El Poder sagrado. Notas sobre la intersección entre religión y política en el mundo contemporáneo

July 21, 2017 | Autor: Guillermo Aveledo | Categoría: Religion and Politics, Church and State
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EL PODER SAGRADO NOTAS SOBRE LA INTERSECCIÓN ENTRE RELIGIÓN Y POLÍTICA EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO

Guillermo T. Aveledo Escuela de Estudios Liberales, UNIMET Preliminares Las peculiaridades de los patrones religiosos contemporáneos se suman al complejo continuo de factores que pueden afectar el despliegue de la autoridad del Estado ya que, en lugar de verse rezagada frente a la política e ideología moderna, la religiosidad alcanza y regresa a formas y ámbitos de influencia sobre los cuales apenas era importante hace pocas décadas, lo que permite que la agenda religiosa penetre, pese a su inconmensurabilidad esencial, dentro de la política secular. Esta reflexión la podemos hacer a través de las herramientas teóricas legadas a nosotros en la obra del profesor Manuel García-Pelayo. El interés de García-Pelayo por el fenómeno religioso y su conexión con la política y el derecho, aunque no fue llevado hasta una teorización o una tipología abstracta, fue abundante y recurrente a lo largo de su obra. García-Pelayo reconoció en la religión un factor importantísimo en el desarrollo, consolidación y transformación de las formas políticas, y como tal, un elemento importante para comprender la historia de nuestras propias instituciones y normas. Así mismo, varios de sus trabajos tocaron de manera principal aspectos de la religiosidad y el mito en la legitimación de tales instituciones; son características de este interés obras como Mito y razón en la historia del pensamiento político, Las formas políticas en el antiguo Oriente, Las Culturas del Libro, El Reino de Dios, arquetipo político, entre otras. Estos trabajos demuestran además un interés ecuménico sobre el tema, ya que no se restringían al Occidente cristiano, sino a la interacción políticoreligiosa a través de distintas épocas y civilizaciones. A través de los fenómenos religiosos podemos indagar sobre relaciones entre el poder y la autoridad, añadiendo dimensiones no tradicionales al estudio de la política (normalmente cercado por consideraciones de orden económico, jurídico o sociológico). Sería un despropósito señalar que la religión es el factor más influyente en la vida política, ya que esta suma una serie de fenómenos muy

complejos, pero no podemos desmerecerlo. Eso hace aún más interesante el trabajo del profesor García-Pelayo: durante el apogeo de su vida intelectual era común hablar de la irrelevancia del estudio de la religión: la secularización de las instituciones políticas, la debilidad relativa del ímpetu religioso, el crecimiento del agnosticismo y el ateísmo en las sociedades urbanas e industrializadas. Todo apuntaba a un mundo sin religión, en el cual su estudio sería objeto de anticuarios sin mayor importancia1, más propio de antropólogos, historiadores, sociólogos y abogados. Sagazmente, García-Pelayo abordaba diversos vínculos entre la religión y política y, sin dejar de reconocer la relativa minoridad de éste durante su tiempo, nos advertía que esto podía cambiar, ya que la importancia de los fenómenos no es un absoluto, sino que como todo factor social, su relevancia está condicionada históricamente. Es así que es perfectamente lógico que durante el siglo veinte el interés teórico por la religión disminuyese: tal era lo que correspondía a los teóricos y académicos de dicha época. Ahora que los conflictos político-religiosos, acaso por tratarse de conflictos, dan nueva prominencia a la relación histórica entre ambos fenómenos humanos, mal podemos criticar esta postura retrospectivamente. Como dijimos, el profesor García-Pelayo no hizo aportes teóricos al estudio de la religión, al estilo de un Durkheim o un Weber. Sin embargo, y valiendo la comparación con éstos, las nociones que avanzó acerca de la política, el poder y la autoridad son sumamente útiles para abordar, desde una perspectiva teórica, el problema del estudio sistemático de la religión. Deseamos empezar con esto para luego plantear, con tales herramientas, unos comentarios sobre la relación entre religión y política en la realidad contemporánea.

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Como ejemplo superficial, señalemos que durante los primeros veinticinco años (1972-1997) de publicación de la revista del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central, Politeia, -pionera de los journals de los estudios políticos en Venezuela- sólo apareció un artículo que tuviera entre sus palabras clave a la religión (y en ese caso no se trató de un trabajo de política contemporánea, sino de historia política). Esta proporción no ha mejorado desde entonces, y tampoco es excepcional en la disciplina: apenas en años recientes se estableció la sección de religión y política dentro de la American Political Science Association, quizás la mayor asociación profesional de la disciplina; dicha sección ha iniciado la publicación del Journal American Politics & Religion, que ya cuenta con tres números. El European Consortium for Political Research y la International Political Science Association tienen grupos similares –usualmente dedicadas al regreso fundamentalismo religioso. Por otra parte, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales sí tiene un grupo de trabajo sobre religión, pero desde una perspectiva sociológica y no política, notándose además un sesgo contrario a las instituciones religiosas tradicionales.

