‘‘El Rey ha muerto, viva el Rey’’: un estudio general de las celebraciones de exequias y aclamaciones Reales en las villas de Lima, Buenos Aires y Santa Fe, en III Encuentro de Investigación \'\'Rogelio C. Paredes\'\', Universidad de Morón, 14 de noviembre de 2015.

June 15, 2017 | Autor: M. Pelozatto Reilly | Categoría: Historia colonial, Historia Política y Social Siglos XVIII-XIX, Historia Social Y Cultural
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Descripción

‘‘El Rey ha muerto, viva el Rey’’: un estudio general de las celebraciones de exequias y aclamaciones Reales en las villas de Lima, Buenos Aires y Santa Fe. Cristian Giambastiani Universidad de Morón (UM)

Mauro Luis Pelozatto Reilly Universidad de Morón (UM) – Universidad Nacional de Luján (UNLu)

Introducción En esta ponencia analizaremos las costumbres fúnebres de la Monarquía española, relacionadas a la persona del Rey, y las prácticas sociales que suscitaron en sus dominios a través de las exequias de los reyes Carlos II Habsburgo y Felipe V de Borbón, en 1700 y 1746, respectivamente. Para reforzar nuestro análisis de las exequias reales en la América española, haremos un estudio comparativo entre la ciudad capital del Virreinato del Perú, es decir Lima, y las ciudades de Buenos Aires y Santa Fe. En este sentido, examinaremos el papel que tiene la villa en la organización ceremonial. En un siglo como fue el XVIII, donde el avance del Absolutismo situó a la figura Real en el centro de la organización estatal, la muerte convirtió un problema natural (el fin de una vida) en un problema de Estado (de legitimidad). El principal inconveniente que enfrentaron las dinastías españolas (Habsburgo primero y Borbón después) fue la unión, en la persona del Rey, de numerosos reinos con pretensiones no convergentes. La muerte del Monarca fue una oportunidad para reforzar la dignidad de la investidura real, buscando la unión de todos los reinos en el marco de una única ceremonia. Hemos de aclarar que la dignidad real no muere, sino que sigue viviendo a través del difunto y de su heredero. La muerte del Soberano, entonces, y como todas las muertes de la Cristiandad europea, estaba rodeada de un ritual. Al morir, los siguientes pasos debían cumplirse para llevar a buen término la costumbre: exposición de la persona real durante un tiempo determinado; la procesión y la pompa fúnebre hacia el lugar de descanso; la inhumación y, finalmente, el duelo. ‘‘El rey no muere. Inmediatamente después de su último suspiro era expuesto como viviente, en una habitación donde se preparaba un banquete, con todos los atributos de su poder de vivo. La conservación de la apariencia de vida era necesaria a la verosimilitud de esta ficción, como la detención de la descomposición era físicamente impuesta por la longitud de las ceremonias’’. 1

Correspondía al heredero suplir a la persona real durante este período de transición, llegando a realizar incluso las actividades cotidianas en nombre del difunto (comer, beber, dormir). Podríamos decir que se representaba una parodia, donde el ser al que 1 ARIÈS, Philippe, El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus Ediciones, 1984, p.300

todos ya consideraban muerto no era un cadáver, sino un transido. Alguien que ha abandonado la vida, pero que todavía no ha dejado el mundo. El cuerpo, centro de todas las miradas, no estaba totalmente muerto hasta que se ocultaba dentro de un ataúd. La negativa a ver el cuerpo muerto no era rechazo de la individualidad física, sino rechazo de la muerte carnal del cuerpo.2 Los símbolos reales (cetro y corona), la representación de la muerte (arte macabro), la memoria (la Fama real) y la persona del Rey (la urna, el retrato o el estandarte) predominaban en el sistema simbólico creado para las ceremonias. La construcción de grandes obras de arquitectura efímera en las diversas ciudades del imperio español (desde la Península hasta América) se enmarcó dentro de un doble juego de demostración de riqueza y de fidelidad, por un lado, y de exaltación del papel que esa villa tenía dentro de la organización espacial, por el otro. Las exequias reales tenían, además, otro motivo: el Rey debía ser visto en toda su gloria, incluso en la muerte. Ya durante el reinado de los Austrias, los reyes eran representados como vencedores ante la muerte (sacralizados en el mismo nivel que los héroes clásicos y la divinidad). En el caso de Buenos Aires y Santa Fe, la representación del Rey aparece reflejada fundamentalmente en el Real Estandarte. El mismo era encargado al Alférez Real cada vez que era renovado el cargo. En el marco de las celebraciones en honor a San Jerónimo era utilizado por el mismo funcionario, y en su ausencia se le otorgaba a otro, generalmente algún Regidor. El Alférez saliente debía devolverlo al Cabildo y pedir testimonio de su actuación en el cargo, y aparentemente se lo llevaba a su casa. También aparece con su portador en las procesiones de Semana Santa, costumbre que se suspendió desde 1700 en adelante3. En Buenos Aires, fue un elemento de fundamental importancia, sobre todo a partir de las marchas a caballo encabezadas por el Maestre de Campo, en el caso de las aclamaciones a Felipe V, Manuel de Prado Maldonado (24 perpetuo de Sevilla y Gobernador y Capitán General de la Provincia del Río de la Plata), los oficiales de la Real Hacienda, el contador don Miguel Castellanos y don Pedro Fernández de Castro y Velasco quien tenía el título de Caballero de la Orden de Santiago (tesorero), todos mentados a caballo, de gala y con toda la ostentación correspondientes. Éstos marchaban hacia la casa del Alférez Real, don Joseph de Arregui, donde se encontraba el Real Estandarte, ubicado sobre un ‘‘majestuoso trono’’, y debajo del mismo un dosel 2 Ídem p.148 3 AGPSF, ACSF, Tomo VI, fols. 223-224b.

