El Peronismo de los 70 El peronismo de los 70

October 6, 2017 | Autor: P. Almada | Categoría: Political Science
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Descripción

El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

El peronismo de los 70 Por Rodolfo H. Terragno

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El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

ADVERTENCIA

La presente cronología es una revisión, exhaustiva pero simplificada, que tiene el propósito de ofrecer –aun al lector no interiorizado en la historia contemporánea argentina– un relato fidedigno de lo ocurrido desde el retorno hasta la nueva caída del peronismo. Se ha procurado no consignar aquí más nombres que los estrictamente necesarios; se han tenido en cuenta sólo a los partidos y organizaciones más influyentes (evitando que el lector naufrague en un mar de siglas) y, en general, se ha puesto poco interés en destacar diferencias de matiz. Sin embargo, la secuencia ordenada de los acontecimientos decisivos (inhallable hasta ahora, tanto en español como en inglés), será de ayuda para el investigador. Éste, además, dispone –al final del artículo– de una sección bibliográfica. En ella, figuran los textos que el autor tuvo a su disposición para confeccionar esta cronología, y también los que él aconseja consultar para profundizar en cualquiera de los rubros en que divide esa bibliografía sugerida. El autor es un abogado y analista político argentino, que editó en Buenos Aires (desde 1973 a 1976; es decir, el período cubierto por esta cronología) un mensuario de análisis político que obtuvo gran difusión. A raíz de su prédica contra la represión ilegítima –iniciada durante el gobierno peronista– y su oposición a los militares que tomaron el poder en 1976, dicho mensuario se vio obligado a desaparecer en julio de ese año, y su editor debió salir de la Argentina. Actualmente, reside en Caracas, Venezuela.

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INTRODUCCIÓN

Cómo y por qué volvió a gobernar el peronismo

En 1955, Juan Domingo Perón fue desalojado del poder. Desde entonces, se habían ensayado todos los métodos para esfumar su figura. El 5 de marzo de 1956 se dictó (y permaneció en vigencia durante largos años) un decreto que, con mérito, debería ingresar, no sólo a una antología del despotismo, sino a una historia de los esfuerzos inútiles que, en todo tiempo y lugar, han hecho los gobernantes inseguros. El decreto prohibía “las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas artículos y obras artísticas” que fueran “o pudieran ser tenidas por” lo que el decreto llamaba “afirmación ideológica peronista”. No se podía exhibir una fotografía de Perón, ni escribir su nombre, ni el de sus parientes, y a quien incurriera en tales delitos le esperaba la cárcel. Los militares que habían derrocado a Perón imitaban, sin saberlo, a Shi–Huang–ti, el emperador chino que mandó a quemar cuanto libro se hallare en el imperio, para borrar así todo aquello que lo hubiera precedido. Por cierto, el prestigio de Perón entre los trabajadores y gruesas capas de la clase media, no mermó sino que aumentó a medida que la selecta minoría gobernante se empeñó en el vano intento de borrar una época (la que va de 1946 a 1955) durante la cual obreros y empleados habían obtenido, no sólo reivindicaciones sociales perseguidas antes durante décadas, sino acceso –a través de los sindicatos– a la participación en el manejo del Estado. La realidad es indeleble, y a menudo se vale de un procedimiento cruel para ponerse de manifiesto. Quienes la niegan, son colocados en situaciones azarosas, de las cuales sólo pueden librarse escogiendo una salida que los precipitará al vacío. Los norteamericanos, al ver comprometida su hegemonía universal, negaron en los años ’50 a la China de Mao Tse–tung. Simularon que 700 millones de habitantes no existían. Eliminaron del mapa de las Naciones Unidas al país más poblado de la tierra y fingieron que Chiang–Kai–shek lo representaba. Por fin, Richard Nixon tuvo que redescubrir China. No hacerlo suponía permitir que Mao siguiera actuando fuera de toda regla convencional, tornar casi imposible la retirada estadounidense del sudeste asiático y seguir minando, así, el poderío material y moral de Norteamérica. Hacerlo era la solución, pero era, también, renunciar a un área geográfica; admitir una nueva reducción del campo de acción norteamericano y, en definitiva, dar un paso más hacia la desaparición del imperio de los norteamericanos. En la Argentina, después de haber negado durante dieciocho años la existencia de Perón, y el apoyo que la mayoría le brindaba, hacia 1972 se hizo necesario admitir al peronismo. El general Alejandro Lanusse, entonces jefe del Ejército y presidente de la Nación (de facto, por supuesto) permitió la reincorporación de Perón a la legalidad. Lo hizo para salvar al sistema social vigente, acosado por la violencia:

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tanto la organizada, que ejercían las guerrillas, como esa violencia masiva e inorgánica que en 1969 había tenido su expresión más dramática en Córdoba, una gran ciudad industrial que, literalmente, ardió durante días a causa de violentos disturbios callejeros. La Argentina vivía un peligroso sentimiento de frustración. Se había vuelto un país políticamente inestable, con una economía en permanente crisis y una mayoría disconforme. Los militares –responsables de la inestabilidad política– y los intereses económicos dominantes –responsables de los desequilibrios estructurales que crearon y mantuvieron en su propio beneficio– se habían encargado, durante años, de “hacer la gloria” de Perón. Esos dueños del poder, que por un lado le negaban el voto a la mayoría y hacían bajar el salario real, por otro lado se encargaban de hacer notar que su contrafigura era Perón. Las nuevas generaciones, que no habían conocido al peronismo, lo creyeron mucho más revolucionario de lo que realmente era este movimiento populista, que jamás había auspiciado la abolición del capitalismo sino la morigeración de algunas de sus injusticias. [Aun cuando se organizó como un partido, el peronismo siempre se consideró un “movimiento”]. Ese movimiento, reinterpretado por los jóvenes y hasta convertido (como en el caso de los montoneros) en bandera para la guerrilla, se hizo demasiado peligroso. Perón, por su parte, alentaba a los jóvenes iracundos: evocaba la juventud como “la época en que todos estábamos en la delincuencia”, e invitaba a las nuevas generaciones de peronistas a hacer más insidioso su hostigamiento al enemigo. El viejo guerrero efectuaba, así, una maniobra táctica contra quienes le habían arrebatado el poder. Pero, ¿cuál iba a ser el destino del peronismo –y, por consiguiente, de la Argentina– si Perón, quien se aproximaba ya a los 80 años, moría dejando como legado político su circunstancial apoyo al sector más exaltado de su movimiento? La muerte de Perón, en tales circunstancias, podía dejar a las Fuerzas Armadas enfrentadas a un peronismo tan multitudinario como radicalizado. La guerra civil sería, entonces, una consecuencia inevitable. Lanusse se vio, de ese modo, en la necesidad de admitir la existencia de Perón. Lo hizo, primero, tratando de “destruir el mito”, convencido de que el peligroso peronismo se desarticularía cuando Perón se negase a regresar de su exilio (emprendido en 1955, tras su derrocamiento) y perdiera así el aura de hombre temido y desterrado. El 23 de julio de 1972, el diario La Vanguardia, de Barcelona, había publicado una entrevista en la cual Perón aparecía diciendo: “Yo no regreso porque, en conducción, soy un profesional. He dedicado toda mi vida al estudio de la conducción, y no es previsible que falle en el manejo de sus resortes. Hay un principio, o una regla de conducción, que dice que el mando estratégico no debe estar jamás en el campo táctico de las operaciones, porque allí se siente influido por los acontecimientos inmediatos, toma parte de ellos, y abandona el conjunto”.

