende cumple con alguna de las notas que definen la felicidad, la persona abandona el orden universal de la razón y se abandona a la búsqueda de un bien concreto que aparenta ser el verdadero. Así por ejemplo, quienes tienen entregado (afficitur) su afecto a uno de los pecados llamados capitales234. Santo Tomás explica la raíz afectiva de los mismos, como una fallida búsqueda de aquello que sólo proporciona el verdadero bien: “De la razón de ser de la felicidad es, en primer lugar, cierta perfección, pues la felicidad implica el bien perfecto, al que pertenece la excelencia o la fama; y esto es lo que apetece la soberbia o vanagloria. En segundo lugar es de razón de la misma, la suficiencia, que es lo que apetece en las riquezas que la prometen la avaricia. En tercer lugar, de su condición es la alegría, sin la cual no puede darse la felicidad, según se dice en la Ética: y éste lo apetecen la gula y la lujuria”235.

Cuando esta confusión se da, la persona dispondrá su afecto de tal modo que su razón pasará a considerar como bueno aquello que conviene con este bien aparente, relegando al elegirlo el orden natural que descubre a nivel universal. Cuando esto sucede, la persona perderá el rumbo hacia su verdadera felicidad y comenzará a dedicar sus fuerzas en la búsqueda de algo que no la saciará ni la hará plena. A la luz de esta distinción vemos cuál para santo Tomás el drama de los que pecan. La maldad moral no es sólo una forma incorrecta de vivir, o una incapacidad de adaptación a la convivencia humana. El problema del malo es mucho más profundo. Su tragedia no consiste en que haber renunciado a buscar la felicidad. Esto nadie puede hacerlo. Tampoco

233

I-II, q. 34, a. 4, ad 2: “omnis delectatio in hoc est uniformis, quod est quies in aliquo bono, et secundum hoc potest esse regula vel mensura. Nam ille bonus est cuius voluntas quiescit in vero bono; malus autem, cuius voluntas quiescit in malo”. 234 I-II, q. 84 a. 3: “Et sic dicitur vitium capitale ex quo alia vitia oriuntur, et praecipue secundum originem causae finalis, quae est formalis origo, ut supra dictum est”. 235 Ibid. “De cuius ratione est quidem primo quaedam perfectio, nam felicitas est perfectum bonum, ad quod pertinet excellentia vel claritas, quam appetit superbia vel inanis gloria. Secundo de ratione eius est sufficientia, quam appetit avaritia in divitiis eam promittentibus. Tertio est de conditione eius delectatio, sine qua felicitas esse non potest, ut dicitur in I et X Ethic., et hanc appetunt gula et luxuria. Los vicios que faltan se refieren a la huida a los bienes verdaderos por causa de que son obstáculo del amor de otros bienes que provocan otros males: la acedia, la envidia y la ira”.

P á g i n a | 107 consiste en haber renunciado a cumplir con una ley, ya que ésta no le interesa. El drama que se esconde detrás de la falsa libertad de los pecan, es que, al haber elegido en contra de lo que su razón les indicaba como debido, se han desviado del camino que lleva hacia lo que realmente buscan. Por eso, el pecado no es sólo una incorrección. Lo que lo hace un mal es que es humanamente trágico. Esta tragedia consiste en que se esfuerzan y se agitan, entregados a un bien falso, que sólo es una apariencia, un vano espejismo de aquella verdadera felicidad que “buscan equivocadamente en otras cosas”. Por eso san Agustín pudo decir que “No hay nada más infeliz que la felicidad de los que pecan”236. Por lo tanto, no basta con querer la felicidad para ser feliz. También los malos que erran su camino la buscan. Tampoco basta seguir nuestros impulsos, también los peores hombres lo hacen. En otras palabras, no basta con la libertad para ser hombres. Es necesario, además desear de acuerdo a la

verdad que nos exige la búsqueda de la

felicidad que buscamos. Sólo siendo fieles al amor que nos hace hombres y a la libertad que nos distingue del resto del universo visible podremos alcanzar lo que buscamos. Solo así seremos felices de modo auténticamente humano, porque: “Feliz es quien tiene todo lo que desea, y no desea nada malo”237

236 237

II-II, q.40, a.1: “nihil est infelicius felicitate peccantium”. San Agustín, De Trinitate, XIII, 24. C.3: ML 42,1018; Citado en:.I-II, q. 5, a. 8, arg. 3.

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C. “Se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto” El análisis que acabamos de hacer acerca de los dos aspectos de la experiencia de la dulzura nos ha mostrado que los diversos caminos que toman las vidas de los hombres no son más que las diversas realizaciones de una misma búsqueda común. En efecto, “lo dulce es deleitable a todos los gustos”, ya que todos buscan alcanzar la alegría que, como la dulzura, da descanso y deleite al amor natural a la felicidad. Pero esta inclinación a la dulzura, para abarcar los distintos dulces que la persona puede necesitar según su condición particular, no se refiere a ninguno en particular. Como consecuencia de ello, la persona debe ser ella misma la que descubra cuáles son los dulces concretos que sacian este deseo natural. Ahora bien, al descender a esta búsqueda del bien real concreto con cuya posesión se sacia la tendencia natural, la persona no tiene otro criterio de juicio que su “gusto personal”, es decir el modo en que su sentido del gusto esté dispuesto para gustar. Esta dependencia de la subjetividad hace que “unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa”. Alguno podría pensar que esta última afirmación es la renuncia a todo criterio de discernimiento sobre la felicidad que sea capaz de trascender al sujeto. Si es verdad que la dirección de la vida depende de la disposición de nuestro gusto, parecería que debiéramos concluir que, así como “sobre gustos no hay nada escrito”, tampoco puede haberlo sobre la felicidad. Sin embargo, no es ésta la opinión de santo Tomás. Para él sí que puede escribirse algo sobre los gustos. Para él, no todos los gustos dan lo mismo, sino que: “Se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto”. Con esta afirmación santo Tomás nos brinda el tercer elemento de la experiencia del gusto que debemos tener en cuenta para descubrir cuál es el bien que verdaderamente da la felicidad al hombre. La dulzura de los sanos Aunque es verdad que la tendencia natural a buscar la dulzura espiritual depende de un gusto personal, esto no autoriza a pensar que todo da lo mismo. Por el contrario, existe

P á g i n a | 109 una dulzura que es la auténtica. Ésta es aquella que, por estar en conformidad con el amor natural que origina su deseo, es capaz de brindar realmente al gusto espiritual el descanso y deleite que busca. Pero, si lo que cada uno reconoce como más dulce depende de la disposición de su gusto, ¿cómo conocer cuál ésta dulzura? ¿Cómo descubrir cuál es la dulzura que vale para todos si sólo podemos conocerla a partir de lo que cada uno desea? Santo Tomás respondería: “sí, es verdad que lo que cada uno ve como dulce depende del modo en que éste se le aparece. Pero esto no autoriza a decir que, por ejemplo, el enfermo ve bien. Por el contrario, todos sabemos que el gusto debe tomarse de los sanos y que si tenemos que averiguar si algo es dulce no se lo daríamos a probar a un enfermo, porque éste no es capaz de gustar con claridad. Por eso, la dulzura no debe tomarse de cualquiera, sino sólo de los sanos, que tienen su gusto bien dispuesto”. La razón que santo Tomás da de esto es que el gusto del enfermo está corrupto. Por esta razón, como en el ámbito concreto sólo puede conocer qué cosa es dulce partiendo de su propia subjetividad, sólo podrá ver como dulce lo que es conveniente con su mala disposición. Así, no teniendo forma de escapar de su juicio erróneo, terminará yendo en búsqueda de aquello que es dulce sólo para él, pero no según la realidad. Del mismo modo sucede con el deseo de felicidad. Aunque, como el gusto, también responde a un principio natural, al ser éste indeterminado requiere que la persona lo interprete y realice en el deseo de un bien concreto. De ahí que, como éste deseo depende del modo en que puede ver el bien, sólo perseguirá como felicidad aquello que es conveniente con la disposición de su afecto: “Sucede que cuando el gusto de la carne no está bien dispuesto se deleita en un sabor corrupto, y entonces de deleita falsamente: del mismo modo, el afecto del hombre, cuando no está bien ordenado, se deleita en la realidad que no es verdaderamente deleitable; pero si está bien dispuesto, se deleita en el verdadero bien, a saber en el divino”238.

Por lo tanto, así como lo que realmente es dulce lo conoce el sano, del mismo modo el bien verdadero lo conoce quien tiene gusto sano de la felicidad. Este buen gusto no es otra cosa que la disposición de quien ama de acuerdo al principio que origina todo deseo en la persona. Dado que gracias a ésta la persona ve el bien con claridad, este gusto puede ser llamado con toda justicia: el “buen uso de la libertad” 239. 238 239

Super Psalmo 30 n. 16. I-II, q. 55,a. 1, ad 2.

P á g i n a | 110 Así como cada uno considera fin de su vida aquello que es conveniente con los hábitos que dominan su afecto, del mismo modo quien tiene buen gusto será capaz, por la buena disposición de su afecto de ver, sin obstáculos, el bien humano y encaminarse a él como al bien que le es verdaderamente conveniente. A esto se refiere la aplicación que santo Tomás termina haciendo de la experiencia que tenemos del gusto de la dulzura: “De igual modo, conviene considerar como bien completísimo aquél que es apetecido como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto [illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum]”240.

Por eso, quien tenga el gusto bien dispuesto, será capaz de ver con claridad el verdadero bien humano, y podrá dirigir su vida entera hacia él. De este modo, al inclinarse por aquello está en conformidad con sus disposiciones afectivas, alcanzará la felicidad que realmente ama naturalmente y podrá así llegar al verdadero descanso y a la verdadera alegría. Es por esta razón por la cual santo Tomás pone a la alegría como la medida o regla del bien o mal moral241: “Toda alegría (delectatio) es uniforme en esto: en ser descanso en algún bien. De acuerdo a esto puede ser regla y medida. Pues bueno es aquel que descansa en el bien verdadero; malo, en cambio, cuya voluntad descansa en el mal”242.

Para ser un “buen hombre” no basta con realizar lo que es debido, hay que realizar eso con “delectatio”, es decir con alegría, con placer, ya que sólo quien se alegra en la verdad la ama y realiza libremente. Con esta afirmación santo Tomás nos precave de confundir la moralidad con la conformidad con una ley que cualquier observador externo pudiera observar. Por el contrario, la moralidad de los actos humanos es algo mucho más profundo. Es más bien aquella propiedad de los actos que los hace capaces de dar descanso al deseo del hombre. De acuerdo con esto, para saber si alguien es bueno, no bastará con observar si cumple exteriormente con lo que es debido hacer, ya que esto no revela el interior de la persona. Para afirmar esto con certeza, tendremos que ir más allá, y penetrar en la raíz que

240

I-II, q. 1 art 7: “Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium. Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum. Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”. 241 I-II, q. 34, a. 4 “Videtur quod delectatio non sit mensura vel regula boni et mali moralis” 242 I-II, q. 34, a. 4, ad 2: “Ad secundum dicendum quod omnis delectatio in hoc est uniformis, quod est quies in aliquo bono, et secundum hoc potest esse regula vel mensura. Nam ille bonus est cuius voluntas quiescit in vero bono; malus autem, cuius voluntas quiescit in malo”.

P á g i n a | 111 motiva el cumplimiento exterior. Será necesario llegar a la disposición que hace que la persona no sólo cumpla exteriormente la ley, lo cual puede ocurrir por temor al castigo o por alguna recompensa exterior, sino también interiormente, es decir por amor243, por gusto, con alegría. Por eso, sólo la alegría puede revelar que la persona obra libremente, por amor al bien, porque sólo a partir de ella puede conocerse qué obras son las que convienen a la interioridad de la persona. Sólo ella revela la intimidad de la persona y sus convicciones profundas. Todos los demás criterios, sin ella, sólo pueden quedarse en la superficie. Por eso, ya que es la alegría donde se pone de manifiesto lo que alguien ama, lo que alguien es, porque “tal como uno es, así le parece el fin”, sólo podremos conocer que alguien es bueno conociendo aquello que lo alegra. Por eso, para santo Tomás, para hablar de la “bondad” o “maldad” moral de un hombre, no basta con reconocer su capacidad de acomodarse a una ley. Esto solo no dice nada de la persona, ya que el cumplimiento exterior de la ley puede darse también en los esclavos, de quienes revela, más que su bondad, su imposibilidad de liberarse. Si tuvieran la posibilidad de elegir harían otra cosa. Para él, bueno es quien por ser fiel al amor que origina todo deseo, descansa en el bien verdadero, quien, por tener el buen gusto espiritual que causa el amor al verdadero bien, se entrega (afficitur) a él, lo hace el fin último de su propia vida y se alegra en todo lo que es conveniente con él.

1.

La verdadera determinación humana

La alegría verdadera es, por lo tanto, el signo y la medida de la bondad moral. Esta es la conclusión a la que acabamos de llegar. En consecuencia, dado que la verdad de la alegría es la medida de la bondad moral del hombre, lo que nos queda por responder es: ¿cómo descubrir cuál es la verdad de la alegría? La respuesta a esta pregunta se encuentra en la referencia a la rectitud del deseo. Verdadera es la alegría que sigue rectamente el deseo. Ella es la que consigue aquello por lo que todos suspiran.

243

Super Gal., cap. 4 l. 8 “Quantum ad affectum vero, quia nova lex generat affectum amoris, qui pertinet ad libertatem, nam qui amat, ex se movetur. Vetus autem generat affectum timoris, in quo est servitus; qui enim timet, non ex se, sed ex alio movetur: non accepistis spiritum servitutis iterum in timore, et cetera. Rom. VIII, 15”.

P á g i n a | 112 La rectitud Antes de introducir cómo llegamos a conocer el recto camino hacia la verdadera alegría conviene hacer una importante aclaración. Cuando hablamos de rectitud, debemos comprender que lo que hoy tendemos a comprender por ella puede ser algo muy distinto a lo que significaba para santo Tomás. Nuestra experiencia de la rectitud, está signada por la ética centrada en la ley, que ha dominado la época moderna. En ésta, la rectitud consiste en la capacidad de conformarse a un criterio de moralidad que es establecido desde el punto de un observador externo (el juez, el confesor, el legislador, etc.). En una ética semejante, recto será el hombre que se conforma con la ley, que es la que marca lo que es “debido” hacer. Acomodándose a ésta, el hombre realiza lo que en justicia debe a los demás y puede vivir en comunidad244. En tal perspectiva, decir que la rectitud es la capacidad de alegrarse de verdad es una afirmación incomprensible. En el mejor de los casos, podrá aceptarse que la alegría es una ayuda a la rectitud, en cuanto da una motivación para obrar la ley, «pero, -se nos dirá, de ningún modo puede ponerse como fundamento de la rectitud. No puede ponerse la determinación de la verdad en una motivación que busca no el cumplimiento de la ley, sino la satisfacción de un deseo egoísta: ¿Cómo podría sostenerse la ley si cada uno buscara su propia alegría?» La razón por la cual esta afirmación podría ser malentendida, radica en que santo Tomás está planteando el problema desde otra perspectiva. En su ética, el tema central no es la conformidad con la ley que la acción aislada pueda tener, sino la adecuación que ésta tiene con el verdadero deseo de la felicidad que se manifiesta en la alegría. En él, la perspectiva que prima es la de la persona que actúa. Para él, la ética no es otra cosa que el estudio por el cual el hombre se encamina a su fin, que es la felicidad, y bueno es el hombre que la alcanza. Puestos en este punto de vista, la rectitud será la correcta dirección con la que el hombre, al responder adecuadamente a su amor natural, alcanza la verdadera alegría que cierra el círculo abierto por éste. Por eso, para él, rectitud es sinónimo de verdad práctica, a la que justamente define como “conformidad con el apetito recto”, y su signo es la alegría. En esta visión, el problema que la ética se planteará será el dirigir al hombre por el camino recto evitándole los desvíos que puedan apartarlo de su fin. 244

De ahí que la moral se restrinja a lo social y reserve las acciones privadas al ámbito de la consciencia individual, donde no pueden darse leyes universales.

P á g i n a | 113 El principio humano de rectitud Pero entonces, si la rectitud hace referencia al modo auténtico de dirigirse al bien verdadero, ¿cómo podemos conocer si estamos en el camino verdadero? Para responder a esta pregunta no podremos apoyarnos en una receta dada de antemano que pretenda ser válida para todos. Esto olvidaría que el bien humano se realiza de muy diversas maneras y que sólo puede ser auténtico si se desarrolla en la libertad. Pero tampoco podrá hacerse depender esta rectitud del juicio personal sobre el bien. Como hemos visto, al momento de obrar, el hombre persigue sólo aquello que, a partir de la conveniencia que tiene con sus disposiciones afectivas, se le aparece a sí como un bien. Por eso, aun cuando la inclinación que funda esta búsqueda del bien responda a un principio natural, esto no bastará para que tal deseo sea recto, ya que puede ocurrir que éste, debido a la mala disposición en que se funda, haga ver como bueno lo que no lo es. Queda entonces, como único camino posible para conocer el bien al que el hombre debe encaminar su amor natural, estudiar a qué bienes se dirigen cada una de las inclinaciones naturales, ya que éstas, al mismo tiempo que no pueden fallar en su deseo, pertenecen a la persona como algo propio que no le viene de afuera. Pero entonces surge otra pregunta: si no hay acto humano que no parta de una inclinación natural, ¿cómo descubrir el modo en que deben ser seguidas para conducirnos de modo auténtico al bien humano? O en otras palabras, si todo hombre al obra sigue su naturaleza, ¿con que derecho se dice que existen hombres mejores que otros? ¿Cómo puede defenderse que exista un bien natural mejor que otro? ¿Qué criterio que sea común al deseo de todos los hombres puede aplicarse para juzgar sobre la rectitud de los actos de cada uno? Santo Tomás responde que aunque cada uno pueda esgrimir que al moverse está siguiendo una inclinación natural, no puede negar que su razón le indica un orden y una medida que debe observar. Por ello, por más que tenga libertad para seguir sus inclinaciones, no por eso puede descuidar que debe hacerlo según que la medida que le marca su razón: “Así como la razón en el hombre domina e impera a las demás potencias, así conviene que todas las inclinaciones naturales y todas las potencias que correspondientes se ordenen

P á g i n a | 114 según la razón. De donde para todos es recto, que según las razón se dirijan todas las inclinaciones de los hombres”245

En conclusión, aunque todo acto tenga como principio un deseo natural solo será recto el que lo hace según la medida de la razón que indica el modo, el orden y la intensidad en que debe seguirse cada deseo para alcanzar el bien humano total. Por lo tanto, para conocer cuál es el bien recto debemos recurrir, no sólo al deseo de los bienes a los que inclinan las inclinaciones naturales, sino también al ordenamiento que reconoce y establece entre ellos la razón, potencia que domina a todas las demás. La mediación de la razón La razón de esto es que, como hemos visto más arriba, el bien humano se distingue de todos los otros bienes connaturales. Al corresponder a un ser espiritual que no está atado a la materia, su condición de bien único no excluye que pueda ser realizado en infinidad de formas concretas. Como consecuencia de esta particularidad, solo puede ser buscado prácticamente luego de que la razón lo haya concretizado en el orden de bienes concretos que, a su juicio, lo realizan para esa persona. Esta mediación de la razón, que está en el origen de la libertad, se debe a que ésta es capaz de tocar los dos extremos del deseo humano: por un lado, dada su capacidad natural de descubrir el orden de las inclinaciones, puede indicar cuál es el bien verdadero que corresponde al amor natural a la felicidad; por otro, gracias a su capacidad de descender a lo concreto, puede adaptar este bien a la situación de la persona al momento de actuar. Así, la racionalidad propia del hombre permite establecer un criterio de rectitud, que, al mismo tiempo que indica el bien que es verdadero para todos, es capaz de ser respetuoso de las particularidades en las que este debe ser realizado por cada uno. Gracias a este criterio, único y variable, el bien humano único puede realizarse en la diversidad de personas humanas e indicar los variables caminos por los cada uno de ellos debe dirigirse al mismo destino. Así la razón marca el destino de la vida como lo hace la aguja de la brújula, que, al mismo tiempo que es capaz de adaptarse a las distintas posiciones que presenta la vida de su portador, es invariable en marcar el norte que se debe alcanzar.