Religión y Política Toda unidad política, siendo el Estado la forma más sofisticada de éstas, presenta dentro de sí diversos modos de mantener el orden, de regular la conducta humana. El poder, la aplicación de la fuerza, es quizás el más resaltante para el politólogo: es la distribución del poder la que ocupa la mayor parte de nuestras reflexiones. Sin embargo, el poder no está solo; en sus escritos Esquema de una introducción a la teoría del poder y Auctoritas, García-Pelayo indica que la dimensión simbólica y ética del aparato político es tan importante como su capacidad coercitiva: idealmente, el Estado no sólo monopoliza la violencia, sino que también se convierte en la principal fuente de autoridad, en la única entidad ordenadora considerada como legítima por los distintos factores sociales ajenos a él. La aceptación sumisa y relativamente voluntaria a sus mandatos es el pilar del orden social, y sobre éste la fuerza puede ser vista como un último recurso, una herramienta extraordinaria. Lo deseable –desde la perspectiva de la autoridad política- sería la aceptación sumisa del orden moral existente, aceptación que puede fortalecerse cuando se controlan los diversos medios de socialización de las creencias en la sociedad, o cuando menos si se neutralizan aquellas fuentes hostiles al monopolio de poder por parte de la autoridad política. Uno de esos medios de socialización, que aunque no es la única es una de las más históricamente relevantes, es la religión, que suele emanar de la creencia social. La religión es tanto o más importante si consideramos que los argumentos puramente racionales y científicos para sostener una distribución de poder dada pueden ser insuficientes intrínsecamente: la religión puede alentar una pulsión hacia la obediencia que trascienda las justificaciones objetivas y materiales. Claro está que puede también estimular la desobediencia y el desorden, pero toda rebelión no es sino la aspiración a un orden alternativo (al cual se obedecería eventualmente). Dicho de otro modo, la religión afecta las esferas de autoridad e influencia dentro de una comunidad política al dotar a la sociedad de nociones sobre la justificación axiológica de los actos de las autoridades políticas y, por tanto, puede afectar el despliegue del poder de estas autoridades. Naturalmente, el modo en que se da esta afectación dependerá de la relación concreta entre el poder político y el establecimiento religioso, y la interacción específica de éstos con la sociedad (ver Figura n° 1).

Figura n° 1: La interacción entre poder político y establecimiento religioso

La relación entre religión y política alrededor de la legitimidad y la autoridad sociales no era demasiado complicada en la antigüedad; sus formas políticas solían no estar enteramente diferenciadas del establecimiento religioso, como era lo normal en las civilizaciones clásicas de Occidente(donde la moral religiosa y el orden político se fundían en un mismo valor, sublimados en el amor al demos o a la patria) o en las civilizaciones no Occidentales (donde las personas investidas de autoridad solían coincidir con las personas consideradas divinas, como sucedía con los Faraones egipcios, o descendientes de la divinidad, como en el caso de los soberanos imperiales chinos o japoneses). Esto cambiaría con la expansión del cristianismo y su insistencia en la separación moral entre ambas autoridades: El cristianismo sigue así el camino de las religiones abrahámicas2 monoteístas iniciado por el judaísmo, cuando condiciona el carácter sacro de la autoridad al cumplimiento de los preceptos religiosos: no hay autoridades sagradas por sí mismas. Para el cristianismo la figura de Dios y su Trinidad no puede encarnarse en gobernante alguno, aunque puede que algunos hayan sido especialmente santos y milagrosos. Recordemos que la formación del Estado en Occidente implicó la superación de la querella medieval entre iglesia y príncipe, sometiendo aquella a la autoridad civil y adjudicando a ésta una relación directa con las fuerzas de lo trascendente: se pasa del Cuius regio, eius religio de las tardías monarquías estamentales a su deriva apoteósica, el 2

Las cuales son el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam.

derecho divino de los Reyes propio del Estado absoluto. El Estado liberal y sus formas subsiguientes sólo han continuado ese proceso, intentando desestimar o al menos neutralizar la influencia del factor religioso sobre la vida política, buscando sustituir la religión por otros medios de socialización de las normas sociales. Puede decirse incluso que el Estado liberal pudo constituirse efectivamente como una alternativa a la autoridad santificada del absolutismo, por lo que el contraste y conflicto entre secularismo y religión ayudó a su consolidación. La religión como fenómeno politizado A nuestros efectos, entonces, debemos considerar al conjunto de fenómenos que conforman la religión como unos fenómenos politizados, al decir de GarcíaPelayo en Idea de la Política. Es decir, la religión un fenómeno social que no siendo esencialmente político es susceptible de afectar –o verse afectado por- la distribución del poder dentro de las estructuras políticas concretas. En este caso es preciso que insistamos en que se trataría de una relación fenoménica: la religión como fenómeno politizado sólo puede estudiarse sistemáticamente –desde los estudios políticos- en relación a las manifestaciones externas y físicas de la vida religiosa: a. La articulación de creencias y valores: es decir, la jerarquización de preferencias axiológicas en un sistema ideológico reproducido y compartido por la sociedad o algún sector relevante de ésta (como por ejemplo, los libros sagrados, mandamientos ó catecismos, etc.). b. El despliegue o uso de ritos y símbolos: es decir, de la repetición de prácticas y asignaciones de valor que establecen la conexión entre los hechos sociales y los fenómenos espirituales (como por ejemplo las oraciones y procesiones, los actos de bendición, los sacramentos, etc.).