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Leyendo esto, Lanusse creyó que, definitivamente, Perón se rehusaba a volver, y entonces desafió públicamente a aquel anciano que se definía a sí mismo como “un león herbívoro”. Fue el 27 de julio de 1972, cuando afirmó que a Perón “no le daba el cuero” para volver. En esa oportunidad, Lanusse censuró, además, el criterio estratégico de su adversario: “Nada reemplaza la presencia física de un comandante”, dijo. El reto fue, inesperadamente, aceptado. Perón regresó a la Argentina, después de 18 años de exilio, el 17 de noviembre de 1972. Aunque a las cuatro semanas volvió a alejarse del país, el solo hecho de haber demostrado que sí le daba el cuero, dejó a Lanusse sin posibilidades de continuar su tarea de destruir el mito. Sin embargo, algo más trascendente se puso en marcha: ese Perón reivindicado, sería un seguro contra la radicalización de las huestes peronistas. Sólo él podía desmontar los mortíferos dispositivos que –con su anuencia– se habían incorporado al Movimiento. Liderados por el propio Lanusse, los militares aceptaron hasta el riesgo de dar paso a un gobierno que, en última instancia, podía afectar seriamente al sistema de poder que ellos querían preservar. Con la esperanza de que ese extremo no fuera alcanzado, Lanusse promovió el diálogo con el caudillo, y envió como negociador a un alto oficial del Ejército. En un mensaje al país, preguntó: “¿Qué otro camino queda por transitar que no haya sido intentado?”. Y en un libro que escribió años más tarde, confesó hasta qué punto había influido en su conducta el temor de que “un desgaste total de Perón significara, en lugar de una ventaja decisiva, otro grave problema, si llegaban a predominar, como consecuencia, los grupos activos impregnados de izquierdismo: las formaciones juveniles y los grupos sindicales combativos”. También admitió en ese libro que el “objetivo fundamental” del proceso que él había conducido fue rescatar a las Fuerzas Armadas, “desprendiéndolas de la tan compleja, extrema, situación política” para restablecer su “capacidad moral” y reintegrarlas a su presunta función de ser “guardianes de los valores fundamentales”, es decir, árbitros supremos y no partes en conflicto. Con claridad, los militares aspiraban a que Perón (mucho menos revolucionario de lo que sus jóvenes partidarios creían o, en algunos casos, fingían creer) viniera a apagar el fuego que se había encendido en su movimiento. Estaban dispuestos a archivar todos los expedientes que le habían abierto en 1955, a devolverle su grado de teniente general, a reintegrarle los bienes que le habían confiscado, a hacerle la venia y a tolerar que mirase a su alrededor con aires de salvador de la patria; todo con tal de que desactivara los mecanismos de la subversión. Creer que la mera negociación con Perón podía resolver los problemas que afligían a los militares, equivalía a suponer que Perón podía hacer con sus partidarios lo que él quisiera. En verdad, un líder no dicta, sino que interpreta la voluntad de sus seguidores; es, al fin de cuentas, un representante. Perón mantuvo las conversaciones hasta que las Fuerzas Armadas llegaron, en su promesa de normalizar al país, a un punto que no permitía la marcha atrás. Desde ese momento, actuó por las suyas.

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Su futuro y definitivo triunfo ya había empezado a gestarse durante aquel primer retorno, en 1972, cuando el país pudo ver cómo el “infame traidor a la patria”, antes degradado y vituperado, pisaba otra vez suelo argentino, y su nombre prohibido era pronunciado en todas partes. Las reglas de juego impuestas por Lanusse, sin embargo, tornarían indirecto el regreso de Perón a la presidencia. Como no podían ser candidatos quienes, a determinada fecha, hubiesen tenido su domicilio en el extranjero, Perón –que lo tenía en España– eligió, como su reemplazante en la fórmula presidencial, a un fiel seguidor: el odontólogo Héctor J. Cámpora, quien había presidido la Cámara de Diputados durante el primer gobierno peronista, desde 1948 hasta 1952. [El primer gobierno peronista cumplió el período 1946–1952. En noviembre de 1951, Perón fue reelecto para gobernar otros seis años, pero este segundo período quedó trunco al ser derrocado, en 1955, por un golpe militar]. No faltaron quienes creyeran que Cámpora –cuya nominación fue poco menos que comparada a la decisión del Quijote de hacer a Sancho Panza gobernador de la ínsula de Barataria– ahuyentaría al electorado independiente y provocaría la escisión del peronismo. Los comicios, celebrados el 11 de marzo de 1973, demostraron que la predicción era infundada: Perón halló en Cámpora la forma de ser votado. La realidad, como siempre, se había impuesto. Ahora, era el peronismo el que debía someterse a ella. No podía ignorar que sus enemigos conservaban una apreciable cuota de poder, militar y económico. No ignorar los límites del poder, ni de sus propias fuerzas.

