EL PURGATORIO

July 6, 2017 | Autor: M. Granados Atlaco | Categoría: Literature, Narrative
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Descripción

EL PURGATORIO


Escuchas los silbidos de la noche encendida por las luces que se cuelgan de
los cerros devorados por la mancha de concreto. El humo de la minúscula
tea que pende entre el índice y el dedo medio de la diestra se convierte en
una monserga. Lanzas al piso con relativa furia lo que resta del cigarrillo
y te maldices. Se necesita ser pendejo para querer morir entre las garras
del cáncer, tratas de convencerte sin éxito. Así, envuelto por el olor a
polución y a angustia emanados de las voces nocturnas, así tus manos, desde
la infinita soledad de la azotea jamás pisada por ella, se convierten en
transparentes lápidas de tu ensayada intención, esta vez, de no llorar.

Ella, no, definitivamente no ha muerto. Mienten los rosarios
exacerbados por las plañideras que nadie pidió, pero que sus lágrimas valen
las cuatro o cinco tazas de café endulzado con piloncillo y aderezado con
el sabor de la canela; mienten las madrugadas del velatorio en San
Fernando, rebosantes de la gracia de El Flaco, desgastada por el tiempo y
las canas, por la inmadurez enraizada en sus palabras y que no se cansa;
mienten las margaritas, los crisantemos y los alcatraces que no hallan la
manera de resistir la podredumbre que les depara la soledad del campo
santo; mienten los besos enclaustrados entre los labios fríos de la que
dices no ha muerto. No, ella no se ha muerto, porque nunca le diste permiso
de hacerlo antes que tú, te lo repites con la misma necedad que quisiste
complacer a tu conciencia renegando del cigarrillo, sólo que esta vez si
logras engañarte.

Sin darte cuenta, los primeros rayos de luz se escurren sin tregua por
la ventana que da hacia la calle. Convencido de que por fin se te acabaron
las lágrimas, respiras hondo y en un bufido liberas el aire antes frío.
Comienzas el rito matinal. Las eternas preguntas sin las mismas respuestas,
porque parece que cada día cambias de opinión y de cabeza; el sonido
neurotizante del hache dos o que parece vengarse de ti al huir en forma
escandalosa por la coladera; el incesante dormitar del calentador
acariciando con pereza al agua; tu voz cavernosa, confundida con el
estallido del estropajo entre los vericuetos de los poros lampiños y
resecos. Matar para no morir. El lema de la limpieza y esa lucha personal,
apasionada y enfermiza contra toda clase de bicho, bacteria, microbio o
ácaro. Ella vuelve a resucitar, de hecho sabes que es la primera de quince
o veinte veces al día, sólo que en esta ocasión lo hace en la obsesión por
las cosas limpias. Recuerdas las quince jergas de la casa y los ocho litros
semanales de todo tipo de sustancias tóxicas, pero efectivas para que tu
hogar, la casa de ustedes, estuviera tan limpia que si algún objeto caía al
suelo, ella limpiaba la parte del piso mancillada, mas no el objeto, porque
era imposible que se hubiere ensuciado.

Te liberas. Con parsimonia de octogenario te atreves a caminar por
las sucias calles que se embalsaman con el néctar del patriotismo enfermo y
mal entendido, llenas de ecos encendidos por las bravuconadas de grandes
héroes frustrados por la inflación que parece eterna y la falta de tequila
a las cinco de la mañana. ¡Viva México, cabrones! Eres dueño de las mismas
paradojas sobre las cuales se ha construido un país tan noble que puede
luchar contra sí; tu complicidad consiste en dejar de impedir lo que sabes
son muestras de la mierda que pulula en medio del glamour de la democracia
inventada, de tu democracia y la de los ilusos que tienes por compatriotas.
Entre idealismos y frentazos has crecido, pausado, lerdo, sin la prisa del
viento, pero con la mirada aferrada a las caricias de una frontera sin
nombre.

Sin hacer conciencia de que es día feriado, uno más de los muchos
pretextos con sabor nacional, buscas un bar donde poder escanciar el ímpetu
de morir sin salir de este mundo. Es inútil. El toque de queda impuesto por
la cerveza y demás fermentos, mató a los patriotas que nos dieron héroes.
Te arrinconas en una calle desolada, que no recuerdas si tiene nombre de
poeta o de político corrupto (pleonasmo escupido por tu mente absorta,
clavada en ella, la ausente); las ganas de gritar tu desesperación rebasan
la intención de perdonar la impertinencia de los hombres ladinos, cerdos,
vendepatrias, serviles. Te mata la sensación de saber imposible que la
amarga cebada se cuelgue de tus labios, hacerte a la idea de no poder
sumergirte en la espumosa explosión de un tarro helado.