c. La organización y estratificación de las comunidades religiosas: es decir, el modo en que se ordenan y jerarquizan estos grupos internamente y en relación con la sociedad donde existen (como por ejemplo las constituciones de las órdenes,

las inmunidades de los religiosos, los votos de abstinencia de los laicos, la sacralizad de las castas y el derecho de ascenso en la jerarquía clerical, etc.). d. El acceso y acumulación de recursos humanos y materiales por las comunidades religiosas: es decir, la acumulación de bienes que pueden ser susceptibles para su uso profano, aunque su objetivo primario sea la veneración sagrada (como por ejemplo los monasterios y factorías pías, las cofradías, obras de caridad, etc.). Estos elementos son los que, visiblemente, pueden condicionar o ser condicionados por la vida política. El estudio politológico o sociológico de la religión mal puede abordar su esencia como un problema a ser resuelto considerando a la religión como un fenómeno, ya que la esencia de cada religión es precisamente anti-fenoménica. Es recomendable –a menos que se intente estudiar estas cosas desde una perspectiva filosófica o teológica- mostrar un modesto agnosticismo metodológico, y no intentar descifrar en el porqué de la creencia religiosa más allá de lo que sea fenoménicamente observable. La relevancia y honestidad intrínseca de la creencia es un hecho que se debe tomar como dado; es evidente que no existen sociedades sin que exista algún tipo de creencia sobrenatural. Volviendo a Durkheim, él señaló que “las razones que el fiel se dice a sí mismo para justificar [a los ritos y mitos más extraños] pueden ser erróneas, y lo son en la mayoría de los casos, pero no por ello dejan de existir verdaderas razones”3, y no por ello dejan de ser políticamente relevantes 4. En ello estriba la peculiaridad de las creencias fundamentadas en la religión: su origen no es derivado de conclusiones racionales sino de la revelación graciosamente permitida por las entidades espirituales, cuyo poder se proyecta en este mundo desde una esfera sobrenatural. En este sentido, la razón sería un hecho profano y al alcance del ser humano, mientras que los fundamentos religiosos serían un fenómeno sagrado y por lo tanto fuera del alcance lícito del ser humano.

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DURKHEIM, Émile (1912): Les Formes élémentaires de la vie religieuse. Le système totémique en Australie. París, Imp. De Félix Alcan. Introd., § i 4 Sin embargo, si bien el politólogo no debería permitir que sus preferencias religiosas afectaran su estudio de estos fenómenos, creemos que es lícito que abrigue conclusiones que diferencien y jerarquicen a los distintos cultos, de acuerdo al modo en que los mismos afecten las conductas sociales.

Históricamente, la autoridad política ha podido plantearse la necesidad instrumental de intervenir o ser auxiliada por las creencias y las organizaciones religiosas, pero sólo en tanto y en cuanto las considere externas a ella misma y a su propia justificación moral; si no es el caso, es decir, si comparte la cosmovisión religiosa, la autoridad se verá absorbida por los valores así preconizados. Del mismo modo, una comunidad religiosa puede buscar cambiar el modo en que el poder político la considera, ya sea para aislarse y protegerse de su influencia (obteniendo privilegios y exenciones legales, como por ejemplo lo fueron los fueros eclesiásticos en Occidente, y como lo son hoy los estatutos especiales para los Cuáqueros y Menonitas en los Estados Unidos de América), así como para someter a comunidades y creencias que compitan con ella en la sociedad, al amparo del poder coercitivo de la autoridad política (como fue el caso del cristianismo paulino, tras su aceptación por el poder imperial romano). Con Durkheim y su definición de religión podemos aclarar lo que hemos sostenido sobre los fenómenos politizados, el poder y la autoridad. A nuestro juicio, la definición del sociólogo francés funciona tanto en el plano esencial como en el plano funcional de la religión: “una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las entidades sacras… que unen en una misma comunidad moral, llamada iglesia, a todos los que se adhieren a ella”5. En el plano esencial, el fiel asume las creencias y las prácticas con una verdad trascendente, sagrada que le proporciona un propósito vital; en el plano funcional, esta adhesión permite a los distintos fieles agruparse, cohesionarse e incluso justificar la estratificación y los roles asumidos en dicha comunidad moral, como también obtener mejoras personales materiales derivadas de la pertenencia a un grupo. Siendo esto así, si los valores y creencias sagradas esenciales a la religión van más allá de esta y guardan alguna relación con los valores y creencias que defiende la autoridad política, la cohesión de la comunidad política se verá apuntalada. La iniciativa en el establecimiento de dicha relación (sea ya de la autoridad política o de la religiosa), la preeminencia o no de tal o cual conjunto de creencias comunales y el carácter sagrado o secular de las mismas son las variables que nos ayudarían a establecer el tipo de relación entre religión y política.

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Durkheim, op.cit., Lib. I, cap. 1, § iv.

