EL RÉGIMEN CONSTITUCIONAL DEL MATRIMONIO

May 22, 2017 | Autor: Joaquín Urías | Categoría: Derecho constitucional, Matrimonio, Matrimonio Igualitario, Constitución Española
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EL RÉGIMEN CONSTITUCIONAL DEL MATRIMONIO* Joaquín Urías Letrado del Tribunal Constitucional Profesor de Derecho Constitucional Universidad de Sevilla SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN: EL PRECEPTO CONSTITUCIONAL. II. CONCEPTUALIZACIÓN CONSTITUCIONAL DEL MATRIMONIO. 1. Entidad propia del matrimonio frente a la mera unión de hecho. 2. Excepciones por la imposibilidad fáctica o constitucional del matrimonio. 3. Escindibilidad entre matrimonio y familia. III. CONTENIDO NORMATIVO DEL ART. 32 CE. 1. El derecho a contraer matrimonio. La interdicción de efectos peyorativos. 2. La igualdad en el matrimonio. 3. Sobre la disolubilidad del matrimonio. IV. POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LA CONFIGURACIÓN LEGAL. 1. El ámbito de la libre configuración legal. 2. Ritos y formas legales. El matrimonio gitano. 3. Requisitos y tipos de matrimonio. El matrimonio homosexual. I. INTRODUCCIÓN: EL PRECEPTO CONSTITUCIONAL El art. 32 CE viene a dar rango constitucional a la regulación básica de la institución matrimonial. A primera vista, podría resultar chocante esta inclusión en el catálogo de derechos fundamentales de una institución relativa al estado civil de las personas, incluso restringida a las líneas esenciales que la rigen. Sin embargo, se trata de una práctica con honda tradición en nuestro constitucionalismo, cuyo antecedente más inmediato es el art. 43 de la Constitución de la República Española, de 1931 (que literalmente rezaba: ”el matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos, y podrá disolverse por mutuo disenso o a petición de cualquiera de los cónyuges, con alegación en este caso de justa causa”) y que resulta común en los países de nuestro entorno jurídico; el Convenio Europeo de Derechos Humanos dedica su artículo 12 al derecho a contraer matrimonio y la carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea incluye en el art. II-69 el derecho a contraer matrimonio y fundar una familia. De la trascendencia social de la institución matrimonial, que excede con mucho a la de cualquier otra institución jurídico-civil, da idea su reflejo en el texto constitucional que vuelve a aludir a ella hasta en tres ocasiones más: a propósito de los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio (art. 39), del matrimonio del heredero de la corona (art. 57.4) y de la competencia exclusiva estatal para regular las formas de matrimonio (art. 149.1.8ª).

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Citar como: URÍAS, JOAQUÍN, “El régimen constitucional del matriominio”, en CASAS BAAMONDE, M. E., y RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER, M. (Dirs.), Comentarios a la Constitución española: XXX aniversario, Ed. 1. Fundación Wolters Kluwer. 2008. ISBN 978-84-936812-0-3, Pag. 883-898.

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El art. 32 CE, en sus dos apartados, incluye un reconocimiento del derecho a contraer matrimonio, impone la plena igualdad jurídica como norma matrimonial básica y fija una serie de contenidos mínimos esenciales que deberá contener la regulación legal del matrimonio, aludiendo entre ellas a las que hagan posible su disolución. En este sentido basta una primera lectura del precepto para percibir que el constituyente español de 1978, en similitud con su inmediato antecedente histórico, optó por un determinado modelo matrimonial; lejos de limitarse a aludir genéricamente a la institución, a la manera del CEDH, el art. 32 CE impone la igualdad de los cónyuges, alude expresamente a la suspensión y disolución del matrimonio y determina un contenido mínimo de obligado desarrollo legislativo. Ya durante los debates constitucionales todo esto planteó intensas discusiones, especialmente virulentas en torno a si la alusión a la disolubilidad del matrimonio chocaba o no frontalmente con el modo católico y, en general, religioso de entender el matrimonio, basado precisamente en la indisolubilidad del vínculo. Ante la postura de quienes defendían que el texto del art. 32.2 CE venía a introducir el divorcio en la Constitución triunfó finalmente la postura favorable a aplazar el debate sobre tal asunto, asumiendo que la disolución a la que se aludía en el precepto no tenía por qué ser necesariamente equivalente al divorcio, y destacando que en el mismo Código Civil han existido siempre diversas causas de disolución. Desde un principio, pues, el enfrentamiento entre la regulación jurídica del matrimonio y su configuración religiosa ha centrado la mayor parte de la problemática y la doctrina referente al régimen constitucional del matrimonio en España. En todo caso, el art. 32.2 CE introduce un derecho fundamental, que no goza de la protección del recurso de amparo pero sí vincula al legislador en los términos del art. 53.1 CE, peculiar desde el momento mismo de su definición; es un derecho individual que, sin embargo, sólo puede realizarse con la connivencia voluntaria de otra persona. Es decir, un derecho individual en cuanto a su titularidad, pero necesariamente compartido en su ejercicio. Como afirmaba la STC 222/1992 "no es este un derecho de ejercicio individual, pues no hay matrimonio sin consentimiento mutuo". El carácter paccionado pone de manifiesto, desde el primer momento, que no se trata sólo de un derecho sino que es también una institución y un contrato. Esta característica marca todo su peculiar régimen constitucional. II. CONCEPTUALIZACIÓN CONSTITUCIONAL DEL MATRIMONIO. 1. Entidad propia del matrimonio frente a la mera unión de hecho

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La cuestión más relevante en la jurisprudencia constitucional sobre el art. 32 CE ha sido la de la entidad propia del matrimonio frente a las meras uniones de hecho. La doctrina esencial a este respecto puede resumirse en la idea de que “el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son situaciones equivalentes sino realidades jurídicamente distintas” (STC 155/1998, de 13 de julio, FJ 3). La primera vez que el Tribunal Constitucional abordó el tema fue en dos Autos de 1987. El ATC 156/1987 inadmitió una demanda de amparo que sostenía que la limitación de la percepción de la pensión de viudedad a quienes estuvieron unidos por el vínculo matrimonial, suponía una discriminación basada en una circunstancia social, cual sería la propia de quienes mantienen una unión de hecho, no matrimonial, respecto de las parejas unidas en matrimonio, vedada por el principio de igualdad garantizado en art. 14 CE. Se consideró entonces, sentando las bases de toda la jurisprudencia posterior, que el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son situaciones equivalentes, siendo constitucionalmente posible, por ello, que el legislador “dentro de su amplísima libertad de decisión, deduzca razonablemente consecuencias de la diferente situación de partida” (FJ 3). No obstante, la decisión clave en este sentido fue, sin duda alguna, la STC 184/1990, de 15 de noviembre. A través de la cuestión de inconstitucionalidad elevada por un juez se volvía a plantear, en esencia, el mismo tema de fondo: la compatibilidad o no con la Constitución del requisito legal que exige el vínculo matrimonial entre causante y persona beneficiaria para que esta última tenga derecho a la pensión de viudedad. La respuesta, lógicamente, volvió a ser la misma “Es claro que en la Constitución española de 1978 el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son realidades equivalentes. El matrimonio es una institución social garantizada por la Constitución, y el derecho del hombre y de la mujer a contraerlo es un derecho constitucional (art. 32.1), cuyo régimen jurídico corresponde a la Ley por mandato constitucional (art. 32.2). Nada de ello ocurre con la unión de hecho more uxorio, que ni es una institución jurídicamente garantizada ni hay un derecho constitucional expreso a su establecimiento. El vínculo matrimonial genera ope legis en la mujer y el marido una pluralidad de derechos y deberes que no se produce de modo jurídicamente necesario entre el hombre y la mujer que mantienen una unidad de convivencia estable no basada en el matrimonio. Tales diferencias constitucionales entre matrimonio y unión de hecho pueden ser legítimamente tomadas en consideración por el legislador a la hora de regular las pensiones de supervivencia. (…) En consecuencia, siendo el derecho a contraer matrimonio un derecho constitucional, cabe concluir que el legislador puede, en principio, establecer diferencias de tratamiento entre la unión matrimonial y la puramente fáctica y que, en concreto, la diferencia de trato en la pensión de viudedad entre los cónyuges y quienes conviven de hecho sin que nada les impida contraer matrimonio no es arbitraria o carente de fundamento.” (FJ 3)