dedicado a la situación y acompañado de vistosas y costosas colgaduras. El mismo le fue entregado al Alcalde de Primer Voto, Capitán don Antonio Guerrero, y al Alguacil Mayor don Miguel de Obregón, quienes lo tomaron luego de hacer las reverencias debidas. En el momento de la recepción, el Alférez se hallaba a caballo y puesto a su derecha el Gobernador y al costado los ‘‘Cuatro Reyes de Armas’’, a quienes seguían todas las Compañías de Caballería, con dotaciones del Presidio hacia la Plaza Mayor. Allí se había formado un túmulo de 8 varas en cuadro y 2 de alto con 2 escalas más capaces, vestido con ricas alfombras y colgaduras. Las aclamaciones se hacían reiteradas veces con el Estandarte mientras todo el pueblo, a grito de ‘‘viva el Rey’’, estaba congregado en la Plaza. Todo esto acompañado de la exposición de armas por parte de las Compañías que escoltaban el túmulo, sonando a la vez las campañas de todas las iglesias4En el caso de la Corte, la celebración era realizada a cargo de la Casa Real y de sus dependientes. Hacían uso del funcionariado de la Monarquía utilizando los recursos y los profesionales adscritos a la Cámara y las Obras Reales para el aprovisionamiento y la construcción del túmulo. La Capilla Real se preparaba para la realización de las misas pertinentes. Durante los reinados borbónicos, se buscó que el tesoro real bastase para el pago de toda la ceremonia. En el Río de la Plata, el Cabildo se encargaba de la organización y de las provisiones necesarias, ya sea para la construcción del arte efímero como de los animales y armas utilizadas: por ejemplo, en 1701 el Ayuntamiento santafesino se encargó de los gastos de todos los lutos correspondientes por Carlos II5. Dentro del protocolo español había un orden establecido para llevar a cabo las diversas ceremonias, además de marcar los límites económicos y temporales que cada región tenía que cumplir tanto en las exequias como en las aclamaciones de los nuevos reyes. La Ordenanza que daba comienzo a las exequias era emitida por el nuevo Rey lo más rápido posible, para marcar una rápida transición del poder real de una persona a otra. Respecto a esto, el caso de las realizadas en honor a Carlos II en la Plaza de Santa Fe son bastante ilustrativas: el 23 de agosto de 1701 se dispusieron los actos; el 27 se doblarían las campanas; el 28 se informaría al pueblo mediante la publicación de un bando; el 5 de septiembre a la tarde debía cumplirse la vigilia; finalmente era la hora del 4 AGN, AECBA, Serie II, Tomo I, p. 91. 5 AGPSF, ACSF, Tomo VI, f. 285.

cierre al día siguiente, con la misa y el sermón a cargo del Cura Vicario y otros prelados6. El Cabildo ante la muerte del Rey En las ciudades españolas, tanto en la Península Ibérica como en las colonias americanas, las celebraciones dependían de varios factores: los deseos expresos del Rey, el rango de la villa en la organización territorial, la costumbre local y la influencia de un orden interesado en la celebración póstuma (como los Jesuitas en Zaragoza7). La costumbre dictaba un protocolo: comenzaba con la emisión de la Ordenanza Real que disponía el inicio de la ceremonia en honor al monarca difunto y los requisitos que debían seguirse junto con las costumbres ya establecidas. Entre el fallecimiento del Rey y la llegada de las Ordenanzas a lugares tan alejados como Lima o Manila podían pasar meses. Aun así, no se podía dar comienzo al ritual antes de que estas fueran leídas a los Cabildos en la plaza mayor de la ciudad. Una vez la Ordenanza estuviera leída y archivada, pregoneros públicos anunciaban la muerte del señor del reino a todos los vecinos y habitantes de la comarca. ‘‘La procesión del pregón era un ritual importante que trazaba y narraba la geografía del poder en la Lima colonial alrededor de la plaza. En ella, los vecinos notables, montados y lujosamente ataviados, acompañaban al pregonero real cuando anunciaba en voz alta en determinadas esquinas de la ciudad —siempre identificadas como las más principales o de más calidad— la futura ceremonia que se celebraría en Lima’’. 8

