El retrato de un monarca sin reinado. Éric Weil y la desmitificación de la filosofía política de Hegel

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Revista Zétesis, no. 1, vol. 1, enero de 2015, pp. 47 - 58 Figueroa, El retrato de un monarca sin reinado. Éric Weil y la desmitificación de la filosofía política...

EL RETRATO DE UN MONARCA SIN REINADO. ÉRIC WEIL Y LA DESMITIFICACIÓN DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE HEGEL Benjamín Figueroa Resumen Durante algunas décadas posteriores a su publicación, la Filosofía del Derecho de Hegel no siempre halló rigurosas interpretaciones ni, menos aún, importantes comentadores (a excepción, claro está, de Marx y los jóvenes hegelianos)1. Los prejuicios que se irguieron en torno a ella a lo largo del siglo XIX (y en una menor parte del siglo XX) casi siempre se centraron en el supuesto hecho de que Hegel era un apologista del Estado prusiano (y, por consiguiente, del absolutismo) o que, en un caso más favorable, escondía sus verdaderas opiniones bajo un lenguaje “políticamente correcto”. Éric Weil se encargará, sin embargo, de presentarnos una particular lectura de la Filosofía del Derecho centrada en desmitificar la relevancia que supuestamente Hegel le otorga a la figura del monarca, acarreándonos a advertir –al mismo tiempo- que si bien el Estado (ético) representa una voluntad general, las voluntades individuales no podrán plasmarse efectivamente en el campo de la deliberación política si no es a través del aparato burocrático y de los estamentos. Tanto el rey como los ciudadanos (como individuos con intereses particulares) verán su accionar público restringido en pos de la estabilidad pública y de la defensa de la libertad que Hegel denominará “objetiva”, encarnada por el Estado en cuanto reino de la eticidad (Sittlichkeit).

Palabras clave: Hegel, Estado, Weil, monarquía, eticidad, burocracia, ciudadanía. Abstract During the following decades after its publication, Hegel’s Philosophy of Right not always founded neither rigorous interpretations nor many important commentators (with the 1  Según lo indicado por Weil (1999: 19-21).

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exception, of course, of Marx and the young hegelians)2. The prejudices that raised around it throughout the nineteenth century (and during a minor part of the twentieth century) almost always focused on the supposed fact that Hegel was an apologist of the Prussian State (and, therefore, an apologist of absolutism) or, in a best case, a philosopher who tried to hide their true opinions under a “politically correct” language. Éric Weil, however, will expose a particular interpretation of the Philosophy of Right focused on demystifying the relevance that Hegel supposedly gives to the monarch, leading us to notice -at the same time- that although the ethical State represents a general will, individual wills would not be reflected effectively on the field of political deliberation unless through the estates and bureaucratic apparatus. Both king and citizens (as individuals with particular interests) will see their public actions restricted in benefit of public stability and “objective freedom”, embodied by the State as the realm of ethical order (Sittlichkeit).

Keywords: Hegel, State, Weil, monarchy, Sittlichkeit, bureaucracy, citizenship

I Son pocas las veces en que se ha realizado con justicia una lectura sobre el pensamiento político que desarrolló Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831) durante su vida, el cual, por lo demás, resultó ser una de las mayores preocupaciones para él y su tiempo. Inmerso en un contexto de desestabilización política en Europa, traducido principalmente en el destronamiento y ejecución de Luis XVI de Francia, la sucesiva aparición del “régimen del Terror” encarnado por Maximilien Robespierre, y la expansión del imperio napoleónico tras la coronación de Bonaparte en 1804, Hegel será testigo de la radicalización de los ideales de la Ilustración y del desenfreno revolucionario que dará lugar a una intensificación posterior del sistema absolutista tras el llamado Congreso de Viena. A pesar de todo esto, el pensador alemán no mostrará significantes síntomas de pesimismo ante la aparición efectiva del republicanismo liberal en Francia y de su saturación violenta durante el periodo jacobino, conmemorando los sucesos históricos claves de la revolución hasta un buen tiempo después del destierro definitivo de Napoleón a Santa Helena y a pesar de la fuerte represión ideológica que habíase articulado con la Restauración. Nos cuenta Carlos Pérez Soto (2005: 35) una anécdota respecto de este punto (siguiendo la biografía realizada por Karl Rozenkranz), en el cual vemos a Hegel “Sorprendiendo a sus colegas de otras universidades, en Dresde, con quienes ha ido a tomarse un buen vino, al recordarles que ese día 14 de Julio (de 1820!) es el aniversario de la toma de La Bastilla, e invitándoles a hacer un brindis por la libertad y el legado de la revolución francesa.” No obstante, la posteridad intelectual acusará a Hegel de ser un apologista y férreo defensor 2  As Weil (1999: 19-21) pointed out.