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Llama la atención el trato que reserva esta jurisprudencia a las meras uniones de hecho: no se trata de instituciones jurídicamente garantizadas, de modo que aunque no puedan impedirse ni sancionarse –en virtud, también, de la libertad de no contraer matrimonio- no aparecen expresamente reconocidas en la Constitución. El Tribunal Constitucional no niega que implícitamente la Constitución asegure el derecho a convivir maritalmente sin contraer matrimonio, pero saca importantes consecuencias de que el constituyente sí decidiera aludir de manera específica al matrimonio y sus efectos. En este sentido, si bien la opción constitucional a favor del matrimonio no necesita de mayor justificación, la jurisprudencia constitucional ha indagado en las características civiles especiales del matrimonio como institución, destacando en especial la certeza que aporta a las relaciones jurídico privadas en virtud de la publicidad que ofrece respecto a una situación de convivencia, lo que implica importantes consecuencias a efectos, por ejemplo, de subrogación en los contratos de alquiler de viviendas: “sin duda que la unión de carácter matrimonial proporciona a terceros una certeza jurídica nada irrelevante cuando del ejercicio de derechos frente a particulares se trata, (…) certeza mucho más débil -hasta el extremo, eventualmente, de requerir prueba- en el caso de la unión more uxorio, carente, por definición, de toda formalidad jurídica” (STC 222/1992, de 11 de diciembre, FJ 6). Sin embargo el propio Tribunal es consciente de que los argumentos técnico-jurídicos, si bien pueden servir para justificar parcialmente en algún caso concreto el distinto régimen del matrimonio frente a las uniones de hecho, quedan en segundo plano ante la claridad del pronunciamiento constitucional a favor del matrimonio. La idea matriz, en definitiva, es que el art. 32 CE no protege genéricamente las relaciones afectivas estables sino una determinada forma de contrato [GÓMEZ, p. 207]. El matrimonio constitucional es un contrato con forma fija, que implica una serie de derechos y deberes establecidos estatalmente para los contrayentes y cuya extinción de produce mediante formas y causas tasadas. La Constitución reconoce expresamente el matrimonio en cuanto contrato y le otorga una situación jurídica privilegiada, garantizando la posibilidad de que todos los ciudadanos que deseen convivir en pareja puedan acogerse libremente a dicho contrato. A pesar de la claridad de esta formulación en la jurisprudencia constitucional, desde el establecimiento del Tribunal Constitucional se han sucedido las cuestiones de inconstitucionalidad en las que insistentemente se planteaba la equiparación jurídica entre matrimonios y parejas de hecho, en especial a propósito de las pensiones de viudedad. A modo de ejemplo puede citarse el ATC 203/2005, de 10 de mayo, dictado quince años después de la STC 184/1990 y por el que se inadmite una cuestión de inconstitucionalidad sobre si la exigencia del vínculo matrimonial que contempla el art. 174.1 LGSS como presupuesto para acceder a la pensión de viudedad es contraria 4

al principio de igualdad, sustancialmente idéntica a la allí resuelta. En general son decenas las veces en que esta cuestión se ha venido repitiendo ante el Tribunal, que ha dictado numerosas resoluciones prácticamente “clónicas” primero en forma de Sentencia y posteriormente de Auto. 2. Excepciones por la imposibilidad fáctica o constitucional del matrimonio En todo caso, el Tribunal Constitucional también se ha encargado de introducir una importante salvedad a la doctrina de que el tratamiento desigual entre el matrimonio y la unión de hecho no resulta discriminatorio. Sin entrar en la razonabilidad misma de las desigualdades introducidas, un prius necesario para la legitimidad del trato diferenciado es que la opción por la unión de hecho en vez del matrimonio se haya realizado con plena libertad. En palabras de la STC 222/1992 : “No toda imposibilidad de cumplir los requisitos legales para contraer matrimonio permite concluir que quienes se ven así impedidos tienen, sólo por ello, los mismos derechos y deberes que quienes conviven matrimonialmente. (…) Para que esto sea así la causa que, limita la libertad de casarse, debe ser una causa que pugne con los principios y reglas constitucionales … En estas circunstancias, al no darse las condiciones de libertad para contraer matrimonio o no hacerlo debido a causas constitucionalmente proscritas, debe presumirse que quienes convivieron more uxorio lo hicieron así porque no gozaron de la libertad efectiva para contraer matrimonio y, en consecuencia, debe reconocérseles los mismos derechos que hubieran tenido de haber formado una convivencia matrimonial.”(FJ 4) En aplicación de esta doctrina se ha venido reconociendo en ocasiones el derecho a obtener idéntico trato a las parejas matrimoniales y no matrimoniales, si bien siempre previo examen de si existió la posibilidad efectiva de que los convivientes more uxorio contrajesen el matrimonio que constituye el presupuesto de aplicación de la norma más beneficiosa o si, por el contrario, se vieron impedidos para ello por una causa constitucionalmente inadmisible. En un primer momento la única causa reconocida por la jurisprudencia fue que se tratara de parejas de hecho en las que alguno de sus miembros no había podido disolver legalmente un matrimonio anterior por suceder en un momento anterior a la aprobación de la Ley 30/1981, que reguló el divorcio. Así, la STC 155/1998, de 13 de julio, otorga el amparo en atención a que los convivientes no habían podido contraer matrimonio al no existir posibilidad de divorciarse de sus anteriores matrimonios porque todavía no se había dado cumplimiento al mandato contenido en el art. 32.2 CE de regular las causas de disolución del matrimonio. Por el contrario, en la STC 39/1998, de 17 de febrero, se deniega el amparo valorando que la demandante, desde la entrada en vigor de la Ley 30/1981 hasta el fallecimiento del causante de la pretendida pensión de viudedad, dispuso de tiempo suficiente para contraer matrimonio. Es decir, 5

