El público porvenir

May 23, 2017 | Autor: Hugo Salas | Categoría: Film Studies, Stereoscopic 3-D
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Descripción

El público porvenir Hugo Salas

Antes de arriesgar cualquier predicción sobre el futuro del cine, por lo que habrá o no de ser mañana, convendría juntar coraje y preguntar ¿tiene futuro el cine? No se trata de reditar la vieja discusión sobre su supuesta muerte en el sentido de que “ya no se hacen o ya no se puede hacer buenas películas”, sino de preguntarse en qué medida continuará existiendo este dispositivo tal como lo conocemos, ese funcionamiento habitual por el cual decimos que el cine –a despecho de Edison y de los demás pioneros– nació un 28 de diciembre (¡justo ese día!) de 1895, cuando tuvo lugar no el primer rodaje, ni siquiera la primera proyección, sino la primera exhibición ante un público comercial, como espectáculo pago. Salvo que nos interese poner el burro adelante del carro, es preciso reconocer que fueron esas condiciones de consumo (y sus variaciones históricas) las que favorecieron el desarrollo de esa forma estética que conocemos hoy como películas, desde la duración estándar del largometraje hasta las distintas formas de atención que proponen. En tal sentido, la llegada de los televisores de alta definición y los proyectores domésticos, junto con la distribución digital y el video on demand, no ponen en duda que sigan o no haciéndose productos audiovisuales, y entre ellos películas (de hecho, los supone), pero sí que continúen existiendo las salas. Esto lo atestigua el propio circuito de exhibición y por partida doble: por un lado, mediante el consabido plus de espectacularidad que trajo al circuito industrial la vuelta de la proyección esteoroscópica; por otro, vía la transformación de las pequeñas salas independientes en espacios de proyección electrónica

de baja calidad, donde inexplicablemente el público paga por disfrutar (es un decir) de películas en condiciones tecnológicas similares o inferiores de aquellas a las que podría tener acceso en su casa. Alguien dirá “bueno, esto sólo significa que en el futuro la gente no irá al cine, verá cine en su casa”, pero si la definición misma del dispositivo implica la proyección pública, ¿será eso cine? Recordemos a la ligera algunas características estéticas que tienen que ver con la sala oscura y la pantalla grande: peso del primer plano, sentido del plano general, precisión y calidad de determinados efectos especiales, utilización de negativo fotográfico y así podríamos seguir. No se trata únicamente de la atención, mucho más concentrada en la sala oscura y dispersa o flotante en el living de casa. Como bien sabe cualquier persona interesada en el cine, uno puede ver, por ejemplo, Qué verde era mi valle o cualquier otro Ford en un televisor de alta definición, disfrutarla incluso, pero no provoca la misma impresión estética. En términos explícitos: si la ves en tu casa, entendés de qué se trata; si la ves proyectada, se te caen los calzones. Por otra parte, nada nos garantiza que en esas nuevas condiciones de consumo doméstico el público continúe privilegiando las películas y no se vuelque, progresivamente, hacia otro tipo de “productos”. Es lícito recordar, si prestamos oídos a la leyenda, que esta cuestión del futuro, el mañana como imposibilidad, acosa al cine desde sus orígenes, cuando Auguste Lumière habría respondido a un Méliès ansioso por adquirir uno de sus aparatos: “el cine es un invento sin porvenir” (frase que retoma, a su vez, Godard en El desprecio, ni más ni menos que como base-fundamento de una pantalla). Ya fuera por ambición personal o efectivamente persuadido del escaso interés futuro de su artefacto, ya en ese momento las películas eran, en gran medida, el soporte de la expansión de un proyecto tecnológico. En lengua paranoide, lo que conocemos por “cine” podría ser la