El Cabildo nombraba un comisario para que se encargara de supervisar los ritos fúnebres. Al comenzar las exequias se suspendían las actividades administrativas y se nombraba una Junta de Exequias conformada por vecinos ilustres, oficiales y miembros del gobierno local. Esta junta determinaba la fecha y el lugar de la ceremonia, aprobaba la elección de los comisarios y decidía qué fondos se usarían para pagar por esta 9. La primera medida del comisario de las exequias era encargar la representación real y el túmulo público. Los túmulos eran tradición antigua en la cultura española: instaurados 6 AGPSF, ACSF, Tomo VI, fols. 283-284b. 7 LORENTE, Juan y ALLO MANERO, Adelaida, “El estudio de las exequias reales de la Monarquía Hispana: siglos XVI, XVII y XVIII”, en: Artigrama, núm. 19, Zaragoza, 2004, 3994. 8 OSORIO, Alejandra, El Rey en Lima, Lima, IEP, 2004, p. 13 9 Ibídem

por los Austrias Carlos V y Felipe II, y modificados por sus sucesores, los túmulos se convirtieron en el centro de la celebración de las exequias reales10. Estos eran estructuras en forma de torre de varios pisos (de 20 a 40 metros), decorados con una gran cantidad de velas, cirios y hachas para dar la sensación de estar observando una pira. En los diferentes pisos se podían ver imágenes de todo tipo: alegorías de las virtudes del rey, las armas de la realeza y de los reinos, arte macabro que representaba a la muerte (calaveras, huesos), y lienzos con pinturas de héroes y dioses clásicos como Atlas (que representaba las cargas del poder real) y Hércules (representando las pruebas superadas del Monarca). Sobre el túmulo, rematando la estructura, se encontraba una efigie dedicada normalmente a la muerte o a la Gracia Divina. En los túmulos más modernos podían existir referencias a la memoria y a la Historia para marcar la perduración del recuerdo del difunto luego de su muerte física. ‘‘(…) la iconografía, los emblemas, las alegorías, y los jeroglíficos utilizados en las fiestas cívicas solemnes fueron esenciales para el desarrollo de “hábitos mentales” en la lectura e interpretación de estos símbolos, que no sólo eran asequibles y legibles al público, sino que también cumplían una función didáctica en que las lecciones morales eran compartidas con el pueblo en general’’11.

Hay que mencionar que, dentro de esta estructura, el cuerpo real (o el ataúd o urna que lo representaba) estaba situado en el segundo piso. Puede parecer casual, pero el mensaje que se quería dar con esto era la elevación del monarca por sobre los hombres comunes que le permitía acercarse a Dios. Toda esta parafernalia de adornos, símbolos y luces tenía como fin la glorificación máxima del Poder Real, grabando en las mentes de los súbditos que lo presenciaban un sentimiento a la vez de inferioridad, compasión y admiración hacia la Dignidad Regia. El arte barroco, con su ostentación, era ideal para conseguir este efecto. Una vez elegido el proyecto para el túmulo el comisario elegía la iglesia donde seria puesto, para llevar a cabo las misas por el alma del Rey. Una vez finalizada la ceremonia, el túmulo era desmontado y guardado para su uso posterior en algún otro funeral. En este contexto, tengamos en cuenta que mientras Lima recibía las noticias en el menor tiempo posible gracias a su situación de puerto importante y capital de Virreinato, la Gobernación de Buenos Aires era notificada con

10 Considerados hoy en día como “arquitectura efímera”, los túmulos eran construidos rápidamente con materiales simples (madera y tela) pero con el objetivo de la suntuosidad y la demostración sentimental. 11 OSORIO, Alejandra, op.cit , p. 12

un retraso mayor y, en ocasiones, mediante fuentes de segunda mano (otras villas, barcos comerciales). Hacia el siglo XVIII, la villa de Lima era la comunidad predominante en el Perú y uno de los principales puertos del Imperio español. La primera situación con la que se enfrentaron los limeños fue la ausencia de la persona real (y por lo tanto, la imposibilidad de una ceremonia con cuerpo presente). Lo solucionaron recurriendo a los modelos que proponían las ciudades de Zaragoza y Sevilla, donde la arquitectura efímera se situaba en el centro de la ceremonia. Mediante este recurso, lograron plasmar los gustos estéticos de la época, representar su visión del mundo y hacer honor a la memoria histórica. ‘‘En el caso de las Indias, el problema de hacer presente y real al Rey fue un asunto bastante más complejo para los oficiales coloniales y las elites locales dado que el Rey nunca visitó el continente’’12. Como en Sevilla, el monumento fúnebre mostraba la unión de las armas del Rey y de Lima, los símbolos del reino (colores y heráldicas), los atributos del Poder Real ya mencionados y por último, la representación del Rey. La ciudad no reparaba en gastos para dejar asentada la presencia del Monarca y demostrar en todo momento el sometimiento y la lealtad de Lima hacia su Señor. Se buscaba asociar a la Dinastía española con el Perú, como herederos legítimos del Imperio Inca. ‘‘Debido a que, en el caso del Perú, el Rey “genuino” no fue nunca “producido como un original” sino más bien “re/producido”, su simulacrum —o copia para la cual no existe un original— convirtió al Rey español en un monarca hiperreal. Estas “re/presentaciones” del Rey fueron, sin embargo, siempre “auténticas” o verdaderas ya que, como el referente no fue nunca visto en Lima, el simulacro era verdadero por virtud de esta ausencia. ’’13.