que cesada la causa que imposibilitaba el nuevo matrimonio, ha de utilizarse la posibilidad de casarse so pena de que la unión de hecho pase a considerarse una opción libremente asumida. Ello no implica que pueda exigirse a cualquier pareja de hecho en la que uno de los cónyuges hubiera estado antes casado que se convirtieran en matrimonio justo a la entrada en vigor de la ley 30/1981. Así, frente a las normas que sólo otorgaban la pensión de viudedad en los casos en los que el fallecimiento del causante hubiera tenido lugar antes de la entrada en vigor de la Ley el Tribunal Constitucional ha impuesto una interpretación más amplia; la STC 260/1988, de 22 de diciembre, FJ 4, establece que desde la perspectiva constitucional y con el objeto de no dar lugar a situaciones discriminatorias, la interpretación de aquel requisito temporal no puede hacerse al margen de la finalidad de la norma, que quedaría desvirtuada si tal condicionamiento temporal se interpretara en sus términos literales. No puede ignorarse que la transformación de la unión de hecho en vínculo matrimonial requiere unos trámites procedimentales que se prolongan en el tiempo, hasta la obtención de la resolución judicial de divorcio necesaria para la posterior celebración del matrimonio, de suerte que la entrada en vigor de la Ley 30/1981, de 7 de julio, no determina automáticamente la posibilidad de convertir la unión extramatrimonial en vínculo conyugal. Ello lleva al Tribunal a decidir caso por caso cuál es el plazo razonable de tiempo en el que debieron iniciarse los trámites del divorcio que permitiría un nuevo matrimonio. Así en las SSTC 29/1992, de 9 de marzo, FJ 5, y 39/1998, de 17 de febrero, FJ 5, se desestiman dos recursos de amparo que acusaban la vulneración del art. 14 CE porque ni los trámites de divorcio se iniciaron de forma inmediata, sino sólo después del transcurso de un dilatado período de tiempo tras el cambio normativo efectuado por la Ley del divorcio, ni se acreditó tampoco una imposibilidad física o material que justificara ese amplio lapso de tiempo transcurrido. Distintos son los casos en los que no se está ante un mera imposibilidad legal absoluta de contraer matrimonio sino que, si bien el matrimonio era legalmente posible, las condiciones subjetivas de las personas afectadas implicaban que el cumplimiento de los requisitos para el matrimonio supusiera una lesión de sus derechos fundamentales. Especialmente interesante es el asunto resuelto por la STC 66/1994, de 28 de febrero. Se trata de un supuesto en el cual se argumenta por la demandante de amparo que quien convivía con ella maritalmente profesaba una ideología anarquista que, aunque no era contraria en modo alguno a la familia, sí lo era a formalizar la relación afectiva estable entre hombre y mujer, centro de la misma, a través de una institución eclesiástica o de la propia Administración, siendo ello una convicción profunda del causante, insuperable, obstativa al matrimonio, de modo que le impedía contraerlo. Frente a ello el Tribunal Constitucional argumenta que:

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“Aun admitiendo la subsunción de la libertad negativa a contraer matrimonio -art. 32.1 C.E.- en el art. 16.1 C.E., es claro que el derecho a no contraer matrimonio como un eventual ejercicio de la libertad ideológica "no incluye el derecho a un sistema estatal de previsión social que cubre el riesgo de fallecimiento de una de las partes de las uniones de hecho" (ATC 156/1987), toda vez que el libre desarrollo de la personalidad no resulta impedido o coartado porque la ley no reconozca al supérstite de una unión de hecho una pensión de viudedad (STC 184/1990, fundamento jurídico 2º), pues, en definitiva, como alega el Ministerio Fiscal, aunque la libertad ideológica no se agota en una dimensión interna, sino que alcanza también la expresión de las propias libertades a tener una actuación coherente con ellas y a no sufrir sanción o ingerencia de los poderes públicos por su ejercicio (STC 20/1990), ello no puede llevar a condicionar los requisitos fijados por el Estado para la concesión de una prestación económica ni a la supresión, eliminación o exigencia de los mismos.” (FJ 3) En sentido contrario resulta muy significativa la STC 180/2001, de 17 de septiembre. Se trata de un recurso de amparo presentado por la compañera de un militante comunista fallecido. La recurrente pretendía cobrar la indemnización a favor de su pareja establecida legalmente por los más de once años que se pasó en prisión durante el régimen franquista.: “Hasta la promulgación de la Constitución española la posibilidad de contraer matrimonio civil se condicionaba a la prueba de no profesar la religión católica, prueba que en los períodos normativos de menor rigor hubiera exigido a la demandante y al señor Lechuga una declaración expresa de no profesar tal religión, lo que hoy pugna frontalmente con la libertad religiosa y, en concreto, con el derecho derivado de ella a no declarar sobre la propia ideología, religión o creencias que proclama el art. 16 CE. (…) lo relevante no es tanto que la demandante pudo contraer matrimonio con el señor Lechuga, sino que, o dicho matrimonio había de ser el religioso, lo cual pugnaba con sus creencias (al menos con las del señor Lechuga), o, para que el matrimonio fuera civil, tenían que hacer declaración expresa de no profesar la religión católica, lo cual, en cuanto exigencia de manifestación de creencias religiosas, positivas o negativas, resulta incompatible con los derechos reconocidos en el art. 16 CE.” (FJ 5) De todo ello se deduce una especial relación entre la libertad ideológica del art. 16 CE y la opción por una pareja de hecho en vez de un matrimonio. La mera discrepancia ideológica con la institución matrimonial no justifica la equiparación entre una pareja de hecho y otra matrimonial. Sin embargo, la lesión de la libertad de opción religiosa y del derecho a no hacer pública la propia confesión religiosa sí que pueden considerarse un impedimento constitucionalmente insalvable para contraer matrimonio. Esto es así, sin duda, porque mientras que la opción ideológica por la mera convivencia es una libre manifestación de la personalidad no sucede lo mismo cuando la configuración legal que en un momento concreto tenga el matrimonio implique para su realización la lesión de otros derechos fundamentales distintos al de la mera opción entre una u otra forma de convivencia [PLANA, 265].