¿Cómo puede manifestarse la politización de la religión? Por una parte, y en sentido estricto, a través del uso por parte de los actores políticos de la imaginería religiosa y de los recursos de sus organizaciones para adquirir y mantener el poder político, lo cual es relativamente extraño en el Occidente post-industrial y más común en los países en desarrollo. Algunas manifestaciones concretas de (por ejemplo, fenómenos como la celebración de figuras mítico-religiosas como héroes nacionales o fundadores de una tradición política, como es el caso de Moisés o Mahoma; o cuando templos y santuarios son utilizados como símbolos de la unidad nacional y espacios de peregrinación política, como es el caso de la Virgen de Guadalupe, o incluso la Virgen de Coromoto o la Divina Pastora). Dentro de esta categoría de fenómenos podemos incluir la descalificación de los adversarios políticos por pertenecer ó no a un culto determinado, así como las demostraciones de pietismo y creencia de líderes políticos cuyo objeto sea mejorar su presencia pública6. Por otra parte, podemos observar la sacralización de los fenómenos políticos, en tanto se santifican y se consideran trascendentes los fines materiales de las organizaciones políticas, así como sus símbolos, conceptos, acciones y figuras. Este fenómeno, que no es infrecuente en las sociedades democráticas postindustriales, se ha manifestado predominantemente en los regímenes autoritarios seculares, tal como podemos observar, por ejemplo, en los numerosos casos de culto a la personalidad propios del personalismo totalitario (como refleja la devoción a los difuntos líderes de los países del “socialismo real”, a quienes se les han edificado mausoleos o declarado como “líderes eternos”). Así mismo, la sacralización de la política ocurre cuando notamos la sustitución de las nociones pretendidamente científico-racionales de una ideología por sus elementos míticotrascendentes cuya verdad sólo puede ser interpretada de manera ortodoxa por 6

Esto es notable en las sociedades occidentales modernas en las que, aunque el poder ha sido secularizado en sus fundamentos (dependiendo normalmente de la voluntad racional del cuerpo político manifestada a través del voto y la opinión pública) no todos los miembros de la sociedad se han hecho laicos, y como tales no han abandonado sus creencias religiosas. Lo cual lleva a una peculiaridad discrónica de la democracia moderna: para desplegarse con éxito en el libre juego de la competencia democrática, los políticos deben apelar a elementos no racionales de interés a sus potenciales votantes (asistir al culto público, hacer donaciones pías y apadrinar ó bendecir niños, ayunar y hacer sacrificios, etc.). Aunque esto parecería un fenómeno circunscrito a las democracias de masas no occidentales (como el caso de la República India), es también algo que se observa en estados liberal-democráticos donde existe una intensa separación entre la Iglesia y el Estado (como es el caso de los Estados Unidos de América)

oficiales políticos, lo que en ocasiones se promueve con la intención ulterior de instaurar dicha ideología secular en sustitución de las funciones cohesionadoras de las religiones tradicionales y sus manifestaciones organizadas (como por ejemplo ha sido el caso en algunas expresiones del marxismo-leninismo, que pasa de ser una interpretación del progreso histórico y de la acción política, a convertirse en una doctrina de la salvación del fin de los tiempos). Un fenómeno que se da de manera intermedia entre la sacralización y la politización es la relevancia política de organizaciones y movimientos religiosos, con influencia directa en las autoridades públicas, como es el caso los partidos políticos clericales. Sin embargo, dado que éstos suelen pertenecer a democracias liberales y a sistemas de partidos competitivos, su apelación al público votante será más o menos religiosa dependiendo del alcance electoral que aspiren a alcanzar y del clivaje social sobre el que ubican su plataforma política. No podemos decir, por otra parte, que exista una relación determinante entre la política sagrada y alguna corriente ideológica: esta relación ha sido aprovechada tanto por movimientos conservadores como radicales (como, por una parte, los partidos democristianos en Europa e Hispanoamérica; como, por la otra, los movimientos de la teología de la liberación), así tanto como por grupos pacíficos (como fue el caso del movimiento a favor de los derechos civiles en los Estados Unidos, liderado por predicadores evangélicos) o violentos (como el católico Ejército Republicano Irlandés o la organización islámica de Al-Qaida). Tampoco es determinante su origen: un político laico o un líder religioso pueden establecer el vínculo y promoverlo para hacer avanzar su propio interés. Hacia unos modelos de relación entre el Estado y la Religión Sin embargo, es evidente que el escenario donde la relación entre religión y política se muestra de un modo más evidente es aquel formado por los debates alrededor de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, debate que es históricamente peculiar a Occidente pero que se expande junto con la generalización de esta forma política en el mundo. Lamentablemente, el estudio de este problema suele restringirse a sus aspectos jurídico-formales enmarcados en el carácter de organizaciones racionales que ambos polos de la relación –Iglesia y Estado- han tenido entre nosotros. Esto deriva en estudios cuyo enfoque se

concentre en las manifestaciones formales de temas como el estatus jurídicos de la organización religiosa, el reconocimiento legal al pluralismo religioso y la consagración de la libertad de cultos, sin atender a los factores sociales o ideológicos que fundamentan esas medidas jurídicas. A lo anterior debería añadírsele –desde la perspectiva de la historia intelectual- el estudio de los fundamentos racionales o carismáticos de la autoridad política sobre la sociedad, así como la definición de los espacios sociales donde la autoridad política y la autoridad religiosa puedan influir lícitamente. En ese sentido, proponemos que la relación entre religión y el Estado puede manifestarse en tres formas concretas: a. El Estado confesional: La autoridad política y la autoridad religiosa están unidas, mientras existe una religión exclusiva o preferente dentro del Estado, y ésta es protegida en su integridad por la autoridad política. En estas situaciones las normas sagradas sirven de referencia para la jurisprudencia ordinaria. Este modelo tiene dos variantes: i.