A pesar de que hablamos de un simulacro, nadie podía dudar de que en Lima el Rey estuviera sentado en su trono. Un retrato del difunto estaba situado en la Plaza Mayor, en lo alto de un teatro, sobre un trono escoltado por esculturas de bulto. La ceremonia comenzaba una vez el Alcalde más antiguo depositaba el retrato en el centro del estrado. Soldados y oficiales, con uniformes de luto, marchaban por la plaza llevando el Estandarte Real, simbolizando su fidelidad. En torno a ellos, los edificios centrales de la ciudad estaban enlutados con largos paños negros, y panegíricos que mostraban los acontecimientos importantes del reinado que terminaba. Sobre el luto, la vestimenta estaba íntimamente relacionada con el rango y el orden social: las lobas, largas túnicas

12Ídem, p. 8 13 Ibídem

de terciopelo de calidad, demostraban la importancia y el estatus de la persona que las vestía. A su vez, la Catedral limeña se aprestaba a preparar la maquinaria fúnebre para las varias misas en honor al Rey. La construcción de túmulos en Lima seguía los parámetros establecidos por los grandes arquitectos efímeros de la Península, gracias a que contaban con los modelos realizados en funerales especiales (como los de Luis XIV). El comisario nombrado en Lima para presidir la ceremonia por la muerte de Carlos II fue don Juan González de Santiago, oidor de la Real Audiencia; el Virrey ofreció cubrir los costos de la ceremonia a sus expensas, la cual se realizó entre el 26 y el 27 de Junio de ese año. La ceremonia realizada en 1701 14 en Lima en honor a la muerte de Carlos II significó algo nuevo: la muerte del último rey Habsburgo representó el fin de una época. La ciudad, según las fuentes que analiza Minguez Cornelles, se vistió de luto sin necesidad de bandos ni pregones; incluso la población indígena. ‘‘Representan también la muerte del imperio entendido como una unión de reinos y territorios bajo un mismo monarca. El heredero legal del rey fallecido y vencedor de la guerra, Felipe V, instaurará en el trono a la Casa de Borbón, y establecerá un imperio colonial subordinado a la metrópoli’’.15

El maestro mayor de las Fabricas Reales se encargó de la planificación y construcción del túmulo, decisión tomada en base a su experiencia en la realización de tales obras. Se tomó la decisión de representar a la ciudad de Lima junto con Madrid y las “cuatro partes del mundo”; estatuas distribuidas en todo el cuerpo evocaban a la Piedad, la Justicia, la Prudencia, la Templanza, la Paz, la Fortaleza y la Clemencia. El túmulo se elevaba un total de tres pisos y estaba rematado en su cima por una cúpula donde se posaba un Fénix resurgiendo de entre las llamas. La tumba real estaba situada en el primer cuerpo, elevada. ‘‘Sobre ella descansaba la almohada con el cetro, la corona, la espada y el collar del Toisón. Numerosos blandones y hacheros, y cuatro reyes de armas enlutados y alzados sobre pedestales escoltaban al féretro’’.16 El fénix representa la inmortalidad de la Monarquía. Los príncipes se renuevan y la línea de descendencia monárquica presenta a los reyes como una única figura que se 14 La noticia llegó a la ciudad el 27 de abril de ese año, más de cinco meses después del hecho. 15 MINGUEZ CORNELLES, “Imperio y Muerte. Las exequias de Carlos II y el fin de la dinastía a ambas orillas del Atlántico”. En: Arte, poder e identidad en Iberoamérica. De los virreinatos a la construcción nacional, Castellón de la Plana, Universidad Jaime I, 2008, p.17 16 Ídem, p.42

perpetúa a través del tiempo. “El Rey sobrevive al Rey” o “el Rey ha muerto, Viva el Rey”, según Kantorowicz17, se aplica igualmente al Soberano muerto sin hijos porque lo que se perpetúa es la institución monárquica, independiente de los avatares dinásticos. La carencia de un heredero y la temida guerra de sucesión marcaron el rumbo que tomaron las exequias de Carlos II en todo el Imperio. Las numerosas ceremonias que se celebraron tanto en España como en las colonias americanas transmitieron el pesar de los súbditos a través de jeroglíficos que invocaban los sufrimientos de la vida del Monarca, el triunfo de Carlos sobre la muerte (la eterna gloria) y la lealtad de España a su legítimo Gobernante. La subsiguiente coronación de Felipe V, primer rey Borbón de España, representó el inicio de la transición hacia una Monarquía moderna. En las fuentes de la época, los investigadores han señalado la persistencia de sentimientos pesimistas, quizá debidos a la incertidumbre consecuencia de la guerra civil española. ‘‘Los programas iconográficos de las exequias carolinas lloran al monarca fallecido, pero apenas hay referencias a la regeneración de la institución monárquica, pues es toda una dinastía la que ha fenecido en esta ocasión’’.18 Quizá los autores de la arquitectura fúnebre limeña quisieron mantener la tradición de conectar al Rey con su futuro (o posible) sucesor. Una particularidad del túmulo limeño es señalada por Minguez Cornelles: ‘‘solo en el catafalco de Lima encontramos unas tímidas referencias a Felipe de Anjou, en absoluto comparable a los óbitos de los anteriores Austrias donde la referencia en el túmulo al hijo sucesor era inexcusable y reiterada.19 Probablemente esperasen que la demostración de lealtad, en el caso de que Su Majestad ascendiese, tuviera recompensa. También es posible que la costumbre de mostrar a la Monarquía como un todo continuo estuviese tan arraigada que no podían dejar vacío el espacio designado para el heredero. La primera idea podría ser la más acertada, si seguimos el análisis que hace Carmen Ruiz de Pardo, de los lienzos catalogados como “Gobernantes del Perú”. 20 En esta serie de retratos, catorce gobernantes Incas son seguidos por los Reyes españoles desde 17 KANTOROWICZ, Ernest, The King’s two bodies: a study in mediaeval political theology, Princeton, Princeton University Press, 1998. 18 Ídem, p.17 19 Ídem, p.43