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3. Escindibilidad entre matrimonio y familia. A pesar de que la protección a la familia se garantiza en el art. 39 CE, como un principio rector, duraron mucho tiempo los ecos que mediante la vinculación entre familia y matrimonio pretendían ampliar a aquélla el rango de derecho fundamental de que goza el derecho al matrimonio. Se trata de una discusión antigua, que venía ya del propio proceso constituyente en el que, no se olvide, que en el anteproyecto constitucional el art. 32 (entonces numerado aún como 27) vinculaba el matrimonio a la creación de “una relación estable de familia”. Por su parte, en el derecho comparado y europeo son numerosos los casos en los que la definición del derecho a contraer matrimonio se vincula al de fundar una familia. El tema sólo quedó resuelto con la STC 222/1992, FJ 5. Con esta decisión el Tribunal Constitucional vino a resolver la cuestión de inconstitucionalidad sobre el art. 58 LAU que contemplaba en el ámbito arrendaticio urbano la subrogación mortis causa a favor del cónyuge, por su compatibilidad con el art. 39 CE que asegura la protección a la familia. La cuestión de fondo trata sobre si resulta obligatorio conceder a la familia no matrimonial los mismos privilegios de la familia originada en el matrimonio. “Ningún problema de constitucionalidad existiría si el concepto de familia presente en el art. 39.1 de la Constitución hubiera de entenderse referido, en términos exclusivos y excluyentes, a la familia fundada en el matrimonio. No es así, sin embargo. Nuestra Constitución no ha identificado la familia a la que manda proteger con la que tiene su origen en el matrimonio, conclusión que se impone no sólo por la regulación bien diferenciada de una institución y otra (arts. 32 y 39), sino también, junto a ello, por el mismo sentido amparador o tuitivo con el que la Norma fundamental considera siempre a la familia y, en especial, en el repetido art. 39, protección que responde a imperativos ligados al carácter "social" de nuestro Estado (arts. 1.1 y 9.2) y a la atención, por consiguiente, de la realidad efectiva de los modos de convivencia que en la sociedad se expresen. El sentido de estas normas constitucionales no se concilia, por lo tanto, con la constricción del concepto de familia a la de origen matrimonial, por relevante que sea en nuestra cultura -en los valores y en la realidad de los comportamientos sociales- esa modalidad de vida familiar. Existen otras junto a ella, como corresponde a una sociedad plural, y ello impide interpretar en tales términos restrictivos una norma como la que se contiene en el art. 39.1, cuyo alcance, por lo demás, ha de ser comprendido también a la luz de lo dispuesto en los apartados 2 y 3 del mismo artículo.” (FJ 5) De ese modo queda claro que la matrimonial no es la única familia constitucionalmente posible, aunque la unión matrimonial en sí misma ha de ser siempre considerada como familia. Lo recuerda el Tribunal poco antes:

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“en el concepto constitucional de "familia" entra, sin duda, el supuesto del matrimonio sin descendencia o sin otros parientes a su cargo, de conformidad con el sentido de otras previsiones constitucionales (art.18.1º), con la orientación de la legislación postconstitucional, con la propia jurisprudencia de este Tribunal (SSTC 45/1989, 192/1991 y 200/1991) y, en definitiva, con la acepción normalizada y arraigada, en nuestra cultura, de la voz "familia", en cuyo concepto entra, por consiguiente, también la relación matrimonial de hombre y mujer sin descendencia.” (FJ 4) De este modo nuestro máximo intérprete de la Constitución se separa de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal alemán que limita el concepto de familia a la comunidad de padres casados e hijos y encuentra el sentido de la protección constitucional a los hijos no matrimoniales en el mandato de que disfruten de las mismas condiciones que los nacidos dentro del matrimonio. Esa es también la posición del voto particular del Magistrado José Gabaldón López en la sentencia aludida, donde defiende la visión del “matrimonio como institución constitutiva de la familia”. No es esa la posición mayoritaria y, en consecuencia, constitucionalmente no todas las familias son necesariamente matrimoniales, aunque todos los matrimonios forman, en sí mismos, una familia. No está claro si la mera convivencia more uxorio sin descendencia, en cambio, puede entenderse como familia. La doctrina, con buen tino, ha justificado esta división en el diferente carácter de cada una de estas instituciones; mientras que el matrimonio es un derecho subjetivo y está relacionado, por ello, con las opciones personales de los ciudadanos, la familia es un bien constitucional, objetivo de la protección social y económica del Estado [SERRANO, 45]. La construcción teórica no carece de solidez. Otra cosa es, sin embargo, su utilización por el Alto Tribunal. El razonamiento parte de la afirmación de que la familia goza de protección constitucional con independencia de su origen matrimonial o no (lo que puede desprenderse de la protección constitucional a los hijos con independencia de su filiación matrimonial o no). El punto débil surge cuando, a renglón seguido, se identifica matrimonio con familia, en el sentido de que no son necesarios los hijos para gozar de la protección del art. 39 CE. La paradoja estalla cuando, paralelamente, se entiende que el art. 32 CE da una protección especial al matrimonio frente a otras formas de convivencia en pareja que no obliga a tratar a todas las parejas por igual con independencia de que estén unidas o no por el vínculo matrimonial. Una pareja que conviva sin matrimonio puede tener, por configuración legal, menos derechos que la que lo hace unida por dicho vínculo contractual. Sin embargo si no se la ve como una pareja sino como una familia de dos personas que conviven entonces está prohibida cualquier diferenciación. El régimen radicalmente opuesto que se predica de los arts. 32 y 39 CE, unido a la posibilidad de la identidad sustancial entre las realidades que regulan ambos preceptos provoca una paradoja que

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abre la puerta a cierta arbitrariedad constitucional. Basta con considerar que la subrogación en el uso de la vivienda protege a la familia (y entra en el ámbito del art. 39 CE que no consiente desigualdades de trato) mientras que la pensión de viudedad protege tan sólo a la pareja (y entra en el ámbito del art. 32 CE que permite un diferente trato en razón de que haya, o no, vínculo matrimonial). III. CONTENIDO NORMATIVO DEL ART. 32 CE 1. El derecho a contraer matrimonio. La interdicción de efectos peyorativos. El derecho fundamental al matrimonio es, en primer lugar, derecho a contraerlo cuando se cumplan con los requisitos legalmente establecidos para ello. Es éste un derecho sometido, por tanto, al desarrollo legal previsto en el art. 32.2 CE. La selección, interpretación y aplicación de las normas relativas al matrimonio cobra, así, directa trascendencia constitucional, sin que sea descabellado exigir un principio interpretativo pro-matrimonio, de modo que, conforme a la doctrina del Tribunal Constitucional, deben interpretarse del modo más favorable a la eficacia del derecho. La principal consecuencia del reconocimiento constitucional del derecho al matrimonio es que no puede sufrirse perjuicio o gravamen alguno por razón de haber contraído matrimonio en su día. En tal sentido, destaca la doctrina del Tribunal Constitucional respecto al antiguo régimen de acumulación de rentas de los cónyuges en la tributación del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, que en caso de matrimonio obligaba a realizar una declaración conjunta del impuesto que resultaba peyorativa. La STC 209/1988, de 10 de noviembre, declaró la inconstitucionalidad de dicho régimen en cuanto suponía un trato discriminatorio entre las parejas casadas y no casadas que tampoco podía justificarse en aras a la protección de la familia. Por otro lado, se está, evidentemente, ante un derecho facultativo, de modo que el derecho al matrimonio incluye el correlativo derecho a no casarse. Tan contrario a la Constitución es dificultar o impedir la decisión de contraer matrimonio como la de no hacerlo [FERRERES, 167]. El Tribunal Constitucional ha vinculado en ocasiones el derecho a no contraer matrimonio directamente con la libertad de creencias, reconociendo así el contenido fuertemente ideológico de la toma de postura ante tal institución civil: “tampoco está justificado reprochar a un miembro de una unión matrimonial que no haya contraído matrimonio, cualquiera que sea la causa de tal decisión, ya que el contraerlo o no contraerlo pertenece al ámbito de la libertad de la persona y, tanto en uno como en otro caso, esa decisión se vincula con sus convicciones y creencias más íntimas” (STC 47/1993, de 8 de febrero, FJ 4; en sentido similar, STC 66/1994, de 28 de febrero).