Estado confesional con predominio de la autoridad política: Las autoridades religiosas se sirven de las capacidades coercitivas y extractivas del poder político para defender su culto de las apostasías, fomentar su culto entre los no creyentes y recaudar recursos para su sostenimiento. Sin embargo, la autoridad política es la que administra esos recursos y, además, retiene el control organizacional de la religión predominante, convirtiéndose en esencia en el patrocinante principal de la actividad religiosa, la edificación de templos y las ofrendas públicas, bajo la retribución de una sanción sobrenatural de la legitimidad de su poder (sanción en la que cree con reverente atención. El ejemplo histórico más relevante de este modelo sería el del Patronato Regio en los dominios de la Monarquía Católica de España entre los siglos XV y XIX, así como el régimen de Gabriel García Moreno en el Ecuador decimonónico. Contemporáneamente es una situación muy rara, aunque podemos mencionar los ejemplos de los reinos de Bután, budista, y de Arabia Saudita, musulmán (ver figura n° 2).

Figura n° 2: Estado confesional con predominio de la autoridad política

ii. Estado confesional con predominio de la autoridad religiosa: Las autoridades religiosas controlan

las capacidades

coercitivas

y

extractivas del poder político para defender su culto de las apostasías, fomentar su culto entre los no creyentes y recaudar recursos para su sostenimiento. La administración y distribución de estos recursos en las actividades y caridades religiosas queda en manos de la autoridad clerical, que es autónoma de cualquier intervención externa sobre su organización y despliegue. El clero es la última fuente de autoridad política, ya que o ejerce directamente la autoridad civil, o puede invalidar decisiones polémicas de los poderes públicos. Como ejemplos históricos de este modelo encontramos las monarquías hebreas de la antigüedad, la Ginebra calvinista, así como casi todos los despotismos orientales. En nuestro tiempo, la República Islámica de Irán es el ejemplo más importante, siendo casos sui generis (por no ser cuerpos políticos sin una población natural ó propia). la Administración Central Tibetana y el Estado de la Ciudad del Vaticano (ver figura n° 3).

Figura n° 3: Estado confesional con predominio de la autoridad religiosa

b. El Estado neutral: La autoridad política y la autoridad religiosa están separadas y reconocen mutuamente sus esferas de influencia. Existe libertad de cultos, aún si sigue existiendo una religión formal ó tradicionalmente preferida dentro del Estado, o incluso si, por el contrario, el Estado es formalmente secular. Bajo este modelo Estado protege el derecho de los individuos al culto particular, así como permite la formación de diversas denominaciones religiosas (y actúa cuando hay conflictos entre las mismas). Las normas sagradas no sirven de referencia directa para la jurisprudencia ordinaria, aunque pueden servir como referente moral no vinculante. Casi siempre los recursos y bienes materiales de las denominaciones religiosas son administrados por éstas, aunque su uso y administración pueda ser susceptible de regulación por el Estado al ser personas jurídicas de derecho privado (ver figura n° 4). El ejemplo antiguo más afín a este modelo es la Roma imperial, aunque en realidad el modelo parece ser sólo pertinente a los Estados liberal-democráticos contemporáneos, en especial los Estados Unidos de América. Quizás algunas de las repúblicas hispanoamericanas en sus comienzos puedan vincularse a este modelo, pero la desconfianza hacia la Iglesia era un factor variable, y casi todas aspiraban a un status quo como el norteamericano, pese a mantener el patronato regio y, además, no contar con el hecho social del pluralismo de cultos de aquél país 7. 7

Debemos añadir en este punto un comentario sobre cómo podemos observar el cambio de estos modelos en Venezuela. La República de Venezuela, dejando de lado el experimento político de 18111812, se articuló como un Estado laico con religión estatizada, al mantener el patronato real indiano y el

Figura n° 4: Estado neutral

c. El Estado laico: También se trata de un fenómeno contemporáneo. Aquí la autoridad política y las comunidades religiosas están enfrentadas, y es la aspiración del Estado someter y socavar a los creyentes. Formalmente existe libertad de cultos, pero esta está planteada desde la perspectiva de la secularización y el ateísmo, y de modo hostil a la creencia religiosa de los particulares. La religión, su práctica y sus bienes, no suelen estar protegidos. Las normas sagradas sirven de referencia sólo entre particulares, y el despliegue del culto es censurado. Para este modelo también planteamos con dos variantes:

patronato colombiano establecido por ley en 1824. Durante el siglo XIX esto llevó a un enfrentamiento con las autoridades católicas –que representaban a la que era, ostensiblemente, la religión social predominante (incluso sobre las adaptaciones mestizas del culto mariano y de los santos)-; la libertad de cultos fue legalizada en 1834, y la prensa política era, genéricamente, anticlerical. Hubo episodios críticos fuera del status quo del Patronato (siendo el peor de ellos la virtual ruptura con la Iglesia de Roma en la década de 1870), pero la poca inmigración extranjera hizo que la Iglesia no disminuyera con mucho su capacidad de arraigo social. Precisamente por ello, se arraiga desde entonces el fenómeno de élites laicas y masas no secularizadas, lo cual ha alentado el uso de lenguaje religioso-popular en las manifestaciones de política de masas –autoritarias o democráticas- en el país, sin que hayan habido líderes políticos estrictamente confesionales. Sin embargo, gracias al fin del patronato en la década de los 1960, y a los procesos de inmigración y transculturación del siglo XX, podemos hablar de un Estado neutral sobre una sociedad primordialmente católica, aunque poco observante de la ortodoxia religiosa. Sin embargo, esta no es una situación sin dificultades: la presencia de una élite gobernante hostil a la jerarquía eclesiástica católica (por razones tanto ideológicas como religiosas) ha aumentado la tensión existente entre ambas esferas, aunque sin llegar a plantear una redefinición formal de su relación, salvo en la esfera educativa y cultural (aunque en esto nota una hostilidad del Estado hacia cualquier manifestación ideológicamente contradictoria, sin importar si esta sea laica o sea clerical).

i.