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1973 GOBIERNO DE CÁMPORA

Los 75 días previos El 11 de marzo de 1973, el Frente Justicialista de Liberación (FREJULI), liderado por el peronismo y complementado con desarrollistas, democristianos e independientes, obtuvo una categórica victoria en las urnas. Su candidato presidencial, Cámpora, acaparó 49,59 por ciento de los votos. Su rival más importante, Ricardo Balbín, de la Unión Cívica Radical [partido social–demócrata] apenas logró 21,3 por ciento. Una larga lista de postulantes menores cosechó el remanente. La ley exigía que, para ser consagrado presidente, un candidato obtuviera más de la mitad de los votos emitidos. A Cámpora le faltaba 0,41 por ciento más un voto, pero el peronismo salió a festejar su victoria como si fuera definitiva. Lo era. El radicalismo sabía que era imposible dar vuelta el resultado en el ballotage; y el gobierno –con la anuencia de los demás partidos– juzgó innecesario, y desaconsejable, convocar a la segunda vuelta prevista en la legislación electoral. El país, en general, se oponía a la aplicación literal de la ley, que lo habría embarcado en un proceso inútil y hasta peligroso: si se llamaba de nuevo a elecciones, los sectores más radicalizados del peronismo acusarían al gobierno de fraude y tal vez, lanzaran una nueva ofensiva. Por otra parte, no estando firme el triunfo peronista pero siendo más que segura su ratificación, algunos sectores de la Fuerzas Armadas eran capaces de intentar el aborto de la nueva legalidad. Se resolvió obrar, en cuanto a la elección de autoridades nacionales, como si el FREJULI hubiese obtenido la mitad más uno de los votos. Sólo se convocó a segunda vuelta para comicios locales, en 15 distritos donde el Frente no obtuvo la mayoría neta necesaria para imponer sus candidatos a gobernadores y legisladores. El día 25, Cámpora viajó a Roma para reunirse allí con Perón. Por entonces, se decía que el peronismo aplicaría el “modelo italiano” de desarrollo industrial: empresas mixtas –en las cuales el Estado y los particulares participan en proporciones variables– bajo la dirección de un organismo (en Italia el Instituto de Reconstrucción Industrial, IRI) encargado de implementar los programas gubernamentales. También se decía que Perón estaba a la búsqueda de capitales italianos (así como árabes) y de un entendimiento, a través de Italia, con la Comunidad Económica Europea. La Argentina peronista se acercaría al Pacto Andino (un esbozo de mercado común que comprendía a Venezuela y los países sudamericanos del

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Pacífico) y procuraría cierta complementación de esta comunidad sudamericana con la CEE. Il Tempo, de Roma, señaló para esa época: “La Argentina tiene yacimientos de cobre comparables a los de Chile. Sus recursos mineros (hierro, estaño, uranio) apenas han sido tocados. Europa está llena de dinero y no espera otra cosa que volcarlos en la Argentina”. El 14 de enero, en Buenos Aires, el diario Mayoría había publicado una entrevista a Perón. “El problema va a ser liberarse de los yanquis”, había dicho allí el viejo líder. En su boca, esa afirmación tenía un sentido diferente al que habría tenido en boca de un Fidel Castro. En marzo, mientras recibía a Cámpora en Roma, declaró al Giornale d’Italia: “La actividad privada continuará siendo la base de la economía argentina”. Él no estaba contra el capitalismo, ni contra la inversión extranjera; creía preferible asociarse con Europa –aun inficionada por los norteamericanos– y no directamente con los Estados Unidos. Esperaba que esto, unido a la disposición de comerciar con todos los países de la tierra (sin excluir a los comunistas) le confiriese a la Argentina un mayor margen de maniobra, y le permitiera a él mismo cumplir su aspiración de convertirse en un líder del tercer mundo. Esto no inquietaba a los dirigentes de la economía argentina: conquistar nuevos mercados e incorporar capitales, todo con el aval de Perón, era más bien halagüeño para sus intereses. El país necesitaba, además, nuevas estrategias para resolver problemas que estaban tornándose crónicos. La deuda externa, al 31 de diciembre de 1972, era de 5.743.700.000 dólares. El déficit fiscal previsto para 1973, ascendía a 26.102.500 dólares. En el marco de las relaciones económicas internacionales mantenidas hasta entonces, no parecían haber solución a estos problemas. Por eso, los ensayos del peronismo merecían, de parte de los principales sectores económicos, una actitud benigna y hasta esperanzada. En el terreno político, en cambio, el inminente gobierno Cámpora era causa de incertidumbre y temor. El 14 de marzo, Perón había pronosticado –en declaraciones a la prensa– que, desaparecidas ya sus causas, desaparecería la guerrilla. Sin embargo, la actividad guerrillera no cesó con el triunfo peronista: al contrario, continuó su avance con una velocidad que no era la de la inercia. El 29 de marzo estalló una bomba en la sede del Comando en Jefe de la Marina. El 1º de abril fue secuestrado un contralmirante. El 4, un comando asesinó a un coronel. El 30, fue ultimado otro contralmirante, ex Jefe del Estado Mayor Conjunto. La guerrilla golpeaba contra las Fuerzas Armadas, que aún retenían el gobierno. Mientras tanto, el electorado de la capital demostraba, el día 15, que al votar a Perón, no se había pronunciado por la derecha: en la segunda vuelta para elegir senador, la Unión Cívica Radical derrotó al FREJULI, que llevaba como candidato a un nacionalista ultramontano. En casi todos los otros distritos donde hubo segunda vuelta, ganó el FREJULI.