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A ese respecto, aunque a los efectos constitucionales no hay diferencia alguna entre el derecho a permanecer estrictamente soltero y el de convivir sentimentalmente en pareja sin vínculo matrimonial, es en este segundo caso cuando entra decisivamente en juego el componente ideológico; además, cuando concurren la mayoría de circunstancias materiales que integran la situación matrimonial pero se opta por prescindir de la forma matrimonial se acentúan los problemas en cuanto a la diferencia de trato permitida constitucionalmente. Evidentemente, la justificación de diverso trato entre quien vive solo, sin integrar una comunidad susceptible siquiera de reconocerse como núcleo familiar, y quiénes están casados puede encontrar justificación en una pluralidad de valores en juego que permiten ampliar las diferencias de estatuto jurídico, siempre con el límite último de la razonabilidad. Más complicada es la delimitación de las diferencias de trato entre parejas casadas y parejas que convivan. Como se ha visto, el principio de igualdad no implica necesariamente la identidad de régimen legal entre ambas situaciones. El Tribunal Constitucional ha rechazado ir más allá, de modo que también utiliza el criterio de la discriminación para definir qué diferencias de trato pueden llegar a ser consideradas como un impedimento constitucionalmente vedado al derecho a no contraer matrimonio. Así, la jurisprudencia ha legitimado normas que otorgan determinados privilegios jurídicos a las parejas casadas, incluso aunque ello implique la desprotección social de la persona que, libremente, decidió optar por la convivencia de facto en lugar del matrimonio. Y lo argumenta exclusivamente en el carácter no discriminatorio: “Si bien es cierto que no puede desconocerse que con la actual regulación se producen en muchos casos situaciones de desprotección social para el superviviente de una unión de hecho cuando fallece el único sostén de la familia con quien ha mantenido en vida vínculos estables de asistencia y apoyo mutuos, aunque éstos no derivaran del matrimonio, también lo es que existen argumentos constitucionales para mantener que la negativa a conceder derecho de pensión de viudedad en las uniones de hecho no es arbitraria ni discriminatoria.” (ATC 188/2003, de 3 de junio, FJ 2) Es cierto que el contenido de la libertad de contraer matrimonio tan sólo se limita a asegurar la capacidad de elección, pero no asegura a quien la ejercita en un determinado sentido los mismos efectos que se atribuyen a quien lo hace en otro (ATC 457/2004, de 16 de noviembre, FJ 4). La cuestión, sin embargo, no tiene tanto que ver con la diversidad de efectos como con la posibilidad de un trato positivamente peyorativo de los no casados. En ese sentido, seguramente la desproporción entre los efectos jurídicos de situaciones que materialmente son similares, aunque revisten diversa forma, puede llegar a suponer un efecto peyorativo constitucionalmente vedado en cuanto costringe la libre capacidad de opción entre matrimonio o no matrimonio. Es por eso por lo

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que las medidas estatales que favorezcan el matrimonio quedan sometidas a un control de proporcionalidad que excluye medidas cuya radicalidad suponga “coartar o dificultar irrazonablemente la autonomía de la voluntad del hombre y de la mujer que deciden convivir more uxorio” (STC 184/1990, FJ 2). Para el Tribunal Constitucional, el hecho de que la Constitución no recoja explícitamente el derecho de quien mantiene una relación estable de afectividad en pareja a no contraer matrimonio, otorga a esta facultad refleja o “vertiente pasiva” del derecho un ámbito menor de protección frente a su configuración legal. De ese modo, tampoco cabe entender que exista una obligación constitucional de regular legalmente la convivencia de hecho, por lo que las leyes de parejas de hecho aprobadas por numerosas comunidades autónomas no pueden entenderse como un desarrollo directo del art. 32 CE (lo que, por otro lado, implicaría su inconstitucionalidad competencial) similar al previsto explícitamente en el apartado segundo del precepto respecto al matrimonio. 2. La igualdad en el matrimonio La igualdad prevista en el art. 32.1 CE no se refiere exclusivamente al ejercicio del derecho a casarse; bien al contrario, el ámbito de aplicación del precepto “ha de extenderse no sólo a la constitución del matrimonio, sino también a lo largo del mismo y hasta su extinción, de modo que el hombre y la mujer tengan los mismos derechos, obligaciones y cargas” (STC 159/1989). Esta igualdad de derechos y obligaciones conlleva el correlativo mandato al legislador a la hora de establecer el régimen jurídico vigente entre y frente a los cónyuges. De hecho, parece que la Constitución propugna un régimen matrimonial que implique la configuración de un grupo familiar de base asociativa y, en general, la desaparición de los vínculos patriarcales y autoritarios. Se supera de ese modo el sistema anterior caracterizado a menudo por la situación de preeminencia del marido y la sumisión a él de la mujer, que –una vez casada- sufría múltiples limitaciones que la relegaban a una mera «potestad de las llaves». Un ejemplo de la aplicación de esta interdicción discriminatoria puede ser la STC 39/2002, de 14 de febrero, donde el Tribunal Constitucional declaró contrario al art. 32 CE el art. 9.2 del Código Civil que establecía la nacionalidad del marido al tiempo de contraer el matrimonio como punto de conexión para la determinación de la ley aplicable a las relaciones personales del matrimonio y, en defecto o por insuficiencia de capitulaciones matrimoniales, a las relaciones patrimoniales entre los cónyuges. Al respecto declaró entonces que dicha prescripción se oponía