excusa necesaria para el desarrollo de un tipo peculiar de tecnología que probablemente llegue a su fin durante el siglo en curso. Que en el camino termine también por desaparecer el largometraje como unidad de producción de una determinada industria del entretenimiento, no tendría por qué escandalizarnos (es más, los grandes estudios estadounidenses hace rato vienen anticipando esta posibilidad, absorbiendo en el marco de la producción televisiva primero a todos los guionistas y ahora, de a poco, a la gran mayoría de las grandes stars, fenómeno impensable diez o veinte años atrás). Creer que el cine habrá de continuar sin cambios, que “sea como fuere, siempre habrá películas”, supone ignorar la historia del medio (y peor aún: que el medio es, en sí mismo, histórico, y como tal depende de un momento concreto y específico). “Si la pintura y la escultura sobrevivieron por siglos” –podríamos argumentar con lógica-amalgama–, “si literatura y teatro ‘ha habido siempre’, ¿por qué no habría de seguir existiendo el cine?” En principio, nada (salvo la tozudez) nos permite afirmar que el grupo de prácticas culturales que entre los siglos XVII y XVIII quedaron abarcadas dentro de la esfera denominada “arte” hayan de permanecer incólumnes. Es verdad, “siempre” (un siempre con muchas comillas) se ha escrito, pero no siempre eso ha ocupado el lugar social que adquiere en la era moderna la literatura (de hecho, sin necesidad de hacer ningún tipo de futurología, las sociedades fundamentalistas islámicas dan a lo que nosotros entendemos por arte un lugar y un alcance completamente distintos). Ahora bien, aún si estuviera garantizado el futuro del arte (cada vez más imposible, en su singularidad, dentro de una sociedad donde todo debe someterse a la ley del consumo), esto nada nos dice del mañana del cine, ese raro híbrido entre los códigos de la estética burguesa y un nuevo tipo de producción de sentido, más relacionada con el público masivo. En la medida en que vaya extinguiéndose la tecnología que lo hace viable, cabe

esperar que el cine sobreviva únicamente como una práctica restringida, para un público especializado o cuanto menos diferenciado, una producción nostálgica, como sobrevive hoy por ejemplo la ópera. Desde ya, semejante cine estará únicamente conformado por lo que ahora ocupa un lugar periférico dentro del grueso de la producción (el cine de museo, el cine de arte y ensayo y una pequeñísima fracción de lo que hoy llamamos cine independiente), y probablemente tienda a convertirse en una formación cultural cada vez más esotérica. Pero, ¿por qué hablar de la extinción de esta tecnología –podría objetar un incrédulo– cuando ciertas novedades, como por ejemplo el 3D antes mencionado, permiten avizorar un avance en la misma? ¿No es posible imaginar, acaso, un cine del mañana donde distintos implementos vuelvan a hacer atractiva la sala de exhibición y de esta manera permitan continuar con el dispositivo tal como lo conocemos? ¿Y el “cine total”? El problema, una vez más, es poner el burro adelante del carro: no fue la tecnología la que hizo que la gente se reuniera en las salas, sino el hábito social de reunirse en las salas el que determinó cierto tipo de avances, y no otros, en el ámbito de la tecnología (tándem que, a su vez, favoreció los desarrollos formales que conocemos). El cinematógrafo de los Lumière era tan primitivo respecto de las actuales condiciones de proyección como el kinetoscopio de Edison respecto de los medios domésticos; sólo sus usos sociales nos permiten explicar una evolución diferencial. Lo que intento plantear, en la medida posible, es que el cine, entendido como una proyección pública sobre la pantalla, y por ende la tecnología que lo hace posible, están íntimamente ligados a una determinada concepción del espacio público que se encuentra en franca retirada. En términos históricos, la producción cinematográfica alcanza cierta estabilidad cuando, pasada la época de la exhibición en ferias y barracas, los franceses