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I-II, q. 94, a. 4, ad 3: “Ad tertium dicendum quod, sicut ratio in homine dominatur et imperat aliis potentiis, ita oportet quod omnes inclinationes naturales ad alias potentias pertinentes ordinentur secundum rationem. Unde hoc est apud omnes communiter rectum, ut secundum rationem dirigantur omnes hominum inclinations”.

P á g i n a | 115 El obrar propiamente humano En relación con este criterio de rectitud móvil, el obrar propiamente humano también lo es. Dado que es la realización práctica del deseo del bien humano y de las inclinaciones naturales que llevan a él, requiere que la persona determine cada una de sus fuerzas de tal modo que éstas sean capaces de adaptarse a las diversas modalidades que la realización del bien humano plantea en la vida de esa persona. Esta exigencia del obrar humano es la causa por la cual la inclinación natural a la felicidad incluye necesariamente a la razón. En primer lugar como principio universal de rectitud, en cuanto indica a cada una de las inclinaciones naturales el orden e intensidad que son necesarios para no desviarse de él. En segundo lugar, en cuanto se halla impresa en las virtudes, que son los hábitos que permiten que este bien humano pueda ser llevado a la práctica por la persona: “Cualquier cosa se inclina naturalmente a la operación que es conveniente con su forma, como el fuego a calentar. Dado que el alma racional es la forma del hombre, existe en cualquier hombre la inclinación a obrar según la razón. Y esto es obrar según la virtud”246.

Desde esta perspectiva, así como existe un obrar natural al fuego que es el calentar, existe un obrar natural al hombre que es el obrar según la razón. Este obrar natural es el obrar según las virtudes, ya que éstas son la razón en cuanto impresa en cada una de las fuerzas naturales de las que dispone el hombre. Desde esta perspectiva, a causa de que el bien humano sólo puede ser realizado a través de la mediación de la razón, las virtudes se nos presentan como las perfecciones prácticas necesarias para que el hombre pueda realizar prácticamente su bien humano. Esto lo hacen haciendo capaz a la persona a inclinarse y juzgar sobre el bien humano, no solo en cuanto es «hombre», sino también prácticamente, es decir, de acuerdo a las particularidades que surgen de su situación concreta y de sus intereses personales. Gracias a las virtudes, el hombre posee en sí mismo un principio que, al mismo tiempo que se funda en el verdadero bien humano, es capaz de adaptarlo a su propia situación. Estas perfecciones humanas se introducen en los apetitos y en la razón práctica como hábitos que, al determinar al hombre de acuerdo a la razón, lo perfeccionan para actuar racionalmente, de acuerdo al modo en que ha elegido vivir, cualquiera sean las

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I-II, q. 94, a. 3: “Inclinatur autem unumquodque naturaliter ad operationem sibi convenientem secundum suam formam, sicut ignis ad calefaciendum. Unde cum anima rationalis sit propria forma hominis, naturalis inclinatio inest cuilibet homini ad hoc quod agat secundum rationem. Et hoc est agere secundum virtutem”.

P á g i n a | 116 condiciones en que tal vida se dé. Por estas perfecciones, el hombre virtuoso se moverá interiormente al bien de la razón y lo hará el bien que le corresponde como individuo.

2.

El comienzo de la verdadera alegría

Lo que acabamos de ver nos ha mostrado que, para santo Tomás, desear ser feliz es desear ser virtuoso, ya que el amor natural de la felicidad, al incluir esencialmente la referencia al orden que la razón introduce en las inclinaciones humanas, sólo puede realizarse rectamente en las virtudes. Sin embargo, no parece que esto sea un reflejo fiel de la experiencia del obrar humano. Efectivamente, si tal inclinación natural a la virtud existiera, su deseo tendría que ser tan universal como lo es el deseo de la felicidad. No hace falta ser santo Tomás para darse cuenta que esto no es verdad. No todos los hombres buscan la virtud con el mismo deseo con el que buscan la felicidad. Esto nos marca la necesidad de comprender este amor natural de un modo distinto del que el hombre tiene por la felicidad. La realidad nos lo pide. La semillas de la virtud Para comprender este amor natural a la virtud nos ayudará volver a la experiencia del gusto. Más arriba, hemos visto como santo Tomás suele afirmar que el juicio acerca de la verdadera dulzura debe dejarse a los sanos. Lo que se esconde en esta afirmación es la convicción de que el hombre se halla naturalmente dispuesto para juzgar rectamente sobre la misma, pero que, a veces, tal juicio falla debido a la mala disposición del gusto de la persona. De manera semejante, para él, todo hombre es capaz de juzgar naturalmente con rectitud acerca del bien humano y de reconocer que la virtud es algo digno de ser amado. El que luego existan individuos que no obran de acuerdo con esta convicción natural se debe a su mala disposición, que hace que, al tener que poner este amor en práctica, no lo sigan por considerarlo un obstáculo para bienes que, por amar más, considera mejores. Como ejemplo de esta capacidad natural de valorar la virtud, santo Tomás menciona el hecho de que ésta es amada aun por los malos que no la poseen. El que esto sea verdad puede verse a través de un ejemplo sencillo y popular: en las películas todos queremos que ganen los buenos, aun los malos, cuya vida haría pensar que preferirían alentar a quienes son semejantes a ellos.

P á g i n a | 117 Esto se debe, según Tomás, al hecho de que éstos encuentran al virtuoso “conforme con su razón natural”, debido a las semillas de razón que poseen de las virtudes: “Aunque no todos los hombres tengan las virtudes según el hábito completo, las poseen, sin embargo, según ciertas semillas de la razón, por las que, aun quienes no poseen la virtud, aman al virtuoso, como conforme con su razón natural”247.

Este texto nos muestra que para santo Tomás, la causa por la que algunos no aman la virtud, no reside en una incapacidad para conocer la verdad. Desde este punto de vista, todo hombre, aun el que no ha elegido vivir de acuerdo a ella, es capaz de amar la virtud por reconocerla como “conforme con su razón natural”. Esto significa que, gracias a este conocimiento de la verdad, todos los hombres poseen en sí mismos el principio de la vida virtuosa, a la que pueden amar como a un bien connatural. Como este amor es el comienzo del cual surgirá la virtud completa, es llamado, junto con el principio racional que lo funda, “semilla”. Estas semillas indican al hombre los fines de las virtudes que el hombre debe desarrollar si quiere ser feliz. En efecto, aunque el hombre se halle naturalmente inclinado al bien universal que le es connatural, el bien propiamente humano supone que este bien sea concretizado en el deseo de muchos bienes que deben ser ordenados de acuerdo a las necesidades reales del individuo. Es justamente a esta ordenación, que integra cada bien y le da su lugar en el todo de la vida humana, a la que hacen referencia las semillas de la virtud248. Éstas son el modo de seguir las inclinaciones que está de acuerdo a lo que verdaderamente lleva al bien humano, porque son el modo de tender al fin que la razón descubre a partir del orden que existe entre ellas. Por ser naturales, estas semillas, aunque no siempre germinen, siempre estarán, y son la raíz por la cual todos amamos naturalmente, no sólo el objeto de cada una de las tendencias naturales sino también el modo virtuoso de realizarlas: de hecho, no sólo amamos la conservación de la vida sino también la fortaleza de los mártires que la ofrecen por algún bien más grande; no sólo los placeres sensibles, sino la templanza que los pone al servicio de las alegrías espirituales; no sólo la riqueza, sino la justicia que la reparte

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I-II, q. 27, a. 3, ad 4: “licet non omnes homines habeant huiusmodi virtutes secundum habitum completum, habent tamen ea secundum quaedam seminalia rationis, secundum quae, qui non habet virtutem, diligit virtuosum, tanquam suae naturali rationi conformem”. 248 I-II, q. 51, 1: “In appetitivis autem potentiis non est aliquis habitus naturalis secundum inchoationem, ex parte ipsius animae, quantum ad ipsam substantiam habitus, sed solum quantum ad principia quaedam ipsius, sicut principia iuris communis dicuntur esse seminalia virtutum. Et hoc ideo, quia inclinatio ad obiecta propria, quae videtur esse inchoatio habitus, non pertinet ad habitum, sed magis pertinet ad ipsam rationem potentiarum”.

P á g i n a | 118 equitativamente; no sólo que se cumpla el deber, sino la prudencia de saberlo realizar con alegría. Apoyado sobre estos principios que posee por naturaleza, el hombre no perderá el rumbo de su vida y descubrirá el camino recto hacia su felicidad. Por eso estos principios, completados y aplicados más concretamente por la ciencia moral, son la «semilla» de toda rectitud moral. Pero al mismo tiempo que señala su condición de origen, este nombre de «semilla» indica, por qué, aunque sea el principio de virtud que todo hombre posee naturalmente, no es capaz de hacer que éste se determine a obrar de acuerdo con ella. Su condición de semilla indica que el amor natural a la virtud que brota de ellas, es sólo una incoación, un principio, no un árbol crecido. Quien lo posee tiene en sí el principio que debe desarrollar pero no la realidad completa. Como consecuencia de su condición germinal, si este amor natural a la virtud no es fortalecido debidamente por la educación y el buen ejemplo de las personas que tienen ascendencia afectiva sobre el sujeto, será superado por el amor de otros bienes, a los que la persona tiene una inclinación más vehemente y sensible y que, por eso, le son más inmediatos. Cuando esto suceda, la persona comenzará a ver el bien de la razón como inconveniente a su felicidad y, en consecuencia, se inclinará a bienes torcidos que, finalmente lo llevarán a la ruina. Por el contrario, si, gracias al ejemplo y la educación recibidos, este amor es elegido y realizado perseverantemente, se transformará en el principio a partir del cual la persona edificará su vida con rectitud, sin perderse por falsos senderos que llevan a la ruina. Esto se producirá porque, gracias a la semilla germinada, la persona desarrollará un gusto personal por la virtud que le permitirá hacer que toda su vida pase a girar de acuerdo al bien verdaderamente humano. El bien de la razón es un deber Aceptada la existencia de estas semillas de virtud, surgen otras preguntas: ¿de dónde surge este amor natural? ¿Cómo es que nacen estas semillas que hasta los malos poseen? ¿Quién las sembró en nuestra razón? Más arriba hemos visto que, para el hombre, tender naturalmente a la felicidad, significa tender a ella de acuerdo a lo que lo distingue y lo constituye, es decir, tal como la razón la comprende naturalmente. Por consiguiente, tender humanamente a la felicidad es lo mismo que decir tender a ella racionalmente. De ahí que, lo que la razón indica como el

P á g i n a | 119 bien verdaderamente humano, no es sólo una de las diferentes opciones que se presentan a la libertad, sino que, por el contrario, aparece a su consciencia como un “deber”, como algo que no puede ser dejado de lado. Como muestra la experiencia, existen actos que se nos presentan a nuestra consciencia como ineludibles o inexcusables, por lo que elegirlos o no supone una toma de posición frente a ella y frente a nosotros mismos. La consciencia no es sino el juicio con el que la razón, que naturalmente se halla inclinada a la verdad, busca mandarnos no desviarnos de ella. Como consecuencia de ello, quien elige en contra de la consciencia, al romper la ligazón entre razón y felicidad que marca el “deber”, se hace a sí mismo un infeliz. Sólo quien obra de acuerdo a lo que su consciencia le marca como bueno, puede responder adecuadamente al deseo humano a la felicidad. Por ello, quien al obrar, elige en contra de lo que su razón le marca como debido, se pone libremente en contra del modo recto de seguir su inclinación y, por lo tanto, en contra de lo que realmente busca. Por más buena intención que afirme tener, no podrá de ningún modo ser bueno, porque por ese camino no podrá ser feliz. El deber, por lo tanto, no es sino el modo “debido” que la razón descubre de realizar el deseo humano de la felicidad. Como sucede con cualquier otro ámbito de la vida, solo aparece como consecuencia de un deseo. Por ejemplo, quien quiere jugar al fútbol “debe” hacerlo de acuerdo al reglamento, pero este “deber” no significa nada para quien no quiere. Esto nos muestra que, lejos de ir en contra de nuestra libertad, el deber es, por el contrario, su necesaria defensa. Así entendido, debe distinguirse cuidadosamente de la “obligación” 249, que a diferencia de “deber”, suele designar la vinculación que una autoridad establece sobre una persona de tal modo que ésta no pueda tender a otra cosa sin caer en una deformidad 250. La confusión entre ambos términos está en la raíz del descrédito en que ha caído el el deber. Es verdad que obrar por obligación puede no ser humano, si al hacerlo la persona al entregar su bien al deseo de otro se hace un esclavo que no es “causa de sí mismo”. Sin embargo, confundiría las cosas quien pensara que lo mismo pasa con el deber. Quien obra por deber, si lo hace por amor al bien de la razón, lo hace por sí mismo, como un hombre libre, que reconoce que su afectividad separada de la razón no puede llevarlo a la felicidad.

249 250

Y del sentido coloquial que damos a la palabra “deber”. Abba, op. cit, p. 198: “La obligación es relativa al superior, preceptor o legislador, no al contenido de la ley”.

P á g i n a | 120 La “ley” natural Este “deber” que marca la razón como el recto modo de seguir las inclinaciones naturales, es lo que santo Tomás llama “ley natural”. Al escuchar hablar de ley, debemos tener cuidado de no caer en otro error. Cuando pensamos en una ley, la primera que nos viene a la memoria es la civil. Ésta manda una conducta que debe observarse para guardar el orden común y no se interesa en los intereses personales del individuo. Por esa razón, para observarla basta con cumplirla exteriormente aunque en el corazón se la odie y considere una imposición. Pero, para Tomás, esta “ley natural” no es otra cosa que el orden que la razón encuentra como el que es debido realizar para ser feliz251. Por eso, no debemos pensar en ella al modo de una ley exterior que es impuesta al hombre como algo que debe cumplir contra su inclinación libre. Si esta es llamada “ley”, es porque es un ordenamiento que el Creador introdujo en la razón para que el hombre lo reconozca como el debido para alcanzar lo que busca con su libertad252, a la que, por lo tanto, no sólo no se opone, sino de la cual es, además, su fuerza y dirección. En efecto, una libertad sin ley natural no sólo no sería recta, si no que ni siquiera sería libre, desde el momento en que no podría hacer que el hombre eligiera bien alguno253. La promulgación de la ley natural Esta “ley” es llamada “natural” porque surge del deseo natural a la felicidad que incluye la referencia a la razón. Como hemos visto, éste es, en el orden práctico, lo que los principios racionales son para la razón especulativa. Al enfrentarse el hombre con la realidad, la razón experimenta que ésta no le es indiferente. Por el contrario, descubre que, a raíz del deseo natural que la voluntad tiene a la felicidad, las cosas que se le presentan la atraen hacia sí. A raíz de esta experiencia, la razón conoce la necesidad de alcanzar aquello a lo que la voluntad tiende y acto seguido, promulga como primer principio de rectitud, la verdad primordial que debe regir el obrar del hombre: «hay que buscar el bien, y evitar el mal».

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I-II, q. 90, a. 2. I-II, q. 90, a. 4, ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod promulgatio legis naturae est ex hoc ipso quod Deus eam mentibus hominum inseruit naturaliter cognoscendam”. 253 I-II q. 17, a. 1, ad 2: “radix libertatis est voluntas sicut subiectum, sed sicut causa, est ratio. Ex hoc enim voluntas libere potest ad diversa ferri, quia ratio potest habere diversas conceptiones boni”. 252

P á g i n a | 121 En este bien que la razón descubre como parte de la inclinación natural de la voluntad se incluye todo lo que la voluntad quiere como bien: no sólo el universal que le corresponde como propio, sino también los bienes concretos de cada una de las potencias que conducen hacia él. Por eso, este deseo natural a la felicidad es una realidad compleja, que incluye la referencia a los bienes de cada una de las potencias en el orden que es necesario respetar para alcanzar el bien perfecto al que la voluntad tiende naturalmente254. Como consecuencia de esto, la razón, al enunciar el primer principio práctico que se refiere al bien, descubre naturalmente que todo aquello a lo que se ordena cada una de las inclinaciones naturales es también un bien y, por lo tanto, algo que es digno de ser realizado y buscado. Así, apoyada sobre el primer principio del bien, la razón enuncia otros principios que, fundados sobre éste, mandan que estos bienes que lo concretizan sean buscados también en el orden que reconoce entre ellos: “Todas aquellas cosas a las que el hombre tiene inclinación natural, son comprendidas naturalmente por la razón como buenas, y por consiguiente, como algo que debe buscarse por medio del obrar y su contrario como algo mal que debe ser evitado. Así pues, según el orden de las inclinaciones naturales, es el orden de los preceptos de la ley natural” 255.

Como se ve, la ley natural se refiere no sólo a las inclinaciones naturales, sino sobre todo al orden que la razón descubre naturalmente entre ellas. Si es verdad que sólo se puede ser feliz a partir de las inclinaciones naturales, no es menos cierto que el seguimiento de éstas puede ser el principio de las mayor de las miserias. Por eso, el deseo de felicidad, a través de su referencia a la razón, incluye también el orden y la medida que deben respetarse entre las diversas inclinaciones para que éstas cooperen juntamente a la realización de la vida feliz. De ahí que este orden está incluido dentro del deseo natural a la felicidad, como su desarrollo concretizado, así como, por ejemplo, el desear ir en auto a Mar del Plata incluye el deseo de cargar los litros de nafta que hagan falta. Al descubrir la necesidad de seguir este orden de las inclinaciones para alcanzar prácticamente el bien humano universal, la razón promulga ese orden como un bien debido, dando lugar a lo que santo Tomás llamó “semillas de razón”. A partir de este descubrimiento, la razón afirma los fines de las virtudes como bienes, haciendo que la voluntad comience a amarlos “como conformes con la razón natural”.

254

I-II, q. 10, a. 1. I-II, q.94, a.2: “omnia illa ad quae homo habet naturalem inclinationem, ratio naturaliter apprehendit ut bona, et per consequens ut opere prosequenda, et contraria eorum ut mala et vitanda. Secundum igitur ordinem inclinationum naturalium, est ordo praeceptorum legis naturae”. 255

P á g i n a | 122 El intelecto de los principios universales Estas semillas son el principio de regulación racional de las potencias cuyo seguimiento engendra las virtudes. Una vez descubiertas por la razón, permanecen en un hábito que santo Tomás llama “intelecto natural de los principios”256. Éste hábito de la razón perfecciona a la persona para que pueda conocer rectamente la verdad práctica que debe realizar con sus acciones. Su fin es hacer que la persona conozca la verdad, no que la ame y quiera257, por lo que, aunque su fin es guiar el obrar, se refiere a él sólo de forma especulativa. Por esta causa, este hábito de la razón puede mostrarle a la voluntad, de forma indefectiblemente recta, el bien verdaderamente humano que ésta debe seguir, ya que, al antecederla, no depende de ella para alcanzar su propia perfección. Gracias a este hábito que la razón posee naturalmente, el hombre posee en sí mismo una chispa, una «scintilla», capaz de permanecer encendida aún en medio de una catástrofe. De este modo se erige como el indestructible refugio para la verdad siempre irradie su luz en el interior del hombre, aun cuando éste haya optado por hacerse amigo de las tinieblas. Sin embargo, al mismo tiempo que marca su grandeza, la independencia que el hábito de los primeros principios tiene con respecto a la voluntad le marca un límite que, sin la ayuda de otros hábitos, jamás podrá trascender. Al orientarse sólo al conocimiento de la realidad no es capaz de hacer que la persona ame y realice prácticamente aquello que descubre como verdadero. De ahí, que aunque él permanezca indefectiblemente recto en sí mismo, no puede evitar la ruina a la que la persona se dirige cuando elige lo que lo contradice. Esta impotencia de los principios universales para mover a la persona a realizar con su obrar la verdad que descubre se funda en tres razones258: En primer lugar, en el hecho de que los principios universales de rectitud tienen como función indicar las exigencias del bien humano que son comunes a todos los hombres. Para poder abarcar todos los casos posibles estos principios están abiertos a todos los casos y circunstancias en los que pueden darse las acciones. En otras palabras, indican bienes que deben realizarse según un orden racional válido para todos, pero no

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I-II, I-II, q. 58, a.5: “Circa principia quidem universalia agibilium, homo recte se habet per naturalem intellectum principiorum, per quem homo cognoscit quod nullum malum est agendum; vel etiam per aliquam scientiam practicam”. 257 De virtutibus, q. 1, a. 7 co. 258 Abba, op.cit, p. 245- 254.