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“no sólo al art. 14 CE, sino también al más específico art. 32 CE, que proclama que el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica, pues no existe ninguna justificación constitucionalmente aceptable para la preferencia por la normativa relacionada con el varón.” (STC 39/2002, de 14 de febrero, FJ 5). De ese modo, la específica interdicción discriminatoria del art. 32 CE cobra entidad propia, de manera similar a como sucede con los arts.23.2, o 31.1 CE, sin adquirir por ello perfiles diferentes a los derivados de la propia interdicción discriminatoria del art. 14 CE, única vía a través de la cual el derecho al matrimonio tiene abierta la posibilidad del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. 3. Sobre la disolubilidad del matrimonio El art. 32.2 CE se refiere expresamente, entre el contenido necesario de la normativa legal que regule el matrimonio a “las causas de separación y disolución”. Resulta discutible que con ello se establezca un mandato imperativo al legislador para que ambas figuras estén presentes en cualquier régimen matrimonial por el que opte, pero es indiscutible que la mención expresa en el precepto constitucional ha de tener algún valor. Literalmente quizás pudiera ser constitucionalmente aceptable una mención negativa, en el sentido de que la ley especificara la imposibilidad de separación o divorcio, sin embargo una interpretación sistemática e histórica lleva necesariamente a la conclusión de que la Constitución exige que, de algún modo, sean posibles tanto la separación como el divorcio. No solamente los debates constituyentes apoyan esta hipótesis, sino que valores superiores del ordenamiento, como el derecho al libre desarrollo de la personalidad y la libertad individual, llevan a pensar en la inconstitucionalidad de un vínculo jurídico de carácter personal y basado en un sustrato afectivo que resultara indisoluble. Ahora bien, de lo que no cabe duda es de que el art. 32.2 CE da voluntariamente pie a una diversidad de regímenes en cuanto a la facilidad o dificultad de la separación y del divorcio. Tal concreción corresponde al legislador en virtud de lo que exija cada momento histórico; no es más constitucional un sistema en el que el divorcio sólo sea posible tras un tiempo de separación y limitado a pocas causas muy concretas, que otro en el que se permita la libre disolución del vínculo matrimonial por la mera voluntad de una de las partes, previos los trámites formales de rigor. De cualquier manera, por tanto, lo importante en este punto es la necesidad de un pronunciamiento legislativo que en virtud de lo que se considere más adecuado en cada momento determine la forma

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de la suspensión o disolución del matrimonio. Es por ello que el Tribunal Constitucional ha negado que del art. 32.2 CE pueda derivarse un derecho al divorcio directamente aplicable: “la existencia de un derecho fundamental de cada ciudadano a separarse legalmente de su cónyuge por su libre voluntad y con independencia de que exista o no una causa legal, con independencia de los efectos que pueda producir su ejercicio, cuando es lo cierto que tal pretendido derecho no sólo no se encuentra formulado expresamente en la Constitución, sino que la Norma Fundamental establece en su art. 32 el derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica y remite a la Ley la regulación -entre otros aspectos- de los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y sus efectos” (ATC 444/1983, de 4 de octubre, FJ 2) En consecuencia, tampoco resulta contraria a la Constitución una decisión judicial que, al entender que no existe ninguna de las causas de separación alegada por un ciudadano, deniegue la suspensión o disolución del vínculo matrimonial. Estas decisiones, en última instancia, no crean “deber de convivencia alguno que sea distinto del asumido libremente por los cónyuges al contraer matrimonio” (Ibídem). IV. POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LA CONFIGURACIÓN LEGAL 1. El ámbito de la libre configuración legal La Constitución dice bien poco de cuál ha de ser el régimen y el contenido mismo del matrimonio. Se limita a aludir a la institución y a establecer las líneas esenciales a las que se acaba de aludir. Por su parte, el Tribunal Constitucional tampoco ha ido mucho más allá de una limitación difusa de las condiciones generales que ha de reunir el concepto de matrimonio. Parece, por tanto, que habrá de corresponder al legislador, conforme al art. 53.2 CE, la regulación del ejercicio del derecho al matrimonio en condiciones de igualdad, lo que, en principio, implicaría su libertad –en los términos señalados en el apartado anterior- de configuración de los requisitos, la forma, los titulares, los efectos y la disolución del matrimonio. En todo caso, no cabe duda de que cuando el constituyente de 1978 alude al matrimonio tiene en mente un modelo concreto de vínculo de pareja. La cuestión que se plantea, por tanto, es la del grado de originalidad que permite la Constitución al legislador matrimonial. En definitiva, se trata de saber qué caracteres –si existen- hacen reconocible el matrimonio de tal manera que su desaparición implicaría que el contrato de vida en común legalmente regulado no pudiera ser denominado matrimonio; es lo que suele conocerse como garantía de instituto. La idea es asegurar un mínimo de recognoscibilidad a la institución matrimonial, so pena de convertir el art. 32 CE en una norma en blanco sometida al arbitrio del legislador desapareciendo la garantía del derecho 14

fundamental. Sin embargo, una postura en exceso rigurosa llevaría a la petrificación de una institución que está sociológicamente en permanente evolución. El componente religioso –católico- que durante muchos decenios rodeó al matrimonio en la legislación preconstitucional puede provocar que la interpretación histórica del art. 32 CE abra huecos, a modo de colador, en la Constitución normativa y democrática por donde se introduzcan, con más o menos disimulo, la moral y un derecho pretendidamente natural. Así, no es infrecuente entre la doctrina científica que se defienda que el único matrimonio que, conforme al art. 32 CE, puede configurarse legalmente es el que consiste en un vínculo indisoluble y excluyente entre personas del mismo género destinado a la generación de una familia y sometido a la obligación de convivencia y cuidados mutuos. Con frecuencia, esta solidificación del contrato matrimonial se presenta, más llanamente, aludiendo a “la naturaleza misma del matrimonio” [DE LOS MOZOS, 69] que el legislador no puede modificar. Esta misma concepción católica del matrimonio se filtra en ocasiones hasta la propia jurisprudencia constitucional, que reconoce sin ambages el carácter ideológico y religioso de las diversas posiciones frente al matrimonio. En la STC 128/2007, de 4 de junio, llega a reconocer que la circunstancia de que un sacerdote católico hubiera contraído matrimonio civil supone una opción “de índole religiosa y moral” que puede ser tenida en cuenta legítimamente por la autoridad religiosa para apreciar la falta su idoneidad para impartir la asignatura de religión en un centro público de enseñanza. Desde la perspectiva de la libertad del legislador para establecer el régimen jurídico del matrimonio, se hace evidente que los acuerdos estatales vigentes con distintas confesiones no dejan de plantear problemas derivados de la diversidad cultural a la que responden los usos matrimoniales de las diferentes confesiones. El reconocimiento de efectos civiles a los matrimonios religiosos tiene sentido cuando la institución civil y la religiosa comparten unas bases históricas y normativas similares, pero se vuelve más complicado con la penetración de otros usos, como puede ser la poligamia [GARCÍA,.143 y ss.], de tal modo que la convivencia entre concepciones religiosas y legislativas del matrimonio cada vez puede ser menos pacífica. En general, pues, hay que considerar que se trata de planteamientos perfectamente válidos en cuanto expresión de una opción política e ideológica que aspira a plasmarse en forma legal pero que difícilmente encuentran engarce alguno en el texto constitucional ni pueden, por ello, presentarse como la única opción constitucionalmente legítima del legislador. La especial trascendencia ideológica del matrimonio obliga, pues, a comenzar este apartado señalando que, más allá del contenido necesario expresamente indicado en el art, 32 CE, interpretado conforme a lo que arriba se dijo, el legislador es libre para decidir la configuración del modelo de matrimonio. El único 15

límite sería que no puede regular el matrimonio de tal forma que la institución deje de serlo y se confunda con otras. La garantía de instituto, en cuanto necesaria alusión a la esencia misma de la institución matrimonial como límite, ha de

