“El pueblo que falta: Tensiones estético-políticas entre cine y literatura”. Afuera. Estudios de Crítica Cultural, Año IV, Número 7, noviembre de 2009.

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Año IV, número 7, noviembre 2009 Nº de registro de propiedad intelectual: 523964 Nº de ISSN 1850-6267

“EL PUEBLO QUE FALTA” Tensiones estético-políticas entre cine y literatura Guadalupe Lucero - Lucía Laura M. Galazzi UBA-CONICET-IUNA

Resnais, los Straub, son innegablemente los más grandes cineastas políticos de Occidente en el cine moderno. Pero, curiosamente, no es por la presencia del pueblo, sino, al contrario, porque saben mostrar que el pueblo es lo que falta, lo que no está. Gilles Deleuze, La imagen-Tiempo.

El artista propiamente político hoy, para Deleuze, es aquel que muestra que lo que falta es el pueblo. Una afirmación desafiante que adoptamos como clave de lectura para resignificar el vínculo con el espacio de lo popular de la literatura argentina de los años ’60 y del cine documental contemporáneo, particularmente aquel que intenta pensar de otro modo la dictadura militar ’76-’83. La literatura supo ver claramente esta cuestión: la relación con lo popular siempre implica cierto deslizamiento, cierto escurrirse de los personajes y del lenguaje. Una incomunicación esencial, que señala ante todo la ausencia del pueblo en su sentido subjetivo, el pueblo como sujeto revolucionario. El cine que se concentra en la configuración del sujeto de la militancia no puede evadir esta tensión: ella se sostiene en el hiato entre el militante formado, de extracción burguesa o clase media, y el ámbito de lo popular. La militancia es, de algún modo, en el carácter contradictorio de ese lazo, lazo que se tiende hacia un pueblo por venir, un pueblo por crear. Nos detenemos especialmente en dos documentales recientes, Los rubios (2003) de Albertina Carri y M (2007) de Nicolás Prividera, porque ambos habilitan un enfoque peculiar para su consideración, ya que plantean problemáticas estético-políticas que trazan el vínculo con discusiones más amplias en relación con la especificidad de la literatura y el arte argentino en general. Nos referimos a la tensión que se verifica en el arte nacional, por un lado con las vanguardias europeas y el problema de la configuración de una identidad propia, y por otro con el vínculo que el arte –entendido como manifestación propia de la cultura– entabla con un espacio de lo popular sistemáticamente relegado al mundo de la barbarie, pero al mismo tiempo admirado y fascinante. Particularmente nos detendremos en este segundo aspecto. Es por ello que, antes de analizar las películas, haremos un repaso de estas tensiones en el campo de la literatura esperando aportar elementos para su abordaje. I. Si existe un tópico inaugural en la reflexión en torno del problema del arte es el de su vínculo con la política. Cuando Platón expulsa a los poetas de la república ideal lo hace convencido de su potencia subversiva respecto del orden de la polis. Claro que algo ha cambiado. En la modernidad el arte deja de ser potencia subversiva para convertirse en agente y depositario de una cultura, una civilización, que a través de la autonomía del arte se celebra a sí misma expresando sus contenidos universales. Sin embargo, ¿qué puede ser la relación entre arte y política en el mundo colonizado?, ¿qué lugar le cabe en la pugna entre civilización y