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de la política prusiana encarnada por el Estado absolutista de Friedrich Wilhelm III (Pérez Soto, 2005: 10), acusación que será suscitada a partir de ciertas lecturas –superficiales- de su Filosofía del Derecho y que posicionarán a la monarquía como eje central de toda articulación gubernamental3. Sin embargo, ¿qué tan real resulta ser esta caracterización? ¿Es la preocupación de Hegel, efectivamente, concebir teóricamente un régimen absolutista, cimentándolo en la racionalidad y en la eticidad (Sittlichkeit) como conceptos culmines? Éric Weil (1904–1977), filósofo francés de origen alemán, será uno de los muchos –y sagaces- lectores de la Filosofía del Derecho que se encargarán de desmitificar los prejuicios que se han plasmado sobre esta obra y que guiará dicha desmitificación especialmente hacia el problema del Estado y del rol de la monarquía dentro de éste, sin asumirla como un camuflaje para aparentar ser “políticamente correcto” sino que plasmándola en el plano de la razón tal como Hegel lo exigiría (Weil, 1999: 104). Antes de adentrarnos a las observaciones y aclaraciones de Weil deberemos, empero, considerar ciertos puntos y rasgos fundamentales de la filosofía política de Hegel, de modo tal que el comentario que realice aquel pensador francés no quede suspendido en las nubes ni encuentre sus cimientos necesarios en la filosofía de éste. Resultaría, efectivamente, superfluo exponer este análisis en torno a la monarquía si no se ha señalado de qué modo y dentro de qué horizonte conceptual está situado el proyecto de la Filosofía del Derecho para concebir una cierta idea de Estado ajeno tanto al absolutismo como a las formas de tiranía en general.

II 1 Como ya se plasmaba en algunas obras políticas escritas en el período moderno, la relación entre el individuo (como realidad aislada) y la “comunidad” generaba una problematización en torno a qué modelo político sería mayormente beneficioso para el ser humano según su propia naturaleza4. En Hegel esta materia alcanzará un grado de complejidad mayor al considerar a la 3  Weil advierte que para la segunda mitad del siglo XIX encontramos únicamente la crítica a la lectura “prusianista-absolutista” de Hegel en una carta de Marx a Engels y su subsecuente respuesta (Weil, 1999: 19-21). Para un análisis más extendido sobre la caracterización autoritaria que se le atribuyó a la Filosofía del Derecho a mediados del siglo XIX y durante las décadas posteriores véase Weil, Éric (1999) El lugar histórico de la filosofía política de Hegel. En Hegel y el Estado. Cinco conferencias y un apéndice, Ediciones ElAleph.com, 1999. Véase asimismo Ottmann, Henning; Knox, T.M.; Kaufmann, Walter; Grégoire, Franz; Avineri, Shlomo (1996) The myth of Hegel as totalitarian theorist or prussian apologist. En Stewart, Jon (Ed.), The Hegel myths and legends, Evanston, Northwestern University Press. 4  Pensemos en dos de los casos más ejemplares del pensamiento político moderno: Thomas Hobbes (Leviatán) y Jean-Jacques Rousseau (El contrato social y, en un menor grado, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres). Ambos filósofos estructuran sus respectivas reflexiones en torno a la libertad individual y a la tensión que ésta mantiene con los regímenes políticos u otras formas de asociación intersubjetiva mayores. Rousseau partirá de la base que el hombre es un ser naturalmente bueno, mientras que Hobbes sostendrá contrariamente que éste se define por su egoísmo y por la búsqueda de su propia satisfacción, encontrándose –previo a toda condición social o política- en un estado de guerra de todos contra todos. Ahora bien, tanto para Rousseau como para Hobbes la libertad individual –presente en el estado natural- se verá