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En esos días, el joven secretario general del peronismo, Juan Manuel Abal Medina, anunció que el 25 de mayo se abrirían las cárceles. Ya el presidente electo había declarado a Il Messaggero, de Roma, el 15 de marzo: “No quedará en la cárcel ningún compatriota, sean cuales fueren los hechos que haya realizado, siempre que tengan motivación política”. Tan inquietante como esa perspectiva resultó el anuncio de Rodolfo Galimberti, un destacado dirigente de la juventud peronista que –luego de haber pasado cuatro meses en la clandestinidad– reapareció poco después de las elecciones para revelar que estaban organizándose “milicias juveniles”. Simultáneamente, se anticipaba que el inminente gobierno peronista “descabezaría” al Ejército, mandando su cúpula a retiro. Los militares se agitaban. Como Lanusse lo dice en su libro, no estaba en los planes ni en la vocación de ellos “el triunfo comicial de un peronismo caotizado donde predominaban confusas ideologías extremistas”. Los generales en actividad, recordaban los “cinco puntos” que habían firmado el 7 de febrero. Bajo el título “Compromiso de conducta que el Ejército Argentino asume hasta el 25 de mayo de 1977…”, habían fijado las reglas de juego a que debería atenerse, incluso, el gobierno surgido de las urnas. El punto 4 mandaba “descartar la aplicación de amnistías indiscriminadas para quienes se encuentren bajo proceso o condenados por la comisión de delitos vinculados con la subversión y el terrorismo”. El punto 5 prescribía que las Fuerzas Armadas compartirían “las responsabilidades dentro del Gobierno que surja de la voluntad popular (…) en especial en lo que hace a la seguridad externa e interna...". Más de un oficial exigía que aquel compromiso no quedara en letra muerta. El 16 de marzo, hablando frente al propio Lanusse, un coronel afirmó públicamente que el Ejército podía perdonar, pero que jamás olvidaría las ofensas que había recibido. El jefe del II Cuerpo del Ejército (uno de las cuatro regiones militares en que se divide el país) advirtió por esos días: “Si se abren las cárceles para los criminales de la subversión, muy poco o nada quedará de digno en la vida de los argentinos”. Otro oficial del Ejército, a su vez, dijo desde Magdalena –una localidad de la provincia de Buenos Aires, sede de fuerzas blindadas– que “el fanatismo insano de algunos y los designios perversos de otros, pueden llegar a impedir que los argentinos vivamos en una patria soberana y podamos cultivar el sentimiento de libertad y de la dignidad humana”. El 23 de abril, generales y coroneles en actividad discutieron la situación y, luego, dejaron trascender que no tolerarían la amnistía indiscriminada, la formación de milicias ni la liquidación de la cúpula castrense. Más explícito, al despedir los restos de un contralmirante asesinado por la guerrilla, un compañero de armas aprovechó la oración fúnebre para confesar, el 1º de mayo, la “tentación de ordenar primero el país para entregarlo después”; tentación que, al parecer, compartían muchos militares. Algunos recordaban el mensaje que Lanusse había dirigido al país las vísperas de la elección: 9

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“… del sufragio también puede resultar que la República pierda y se sumerja en la anarquía, la obsecuencia, la delación, la corrupción, el engaño, el mesianismo, el envilecimiento de las instituciones, el cercenamiento de las libertades, la implantación del terror y la tiranía o la subordinación a la voluntad omnímoda de un hombre (…) Pero esté segura la ciudadanía de que el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, que se han jurado hacer posible el comicio, no serán cómplices en la instauración de ningún nuevo despotismo, ni tolerarán forma alguna de violencia”.

Desde España, Perón advirtió que –embriagados por la victoria– los jóvenes peronistas corrían el riesgo de perder de vista los estrechos límites a los que estaba sometido el proceso inaugurado el 11 de marzo. “No malograr lo que tanto nos ha costado alcanzar”, recomendó el líder en una carta que circuló entre los dirigentes de su movimiento. Poco después, el propio Perón pidió la renuncia de Galimberti: aquel impulsivo joven que había anunciado la constitución de milicias. De todos modos, los altos mandos de las Fuerzas Armadas discutieron durante una semana (del 30 de abril al 6 de mayo) si, finalmente, entregarían el gobierno a Cámpora. Un periodista político reveló, al cabo de las deliberaciones, que el Ejército había resuelto lo siguiente: “Se transferirá el gobierno el 25 de mayo; mientras tanto, la institución reforzará su verticalidad y la coherencia de sus cuadros, cerrando filas en función de su acción contra la guerrilla”. El tiempo mostraría el fiel cumplimiento del Ejército a este plan trazado en mayo de 1973.

“Se van, se van, y nunca volverán” El 25 de mayo, los militares abandonaron el gobierno. La banda presidencial lució, desde ese día, en aquel dentista de San Andrés de Giles –un pueblo de la provincia de Buenos Aires– que años atrás, durante la segunda presidencia peronista, se había proclamado a sí mismo “un obsecuente del General”. El gabinete de Cámpora, en cuya formación –no obstante reiteradas desmentidas– intervino Perón, quedó integrado de este modo:  Ministro del Interior (encargado de los asuntos políticos, el manejo de la policía y las relaciones con las provincias): el joven abogado Esteban Righi (32 años), de izquierda.  Ministro de Relaciones Exteriores y Culto: otro abogado pro izquierda, Juan Carlos Puig.  Ministro de Hacienda y Finanzas: el empresario José Ber Gelbard, líder de la Confederación General Económica (CGE), una de las dos grandes centrales empresarias. La otra, la Unión Industrial Argentina (UIA), nucleaba a las empresas multinacionales que operaban en el país, y a los grandes ganaderos. La CGE era la organización de los pequeños y medianos empresarios.