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barbarie? La historia de la literatura argentina hace patente en sus textos fundacionales el lugar incómodo que le cabe al hombre de cultura, al hombre civilizado, o al intelectual. Tanto en El matadero de E. Echeverría como en Facundo de D. F. Sarmiento, se evidencia por un lado la inevitable convicción de que es necesario “civilizar” un pueblo bárbaro, materia indómita para una práctica política basada en los textos fundacionales de la modernidad. Por otro lado entrevemos la fascinación y la necesidad de dar voz a ese espacio de lo popular. La tensión es la del encuentro de la conquista, reproducido, invertido, repetido o sublimado. Un ideario universalista, modernizador, es decir, el ideario de los colonizadores, y un ideario popular, bárbaro, tradicionalista, inculto, en fin, el ideario atribuido a los colonizados. Este gesto inaugural se polariza en las discusiones que en los ’20 se efectúan respecto de cómo debe construirse un “arte nacional”, a través de la clásica polémica “Florida” / “Boedo”. Brevemente, estos espacios que geográficamente remiten a ámbitos bien diferenciados de la ciudad de Buenos Aires, la modernidad, la cultura, la ciudad europea, por un lado, y el barrio, el crecimiento de una incipiente clase obrera, el desbordamiento de la ciudad hacia sus suburbios, por otro. La polémica se centra en un problema tanto de estilo como de temas. Los escritores que formaron parte de la revista Martín Fierro, grupo correspondiente al universo de “Florida”, pugnaron por una literatura de avanzada, que revolucione el lenguaje, a tono con las vanguardias de principios de siglo europeas. Contra esto, el grupo “Boedo” se atribuía un mayor compromiso social y un sesgo más popular. No es casual que parte de esta polémica se plantee explícitamente en términos de la necesidad de un contenido político del arte que “Florida” contestó con la necesidad de que el arte se convierta él mismo, en la revolución de sus lenguajes, en vanguardia política. En los años pos-peronistas, el dilema “cultura”-“barbarie” se modifica. Mientras que la intelectualidad argentina –casi en bloque– se opuso al fenómeno del primer peronismo considerándolo como un escollo regresivo e intratable, la situación cambia en los años posteriores a la llamada Revolución Libertadora cuya violencia desarticula el dilema inicial (civilización-barbarie) que se mantenía aún de fondo en el rechazo al peronismo. En este sentido, R. Walsh y O. Lamborghini muestran dos modos de acercarse a la tensión arte-política en los ‘60. Por un lado la denuncia, a través de la investigación periodística, la construcción de un relato que disputa al Estado el espacio de la ficción histórica (1). Por otro, un cinismo trágico, para nombrarlo de algún modo, que denuncia la barbarie generalizada y la imposibilidad de una conciliación entre clases sociales que evite vejaciones al otro. En Walsh vemos la incomodidad que en adelante atravesará la tarea del intelectual. Su cuento Esa mujer se despliega sobre la ausencia de un cuerpo, el cadáver de Eva Perón, cuerpo adorado por las clases populares y robado por el Estado. Walsh reproduce aquí la conversación que habría tenido con el militar que robó el cuerpo de Eva Perón, pidiéndole datos respecto de su destino. Eva Perón no es nombrada. La elipsis es un procedimiento que la literatura copia aquí de la proscripción política (2). La omisión del nombre es el paralelo de la ausencia del cuerpo. La oscilación entre literatura y periodismo muestra una verdad de los hechos que parece surgir de su puesta en relato. Si el Estado ficciona su propia historia, es necesario poner en palabra aquello que el Estado omite en su construcción ficcional. La política y la literatura muestran así que tienen medios comunes, procedimientos similares, ambos permiten ficcionar, omitir, repetir. Quizá sea en El niño proletario de Osvaldo Lamborghini donde se tramite una verdadera transvaloración del tópico “civilización-barbarie”. Se trata de un relato breve en el que el autor se burla de las mistificaciones realizadas en la literatura sobre la clase obrera y nos impide, con una crudeza enorme, cualquier idealización sobre la vida y la figura de ese “niño proletario”: Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria. Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario (Lamborghini, 1973).

