El rincón de Samuel

July 3, 2017 | Autor: A. Constan-nava | Categoría: Fiction Writing, Narrative, Fiction Novels And Short Stories
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Descripción

El rincón de Samuel Antonio CONSTÁN NAVA

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I a Edición

© 2009, Antonio CONSTÁN NAVA

Portada: Antonio Constán Nava © Maquetación: Antonio Constán Nava

Especialmente, para mi madre y mi padre que los quiero hasta el

Lo primero que recuerda es su rincón. Después, las historias. Si alguna vez le preguntaran cuál fue el comienzo de su historia, él no dudaría en contestar: — El rincón. Nunca podría explicar cómo no lo había encontrado antes o si éste, en un momento olvidado, lo había llamado con algún lenguaje desconocido que sólo él escuchó una única vez en su vida. Sin embargo, desde aquel momento, siempre acababa allí el día, acurrucado, hasta sumirse en un sueño acompañado por el rumor de las voces y el aroma húmedo del café recién sacado del fuego. Las risas cristalinas de las mujeres junto con el vocinglero poderoso de las varoniles, las órdenes secas y escuetas de un cocinero que mandaba la comida hacia las mesas donde iban a ser servidas, y todo bajo la atenta mirada de su padre. A veces, éste preguntaba si habían visto al pequeño y una o dos miradas dirigidas hacia el rincón revelaban su escondite. Y volvía a olvidarlo. Desde el rincón controlaba casi todo: a los clientes de cuyas voces se llenaba el lugar. Decenas de

ellos a todas horas. Por la mañana temprano, a los más madrugadores que, con cara de estar saboreando todavía el abandonado calor de sus mantas, se llevaban a la boca el cálido y amargo sabor del primer café del día, a veces acompañado con el suave y cremoso tacto de los bollos y demás chusmerías confiteras recién salidas del homo de la vieja Ramona. Algunos de ellos lograban sacarse las pesadas légañas con las primeras noticias escuchadas en una vieja radio situada en un estante junto a las dos únicas fotos que había en todo el bar: una que recordaba cuando el Generalísimo visitó el pueblo; la otra, una foto del dueño del bar junto a Francisco Gento, el día en el que el Real Madrid consiguió su primera Copa de Europa. Otros resoplaban cuando en las noticias hablaban sobre sus equipos de fútbol, comenzando así los primeros comentarios del día sobre el deporte por excelencia, defendiendo a esos equipos que idolatraban cada semana con un vaso de vino en una mano y la otra cerrada en un puño de nervios. La mayoría, sin embargo, se zambullía de lleno en silenciosos deseos que se perdían entre las turgentes curvas de Rocío, la morena camarera salida de no sé dónde que, con una sonrisa, pedía a los clientes el eterno perdón por ponerles el azúcar donde debía llevar sal o al revés. Todos la perdonaban, por supuesto, como si cada acto de ésta fuese para ellos el dulce hidromiel de los guerreros que parten a la guerra contra Roma. Más tarde, regresaban algunos de ellos, algo más sucios y llenos del inclemente polvo de la tierra labrada, sudando y reclamando un trago con el que reponer las energías. Rocío también contribuía a ello. 2

La hora de la comida, a pesar de todo, nunca era una hora muy ajetreada, pues la mayoría de los parroquianos llevaban su propia alforja preparada la noche anterior por sus esposas. Pero al despuntar el atardecer, cuando la tierra y el horizonte se tornaban del mismo color indefinido, las cafeteras comenzaban de nuevo a hervir y destilar su moreno oro, y las usadas barajas se preparaban sobre las mesas de madera, en las que también habían algunos cubiletes de dados y dos o tres juegos rotos de dominó. Incluso, a veces, si tres o cuatros amas de casa lograban sacar tiempo en sus hogares, venían a jugar con un descolorido parchís que Miguel había conseguido en uno de sus viajes a la capital. La chimenea del fondo se rellenaba de troncos para caldear las frías tardes del bar al tiempo que, poco a poco, los lugareños iban entrando tomando posiciones en sus cotidianas sillas, con el cansancio adherido a sus almas, pero con motivos suficientes para pasar un rato en agradable sociabilidad. Fue en una de esas tardes, después de llegar de la escuela, con la mano enrojecida y dolorida por la vara de don Ginés y los oídos taponados por las burlas hirientes de sus compañeros...

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