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miserable disgregación del ser humano –dado a partir de la sociedad civil capitalista- como un estadio lógicamente inferior (pero necesario) a la organización intersubjetiva encarnada por el Estado. En efecto, es en este punto donde Hegel tratará de re-articular al sujeto (particular) dentro de la noción de Estado (universal), siempre concibiendo a dicho sujeto como un individuo que tiene una cierta voluntad, que se configura políticamente según ella y que, por consiguiente, es libre (o que por lo menos busca y alcanza su realización); en otras palabras, el hombre tiene voluntad, la cual es esencialmente libre, pero que presenta tres momentos distintos y necesarios (al igual que casi todas las nociones dentro de la Filosofía del Derecho), comenzando por la indeterminación abstracta (la voluntad como inherente a todo ser humano en cuanto derecho universal), pasando por su particularización (cuando la voluntad y la libertad se dejan plasmar y particularizar en un objeto puntual) y terminando en su retorno a lo universal pero esta vez de forma concreta (la voluntad). Cabe señalar, asimismo, que esta libertad no será entendida como tradicionalmente lo había hecho la corriente liberal y, sobre todo, John Locke (como la libertad que se circunscribe a un espacio de acción de un determinado sujeto pero que se ve limitado por el del otro), sino que Hegel la pensará –en última instancia- en cuanto reafirmación dentro de las relaciones intersubjetivas que refieren a lo universal y no a lo común: la libertad no es el arbitrio individual y caprichoso sin impedimentos externos, sino que es sustancialmente racional y ético, puesto que refiere a lo que los sujetos que conforman una organización que refiere a sí misma como tal. Más aún, para Hegel la libertad en cuanto idea implica –como toda idea- su concepto y su mismísima realización (Hegel, 1999: 65), por lo que, para poder perfilar y caracterizar fructíferamente dicha idea a través del pensamiento filosófico, éste debe dirigirse hacia la sustancialidad de la libertad en la realidad efectiva –y hacia su concepto- de modo que le resulte imposible caer en el plano de la pura contingencia (gesto perseguido, ciertamente, a lo largo de toda la Filosofía del Derecho). En este sentido, la voluntad libre del individuo “sólo es voluntad libre, verdadera, en cuanto inteligencia pensante5. El esclavo no conoce su esencia, su infinitud, la libertad; no se sabe como esencia, por lo tanto no se sabe, es decir, no se piensa. Esta autoconciencia que se capta como esencia por medio del pensamiento y con ello se desprende de lo contingente y no verdadero, constituye el principio del derecho, de la moralidad y de toda eticidad.” (Hegel, 1999: 100). mermada por la aparición de un poder central (gestado en virtud de un pacto originario entre individuos), condición que le permitirá al soberano ostentar poderes considerables –absolutos en la mayoría de los casosmediante los cuales pueda evitar conflictos internos (incitados por la naturaleza egoísta del hombre), haciendo uso sistemático del miedo y la represión (Hobbes), o que garantizará el derecho –como práctica efectiva de voluntad libre- del sufragio entre los individuos para legitimar el ejercicio del poder político por un soberano (Rousseau). La Filosofía del Derecho, como veremos a continuación, situará a la libertad como eje y problema central de la obra, prescindiendo de supuestos hipotéticos tales como el estado pre-social o natural y desplazando en el plano político la noción de “común” por la de “universal”. 5  Entiéndase pensamiento (o actividad del pensamiento) como la “superación y elevación a la universalidad” (Hegel, 1999: 100).