Carlos V a Fernando VI, como si se tratase de afiliar la Monarquía española con la historia local. Ruiz describe un cuadro en el cual aparece Felipe V, primero de los borbones. ‘‘El cuadro en la parte superior tiene a Cristo en su carácter de -Rey de reyes y señor de señores- (sic) ante los monarcas del lienzo; en la derecha superior se encuentra la Coya o mujer de Manco Cápac y a un lado, el escudo español con el león y el castillo alternados y al otro, el escudo inca con el otorongo, las serpientes coronadas sosteniendo un arco iris y una maskapaicha inca superior’’. 21

Ya mencionamos la importancia del retrato en las ceremonias coloniales. Una vez que la imagen del Rey era colocado en el trono, la Plaza de Lima cobraba vida: tenía una capacidad para casi ocho mil personas y suficiente espacio como para celebrar un desfile militar. La acumulación de gente, nos dice Ruiz de Pardo, llegaba hasta la Catedral. La celebración era acompañada con salvas de artillería y el redoble de las campanas, sonoro trasfondo a un tumulto de observadores vestidos de luto. Todo estaba preparado para reforzar el vasallaje de la villa hacia el señor. En el siglo XVIII, el séquito que escoltaba al difunto tenía pautas establecidas por la costumbre y por el rango. Las primeras exigían el acompañamiento de clérigos especializados en el ritual funerario, principalmente miembros de las órdenes mendicantes (agustinos, carmelitas, dominicos o franciscanos) que llevarían los cirios y los emblemas sagrados. La iluminación del cortejo se debía a dos motivos: primero porque el fuego simbolizaba la resurrección; y segundo porque se realizaba cerca de la caída de la noche. El equipamiento de cirios, antorchas y otros objetos era una oportunidad más para demostrar la riqueza y el poder del fallecido. Los sacerdotes eran seguidos por huérfanos y pobres, a los que se les darían vestidos con los colores del difunto y antorchas. Por último, y sobre todo en España, donde esta costumbre perduró más tiempo, irían las plañideras (mujeres que sollozarían y sufrirían por el difunto). Al no contar con un cuerpo, las ceremonias realizadas en las colonias americanas estaban organizadas en torno a desfiles militares. Los regimientos profesionales y las milicias (incluso los cuerpos indígenas) vestían sus colores y portaban banderas y estandartes de su compañía, de la villa y de la monarquía. En este contexto, el Estandarte Real era el simulacro del cuerpo en el ataúd: transitaba por la ciudad hasta el 20 RUIZ DE PARDO, Carmen, “La muerte privilegiada: reales exequias en Lima y Cuzco. Época Borbona”. En: Arte, poder e identidad en Iberoamérica. De los virreinatos a la construcción nacional, Castellón de la Plana, Universidad Jaime I, 2008, p.53-77 21 Ídem, p.54

lugar del “entierro”, donde se realizaba la misa y se finalizaban las exequias. El papel de cada individuo dentro de esa procesión, y los aportes materiales hechos a ella, marcaban la importancia dentro de la jerarquía colonial. En 1746, Lima se volvió a enlutar como consecuencia de la muerte de Felipe V. El nuevo túmulo se asemejó a aquel que hemos descrito para Carlos II haciendo hincapié en la unión de los escudos de Castilla y Lima así como en los adornos del catafalco real. Sin embargo, apareció un nuevo motivo que domina la arquitectura efímera del monarca Borbón: la flor de lis fue añadida a la decoración de la estructura, tallada en columnas y bordada en lienzos. El duelo A la persona real se le debía un momento de recuerdo, pero lo cierto es que la sociedad del siglo XVIII estaba tan familiarizada con la muerte, que el duelo es delimitado a una mínima duración (Ver Anexo). Las autoridades morales llegaron incluso a expresarse en esto, reglamentando la duración y las prácticas adecuadas para el momento del duelo. Dentro del ritual fúnebre, el duelo era la parte menos indispensable para la sociedad. Era un momento sensible que, en la conciencia del siglo XVIII, podía hacer más mal que bien a la imagen del difunto y de los supervivientes. Ciertamente, demostrar grandes emociones por la muerte de un familiar no estaba bien contemplado por la sociedad, mucho menos si se trataba de sufrientes que estaban en una posición de poder, o que, como el heredero, encarnaban en su persona la imagen del Estado. Pensemos, además, que la ceremonia de las exequias reales debía ser seguida lo más rápidamente posible por la coronación del nuevo rey. Ciertamente, no hay mucho tiempo para sufrir por la partida del señor. Siendo el caso de los reyes el festejo de un duelo nacional, las grandes fiestas españolas no podían quedar fuera de las prácticas sociales. Se llevaba a cabo un juego de contradicciones22 que hacían converger la repulsión y la risa en un mismo contexto espectacular. La violencia y la sangre se combinaban con la alegría en las fiestas nacionales por excelencia: las corridas de toros. En Hispanoamérica, las corridas de toros se practicaron a la par que en la Península, siendo muy importantes las realizadas en la Plaza de toros de Acho, en Lima. ‘‘La España romántica, por decirlo sin ambages, era también el país de la muerte: un país violento poblado de bandoleros y facinerosos, atrasado, inculto, fanático, sanguinario y cruel. Una nación, no se olvide, en la que hasta la más bella hembra 22 NUÑEZ FLORENCIO, Rafael, La muerte y lo macabro en la cultura española, Dendra Médica. Revista de Humanidades, Madrid, 2014, 49-66.