P á g i n a | 123 dicen cómo éste debe ejecutarse de la mejor manera aquí, ahora y para esta persona. Así, por ejemplo, un principio puede indicar que la justicia debe ser realizada en toda circunstancia, pero al no contemplar las particularidades que introducen la diversidad de culturas y sociedades, el individuo, si no lo trasciende de algún modo, no sabrá cómo realizarlo. Esto último sólo puede conocerse con un conocimiento de la situación particular, la prudencia, que los principios no pueden dar en todos sus elementos. En segundo lugar, porque hay principios universales para los cuales no pueden darse leyes positivas de validez universal. Éste es el caso de aquellos que se dirigen al bien del individuo. En éstos el bien que debe ser realizado depende en su rectitud, no sólo del orden natural común a todos, sino también de las características particulares del sujeto en el que deben realizarse. De ahí que el justo medio que les corresponde no puede establecerse de antemano, sino que debe ser concretizado por la razón de cada uno al momento de actuar. Por ejemplo, cómo podría responderse a la siguiente pregunta con una respuesta única para todos: ¿Cuántas porciones de pizza son las que es humano comer? Como consecuencia de esta limitación, estos principios sólo pueden mandar la prohibición de lo que los contradice, pero no acciones positivas suficientemente particularizadas. De ahí que no puedan expresarse sino en forma de mandatos negativos: “no comas de más” A estas dos insuficiencias lógicas de los principios universales, se agrega una tercera, de carácter práctico: éstos sólo marcan una orientación debida en universal que es independiente de las disposiciones actuales del sujeto, porque no se refieren a él como individuo sino como «hombre». Para que la verdad del bien humano sea realizada humanamente se requiere que ésta sea realizada con gusto, es decir elegida libremente, por amor. Esta exigencia hace que si las verdades que marcan los principios universales no son asumida afectivamente por el individuo, el bien al que inclinan se verá como debido, pero no como conveniente; se descubrirá como excelente, pero al no «gustar», no interesará al individuo y no lo moverá a buscarlo. Así, por ejemplo, el principio puede indicar que “el testimonio de la verdad debe ser preferido a todo”, pero si la persona no tiene la fortaleza suficiente, no será capaz de gustar este principio como un camino de libertad, y lo verá, por el contrario, como un limitación de su actuar. Estas tres limitaciones de los principios universales es lo que hace que el hábito que los nuclea sea sólo un semillero y no un jardín de virtudes. Su contenido son principios que indican fines que están de acuerdo al orden natural de las inclinaciones humanas pero que, al no contemplar las particularidades que supone la realización de tales actos, no dicen al hombre concreto cómo alcanzar estos fines con su obrar. Son únicamente los cimientos del

P á g i n a | 124 edificio, no la construcción completa. Indican qué es lo humanamente recto, pero no mueven a realizarlo.

3.

Nadie gusta lo que no ama

Estas tres insuficiencias de los principios universales que acabamos de señalar, provocan la necesidad de desarrollar estas semillas de algún modo. De otro manera, el hombre se quedará en un buen deseo y no llegará a obrar el bien que ama germinalmente. En primer lugar, frente a la primera limitación de los principios universales, que sólo indican el bien humano en universal, es necesario un principio que, manteniendo siempre la dirección recta hacia el fin, muestre cómo éste debe ser realizado en cada una de las acciones que el individuo debe ejecutar desde su situación existencial particular. Frente a la segunda limitación del principio universal, que no puede contemplar las particularidades del individuo, es necesario un principio que, manteniendo siempre el mismo fin común a todos, sea capaz de tener en cuenta también la condición de la persona que debe realizarlo. Finalmente, frente a la tercera limitación del principio universal, que por su índole, no puede hacer que la verdad que propone sea vista como algo deleitable, es decir como algo que, por su significado, es considerado algo que es importante para «mi vida», es necesario un principio que no sólo «mande» un bien como un deber, sino que también haga «gustar» este fin. Estas tres exigencias que la realización práctica del bien humano tiene y que los principios universales no pueden saldar, marcan la necesidad de que existan otros principios de rectitud. Al tener éstos relación no sólo con la verdad natural común, sino también con el sujeto y sus particularidades, pueden hacer que el bien, que la razón presenta universalmente por los principios naturales, se transforme también en principio práctico que oriente la vida de la persona hacia la realización del bien desde su propia subjetividad. Estos principios próximos sólo podrán ser rectos si se apoyan en los principios del intelecto, es decir si son la germinación de las semillas. Sólo a partir de éstas y del amor que engendran, la persona puede comenzar a caminar con rectitud. Pero, por otro lado, sólo podrán hacer que la persona se mueva según ellos si son capaces de trascender las limitaciones de los principios universales, es decir, si son capaces de hacer que la persona no sólo conozca el bien sino que quiera libremente realizarlo.

P á g i n a | 125 Nadie gusta lo que no ama Para comprender como se realiza esta superación de los principios universales debemos recordar algunas cosas que hemos dicho más arriba. Según habíamos visto, para que algo sea apetecido como bien “se requiere previamente que se aprehenda como bien”259. Sin este conocimiento el bien real no será un bien de la persona, que permanecerá delante de él indiferente. Por eso, para que algo pueda ser buscado como fin de la acción, no basta que sea bueno en sí mismo, sino que es necesario que sea “bueno para mí”, o en otras palabras “que se me aparezca como bien”: “De ahí que cada uno desea aquello que a sí mismo se le aparece como un bien”. Ahora bien, según continúa su explicación, al momento de obrar, la persona no elige a partir del conocimiento del bien que puede obtener a partir del razonamiento. Este conocimiento, dada su universalidad, “no basta para determinar a la razón a asentir a esta o a aquella operación260”. Por el contrario, en tal situación, la persona elige a partir de aquello que «le gusta», es decir de acuerdo al modo en que sus disposiciones afectivas le muestran la realidad, que no siempre responde a lo que las cosas realmente son, sino solamente a lo que éstas son para él: buenas si son convenientes, malas si lo contradicen y repugnan. Esto señala la necesidad de que el fin que preexiste en el intelecto, pase a existir también en el afecto: “Los fines del obrar preexisten en nosotros de dos modos: “Primero, por el conocimiento natural del fin del hombre. Este conocimiento natural, según Aristóteles, corresponde al intelecto, que es tanto de los principios prácticos como de los especulativos. En efecto, los principios prácticos son los fines. De otro modo, preexisten en nosotros en cuanto a la afección. Y de este modo, los fines están en nosotros por las virtudes morales, a través de las cuales, el hombre se entrega (afficitur) a vivir justa, fuerte y templadamente, que es como el fin próximo de lo que se obra”261.

Con este nuevo modo de existencia, el fin conocido por el intelecto, tomará las propiedades que poseen las disposiciones afectivas que vimos en la segunda parte: hará 259

Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 1 “Ad hoc igitur quod aliquid appetatur, praeexigitur quod apprehendatur ut bonum. Et inde est quod unusquisque desiderat id quod apparet sibi esse bonum”. 260 Sententia Ethic., lib. 3 l. 13 n. 4. 261 De Ver., 5, 1, co: “finis agibilium praeexistit in nobis dupliciter: scilicet per cognitionem naturalem de fine hominis; quae quidem naturalis cognitio ad intellectum pertinet, secundum Philosophum in VI ethic., qui est principiorum operabilium sicut et speculabilium; principia autem operabilium sunt fines, ut in eodem lib. Dicitur. Alio modo quantum ad affectionem; et sic fines agibilium sunt in nobis per virtutes morales, per quas homo afficitur ad iuste vivendum vel fortiter vel temperate, quod est quasi finis proximus agibilium”.

P á g i n a | 126 que el afecto se “entregue” (afficitur) a la realidad amada haciendo que «guste» como dulce y deleitable lo que le es conveniente y lo «vea» así como un «bien» que es digno de ser perseguido como fin de la propia acción y de la vida. Así, gracias a esta nueva existencia afectiva, el fin natural podrá trascender las limitaciones que posee por su condición universal e intelectual y podrá erigirse en un principio que “inclina la potencia apetitiva al bien conveniente a la razón, que es el fin debido” 262. De este modo, aquello en lo que la persona descansa como en su último fin, habiendo sido modelado por de la verdad de la razón, dará a la persona lo que promete y le permitirá ser buena, es decir, le dará la verdadera alegría, la verdadera dulzura, la verdadera felicidad.

La fuerza «virtus» que nos hace fuertes para vivir en tensión hacia el bien de la razón Como hemos visto, para santo Tomás “bueno es quien se alegra en el bien verdadero263”. Es la alegría la que nos señala que la acción ha sido realizada libremente, con gusto, por amor, como algo que pertenece a la persona como propio. Sin embargo, no cualquier alegría da la felicidad. Para que alguien sea considerado bueno, no basta que realice cosas buenas porque “lo siente así”, no basta que “siga su amor”. La bondad requiera además que el amor que origina la alegría sea ordenado. Sin este ordenamiento, el amor que antecede a la razón solo podría acertar al bien de forma casual, cuando éste conviene transitoriamente con la pasión que domina en ese momento. Pero, además, porque para que la acción buena haga bueno a quien la realiza es necesario que sea elegida como fruto del amor a la vida buena que la razón marca como debido. Es decir, la vida buena requiere que el amor que origina las acciones sea producto de un orden estable que la razón reconoce como debido para alcanzarla. Quien por ejemplo, resistiera el ataque de la policía porque está robando un banco, no haría con ello un acto de fortaleza. Más bien, tal acto, a pesar de su apariencia, sería lo contrario a tal virtud, porque lo esencial de ésta es la capacidad de resistir y atacar lo que va en contra del bien de la razón, que no es compatible con el robo de un banco.

262

I-II, q., 58, a.4: “Primo, ut sit debita intentio finis, et hoc fit per virtutem moralem, quae vim appetitivam inclinat ad bonum conveniens rationi, quod est finis debitus. Secundo, ut homo recte accipiat ea quae sunt ad finem, et hoc non potest esse nisi per rationem recte consiliantem, iudicantem et praecipientem; quod pertinet ad prudentiam et ad virtutes sibi annexas, ut supra dictum est”. Cfr: I-II, q., 57 a.5; I-II, q.,113 a.1 ad 2. 263 I-II, q. 34, a. 4, ad 3 “ille bonus est cuius voluntas quiescit in vero bono”

P á g i n a | 127 Por eso para que la tensión estable al fin debido que constituye la vida buena sea posible, el amor que origina las acciones debe ser algo más que una pasión. Como vimos, ésta no permanece en el sujeto, y no afecta más que momentáneamente al hombre. Cuando el hombre es dominado por la pasión, se ordena al bien de forma efímera, en cuanto ahora es un bien, pero no en cuanto lo es para la vida entera. Por eso, como esta disposición no es estable, la persona vivirá esclava de sus disposiciones momentáneas y no podrá tener una unidad de vida. Hoy querrá una cosa, mañana otra, y así, al no poder edificar una vida coherente que persevere en el deseo de un mismo bien, no será capaz de sostener una vida entregada al bien de la razón y no podrá, por ello, alcanzar la felicidad. Sin embargo, quien sacara de esto la conclusión de que la voluntad debe dominar las pasiones o sentimientos, reprimiéndolos, hasta hacerlos , o que ésta debe lograr que lleguen a abandonar su ímpetu natural, se equivocaría enormemente. Quien hiciera esto estaría yendo contra el verdadero bien humano, iría justamente contra «el deber» que manda su razón264. Aunque sea verdad que el bueno es quien obra de acuerdo a su razón y no se deja llevar por sus pasiones, sin embargo, también es verdad que el bueno es un hombre “apasionado” por el bien. El bueno no sólo debe hacer el bien, sino que, para que esto sea realizado humanamente, debe obrar esto “con pasión”, poniendo en ello todas las fuerzas personales. Pero este apasionamiento, si quiere hacer que el hombre se mantenga en una tensión hacia el fin debido que le permita hacer de este amor su vida, necesita trascender la fugacidad de la pasión. Por eso, para que el hombre se ordene apasionadamente a este fin, es necesario que este amor pasional se imprima en las potencias apetitivas establemente, de modo que la acción buena sea elegida, no como consecuencia de una conveniencia fortuita y pasajera, sino a partir de una tensión estable al fin debido que hace de él el fin de la propia vida. Esto se realiza cuando la persona, gracias a una debida educación en el amor a la verdad, al elegir el bien que la razón reconoce naturalmente, hace que sus apetitos se vayan determinando de acuerdo a este bien. Cuando esto se repite en actos sucesivos, 264

I-II, q. 59 a.5 ad 3°: “bona autem operatio hominis est cum passione, sicut et cum corporis ministerio”. Esta es, por otro lado, la opinión de la tradición cristiana más auténtica: “siguiendo estas afecciones a la buena y recta razón, cuando se aplican donde conviene, ¿quién se atreverá a llamarlas en este caso flaquezas o pasiones viciosas?” (San Agustín, Ciudad de Dios, Libro XIV, Capítulo VII). “El intelecto debe tender todo hacia Dios, fortificado por la tensión de la potencia irascible y encendido por el deseo extremo de la concupiscencia”, Máximo el Confesor, “Comentario al Padre Nuestro”, en Tratados espirituales, Ciudad Nueva, Madrid, 1997, p. 227.

P á g i n a | 128 sucede en los apetitos como cuando una gota cae repetidamente sobre una piedra: su forma queda impresa en aquello que la recibió y la disposición pasa a ser un «hábito», es decir una cualidad difícilmente móvil, que determina la pasividad del apetito de acuerdo a su principio activo. Como en este caso el principio activo será el bien de la razón, la cualidad establecida podrá ser llamada, con toda propiedad, “virtud”, en cuanto es una fuerza, “virtus”, que perfecciona al hombre para que pueda realizar con excelencia aquello que necesita para ser bueno. Gracias a éste habito, el amor al bien de la razón pasará a ser algo estable de la persona, que adquirirá por él una tensión al fin debido semejante a la que produce la inclinación natural. De donde el hábito virtuoso pasará a ser como una segunda naturaleza que determinará y afinará el amor de la primera en el amor de un bien concreto. Y así como la forma de la gota pasa a ser algo de la piedra, el bien de la razón pasará a ser algo de los apetitos, haciendo que éstos reaccionen delante de él como el gusto reacciona delante del bien al que se halla dispuesto. Este nuevo modo de existir el fin racional en nuestro afecto, que es el principio que nos hace gustar de él, es lo que santo Tomás llama virtud moral: “así como el hombre se dispone rectamente con respecto a los principios universales por el intelecto natural o por el hábito de la ciencia, del mismo modo para que se ordene rectamente respecto a los principios particulares del obrar, que son los fines, conviene que se perfeccione por algunos hábitos por los cuales se haga de algún modo connatural al hombre juzgar rectamente del fin. Y esto se hace por la virtud moral. En efecto, el virtuoso juzga rectamente acerca del fin de la virtud, ya que como se dice en la Ética a Nicómaco, «tal como uno, así le parece el fin»”.265

La virtud moral es, entonces, la determinación que, al poner al apetito en tensión estable al fin debido, hará que la persona se incline, de forma permanente, a elegir lo que es conveniente con él, perfeccionándola así para obrar lo que es necesario para alcanzarlo cualesquiera sean las circunstancias dadas. No importa cuál sea el escenario que se le presente a la persona, el amor al bien verdadero que la domina permanecerá siempre el mismo y se constituirá en el principio de la vida feliz. Así, gracias a esta conveniencia estable con el bien racional que introducen las virtudes morales, el fin que preexiste en nosotros por el conocimiento natural del intelecto

265

I-II, q. 58, a. 6: “Et ideo, sicut homo disponitur ad recte se habendum circa principia universalia, per intellectum naturalem vel per habitum scientiae; ita ad hoc quod recte se habeat circa principia particularia agibilium, quae sunt fines, oportet quod perficiatur per aliquos habitus secundum quos fiat quodammodo homini connaturale recte iudicare de fine. Et hoc fit per virtutem moralem, virtuosus enim recte iudicat de fine virtutis, quia qualis unusquisque est, talis finis videtur ei, ut dicitur in III ethic.. Et ideo ad rectam rationem agibilium, quae est prudentia, requiritur quod homo habeat virtutem moralem”.

P á g i n a | 129 de los principios llegará a ser un bien que el apetito considerará connatural, haciendo que la persona pueda «gustar» el bien conveniente que lo realiza en concreto y «ver», por el hábito práctico de la razón que es la prudencia, que es lo que debe hacerse para alcanzarlo: “En las realidades corporales primero se ve y luego se gusta; pero en las espirituales, primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce lo que no gusta. Por eso primero dice, «gustad» y luego «y ved»”266.

Obrar bien el bien A la luz de todo esto, podemos observar que para el santo la virtud no es sino la aplicación al bien de la razón del modo en que cualquier hábito inclina hacia el bien que le es conveniente y que suele explicar a través del principio “tal como uno es, así le parece el fin” y de nuestro conocido ejemplo del gusto que ya tantas veces hemos visto aparecer: “El hábito de la virtud inclina al hombre a obrar rectamente, según que a través de ella tiene recta estimación del fin, ya que como se dice en la Ética: “tal como uno es, así le parece el fin. Así como el gusto juzga acerca del sabor, según que haya sido afectado (affectus) por alguna buena o mala disposición, del mismo modo, aquello que es conveniente (conveniens) al hombre según la disposición habitual que le es inherente, sea ésta buena o mala, es estimado por él como bueno; por el contrario, lo que discrepa con ella, es estimado como malo y repugnante”267.