Estado laico con religión estatizada: Bajo esta situación, existen religiones organizadas pero no autónomamente. El Estado monitorea rígidamente las asociaciones de creyentes, controla sus finanzas y designa sus autoridades (acaso en la expansión de prerrogativas estatales previamente existentes), convirtiendo a los cultos en una dependencia de su aparato de poder, o eliminándolos cuando éstos son considerados políticamente peligrosos. Históricamente, la República del Paraguay Rodríguez de Francia y el Reino de Italia bajo el domino fascista son ejemplos notorios. En el mundo actual, la República Popular China sería el caso más emblemático (ver figura n° 5). Figura n° 5: Estado laico con religión estatizada

ii. Estado laico sin religión estatizada: La autoridad política es abiertamente hostil contra las agrupaciones religiosas, persiguiendo a sus oficiales y fieles, ocupando sus bienes y asumiendo control de sus recursos. En ocasiones se intenta acabar con las imágenes religiosas en los espacios públicos, así como sustituir el culto sagrado tradicional con la sacralización de ideologías seculares o figuras históricas y públicas. Como ejemplos históricos podemos presentar al Comité de Salud Pública de la Francia revolucionaria, y a la Unión Soviética hasta la década de los setenta. Contemporáneamente, casi todos los Estados totalitarios de corte socialista que existen corresponden a este modelo,

como es el caso de la República de Cuba y la República Popular Democrática de Corea (ver figura n° 6). Figura n° 6: Estado laico sin religión estatizada

Normalmente, el desarrollo histórico del Estado estuvo marcado por dos situaciones: la hegemonía de una religión determinada dentro de la sociedad, o la existencia de un pluralismo moderado (aunque no necesariamente estable o pacífico), lo que facilitaba las transacciones entre la autoridad secular y la autoridad religiosa. Las condiciones de libertad de cultos promovidas por la propagación de los Estados seculares y religiosamente neutrales han complicado notablemente el panorama, ya que aunque demográficamente no puede hablarse de sociedades religiosamente muy pluralistas (salvo los Estados Unidos de América), la defensa o aspiración al derecho individual al culto libre ha implicado la propagación de múltiples creencias dentro de comunidades donde antes existía una situación religiosa relativamente estable, mientras que el Estado se ve ante la situación de reconocer –o al menos tener que tomar en cuenta- tanto a las denominaciones tradicionales y con mayor número de fieles, como a aquellas más heterodoxas y minoritarias, tanto más si se toman en cuenta los vínculos transnacionales de muchos cultos. En este sentido, el modo de relación ideal entre el Estado y la religión para las democracias liberales es el que hemos denominado neutral. Aunque en algunos casos –fundamentalmente en Europa Occidental- la secularización del poder político y los clivajes derivados de la kulturkampf entre el liberalismo, el socialismo y el cristianismo instituyeron normas - que aún se conservan- propias del modelo

de Estado laico, el reconocimiento al pluralismo religioso, la disminución de las tensiones derivadas de la intervención clerical en los asuntos públicos y, a su vez, la renovada consideración de las autoridades políticas a las autoridades religiosas. Esto implica que, si bien de derecho muchos estados siguen siendo laicos, casi todas las democracias contemporáneas pueden ser consideradas neutrales. Es de notar que hemos propuesto este esquema de relaciones desde la perspectiva del Estado como autoridad última de la vida pública, y como la forma política contemporánea predominante (aunque con ello hayamos incluido formas políticas pre-estatales que, sin embargo, lograron una centralización de la autoridad y una diferenciación funcional notable). Esto implica dos limitaciones, de los que somos conscientes: el primero es el sesgo occidental. La formación del Estado moderno es un fenómeno emanado de la tensión secular entre autoridades civiles y religiosas es casi una peculiaridad derivada del cristianismo, que plantea desde sus orígenes una separación axiológica (aunque condonara cierta unidad en la práctica). A su vez, el surgimiento del Estado es un fenómeno que se exporta desde Occidente hacia el resto del mundo, y allí se había producido esta forma política, entre otras cosas, gracias a la enajenación de poder a las autoridades religiosas que competían con los príncipes civiles. Otro aspecto de este problema lo vemos en el hecho que el Estado absoluto correspondió, en general, al modelo de Estado confesional con predominio del poder político, lo que a su vez daría lugar a que el ideal liberal e ilustrado eventualmente derivaría a las formas de Estado neutrales y laicas descritas arriba (lo que sería reproducido, discrónicamente, con la exportación de las formas políticas europeas, producidas por la descolonización de América, Asia y África). El segundo es la ausencia entre estos modelos de una perspectiva que tome a las asociaciones religiosas como actores, ya sea que activamente busquen el poder o la influencia política o, por el contrario, que estimulen a sus fieles a separarse de la comunidad política existente. En este sentido habrá que considerar, además, las consecuencias de la organización interna de las agrupaciones religiosas (digamos, su política como organizaciones humanas) y la influencia de las mismas sobre la actividad política: como influyen sobre los votantes, los partidos, las campañas, las movilizaciones sociales, etc. Cabrá hacer estudios de caso que reflejen una teoría general al respecto.