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Tenemos, en definitiva, que el sujeto comprendido políticamente (o como sujeto de derecho) tiene una voluntad que se define como libre, que busca la misma libertad y la propia realización, pero que dicha realización no puede darse en la arbitrariedad ni en los acuerdos contingentes (tales como el contrato sin una entidad superior que los resguarde), sino que ha de darse objetivamente, vale decir, según el reconocimiento de sí y el reconocimiento de los otros dentro de un todo estructurado por ellos mismos (la eticidad), de modo tal que el campo de acción y discernimiento se amplía en el seno de la vida ética, logrando la libertad su máxima expresión ajena todo individualismo egoísta y a toda opresión política no-consentida. La Filosofía del Derecho se estructurará en virtud de esta idea de libertad (en el sujeto) como culminación última de un sujeto frente a otros y de toda forma de organización efectiva, siguiendo –a su vez- el desarrollo lógico-histórico según el método dialéctico transversal a toda la obra. Tendremos, pues, tres momentos: 1. El derecho abstracto (formal, como universal abstracto). 2. La moralidad (particularización, entendida en la filosofía kanteana como libertad subjetiva pero que, para Hegel, aún no consiste en su completa e íntegra realización). 3. La eticidad (universal concreto, donde el universal abstracto y la particularización subjetiva se superan en el reino de las instituciones, las leyes y el Estado). Este tercer momento se divide, a su vez, en otros tres: (a) la familia (ética natural e inmediata), (b) la sociedad civil (ética relegada al sistema de necesidades, el trabajo, la producción, y al plano jurídico, expresado en la protección a la propiedad), y (c) el Estado. En el derecho abstracto encontramos al sujeto entendido como persona, vale decir, como portador de derechos inherentes a su ser y constitución tal. En este momento la persona tiene la posibilidad de actuar como posibilidad misma, mientras no afecte ni infrinja los derechos de otro: la persona tiene “permiso jurídico” de plasmarse en la realidad, de ejercer su libertad sobre los objetos a modo de propiedad y de lograr acuerdos (y también violarlos) mediante contratos con otros propietarios. Según esto, Hegel verá la imposibilidad de una teoría contractualista del Estado, puesto que todo contrato expresa una voluntad que si bien es común, no alcanza a ser universal: en el contrato, por sí solo, existe siempre la opción de desviación no a modo de ilegalidad (puesto que no hay leyes ni instituciones universales concretas) sino que a modo de injusticia, como transgresión de la otra voluntad libre y de sus estipulaciones contingentes y arbitrarias. Ante la posibilidad de negación del derecho abstracto (como delito y transgresión de la otra voluntad) aparece la moralidad como un segundo momento, donde la universalidad que antes era abstracta ahora es negada en pos de una particularización; emerge, entonces, la libertad subjetiva infinita, la voluntad libre que se autodetermina, el sujeto moderno: “En el derecho abstracto la voluntad sólo existía como personalidad, de ahora en adelante la tiene como su objeto propio. La subjetividad de la libertad, que es de esta manera por sí infinita, constituye el principio del punto de vista moral” (Hegel, 1999: 194). Sin embargo, en esta posibilidad de autodeterminación el sujeto no ha de caer en la propia 51

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sugestión de realizarse por sí solo como subjetividad libre, de forma aislada y ensimismada; por el contrario, la libertad subjetiva ha de devenir en objetiva de modo tal que alcance su máxima expresión: la moralidad solo tiene sentido dentro de su historicidad, entendida como eticidad, como culminación última del sujeto que construye su propia realidad política (como segunda naturaleza) y social más allá del individualismo. Así, Hegel llama eticidad a “la vida moral histórica, la costumbre, ese conjunto de reglas, valores, actitudes, reacciones típicas que forma lo que para nosotros lleva los nombres de tradición y civilización” (Weil, 1999: 69). Sin embargo, estos mismos valores y costumbres son construidos históricamente por la misma entidad colectiva de sujetos partícipes de la eticidad: “El ser ético o eticidad es obra del individuo o sujeto. Es éste quien la crea, pero no puede hacerla sin suponerla, a su vez, como fundamento. Desde siempre el sujeto está en el ámbito de la eticidad, que lo crea a él, y a la que él crea. Es un continuo juego dialéctico entre el fundamento ético y la acción del individuo” (Dri, 2000: 225). El ser ético tendrá, a su vez (y como ya habíamos adelantado) tres momentos: (1) la familia como ética natural e inmediata, donde el sujeto (configurado como hijo) es reconocido incondicionalmente pero donde su voluntad se ve circunscrita solo al ámbito de lazos sanguíneos y de su realidad orgánica; (2) la sociedad civil como plano económico compuesto de individuos independientes entre sí pero que indirectamente se vinculan a través del trabajo y del sistema de necesidades (como universal externo a la individualidad productiva), los cuales –asimismo- remiten a lo universal ante la necesidad de un reconocimiento y protección jurídica real y concreta de la propiedad privada (como determinación de la voluntad libre), además de expresarse tanto en la policía como en las diversas corporaciones; (3) el Estado como referencia última de la universalidad (concreta) necesaria para la existencia de una intersubjetividad en la cual haya un reconocimiento mutuo, como superación (según la inclusión) de la sociedad civil pero en donde lo universal se vuelve absolutamente explícito y coexistente con la particularidad que constituye el sujeto moderno: “El Estado es la realidad efectiva de la libertad concreta. Por su parte, la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares, por un lado, tengan su total desarrollo y el reconocimiento de su derecho (en el sistema de la familia y de la sociedad civil), y por otro se conviertan por sí mismos en interés de lo universal, al que reconozcan con su saber y su voluntad como su propio espíritu sustancial y toman como fin último de su actividad” (Hegel, 1999: 379).