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 Ministro de Trabajo: el sindicalista Ricardo Otero, de derecha.  Ministro de Cultura y Educación: el médico Jorge Alberto Taiana, de centro– izquierda.  Ministro de Defensa, Angel Federico Robledo, de centro.  Ministro de Bienestar Social: el ex policía, secretario privado de Perón y astrólogo José López Rega, de derecha.  Ministro de Justicia, el abogado Antonio Juan Benítez, de centro. [Por cierto, las calificaciones “de izquierda”, “de centro” y “de derecha”, pueden ser imprecisas; se las utiliza aquí al solo efecto de dar al lector una idea aproximada de las líneas divergentes que mostraba este heterogéneo gabinete]. Comandante en Jefe del Ejército fue designado el general Jorge Raúl Carcagno, un populista que se había hecho cargo de la provincia de Córdoba luego de los violentos disturbios ocurridos el 29 de marzo de 1969 y los días subsiguientes, conocidos en la Argentina bajo el nombre del “cordobazo”. La designación de Carcagno y, luego, los destinos que el nuevo comandante dio a los distintos generales, colocó a diecisiete de ellos en “situación de retiro”, ya que en el Ejército ningún oficial puede servir a las órdenes de un camarada menos antiguo, y esos diecisiete generales tenían más antigüedad que aquéllos a quienes se eligió para dirigirlos. Era el “descabezamiento” esperado. Quedaban en actividad treinta y cinco generales. Ninguno de ellos tenía antecedentes de caudillo. Cámpora juró como presidente en el Congreso Nacional y, de allí, se dirigió a la Casa de Gobierno. En un salón colmado de adictos al nuevo mandatario, Lanusse debió entregarle los símbolos del poder: la banda y el bastón presidencial. Debió, asimismo, soportar estoicamente que la concurrencia cantara la “Marcha Peronista” a viva voz y le enrrostrara la “V” de la victoria, que cada mano formaba con el índice y el medio. Testigos de todo eso fueron dos invitados especiales de Cámpora: el Presidente de Cuba, Osvaldo Dorticós, y el de Chile, Salvador Allende. Aquel 25 de mayo, Lanusse pasó –según su propia confesión, hecha años más tarde– “el día más difícil” de su vida. Entregarle el gobierno al peronismo era algo que en ninguna otra circunstancia él hubiera hecho, y que muchos de sus compañeros de armas le reprocharían en adelante. La concurrencia, vocinglera y ofensora, se encargó de acentuar el malestar del hasta entonces presidente. Cuando, terminada la ceremonia, Lanusse se fue en un auto fuertemente custodiado y los otros dos miembros de la Junta Militar subieron a la terraza del palacio para tomar un helicóptero que los alejaría del lugar, la multitud –reunida en la vecina Plaza de Mayo– comenzó a gritar atronadoramente: “Se van se van/ y nunca volverán”. De verdad, la gente parecía creer que las Fuerzas Armadas habían perdido el poder para siempre. Cámpora salió a un balcón de la casa de gobierno, sobre la Plaza de Mayo: el mismo blacón desde el cual Perón acostumbraba, en el pasado, hablarle a la multitud. Ésta 11

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que ahora se reunía en el mismo lugar –compuesta, en su mayoría, por jóvenes que no habían sido parte de aquellas antiguas concentraciones– deliraba y no prestó demasiada atención al discurso de circunstancias que Cámpora –un mal orador– pronunció aquella tarde. Exaltados por la victoria, los jóvenes exigían la libertad de los presos políticos, y no admitían que se hiciera excepción de los guerrilleros. Ese día, muchos salieron de la Plaza de Mayo para ir a gritar “¡Libertad!” a las puertas de la cárcel de Villa Devoto, en el noroeste de Buenos Aires. El 26 de mayo, unas 40.000 personas manifestaron frente a esa cárcel; dos jóvenes cayeron muertos, en un tiroteo entre manifestantes que pretendían tomar la prisión por asalto, y la guardia que debía impedirlo. Pero el mismo 26, Cámpora indultó a todos los presos políticos y el Senado aprobó una amnistía amplísima, que abarcaba a procesados y condenados por cualquier delito –incluso homicidio– que hubiere tenido un móvil político. La Ley de Amnistía, aprobada por ambas cámaras, no fue promulgada hasta el 26; para entonces, sin embargo, las puertas de las cárceles ya se habían abierto. Poco después, el Congreso derogó las leyes penales que había sancionado el gobierno militar; entre ellas, la que creaba tribunales especiales para juzgar a guerrilleros.

Socialismo nacional Los militares batiéndose en retirada, Dorticós y Allende en Buenos Aires, los guerrilleros en la calle, el Congreso derogando las leyes represivas… Muchos jóvenes creyeron estar comprobando que el “socialismo nacional” al que Perón se refería desde años atrás, era –como ellos imaginaban– una simbiosis de peronismo y marxismo. No obstante, una radio difundió por esos días una cinta, grabada en 1970 por un periodista que por entonces preparaba una biografía del Líder, antonomasia con la cual sus partidarios designaban a Perón. En la grabación –hecha en Puerta de Hierro, su residencia madrileña– el viejo caudillo decía: “…Así fui a parar en los años ’30 a Italia. Elegí Italia porque allí, indudablemente, se estaba produciendo un… digamos, un ensayo de un socialismo nuevo en el mundo. Hasta entonces el socialismo había sido el socialismo internacional, dogmático, marxista. Allí, en Italia, se estaba produciendo un socialismo sui generis, un socialismo nacional, un socialismo italiano, que era el fascismo. Ese mismo fenómeno se producía también en Alemania”.

[En 1975, EMI Odeón editó en Buenos Aires dos discos, bajo el título “Perón por Perón” (números 8099 y 8100), que recogían las conversaciones mantenidas por el mismo periodista con el caudillo, en España. En esos discos se incluía el párrafo citado. Pero los discos, no pudieron salir a la venta. Presiones de distintos tipos,

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forzaron a la casa grabadora a destruir casi todos los ejemplares. Quedó uno en el archivo de la empresa.] Ese testimonio grabado parecía indicar que, pese a la opinión de los jóvenes, José López Rega era un fiel intérprete de Perón. En su revista Las Bases, anunciada como “órgano oficial” del movimiento peronista, López había escrito que el socialismo nacional no era otra cosa que el nacional–socialismo. Los corresponsales extranjeros consultaron a Cámpora, pocos días antes de que éste asumiera la presidencia, sobre el sentido que debía darse a la expresión “socialismo nacional” usada por los peronistas. “Para el Frente Justicialista de Liberación”, respondió Cámpora, “la esencia de su doctrina es genuinamente nacional, popular y cristiana, y el Frente está decidido a aplicar, desde el gobierno, todas las medidas de socialización de la economía que sirvan para elevar la condición humana, en la medida en que respeten las esencias y aspiraciones del hombre argentino”. El galimatías poco aportó. La acepción peronista de “socialismo nacional” seguía siendo oscura y, por esos días, el vicepresidente de Cámpora –el “conservador popular” Vicente Solano Lima– enturbió más la cuestión al declarar a un semanario: “Socialismo nacional es lo mismo que Jacques Maritain llamaba, por ejemplo, democracia pluralista”. Sin embargo, Lima agregó inmediatamente algo revelador: “Con la expresión ‘socialismo nacional’ salimos al cruce a otra cosa: salimos al cruce al socialismo marxista. Entre lo que el socialismo nacional es, está lo que no es: socialismo marxista”. Así se inició el gobierno de Cámpora: bajo el signo de la ambigüedad. Cada sector interpretaba el peronismo a su manera. Los jóvenes izquierdistas lo veían como un movimiento que, en las cruentas luchas libradas para recuperar el poder usurpado a Perón en 1955 (cuando fue derrocado por las Fuerzas Armadas), había pasado del populismo al marxismo. Los antiguos funcionarios del movimiento, los dirigentes sindicales, la corte de Perón y –según se comprobaría más tarde– el propio Líder, tenían una idea distinta. Cámpora pareció, desde el principio, sensible a las presiones de los jóvenes izquierdistas. No sólo liberó a los guerrilleros:  El 28 de mayo, reanudó las relaciones diplomáticas de la Argentina con Cuba (rotas en 1962, como consecuencia de una decisión de la Organización de Estados Americanos, O.E.A.).  El 29, intervino todas las universidades del país y puso al frente de la más importante –la Universidad de Buenos Aires– a un marxista.  El 1° de junio estableció relaciones diplomáticas con Corea del Norte.  El 2, a través del Ministerio del Interior, ordenó la disolución del Departamento de Investigaciones Políticas Anti–Democráticas (DIPA) y la destrucción de sus archivos.  El 4, su ministro del Interior leyó ante oficiales de la Policía Federal un discurso en el que afirmó: “Nuestro orden es un orden revolucionario. Se respalda en el pueblo, cuyas luchas y movilizaciones expresa, no reprime”.