El fracaso, por pequeño que sea, te incomoda. Recuerdas la ventanita
de Portales, la misma en la que alguna vez descubriste a Don Samuel,
vencido por los golpes etílicos y las decepciones calcificadas en el alma,
la misma de la redada aquella en la que cocieron a golpes al Flaco, todo
porque se le ocurrió bromear con uno de los tecos que parecía competir y
sumergirse en un maratón de estupideces madrugadoras; la misma que duró
clausurada el tiempo suficiente para verte obligado a cortar más de una
peda. Sin el más mínimo pudor, te subes al metro en la estación General
Anaya y viajas por la eternidad de las vías encaramadas a la Calzada de
Tlalpan. El convoy se detiene intempestivamente entre Ermita y Portales. El
olor a caucho quemado agrede tu olfato, al momento en que tu mirada se
pierde en la improvisación de un paraíso azulado con forma de ojos redondos
y pestañas rizadas.

Tímido, como siempre, no te atreves a verla de frente y te conformas
con poder acariciar su reflejo en la ventana. Ella es casi perfecta. La
imaginas desprovista de máscaras, desnuda, sin los eternos atavismos de la
ropa y con el fuego desbordando los límites de su piel; la ves en medio de
sábanas rojas satinadas, incitante, explotando, invitando a sumergirse en
los vaivenes nocturnos como parte de una fusión lúbrica; te imaginas
sacudiendo tu luto en cada roce de la lengua con su torneado tobillo; casi
puedes oler cada uno de sus poros y adivinar las mil formas en que su sexo
puede explotar. Ella es… Al reanudar el convoy su marcha, el operador no se
imagina la forma tan brusca en que te obligó a volver al mundo. Portales.
No lees, sabes que llegaste porque conoces de memoria cada uno de los
logotipos que pretenden ilustrar las estaciones del metro, a veces mal, a
veces peor. Desciendes del vagón, no sin antes obsequiarle a la joven una
mirada distante, incapaz de ocultar lo que todos pueden ver, menos ella. Te
enamoraste, como siempre.

Es un día raro. El amanecer presagiaba calor con sus tercos rayos de
luz, ahora, parecía que el invierno se adelantaría y tú saliste de casa
completamente fresco. Caminas por las calles abandonadas de la colonia, al
tiempo que pretendes recordar la exacta ubicación de la ventanita que
buscas. En un alarde inexplicable de terquedad, consumes cerca de una hora
en una búsqueda que se torna frenética, hasta que el destino te premia con
un letrero azul marino oxidado del cual cuelga desinteresada la palabra
Odesa.

El hedor desprendido de la alcantarilla que flanquea la entrada de la
vinata, te obliga a fruncir el ceño exageradamente y sientes náuseas, las
mismas náuseas que cundieron tu cuerpo cuando laceró tus oídos la infausta
noticia de su muerte, o las que sentiste cómo implotaban en toda la tráquea
cuando abrazaste el cuerpo inerte de Martha, la dueña de tus más inmaduros
sueños, la que se llevó tus ilusiones adolescentes en ese vuelo
inexplicable y sin fin, a través de las miradas impávidas, sólo desviadas
por la amenaza de la colisión con el adoquín que adornaba los entornos del
edificio, escogido como mortaja y que días más tarde su madre adolorida y
arrepentida por su actitud hitleriana, abandonaría para siempre, no sabes
si por los incesantes recuerdos o por las aplastantes críticas de los
vecinos, siempre tan sabios.

El golpe del pasado se frena con la pregunta ingenua del tendero que
con un qué le damos joven te devuelve la intención de comprar algo para
embriagarte. Pides un six de chelas y tus Delicados. Sin mediar palabra,
el empleado te lanza al mostrador tres latas de cerveza y una cajetilla de
Marlboro rojos. Son no sabes cuántos pesos, lo que te queda claro es que
son muchos. Como pueden más tus ganas de chupar y de fumar que las de
mandar a la chingada al encajoso vendedor, te ahorras el rollo de
aventarles a los de la profeco y mejor pagas el precio exigido; extraes de
la bolsa trasera del pantalón que ella nunca atinó a marcarle bien la raya
cuando te los planchaba, el único billete que traes, te sientes mal y
cuando extiendes el trozo de papel, al parecer, hasta Sor Juana se ríe de
ti.

Te sientes con el deber de convencerte que te vale madre todo y
apresuras tus dedos de la mano derecha para abrir una de las latas que
chocan en la bolsa de papel corriente, gracias a la generosidad del tendero
que permitió su llegada a tus manos. Caminas y abres la lata o abres la
lata y caminas. Es tan simultáneo tu actuar que quisieras saber qué haces
primero. El coraje de haber sido esquilmado de esa forma, no se compara con
el que habrás de sentir en unos minutos, cuando la patrulla que se acerca
sigilosa se detenga a tu lado y sus tripulantes, héroes de la celebración
del día anterior, te ordenen que les muestres la bolsa y después exijan tu
cooperación para poder curársela, ándele jefe, no se haga güey, móchese;
pero como no tienes otra cosa en las bolsas distinta al boleto del metro
guardado por si las moscas, entonces acabarás en el juzgado cívico,
espantado e imaginando que te pondrán droga en las bolsas del pantalón o en
los testículos, por lo que crees que vas a ir a dar hasta el reclu.

