El reverso sonoro de las imágenes. El rock como dispositivo de ampliación semántica en el interior del tejido narrativo

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12 El reverso sonoro de las imágenes. El rock como dispositivo de amplificación semántica en el interior del tejido narrativo Fran Ayuso Ros (Universitat de València. Estudi General) Publicado en Música y Cultura Audiovisual: Horizontes. Enrique Encabo (ed.), Editorial edit.um

1. IntroduccIón Jacques no era un cineasta radical. Lo que era radical era su deseo de llevar música, canciones y baile a cosas que parecían fuera de ese ámbito; como la lucha de clases. Agnès Varda sobre Jacques Demy. Eye on the World

La música, en su fluir irreductible, es el arte de la memoria (Téllez, 2007:42). Un lenguaje paralelo y universal capaz de construir nuevos espacios de sensibilidad en los que se pueda llegar a constituir una forma de comunicación al margen de cualquier perversión del lenguaje, un guiño que interpele a todos por igual abriendo al máximo las posibilidades de un mundo sensible. Desde los tiempos del cine silente, en que un pianista realzaba con mayor o menor intensidad las peripecias que se desarrollaban en la pantalla, la música y el cine han mantenido una estrecha relación. Las composiciones musicales que acompañaban las imágenes en

movimiento matizaban y reforzaban las vivencias de los personajes,

las emociones que se pretendían imprimir en cada escena, sumergiendo al espectador en la atmósfera acorde a cada género cinematográfico o el clima sonoro propio de cada director. Sentir el paso, y el peso, del tiempo en un melodrama; descender a los bajos fondos de las ciudades; horrorizarse ante la presencia de lo monstruoso; revivir el lejano oeste o penetrar en el particular mundo de Hitchcock o Fellini. La música compuesta para el cine consolidaba la cohesión narrativa del film instaurando ciertas claves sonoras, de modo que al ser reconocidas remitieran a unas determinadas coordenadas referenciales. La música en el cine ha funcionado también como vehículo para escapar de la monocroma cotidianidad. Dentro del género musical, los números musicales suponían una suspensión de la narración en la que los personajes eran transportados a un mundo de fantasía en el que todo es posible, en el que los sueños se cumplen con toda facilidad, en el que las utopías se vuelven habitables entre los límites del encuadre. Lo hemos visto en películas que suponen una actualización del mismo, como Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, Lars von Trier, 2000). Este maridaje entre música y cine no solo se ha ido consolidando con el tiempo, sino que, en muchas ocasiones, la banda sonora musical de un film deja de ser original para introducir el valor añadido de piezas musicales ya conocidas. En el cine de las grandes producciones esta operación supone a menudo un recurso más dentro de la campaña de marketing que acompaña a su lanzamiento, funcionando la parte musical, una recopilación de éxitos comerciales, como producto de consumo independiente. Baste pensar en la saga Crepúsculo o en productos recientes como El gran Gatsby (The Great Gatsby, Baz Luhrmann, 2013), en los que música y placer escópico se dan la mano con el fin de elaborar un espectáculo masivo. Pero, en razón de su impronta poética, la música no se deja conducir hacia un resultado objetivo. Tanto en la poesía y el cine, como en la música cantada en general, o el pop y el rock en particular, hay una emoción que fluye de la sonoridad y el ritmo que desborda las palabras. En la interdependencia entre letra y