2 Es en el Estado, pues, donde el individuo se realiza libremente sin caer en el egoísmo 52

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incitado por la aparición del capitalismo pero en donde tampoco su particularidad libre se ve ciegamente sometida a una universalidad opresiva: Hegel señalará que el primer caso constituiría una sumisión del universal (Estado) al particular (propiedad privada y mercado), postura propia de los liberales, mientras que el segundo caso apuntaría más bien al absolutismo y a los regímenes tiránicos donde el universal no da lugar a la realización libre individual (como aconteció durante el periodo jacobino). Así, “El Estado carece (…) de una misión providencial, sólo existe para garantizar la libertad de sus miembros. El Estado está hecho para los individuos que lo componen y, al mismo tiempo, es su obra” (Hyppolite, 1970: 67). El Estado sintetiza como tercer momento de orden superior tanto el reconocimiento interno propio de la familia como la posibilidad de realización libre y plural entre individuos, inherente a la sociedad civil (Álvarez, 2001: 111), siendo la eticidad algo para nada ajeno a los individuos, puesto que en ella ven un beneficio último para sus intereses particulares que se articulan armoniosamente entre sí como organización última de la vida comunitaria. La encarnación de la universalidad en las leyes y las instituciones que contribuyen a la libre realización de la voluntad y del interés son moldeadas históricamente por la nación (o pueblo), la cual como comunidad histórica se ve políticamente unificada con el Estado (Pełczyński, 1989: 253). Entonces, ¿cómo se estructura este Estado “ético”? En la obra de Éric Weil en torno a la Filosofía del Derecho –que lleva por nombre Hegel y el Estado- se expondrán las características fundamentales de dicha realidad política a partir de la cuarta conferencia: antes que nada, Weil definirá al Estado hegeliano como una monarquía constitucional (1999: 97), que por lo demás considerará dentro de su organización 1. La existencia de una administración centralizada. 2. La descentralización de los intereses económicos, según un liberalismo económico fundado bajo la idea de propiedad como realización de la libertad. 3. La existencia de un cuerpo de funcionarios especializados y expertos. 4. La ausencia de una religión oficial. 5. El ejercicio de una soberanía absoluta tanto a nivel interno como externo (expresado en el reconocimiento de dicha soberanía en un plano diplomático). 6. El hecho de estar regido bajo un principio monárquico. No obstante, antes de referirnos al supuesto absolutismo monárquico de Hegel, debemos explicar bien (y siguiendo el orden de Weil) a qué se refiere con constitucional o, más bien, que es propiamente la Constitución. La noción de Constitución refiere a la organización asumida por todo grupo humano, la cual será distinta, adecuada y correspondiente a cada pueblo según su propia cultura de autoconsciencia, por lo que la Constitución no aparece como una creación jurídica a modo de carta constitucional prefabricada e impuesta sobre una determinada nación, sino como un referente efectivo del nivel de organización intersubjetivo dentro de un espacio político. Cita el propio Weil: 53

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“El Estado, en cuanto espíritu de un pueblo, es al mismo tiempo la ley que penetra todas sus relaciones, las costumbres y la conciencia de sus individuos, la constitución de un pueblo determinado depende del modo y de la cultura de su autoconciencia. En ella reside su libertad subjetiva y en consecuencia la realidad de la constitución” (Hegel, 1999: 418). A partir de esta idea, Hegel asume la imposibilidad de prescripción, noción ya presente en el prefacio de la Filosofía del Derecho (como imposibilidad de la filosofía de entregar “recetarios” para la conformación teórica de un Estado, puesto que siempre ha de referirse a una realidad concreta), y la cual niega toda opción de que una Constitución se imponga a priori sobre un determinado pueblo: todo pueblo ha de guiarse según sus intereses particulares en la medida que todo grupo humano exige lo que lo que desea, no lo que debería exigir (Weil, 1999: 98). La Constitución como organización del Estado es, por tanto, una organización dada históricamente solo en función del sentimiento y de los intereses reales que existe entre sus ciudadanos. No obstante, estos intereses –plasmados en el reconocimiento mutuo y en la autoconsciencia- no son arbitrarios puesto que la libertad objetiva (propia del Estado) no es ni contingente ni arbitraria, de modo tal que El Estado sabe por lo tanto lo que quiere, y lo sabe en su universalidad, como algo pensado; por eso obra y actúa siguiendo fines sabidos, principios conocidos y leyes que no son sólo en sí, sino también para la conciencia; del mismo modo, si se refiere a circunstancias y situaciones dadas, lo hace de acuerdo con el conocimiento que tiene de ellas. (Hegel, 1999: 390). Weil subrayará que la organización (racional) que existe en una nación coincide con el Estado, esto a modo de voluntad universal objetiva que se plasma como espacio político e intersubjetivo que permite la realización y reconocimiento mutuo de las individualidades y de sus libertades en cuanto intereses particulares no-arbitrarios: el “Estado moderno no es una organización que subyugue a los ciudadanos; es su organización” (Weil, 1999: 102). Así, el fin último de toda organización según el ser ético apuntará hacia el reconocimiento último (propio y ajeno) de cada individuo como parte de una determinada comunidad, consistiendo la satisfacción (como objetivo del Estado) en este saber-se y ser reconocido por todos sus pares y por el Estado mismo como miembro tal de éste. ¿Cómo ha de lograrse esta satisfacción? Mediante una precisa separación de poderes según la articulación necesaria y armoniosa entre lo universal y lo particular: en primer lugar, ha de existir una esfera que determine y establezca lo propiamente universal (leyes), lo cual corresponde al poder legislativo. En segundo lugar, debe existir un poder que aplique esta universalidad a casos particulares, que haga efectiva su materialización en el plano individual: el poder administrativo. En tercer y último lugar, ha de haber un poder que decida en última instancia según los problemas planteados y deliberados en las otras esferas, que represente la facultad de decisión final depositada en la voluntad de un individuo: este poder corresponde, pues, al poder soberano, de decisión, al monarca o príncipe 54