Originada en el amor al fin debido, la virtud es el fruto maduro cuya semilla son los amores naturales que la razón marca como verdaderos; el principio afectivo próximo que permite ver y amar como bien propio lo que el principio intelectual conoce como debido; la perfección de la persona que la hace capaz de la realización de las acciones excelentes que la llevarán a la felicidad. Gracias a la virtud, el bien humano, que sin ella parece lejano y extraño, es gustado y visto como una dulzura cuyo amor motiva la vida entera de la persona. Así, movida por el amor al bien racional que introduce la virtud, la persona llegará a ser buena. Es decir, podrá obrar bien el bien, es decir de acuerdo no sólo a las exigencias que surgen de su condición humana y del bien que le es connatural, sino también libre y alegremente, por amor:

266

Super Psalmo 33, n. 9. De virtutibus, q. 2 a. 12 co: “habitus virtutis inclinat hominem ad recte agendum, secundum quod per ipsam homo habet rectam aestimationem de fine; quia, ut dicitur in III Ethic. qualis unusquisque est, talis et finis videtur ei. Sicut enim gustus iudicat de sapore, secundum quod est affectus aliqua bona vel mala dispositione, ita id quod est conveniens homini secundum habitualem dispositionem sibi inhaerentem, bonam vel malam, aestimatur ab eo ut bonum; quod autem ab hoc discordat, aestimatur ut malum et repugnans”. 267

P á g i n a | 130 “Puesto que la virtud obra en orden al bien, para la virtud de cualquiera se requiere que se disponga de tal modo que obre bien en orden al bien, esto es voluntaria, pronta y alegremente (delectabiliter), y también firmemente: estas son, efectivamente, las condiciones de la obra virtuosa, que no podrán convenir a ninguna operación a menos que la persona ame el bien a causa del cual obra, dado que el amor es el principio de todas las afecciones voluntarias. En efecto, aquello que es amado, es deseado mientras no se posee, trae alegría cuando se alcanza y provocan tristeza aquellas cosas que impiden poseer al amado. Aquellas cosas que se hacen por amor, se realizan firme, pronta y deleitablemente. Por eso, para la virtud se requiere el amor del bien por el cual obra la virtud. El bien por el que obra la virtud del hombre en cuanto es hombre, es connatural al hombre, por eso el amor de este bien, que es el bien de la razón, inhiere en su voluntad”268

Como se dice en este texto, “para la virtud se requiere el amor del bien por el cual obra la virtud”. Que es lo mismo que decir que sin amor del bien al que se tiende no puede haber virtud. Es decir, el amor no es sólo un adorno que agrega facilidad a la virtud, sino que, por el contrario, el amor es constitutivo de la virtud, ya que es una exigencia del modo humano en que debe realizarse el bien humano. Sin él, la obra buena podrá ser correcta, pero no podrá llamarse virtuosa, ya que no parte de un amor estable al bien por el que obra la virtud. Nacida del amor natural y orientada a producir el orden del amor, la virtud puede ser llamada, con toda razón, un ordo amoris: “cuando decimos que la virtud es un ordo amoris, esto se predica de ella por su causa, no por su esencia. En efecto, no toda virtud es esencialmente un amor, sino que toda virtud se deriva de algún amor ordenado”269

Es el amor que da forma al hábito el que hace que éste sea una fuerza, “virtus”, para el bien. Es el amor el que capacita al individuo para que realice bien el bien humano, es decir, “voluntaria, pronta, alegre y firmemente” lo que la razón natural descubre como camino a la felicidad. Es el amor que la anima quien hace que el bien sea realizado voluntariamente, ya que es el amor el que al unirnos con el amado hace que lo que se

268

De virtutibus, q. 2 a. 2 co: “Cum ergo virtus operetur ad bonum; ad virtutem cuiuslibet requiritur quod sic se habeat quod ad bonum bene operetur, id est voluntarie et prompte et delectabiliter, et etiam firmiter: hae enim sunt conditiones operationis virtuosae, quae non possunt convenire alicui operationi, nisi operans amet bonum propter quod operatur, eo quod amor est principium omnium voluntariarum affectionum.Hae enim sunt conditiones operationis virtuosae, quae non possunt convenire alicui operationi, nisi operans amet bonum propter quod operatur, eo quod amor est principium omnium voluntariarum affectionum.Quod enim amatur, desideratur dum non habetur, et delectationem infert quando habetur et tristitiam ingerunt ea quae ad habendo amatum impediunt. Ea etiam quae ex amore fiunt, et firmiter et prompte et delectabiliter fiunt. Ad virtutem igitur requiritur amor boni ad quod virtus operatur. Bonum autem ad quod operatur virtus quae est hominis in quantum homo, est homini connaturale; unde voluntati eius naturaliter inest huius boni amor, quod est bonum rationis”. 269 De Malo, q. 11, a. 1: “quod amor est principium omnium affectionum, ut patet per Augustinum, XIV De Civ. Dei: et ideo cum dicitur quod virtus est ordo amoris, est praedicatio per causam, non per essentiam; non enim omnis virtus essentialiter est amor, sed omnis affectio virtutis derivatur ex aliquo amore ordinato; et similiter omnis affectio peccati derivatur ab aliquo inordinato amore”.

P á g i n a | 131 refiere a él pase a ser visto como un bien propio, que se elige por sí mismo; es el amor el que hace que la virtud obre fácilmente ya que “hace fáciles y casi triviales las cosas más difíciles y duras”270; es esa misma raíz la que hace que el virtuoso obre alegremente ya que, es la primera y la raíz de todas las afecciones humanas. Con esta aclaración llegamos a lo que para santo Tomás es lo fundamental de la virtud y la razón por la cual le da tanta importancia en su ética. Ésta no es una capacidad de hacer cosas buenas, ni tampoco una costumbre que permite hacer actos de forma repetida, ni mucho menos una capacidad de vencer las inclinaciones. Estas formas de concebir la virtud dejan escapar lo fundamental, justamente aquello que la hace una virtus, una fuerza para el bien. Lo que hace que una disposición afectiva llegue a ser virtud radica en el amor al bien verdadero que funda la “debida intención al fin”271, que permite a la persona encaminarse a él como al fin de la propia vida. La virtud es, entonces, la disposición habitual a amar el fin debido que hace que la potencia apetitiva viva en tensión272 hacia el fin, capacitándola para que, cualquiera sea la circunstancia concreta en la que se realice, elija rectamente. De este modo, a través del amor que la origina y la mueve, la virtud permite a la persona encaminarse humanamente al bien que le corresponde como hombre. Es decir, libremente, como Señor y autor de sus actos, a los que realiza no por una obediencia servil a lo que otro le impone273, sino como fruto de una elección surgida de un amor estable que hace del fin debido el centro de la propia vida. Sin amor, la persona no realizaría las obras de la virtud porque las considera como parte de su vida, como un camino a la alegría, sino como una condición para aquello que en realidad ama y que teme perder por el castigo o alcanzar a través de ella: “A ejecutar actos de virtud se inclinan de muy diversa manera los imperfectos, que todavía no tienen el hábito de la virtud, y los que son perfectos en este hábito; pues los que no tienen aún el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por alguna causa extrínseca; por ejemplo, por el temor de los castigos o por la promesa de ciertas remuneraciones extrínsecas, v.gr., de honor, de riquezas o cosa semejante. En cambio, los

270

San Agustín, Serm. ad popul., serm.70 c.3: ML 38,444, Citado en I-II q, 107 a.4, ad 1°: “omnia saeva et immania facilia et prope nulla efficit amor”. 271 I-II, q., 58, a.4. 272 Este es, según santo Tomás, el sentido etimológico de la palabra: I-II, q. 12 a. 1: “intentio, sicut ipsum nomen sonat, significat in aliquid tendere”. Por otro lado, nos fundamos en lo que el santo ha dicho sobre cómo la intención del fin permanece aunque no se piense en él. (I-II, q. 1, 6, ad 3). 273 I-II, q. 57, a. 5 ad 2: “Ad secundum dicendum quod, cum homo bonum operatur non secundum propriam rationem, sed motus ex consilio alterius; nondum est omnino perfecta operatio ipsius, quantum ad rationem dirigentem, et quantum ad appetitum moventem. Unde si bonum operetur, non tamen simpliciter bene; quod est bene vivere”.

P á g i n a | 132 que tienen el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por amor de ésta, no por alguna pena o remuneración extrínseca”274.

Así, quien obra por amor a la virtud se dirigirá al bien de la razón, no por coacción externa, como quien obedece un mandato, como el esclavo, que por obedecer a su señor debe abandonar aquello que ama, sino como el hombre libre que obra de acuerdo a sus inclinaciones. De este modo, el virtuoso, obrará como un verdadero hombre: no sólo en dirección al verdadero bien humano, sino también, como quien, por obrar de acuerdo a lo que ama, es Señor de sus actos y causa de sí mismo:

4. “Según lo que dice el filósofo Libre es quien es causa de sí mismo. En efecto, obra libremente quien obra a partir sí mismo ( ex seipso agit). Aquello que el hombre obra a partir de un hábito conveniente con su naturaleza, lo obra por sí mismo, porque el hábito inclina al modo de una naturaleza. Si, por el contrario, el hábito repugnara a la naturaleza, el hombre no obraría según lo que él mismo es, sino según alguna corrupción añadida”275. Nadie conoce lo que no gusta Dada la tensión habitual al fin debido que da la virtud, la persona está capacitada para juzgar rectamente cuál es el fin debido que debe motivar su obrar. Cuando el amor al bien que el intelecto de los principios conoce se imprime en forma de hábito en las potencias apetitivas, la persona sabe a dónde debe dirigir su vida, y se hace capaz de inclinarse hacia ello. Con ello da el primer paso fundamental para encaminarse a saciar el amor natural que la mueve hacia la felicidad. Pero, falta algo más. La persona virtuosa, por el hábito de la virtud, no sólo está interesada en cumplir con el fin debido, sino en cómo éste debe ser realizado aquí y ahora para ser fiel a su deseo de felicidad. Por eso, a los hábitos intelectuales que le hacen conocer el fin, y a las virtudes que lo hacen conveniente con los intereses personales del individuo, es necesario agregar un 274

I-II, q.107, a.1, ad 2: “Ad operanda autem virtutum opera aliter inclinantur imperfecti, qui nondum habent virtutis habitum; et aliter illi qui sunt per habitum virtutis perfecti. Illi enim qui nondum habent habitum virtutis, inclinantur ad agendum virtutis opera ex aliqua causa extrinseca, puta ex comminatione poenarum, vel ex promissione aliquarum extrinsecarum remunerationum, puta honoris vel divitiarum vel alicuius huiusmodi. Et ideo lex vetus, quae dabatur imperfectis, idest nondum consecutis gratiam spiritualem, dicebatur lex timoris, inquantum inducebat ad observantiam praeceptorum per comminationem quarundam poenarum. Et dicitur habere temporalia quaedam promissa. Illi autem qui habent virtutem, inclinantur ad virtutis opera agenda propter amorem virtutis, non propter aliquam poenam aut remunerationem extrinsecam. Et ideo lex nova, cuius principalitas consistit in ipsa spirituali gratia indita cordibus, dicitur lex amoris”. 275 I-II, q .108, a.1, ad 2°: “Ad secundum dicendum quod, secundum Philosophum, in I metaphys., liber est qui sui causa est. Ille ergo libere aliquid agit qui ex seipso agit. Quod autem homo agit ex habitu suae naturae convenienti, ex seipso agit, quia habitus inclinat in modum naturae. Si vero habitus esset naturae repugnans, homo non ageret secundum quod est ipse, sed secundum aliquam corruptionem sibi supervenientem”.

P á g i n a | 133 hábito más que, apoyado sobre las inclinaciones afectivas al fin debido, indique imperativamente a la persona los caminos concretos que son necesarios para llegar a él: “Para obrar bien se requieren dos cosas: En primer lugar, que el afecto se incline al bien, lo cual se realiza en nosotros por el hábito de la virtud moral. Segundo, que la razón descubra los caminos para perfeccionar el bien de la virtud, lo cual el Filósofo atribuye a la prudencia”.276

El primer requisito es el que acabamos de ver. Queda ahora ver cómo se da el segundo. La prudencia, perfección de las buenas inclinaciones Para explicar la necesidad de la prudencia santo Tomás recurre a un ejemplo simpático. En cualquier caballo, la capacidad de correr velozmente es indudablemente un don natural. Pero ¿Qué sucedería si el caballo fuera ciego? Santo Tomás responde: “Si el caballo en carrera, fuera ciego, tanto más violentamente se tropezaría y dañaría cuanto más fuerte corriera” 277

Con este ejemplo, santo Tomás explica por qué la virtud natural que algunos pueden tener por nacimiento es insuficiente para fundar la vida buena. Así como en el caballo la velocidad es un peligro si no es acompañada de una buena visión, del mismo modo las inclinaciones naturales, sin la mediación de la razón, tienden a crecer desmedidamente transformándose en un peligro para la persona. Así, por ejemplo, el hombre que por inclinación natural es sereno tenderá a serlo aún cuando las circunstancias exijan actuar de forma urgente y rápida. De ahí que a los hábitos afectivos que hacen gustar el fin, se hace necesario una virtud de la razón que haga ver a cada una de ellos cuál es el orden y la medida que debe observar para no estorbar lo que realmente busca, el bien de la persona a la que pertenece: “Es necesario que en la razón exista alguna virtud intelectual que la perfeccione convenientemente respecto de los medios a elegir para la consecución del fin, y tal virtud es la prudencia. La prudencia, pues, es una virtud necesaria para vivir bien”278.

276

I, q. 113, a.1, ad 2: “Ad secundum dicendum quod ad bene operandum duo requiruntur. Primo quidem, quod affectus inclinetur ad bonum, quod quidem fit in nobis per habitum virtutis moralis.Secundo autem, quod ratio inveniat congruas vias ad perficiendum bonum virtutis, quod quidem Philosophus attribuit prudentiae”. 277 I-II, q. 58, a.4: “Huiusmodi enim inclinatio, quanto est fortior, tanto potest esse periculosior, nisi recta ratio adiungatur, per quam fiat recta electio eorum quae conveniunt ad debitum finem, sicut equus currens, si sit caecus, tanto fortius impingit et laeditur, quanto fortius currit”.

P á g i n a | 134 La finalidad práctica de la prudencia y sus consecuencias Esta finalidad propia de la prudencia es la que hace de ella un hábito práctico, diverso a los demás hábitos de la razón, que se refieren a ella en cuanto es especulativa. A diferencia de la ciencia y del intelecto de los principios, cuyo fin es conocer la verdad, la prudencia es un hábito de la razón que busca hacer que la verdad sea no sólo conocida, sino también realizada por el sujeto en acciones debidamente ordenadas. La prudencia nos hace conocer rectamente lo que debemos obrar, no sólo en cuanto «hombres», como el intelecto de los principios, sino también en cuanto es relevante para nuestra vida concreta, por fundarse también en todo aquello que nos hace «distintos» a los demás. Por eso, la prudencia es definida como la recta razón de lo que debe hacerse (recta ratio agibilium) y esto “no sólo en universal, sino también en particular donde se dan las acciones”279. Este característica del obrar que trata la prudencia, que es siempre particular y contingente280, hace que sus principios no puedan ser reglas definidas totalmente de antemano, como las que pueden darse, por ejemplo, en las matemáticas y demás ciencias universales. Por el contrario, estos deben ser tales que, conservando la tensión al fin debido, sean capaces de adaptarse a la diversidad de realizaciones que estos principios pueden tener. Esta es la razón por la cual santo Tomás afirma que la prudencia no es una ciencia sino más bien un «sentido»281. No como el que nos proporciona el conocimiento de las cosas, sino aquél conocimiento interior por el que conocemos los triángulos singulares que sirven de base para conocer las leyes de los mismos. Por este sentido, “se perfecciona la razón particular para estimar rectamente sobre las intenciones particulares del obrar”282. Esta condición particular de la prudencia explica por qué no basta la ciencia moral para ser virtuoso y por qué muchas personas simples conocen mejor que los moralistas como aplicar con rectitud los principios. Santo Tomás pone como ejemplo de esto lo siguiente:

278

I-II, q., 57, a.5: “necesse est in ratione esse aliquam virtutem intellectualem, per quam perficiatur ratio ad hoc quod convenienter se habeat ad ea quae sunt ad finem. Et haec virtus est prudential”. 279 I-II, q. 58, a. 5: “prudentia est recta ratio agibilium; non autem solum in universali, sed etiam in particulari, in quibus sunt actiones”. 280 Sententia Ethic., lib. 6 l. 7 n. 19. 281 Sententia Ethic., lib. 6, l. 7, n. 21. 282 Sententia Ethic., lib. 6, l. 7, n. 21: “sed sensu interiori, quo percipimus imaginabilia, sicut in mathematicis cognoscimus extremum trigonum, idest singularem triangulum imaginatum, quia etiam illic, idest in mathematicis statur ad aliquod singulare imaginabile, sicut etiam in naturalibus statur ad aliquod singulare sensibile”.

P á g i n a | 135 “Por ejemplo, si algún médico sabe que las carnes suaves se digieren bien y son sanas [ciencia universal], pero ignora cuales carnes son suaves [conocimiento particular práctico], no podrá sanar a nadie. Pero aquel que conoce que las carnes de ave son suaves y sanas, sí que lo podrá hacer”283.

Del mismo modo, para ser prudente es necesario conocer no sólo lo que es verdadero, sino también el modo en que esa verdad se aplica prácticamente aquí y ahora, para lo cual es muy necesaria la experiencia. Incluso, si se diera el caso, “debe preferirse el conocimiento de lo particular, que está más cerca de la operación”284. Los fundamentos afectivos de la prudencia Dada su condición particular para ser prudente no basta el conocimiento que puede obtenerse a partir de la deducción de los principios universales al caso concreto. Esto podrá servirle como un momento del proceso, pero al ser incapaz de trascender el conocimiento universal, no le será suficiente para determinar el bien a realizar. Para llegar a lo particular del obrar se requiere algo más285. Por eso, como vimos, para que la verdad se realizada en el obrar, la razón debe trascender su dominio propio y tomar como principio de razonamiento un principio de otro orden, que le dé la fuerza para realizar su acto propio. Este consiste en un mandato con el que busca mover a la voluntad a que realice lo que descubre como digno de ser realizado. Para que este acto pueda realizar su cometido propio, debe mostrar una verdad que sea, no sólo indicativa del bien, sino también imperativa del mismo. Es decir, no puede en quedar afirmar “esto es algo que vale la pena hacer”, sino que debe mandar: “haz esto”286. Esta condición imperativa de la prudencia, que brota de su finalidad práctica, es la razón por la que requiere un principio que sea capaz de mover a la persona. Este principio es el deseo de la voluntad, que mueve a todas las potencias a su acto, incluida la razón.

283

Sententia Ethic., lib. 6, l. 6, n. 11: “Et inde est, quod quidam non habentes scientiam universalium sunt magis activi circa aliqua particularia, quam illi qui habent universalem scientiam, eo quod sunt in aliis particularibus experti. Puta si aliquis medicus sciat quod carnes leves sunt bene digestibiles et sanae, ignoret autem quales carnes sint leves; non poterit facere sanitatem. Sed ille qui scit quod carnes volatilium sunt leves et sanae, magis poterit sanare”. 284 Ibid: “prudentia est ratio activa, oportet quod prudens habeat utramque notitiam, scilicet et universalium et particularium; vel, si alteram solum contingat ipsum habere, magis debet habere hanc, scilicet notitiam particularium, quae sunt propinquiora operationi”. 285 Esto también debe aplicarse a la consciencia que, a diferencia de la prudencia, “es solo conocimiento” (De Ver., q.17 Art.1 ad 4: Differt autem iudicium conscientiae et liberi arbitrii, quia iudicium conscientiae consistit in pura cognitione, iudicium autem liberi arbitrii in applicatione cognitionis ad affectionem: quod quidem iudicium est iudicium electionis”). 286 I-II, q. 17, a. 1 “Primum autem movens in viribus animae ad exercitium actus, est voluntas, ut supra dictum est. Cum ergo secundum movens non moveat nisi in virtute primi moventis, sequitur quod hoc ipsum quod ratio movet imperando, sit ei ex virtute voluntatis. Unde relinquitur quod imperare sit actus rationis, praesupposito actu voluntatis, in cuius virtute ratio movet per imperium ad exercitium actus”.