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Poco después, el propio presidente indicó a los militares que, luego de haber sido instrumento involuntario “de los sectores del privilegio y del imperialismo”, debían ahora comprender a “la juventud de la Patria”, a la cual el pueblo le había confiado “la vanguardia de su defensa”.

 El 14 de anunció la renacionalización de bancos que, durante el gobierno militar, habían pasado a manos extranjeras. Los montoneros (guerrilleros que lideraban el ala izquierda del peronismo) se mostraban discretamente satisfechos con la tendencia del gobierno. A diferencia del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP (una organización guerrillera habitualmente calificada de “trotzkista”, ajena al peronismo, la cual ya había comunicado, el 29 de mayo, que la lucha continuaba), los montoneros resolvieron bajar las armas. Sin embargo, pronto Cámpora tuvo que viajar a España, para volver de allá con Perón. A partir de ese momento, la izquierda empezaría a perder terreno. Que Cámpora fuera permeable a los reclamos de los jóvenes más exaltados, preocupaba a otros sectores del peronismo. También, claro está, a los no peronistas, que temían una “chilenización”. Los motines de presos comunes, que querían amnistía también para sus delitos (y que empezaron en Mendoza el 26 de mayo); las ocupaciones (a partir del 29 de mayo) de edificios públicos por parte del personal, que reclamaba sustitución de determinados jefes por razones ideológicas; la toma de fábricas por parte de obreros y empleados impacientes que aspiraban a inmediatas reivindicaciones; las “ocupaciones preventivas” por parte de derechistas que querían anticiparse a los ocupantes de izquierda; la invasión de viviendas no habilitadas, por parte de habitantes de “villas miseria”, iniciada el 30 de mayo, transmitía la sensación de un caos prematuro. La derecha peronista presionó ante Perón para que torciera ese rumbo. Por entonces, se decía que el Líder no quería ser presidente otra vez. Según versiones, recorrería Latinoamérica y otros países del tercer mundo, representando a la Argentina y afirmando sus pretensiones de liderar el bloque de no–alineados, sobre la base de haber sido “el primero” (hacia 1946) en sustentar la tesis de la “tercera posición”. Sin embargo, el 3 de junio López Rega anunció que Perón regresaría “definitivamente” al país el día 20. Entretanto, se sucedían los secuestros y las ocupaciones. El 14 de junio se alcanzó un récord: 180 establecimientos tomados en ese solo día. En el flamante gobierno, lo único que daba impresión de perdurable, era la política económica. El 6 de junio el Estado, la Confederación General del Trabajo (CGT, central única de trabajadores, dominada por el peronismo) y la CGE del Ministro Gelbard, firmaron un acta de compromiso que, a partir de entonces, pasaría a denominarse, pomposamente, acuerdo social (o pacto social). Obreros y empresarios acordaron, por ese instrumento, un aumento salarial, la congelación de ciertos precios, el aumento en las tarifas de los servicios públicos, un plan de viviendas y la suspensión de las paritarias

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(comisiones bipartitas que, anualmente, discutían la escala de sueldos y condiciones de trabajo en cada rama de la industria y el comercio; el régimen había sido creado por el peronismo, en su primer gobierno). Las dos centrales venían a constituir “la gran paritaria”, que tornaba “inútil” toda otra. Era el esquema que Perón venía adelantando en sus conversaciones privadas: una “concertación” entre el Estado, los obreros (representados por al CGT) y los empresarios (representados por la CGE), a los fines de asegurar cierta estabilidad económica y social.

Retorno definitivo de Perón

El 14 de junio, Cámpora viajó a España. Perón no lo esperó en el aeropuerto madrileño, ni asistió a los agasajos que el gobierno de Francisco Franco ofreció al presidente argentino. El 20, como estaba anunciado, Cámpora y diversas figuras de la política, el periodismo, el deporte, llegaron a Buenos Aires acompañando a Perón. El avión, que había sido fletado especialmente, debía aterrizar en el aeropuerto internacional de Ezeiza (vecino a la capital argentina), en cuyas adyacencias se había congregado una multitud que las estimaciones más prudentes fijan en 500.000 personas. Sin embargo, antes de que el avión llegara se produjo –frente al palco que iba a ocupar Perón– un tiroteo entre peronistas de izquierda y de derecha. Casi un centenar de personas (la cifra exacta nunca fue proporcionada) murió en el encuentro. Avisado por radio de lo que estaba ocurriendo en Ezeiza, Perón y sus acompañantes decidieron no bajar allí. El avión aterrizó en una base de la Fuerza Aérea, algunos kilómetros distante . Perón declaró que venía “en prenda de paz” y se instaló en una casa de Vicente López, en las afueras de Buenos Aires, donde Cámpora y parte de su gabinete lo visitaron al día siguiente. En un mensaje radiotelevisado, Perón dijo el mismo 21 que, a raíz de los sucesos de la víspera, la juventud estaba “cuestionada”. Acusó de la matanza a “infiltrados y extremistas” y advirtió: “Los que ingenuamente piensan que pueden copar nuestro movimiento, o tomar el poder, se equivocan”. Al acusar a los jóvenes (de izquierda), Perón tomaba partido por una de las dos versiones sobre el tiroteo: los izquierdistas sostuvieron que el enfrentamiento había sido provocado por grupos de derecha, situados en el palco de honor. Acusaron a esos grupos de haber disparado contra la multitud, así como de haber linchado a militantes de izquierda. Mientras en Buenos Aires se comentaba la matanza, el subsecretario de Relaciones Exteriores pronunciaba en Lima (Perú) un polémico discurso. Hablando ante la comisión especial de la Organización de Estados Americanos (OEA), que estudiaba la reestructuración del organismo, Jorge Vázquez (peronista de izquierda) sostuvo que no era admisible “continuar con un sistema de relaciones internacionales que sólo sirvió para proteger la penetración imperialista” y luego abogó por el reingreso de Cuba a la OEA. Asimismo, Vázquez deploró la existencia de bases (estadounidenses) en algunos países de Latinoamérica y denunció tanto la “coacción 15