Las posibles implicaciones políticas de la religiosidad contemporánea Dicho esto, es preciso hacer notar, no sin cautela, que la religión vuelve a ser hoy un fenómeno politizado de primer orden. Junto a otros, claro, ya que los fenómenos que afectan la realidad política se agregan y reordenan en el tiempo. Aunque esto tiene ecos en el pasado –con la confusión entre religión y política de la antigüedad o el predominio de los Estados confesionales- la vida religiosa contemporánea se ha hecho más compleja y, por lo tanto, más difícil de regular para el Estado (no en términos de su intervención, sino en términos de control y predictibilidad de los factores externos a éste). Como observamos, ha quedado atrás el tiempo del predominio social de una religión: a la complejización del ambiente social con el que interactúa el Estado contemporáneo se le suma el asunto religioso. La ilusión de un Estado secular que restringiera a la religión a la irrelevancia de su práctica privada e individual no ha tenido lugar, ni siquiera en las sociedades donde la laicización institucional ha estado acompañada de una secularización cultural. Estas sociedades laicas institucionalmente y seculares culturalmente, que son la mayoría de las sociedades del mundo industrial y post-industrial, la religión ha dejado de tener la función de cohesionadota social. La religiosidad individualizada, que prácticamente llega a realizar la vieja noción sociológica del ‘libre mercado religioso’, hace que la mayoría de los miembros de la comunidad política vivan una experiencia religiosa difusa, sincrética y light, mientras que otros, agrupados en comunidades intraestatales muy vocales y cerradas, se recogen en su pasión religiosa voluntaria (siendo una tendencia global el aumento de las conversiones entre los adultos, cuando lo tradicional era la conversión a través de la evangelización externa) y exigen el reconocimiento social a sus normas internas exclusivas y contradictorias con las reglas generales (como evidencia la admisión del uso de la sharia como jurisprudencia vinculante para casos de arbitraje en el Reino Unido). Apuntamos que, ideológicamente, el Estado liberal y sus derivados, pretendió laicizar debilitando las estructuras religiosas existentes a través de la promoción del pluralismo; hoy tendría dificultades para dejar reconocer cultos aislados e incluso hostiles a la comunidad política nacional. Paralelamente, puede decirse que la laicización institucional en la mayoría de los

Estados modernos ha tenido un resultado inesperado: la mejora de la auctoritas de las instituciones religiosas, al separarlas de las estructuras oficiales y lograr que enfatizaran sus relaciones carismáticas y caritativas. Naturalmente, esto no tiene por qué ser un desarrollo ominoso para la estabilidad estatal dentro de nuestras sociedades modernas. Al contrario, en muchos los casos las organizaciones religiosas proveen de estímulos para la capacidad consocional de los individuos, y desproveen de sentimiento comunitario no necesariamente contrario a su comunidad política general: asociaciones civiles y partidos derivados de denominaciones religiosas son muy activas en la promoción de redes de beneficencia pública, diplomacia social, cultura de paz, etc. incluso dentro de un discurso más bien secular y dentro de las instituciones ordinarias de socialización y decisión política. Acaso la existencia de individuos despolitizados y ciudadanos ‘sofisticados’ sea un problema más serio que la pluralidad religiosa. Fuera de las sociedades industrializadas, sin embargo, la religión puede ser un factor coadyuvante al conflicto. Muchos conflictos contemporáneos, derivados de problemas económicos, geográficos, incluso étnicos, han sido prolongados cuando se les superpone el factor religioso. Como han demostrado Inglehart y Norris, en sociedades donde la procura existencial no está garantizada, y donde el discurso secular no ha logrado franquearla barrera de los deficientes sistemas educativos, es más probable que aumente la cantidad de fieles religiosos (y que estos adquieran creencias más fundamentalistas que ecuménicas, en tanto que la religión se presta –como las ideologías- a una política de enfrentamiento existencial e identitario). La debilidad del Estado en estas sociedades sólo agrava el problema, ya que sus instituciones son más susceptibles de ser topadas por movimientos

religiosos

y

así

convertirse,

paulatinamente,

en

Estados

confesionales. A esto se suma un elemento demográfico que sí puede ser considerado preocupante: las sociedades seculares presentan un patrón de crecimiento demográfico más lento que las sociedades donde predomina el sentimiento religioso. Aún más, las comunidades religiosas hoy minoritarias pueden convertirse en factores demográficamente –y por lo tanto, electoralmenteimportantes dentro de las sociedades seculares en el futuro cercano. Quizás esto no sea importante allí donde la religiosidad no fomenta clivajes ideológico-sociales