P á g i n a | 136 Para que este principio voluntario llegue a ser práctico, no basta la inclinación natural. Aunque la voluntad, y los apetitos que dirige, naturalmente reconozcan los fines naturales como buenos, no bastan éstos para mover a la persona ya que, o no indican los bienes concretos que corresponden a la individualidad de la persona, o no lo hacen de acuerdo al orden y medida debidos. De ahí que para cumplir con su fin propio, que es mover a la persona a actuar la verdad, la prudencia tenga que apoyarse no sólo en la verdad que reconoce a partir del “intelecto” o la “ciencia”287, ni tampoco aquella a la que la inclinan naturalmente sus determinaciones individuales, sino también en un principio afectivo que, al juzgar sobre la realidad de acuerdo a la conveniencia que ésta tenga con él, pueda mostrar en concreto cuál es el bien que debe mover la acción. La necesidad que la prudencia tiene de este conocimiento afectivo particular puede verse a través del modo en que santo Tomás explica la “prudencia” que puede darse, por ejemplo, en un “buen ladrón”. Un ladrón puede ser muy inteligente y astuto en aquello que lleva a su fin y ser capaz de hacer debidamente todo lo que es necesario para alcanzar su fin propio. Por eso lo llamamos “buen ladrón”, porque es capaz de alcanzar con perfección lo que le corresponde como tal. Sin embargo, a pesar de las apariencias, no por eso es prudente. No por ser incapaz de razonar, sino porque su razonamiento práctico al partir de un principio torcido, como es el afecto desordenado al dinero, concluye en el mandato de acciones que son malas. Por eso, aunque posea cierta “prudencia”, en cuanto ordena rectamente su obrar a su fin, ésta será falsa, ya que conducirá a un fin malo288. A la luz de esta prudencia falsa, puede verse que es lo que para santo Tomás define la prudencia verdadera. Ésta no es la capacidad de deducir bien. Aunque es verdad que su acto propio sea un mandato al que llega como fin de un razonamiento, sin embargo, para que sea verdadera no basta la capacidad de razonar bien. Es necesario que la prudencia parta de un principio recto que sólo puede existir a partir de la virtud moral, que inclina el afecto hacia el bien verdadero. Por eso, para que la prudencia sea verdadera, no basta la verdad humana. Es necesario también el amor recto que hace que esta verdad pueda ser un principio práctico concreto que mueva a la persona. Así como el avaro toma como principio de su 287

Ambos hábitos especulativos, no prácticos. II-II, q. 47 a. 13: “Cum enim prudens sit qui bene disponit ea quae sunt agenda propter aliquem bonum finem, ille qui propter malum finem aliqua disponit congruentia illi fini habet falsam prudentiam, inquantum illud quod accipit pro fine non est vere bonum, sed secundum similitudinem, sicut dicitur aliquis bonus latro”. 288

P á g i n a | 137 razonamiento práctico su afecto al dinero, en el virtuoso el amor que sirve de principio próximo de discernimiento es el que se imprime y funda en la virtud moral. Gracias a este principio próximo recto, la prudencia podrá tener una recta estimación del fin y concluir su silogismo práctico con el mandato del bien que realmente es debido hacer: “Para que la razón sea recta en cualquier género se requiere que alguien tenga estimación y juicio acerca de los principios, a partir de los cuales procede la razón. Así, por ejemplo, nadie puede tener estimación recta en geometría a menos que tenga recta razón sobre los principios de la geometría. En lo que corresponde al orden práctico, los principios son los fines, porque de ellos se toma la razón para obrar. Ahora bien, alguien tiene la recta estimación acerca del fin por las virtudes morales, puesto que, como dice el Filósofo, “Tal como uno es, así le parece el fin a él”; así como al virtuoso le parece apetecible, como fin, el bien que está de acuerdo con la virtud; y como al vicioso aquello que corresponde a su vicio; y de manera semejante con el gusto del enfermo y del sano. De donde es necesario que quien tiene prudencia, tenga también las virtudes morales”289.

El amor que discierne bien Esta característica de ser un conocimiento práctico que supone un principio afectivo de razonamiento, hace que la prudencia incluya en su definición el amor de la verdad. A diferencia de los hábitos especulativos, cuya rectitud es independiente de la voluntad, la suya supone necesariamente la del amor que la origina. De ahí que san Agustín haya llamado a la prudencia amor bene discernens, el amor que discierne bien290, en cuanto es la razón que movida por el amor del bien, se mueve a internarse en lo que corresponde al amado291.

289

De virtutibus, q. 5 a. 2: “Ad ipsam autem rectam rationem in quolibet genere requiritur quod aliquis habeat aestimationem et iudicium de principiis, ex quibus ratio illa procedit; sicut in geometricalibus non potest aliquis habere aestimationem rectam, nisi habeat rectam rationem circa principia geometricalia. Principia autem agibilium sunt fines; ex his enim sumitur ratio agendorum. De fine autem habet aliquis rectam existimationem per habitum virtutis moralis; quia, ut Philosophus dicit in III ethic., qualis unusquisque est, talis et finis videtur ei; sicut virtuoso videtur appetibile, ut finis, bonum quod est secundum virtutem; et vitioso illud quod pertinet ad illud vitium; et est simile de gustu infecto et sano. Unde necesse est quod quicumque habet prudentiam, habeat etiam virtutes morales”. Otro texto que pude citarse es el siguiente: Sententia Ethic., lib. 6 l. 10 n. 17. En él, santo Tomás nos da un ejemplo de lo que es el principio afectivo de la acción: “sicut syllogismi speculativi habent sua principia, ita syllogismorum operabilium principium est, quod talis finis sit bonum et optimum, qualiscumque finis sit ille propter quem aliquis operatur, et ponatur, exempli gratia, quodcumque, puta temperato optimum et quasi principium est attingere medium in concupiscentiis tactus: sed quod hoc sit optimum non apparet nisi bono, idest virtuoso, qui habet rectam existimationem de fine, cum virtus moralis faciat rectam intentionem finis”. 290 II-II, q. 47 a.1: “prudentia dicitur esse amor non quidem essentialiter, sed inquantum amor movet ad actum prudentiae. Unde et postea subdit Augustinus quod prudentia est amor bene discernens ea quibus adiuvetur ad tendendum in Deum ab his quibus impediri potest”. 291 I-II, 28, ad 2: “Amans vero dicitur esse in amato secundum apprehensionem inquantum amans non est contentus superficiali apprehensione amati, sed nititur singula quae ad amatum pertinent intrinsecus disquirere, et sic ad interiora eius ingreditur”.

P á g i n a | 138 De este modo, al introducir el amor a la verdad de la razón, la virtud provoca la conveniencia y connaturalidad con el fin debido que hace que la persona pase a considerarlo como el que responde concretamente a su amor natural a la felicidad. Así, por este amor racional, las virtudes proporcionan a la razón los principios particulares que le permiten concluir su razonamiento práctico. Como éste está apoyado sobre la tensión amorosa de la voluntad y los demás apetitos al fin debido, será connaturalmente recto y la persona elegirá lo debido porque esto es lo que es más conveniente a sus inclinaciones afectivas. Gracias a que sus principios son afectivos, la prudencia podrá discernir el bien de acuerdo a lo que es conveniente hacer para lograr el fin humano según las características que corresponden a la persona. De este modo, la persona podrá perfeccionarse en el juicio de lo que debe hacer y pasará a transformarse en la regla práctica concreta de lo que debe hacerse: “Las cosas que son verdaderamente valiosas y deleitables, son las que son juzgadas como tales por el virtuoso, que es la regla de los actos humanos. Así como a cada uno le parece ser máximamente [maxime] elegible la operación que le conviene según el hábito que le es propio, de la misma manera, para el virtuoso es especialmente elegible y valiosa la operación que es conforme con la virtud. Y por eso, en tal operación debe ponerse la felicidad”292.

La verdadera dulzura es aquella que gusta y ve el virtuoso El virtuoso por el hábito de virtud que posee en el afecto, al «gustar» de aquello que es acorde con el amor natural al fin último que origina su deseo, se deleita con lo que realmente deleita al hombre. Y por eso es la regla de los actos humanos, porque así como “se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto”, del mismo modo: “En todas aquellas cosas que pertenecen a las pasiones y operaciones humanas, parece ser lo verdadero lo que así aparece al virtuoso293 que tiene el recto juicio sobre tales cosas, así como el [de gusto]294 sano acerca de lo dulce”295.

Sententia Ethic., lib. 10, l. 9, n. 11: “Ostensum est autem supra multoties, quod illa sunt vere pretiosa et delectabilia, quae talia iudicantur a virtuoso, qui est regula humanorum actuum. Sicut autem unicuique videtur esse maxime eligibilis operatio, quae convenit sibi secundum proprium habitum, ita etiam virtuoso est maxime eligibilis et pretiosa operatio quae est secundum virtutem. Et ideo in tali operatione est ponenda felicitas, non autem in operatione ludi”. 293 El texto latino dice studiosus pero el sentido que le da Tomás es el que traducimos. Ver, por ejemplo, Sententia Libri Ethicorum Lib.3 Lec.10: “dicit quod studioso, id est virtuoso, est voluntabile id quod est voluntabile secundum veritatem”, 294 Así, según el contexto inmediato, Sententia Ethic., lib. 10 l. 9 n. 11: “unusquisque delectatur in eo quod amat; et accidit hoc, quia quidam sunt melius vel peius dispositi secundum rationem. Et idem accidit circa gustum dulcium; quia non videntur eadem dulcia febricitanti qui habet gustum infectum, et sano qui habet gustum bene dispositum” 292

P á g i n a | 139 Es en el virtuoso donde el amor a la verdad ha determinado de tal modo su afecto, que ya no necesita que la verdad le venga dada de afuera, de una ley o un legislador. Por el contrario, en él, la verdad brota de la connaturalidad que constituye la raíz del hábito por el cual juzga sobre el fin ya que, “tal como uno es, así le parece el fin a él”. De ahí que diga santo Tomás que “Las cosas que son verdaderamente valiosas y deleitables, son las que son juzgadas como tales por el virtuoso, que es la regla de los actos humanos”. Para conocer cuál el bien humano verdadero, no basta con estudiar sus condiciones objetivas. Con este estudio no pasaremos de generalidades. La felicidad sólo puede realizarse por el obrar de los hombres concretos. Si queremos saber cuál es el verdadero fin último del hombre, aquél que por responder al amor natural a la felicidad da la alegría verdadera, debemos ir a preguntar al sabio, que en el orden de los bienes humanos es el prudente 296. Es él, quien por tener el “afecto bien dispuesto”

297

, tiene el gusto cuya connaturalidad con el bien debido que

permite «ver» cuál es la dulzura concreta que realmente deleita el amor natural a la dulzura. En su afecto, domina el verdadero fin último, el que es conforme con la razón, porque de él toma las verdaderas reglas de su vida. Él es el bueno, el que por tener el mejor gusto “se alegra en las obras de la virtud”298. Sin embargo, para llegar a la perfección le faltará algo más. Le faltará unir todas sus fuerzas en el amor de un bien perfecto y sumo que satisfaga en plenitud todos sus deseos: No por esto el hombre es sumo, por tener todas las virtudes, sino por esto otro: por tenerlas en el Sumo299

295

Sententia Ethic., lib. 10 l. 8 n. 13 “in omnibus talibus quae pertinent ad passiones et operationes humanas, illud videtur esse verum, quod apparet studioso qui habet rectum iudicium circa talia, sicut sanus circa dulcia”. 296 II-II, q. 47, a.2, ad 1: “prudentia est sapientia in rebus humanis, non autem sapientia simpliciter, quia non est circa causam altissimam simpliciter; est enim circa bonum humanum, homo autem non est optimum eorum quae sunt”. 297 En este texto, santo Tomás está pensando principalmente en la virtud de la caridad. Sólo ella da el amor del verdadero bien completísimo, que es Dios, y sólo ella da la oportunidad de poseerlo; sólo con ella el sistema de virtudes alcanza plena unidad y se mueve perfectamente por amor. La caridad es la única virtud que, por tener por objeto al verdadero bien perfecto del que los demás bienes de las virtudes son meras participaciones, puede dar a cada una su lugar y sentido. Esto es lo que queremos decir cuando la llamamos forma de las virtudes. En el orden natural no existe una virtud que cumpla tal papel, ya que ninguno de los bienes propios de cada una de ellas puede desempeñar tal rol estructural fundamental. Por el contrario, los bienes de las virtudes humanas son bienes limitados que se necesitan mutuamente y que son irreductibles entre sí. Por eso, el fin al que las fuerzas naturales pueden atinar a alcanzar es, como vimos en el primer capítulo, un conjunto de bienes honestos cuyo orden racional realiza el bien humano. En consecuencia, en el orden natural, la unidad que da la prudencia sólo alcanza a ser algo fragmentario, que no acaba de llegar a su plenitud: “Secundus autem gradus virtutum est illarum quae attingunt rationem rectam, non tamen attingunt ad ipsum Deum per caritatem. Hae quidem aliqualiter sunt perfectae per comparationem ad bonum humanum, non tamen sunt simpliciter perfectae, quia non attingunt ad primam regulam, quae est ultimus finis” (De virtutibus, q. 5, a. 2). 298 I-II, q. 34, a. 4: “est bonus et virtuosus qui gaudet in operibus virtutum”. 299 De virtutibus, q. 5 a. 2 ad 18 “non propter hoc homo est summus, quod habet omnes virtutes, sed propter hoc quod habet eas in summo”.

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Conclusión

P á g i n a | 142 “Conviene considerar como bien completísimo aquél que es apetecido como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto”. Con esta frase santo Tomás define su respuesta final a la pregunta sobre si la felicidad que el hombre busca como el fin último de su vida es única. Como hemos visto a lo largo de nuestro trabajo, esta respuesta no puede responderse de forma uniforme. La respuesta no puede ser simplemente que el fin último humano hacia el que se dirigen todos los hombres es único. Si así fuera, estaríamos dejando de lado la capacidad del hombre de ser él mismo el artífice de su felicidad. En consecuencia, la promoción de un modelo de felicidad que se enseñara como el único posible, al no respetar las diferencias existentes entre los hombres, terminaría siendo la imposición de una visión particular sobre las demás, con la consecuente división del mundo entre fuertes y débiles. Para santo Tomás esto sería inaceptable. Para él, lo que define al hombre desde el punto de vista práctico es su capacidad de ser Dueño de sus actos. La libertad de elegir el fin al que dirigir la propia vida es un requisito que la ética, si quiere proponer un verdadero fin humano, no puede descuidar. Pero, por otro lado, si dijéramos que el fin último es totalmente diverso para cada uno; que depende únicamente de lo que la persona considera que lo hará feliz, entonces no podría señalarse que algo es mejor que otro, no habría bien y mal morales y, en definitiva, todo daría lo mismo. La inevitable consecuencia práctica de esta respuesta sería que, a pesar de la aparente libertad que propone, no sería más que el oculto totalitarismo del subjetivismo. En efecto, donde la verdad no puede erigirse como defensa del más débil, sólo queda como única realidad la fuerza. Así, ya sea por el camino de la verdad sin libertad o de la libertad sin verdad, nos encontraríamos con lo mismo: un mundo divido entre quienes imponen su visión de la vida y quienes deben aceptarla servilmente. El fin humano Para evitar estos dos extremos, santo Tomás nos enseña a ponernos en otro ángulo. Éste es el que resulta como consecuencia de la distinción fundamental que hemos visto en la primera parte, sobre los dos modos en que puede hablarse del fin último: por un lado,“in communi”, es decir, en cuanto es aquella realidad perfecta y suficiente a la que tiende el deseo natural de cada uno de los hombres que llamamos “felicidad”; por otro, “según aquello en lo que la razón de último fin es encontrada”, es decir, en cuanto es el bien que la

P á g i n a | 143 persona, por considerarlo aquel al que tiende naturalmente, persigue como al fin último de su propia vida. Gracias a esta distinción, santo Tomás puede afirmar que el fin último al que tienden todos los hombres es único y diverso. Es único en cuanto responde al deseo del bien perfecto y suficiente que amamos naturalmente y que llamamos felicidad y que es el principio de todos los actos voluntarios de todos los hombres. Como este amor es común a todos los hombres es universal y por ello no es capaz por sí mismo de fundar el obrar. De ahí que incluya esencial y necesariamente, como aquello que lo realiza prácticamente, lo que la razón naturalmente reconoce como bueno. Pero también es diverso, porque al incluir esencialmente la intervención de la razón, que concretiza este deseo natural en un orden de bienes que deben ser buscados, el fin último es realizado prácticamente en el deseo de aquellas cosas que, a juicio de la persona, responden a sus necesidades reales, que son siempre particulares. Así, a través de esta mediación de la razón, el fin último natural es determinado de acuerdo a lo que la persona libremente elige y, al hacerse práctico, se diversifica de muchas maneras. Esta necesidad de la razón para hacer del fin natural un fin práctico, es lo que permite que éste sea vivido humanamente, es decir como fruto de una elección motivada por el amor al fin al que se ordenan. Esto, que constituye la grandeza del bien connatural humano y lo distingue de todos los demás bienes connaturales, puede ser, sin embargo también el origen de su miseria. Efectivamente, al mismo tiempo que permite a la persona dirigirse al bien movida por una elección personal, es también la raíz de que la persona pueda dirigirse a otro tipo de bienes que no son los que la razón descubre como verdaderos. En definitiva, entonces, aunque desde el punto de vista de su principio natural el fin último es el mismo para todos los hombres, sin embargo, considerado desde el punto de vista práctico, al momento de obrar, “no todos los hombres coinciden en el último fin, porque unos apetecen las riquezas como bien consumado, otros los placeres, otros cualquier otra cosa”300. Y, sin embargo, aun cuando deba reconocerse esta diversidad práctica, santo Tomás dirá aún en este nivel, el fin último al que los hombres deben tender es único. Éste será “aquél que es apetecido como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto”.

300

I-II, q. 1, a 7, co: “Sed quantum ad id in quo ista ratio invenitur, non omnes homines conveniunt in ultimo fine, nam quidam appetunt divitias tanquam consummatum bonum, quidam autem voluptatem, quidam vero quodcumque aliud”.

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La perspectiva de la persona que actúa Esta referencia a la persona de afecto bien dispuesto como al principio de juicio sobre el verdadero fin último, es de una importancia fundamental. La centralización de la determinación del fin último en la persona de afecto bien dispuesto, nos hace recuperar la antigua “perspectiva del la persona que actúa”301, en la que felicidad, alegría, ley, verdad, virtud, deber, voluntad, placer, amor, afecto, norma no eran sino los distintos elementos de una búsqueda común. Así, esta expresión nos permite ir a la raíz de la causa por la cual, la comprensión de la ética como un camino de felicidad, se perdió en la ética moderna o se la desvirtuó de su significado original: “Identificando esta causa, identificamos el rasgo discriminante que señala la fractura entre la ética antigua o medieval y la ética moderna. Es una fractura que introduce en el significado de los principales términos éticos una incurable equivocidad en virtud de la cual es tan difícil para el moralista moderno entrar en el universo de la ética aristótelica y tomista [...] La diferencia se dio por una modificación del punto de vista principal según el que es elaborada la ética. Lo designaremos como sustitución del antiguo punto de vista de la primera persona o del sujeto agente por el moderno punto de vista de la tercera persona o del observador, del juez, de legislador”302

Las raíces históricas del pérdida del sentido de la felicidad La fractura de la que habla el texto es la que se produce a raíz del cambio de perspectiva que se da en la ética moderna y cuya raíz más profunda reside en la incapacidad de comprender la relación existente entre felicidad y recto obrar humano. Como consecuencia de esta incomprensión, se producirá el nacimiento de dos modos de comprender la vida humana: uno de ellos insistirá en la necesidad de liberarse de toda moral para poder alcanzar la felicidad; el otro, por el contrario, insistirá en la necesidad de cumplir la ley y la necesidad de subordinar los movimientos afectivos para poder cumplirla. Esta segunda escuela será la que sigan los moralistas y filósofos éticos, en quienes la felicidad pasará a ser un elemento irrelevante o sospechoso de corromper la rectitud moral, que pasará por la conformidad con una ley que determina lo justo y lo que no lo es y que puede ser determinada por un observador externo.