música de una canción se fundamentaba el aviso que acompañaba los discos de Pulp: «No lea las letras mientras escucha el disco». Y ya Charles Chaplin advertía que el cine se parece a la música más que a cualquier otro arte. De ahí que los destellos que manan al articular de forma escurridiza las evocaciones musicales con las formas cinematográficas expriman muy bien la dimensión existencial tanto de los personajes insertos en la narración como la de aquellos que vivieron circunstancias similares y que palpitan en la memoria del espectador. Una articulación convertida en fuente de significación que nos ayuda a situarnos y dar sentido a nuestra existencia. Un terreno a la vez rupturista y quebradizo en el que lo fortuito está a la vuelta de la esquina. No en vano, muchos estamos acostumbrados a que la música rock articule con gran precisión nuestros sentimientos, miedos y anhelos, que nos proporcione perspectivas, ángulos nuevos, que nos ayuden a comprendernos, a nosotros, a nuestro entorno y a la tradición cultural que nos precede (Amat, 2013:8). Esta influencia la podemos apreciar en muchas películas. Cabe pensar en el papel activo que adquieren las canciones en el cine de directores como Wong Kar Wai, Martin Scorsese, Emir Kusturica o Michael Mann –Adrian Martin defiende que debería considerarse una categoría superior, la de película-música, donde se incluirían todos aquellos films en los que el papel de la música como guía de la imagen resulta decisivo (Rosenbaum, Martin, 2010:184). En cómo la fluctuación musical enriquece y singulariza la caracterización de los personajes, dinamiza el desarrollo narrativo, armonizando el ritmo de la puesta en escena, al tiempo que resuenan los ecos del mundo que evoca la historia de la película, ampliando su campo de significación. O pensar de qué manera en el cine de Sergio Leone se da una articulación entre ruidos y música tal que produce una diégesis muy particular en la que el tiempo se dilata, estira y comprime como los pliegues de un acordeón, dotando a las imágenes de una cadencia coreográfica. En algunos casos, la influencia de una obra musical preexistente en una película es esencial. Tal es el caso del film Magnolia (Magnolia, Paul Thomas Anderson, 1999), en el que las canciones de Aimee Mann sirvieron de inspiración

para el proyecto, formando parte también del score. Hasta tal punto que, en un momento del film, los personajes parecen interiorizarla, incorporarla, y comienzan a cantar todos juntos la misma canción. La diégesis se vuelve permeable a toda influencia exterior de manera que tanto los personajes como los espectadores pueden compartir las emociones que provoca una misma canción, evidenciando el componente extraordinario de la música: «La música permite una visión mágica de lo irreal, provoca un sentimiento de participación afectiva, produce una percepción objetiva de factor de realidad y la idea de factor de inteligibilidad» (Morin, 2001:176-177). 1.1. Perforaciones temporales del tejido social: el ejemplo de La blessure (Nicolas Klotz, 2005) En este texto abordaré una utilidad peculiar de la música en el interior de la diégesis cinematográfica que sitúa al espectador en el horizonte en que cine y música trascienden sus limitaciones y desvelan conexiones en la memoria que van más allá del presente, del pasado o del futuro; un tiempo en suspensión abierto a las asociaciones menos evidentes: aquellas que tienen que ver con el tejido social, con las aspiraciones y los sentimientos de la gente, con el modo en que se relacionan, se expresan y reivindican su puesto en el mundo. En este punto, resulta oportuno hacer referencia a un film en el que la música lograba que la narración trascendiera los límites temporales y espaciales de la realidad que la pantalla representaba. Se trata de Accattone (Accattone, Pier Paolo Pasolini, 1961), donde la música de Bach, más en concreto, fragmentos del Evangelio según San Mateo, elevaban a unos personajes extraídos de la realidad marginal de la Roma del momento a una categoría mítica, trágica, de reminiscencias religiosas. En un artículo titulado «Ver, oír» y publicado en la revista Contracampo, José Luis Téllez argumentaba, a partir de una secuencia de Un lugar en el sol (A Place in the Sun, 1951), de George Stevens, de qué forma los fragmentos musicales potencian dramáticamente (y en muchos casos predisponen el carácter de) aquellas secuencias que acompañan. Una correlación en la que mientras que la vista puede dirigirse, focalizarse