deciden adoptar un dispositivo espectacular que el teatro venía delineando desde el siglo XVII: el patio de butacas, una arquitectura íntimamente ligada al público burgués y a sus tensiones con la aristocracia y sus propios deseos de pertenecer a ella (de allí la ambigüedad entre la igualdad de las butacas y la estratificación que determinan los distintos palcos y niveles). Este modelo, sin embargo, no habría de resultar del todo conveniente para el cine, ya que dejaba fuera una numerosa cantidad de potenciales consumidores. La ideología liberal y el discurso igualatorio –falso o no– de la democracia estadounidense y su capitalismo de consumo posibilitaron la novedosa incorporación de amplias franjas de la población al patio de butacas, con lo que el público burgués se expandió hasta convertirse en el público masivo que de allí en más habría de alimentar su desarrollo industrial. Se produjo entonces un fenómeno singular: el público de las ferias y barracas accedió a las democráticas butacas que ofrecía el cine “al costo de” comportarse como un público burgués o, en otros términos, la conformación de un público masivo supuso la extensión general de un determinado modo de experiencia del fenómeno estético, basado en la contemplación distante y al mismo tiempo posesiva, atenta y proyectiva. En síntesis, el cine tal como lo conocemos se asienta en una noción y fundamentalmente una práctica del espacio público como espacio común a todos, del que vale la pena disfrutar. Más allá del grado de falsedad o mistificación ideológica que pueda haber detrás de esta convicción burguesa, ha sido responsable a lo largo de un siglo de la reunión todos los días, en distintos horarios, de cientos o más de mil individuos en una misma sala. El posible crepúsculo del dispositivo cinematográfico, entonces, no depende tanto de la aparición de una determinada tecnología u otra como del marcado proceso de estratificación y exclusión por el cual nuestros espacios sociales se van volviendo cada vez más compartimentalizados, separados, diferenciados y segregados. En tal sentido, el

“enemigo” del cine no son los plasmas y los LCD, el DVD o el Blue-Ray disc, mucho menos Internet, ni siquiera “la interactividad”. Su verdadero enemigo son los countries y los barrios cerrados, la segmentación clasista del espacio urbano y la desaparición de la antigua noción de ciudad. Sorprendería a más de un lector la gran cantidad de chicos que, debido a estos cambios, no conocen ya el funcionamiento del dispositivo espectacular y no pueden establecer las relaciones de identificación y proyección afectivas que son necesarias para el disfrute de la experiencia estética que propone el cine (por más capaces que sean de decodificar “qué está pasando” en la pantalla en términos de información). Paradójicamente, tampoco es casual que en buena parte del mundo el circuito de exhibición sobreviva en gran medida por obra y gracia de los adolescentes, cuya experiencia gregaria y ritos iniciáticos todavía demandan de un espacio que sea al mismo tiempo común (“de todos”) y ajeno (“no de la familia”). De hecho, las salas de proyección ciertamente registran estos cambios. Basta con advertir la distribución geográfica de los complejos, cada vez más ligados a las urbanizaciones cerradas, los shoppings y los barrios de alto consumo, como así también la evolución del costo de las entradas, por no hablar de otros consumos aparentemente “subsidiarios”. Pochoclos, nachos, pizas y gaseosas a precio irrisorio no constituyen una mera avivada pergeñada para maximizar ganancias, sino también un novedoso índice de diferenciación y exclusión. De esta forma, el circuito de exhibición industrial se adapta a la paulatina desaparición del espacio público restringiendo sus condiciones de accesibilidad, al precio de reducir significativamente sus potenciales consumidores, en lo que a todas luces constituye una estrategia que antes de pensar en el futuro del cine, tiene en mente la actualidad y posible reconversión de una cadena comercial demasiado vasta como para cerrarla sin dar pelea (aunque se la sepa condenada de antemano).

Paralelamente, el fortalecimiento de los circuitos “alternativos”, de los festivales a las cinematecas, no es una respuesta contra estas transformaciones en la industria del entretenimiento, sino el proceso histórico por el cual comienza a gestarse la forma que habrá de adoptar el nuevo mercado (el del cine como consumo cultural ya no masivo, sino de grupos diferenciados), y con él el nuevo cine, o esa otra cosa por venir, mientras la industria termina de convertirse en algo distinto. En cualquier caso, es interesante advertir el desequilibrio entre el celo con que múltiples agencias –gubernamentales o no– fomentan, protegen y alientan la producción y exhibición de películas, y las escasas y a menudo infructuosas iniciativas que procuran garantizar, en el futuro, la existencia de un público capaz de consumirlas no como un mero hecho comunicacional, sino como fenómenos estéticos, como si aun no supiéramos que el futuro del cine está indisoluble y faltamente ligado a la existencia (o no) de un dispositivo, de un público, de un modo de ser social.

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