301

Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n° 78. Abba, Felicidad, Vida Buena, Virtud, EIUNSA, Barcelona, 1992, p. 107. A quien seguimos en su exposición: p. 107 – 115 [en cursiva en el original]. 302

P á g i n a | 145 Así se produce un olvido de la felicidad en la ética. Así ocurre, por ejemplo, en Kant, para quien poner la felicidad como fundamento de la moral es hacer de ésta un disfraz del egoísmo, y también en la teología moral católica de la época moderna, cuya doctrina pretendía fundarse en el mismo santo Tomás. De acuerdo con S. Pinckaers303, el problema comienza con la interpretación que hace Ockham de la definición de la libertad de Pedro Lombardo304. Mientras para Tomás la libertad es una facultad de la razón y de la voluntad en el sentido de que procede de ella, para Ockham es así porque las precede. Esto quiere decir que, para él, la libertad es la facultad primera que mueve a las demás a sus actos respectivos, pues podemos elegir conocer o no, obrar o no. De este modo, la libertad deja de ser, como hasta entonces, una respuesta al bien que es aprehendido como conveniente y pasa a ser el poder absoluto de elegir entre los contrarios. Para ello es necesaria una absoluta independencia de toda causa de determinación que no sea la voluntad misma. De este modo, el ideal de la libertad se presenta como la total indiferencia, frente al cual toda motivación o determinación del obrar son vistos como un límite. Unida esta concepción de la libertad a una concepción nominalista de la naturaleza, ésta deja de ser el principio de los movimientos propiamente humanos y se convierte en un obstáculo a vencer. La naturaleza, y el deseo de felicidad que origina, dejan de ser el fin al cual el hombre se dirige y pasan a ser el impedimento que la libertad debe superar. Ya no se trata de seguir los mandatos de la naturaleza para alcanzar la felicidad, sino que estos deben ser dominados por la libertad del modo en que ella misma lo decida soberanamente. Las inclinaciones naturales, que inclinan hacia uno de los contrarios, se transforman así en un estorbo al desarrollo del poder del hombre y son vistos despectivamente como irracionales. Trasladada a Dios, esta doctrina termina afirmando su Omnipotencia por sobre su Sabiduría, con lo que la creación deja de ser el reflejo de su Logos y pasa a serlo de su Poder. Como consecuencia de ello, la ley moral pierde su sentido sapiencial y es entendida como una exigencia arbitraria que es impuesta al hombre por la fuerza. Dado que el hombre es creatura, debe obedecer. Con ello se traslada el centro de la moral, que deja de ser la felicidad, y pasa a ser la obligación a la que la libertad indiferente se debe atener para cumplir con Dios. De este 303

Principalmente Las fuentes de la Moral Cristiana, EUNSA, Pamplona, 2007. Pero es un tema que recorre sus obras como hilo conductor. 304 “El libre albedrío es esa facultad de la razón y de la voluntad por la que elegimos el bien con ayuda de la gracia, o el mal sin esa ayuda” (libro II, dist. 24, cap. 3), Citado por S. Pinckaers, idem, p. 391.

P á g i n a | 146 modo, la virtud pierde su lugar: justo es aquél que cumple con la ley porque lo manda Dios, independientemente del orden de sus inclinaciones. Desencajada de su foco, la moral es transformada es su centro más íntimo. Las acciones dejan de ser vistas como parte de una vida moral encaminada a un fin que les da unidad, y pasan a ser juzgadas en su singularidad por su conformidad con la ley. La ciencia moral se transforma en casuística que juzga acerca de los actos concretos. La virtud sólo aparece en la medida que tiene deberes anejos. Con esta deformación de su marco real, la moral pierde su sentido. Sólo quedan elementos dispersos. Pinckaers pone la imagen de una explosión atómica que despedazó la unidad psicológica del obrar en pedacitos305. Se producen múltiples separaciones y oposiciones: libertad vs. naturaleza, ley y gracia; moral vs. mística; razón vs. fe; individuo vs. sociedad. La espiritualidad se separa en dos: ascética y mística. Finalmente, esta moral de la obligación que se origina en Ockham es la que se verá reflejada en los manuales de moral de los siglos XVII y XVIII. En ellos, la felicidad ya no sólo no entrará, sino que incluso será vista como un elemento sospechoso que puede hacer peligrar la rectitud moral y la obediencia a la ley. En estos ya ni se hablará de un tratado de la Bienaventuranza. De hecho, en el índice de materias de un grande de la moral moderna como San Alfonso María de Ligorio, no se encuentra nada de «beatitudo»306. La ética de la tercera persona De este modo, tanto en el ámbito filosófico como en el de la teología católica de los siglos XVII y XVIII que podríamos considerar adversarios, fundan su pensamiento en una perspectiva común: la centralización de la moralidad en la ley y el olvido de la felicidad como motivo del obrar. A raíz de esta transformación a la que es sometida, la ética deja de ser, como lo era para los antiguos, la sabiduría que muestra el camino que el hombre debe darse a sí mismo para alcanzar el ideal de felicidad que le presenta su razón práctica naturalmente recta. Ahora la moralidad pasa por la conformidad que tienen los actos con respecto a una norma que permitiría a cualquier observador imparcial juzgar sobre su corrección. Los intereses que motivan la acción pasan a un segundo plano en beneficio de la objetividad moral y el cumplimiento del deber.

305 306

S. Pinckaers, idem, p. 295. S. Pinckaers, “La felicidad en la ética de Santo Tomás”, en El evangelio y la moral, EIUNSA, 1992, Barcelona p. 113.

P á g i n a | 147 Concebida de este modo, la ética “debe preocuparse de dar los principios y reglas para determinar la acción justa”307. Lo que se busca es, ante todo, lograr una convivencia en la que cada individuo pueda ejercer su libertad sin dañar a los demás. Esto es asegurado por la norma moral (divina o estatal; natural o convencional) que garantiza la igualdad entre las partes y reclama a los hombres el deber de cumplirla. En un esquema semejante, resulta imposible introducir la felicidad como motivación final de la conducta humana: ¿Qué aporta tal deseo a la corrección de la acción sino una motivación inauténtica de satisfacción personal? Como consecuencia de ello, se produce el desprestigio de los motivos personales del obrar, que son considerados sospechosos por su individualidad, así como de las inclinaciones afectivas, que no entrarían dentro del campo de lo racional y voluntario. Tampoco tienen lugar las virtudes, que son reducidas a una sola, fruto de la reducción del sujeto a la voluntad. Queda únicamente el concepto estoico de virtud, para el cual “no existen las virtudes sino la virtud, o sea, un principio único, simple, indivisible de acción consistente en una actitud del ánimo a conformarse a las leyes morales”308. Este modelo subyacerá a la mayor parte de las éticas modernas, en las que la virtud es concebida como decisión y capacidad fundamental de comportarse según reglas morales. Su nacimiento y naturaleza es asimilada a la costumbre psicológica, y su papel consiste, a lo sumo, en dar facilidad, constancia y agrado a las obras que manda la ley. Como la ética de la primera persona nos hace recuperar la verdad de la ética Frente a tal ética, que se preocupa sólo de la corrección de la acción, la respuesta de santo Tomás de que el bien auténtico es “aquel que es deseado por quien tiene el afecto bien dispuesto”, nos permite volver a ver las cosas desde el punto de vista del sujeto agente. Gracias a este cambio de perspectiva, podemos recuperar las verdaderas preguntas a las que debe responder la ética que son aquellas que se refieren a la finalidad del obrar y a las razones por las cuales dirigirse a ese fin. No basta con responder a la pregunta: ¿qué debo hacer? ¿Qué es lo que me manda la norma moral? Para entender la realidad a la que la ética debe ocuparse también es necesario responder a estas otras: ¿Quién quiero ser? ¿Dónde debo buscar mi felicidad? ¿Cómo realizarla en mi vida? ¿Por qué hay cosas que sé que no debo hacer? ¿Qué sentido tiene ser moral? 307 308

Abba, idem, p. 109. Abba, idem, p. 112.

P á g i n a | 148 Gracias a este cambio de perspectiva, puede superarse la explosión atómica que introdujo la concepción de la ética centrada en la ley y volver a unir todo aquellos pedazos de la realidad que andan dando vueltas. Todos ellos no son sino los distintos elementos de una tendencia natural a la plenitud humana que llamamos felicidad. Es a partir de ella que debemos entender conceptos como deber, ley, libertad, alegría, virtud, naturaleza, razón práctica. Santo Tomás nos enseña que, vistos desde la persona que actúa, los actos humanos son justos y debidos por ser parte de un ideal de vida buena que lleva hacia la felicidad. Obramos porque queremos ser felices, pero esta felicidad que buscamos a través de nuestros actos no puede conseguirse fuera del orden que la razón nos manda y que nuestra consciencia nos muestra como debido. De esta manera, uniendo lo que en la realidad está unido, se supera la visión reductiva de la ética normativa y se da sentido a la norma, ya que, en este esquema, la corrección de la acción surge de la conformidad con la felicidad auténticamente humana. No es la acción un hecho aislado, que debe juzgarse separado de toda motivación personal para asegurar su objetividad, sino que, por el contrario, es justamente esta motivación la que le da su carácter moral en cuanto es parte de una concepción unitaria acerca de la vida que vale la pena vivirse. Desde esta perspectiva, es el sujeto el que da sentido moral a la acción por medio del orden entre los distintos elementos que concibe su razón práctica y que ésta presenta a su voluntad como digno de realizarse. De ahí la importancia que santo Tomás otorga a la virtud, haciéndola el centro de su visión ética. Ésta no es únicamente una fuerza que facilita el cumplir la ley, sino que es la necesaria potenciación de las fuerzas de las que el hombre dispone para realizar las acciones excelentes que requiere la vida verdaderamente feliz. La vida recta implicará, por lo tanto, no sólo «la virtud», concebida como un fortalecimiento de la voluntad para ser fiel a la ley, sino «un organismo de virtudes», en el que cada una de ellas perfecciona cada una de las distintas partes del sujeto que entran en juego para engendrar la acción concreta: razón práctica, voluntad, pasiones. En consecuencia, ser virtuoso consistirá no sólo en ser un hombre correcto que vive en conformidad con la norma, sino en serlo por medio de motivaciones y acciones excelentes que indiquen y realicen en concreto el camino hacia la felicidad que la norma universal propone.

P á g i n a | 149 Para Tomás bueno es quien obra el bien por amor a él. No basta hacer lo que es correcto hacer. A ello debe sumarse el amor al fin debido, que hace que este obrar recto brote de una elección libre y humanamente madura. Para que esto último sea posible son necesarias las virtudes, que permiten «gustar y ver» cuál es el bien verdadero. Por ello, sólo quien tiene el afecto bien dispuesto puede ser feliz en su camino al verdadero bien en el que se encuentra la felicidad.

El gusto como principio del ver La importancia de la persona La importancia que da santo Tomás a la motivación libre del obrar para que éste sea plenamente humano es la causa por la cual su doctrina ética no se detiene en la presentación de fórmulas de rectitud, como en el casuismo, y desemboca en un estudio de la afectividad humana que mueve al hombre. Si la ética debe llevar a la felicidad al hombre, para que ésta cumpla su cometido debe enseñarle al hombre concreto no sólo aquello que no puede olvidar para alcanzarla, sino también aquello que es necesario desarrollar para que ésta sea vista como un bien propio que es digno amar como el fin de la propia vida. Esta es la razón por la cual la ética debe ocuparse, en primer lugar, de las verdades universales comunes a todos los hombres que el hombre concreto debe respetar. Si no se ocupara de esto, el hombre, que vive tironeado por sus distintas inclinaciones, no sabría ni podría alcanzar el fin que es debido realizar. Pero para que estas verdades universales lleguen a ser un principio personal de acción, la ética deberá enseñar también el modo en que éstas pueden ser realizadas en actos concretos. Aunque, como ciencia, no puede mover a la voluntad sin la cooperación libre de ésta, sin embargo, por ser práctica, no llegará a su fin, si no hace que el hombre que actúa obre lo que ella reconoce como necesario. Esto último obliga a ocuparse de todos aquellos aspectos de la práctica que no parecen tener relación con la corrección de la acción, pero que son necesarios para que la acción sea finalmente elegida por amor al fin debido. Aquí es donde entra el estudio de los elementos particulares del obrar, sobre los que no puede haber ciencia, por ser contingentes y propios de cada persona, pero que pueden ser considerados en sus elementos comunes.

P á g i n a | 150 Aquí es donde entra la importancia del estudio de la afectividad; del círculo que su movimiento describe: amor – deseo – alegría; de las disposiciones habituales que introduce en los apetitos. Es este último elemento que santo Tomás describe a través de la analogía con el sentido del gusto. El gusto espiritual entra así en la ética como aquello que explica el modo en que el hombre bueno se encamina al bien auténtico que realmente hace feliz. Así como cada uno va detrás de lo que por ser conveniente a sus disposiciones afectivas, ama y gusta, del mismo modo lo hace el virtuoso. Así lo que diferencia a uno del otro es que al segundo éstas lo llevan a lo que realmente está buscando en el fondo de su corazón. Por eso, cuando tenga que explicar cómo, aun reconociendo que cada persona busca como fin aquello que ama y elige para sí, no puede decirse que existan muchos fines legítimos sino uno sólo, santo Tomás recurrirá al gusto y su experiencia. La experiencia del gusto En la experiencia que, por el gusto, tenemos de la dulzura, encontramos, en primer lugar, que responde a una inclinación natural humana por la cual todos los hombres coinciden en desear lo dulce. Ahora bien, la experiencia nos muestra también que, al momento en que cada uno de ellos busca realizar esta tendencia, difieren acerca de qué es lo que la sacia de la mejor manera. Por ello, aunque todos coinciden en buscar lo dulce, no todos coinciden en la búsqueda de los mismos dulces. Finalmente, santo Tomás nos dice que, a pesar de que la búsqueda de los dulces depende del gusto personal de cada uno, puede establecerse una regla a partir de la cuál conocer cuál es el verdadero dulce: es aquél que es deseado por quien tiene el gusto bien dispuesto. Estos tres elementos que nos aporta la experiencia de la dulzura que tenemos a través del sentido del gusto, nos permite comprender por qué, a pesar de la libertad que existe en el modo en que cada hombre se dirige prácticamente a su fin último natural, sin embargo, no todo deseo personal es auténtico. La aplicación al fin último La determinación que hace cada persona de aquello que considera su fin último, puede compararse a la sensación del gustar la dulzura, porque así como por este sentido tenemos experiencia de la realidad según su presencia intrínseca en nosotros, del mismo

P á g i n a | 151 modo el bien que se considera perfecto depende de la experiencia íntima de la realidad, que se produce por su presencia en el afecto del hombre. ¿Y por qué es necesario el afecto? Para explicarlo santo Tomás recurre otra vez al ejemplo del gusto. Así como para saber si algo es dulce no existe otro camino que la certeza que da la experiencia íntima de la realidad sobre la que juzgamos, del mismo modo, sólo puede conocerse si una cosa es apetecible a partir del modo en que nuestro afecto reacciona ante su presencia íntima: así, será buena si la considera conveniente o mala si le repugna. Sólo a partir de esta experiencia puede descubrirse que la cosa es la que nuestro apetito “pide”, y en consecuencia, qué cosa es la que debemos buscar para saciarlo. La conveniencia a la que se hace referencia es la que se funda en la correlación existente entre los extremos que entran en juego para que la experiencia se dé: la realidad que en sí misma es dulce y la disposición existente en la persona. Cuando una se refiere a la otra como complementaria, entonces hablamos de conveniencia entre las partes. Por lo tanto, la tendencia que cada hombre tiene hacia el bien se funda en una disposición de la persona, que al fundar la conveniencia con ciertas realidades, permite que éstas sean vistas como bienes. Si la disposición que funda el que algo sea visto como bueno es natural, la realidad en cuestión será un bien natural; si, por el contrario, es adquirida, la realidad será vista como un bien de la persona y de su acción. El gusto natural por el bien humano Volviendo a la experiencia del gusto, ésta nos mostraba que toda tendencia a lo dulce está fundada en la disposición natural del gusto humano. Ésta es el fundamento necesario sin el cual no podría existir de ningún modo la experiencia de la dulzura. En efecto, algo sólo puede ser dulce para quien tenga la capacidad natural de descubrirlo. En el caso de los hombres esta capacidad es el sentido del gusto. Del mismo modo, en la búsqueda del fin último, existe una conveniencia fundamental. Es la que surge de la disposición natural del apetito, que funda el amor natural a la felicidad y a partir de la cual la razón puede tener un primer conocimiento del bien. Dado que la inclinación que funda este conocimiento es algo que corresponde a la persona en cuanto es hombre, la razón descubrirá que lo que conviene al apetito según esta inclinación es un bien humano. De este modo, a través de este conocimiento que la razón tiene a partir de la inclinación natural, el hombre puede conocer el fin último al que debe dirigirse por ser parte

P á g i n a | 152 de la naturaleza humana. Este conocimiento será para él la chispa, a través de la cual iluminar todo su camino a la felicidad. Gracias a esta luz natural, la razón podrá conocer cuáles son los bienes concretos que forman el bien humano y en qué orden éstos deben ser buscados. Así tendrá los principios que deben guiar el obrar humano, y podrá constituirse en la regla con la cual encaminar rectamente a la persona hacia la felicidad a la que tiende naturalmente. Sin embargo, la persona descubrirá que este conocimiento natural es insuficiente. En efecto, al momento de actuar, descubrirá que la ley que la razón reconoce naturalmente sólo indica el bien universal que debe buscar en cuanto es “hombre”, pero no aquél que le conviene poner como fin de la acción que se propone que, como la acción que motiva, es siempre particular y contingente y responde a intereses y disposiciones personales . Esto se debe a que, al momento de obrar, el juicio que la razón hace sobre el bien que debe guiar la acción, no brota de los principios que surgen de su razonamiento especulativo. Este conocimiento no depende de su subjetividad, por lo que la persona tiene en él un fundamento inamovible en el que apoyarse para dirigirse al bien auténtico, pero, al mismo tiempo, por ser antecedente al acto libre de la voluntad, no es capaz de hacer que la persona se mueva a los bienes que presenta humanamente, es decir, por propia convicción, por amor. Gracias a los principios naturales la persona conoce el bien que le es debido por ser “hombre”, pero no el que le corresponde como individuo. Por ello, para el conocimiento del bien en el que se pone el fin de la acción, debe agregarse, a estos principios naturales, otros que permitan ver como bueno no sólo lo que conviene a las inclinaciones naturales que fundan los bienes del «hombre», sino también en lo que conviene a la persona en cuanto es alguien «distinto». El conocimiento práctico del bien Esta insuficiencia del conocimiento natural para fundar el conocimiento del fin que debe motivar la acción particular y contingente, es lo que hace que sea necesario introducir una segunda disposición. Como vimos, en la experiencia de la dulzura existe una primera conveniencia que funda que alguien puede reconocer que algo es dulce. Sin embargo, al momento de querer realizar esta inclinación, la persona descubrirá que la inclinación no dice qué dulce es el que debe buscarse. Por eso, la inclinación natural no bastará para que la dulzura de un bien concreto deleite al gusto de una persona y la mueva a salir en su búsqueda. Para que

P á g i n a | 153 esto último sea posible es necesario algo más. También es necesario que esa dulzura concreta «guste» al individuo. Sólo así éste se moverá a buscar el dulce en cuestión. Si esto último no se diera, la dulzura reconocida no tendrá relevancia práctica. Por lo tanto, el individuo sólo puede conocer cuáles son los dulces que merecen ser fines de sus acciones a través de la conveniencia que cada uno de ellos tiene con la disposición de su gusto personal. Sólo así podrá saber si para él «este» o «aquél» son buenos o malos dulces para él. Todas las demás formas de reconocimiento de los dulces podrán ayudar, pero sin esta experiencia, la persona no gozará de comer el dulce en cuestión. Así, por ejemplo, puede ocurrir que el dulce de leche, que nadie duda que es dulce y que los argentinos juzgan como muy bueno, sea para un chino demasiado dulce. En este caso, si un argentino quisiera obligar al chino a comerlo, podría lograr su sometimiento, pero no que éste encuentre alegría en comerlo. De forma semejante, el conocimiento de si algo es lo suficientemente bueno como para ser el fin de la acción de una persona, sólo puede conocerse a partir de la disposición personal del afecto de esa persona. Sólo a partir de la conveniencia o no que ésta tiene con el bien en cuestión, podrá saberse si el bien que se considera verdadero en sí mismo, lo es también para la persona que debe ponerlo como fin de su acción. Esto es lo que expresa el principio aristotélico “tal como uno es, así le parece el fin a él”. En este segundo nivel de conocimiento del bien, la persona depende no ya del conocimiento natural de la razón especulativa, sino de sus «gustos personales». Así como la razón sólo puede mandar a la persona que busque como fin «este dulce» si tal mandato brota de un gusto personal por el dulce en cuestión, del mismo modo, para poder mandar un bien que pueda ser elegido como fin, la razón necesita apoyarse en el modo en que el afecto reacciona ante las diversas cosas que se le presentan. Sólo gracias a la connaturalidad que éste tiene con el bien que le conviene, la razón podrá mandar algo que no sólo sea bueno «en sí mismo», sino también bueno «para mí». Sólo así podrá descubrir una verdad que no sólo indique un bien, «esto es bueno», sino que también sirva de imperativo de la acción «haz esto». Así, gracias a esta segunda conveniencia, el bien que la razón reconoce en universal puede ser obrado humanamente, es decir, elegido por amor, por ser considerado como parte importante de la propia vida y no por alguna otra razón, como podría ser el miedo al castigo o la recompensa que se espera.