selectivamente, incluso negarse, el oído persiste receptivo a cualquier sonido y «no puede prescindir de añadir sentido a aquello que se ve» (Téllez, 2007:37). Téllez ejemplifica de qué modo un mismo acorde repetido, con unas cualidades rítmicas y tímbricas concretas, sugiere al espectador el estado de ánimo con el que rendirse a «la estructura de deseo que la pantalla impone» (2007:39). Supone un recordatorio, en referencia a infinidad de discursos similares, que predispone al espectador a sentir inquietud, angustia o jocosidad, aunque estas emociones estén eludidas en las imágenes. En la escena analizada por Téllez, se ve a una pareja que se dirige en un auto descapotable en dirección a un lago. A través del frondoso bosque el vehículo circula por un serpenteante camino que les lleva a la orilla. A pesar del cuadro idílico compuesto por esta serie de imágenes, una fúnebre premonición se ha instalado en el ánimo del espectador. Esta alteración de sentido es causada por el fragmento sonoro que acompaña a dichas imágenes: «varios acordes del registro más grave de violonchelos y contrabajos, ejecutados sul ponticello, con arco hacia abajo, a modo de minúsculo ostinato rítmico» proporcionan una imagen auditiva que, tras siglos de codificación y reiteración, es traducida por el espectador de manera inequívoca. Dicho fragmento musical nos sumerge en la agonía que supone presentir que se va a cometer un asesinato (la imagen auditiva anticipa inequívocamente la imagen visual). Esta utilidad de la música sirve en cine para «impedir zigzagueos de lectura, efectuando un reforzamiento del sentido narrativo pertinente» (2007:41), acotando de esta manera la ambigüedad propia de la música. Hablamos de música instrumental, de partituras que, por sí mismas, no significan nada en particular. En el caso de una canción popular, su influencia en el desarrollo dramático de un film no se nutre tanto de un efecto de repetición como de la carga significante que acompaña a dicha canción (contexto histórico, sentimental, experiencias personales), así como de los significados que se extraen de la letra que, en todo caso, y con respecto a su actualización artístico-estética, no se

agotará en el relato de su contexto histórico, sino que participará de una aprehensión dinámica, voluble y en una relación dialógica con las imágenes a las que acompaña. Por lo tanto, la identificación de un fragmento musical, bien sea un acorde o una canción, supone una operación mediante la cual el pasado ideologiza el presente. Pero, ¿qué supone hablar del presente en cine? De acuerdo con Godard, en el cine el presente no existe nunca, salvo en los malos filmes (Deleuze, 1987:60). De ahí que Deleuze hable, más que de una sucesión de presentes, de una coexistencia activa entre pasado, presente y futuro, en la que cada instante presente existe y se constituye gracias a la presencia latente de un antes y un después. Una zona activa, una red de circuitos, en la que, según Deleuze, a cada idea le corresponde una zona de recuerdos, sueños o pensamientos (Deleuze, 1987:70-71) y en la que es el montaje el que da la verdadera dimensión y consistencia al tiempo cinematográfico. El resultado es una yuxtaposición ambigua de diferentes mundos por la que el espectador es libre de transitar a través de los túneles que conectan su memoria con los reflejos que se desprenden de dicho universo de imágenes y sonidos. Este trayecto atemporal será mucho más fructífero cuando la música no redunde en subrayar un significado concreto, sino que provoque un contraste que amplíe el campo significante. Según vemos, la música, entendida como aporte dramático ajeno al espacio interno de la ficción, puede cumplir dos finalidades distintas: la de enfatizar un preciso sentido dramático, o bien la de provocar un efecto de shock, evidenciando su disparidad respecto de las imágenes a las que acompaña. El primero sería un efecto empático, mientras que en el segundo caso hablaríamos de un efecto anempático, según la clasificación hecha por Michel Chion (Chion, 1997:233). La función empática es aquella que tiene un valor redundante, que «colorea» la escena, que se constituye de manera vehemente para denotar emociones dramáticas bien en las acciones como en los sentimientos de los personajes. Es decir, supone un valor añadido al campo visual, un generador dramático que hace avanzar el relato anticipando el «color» emocional de un

determinado fragmento, impregnando las imágenes de unos ajustados acordes anímicos y proporcionando coherencia y espectáculo al fluir armónico de la trama. El segundo efecto de la música no diegética, la anempática, pretende provocar un contraste emocional entre la propia situación dramática y el acento melódico. Es decir, no opera tanto una función de refuerzo del perfil de los personajes o de la inflexión de las situaciones como amplia el conflicto a un ámbito múltiple, complejo, atemporal. Se persigue provocar un efecto de extrañamiento mediante la disparidad de tonalidades entre la imagen y la música. Este distanciamiento emotivo posibilita una mirada más amplia de los acontecimientos, abriendo el horizonte visual al espacio en off, a un universo de asociaciones no prefijadas. Este es el caso que nos ocupa. En nuestro ejemplo la ilación anacrónica y de contraste entre un tema de dominio popular y las imágenes cinematográficas vuelven poroso el tejido narrativo, receptivo a los ecos de otras historias, a los órdenes de otros tiempos. Su unión no clausura el sentido, como ocurría con el ejemplo antes citado, ni lo determina, tampoco lo anula, sino que conduce a su explosión orgánica y heterogénea que, poniendo en entredicho el frágil armazón de la verosimilitud, abre un espacio inaudito abonado a otros ámbitos, a la experiencia cotidiana del espectador, a las zonas en sombra, al riesgo de lo no decible. Se trata del film La Blessure (Nicolas Klotz, 2005), donde se muestra la vida de un grupo de africanos en territorio francés, centrada, en primer término, en los controles y las vejaciones que padecen a su llegada al aeropuerto y, más tarde, en las precarias condiciones de vida. Una película que da voz y visibilidad a unos personajes que por lo general permanecen invisibles. El desarrollo argumental de La Blessure se puede resumir en la siguiente breve sinopsis. Papi acude al aeropuerto para recoger a su mujer, Blandine, quien será herida por la policía al resistirse a ser embarcada por la fuerza, junto a un grupo de inmigrantes, de vuelta a su país. Gracias a la intervención de un representante de Asuntos Extranjeros, puede permanecer en Francia, pero la