El paso de la patrulla 05034 te recuerda la forma lastimera en que un
toro herido de muerte busca la tabla, así, sin más, tu imaginación,
aderezada por la paranoia que has desarrollado como buen chilango, te ha
vuelto a jugar una broma de pésimo gusto. Ni me pelaron, piensas y lo
justificas cuando ves que sus tripulantes al parecer traen una cruda que no
saben dónde va a parar. Ríes para ti, mientras encaramas tus desérticos
labios en la orilla filosa del cráter espumoso de tu chela.

El día está tan solo y las calles tan apestosas que no sabes de
horas, mañanas o tardes. Tu andar te lleva a un parque donde una familia
que parece feliz se ha apoderado de los prados más mullidos. Ahora que te
has salvado de los azules, no puedes evitar ser presa de tus recuerdos;
agobiado por sentimientos encontrados, no sabes si tu muerte en silencio al
fin ha culminado y te arrepientes, o si el destino se empecina en su
crueldad mostrándote cuán vivo estás. Lo que sí sabes perfectamente es que
tú ya no vivirás con ella la sencillez de esos momentos, llenos de sonrisas
limpias y caricias inocentes, de llanto infantil y playeras adornadas con
manchas del clásico y populachero helado de carrito, de tierra y piquetes
de moscos golosos, de brincos y gritos lúdicos empapando los vaivenes de
los columpios desvencijados y bañados en óxido.

Como nunca, hoy sientes que la felicidad ajena te ofende, te abofetea
y te deja mal parado. Gimes embalsamado de tu infortunio, porque descubres
que el destino le dio permiso a todas las cosas para que sucedan. Ni el
suave aire postrero del verano que se resbala sin prisa de tu rostro y
sigue su viaje incansable hacia el otro lado del mundo, ni las aves
noctámbulas encendidas en el lamento simulado por las hojas que pronto
aprenderán a caer sin regreso, ni las voces del pasado revolcándose
insaciables en tus entrañas, nada de eso sirve para que tu muerte sea menos
lenta y aburrida.

Con las primeras luces colgadas de la bóveda celeste, necias e
irreflexivas, se encienden también lágrimas furtivas y traicioneras en tus
mejillas, hogar de mil besos y caricias que a veces culminaron en sexo y
otras veces en olvido en medio del convencionalismo moderno de un saludo
autómata.

De nuevo, sin percatarte retomas el rumbo hacia tu soledad, la
neciamente adherida a cada rincón de la que fuera su guarida, su nido,
diría la cursi de tu hermana, su cantón, según el naco del Flaco. Llegas a
casa y te cuesta un trabajo increíble recordar la ruta que seguiste para
volver; tal vez mañana te acuerdes que subiste al metro, después de reñir
con el torniquete y tratar de pasar varias veces el boleto, hasta que se
compadeció de ti el eterno policía embutido en su uniforme azul y te
permitió acceder a las instalaciones por la incolora puertita metálica,
también recordarás que tu esfuerzo sobrehumano porque no se diera cuenta el
poli de tu aliento alcohólico te consumió al grado de tumbarte en el piso
del vagón que casualmente va hacia donde tú quieres ir. Lo que no
recordarás es la escandalosa manera en que colgado de la ventana vomitabas
agua y escarchabas los durmientes, las mentadas de madre que profería
furioso el operador se te resbalaron y tampoco las recordarás. Lo que resta
de tu cuerpo, cae estrepitosamente sobre los desvencijados resortes del
viejo colchón que amenaza con dejar escapar algún día su alma convertida en
alambres espirales.

La tocas, en silencio y desesperadamente. Ella te sonríe, aunque
lejana y tenue, suave y transparente, escurridiza y más perfecta que cuando
la conociste aquel día raro de otoño cuando le arrancaste una sonrisa de su
boca asimétrica. La amas, sí, tus dedos escudriñan por cada uno de sus
vellos castaños, al tiempo que en tus labios explota un beso sin
destinatario; encarcelado en aquella cama donde se extraviaron millones de
veces entre los recovecos del orgasmo y la concupiscencia, allí, su silueta
te devora, te enclaustra, te eleva. De repente, crees que estás muerto
porque la sientes tan tuya, tan viva, que sólo es posible una cosa: tú
también estás muerto. Te sofocas y abres los ojos envuelto por las
primeras horas de la madrugada y una pijama arrugada que sin saber cómo se
colgó de ti, se bebe tu sudor, hijo de la angustia y de una resurrección
que no llegará nunca.
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