graves (como en toda América), pero sí lo es en aquellos lugares donde estos clivajes se superponen (como en Europa, África y Asia). Esto puede anotarse en los conflictos intrarreligiosos periféricos, ya que las más grandes religiones abrahámicas, el Islam y la Cristiandad, aumentan su feligresía en Europa y en el Hemisferio Sur, respectivamente y que pueden transformar los patrones de autoridad de sus comunidades políticas respectivas. En ese sentido está vigente la tesis del Choque de Civilizaciones huntingtoniano, aunque no a gran escala: las religiones no se enfrentarán entre sí como grandes coaliciones civilizatorias que lleven al mundo a un escenario apocalíptico –como el de la Guerra Fría entre las ideologías liberal y socialista-, sino que se enfrentarán en pequeños escenarios, aunque con creciente violencia, allí en donde colinden comunidades de creyentes antagónicas y suficientemente militantes, las cuales compitan por recursos, reconocimiento y dominio ideológico de ese sector. Queremos apuntar, por último, a un solapamiento de factores que afectan las tareas del Estado contemporáneo. En Burocracia y Tecnocracia y en Las transformaciones del Estado contemporáneo, García-Pelayo desarrolla la influencia de la civilización científico-tecnológica en el despliegue y funciones del poder estatal y en el prestigio nacional. Sin extendernos en las consideraciones que el maestro hizo al respecto, nos parece necesario hacer notar los cruces entre estos factores y la religiosidad. Si bien desde los inicios de la edad moderna la ciencia fue considerada antagónica a la religión (especialmente frente a la religión católica, dada su hostilidad a las explicaciones no hieráticas sobre la naturaleza y el mundo), hoy han perneado ambas esferas de la realidad. Al haber perdido el discurso científico su carácter neutral, y haberse establecido como verdad académica la contingencia socio-histórica de sus paradigmas, se ha permitido la entrada de criterios extra-científicos a su dominio, lo que hace resaltar teorías y criterios que antes habrían sido rechazados por metafísicos o improbables. En aspectos como la bioética, el desarrollo de la ingeniería genética, la teoría evolutiva, etc., grupos religiosos han logrado que algunas articulaciones contrarias al paradigma científico predominante sean discutidas (como la teoría del ‘diseño’ o ‘designio inteligente’). Esto ha afectado en algunas sociedades democráticas y modernas la asignación de recursos a centros científicos y académicos que no comparten los criterios de movimientos religiosos que influyen en el gobierno, lo

que puede eventualmente afectar el ejercicio técnico de algunas políticas. Resulta curioso, además, observar que los integrismos religiosos más notorios compartan con la progresista ideología ambientalista muchos criterios, al tratar de deslegitimar el avance técnico científico contemporáneo por los daños que éste ha credo al medio ambiente, que tradicionalmente es considerado –al menos entre las religiones Abrahámicas- como obra de la Providencia y legado a la humanidad; esto puede ser grave, porque el ‘evangelismo ecológico’ puede tener consecuencias prácticas muy serias para el movimiento ambientalista en el futuro, al deslegitimar por razones metafísicas aquellos esfuerzos científico-técnicos que se hacen para cambiar las tendencias de deterioro ambiental actuales. En lo tocante a los avances de la tecnología contemporánea, la cual carece de esencia ideológica, es notable cómo han sido utilizados notablemente por grupos religiosos. Para mayor alarma de los Estados, la simplificación y el abaratamiento de tecnologías bélicas de destrucción masiva circulan y podrían están a disposición de grupos religiosos fundamentalistas. Por otra parte, la propagación de medios de comunicación masivos electrónicos de comunicación muy segmentados, favorece la exposición individual a grupos religiosos remotos y alternativos. Los mega-templos, los sitios de Internet y los tele-predicadores, son herramientas usadas entusiastamente por grupos religiosos, lo que les permite llegar a audiencias más allá de su base local y crear comunidades transnacionales que sobrepasan a los Estados nacionales. Comentarios finales El Estado contemporáneo y la ciencia política deben admitir, sin remilgos, el retorno de la religión como factor politizado importante. Aprovechando la secularización no como la anulación de la religión sino como el establecimiento de una ética de mínimos, quizás pueda debilitar las potencialidades conflictivas de la influencia religiosa a través del abandono de la aspiración a un Estado laico y la decisión de sostenerse como un Estado religiosamente neutral que incluya o escuche a las comunidades religiosas en actividades educativas, sociales y de asistencia. En las sociedades secularizadas, el ecumenismo parece ser la regla general y sólo minorías permanecen reacias a esta tendencia, aunque las mismas pueden ser integradas económicamente sin afectar su particularismo.

Otro tanto puede decirse de aquellas sociedades donde el Estado está incoado o débilmente establecido: al plantearse como organizaciones alternativas a la incapacidad estatal para lograr la procura existencial y de identidad de los miembros que componen la sociedad, las denominaciones religiosas pueden lograr suplantar a la autoridad estatal alcanzando el gobierno o, incluso, compitiendo por la fuerza con otras denominaciones religiosas. El surgimiento de la noción moderna de Estado y de la noción de soberanía surgió, recordémoslo, como respuesta al caos de las guerras de religión. Pero ese surgimiento se dio en la forma del absolutismo; no sabemos cómo podrían reaccionar, y adaptarse, los Estados democrático-liberales ante la creciente ocurrencia de estas amenazas. Para cerrar, es augurioso observar que la bibliografía dentro de los estudios sociales y políticos acerca de la religión está creciendo. Al tratarse de un área de la disciplina en renovado ascenso -aunque lamentablemente hoy por hoy concentrada en el conflicto religioso- se nos olvida que es parte de la preocupación clásica de la historia de nuestro campo. Su importancia como tema de estudio, sin embargo, no se le había escapado al profesor García-Pelayo, quien atendió en numerosas ocasiones al tema de la influencia de las ideas y mentalidades sagradas sobre la realidad política. ***

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