herida moral sufrida hará que se recluya en su habitación y se niegue a salir. La película cuenta también con el protagonismo de otros ocupantes del edificio, como Moktar, quien tiene miedo de salir a la calle después de que le robaran todas sus pertenencias, o Fanny y Kary, quienes venden su cuerpo para poder dormir bajo un techo y ayudar a los familiares que dejaron en África. Aunque de carácter eminentemente coral, el film avanza al ritmo que se restañe la herida, física y moral, de la protagonista femenina. Un daño provocado por la acción policial al tratar de forzarla, junto con otros inmigrantes, a entrar en un avión que la devuelva de nuevo a su país, que motiva su negación a abandonar la casa ocupa en la que se han instalado durante la mayor parte del film. El momento en que decide romper su silencio, relatando las vejaciones sufridas durante su detención en el aeropuerto, y salir al exterior, va acompañado del único fragmento de música extradiegética del film. En una película en la que predominan los largos planos fijos, los espacios asfixiantes, en los que los personajes se expresan muchas veces en largos soliloquios, la música cobra una mayor relevancia. El tema musical elegido es Atmosphere, una canción de Joy Division. Una elección musical que resulta cuando menos sorprendente en un film como éste. Baste pensar en la distancia que separa el imaginario social y cultural en el cual se sitúa la banda y el contexto histórico y temático desarrollado en la película. Aunque el fragmento que señalo es el tema Atmosphere, en realidad en el film se incluye la versión que se recoge en una maqueta bajo el título de Chance. La diferencia más apreciable entre los dos temas es un párrafo de la letra, justamente aquel que destaca en el film: «They’re hunting in packs / By the rivers / Through the streets / It may happen soon / Then maybe you’ll car / Walk away / Walk away from danger / Walk away from danger / I’m just crossing the line / just crossing the line / Trying to get back/right where I was / Back where I was / See me crossing the line / Don’t walk away». Su introducción se produce suavemente, de forma ascendente, y a mitad de la escena, como ya lo hacía Pasolini, advirtiendo de la arbitrariedad

del montaje, poniendo en evidencia el dispositivo sintáctico que relaciona el bloque fílmico con el bloque musical. De esta forma, al poner en evidencia la ambigüedad de la representación, el espectador deviene determinante, dotando al film de un eterno potencial de producción de sentido relativo. Circunstancia ésta que, lejos de restar veracidad a los hechos narrados, abre la acción a otro contexto, a una relación espaciotiempo no fijada de antemano, propiciando que los fulgores de la música de Joy Division puedan alcanzar a alumbrar otras tantas heridas, otras tantas vivencias que se extraviaron por el camino o que están por llegar. Cabe indicar que este tema se grabó, ya como Atmosphere, tras el suicidio de Ian Curtis, por el resto de la banda bajo el nombre de New Order. Suicidio que se produjo la noche anterior al día en que la banda debía emprender su primera gira americana y después de que Curtis viera por televisión el film Stroszek (Werner Herzog, 1977), en el que el protagonista, un músico marginal, viaja a EEUU en busca de una nueva vida para encontrarse con un entorno en el que se siente de nuevo rechazado, fuera de lugar y donde decide acabar con su vida disparándose con un rifle. El cierre del film de Herzog supone el reflejo más atroz e implacable de ese tan cacareado estilo de vida americano, de la anunciada tierra prometida: se ve a un pollo que baila sobre una plataforma circular al ritmo de una música estridente; se trata de una simple atracción de feria en la que con cada moneda se activa la música y el animal emprende de nuevo la danza. Una imagen que abre las puertas a una sociedad en la que el padecimiento humano adquiere el estatuto de macabra atracción de feria; un espectáculo que de tan ajeno se percibe con desafecto. Una sociedad en la que el camino del éxito, trazado por los «arquitectos de la ley», está trillado de cadáveres. Espectros, fantasmagorías, que pueden ser convocados en el abismo que se abre entre la imagen y la música, donde se dejan sentir las heridas de muchos otros que se han visto obligados a abandonar su lugar de origen, que han debido aprender a resistir para existir.