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(Hegel, 2005: 559). A simple vista pareciera ser que los dos primeros poderes subyacen a éste último, lo que claramente conlleva a considerar a este monarca como un soberano absoluto de su reino. Empero, el poder monárquico como última instancia se decisión se ve claramente limitado por los mismos atributos que ostentan tanto el legislativo como el administrativo: el rey decide, claro está, pero decide según los asuntos sobre los cuales se le pide decidir, dentro de las limitadas posibilidades que se le dan y que ya han sido discutidas. El rey no plantea problemas, no ve tampoco sus soluciones, no elige cargos legislativos ni elabora leyes, simplemente decide si han de promulgarse o no: “el rey decide; mas no es él quien decide cuándo ni sabe qué es necesario decidir” (Weil, 1999: 108). Los asuntos de la nación son planteados desde allí y desde sus propios representantes, no desde la supuesta cúspide absolutista que representa el monarca para Hegel. De este modo, la pregunta ahora se torna radicalmente distinta: ¿qué le queda al rey, entonces? No le resta más que su firma como autorización sobre los distintos decretos que se han formulado en función de lo que la nación entiende (universal) como la protección de sus intereses (particular); no puede, por ejemplo, declarar la guerra si la nación no se ha planteado previamente esa posibilidad como solución última y la ha discutido abiertamente. ¿Por qué el poder de decisión no puede residir en un presidente o primer ministro? Porque, para Hegel, lo universal jamás puede caer en arbitrariedades, propias del pueblo. Dejar en manos del pueblo la elección sobre su soberano significaría potencialmente caer en la irresponsabilidad y en la irracionalidad: la soberanía popular no resulta necesaria en un contexto donde el ciudadano posee derechos y conoce sus deberes como labor última dirigida hacia la universalidad pero que implica un beneficio particular. El rechazo a la soberanía popular también se muestra como un modo de defensa ante la radicalización de las revoluciones y ante las atrocidades que podrían llegar a desencadenarse por ellas (esto sin negar lo que la revolución francesa representa optimistamente para Hegel), lo que según Weil no estará para nada alejado de la realidad histórica que seguirá a la muerte de Hegel, refiriéndose principalmente al florecimiento de los nacionalismos que llevarán a la unificación de los reinos alemanes con Bismark y al posterior ascenso de Hitler tras la Primera Guerra Mundial (Weil, 1999: 110-111). Hegel probablemente ya tanteaba en su tiempo la aparición de estos movimientos que resultarían fatales –pero necesarios- para el curso histórico de la humanidad, por lo que no vio más remedio que posicionar permanentemente al monarca como jefe de Estado (aunque con atributos muy restringidos, como ya señalamos). El rey representará, finalmente, la estabilidad esencial y la materialización efectiva de la racionalidad como continuidad biológica del Estado (Weil, 1999: 106). Ahora bien, si el monarca no presenta facultades absolutas, esto no quita la posibilidad de que una parte importante de la nación se vea restringida de participar en las deliberaciones políticas que tengan lugar. ¿Tiene entonces el pueblo alguna participación significativa en el Estado? Aclarará Weil que Hegel concibe al pueblo como el vínculo entre el Estado y la historia, por lo que difícilmente podría verse marginado de aquél. En efecto, el pueblo tiene participación dentro del poder legislativo, dentro del parlamento según el estamento al cual se pertenezca. Dichos estamentos tienen una 55