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Lo denigra en su descripción, a la vez que involucra al lector en un “nosotros” burgués –que comparte con el autor– haciéndolo protagonista del sometimiento del niño proletario a las peores vejaciones. Allí, si el término “barbarie” todavía tiene alguna potencia, es sólo para mostrar que la barbarie atraviesa todos los estratos y que es tanto más brutal en las capas menos vulnerables. No se trata de una mera inversión, ubicar el lugar de la civilización del lado de las clases populares y la barbarie en las clases más cultas. Se trata de una transvaloración que se filtra en cada resquicio social, porque lo que se pone en cuestión es la posibilidad misma de la oposición entre barbarie y civilización. Querríamos abordar las películas que nos ocupan aquí retomando esta perspectiva doble. En principio, retomando esta síntesis que en el campo literario argentino se produce y afianza luego de los ‘60, en la que la politicidad del arte no se piensa desde el punto de vista de los contenidos “representados”, sino a través de las operaciones y procedimientos que atraviesan el propio hacer del arte o de lo literario, y que establecen particulares vínculos con el hacer político. Luego, volviendo a observar en las elecciones que M y Los Rubios realizan, la tensión que se evidencia entre Walsh y Lamborghini, más precisamente en relación con el problema de la posibilidad de identificación del arte burgués con el discurso de los sectores populares. II. ¿Cómo pensar el vínculo con lo popular desde el lenguaje cinematográfico? En Imagen-Tiempo G. Deleuze distingue entre el cine político clásico y el moderno. Afirma el autor que en el cine político clásico el pueblo constituye el objeto de la representación. Los problemas estéticos giran en torno a la problemática de mostrar la opresión del pueblo, su dolor, su sojuzgamiento, y los hallazgos se cifran en captar más profundamente “lo popular”. Parece habitar, quizás al modo del Walsh de Operación Masacre, el espacio de la denuncia y el esclarecimiento –la portación de la verdad– por parte del artista. El cine político moderno, en cambio, es tal porque “sabe mostrar que el pueblo es lo que falta” (Deleuze, 1986: 286). Mientras que en el cine clásico “el pueblo está ahí, aun oprimido, engañado, juzgado, aun ciego o inconsciente”, la premisa del cine moderno debería ser, para Deleuze “El pueblo ya no existe, o no existe todavía… ‘el pueblo falta’” (Deleuze, 1986: 286). El objetivo de este cine no es convocar a un pueblo que ya está ahí (al que sólo hay que despertar, concientizar, desalienar), sino mostrar la falta del pueblo, el conjunto vacío (o lleno de elementos heterogéneos) que mienta ese concepto. En todo caso, el cine político moderno apuesta por la invención de un pueblo una vez constatada su ausencia. Pensar al pueblo resulta aquí fundamental ya que quizás se trate del punto de mayor distancia entre las películas que analizaremos. A su vez, nos permite pensar el paralelo entre los documentales y la tensión entre el intelectual del ’60 y el mundo de lo popular tal como ha sido referida respecto de Walsh y Lamborghini. En este sentido es necesario observar no sólo qué lugar decide ocupar el director respecto de esas voces “populares”, sino al mismo tiempo cómo son construidas esas voces. Antes de ingresar en esta cuestión, haremos una breve presentación de los documentales. El primero de ellos es Los Rubios, del año 2003, realizado por Albertina Carri, hija de Roberto Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos en 1977 cuando la directora tenía tres años. Según la directora este documental trata sobre “sobre la ficción de la memoria” (Moreno, 2003), podríamos agregar: sobre la imposibilidad misma de la memoria completa y de la identidad personal, junto con la reconstrucción documental del pasado. Su singularidad quizás consista en que no respeta casi ninguno de los tópicos documentales que se venían gestando en el cine sobre la dictadura. En efecto, en el año 2003 esos tópicos ya poseían una cierta uniformidad y homogeneidad, salvo contadas excepciones (3). En Los Rubios la recusación por momentos provocativa de esos tópicos suscitó (y suscita) polémicas tanto entre los espectadores comunes como entre críticos e intelectuales (4). No podemos extendernos en este punto, pero algunos ejemplos de este carácter novedoso son el desdoblamiento de la directora con la incorporación al film de una actriz, que explicita que la representa, conviviendo las dos en pantalla y estableciendo una serie de relaciones complejas; o el recorrido apurado, realizado casi con fastidio, por todos las fuentes que se consideran “esenciales” para la recolección de datos sobre los desaparecidos (organismos de derechos humanos, antropología forense, centro