2. Reescrituras de la memoria A lo largo de nuestro análisis hemos podido constatar que en su discurrir inagotable de recuerdos, conocimiento y olvido, la música proporciona a la imagen una connotación de la que ésta carece. De manera que la relación que se establece entre un elemento de la banda sonora y un elemento de la banda imagen opera una articulación que permite producir un sentido no inscrito como significado en el plano argumental. Hemos podido comprobar cómo en el fragmento de La blessure analizado dicha articulación amplifica las posibilidades de sentido al abrir un territorio fértil en significantes gracias a la discordancia dada entre el bloque visual y el bloque sonoro. Además, la peculiaridad de la selección musical va unida a una preocupación formal y estética que comprende toda la película. Se rechaza recurrir a la naturalización ficcional de un hecho concreto para construir una abstracción artística que posibilite un espacio crítico desde el que pensarlo de otra forma, conscientes (¿por qué no?) de que el conflicto se libra en las formas artísticas y en la gestión del tiempo: La libertad del espectador cinematográfico requiere formas que actúen sin encerrar, encuadres desbordados, duraciones de disolución lenta; ventanas, muy bien, pero de esas por las que sopla en viento de lo real, esas ausencias en las que el espectador sueña con lo que ya no está en la pantalla (Comolli, 2010:120).

En este sentido, el perfil dramático de los personajes no se desarrolla a lo largo de una evolución lineal, causal, sino que se va configurando en el trayecto que une varios segmentos. Bifurcaciones temporales que, lejos de ayudar a resolver un conflicto particular, remiten a otros enigmas más profundos. A pesar de partir de un proceso de investigación y documentación previa, el texto fílmico no renuncia a manifestar formalmente la incapacidad para suplantar la realidad, para ubicarse en un espacio razonable, conclusivo, aceptando que ésta solamente es cognoscible de forma fragmentaria, frente a la confortable visión totalizante propia de un enfoque espectacular. Volviendo al ejemplo, ¿cómo configurar el cierre dramático de una situación que se da todos los días cuando ésta se piensa socialmente, de manera colectiva y no individual? En esta dirección, el

extrañamiento provocado por la relación anacrónica entre música e imágenes, al igual que la puesta en escena, lejos de diagnosticar un estado de la cuestión, apunta hacia un fuera de campo inefable, hacia un vacío resonante, una ausencia cargada de implicaciones. El montaje, sobre el que Nicholas Ray opinaba que debía considerarse una nueva etapa de creación poética, constituye el lenguaje de creación que ofrece diferentes alternativas de sentido a la hora de relacionar dos o más imágenes. Alternativas que se dan también en la relación dialógica entre el bloque fílmico y el bloque musical de dos formas, siguiendo de nuevo a Téllez, a lo largo del tiempo diegético (horizontal, sintagmática, metonímica) –de forma que la repetición de un fragmento musical en dos momentos distintos acentúa su potencial dramático, al subrayar las diferencias que se han producido en el interior de la diégesis en el periodo de tiempo comprendido entre esos dos puntos- o una unión puntual (vertical, paradigmática, metafórica) (Téllez, 2007:44), de manera que «lo que genera sentido es el modo específico de la articulación». En el ejemplo analizado, la relación vertical que se articula entre los dos códigos no deriva en una resolución del sentido ajustada a los contornos de la diégesis; el resultado de vincular dos elementos aparentemente distantes entre sí es un efecto de exilio, un distanciamiento crítico que abre una perspectiva remota, una mirada furtiva. La narración desvela sus múltiples capas, su naturaleza cíclica, en la que cada parada revela el devenir armónico de un instante a través de una zona de recuerdos. La metonimia deviene metáfora, elaboración paradigmática: la crónica de un tránsito temporal y espiritual en el que únicamente los signos componen la historia. Una historia que no es ya la sucesión de hechos puntuales o el resultado de una causalidad listada, sino un atlas que permite una lectura abierta, dialógica, que abre un espacio de conocimiento en el que el tiempo se estira y comprime, y en el que el visitante es libre de transitar a través de los túneles que conectan su memoria con los reflejos que se desprenden de dicho universo de imágenes; un moverse, por tanto, que va