llevaba una navaja en la liga para hundirla en el pecho del entrometido o del desleal a la primera ocasión. Una comunidad que no concebía divertirse sin derramar sangre a raudales, sangre de animales —en especial toros y caballos — pero también sangre humana. La propia «fiesta nacional» era el epítome de todo ello y fascinaba y horrorizaba a partes iguales’’. 23

Respecto a estas prácticas, existen diferencias entre las plazas de Santa Fe y Buenos Aires. En el primer caso, se realizaron anualmente al menos desde 1595, en el marco de las celebraciones por el Santo Patrono, junto a los juegos de cañas 24. Recién en 1709 aparecen como posibles en el marco de una fiesta diferente: el nacimiento del Príncipe 25. En cuanto a su organización, un año más tarde se mencionaba que el encargado de conseguirlos para la fiesta de San Jerónimo era el Alcalde Provincial, en ese entonces Antonio Márquez Montiel26. Asimismo, parece ser que la práctica festiva en cuestión estaba en relación normalmente con actividades productivas: el abasto local y las recogidas de ganado. Esto puede verse con casos como cuando en 1710, ante la falta de sustento para la población se decidió usar la carne de los toros muertos en la pista para alimentar a la gente; o cuando en 1749 el Alcalde de la Hermandad de Los Arroyos, Juan Gómez, dio razón que debido a la sequía no había toros ni caballos para recoger, ante lo cual se suspendieron las corridas en honor al Patrón27. Durante el Siglo de Oro, los temas del dolor, el martirio y la crueldad fueron puestos en el centro de un gran número de obras. Las producciones de Garcilaso y el Greco, entre otros marcan el estilo de la época; Goya realizó importantes obras con temas macabros en los siglos XVIII y XIX respondiendo a la estilística barroca tardía, luego al Neoclasicismo de finales del siglo XVIII, adoptando el rococó durante su estancia como pintor en la manufactura Real de Santa Bárbara (encargada de la fabricación de objetos de lujo). El modelo Barroco 23 Ibídem, p.55. 24 AGPSF, ACSF, Tomo II, Primera Serie, fols. 239-240. 25 AGPSF, ACSF, Tomo VII, fols. 5-6b. 26 Ibídem, fols. 39-40. 27 AGPSF, ACSF, Tomo XII ‘‘A’’, fols. 79-80.

Veamos brevemente la importancia que el Barroco tuvo en los siglos XVII y XVIII, donde se mantuvo como el paradigma artístico a elegir en el momento de las celebraciones del ciclo vital monárquico (nacimiento, bautismo, coronación, defunción). Apoyó el discurso legitimador de la dinastía como centro del Estado, y benefició a aquellos que se mostraron como sus representantes y vasallos en el Imperio. La simbología artística respondía a la necesidad de mostrar al Rey como algo sagrado, acercando la Corona a Dios. Esto respondía a una intencionalidad clara por parte de los poderosos, en cuanto a que las celebraciones majestuosas eran oportunidades de reforzar el pacto de dominación en cada una de las coronas que componían el Imperio. Durante las exequias de Felipe IV (1665), la utilización de la iconografía mitológica, pagana y religiosa se aglutinó en el valor estético y ético del Barroco, tanto en Sevilla como en Lima. ‘‘La centralidad de la figura del Rey en las ceremonias limeñas parece no haber sido igualada en otras ciudades americanas. Debido a que el virrey no estuvo nunca presente durante las ceremonias reales del siglo diecisiete en Lima, es muy probable que rituales tales como las proclamaciones y las exequias reales puedan haber sido más importantes para la legitimación del poder colonial que las entradas virreinales que iniciaban el nuevo gobierno del alter ego del Rey’’28.

Un ejemplo de esta lógica, aunque con características diferentes es representado por las aclamaciones, como la realizada en honor a Fernando VI en la Ciudad de Santa Fe en enero de 1748, y dentro de la cual se realizaron 2 comedias y 4 días de toros, junto con la iluminación de las calles para el paseo 29. Como se verá al final, en el caso de Buenos Aires esta representación fue mucho más compleja y ostentosa. En este contexto, el Cabildo, tanto en Santa Fe como en Buenos Aires, se ocupaba de los gastos, como cuando por ejemplo en 1702 los cabildantes santafesinos autorizaron el pago de 19 pesos correspondientes a media arroba de pólvora utilizada en la guardia y celebridad del Real Estandarte durante la aclamación de Felipe V30. Sobre estos cimientos otorgados por las villas peninsulares, Lima construirá un estilo propio no solo en la arquitectura, sino también en lo literario. Fray Martin de León iniciará un género histórico-literario mediante los libros de exequias. Muchos de estos libros eran recopilados y presentados al monarca sucesor, bajo la denominación de 28 Ibídem, p. 9 29 AGPSF, ACSF, Tomo XI, fols. 411-412. 30 AGPSF, ACSF, Tomo VI, fols. 310-311.