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función mediadora entre la unidad gubernamental (universal) y los diversos sectores (dispersos o no) del pueblo (particular), conformándose dos cámaras según la procedencia estamentaria: para el estamento noble o terrateniente, existe una cámara alta; en cambio, para los estamentos que representan comunidades, corporaciones y/o asociaciones habrá una cámara baja, constituyéndose como un sector político mayoritario. No obstante, estos representantes jamás refieren (como delegados) a individuos, sino que siempre al interés mismo: “La representación no tiene entonces el significado de que uno está en lugar de otro, sino de que el interés mismo está efectivamente presente en su representante, al mismo tiempo que el representante está allí por su propio elemento objetivo.” (Hegel, 1999: 463). Empero, y a pesar de este último punto, el legislativo tampoco ostenta la autoridad principal al igual que como se le atribuía al monarca. Para Hegel, el pueblo muchas veces (sino la mayoría de las veces) no sabe lo que quiere con precisión, por lo que se requiere de un tercer estamento que logre distinguir las necesidades efectivas de la nación. Este estamento llevará por nombre estamento universal y se verá identificado con los funcionarios públicos, es decir, con la burocracia misma. El poder político reside, en definitiva, en este sector conformado según los méritos y conocimientos públicos de sus miembros, que ideológicamente no representa nada pero que resulta fundamental en cuanto es transversal a todos los estamentos y es quien mejor sabe qué problemas han de plantearse y de qué manera han de resolverse: El pueblo, en la medida en que con esta palabra se designa una parte determinada de los miembros del Estado, expresa la parte que precisamente no sabe lo que quiere. Saber lo que se quiere, y más aún, saber lo que quiere la voluntad en y por sí, la razón, es el fruto de un conocimiento profundo que no es justamente asunto del pueblo. La garantía para el bien general y la libertad pública que reside en los estamentos no se encuentra, como se verá si se reflexiona un momento, en los conocimientos particulares de los representantes, pues los funcionarios superiores del Estado tienen necesariamente una visión más profunda y abarcadora sobre la naturaleza de las instituciones y las necesidades del Estado, así como una mayor idoneidad y un hábito más desarrollado en estos asuntos; pueden por lo tanto hacer el bien sin el concurso de los estamentos, y son ellos también quienes tienen que hacerlo en las asambleas de los estamentos. (Hegel, 1999: 451) Tenemos, por consiguiente, un pueblo que delega sus intereses corporativos y colectivos a un poder legislativo que se ve complementando, en última instancia, por el poder administrativo y por la burocracia, eje central y transversal a todos los asuntos del Estado. La participación de la ciudadanía se traduce en un consentimiento depositado en sus delegados que han de legislar respecto del interés que representan, tiene voz en la medida que da a conocer sus exigencias y además “ejerce el control sobre la aplicación de estas decisiones [del parlamento] por la administración local, se convence de que los asuntos del Estado son los suyos, y éstos son asuntos de Estado en la medida en que su trabajo y su interés contribuyen al bien común” (Weil, 1999: 118). 56