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de detención, testimonios de amigos y familiares, fotos, documentos, etc.). Estos circuitos de búsqueda son simplemente sugeridos, en algunos casos sólo para ser negados mediante gestos o cortes bruscos, en otros simplemente esbozados como caminos ya recorridos, podemos suponer, antes de la realización de la obra. Es por ello que en Los Rubios, no se percibe la vocación de “reconstruir” la historia. Más bien, se trata de una reflexión meta-discursiva sobre la posibilidad misma de realizar documentales histórico-biográficos y, en última instancia, la constatación de una imposibilidad verificada doblemente: en el plano de la vida y en el plano de la realización documental. La segunda película que vamos a trabajar es M (2007) de Nicolás Prividera. Nicolás P. es el hijo de Marta Sierra, desaparecida por la dictadura militar cuando Nicolás tenía 6 años y su hermano unos pocos días de vida. En esta película resulta también evidente que no se trata tanto de reconstruir los hechos que rodearon la desaparición de Marta Sierra, como de establecer responsabilidades sobre la misma. Hay aquí una apuesta historiográfica importante, que se traduce en una discusión y debate con todas aquellas concepciones de la historia que la instituyen como “río, viento o cualquier fuerza natural” (Prividiera, 2006: 40), como movimiento que arrastra a los sujetos sin que puedan poner resistencia. Nicolás Prividera intentará, a lo largo de la película, establecer la responsabilidad de cada actor sobre sus acciones, más allá de la propia conciencia que los sujetos tengan sobre el rol que jugaron en aquel momento. Es así como se forzarán las situaciones y se intentarán afirmar sólo aquellos elementos que sirvan para un fin, la justicia El saber sólo tiene sentido si hay una finalidad mayor que lo trasciende: la Justicia y no la mera satisfacción morbosa. Y si esa Justicia no es posible (porque está cercada por el poder), la búsqueda del saber debe tocar ese límite y mostrar sus contradicciones, aún poniéndose en riesgo. Porque saber también puede ser una trampa… Y saber –o confirmar lo que ya sabemos (que la mayoría de los desaparecidos fueron arrojados al mar, por ejemplo), no nos aporta nada. Como tampoco nos aporta nada escuchar el relato de su sufrimiento. Al menos, insisto, que ese saber conduzca a otro superior, y podamos saber quiénes han sido los responsables de ese destino. (Prividera, 2006:40-43.)

En este sentido, Nicolás P. reivindica una mirada fuertemente teleológica del relato histórico, recusando las posiciones contextualistas. La finalidad es el modo de reunir las memorias dispersas y darles sentido. Se trata de construir una búsqueda para realizar un mapa de la situación. Esto es, detectar a los responsables de cada destino, establecer el rol de las personas que participaron: desde el que torturó, hasta el que planificó, desde el que ideó una política de Estado, hasta el que escribió un “inocente” informe sobre sus subalternos en el lugar de trabajo. M como documental es ese mapa o rompecabezas en el caso de Marta Sierra. Afirma Nicolás P.: “Todos deben ser interpelados (dando vuelta la consigna de la dictadura: ¿dónde estabas en aquella época?), pero sobre todo aquellos que no pueden excusar neutralidad (¿pero quién podría realmente hacerlo?)” (Prividiera, 2006: 43). Podríamos pensar que M se construye sobre la premisa que ya, de algún modo, sentó Los Rubios: reconstruir y comprender de modo total es imposible. Sin embargo, apuesta a que la reconstrucción y la comprensión no resultan necesarias para hacer justicia. Es más aún, la excesiva comprensión para con los actores históricos parece impedir la posibilidad de toda justicia. En su forma, está mas cerca de aquellos documentales sobre la dictadura con los que Carri rompe; no así en su discurso y tono. Se trata de una obra sumamente crítica, con una perspectiva formada y bastante clara respecto del tema, que construye una posición incómoda y hasta ese momento sólo esbozada en el ámbito cinematográfico (5). Según la distinción deleuziana, proponemos pensar que mientras Los Rubios se puede adscribir a la corriente moderna, M se atiene a los cánones del cine clásico. En efecto, el sesgo clásico en M puede observarse de un modo privilegiado en el trabajo que realiza sobre los testimonios y en la utilización que hace de los mismos para afirmar un discurso “verdadero” que se confirma a través de la voz de los “representantes del pueblo”. Como en Walsh, la voz del narrador se vuelca hacia la voz del pueblo, para convertirse en denuncia y develamiento de la verdad. Prividera realiza un trabajo artesanal con los testimonios: prepara dispositivos particulares para cada entrevista, regula su participación en las mismas, edita luego insertándolas en diferentes secuencias de montaje. Si bien cada testimonio que se recoge en esta película tiene una especificidad, podríamos