“Parentación Real”31. No son pocos los historiadores que han hecho referencia a la utilidad de estos libros como fuentes para analizar la sociedad del período: en ellos podemos ver el protocolo seguido en la villa, se mencionan las autoridades que presidieron la ceremonia (con sus cargos, títulos y nombres) y dedican también un espacio a las instituciones militares, civiles y religiosas que habitan la ciudad al momento del pésame. Mencionemos también que hacia mediados del siglo XVIII (sobre todo después de las exequias de Fernando VI) la representación de la realeza se tornó más abstracta que durante el período de los Austrias, por lo que el cuerpo simbólico sentado en la Plaza fue reemplazado por el Real Pendón. Con la elección de este estilo, se buscó crear una ciudad absoluta32 en crecimiento bajo la visión del Rey. La difusión de este tipo de construcciones partía de la Plaza Mayor, donde se concentra el ceremonial de las fiestas. Antes de intentar una descripción más detallada, la cual aparece sobre todo en las aclamaciones rioplatenses, es preciso aclarar que desde 1700 (llegada al trono de Felipe V, y con él de una nueva Dinastía, la francesa de los Borbones), el carácter de las representaciones en los actos por la muerte y asunción del Rey también iría cambiando considerablemente. Esto puede apreciarse por primera vez, al menos en este caso, no con la aclamación del mismo Felipe, sino a partir del decenio de 1710, cuando comenzaron a celebrar 6 meses de luto y las mismas distinciones que para la muerte del Monarca en el caso de los fallecimientos de Delfines 33. Ya en los lutos por la muerte del primer Borbón se hace más hincapié en celebrar las exequias con comités de religiosos y sermón, todo a costa de la Ciudad (según la Real Orden del 6 de mayo de 1745), así como también se dispuso como obligatorio el uso del traje de golilla por parte de los funcionarios34. Como se verá un poco más adelante, a partir de ese entonces las celebraciones exclamatorias (Fernando VI) tomarían un carácter y unas pompas bastante particulares y muy distintas a las que se realizaron en honor a su predecesor. 31 RUIZ DE PARDO, Carmen, op.cit, p.58 32 ALVA, Mariela y GALLI, Agustina, “La Iglesia y su arquitectura en el siglo XVIII: el Barrio de Monserrat”, en: Arquitectura y Urbanismo: forma y contenidos en el Nuevo Continente. Siglos XVIII y XIX., Nº 199, Universidad de Belgrano, Buenos Aires, 2007. 33 AGPSF, ACSF, Tomo VII, fols. 171-172b; 300-301; 345; Tomo IX, fols. 272-276. 34 AGPSF, ACSF, Tomo IX, fols. 403-404.

Anexo Por último, nos proponemos la descripción de una fuente, a modo de ilustración y de comparación con las prácticas anteriores, las cuales ya fueron mencionadas. Se trata de un minucioso repaso hecho por el Cabildo de las honras por Fernando VI, el segundo de los Borbones españoles, allá por el año 1748. Antes que nada, se hizo mención del nuevo Monarca como ‘‘legítimo hijo, sucesor y heredero’’. Posteriormente a la misma, se dio comienzo a las celebraciones con el primer paso: el aviso de la muerte de Felipe V, la cual había tenido lugar casi 2 años antes, quedando de manifiesto el retraso que sufría Buenos Aires todavía en estas cuestiones. En segundo lugar, los cabildantes mandaron a romper bando para informar el pueblo, como se acostumbró siempre, más allá de la Dinastía que ocupara el trono. Podría decirse que es uno de los pocos elementos inmóviles a lo largo del período. Le sigue la descripción de la elaboración de todo lo que es la arquitectura efímera: 4 columnas con elevación, con la Corona en el centro, despojos de la Parca en la cornisa, hachones a los costados del armatoste en representación de lágrimas, en el centro una imagen del Rey, simbolizando la idea de que la memoria del Rey superaba al dolor de su propia muerte. Una vez formado el túmulo, se preparaban los clamores con los dobles de las campanas, cuando todas las iglesias emitían su música en señal de angustia. Como siguiendo el ritmo inaugurado por las campanas eclesiásticas, la artillería comenzaba a disparar de hora en hora, a modo de señalar la congregación que se venía. Una vez que comenzaban los disparos, procedían a reunirse los miembros del Cabildo Eclesiástico (Prelados) y los del Cabildo regular junto al Gobernador y Capitán General en compañía de las autoridades militares. Entre todos, daban comienzo a la vigilia, todo denominado bajo el nombre de ‘‘Triste Panteón’’. Luego de la vigilia, venía el Sacrificio de la Misa, llevada adelante por el Cura Vicario o algún prelado de importancia, más una congregación de músicos, todos vestidos de luto. Una vez finalizado el luto, los Alcaldes Ordinarios se dedicaban a disponer el Fausto Tribunal para la aclamación del nuevo Rey. Los 12 miembros de la Sala Capitular salían de sus casas presidiendo los maceros vestidos acompañando al Gobernador y la tropa militar de Dragones formados con espada en mano. Pasando por la casa del Alguacil Mayor de la Inquisición, don Francisco Rodríguez de Vida (también Alcalde de Segundo Voto), se hizo éste cargo del Real Estandarte por la ausencia del Alférez Real.