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III El Estado ético es el reino de la ley, no del propio monarca; no existen súbditos, sino ciudadanos. La libertad es la realización del individuo en miras de la universalidad que representa la eticidad encarnada en la organicidad surgida de la mediación entre aparato estatal y sociedad civil. La burocracia es el término medio en este gran silogismo político, como un grupo de expertos administradores públicos que conocen a las distintas particularidades (agrupadas corporativamente) y que logran ser su voz ya no en el plano legislativo (donde se representan a sí mismos sin necesidad de este estamento universal) sino que en todas las esferas del quehacer público. Los intereses de la ciudadanía están salvaguardados por su propio reconocimiento interno y por el propio reconocimiento que se da desde el Estado; su integridad y estabilidad histórica se mantiene bajo la figura de un monarca que solo le resta como capacidad política consciente inscribir su firma sobre las leyes que han de impartirse: su voluntad se mantiene universal (como todo poder del Estado), nunca cediendo al capricho ni a la particularidad por la misma rigurosidad y presencia de las leyes (universales concretas) establecidas según las necesidades de la nación. El ciudadano es el que pide y el aparato administrativo el que concede, siempre manteniendo presente las arbitrariedades que podría llegar a presentar el pueblo pero nunca desnivelando según un favoritismo ideológico ni una parcialidad posicionada más allá del interés efectivo. Por todo esto, Weil (1999: 125) concluirá que “la teoría hegeliana del Estado es correcta porque ella analiza exactamente el Estado real de su época y de la nuestra”. Llámese a Hegel un precursor del totalitarismo o un apologista del absolutismo, ambas críticas carecen de soporte firme alguno al aproximarse al sentido universal que tiene la concepción hegeliana del Estado. Si efectivamente fuese absolutista, ¿qué sentido tiene que el monarca esté regido por leyes procedentes de un parlamento compuesto por los estamentos de la sociedad civil? ¿Es absoluto aquél quien solo puede decir “sí” o “no” a problemas que él mismo no ha planteado ni tampoco que ha indagado en sus resoluciones? ¿Puede llamársele poderoso frente a una administración que no depende de él y que, por el contrario, carece de todo matiz ideológico? El Estado de Hegel no puede reducirse sin más a una sola persona, puesto que esa persona no es libre en tanto es una parte del todo y tiene un carácter de universal como esfera de poder misma. La sociedad civil sin Estado es pura dispersión, mientras que un Estado sin sociedad carece de sentido alguno: es en la universalidad en consonancia con la particularidad, en la razón y en el reconocimiento mutuo donde la Filosofía del Derecho se inmuniza ante cualquier intento último y superficial de sellarla bajo el nombre de “absolutista”. Ahora bien, son múltiples las críticas que podrían ensayarse según lo ya referido. Una de ellas podría apuntar hacia la noción de ciudadanía que Hegel plantea, la cual resulta ser bastante relativa, puesto que la condición política efectiva de los individuos no parece exceder la mera expresión de sus necesidades mediante el aparato burocrático del Estado: el reconocimiento en Hegel –que extrae, a su vez, de Rousseau- de “una cierta trascendencia de la voluntad general sobre las voluntades individuales” (Hyppolite, 1970: 27) parece ser el fundamento 57

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lógicamente originario de esta articulación conceptual de una ciudadanía cuyas condiciones de participación son bastante restringidas, así como ocurre también con las facultades ostentadas por el soberano6. No obstante, dichas limitaciones se circunscriben –como ya señalamos anteriormente- a modo de una posible salida ante la efectiva irracionalidad que muchas veces se plasma en el campo público por parte de particulares, de igual modo como podría llegar a ocurrir con el monarca. Si bien esta solución planteada por Hegel es típicamente conservadora, la lectura de Weil nos permite distinguir los matices y la rigurosidad que tiene la Filosofía del Derecho al momento de dar respuesta frente a problemas cuya materialidad histórica era efectiva (principalmente por la perversión y violencia en la cual se habían sumido los movimientos revolucionarios en Francia y en las cuales habrían de caer otros procesos políticos y sociales a futuro) y cuya solución teórica no siempre ha encontrado un anclaje positivo en la realidad.

BIBLIOGRAFIA Álvarez, Eduardo (2001) El saber del hombre. Una introducción al pensamiento de Hegel, Madrid, Trotta. Dri, Rubén (2000) La filosofía del Estado ético. La concepción hegeliana del Estado. En Atilio Borón (Ed.), La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx (213-245). Buenos Aires, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich (1999) Principios de la Filosofía del Derecho, Barcelona, Edhasa. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich (2005) Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid, Alianza Editorial. Hyppolite, Jean (1970) Introducción a la filosofía de la historia de Hegel, Buenos Aires, Ediciones Caldén. Pérez Soto, Carlos (2005) Sobre Hegel, Santiago de Chile, Palinodia. Pełczyński, Zbigniew (1989) La concepción hegeliana del Estado. En Gabriel Amengual Coll (Ed.), Estudios sobre la «Filosofía del Derecho» de Hegel (249-288). Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. Weil, Éric (1999) Hegel y el Estado. Cinco conferencias y un apéndice, Ediciones ElAleph.com, 1999. 6  Al dejar al monarca sin un reinado absoluto, Hegel inevitablemente se ve forzado a desposeer –al mismo tiempo- al individuo de una ciudadanía al modo que los pensadores liberales e ilustrados tradicionalmente concebían, a saber, como el derecho intrínseco de un individuo para participar –mediante el sufragio universalen las decisiones políticas nacionales.

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