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distinguir, a grandes rasgos, algunos grupos con características similares: están en primer lugar los que tienen como entrevistados al mismo Nicolás P. y a su hermano y algunas “charlas” (6) entre hermanos, que funcionan como fragmentos de la “voz oficial” del film. Luego, entre los que cuentan con la intervención de Nicolás Prividera como entrevistador, podemos encontrar un abanico de actitudes diversas en su participación, que van desde el silencio, a la pregunta amable, la repregunta insistente, hasta la adopción de un tono admonitorio y abiertamente confrontativo. Además, también resulta significativo el análisis de los silencios del entrevistador, ya que son de muy diverso signo. En algunos casos el silencio es provisorio y se trata de un acompañamiento de escucha para el relato de los entrevistados: las amigas de la madre, los familiares directos, son escuchados ya que, mayormente, refieren la historia, llevan sobre sus espaldas la responsabilidad de destejer la trama. Aún así son por momentos increpados, ya que Nicolás repregunta mostrando insatisfacción con algunas respuestas. Hay otros silencios que son mucho más significativos. Algunos de ellos admonitorios, como es el caso de la entrevista a Haydée López, jefa de la madre en la guardería donde trabajaba, sospechada de delación. En esta entrevista hay poca iluminación, la entrevistada se ve muy nerviosa, fumando y tomando algo en un vaso que parece de whisky y Nicolás Prividera la entrevista tenso, sin conceder un respiro a la entrevistada. En otros casos el silencio es de asentimiento y respeto, tal como ocurre en la entrevista a Tino, militante obrero. Esta entrevista se halla, además, en consonancia con las posiciones, críticas y puntos de vista vertidos en los monólogos de Nicolás P.. Significativamente, Tino y su familia son los protagonistas también del único tramo que no cuenta con la presencia de Nicolás Prividera como entrevistador. En el epílogo se produce un encuentro entre los testimoniantes sosteniendo una discusión entre ellos: los ex-militantes universitarios discuten con el militante obrero y su familia. Esta escena nos importa especialmente, ya que en ella se realizan varias operaciones que resultan significativas para la lectura que estamos realizando de la película. Si, como dijimos, el director fue construyendo una mirada personal y una posición propia durante toda la película a través de sus dichos y confrontaciones, marcando siempre su presencia, en el epílogo se retira para dejar hablar a los protagonistas de la historia. Le interesa, creemos, especialmente este encuentro porque en él se hallan representadas las dos facciones preponderantes de la militancia de aquella época: las clases medias universitarias y los obreros. Este encuentro es tenso: mientras que los militantes universitarios tienen una actitud de rememoración distendida, recuerdan con nostalgia y no sostienen ninguna militancia actual, el obrero y su familia (que está presente en la escena) siguen participando en política y son fuertemente críticos de la organización de la militancia en aquella época, del desamparo al que se sometió a las bases y del progresismo contemporáneo. Por el desarrollo del film, podemos saber claramente que es con esta última postura que se identifica el director. ¿Por qué su retiro de la escena? Nuestra hipótesis es que hay allí una operación que da veracidad y reafirma la posición del director respecto del tema. En principio, no es nuevo que los mecanismos de transparencia sean especialmente útiles para proponer un supuesto acceso no mediado, una identificación “natural” con las posturas que aparecen en pantalla. En esta escena sin mediación del director tenemos la sensación como espectadores de ser uno más en esa mesa. Por otra parte, el retiro del director y su sustitución ideológica con la figura del obrero y su familia no es una operación de mero intercambio, sino que reafirma una idea de verdad, apelando a aquella identificación de las clases populares con la esencialidad de la verdad en política. La misma verdad de la que Walsh se hacía vocero en la literatura, el mismo pueblo que esclarecido, esclarece al espectador y reafirma la voz del intelectual (en este caso, el cineasta que realiza el film). M parece querer decir en su epílogo: el pueblo existe, y aún en su lenguaje un poco tosco y dubitativo, tiene una lección para darnos ya que su posición coincide con nuestras más avanzadas teorías.

Opuesto es, a nuestro entender, el planteo de Los Rubios. Allí los testimonios de los compañeros de militancia, amigos y familiares –aquellos que se podrían considerar más “autorizados”– están editados,