P á g i n a | 154 Así como la primera conveniencia se funda en la inclinación natural común a todos los hombres, esta segunda conveniencia se funda en las disposiciones del afecto que hace de la persona «alguien distinto» (aliqualis). Esta realidad que santo Tomás llama afecto se corresponde, según lo indica su etimología, a la capacidad de ser afectado por la realidad. En este sentido, el afecto es aquella parte del hombre que padece la atracción de las cosas, por la cual éste es llevado fuera de sí, hacia lo que las cosas son en sí mismas. Desde este punto de vista, el afecto puede llegar a denominar tanto el movimiento por el que la realidad conocida afecta al hombre, cuanto a la disposición del hombre que lo hace posible. Esta disposición, que hace que la cosa conocida pueda ser vista como buena, puede ser natural, y entonces designará los apetitos en lo que tienen de común en todos los hombres, o adquirida, y, entonces, designará las disposiciones que los distinguen; puede ser habitual, y entonces señalará a las virtudes y los vicios, o puede ser momentánea, y entonces designará a las afecciones y las pasiones. Por otro lado, de acuerdo a la potencia que le sirva de sujeto, podrá ser racional, si es afectado por el bien que presenta la razón, o sensible si lo es por el que presentan los sentidos. Por lo tanto, si el afecto es la parte del hombre por la cual éste es afectado por la realidad y llevado detrás de ella, lo que cada uno verá como bueno dependerá del modo en que las diversas disposiciones afectivas estén ordenadas y afirmadas en la persona. En otras palabras, en lo que la persona “es”: naturaleza común, disposiciones naturales personales, carácter, historia personal, cultura, educación recibida, elecciones pasadas, y todo aquello que lo haya determinado de alguna forma. Esta divergencia que provocan los diversos gustos personales en la visión del bien es lo que hace que, visto desde el punto de vista práctico, aquello que cada uno considera el bien completísimo al cual ordenar la vida sea distinto. Aunque todos, por ser hombres, poseen la mismas inclinaciones humanas, y el mismo orden entre ellas, sin embargo, el diverso modo en que éstas se encuentran dispuestas en cada uno de ellos hace que el bien natural al que inclinan sea visto y considerado de muy diversas maneras. Así, aunque el fin es el mismo, “de acuerdo a lo que cada uno es, así le parecerá el fin a él. ” El amor como principio de la vida Esta función práctica del bien cuya conveniencia domina el afecto es lo que busca ilustrar la referencia a la dulzura. Ésta es aquello que aquieta, deleita y brinda descanso al gusto. Trasladado esto al gusto espiritual, la dulzura pasa a significar al bien por el cual se

P á g i n a | 155 aman todas las cosas, ya que, como aquella, es también algo último, cuya presencia aquieta, deleita y brinda descanso al afecto. Esta tendencia al deleite, no es otra cosa que la tendencia a poseer aquello a lo que la persona se une por la unión afectiva del amor. Por lo tanto, por medio de la dulzura, santo Tomás hace referencia a “aquello en lo que descansa alguien como en su último fin domina su afecto, porque de él toma las normas que regulan toda su vida”309. Esto que domina el afecto es lo que la persona ama sobre todas las cosas, que, de este modo, se transforma en el principio que anima y explica toda su vida. De este modo, todo el actuar práctico de la persona, su vida, no es sino el desarrollo de las exigencias que le impone aquello que ama. Esta primacía del amor se debe a que éste es la primera y la raíz de todas las afecciones humanas. Por esta primacía que el amor tiene, la presencia del amado en el afecto se hace principio de juicio de todo aquello que el hombre puede elegir y obrar. De este modo, el amor introduce en el afecto un movimiento que santo Tomás describe como el de un círculo: éste comienza en la realidad, por la unión que con ella se da en el afecto, y termina en ella en su unión real que llamamos alegría. Movida por el amor, que pertenece a los apetitos en lo que tienen de pasivo, la persona se encamina a la realidad conocida como al propio bien, es decir, como a aquel bien que no sólo es capaz de inmutarla sino que, por ser objeto de su complacencia, es capaz de mover activamente a la persona en su búsqueda. A partir de esta complacencia, la persona pasa a tener delante de ese bien un comportamiento pasivo, que puede ser descripto como un padecer. Este padecimiento que introduce el amor del bien, hace que el apetito sea afectado por él, y se disponga, de un modo u otro, hacia aquello que le es conveniente o le repugna. A raíz de este padecimiento que sufre el afecto, nacen en la persona las demás disposiciones afectivas, que dependen del amor y de su ordenamiento al bien propio. Así nacerá el deseo, como el movimiento que busca al amado, y la alegría, como el que descansa en él. Por el contrario, si este bien amado no puede ser alcanzado, hará nacer en la persona la ira contra aquello que obstaculiza su posesión, el temor de no poder alcanzarlo en el futuro y la tristeza de perderlo. Estas disposiciones afectivas son las pasiones y los hábitos. Al disponer a los apetitos de un modo u otro, son el fundamento de la conveniencia con el bien que hace a la razón juzgarlo como bueno o malo. Las primeras hacen ver el bien en cuanto ahora lo es; 309

I-II., q. 1, a. 5, Sed Contra.

P á g i n a | 156 las segundas, al ser permanentes, lo hacen ver como un fin al que es digno ordenar, no sólo la acción aislada, sino también la vida entera. Por las primeras, la persona puede reaccionar rápida y firmemente frente a los bienes concretos que se le presentan ya que están dispuestas naturalmente para ello. Dada su imprevisibilidad y falta de orden, no son capaces de fundar una vida entregada al bien que aman. De ahí que la persona, para unificar su vida en el deseo de los bienes que ama, deba trascender las pasiones y formar, a través de las elecciones debidamente ordenadas, hábitos. Apoyada en estas disposiciones, la persona se hace capaz de construir un camino estable hacia la felicidad que le es completamente propio y personal. Esto lo hacen los hábitos afectivos de dos modos: en primer lugar, fijando en los apetitos el amor del fin dominante, que los hace capaces de tender a él de modo humano y de afrontar las exigencias que conlleva. En segundo lugar, a través de este amor al fin y de la connaturalidad que establece con el bien que le es conveniente, provocando el gusto que permite ver como bueno lo que es necesario obrar para que este fin sea alcanzado. No todos los gustos dan lo mismo Gracias al amor dominante y a las exigencias que introduce en el obrar, la persona puede determinar su amor natural a la felicidad y encaminar su vida de acuerdo a lo que ella considera que la hará feliz. Este amor personal, a través de la connaturalidad que introduce con el bien que le es conveniente, se hace principio de juicio de lo que debe ser puesto como fin. Así, la persona adquiere un principio afectivo a partir del cual conocer lo que debe obrar para alcanzar lo que busca. Guiada por éste, la persona puede trascender las limitaciones del conocimiento especulativo y buscar el fin que no sólo conoce como bueno sino que también ama como tal. Pero si este bien del que se hace fin práctico depende de las disposiciones del sujeto, ¿debemos decir que sobre la felicidad no pueden darse criterios objetivos que trasciendan los gustos personales? Si así fuera, caeríamos en el subjetivismo total y la experiencia del deber se nos haría incomprensible. Es necesario, entonces, buscar el modo de indicar una regla que, al mismo tiempo que reconozca que sólo la persona es quien puede conocer su propio bien, por otro lado, sea capaz de indicar cuál es el camino recto en que debe ser buscado para no ser engañado por su ceguera.

P á g i n a | 157 Aquí es donde entra la referencia al gusto del sano y del enfermo. Como hemos visto, santo Tomás suele ponerlos como ejemplo de cómo, a pesar de que el juicio sobre un dulce sólo puede obtenerse a partir de una experiencia de la persona, que tiene libertad para gustar de lo que quiere, sin embargo, esto no autoriza a decir que todas las opiniones son iguales. Como afirma muchas veces, si tuviéramos que pedir opinión sobre un dulce se la pediríamos al sano, ya que el enfermo, por la mala disposición de su lengua, considera dulce lo que no lo es. Del mismo modo, aunque en la búsqueda de la felicidad, cada hombre, por su propia dignidad, tiene libertad para poner su vida en lo que considera que lo hará feliz, sin embargo, esto no autoriza a decir que todo da lo mismo. En efecto, así como “se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable la que más deleita a quien tiene el mejor gusto. De igual modo se debe considerar como bien completísimo el deseado como fin último por quien tiene el afecto bien dispuesto”310. Es decir, así como el sano por tener el gusto bien dispuesto puede gustar del dulce verdadero, del mismo modo, el juicio práctico sobre el bien que se debe poner como fin se determina a partir de la conveniencia que la realidad tiene con la disposición afectiva. Por ello, quien tenga “el afecto bien dispuesto”, podrá «gustar» y «ver» cuál es el bien completísimo que hay que verdaderamente desear como fin último para alcanzar la felicidad que todos buscan. La libertad como principio de la felicidad o de la ruina Esta buena disposición es conocida naturalmente por la razón a través de lo que santo Tomás llama “semillas de virtud”. Éstas son aquellos principios de regulación de las inclinaciones que la razón reconoce naturalmente como necesarios para respetar el orden que existe entre ellos. Es decir, son los modos en que deben ser perfeccionadas cada una de las potencias, para que puedan ser capaces de guiar el obrar concreto del hombre hacia el bien debido. Como la mediación de la razón está incluida en el amor natural a la felicidad, gracias a estas semillas, el hombre posee naturalmente no sólo el amor natural a la felicidad, sino también el principio del amor a las perfecciones humanas que posibilitan el obrar que lleva hacia ella.

310

I-II, q. 1, a. 7: . “Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.

P á g i n a | 158 Dado que este amor natural a los modos rectos de realizar las inclinaciones humanas es sólo una semilla, el hombre, que no puede renunciar a su deseo de ser feliz, puede, sin embargo, renunciar al camino que rectamente lo lleve hacia ella. Esto sucederá si el hombre no es fiel al amor incipiente que se le presenta como un deber, y con su libertad abandona lo que la razón le muestra naturalmente como bueno. Si hace esto se pondrá con acción en contra del orden verdaderamente humano que ésta reconoce y, con ello, de lo que realmente desea en la profundidad de su corazón. Esto no quedará sólo en una mala elección, sino que tendrá trágicas consecuencias. En efecto, al elegir el bien que se opone al que le marca su razón, introducirá en su afecto una disposición que lo determinará en su contra. Así, perderá la capacidad de reconocer el bien verdaderamente humano como el propio bien, y con ello la capacidad de dominar sus actos e imprimirles el destino que es conveniente con su amor natural a partir del cual se mueve. De este modo, errará el camino hacia la felicidad auténtica, y al encaminarse hacia espejismos incapaces de saciar su sed, se transforma en un “stultus”311, un estúpido, un necio, que no es capaz de gustar las verdaderas dulzuras. Por el contrario, quien de acuerdo al deber que le marca su razón, elije, por amor, lo que ésta le indica como verdadero, entra por el camino contrario. Al ir determinando sus apetitos de acuerdo al bien de la razón, introduce en ellos la “virtud”, es decir, la disposición que hace del bien racional un bien connatural a la potencia. Gracias a este gusto y connaturalidad con el fin debido, éste se presentará a su razón como el propio bien, es decir como aquél que, por ser amado sobre todas las cosas, domina su afecto y establece las reglas de lo que es su vida. A partir de él la razón podrá ver lo que debe ser elegido para que éste sea realizado. De este modo, quien posee las virtudes, ama lo verdadero, y obra lo mejor, no por una imposición extrínseca, sino porque se halla inclinado a ello, y por lo tanto, al elegir lo debido obra por sí mismo. Es libre porque obra por gusto de la verdad y se alegra en ella. La persona como regla moral práctica El hombre de afecto bien dispuesto es, entonces, la medida de las elecciones que llevan a la felicidad porque, al obrar por el fin al que se inclinan sus hábitos, realiza el fin debido. Al asumir éste como «propio fin», pasa a gustarlo como un bien connatural y así se

311

II-II, q. 46, a. 1.

P á g i n a | 159 hace capaz de ver cuál es el modo de realizarlo en su situación concreta. De este modo, se erige regla práctica concreta de lo que «debe hacerse». Por ello, si la regla de moralidad quiere llegar a lo concreto donde se da el obrar, debe dirigirse a la persona. Pero no cualquier persona, sino aquella que se alegra en las obras de las virtudes. Es decir, aquella que por tener el afecto bien dispuesto por las virtudes morales, es capaz de «gustar» el bien de la razón y «ver» cuál es la acción concreta que lo realiza como parte integrante de su vida. En el ámbito concreto, sólo ella puede mostrarnos cuál es el bien que está en conformidad con el verdadero bien humano que, por estar en conformidad con el deseo de felicidad que funda el obrar humano, funda y da sentido a la ley. Por ello, así como solo se conoce la buena acción aprendiendo del sabio, del mismo modo, para conocer el fin último que la persona debe poner como fin de sus acciones, es necesario observar a la persona de afecto bien dispuesto. Sólo ella es capaz de fundar y realizar su vida sobre el verdadero bien humano que nos encamina a la felicidad “como pueden serlo los hombres”312. Sólo ella puede realizar el bien que nos corresponde como hombres, al modo humano, es decir como quien tiene dominio sobre su obrar y hace lo que quiere, no lo que le mandan. Sólo ella puede encontrar alegría donde realmente se encuentra, sin engaños, ni falsedades. Así, a través de la referencia al sentido del gusto, santo Tomás nos indica una regla moral que, al mismo tiempo que respeta la libertad que cada uno tiene en la determinación de «aquello donde la razón de último fin es encontrada», es capaz de brindar el principio para alcanzar la verdadera alegría, es decir la que responde al amor natural que está en el origen de todo deseo. Con ello se da cuenta de todos los elementos que la experiencia acerca de la búsqueda de la felicidad nos mostraba: que todo hombre al buscarla está buscando algún tipo de alegría, porque en el fondo todo deseo no busca más que cerrar el círculo afectivo que abrió el amor natural al fin último; que este bien no puede ser de cualquier forma, porque hay alegrías que son inaceptables, y otras que se imponen como un «deber»; que el obrar sólo puede ser humano si brota de una convicción interior, de un amor al fin que las motiva. Finalmente, esta regla nos permite llegar a una respuesta a la pregunta acerca de si la felicidad humana es única o no.

312

I-II, q. 3, a. 2.

P á g i n a | 160 Santo Tomás nos enseña que no una existe fórmula mágica que se compra en el escaparate de un supermercado, o una receta a la que sólo hay que obedecer. Estas soluciones, al ser dadas de antemano, son incapaces de saciar el afecto de un hombre llamado a realizar libremente su vida. Para él, la respuesta hay que buscarla aprendiendo de aquél que, por tener el afecto bien dispuesto313, puede “gustar y ver qué bueno es el Señor”314. El fin último, aun en el plano concreto del obrar, es único, porque cualquiera sea la circunstancia concreta en la que el deseo del fin último deba darse, éste siempre será el que desea la persona de afecto bien dispuesto.

La recuperación de la alegría Así a través de la verdad que determina la persona de afecto bien dispuesto, recuperamos para la ética un tema que le correspondía como algo propio y que, más tarde, fue lamentablemente olvidado: la alegría315. En santo Tomás la referencia a la alegría (delectatio) es constante. Para él, “al filósofo moral le corresponde principalmente estudiar acerca de la alegría”316, ya que al “filósofo moral le corresponde considerar la felicidad como el último fin”317, la cual se da “con alegría”. De ahí que su estudio no sea sólo algo conveniente, como quien se dedica a algo adyacente a su tarea, sino que le es “necesario, porque a él le corresponde considerar las virtudes y las malicias”318. La alegría como medida moral en una ética de la tercera persona Esta centralidad de la alegría se perdió en la ética moderna, ya que, al centrar el problema moral en la determinación de la ley que marca el deber, la referencia clásica a la alegría se hizo incomprensible. 313

Recordamos que aunque la expresión refiera principalmente al don de sabiduría que está fundado en la caridad, sin embargo, puede atribuirse también al juicio práctico que está fundado en el afecto de la virtud. Este es el fundamento natural que el santo cita cada vez que hable de ese don. Por eso, puede hablarse de que la prudencia es la sabiduría propiamente humana (II-II, q .47 a.2, ad 1°). 314 Sal, 33 (34), 9. 315 A través de la alegría (delectatio) que según santo Tomás es el movimiento que cierra el círculo afectivo, queremos destacar también la importancia que para santo Tomás tienen en la ética todos los afectos. 316 Sententia Ethic., lib. 7 l. 11 n. 2: ad “Philosophum moralem maxime pertinet considerare de delectationem”. 317 Sententia Ethic., lib. 7 l. 11 n. 4 “Ad philosophum enim moralem pertinet considerare felicitatem, sicut ultimum finem. Sed plures ponunt esse felicitatem cum delectatione, inter quos etiam et ipse”. 318 Sententia Ethic., lib. 7 l. 11 n. 3 “Et dicit quod non solum conveniens est morali considerare de delectatione; sed etiam est ei necessarium, quia ad ipsum pertinet considerare virtutes et malitias”.