configurando una cartografía a partir de las huellas de esos pasos. Y en el que la música rock no solamente funciona como elemento dinamizador, sino que se ofrece como vía de escape, como acceso a ese territorio en el que el viajero no tiene miedo de perderse ni precisa de un principio y un final para orientarse, pues cuando llega al límite cae por un agujero que lo lleva a otro punto y vuelta a comenzar1. El realizador Chris Marker hacía la siguiente reflexión en su película Sans soleil (1983): «se puede decir que me he pasado la vida preguntándome sobre la función del recuerdo, que no es el contrario del olvido, sino más bien su reverso. De hecho, no nos acordamos de nada. Reescribimos la memoria de la misma manera que reescribimos la historia». Rimando con lo apuntado por Deleuze: «Hay devenir, cambio, pasaje. Pero, a su vez, la forma de lo que cambia no cambia, no pasa. Es el tiempo, el tiempo en persona, un poco de tiempo en estado puro: una imagen-tiempo directa que da a lo que cambia la forma inmutable en la que el cambio se produce» (Deleuze, 1987:31). Marker relaciona su método de trabajo con «el proyecto que alimentó Benjamin en Los pasajes: aplicarse a los detalles, a las pequeñas cosas despreciadas por historiadores y sociólogos. Es de esta materia prima, la pequeña moneda de la Historia, de la que trato de extraer un viaje subjetivo a través del S. XX». En relación con ese espacio-tiempo que estalla en pedazos para después condensarse en un instante, Chris Marker anotó en su film L’Ambassade (1973): «El pasado es como el extranjero, no es una cuestión de distancia, sino de atravesar una frontera». Referencias bibliográficas AMAT, Kiko. «La guerra perpetua», introducción a SILLITOE, Alan. La soledad del corredor de fondo, Salamanca, Impedimenta, 2013, pp. 7-18. CHION, Michel. La música en el cine, Barcelona, Paidós Comunicación, 1997 COMOLLI, Jean-Louis. Cine contra espectáculo, seguido de, Técnica e ideología (1971- 1972), Buenos Aires, Manantial, 2010. DELEUZE, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós Comu- nicación, 2007.

MARTIN, Adrian; ROSENBAUM, Jonathan (Coord.). Mutaciones del cine contempo- ráneo, Madrid, Errata Naturae, 2010. MORIN, Edgar. El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Paidós Comunicación, 2001. TÉLLEZ, José Luis. «Ver, oír», en J. Talens; S. Zunzunegui (Eds.). Contracampo. Ensayos sobre teoría e historia del cine, Madrid, Cátedra, 2007, pp. 3759. 1 Encontramos un ejemplo de este efecto emancipador del rock en el cortometraje La fundi- ción (Valimo, Aki Kaurismäki, 2007): Al terminar su jornada laboral, los trabajadores de una fundición suben una escalera a través de la cual, y después de abonar la entrada pertinente, acceden a una sala de cine en la que ven, absortos, La salida de los obreros de la fábrica (La sortie des usines Lumière, Lumière, 1895). Una situación en bucle que limita el tiempo libre a una actividad de consumo de imágenes y en la que la clase obrera toma conciencia de sí misma únicamente a través de un dispositivo de representación. Sin embargo, hay un elemento que provoca interferencias, que desestabiliza ese clima alienante y paralizador: sobre las temblo- rosas y titubeantes imágenes del primigenio cine mudo se escucha una canción rock cuyo trepidante y festivo ritmo nos remite a las décadas de los años 60 y 70. Años de cambios, de convulsiones sociales, de movimientos sindicales y dinámicas colectivas; un tiempo en el que las utopías se sostenían al ritmo de una melodía.

 

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