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económica y financiera” como el “despojo ejercido por uno de los socios” (de la OEA; una clara alusión a los Estados Unidos) en perjuicio de toda América Latina. El 25 de junio, el Procurador General de la Nación, Enrique Bacigaluppo, emitió un dictamen oponiéndose a que el Estado se sometiera a la jurisdicción de los tribunales norteamericanos por las cuestiones que pudieran derivarse de un aval. Se trataba del aval otorgado por el gobierno anterior a Fabricaciones Militares (empresa del Ejército), por obligaciones contraídas con el Eximport y el First National Citi Bank of New York, de los Estados Unidos. Estos eran los últimos actos de la izquierda peronista en el gobierno. En Buenos Aires, ya se rumoreaba que Perón había vuelto para asumir el gobierno, acabando con los devaneos izquierdistas. El 19 de junio, pocas horas antes de que Perón se embarcase con destino a la Argentina, un periodista español –íntimo amigo del general– había publicado en Madrid un artículo que anticipaba las intenciones con las que Perón emprendía el retorno. Refiriéndose al lema que el peronismo había utilizado durante la campaña electoral (“Cámpora al gobierno, Perón al poder”), escribió el periodista: “No veo cumplirse este lema con el general Perón en su casa de Vicente López. Donde únicamente está el poder es en el Estado. El poder entre cortinas se llama solamente influencia. Ni Castro, ni Mao, ni Nixon, ni Brezhnev, mandan entre cortinas. No ha habido un solo dirigente histórico de nuestro mundo antiguo y contemporáneo que haya estado instalado en el poder desde su domicilio particular. Cuando se vuelve es para mandar, no para dar lecciones de filosofía”. Perón, efectivamente, no volvió para dar lecciones de filosofía, sino para acabar con una situación insostenible. Cámpora –era obvio– jamás habría alcanzado la presidencia por sí mismo. El mismo lo reconocía y, el 25 de mayo, hablando a la multitud congregada frente a la casa de gobierno, había admitido que él era, en definitiva, un intermediario; que esa multitud habría preferido ver en aquel balcón, no a él, sino a Perón. Había prometido ser fiel intérprete de su jefe, y sus antecedentes personales permitían creer que no era una vana promesa. Sin embargo, él era –según la acusación de la derecha peronista– débil ante la izquierda, la cual había conseguido una cuota de poder. Su gobierno, además, no inspiraba la confianza y el respeto necesarios: estaba subordinado a una instancia superior al gobierno mismo, y no tenía la plena aprobación de esa instancia suprema. El 24 de junio, Perón se entrevistó con el líder de la Unión Cívica Radical, principal partido de oposición. Balbín –un viejo antiperonista, que había sufrido cárcel durante el primer gobierno peronista (1946–1952)– exhibía en 1973 una actitud conciliadora. Entrado en la vejez, perdidas las esperanzas de llegar –luego de cuatro derrotas electorales– a la presidencia de la República, Balbín quería pasar a la historia, junto con Perón, como pacificador del país. La guerrilla, entre tanto, seguía golpeando. Por esos días, se produjo una ola de secuestros. Un marino, un ex diputado, un ejecutivo y un policía fueron asesinados a fines de junio.

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INTERINATO DE LASTIRI

Cae Cámpora Perón se reunió, el 4 de julio, con Cámpora y el gabinete nacional, en Vicente López. El día 10, fue el Comandante en Jefe del Ejército quien se trasladó al domicilio del líder. Era cada vez más notorio que el centro de gravedad no estaba en la “Casa Rosada” (de gobierno). El 11 de julio, el gremialista Victorio Calabró (vicegobernador de la Provincia de Buenos Aires) declaró: “Estando Perón en la Argentina, no puede ser Presidente sino él”. El 13 de julio, Cámpora comunicó al Congreso su renuncia y la del vicepresidente, Vicente Solano Lima. La Asamblea Legislativa aceptó esas dimisiones. Según la Constitución, corrrespondía que el vicepresidente del Senado asumiera la presidencia interina de la República. Sin embargo, la derecha peronista tenía ciertas reservas respecto del senador que ejercía la vicepresidencia de la cámara alta, y éste fue invitado a ausentarse del país. Eso permitió que la presidencia de la Nación quedara en manos del titular de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri, yerno de López Rega. La primera medida de Lastiri fue excluir del gabinete a los dos ministros que representaban a la izquierda peronista: Righi y Puig. Dos derechistas, Benito Llambí y Alberto Vignes, asumieron entonces las carteras de Interior y Relaciones Exteriores. Bacigaluppo, también sospechado de izquierdismo, fue separado de la Procuración General. La caída de Cámpora fue, desde un punto de vista, el fin natural de un proceso viciado en su origen. La estabilidad política se da cuando gobierno y poder efectivo residen en el mismo sitio. Al habilitar al peronismo (pero no a Perón), los militares habían dado lugar a una dualidad insostenible: el gobierno estaba en un lugar y el poder efectivo en otro. La caída de Cámpora resolvió la anomalía. Al mismo tiempo, esa caída representó –como lo dijo el mismo 13 de julio Raúl Alfonsín, el oponente de Balbín dentro de la UCR– “un golpe de la derecha”. Cámpora fue derrocado. Su renuncia fue la formalización de un golpe de estado (es decir, el acto por el cual el poder efectivo hace valer su supremacía sobre el poder formal) y fue, también, la derrota de una tendencia política que él había prohijado o, al menos, consentido. El gobierno provisional convocó el día 20 a nuevas elecciones presidenciales, a celebrarse el 23 de setiembre. Se descontaba que Perón sería el candidato del 17