P á g i n a | 161 Esto se debe a que en una ética de la tercera persona hablar de medida moral es hablar de aquello que garantiza que la acción pueda ser objetivamente juzgada como buena. De lo que se tratará entonces será de la “norma” o “ley”, que permite juzgar la acción desde una perspectiva que, al no depender de la subjetividad del individuo, puede ser igualmente impuesta a todos. En otras palabras, de lo que se tratará es que esta regla pueda establecer entre las personas relaciones justas. Por otro lado, dada la reducción de la felicidad a un mero sentimiento de satisfacción que se produce como consecuencia de un obrar, la alegría será reducida también. Al perder la felicidad la referencia a la verdad de la persona, la alegría será confundida con un placer del individuo, que no hace referencia a verdad alguna, sino únicamente a la sensación de quien la recibe. Desde esta perspectiva, la afirmación de que la regla moral es la alegría sólo podía ser entendida del siguiente modo: “una acción es buena si se ajusta a la medida objetiva imparcial de la alegría”. Es decir, una acción es buena en tanto produzca alegría. Si esto es lo que se entiende por la medida moral, quedarán dos opciones: o aceptar esta regla o rechazarla. Por un lado, la aceptación de la exigencia humana de vivir en la alegría, interpretada a la luz de la ética de la tercera persona, dará como resultado la moral hedonista. Si una acción es buena por ajustarse a la regla de la alegría, tanto mejor será la acción cuanta mayor sea la alegría que produce en el individuo. Pero como esto se mostrará socialmente inviable, se corregirá esto último diciendo que la acción será buena si es útil para producir “el mayor bienestar de las personas interesadas”319. De este modo, el problema moral quedará reducido a la determinación, a través de cálculos de las probabilidades y consecuencias que puede tener la acción tomada aisladamente, de las reglas que hacen que ésta proporcione la mayor cantidad de bienestar al individuo y a la sociedad. Así el problema de fondo que tales autores se plantearán es: ¿hasta dónde es lícito gozar, sin que esto implique destruir al otro? Por otro lado, la defensa del innegable hecho de la consciencia moral, dará lugar a una ética del deber, en la que la defensa de la objetividad de la ley producirá un desprestigio de los motivos personales del obrar, que serán considerados sospechosos por su individualidad, así como de las inclinaciones afectivas, que no entrarían dentro del campo de lo racional y voluntario.

319

Abba, idem., p. 109.

P á g i n a | 162 Como consecuencia de este desprestigio, la alegría pasará a ser considerada como un elemento sospechoso. Así lo será para Kant quien afirmará que la motivación por la que el hombre debe obrar no es la felicidad (hedonista) sino el deber320. Es decir, no por imperativos hipotéticos en los que la acción está supeditada a una satisfacción personal, sino por un imperativo categórico que no depende de la subjetividad afectiva, sino que por provenir únicamente de la razón, puede ser erigido en norma universal. Aun cuando deba reconocerse lo elevado de este punto de vista, también es necesario indicar sus limitaciones para fundar una ética plenamente humana. En efecto, sin el amor, la acción debida, al estar desgajada del deseo personal de la felicidad (eudemonista), pierde su sentido libre y al descuidar la afectividad que forma parte del bien humano, se anula a sí misma como deber. Así, por cualquier lado que se lo mire, la afirmación de que la alegría es la medida moral, vista desde la perspectiva de la tercera persona, produce consecuencias lamentables: o se hará de ella la justificación de cualquier acción, o, como reacción contra ello, se la hará la causa de toda infracción a la ley y se condenarán así, junto con ella, todos los movimientos afectivos que pasarán a ser vistos como obstáculos al deber de la voluntad y la razón. La alegría como medida moral en una ética de la primera persona Por el contrario, en santo Tomás, al estar la ética centrada en la persona virtuosa, la afirmación que pone la alegría como medida moral significaba algo muy distinto. Esto puede verse en la respuesta que da al artículo en que responde a esa pregunta. Donde un moderno hubiera puesto la ley o un criterio objetivo que garantice la convivencia, santo Tomás nos habla de la persona: “Se juzga acerca de si un hombre es bueno o es malo, según la alegría (delectationem) de la voluntad. En efecto, bueno es quien se goza en las obras de virtud, malo quien se deleita en las obras malas”321.

Por lo tanto, al hablar de la alegría como medida moral, santo Tomás no está pensando, como lo hubieran hecho los filósofos hedonistas, en la que mide la acción aislada. Por el contrario, para él, la alegría es medida moral en cuanto es la manifestación de lo que la persona es: “Se juzga si un hombre es bueno…” .

320

M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid, 2000, p. 61. I-II, q. 34 a.4: “secundum delectationem voluntatis humanae, praecipue iudicatur homo bonus vel malus; est enim bonus et virtuosus qui gaudet in operibus virtutum; malus autem qui in operibus malis”. 321

P á g i n a | 163 La medida de la acción viene en segundo término, como consecuencia de lo anterior: buena acción será la que realiza el bueno, es decir, aquella que realiza quien se alegra en las obras de la virtud, que son las que corresponden a la verdad del hombre. Por lo tanto, la alegría es medida porque es el signo de que el hombre obra la verdad por amor. Esto no es sino la consecuencia de lo que vimos al analizar el afecto. La alegría no se sino el movimiento que cierra el círculo que comienza con el amor. Es, por lo tanto, su signo externo. Sabemos que alguien ama algo porque se alegra al alcanzarlo. Por el contrario, la falta de alegría es el signo manifiesto de obrar en contra de las inclinaciones. Así lo dice una glosa antigua que el santo cita: “cualquier cosa que hagas, hazla con alegría, y entonces la harás bien. Si, por el contrario, la realizas con tristeza, se hace por ti, pero no la haces tú”.322

Por eso, si queremos conocer el corazón de alguien debemos ver en qué cosas se alegra. A esto se refiere Tomás al afirmar que la alegría es la medida moral. Por eso, sólo quien se alegra en la verdad demuestra que su corazón, y no sólo sus obras exteriores, están de acuerdo con ella. Sólo quien se alegra no sólo en la virtud, a la cual todos tenemos amor natural, sino también en la producción de las obras que le son convenientes, es bueno, es decir capaz de alcanzar el verdadero bien humano. Así vemos como, para santo Tomás, la alegría es medida moral, no porque es el efecto que debe producir la acción en el sujeto o en la sociedad, sino porque es el signo de que la persona obra lo que corresponde a la virtud, no sólo por cumplir un mandato, sino porque lo ama de corazón y lo elije libremente como su propio bien. Esta alegría es el signo de la libertad que sigue la virtud. Así como cualquier persona elije libremente aquello que es conveniente con sus hábitos dominantes que definen su vida, la persona virtuosa, puesta en trance de elegir, elegirá y obrará de acuerdo a lo que le gusta, que es lo que la razón manda en universal. Así, fundado en la connaturalidad que sus apetitos adquirieron con el bien racional, podrá discernir y elegir, en concreto, el bien que lo realiza para él aquí y ahora. Así, al ser fiel al amor natural que origina sus acciones

322

I-II, q. 100, a. 9 ob. 3: “quidquid boni facis, cum hilaritate fac, et tunc bene facis, si autem cum tristitia facis, fit de te, non tu facis. Ergo modus virtutis cadit sub praecepto legis”. [La respuesta es la siguiente] “Ad tertium dicendum quod operari sine tristitia opus virtutis, cadit sub praecepto legis divinae, quia quicumque cum tristitia operatur, non volens operatur. Sed delectabiliter operari, sive cum laetitia vel hilaritate, quodammodo cadit sub praecepto, scilicet secundum quod sequitur delectatio ex dilectione Dei et proximi, quae cadit sub praecepto, cum amor sit causa delectationis, et quodammodo non, secundum quod delectatio consequitur habitum; delectatio enim operis est signum habitus generati, ut dicitur in II ethic.. Potest enim aliquis actus esse delectabilis vel propter finem, vel propter convenientiam habitus”.

P á g i n a | 164 podrá alcanzar el verdadero bien completísimo y cerrar así el círculo afectivo que el amor abrió, y descansar y alegrarse en la verdadera felicidad. La verdad de la alegría, la alegría de la verdad Puestos en la perspectiva de la primera persona, podemos comprender por qué la verdad y la alegría no sólo no se oponen sino son sus mutuas defensoras que crecen o mueren juntas. En un ética de la tercera persona, al hablar de verdad se está pensando en la correspondencia que debe tener la medida moral (ley, norma, confesor) con la situación de la persona sobre la que se debe aplicar. Como consecuencia de esto, la verdad pasa a ser un elemento sospechoso, que representa los intereses más del legislador que de la persona que actúa, y que busca limitar el legítimo desarrollo de las libertades individuales. Al abandonar los motivos personales que motivan las acciones, la ética se vuelve incapaz de dar un sentido a los deberes que propone y se ve obligada a exigir el cumplimiento de deberes que no puede fundamentar. Como consecuencia de ello, o será abandonada en pos de la libertad, o se convertirá en una doctrina opresiva, que servirá a los intereses de la clase dominante (sea ésta el estado, la burguesía, o, simplemente, la mayoría). Así, ya sea por el camino de su cumplimiento servil o por el de la revolución que se le opone, la ética centrada en la ley sólo puede originar violencia y dominación. Por el contrario, en la ética de santo Tomás, la verdad a la que hace referencia la ética es la conformidad con el deseo recto, que es el que realmente sacia el amor natural que está en el origen de las elecciones de la libertad. Por eso, cuando el santo hace referencia a la verdad, no está pensando en algo que sea externo a la misma libertad, sino, por el contrario, a una exigencia del mismo deseo, que sobre todas las cosas busca no equivocar el camino que lo conducirá hacia lo que ama. Para santo Tomás no puede, por lo tanto, existir verdad sin alegría ni alegría sin verdad. Por el contrario, para él, querer vivir la una sin la otra es no querer en realidad. Así, al ponernos en la perspectiva de la persona que actúa, santo Tomás nos permite recuperar la importancia que la verdad tiene para que la verdad y la alegría sean auténticamente humanas. Por un lado, al ser comprendida como lo que es necesario para el recto desenvolvimiento de la alegría, la verdad puede ser vista como aquello que resguarda nuestros deseos y puede ser asumida como un don, que lejos de limitar la libertad, la fortalece y purifica.

P á g i n a | 165 Por otro lado, al reconocer que la alegría es un requisito necesario para que la verdad puede ser vivida humanamente, la alegría puede ser aceptada como una exigencia del deber. Dado que ella es el signo y el fruto del amor, sólo ella puede mostrarnos cuándo la verdad es realmente amada. Así, puesta en el justo medio de quienes condenan todo movimiento afectivo como irracional y sospechoso y de quienes, por el contrario, buscan edificar las elecciones a partir de un sentimiento pasajero, la ética de las virtudes permite dar razón de la necesidad de la afectividad en la vida humana sin anular la objetividad de la regla moral. Gracias a la alegría ésta no es algo externo al sujeto, sino que consiste en el juicio personal del bien que, fundada en su disposición virtuosa, tiene el bueno. Gracias a la verdad, la persona puede seguir sus inclinaciones sin dejarse llevar por pasiones momentáneas, y puede edificar una vida realmente entregada a la felicidad. Por eso, en una ética de la primera persona, la verdad, no es sinónimo de límite sino de alegría real, auténtica. Su opuesto no es la libertad, sino la tristeza que produce el vivir en búsqueda de algo que no sacia. Su fruto no es la renuncia a la vida en pos de un servilismo que aliena el propio bien en el cumplimiento extrínseco de una ley, sino el que procede del afecto bien dispuesto que, libremente, por amor, gusta la verdad. Quien «gusta» de esta verdad y es capaz de «verla», se prepara a aquellos otros frutos que constituyen la mayor plenitud humana y que recibimos como un don: “amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. Frente a estas cosas, la Ley está de más.”323

323

Gal. 5, 23-24

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Bibliografía Fuentes Los textos de santo Tomás que hemos citado han sido tomados de: www.corpusthomisticum.org, que ofrece las mejores ediciones disponibles editadas y digitalizadas por Roberto Busa, bajo la supervisión de Enrique Alarcón;      

Summa Theologiae, Textum Leoninum, Romae, 1891 De veritate, Textum Taurini, 1953 De virtutibus, Textum Taurini, 1953 Sententia libri Ethicorum, Textum Leoninum Romae 1969 Summa contra gentiles, Textum Leoninum emendatum ex plagulis de prelo Taurini 1961 In librum B. Dionysii De divinis nominibus expositio, Textum Taurini 1950

Para la numeración de las obras de Tomás que hemos citado, hemos seguido los que indica esta página. Fuentes auxiliares    

Cuestión disputada sobre las virtudes en general, Eunsa, Navarra, 2000 (traducción de Laura Corso de Estrada) Suma de teología, B. A. C, Madrid, 1989 Index Thomisticum, www.corpusthomisticum.org\it\index-2.html Deferrari, R. J.; Barry, I. M, A Complete Index of the `Summa theologica´ of St. Thomas Aquinas, Catholic University of America Press, 1956

Comentarios a Santo Tomás     

G. Abba, Felicidad, Vida Buena, Virtud, EIUNSA, Barcelona, 1992 G. Blanco, Curso de Antropología Filosófica, Educa, Buenos Aires, 2002 D. Basso Los fundamentos de la moral, EDUCA, Bs. As., 1997 Las normas de la moralidad, Claretiana, Buenos Aires, 1993 O. Derisi, Los fundamentos metafísicos de la Moral, EDUCA, Buenos Aires, 1980 G. Lafont, , Estructuras y método en la Suma teológica de Santo Tomás de Aquino, Ediciones Rialp, Madrid, 1964

P á g i n a | 167 

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G. Lagrange De beatitudine, Berruti – Torino, 1951 El realismo del principio de finalidad, Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947 J. Maritain, Lecciones Fundamentales de la Filosofía Moral, Club de Lectores, Buenos Aires, A. Millán Puelles, Fundamentos de Filosofía, Rialp, Madrid, 2000 J. Pérez-Soba, El amor es nombre de persona, PUL- Mursia, Roma, 2000 Servais Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, 2007 “La felicidad en la ética de Santo Tomás”, en El evangelio y la moral, EIUNSA, 1992, Barcelona G. E. Ponferrada, Introducción al Tomismo,Club de Lectores, Buenos Aires, 1978 Ética, apuntes de estudio para los alumnos. S. Ramirez, De hominis beatitudine, Tomo 1, Centro de Investigaciones científicas, Madrid B. Reyes Oribe, La voluntad del fin en Tomás de Aquino, Vórtice, Buenos Aires, 2004 A. Sertillanges, Santo Tomás de Aquino, Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1945 P. Wadell, La primacía del amor, Palabra, Madrid, 2007 T. Urdanoz, Introducción a I. II q. 1, en Summa Teológica, B.A.C,

Bibliografía auxiliar             

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El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 2003 Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1997 El descubrimiento de la realidad, Rialp, Madrid, 1974 S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, 2007 E. Przywara, San Agustín, Perfil Humano y religioso, Cristiandad, Madrid, 1984 A. Rodriguez Luño, Ética General, Eunsa, Pamplona, 2001, p. 93 M. Rhonheimer, La Perspectiva de la moral, Rialp, Madrid, 2000 A. Scola, Hombre – Mujer, el Misterio Nupcial, Ediciones Encuentro, Madrid 2001, R. Yepes Stork y Javier Aranguren, Fundamentos de Antropología, EUNSA, Navarra, 2003

Publicaciones   

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Autores Varios, The Ethics of St. Thomas Aquinas, Studi Tomistici 25, Pontificia Accademia S. Tommasso, Librería Editrice Vaticana J. H. Walgrave, The personal aspects of St. Thomas Ethics R. Marimón Battló, “Los fundamentos de la ética de Santo Tomás”, Studi Tomistici 15, Librería editrice vaticana, Vaticano, 1982, p 7- 21 Pontificia Accademia Romana di San Tommaso d'Aquino (ed.), Tommaso d'Aquino nel suo settimo centenario. Atti del Congresso Internazionale (RomaNapoli, 17-24 aprile 1974) Vol. 5, L’Agire Morale, 1977:  L. Bogliolo, “Sulla fondazione Tomista della morale”, p. 107  G. E. Ponferrada, Fundamentos ontológicos de la ética tomista, p. 171 Vol 7 L’Uomo, 1978:  J. S. Barreto De Macedo, “L’Amour et sa fonction cognitive dans la philosophie thomiste”, p. 368  K. Wojtyla, “The structure of self determination as the core of the theory of the person”, p. 37 S. Pinckaers, “Redecouvrir la vertu”, Sapientia, 51, 1996, p. 151 B. Reyes Oribe, “¿Elegimos a Dios? Acerca de la no elección del fin último en concreto según Tomás de Aquino”, Sapientia, Vol. 57, 2002, p. 113 Ciro E. Schmidt Andrade, “Lo connatural y el conocimiento por connaturalidad: Santo Tomás de Aquino”, Sapientia, LVI, p. 3- 34, M. Vidal, “Teología del «afecto conyugal». Raíces históricas”, Moralia, Vol. XXVII – Num. 102/103 – 2004 - p. 191 – 217

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ÍNDICE

P á g i n a | 170 INTRODUCCIÓN ................................................................................................................................. 3 A.

¿Felicidad o deber? ............................................................................................................................... 7

B.

El buen vino es el que así parece a los que saben .................................................................................... 12

CAPÍTULO I: ...................................................................................................................................... 19 EL FIN ÚLTIMO DE LA VIDA HUMANA (I-II, Q. 1) ................................................................. 19 A.

Los cimientos de la moral (art. 1) ........................................................................................................ 21

B.

Necesidad del fin último (art. 4) .............................................................................................................. 22

C. 1. 2.

El fin último como unidad del acto (art. 5) .............................................................................................. 23 Tres luces para comprender el fin último .................................................................................................. 23 El fin de «este hombre» .............................................................................................................................. 27

D.

El fin último como unidad de vida (artículo 6) ..................................................................................... 30

E.

El fin último como unidad de la humanidad (artículo 7) .......................................................................... 36

F.

El fin último como unidad del universo (art 8) ......................................................................................... 44

CAPÍTULO II: .................................................................................................................................... 48 EL GUSTO ESPIRITUAL ................................................................................................................. 48 A. 1. 2. 3. 4. 5. 6. B.

Naturaleza del affectus ....................................................................................................................... 50 La etimología .............................................................................................................................................. 51 El affectus es un cierto padecer (pati) ....................................................................................................... 51 El affectus como apetito ............................................................................................................................ 56 El movimiento circular del affectus ............................................................................................................ 60 El afecto histórico ....................................................................................................................................... 66 Conclusión: los sentidos del afecto ............................................................................................................ 69

El gusto .................................................................................................................................................... 70 1. ¿Por qué el gusto? ...................................................................................................................................... 70 2. ¿Por qué la dulzura?................................................................................................................................... 72 3. ¿Por qué hay divergencia entre los gustos? ............................................................................................... 74 4. ¿Por qué es necesario gustar? ................................................................................................................... 76

CAPÍTULO III: ................................................................................................................................... 81 LA DULZURA QUE REALMENTE AQUIETA EL GUSTO ESPIRITUAL ................................ 81 A.

“Lo dulce es deleitable a todos los gustos…” ....................................................................................... 84

P á g i n a | 171 1. 2. B.

El principio de la verdadera alegría ............................................................................................................ 85 Amor natural humano ................................................................................................................................ 88

“… pero unos prefieren la dulzura del vino, otros la de la miel, otros la de cualquier otra cosa” ............. 93 1. Tal como uno es, así le parece el fin .......................................................................................................... 95 2. La raíz de la grandeza y miseria del hombre ......................................................................................105104

C. “Se debe considerar propiamente como dulzura más deleitable aquella en la que se deleita quien tiene el mejor gusto”........................................................................................................................................................... 108 1. La verdadera determinación humana ......................................................................................................111 2. El comienzo de la verdadera alegría ........................................................................................................116 3. Nadie gusta lo que no ama.......................................................................................................................124 4. Nadie conoce lo que no gusta ..................................................................................................................132

CONCLUSIÓN .................................................................................................................................. 141 La perspectiva de la persona que actúa ........................................................................................................ 144 El gusto como principio del ver ..................................................................................................................... 149 La recuperación de la alegría......................................................................................................................... 160

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................................... 166 ÍNDICE .............................................................................................................................................. 169

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