referirse, más que a los requisitos y las formas

tradicionales del matrimonio, a la posibilidad –vetada constitucionalmente- de que la institución se difumine hasta desaparecer por su confusión con cualesquiera otra. El matrimonio al que se refiere la Constitución es una forma específica de vida regularizada y publicitada mediante determinada forma jurídica; está sometida a cambios y transformaciones, de tal manera que de la intensidad con que se hagan y del sustento social del que gocen, permitiendo siempre la identificación del matrimonio como tal, dependerá en última instancia su legitimidad constitucional. Por otro lado, el ámbito propio del legislador puede ir más allá de los mínimos exigidos por la Constitución. De ese modo, son posibles medidas que equiparen en determinadas circunstancias la mera convivencia de hecho a la matrimonial, sin que ello implique necesariamente la obligación de equiparar en todo caso ambas situaciones. Así, por ejemplo, sucede con lo dispuesto en el art. 7.2.a) del Real Decreto 288/2003, de 7 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de ayudas y resarcimientos a las víctimas de delitos de terrorismo, que equipara al cónyuge de la persona fallecida con "la persona que hubiere convivido con ella de forma permanente con análoga relación de afectividad a la del cónyuge, cualquiera que sea su orientación sexual, durante al menos los dos años anteriores al momento del fallecimiento, salvo que hubieran tenido descendencia en común, en cuyo caso, bastará la mera convivencia". En esta línea se sitúa, igualmente, la Ley 32/1999, de 8 de octubre, de solidaridad con las víctimas del terrorismo, modificada por la Ley 2/2003, de 12 de marzo y el Real Decreto 1912/1999, de 17 de diciembre. Sobre ello, el Tribunal Constitucional ha considerado que tal equiparación no implica la obligatoriedad constitucional de extender de modo similar a las parejas de hecho otras indemnizaciones estatales como es el caso de las pensiones: “Al margen de que es legítimo que el legislador haga derivar del vínculo familiar determinados efectos, ha de tenerse en cuenta que el legislador tiene amplio margen para configurar el sistema de previsión social y regular los requisitos de concesión de determinadas prestaciones en atención a las circunstancias, prioridades, disponibilidades materiales y las necesidades de los diversos grupos sociales. No puede excluirse, por ello, que el legislador realice ciertas opciones selectivas, bien sea para cada situación o bien para cada conjunto de situaciones, determinando el nivel y condiciones de las prestaciones; de tal manera que no pueden considerase, sin más, discriminatorias o atentatorias contra el art. 14 CE estas disposiciones selectivas, a menos que las mismas no se amparen en causas y fundamentos razonables.” (AATC 188/2003, de 3 de junio, FJ 2; 174/2004, de 11 de mayo, FJ 2) De ese modo, el diferente valor constitucional del matrimonio frente a la mera convivencia afectiva permite pero no obliga a establecer un trato privilegiado para las parejas legalmente casadas.

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2. Ritos y formas legales. El matrimonio gitano La principal consecuencia en positivo de la remisión constitucional al legislador para configurar el régimen del matrimonio es la plena libertad para establecer la forma del matrimonio. Las normas estatales deben regular la forma por la que se celebra válidamente el matrimonio, y solamente el matrimonio así celebrado podrá ser considerado jurídicamente como tal. La cuestión se planteó ante el Tribunal Constitucional a propósito de la posible eficacia del matrimonio contraído según el rito gitano. En el caso, una mujer que llevaba casada por el rito gitano desde 1971, con el convencimiento absoluto de la validez del consentimiento que prestó en su día y respetando todos los demás elementos de orden público afectos al matrimonio regulados por la legislación, pretendía que jurídicamente se le reconociera eficacia a dicho matrimonio a efectos de beneficiarse de una pensión de viudedad. Se trataba, por tanto, de la posibilidad de extender a las uniones celebradas conforme a los usos y costumbres de la etnia gitana los efectos del matrimonio celebrado conforme a la forma prevista en las leyes civiles. A la hora de resolver el asunto, el Tribunal Constitucional toma exclusivamente en cuenta el hecho de que la unión celebrada conforme a los usos y costumbre gitanos no ha sido reconocida por el legislador como una de las formas válidas para contraer matrimonio, cerrando cualquier puerta a la posibilidad de extender el matrimonio a otras situaciones similares no previstas específicamente en la ley. Ni siquiera las obligaciones estatales derivadas del juego del art. 9.2 CE y de las normas internacionales de prevención de la discriminación racial, que el Tribunal entiende aplicables al caso, son suficientes para ampliar las formas de consentimiento más allá de los ritos expresamente previstos por legislador: “cuestión distinta es que los poderes públicos, en cumplimiento del mandato del art. 9.2 CE, puedan adoptar medidas de trato diferenciado de ciertos colectivos en aras de la consecución de fines constitucionalmente legítimos, promoviendo las condiciones que posibiliten que la igualdad de los miembros que se integran en dichos colectivos sean reales y efectivas o removiendo los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. En este sentido pudieran tomarse en consideración las peculiaridades y el carácter de minoría étnica de la comunidad gitana, en línea con los principios del Convenio internacional sobre la eliminación de todas las formas de discriminación racial de 21 de diciembre de 1965 (BOE de 17 de mayo de 1969), y con las previsiones de su art. 1.4. Ahora bien, en defecto de dicha regulación, no cabe pretender un trato desigual, bajo la invocación del art. 14 CE”. (STC 69/2007, de 16 de abril, FJ 4) Del mismo modo, el Tribunal destaca que el reconocimiento expreso de valor civil a diversas formas confesionales de celebración del matrimonio tiene como fundamento exclusivo consideraciones religiosas. La especial trascendencia que –una vez más- reconoce el juez