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mediatizados por pantallas, referidos por la actriz o por la misma Albertina C., intervenidos con comentarios gestuales, etc. Sólo hay tres momentos testimoniales que se presentan a la manera del documental clásico y que se despliegan en la película límpidamente, sin intervenciones: el testimonio de dos mujeres mayores y unos niños, vecinos del barrio donde desaparecieron los padres. En el caso de la primera vecina, ésta se niega hablar y dice no recordar nada, aunque, por algunas menciones fallidas, da a entender que sabe más de lo que quiere o puede recordar. Esta vecina parece haber tenido contacto con la familia Carri. La segunda vecina, en cambio, se explaya al menos en dos oportunidades, en la segunda incluso se pinta y arregla para salir en cámara. Esta vecina no conocía personalmente a la familia, sólo “de vista” o a través de relatos de otros vecinos. Este testimonio es muy rico en su contenido y en su gestualidad, y tiene la particularidad de ser para el espectador del documental especialmente molesto: la vecina dice despectivamente “la tipa” y “el tipo” para referirse a los Carri, los acusa de haberla querido “hacer mierda” denunciando su casa, los llama “extremistas”, sospecha apelando a la complicidad del espectador que en esa casa “algo había”. Todo eso, refiriendo datos evidentemente falsos, como que habían encontrado computadoras en la casa de los Carri (evidentemente, en el `77 no había computadoras en casas de familia) y que era una familia donde “todos eran rubios” (de ahí el título de la película) aunque este dato sea explícitamente negado por el aspecto y la palabra de la directora, como también por fotos que aparecen en imagen. Este testimonio, junto con el de los niños que no habían nacido ni tienen memoria del proceso militar, y sin embargo se explayan sobre antiguos habitantes de la casa de los Carri y muertes dudosas en el barrio, son los que podríamos considerar más lejanos: sus referencias están llenas de conjeturas, reconstrucciones y falsedades evidentes. Albertina C. decide detenerse en aquellos relatos, aún sabiéndolos más sesgado, falsos, incorrectos en la mayoría de sus apreciaciones. Es el testimonio de la fábula, del mito barrial. En ese relato su familia deviene “rubia” y, con ello, se distancia del entorno; ser rubio resume la diferencia. Detenerse en este testimonio, dejarlo desarrollarse es un desafío. La hija es la que se detiene y parece decir a los padres que estuvieron inmersos en un gran malentendido. Fue por el pueblo, encarnado en esa vecina de barrio, que ellos dieron la vida, pusieron en juego su familia y paradójicamente, la vecina los consideró extranjeros, los creyó culpables, pudo delatarlos sintiéndose “amiga” de la ley y el orden. Dice un texto de la película: “Si todo el mundo pudiera ser así, como recuerdos, amaría a la humanidad entera y moriría por ellos”. Pero las señoras del barrio son de carne y hueso y no se parecen al “pueblo”, ni a la “clase obrera” por los cuales es un gusto dar la vida. Desafío incómodo, triste, problemático para una generación que creyó que esa lucha era posible. El pueblo imaginado, revolucionario, portador de la verdad de su sojuzgamiento parece no estar ahí para Carri. Ese proletariado idílico es sustituido por la figura bárbara de la vecina, que no sostiene la solidaridad entre los hombres sino que también plantea las cuestiones en términos de “ellos” y “nosotros”. Sin embargo, como en Lamborghini, la operación no termina allí. No se trata simplemente de aplicar una valoración binaria, sino de trastocarla por completo. Paradójicamente, Carri decide tomar para sí la fabulación de la vecina, poner “Los Rubios” como nombre a su película y termina su documental junto al equipo de filmación, todos caminando hacia el horizonte portando pelucas rubias. La valoración del testimonio de la vecina por parte de Carri nos invita a pensar estas tensiones de otra manera. La directora pone en juego un mecanismo que Deleuze describe del siguiente modo: El autor de cine se encuentra ante un pueblo doblemente colonizado, desde el punto de vista de la cultura: colonizado por las historias venidas de otras partes, pero también por sus propios mitos convertidos en entidades impersonales al servicio del colonizador. Así pues, el autor no debe creerse un etnólogo de su pueblo, como tampoco inventar él una ficción que seguiría siendo una historia privada: pues toda ficción personal, como todo mito impersonal, está del lado de los “amos” (…) Al autor le queda la posibilidad de procurarse “intercesores”, es decir, tomar personajes reales y no ficticios, poniéndolos en estado de “ficcionar”, de “leyendar”, de “fabular”. El autor da un paso hacia sus personajes, pero los personajes dan un paso hacia el autor: doble devenir. La fabulación no es un mito impersonal, pero tampoco es una ficción personal: es una palabra en acto, un acto de palabras por el cual el personaje no cesa de cruzar la frontera

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que separaría su asunto privado de la política, y ‘produce él mismo enunciados colectivos’ (Deleuze, 1986: 293)