En este contexto, las calles se encontraban ya bellamente vestidas con tapices y ricas colgaduras, más flores de colores en representación de la Primavera. En cuanto al Real Estandarte, el mismo se encontraba en casa del mencionado Alcalde con guardia de Infantería sobre un riquísimo dosel. Además había cuadros que representaban, con distintos colores, las bulas y trofeos militares. A todo esto seguía la marcha con el Estandarte en manos del Alférez, acompañado del cuerpo de Dragones (caballeros con espadas), seguidos por los vecinos con sillas muy costosas bordadas en oro y plata, vestidos de ricas galas. En el centro la representación del Ayuntamiento, ubicado en el centro el Alférez, a su derecha el Gobernador y a la izquierda el Alcalde Primero. Este tumulto organizado, que muestra claramente la jerarquía social porteña de la época, terminaba en la Plaza Central. Una vez allí, los ya mencionados, junto con el Real Estandarte, subían al túmulo, con música de acordes como fondo. Esta era la aclamación, que iba seguida del regocijo del pueblo, y entre todos reconocían la obediencia al Estandarte (que simbolizaba a Fernando VI en este momento). Una vez aclamado el elemento, la artillería rompía con disparos y se pasaba a la exhibición de monedas del Perú con la imagen del nuevo Rey, lo cual habla de una diferencia en importancia de ambas ciudades, y de la relevancia que poseía la imagen de la persona Real. No es un dato menor que esta ceremonia fuese declarada por los mismos capitulares como la más grande hasta el momento. Al finalizar la misma, se condujo al Estandarte hacia una habitación bien adornada. Durante la primera noche, pertenecientes a la Compañía de Jesús, realizaban varias danzas en honor al nuevo Rey. Al día siguiente, se paseaba otra vez al símbolo Real, esta vez hacia la Catedral, donde un Padre jesuita realizaba las prédicas correspondientes, acto que era acompañado por el festejo del Santo Patrono, con Tedeum incluido. Las calles se encontraban iluminadas con velas y fuegos, a lo largo de todo el recorrido realizado por el ‘‘Rey’’, el cual era exhibido al pueblo mientras sonaban los cohetes y se realizaban juegos entre los vecinos. Todos aplaudían la retirada y se daba lugar al banquete que integraban todas las personas ilustres. La noche siguiente se dedicaba al ardor del castillo combatiendo contra navíos y galeras. Las cenizas resultantes representaban al Fénix, como si se tratara de una especie de reencarnación y continuidad Monárquica. Al otro día se montaba el Carro Triunfal, compuesto por delicadas pinturas, las armas reales ubicadas en la popa, y en la proa las de la Ciudad, mientras a los costados se colocaban los trofeos de guerra. Treinta hachas de cera y 6 faroles iluminaban todo el montaje, mientras el trono se lucía en la cima,

todo al compás de un concierto musical. El mismo era tirado por 8 mulas del mismo color, y la guardia siempre con espada en mano y uniformado. Al otro día venía el turno de la Marcha Burlesca, acompañando con más de 400 hombres un carro, con representaciones del Rey y del Dios Baco. Adultos y niños hacían la procesión al grito de ‘‘Viva Fernando, viva María Bárbara’’. Esto demuestra no solamente una influencia cultural greco-latina, sino también como se asociaba al Monarca con las atribuciones de una Divinidad en particular, relacionada con la alegría y el placer. En cuanto a los juegos de cañas y sortijas, estos se realizaban en la Plaza ante la mirada de las autoridades y vecinos ilustres. Cuatro cuadrillas de 12 integrantes (Españoles, Moros, Turcos e Indios), todos bienes vestidos y en cada una de las esquinas del espacio, empezaban las corridas de cañas, con el objetivo de encajar unas 15 veces la sortija y obtener la medalla que era concedida por el Alférez Real. Tras dos noches seguidas de comedias, venían 4 días de toros. Los animales eran costeados por el Cabildo y el Alférez por no haber fondos en ese momento, y, entre música y refresco general, ante la mirada del Gobernador y el Cabildo desde sus asientos especiales, comenzaba la matanza de animales en la plaza completamente cercada. Seguían 2 noches más de conciertos musicales, con bailes incluidos para toda la Nobleza, más danzas indígenas, comedias varias y regocijos, todo ante la presencia de los ‘‘Reyes’’, en esta última parte de las celebraciones representados con sus retratos, siempre bien adornados. Bibliografía 

ALVA, Mariela y GALLI, Agustina, “La Iglesia y su arquitectura en el siglo XVIII: el Barrio de Monserrat”, en: Arquitectura y Urbanismo: forma y contenidos en el Nuevo Continente. Siglos XVIII y XIX., Nº 199, Universidad de Belgrano, Buenos Aires, 2007.

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