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constitucional al fenómeno religioso en relación con la configuración del matrimonio le impide cualquier comparación con lo que viene a entender como un rito puramente étnico. La dimensión de lo étnico a la hora de otorgar efectos legales a una forma de matrimonio socialmente asentada viene así a situarse en una dimensión diferente (e implícitamente inferior) a la de lo religioso. La conclusión, en todo caso, ha de ser la plena libertad del legislador para establecer las formas válidas de matrimonio que tan sólo resultarían inconstitucionales cuando supusieran una clara discriminación frente a situaciones esencialmente idénticas, en especial en cuanto al reconocimiento de eficacia a las formas matrimoniales de religiones especialmente asentadas en nuestro país. 3. Requisitos y tipos de matrimonio. El matrimonio homosexual Evidentemente, corresponde al legislador establecer los requisitos necesarios para ejercer el derecho al matrimonio. Como se comentó antes, el constituyente español desechó claramente la idea de prefigurar algunos de ellos. Así, en las primeras versiones del art. 32 CE se establecía que el derecho al matrimonio surgía “a partir de la edad nubil”. Con buen tino, esa imposición se sustituyó por el mandato al legislador para que regulase la edad mínima para el matrimonio pues, una vez más, se trata de una cuestión en la que las costumbres sociales de cada momento histórico pueden cobrar especial trascendencia y la que sin duda son necesarias excepciones y cautelas que tan sólo caben en una norma legal. También alude el artículo a la necesaria configuración legal de la capacidad para contraer matrimonio. En este punto la cuestión que más polémica ha causado está referida a la posibilidad constitucional del matrimonio homosexual, a partir del encabezado del art. 32 CE: “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”. Se trata de una polémica antigua que, sin embargo, se ha acentuado con motivo de la aprobación en 2004 de la ley que reformaba diversos artículos del Código Civil en esta materia. En concreto, se añade un segundo párrafo en el artículo 44 CC, con la siguiente redacción: "Tendrá los mismos requisitos y efectos el matrimonio cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo". La cuestión se planteó por primera vez ante el Tribunal Constitucional con motivo del recurso de amparo interpuesto en 1993 por un hombre que reclamaba cobrar una pensión de viudedad a causa del fallecimiento de su compañero, alegando la imposibilidad de contraer matrimonio entre personas del mismo sexo. El Tribunal al inadmitir el recurso mediante el ATC 222/1994, de 11 de julio, llega a la conclusión de que el matrimonio constitucionalmente garantizado es exclusivamente el que se realiza entre personas de distinto sexo: 18

“La unión entre personas del mismo sexo biológico no es una institución jurídicamente regulada, ni existe un derecho constitucional a su establecimiento; todo lo contrario al matrimonio entre hombre y mujer que es un derecho constitucional (art. 32.1)” (FJ 2) De ese modo se inclina por la interpretación más restrictiva del precepto. Viene a admitir que el art. 32 CE introduce una mención expresa de la diversidad sexual que se impone sobre la interdicción de discriminación en razón de sexo del art. 14 CE. La postura del Tribunal Constitucional español cuenta con la cobertura de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que en sendas Sentencias (caso Rees, 17 de octubre de 1986, y caso Cossey, 27 de septiembre de 1990), había ya declarado que no permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo no implica violación del art. 12 del CEDH, que al garantizar el derecho a casarse, se refiere al concepto tradicional de matrimonio entre dos personas de distinto sexo. Esta declaración del Tribunal Constitucional ha sido frecuentemente malinterpretada por la doctrina que afirma que de ella se deriva la “prohibición del matrimonio homosexual” [HERNÁNDEZ, 1614, con más referencias ]. En vez de eso, parece más prudente concluir tan sólo que por ahora (no ha de olvidarse que se trata de una doctrina contenida exclusivamente en un Auto) el Tribunal ha entendido que el art. 32 CE no garantiza el derecho fundamental a contraer matrimonio a las personas del mismo sexo, lo cual no impide que el legislador sí lo haga, en el mismo sentido en el que más arriba ya se habló de la posibilidad de ampliar el grado de protección constitucional. El único modo constitucionalmente coherente de argumentar un obstáculo a la posibilidad legal de reconocer la posibilidad del matrimonio entre personas del mismo sexo ha de ser a partir de la idea de garantía de instituto: tan sólo si con esta ampliación se viniera a desvirtuar completamente la institución matrimonial, haciendo imposible su recognoscibilidad social, la norma reguladora resultaría inconstitucional. En este punto, ya se comentó más arriba que esta garantía de instituto no puede aludir a la configuración tradicional, religiosa o legal, del matrimonio, so pena de petrificar el ordenamiento a través de penetraciones morales constitucionalmente ilegítimas. En Alemania, el Tribunal Constitucional Federal ha incluido en esta garantía el mandato que impone la constitución de permitir y proteger el matrimonio como forma de vida, si bien, en la medida en que tan sólo se ha pronunciado sobre otro instituto, cual es la inscripción de parejas de hecho homosexuales, no se ha pronunciado sobre la posibilidad de que las parejas del mismo sexo lleguen a gozar de la protección del precepto constitucional que ampara al matrimonio. En nuestra Constitución, el art. 32 CE sólo excluye un diseño legal del matrimonio que desdibuje la institución haciéndola indistinguible de otras. Desde ese punto de vista el llamado “matrimonio homosexual” supone tan sólo una alteración de los requisitos tradicionalmente exigidos para el matrimonio en lo relativo a la personalidad y capacidad de los contrayentes. No supone, por tanto, una desvirtualización

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trascendental de la figura jurídica en sí, sino tan sólo una modificación de los requisitos para su ejercicio legítimamente aprobada por el legislador en su tarea de dictar las normas más adecuadas a la realidad de cada momento histórico. Aunque, en principio, las parejas del mismo sexo no gozan de la protección del instituto matrimonial ex art. 32 CE el legislador dispone de margen para ampliar el contenido de tal derecho fundamental, no tanto respecto a lo que supone el matrimonio en sí como respecto a quienes pueden contraerlo. BIBLIOGRAFÍA - APARICIO DE LÁZARO, José Ramón, “La in/constitucionalidad del matrimonio entre homosexuales y su incidencia en el registro de uniones de hecho de la Comunidad de Madrid”, en Revista Jurídica de la Comunidad de Madrid, núm. 20, 2005; - DE LOS MOZOS Y DE LOS MOZOS, José Luis, “El matrimonio de los homosexuales: una tergiversación de los derechos fundamentales”, en La reforma del modelo de familia en el código civil español, Univ. San PabloCEU, Granada, 2005, pp. 59-65; - FERRERES COMELLA, Victor, “el principio de igualdad y el derecho a no casarse (a propósito de la STC 222/1992), REDC núm. 42, 1994, p. 167 y ss.; GARCÍA RODRÍGUEZ, Isabel, “la celebración del matrimonio en una sociedad multicultural: formas e ius connubi (especial referencia a la poligamia)” en Cuadernos de derecho Judicial, núm. 8, 2002, pp. 143-220; - GÓMEZ SÁNCHEZ, Yolanda, “Matrimonio y familia: arts 32 y 39 de la Constitución”, RDP núm. 36, 1992, pp. 207-223; - HERNÁNDEZ IBAÑEZ, Carmen, “Cambio revolucionario en una institución milenaria: del matrimonio heterosexual al matrimonio homosexual” en Libro homenaje al profesor Manuel Amorós Guardiola, Colegio de Registradores de la propiedad, Madrid, 2006, pp. 1605-1626; -OBERMEYER, Sandra, “La garantía constitucional del matrimonio y la regulación legal de la pareja”, en Teoría y Realidad Constitucional, núm. 14, 2004, pp. 391-414; - PLANA ARNALDOS, Mª Carmen, “Libertad ideológica y libre opción entre matrimonio y convivencia de hecho (comentario a la STC 180/2001, de 17 de septiembre de 2001)” en Derecho Privado y Constitución, núm. 15, 2001, pp. 265-280; - SERRANO, José Luis, “La familia como asunto del Estado, el matrimonio como derecho del ciudadano” en Revista de la Facultad de derecho de la Universidad de Granada, núm. 4, 2001, pp. 45-61.

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