Al tomar la reformulación fabulada de la vecina como parte de su propia identidad Carri realiza el doble devenir que postula Deleuze: se monta sobre la ficcionalización de la vecina y formula ella también una nueva leyenda sobre su origen y su familia, lo hace con toda la película y lo reformula en el final, realizando una auto-asignación de identidad y grupo de pertenencia. El ser rubio se transforma en un símbolo puesto en acción, y en una nueva asignación colectiva, que delimita un grupo de pertenencia. Reafirma la historia de los padres, pero en un nuevo contexto, trastocando completamente su significado. Tomando en cuenta el desarrollo anterior, podemos retomar nuestras hipótesis iniciales estableciendo algunas conclusiones. Reasignando las obras en su contexto de aparición es interesante constatar la conjunción que se da en ellas entre la denuncia y la preocupación estética por la forma que la misma adopta. Si hasta ese momento el cine documental sobre la dictadura había presentado una forma estándar, centrada sobre todo en el tema a tratar y despreocupada de los mecanismos para su tratamiento, ambas películas buscan una síntesis entre ambos aspectos. Tal como ocurre en la literatura durante los ‘60, el documental político que proponen ambos directores se sitúa en la tensión entre la elección de procedimientos fílmicos y un hacer político con significado presente, que recusa toda concepción “anticuaria” (7) de la historia. La relación de los films con el discurso de las clases populares devela un escollo de la memoria, una obstrucción a la hora de pensar los años pre-dictatoriales: la necesidad de una elaboración crítica del rol de los movimientos revolucionarios, particularmente en relación con sus desaciertos. El posicionamiento de los directores respecto de este tema resulta central para una lectura política de la obra. En este sentido, si para Prividera el lugar de la justicia posible se encuentra en la voz de la familia obrera, Carri avanza un paso más allá, observando trágicamente, como Lamborghini quizás, el vínculo entre clases medias y populares, tramándolo como comunidad imposible. Pero ¿qué hacer político es posible en esta comunidad imposible? Un amplio espacio de interrogantes se despliega al confrontar estas dos miradas. Una voz que se nos impone como la de un “pueblo”, pero un “pueblo” construido como tal en el proceso de enunciación de los films, nos interpela a través de sus arquetipos más extremos: la voz de la justicia y la verdad, y la del autoritarismo y la complicidad con el poder. Dos voces que se afirman aquí demasiado cercanas y por ello mismo demasiado inquietantes.

Notas: 1. Cf. PIGLIA, Ricardo, 2001; “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, en ROZITCHNER, León y PIGLIA, Ricardo; Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)- Mi Buenos Aires querida. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Volver. 2. Hay que tener en cuenta que el 9 de marzo de 1956, el entonces presidente de facto por la llamada “Revolución Libertadora” emitió el decreto que prohibía “La utilización, con fines de afirmación ideológica Peronista, efectuada públicamente, o propaganda Peronista, por cualquier persona, ya se trate de individuos aislados o grupos de individuos, asociaciones, sindicatos, partidos políticos, sociedades, personas jurídicas públicas o privadas de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas, que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales pertenecientes o empleados por los individuos representativos u organismos del Peronismo”. En este decreto se aclara que “Se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios Peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto o el de sus parientes, las expresiones “peronismo”, “peronista”, “ justicialismo”, “Justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura PP. , las fechas exaltadas por el régimen depuesto, las composiciones musicales “Marcha de los Muchachos Peronista” y “Evita Capitana” o fragmentos de las mismas, y los discursos del presidente depuesto o su esposa o fragmentos de los mismos.” Volver. 3. Especialmente Juan, como si nada hubiera sucedido dirigida por Carlos Echeverría en 1987. Volver. 4. Es interesante señalar que en los últimos años se produjo gran cantidad de bibliografía respecto de este documental, parte de la cual está señalada al final de este artículo. Volver. 5. Podemos arriesgar también que esta crítica resulta bastante novedosa –o al menos está en consonancia con una corriente reciente – en el campo del pensamiento sobre la dictadura. Pilar Calveiro con sus libros Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70 (2005) y Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina (2006) es el referente teórico explícitamente citado en la película. Volver. 6. Relativizamos con las comillas el carácter de “charlas” de estas escenas, ya que el hermano de Nicolás P. funciona en esas escenas como contraimagen, que duda o relativiza mediante gestos, pero que poco expresa sobre su propia posición sobre los discursos que dice el director. Podríamos pensarlos también como monólogos comentados gestualmente. Volver.

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7. En el sentido que Nietzsche da a este término en la Segunda consideración intempestiva. Volver.

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