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peronismo, y todas las conjeturas se centraban en el posible compañero de fórmula. La Juventud Peronista (que nucleaba a los montoneros y otros grupos peronistas de izquierda) aspiraba a que el candidato a vicepresidente fuera el propio Cámpora, pero nadie creía en esa posibilidad. Más verosímil parecía una fórmula de unión nacional, Perón–Balbín. El 21, López Rega anunció que él sería el “enlace entre Perón y la juventud”. Dos días después, la Juventud Peronista declaró que no aceptaba la mediación del ministro de Bienestar Social. Al cumplirse 21 años de la muerte de Eva Perón (segunda esposa del Líder, co– protagonista del ascenso del peronismo al poder en 1946), la Juventud Peronista realizó, el 26 de julio, una movilización general. En todo el país se oyó la consigna “Si Evita viviera sería montonera”. El 30, Perón fue a la CGT y se refirió allí al pleito entre la “presunta” burocracia sindical y “los troscos” (trotskistas), expresión con la cual descalificó a cierta juventud que se decía peronista. El General fue, sin embargo, benévolo con algunos sectores de esa juventud, a los que sólo acusó de “apresurados”. En esa oportunidad, Perón lanzó una consigna que –dijo– en la Grecia de Pericles se veía grabada en los frontispicios: “Todo en su medida y armoniosamente”. Entre tanto, la Corte Suprema de Justicia –renovada por completo en mayo, cuando renunciaron los jueces designados por el gobierno militar– resolvió, el 31, que determinados “royalties” constituían ganancias encubiertas. Eran aquellos que una filial argentina pagaba a su casa matriz en el extranjero. La Corte dispuso que tales erogaciones no podían deducirse de los balances impositivos de dicha filial. Los fallos del tribunal supremo (cuyos jueces, declarados inamovibles por la Constitución, no podían ser reemplazados), así como algunos aspectos de la política económica y ciertos actos del Comandante en Jefe del Ejército, serían –de allí en más– los únicos actos que la izquierda peronista juzgaría congruentes con su visión del peronismo. El mismo 31 de julio, se desató un escándalo al trascender el contenido de unos memorandos que Max Vince Krebs, encargado de negocios de la Embajada de los Estados Unidos, había hecho llegar a Lastiri. En tales memorandos, el diplomático norteamericano objetaba la política económica del ministro Gelbard y el “peruanismo” del Comandante en Jefe del Ejército. En esa época, el gobierno militar del Perú exhibía una actitud antinorteamericana y populista; Krebs juzgaba que en la Argentina, Carcagno representaba una tendencia similar. Ante la divulgación de los memorandos Krebs, Carcagno exigió el retiro de la misión militar permanente que los Estados Unidos mantenían en la Argentina. El 1º de agosto, Krebs presentó sus excusas a la Cancillería. El Comandante en Jefe del Ejército ya había tomado, a través de algunos de sus colaboradores, contacto con la Juventud Peronista; un contacto que culminaría con el Operativo Dorrego, durante el cual efectivos del ejército y militantes juveniles realizaron, en forma conjunta, tareas de reconstrucción en pueblos de la provincia de Buenos Aires que habían sido afectados por una inundación.

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La política económica Esa semana, el Congreso Nacional había comenzado a discutir una serie de proyectos de ley, enviados por el Ministerio de Hacienda y Finanzas. El “paquete de medidas” era el anticipado en el “acuerdo social”. Las principales iniciativas contenidas en ese “paquete” eran: – Impuesto a la renta potencial de la tierra.. El Estado fijaría, de acuerdo con estadísticas previas y cálculos de expertos, la renta presunta que debía dar cada predio, debidamente explotado. Si su explotación arrojaba una renta inferior, el dueño sería sancionado con un impuesto progresivo, destinado a castigar la ineficiencia. – Expropiación de tierras ociosas. Las tierras cultivables no explotadas, quedarían sujetas a expropiación por parte del Estado. Este abonaría las respectivas indemnizaciones con bonos, y a largo plazo. – Suspensión de los desalojos rurales. Los arrendatarios de predios rurales se verían protegidos, por un tiempo, contra todo intento de desalojo judicial. Los inversionistas en tierras cultivables, que las hubieren dado en arriendo a productores no propietarios, deberían soportar así la prórroga legal de los arrendamientos y la no actualización de los cánones, sin poder recurrir al desalojo. – Nacionalización de las exportaciones de granos y carnes. Los productores de cereales y carnes deberían vender su producción al Estado, y éste se encargaría de su colocación en el exterior. La idea era impedir la fuga de divisas (producida por la sub–facturación, en las exportaciones realizadas por las grandes corporaciones privadas) y permitir la negociación de Estado a Estado, particularmente con los países socialistas. La medida propuesta equivalía a estatizar buena parte del comercio externo de la Argentina, ya que cereales y carnes representaban 52 por ciento de las exportaciones anuales del país. La Argentina, pese a su desarrollo industrial interno, seguía siendo un país agro–exportador, como lo demuestra el siguiente cuadro: a) Principales exportaciones (año 1971): 1. Maíz. 2. Carne vacuna. 3. Preparados de carnes. 4. Sorgo granífero. 5. Trigo. 6. Manzanas y peras. 7. Residuos de molienda de grano.

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8. Aceite de lino. 9. Pieles y cueros crudos. 10. Cueros vacunos curtidos. 11. Lanas sucias. 12. Carne equina. 13. Lanas lavadas. 14. Máquinas de calcular. 15. Preparados de legumbres, frutas y hortalizas. 16. Animales vivos. 17. Extracto de quebracho. 18. Aceite de maní. 19. Azúcar de caña. 20. Extractos y jugos de carne.

Exportación total: 1.740 millones de dólares. b) Principales importaciones (año 1971): 1. Hierro en lingotes. 2. Petróleo crudo. 3. Papel para diarios. 4. Cobre electrolítico. 5. Hierro en chapas. 6. Madera de pino blanco. 7. Aluminio. 8. Café en grano. 9. Pasta de madera para papel. 10. Mineral de hierro. 11. Algodón en rama. 12. Carbón. 13. Hojalata. 14. Arpillera. 15. Acero en barra. 16. Antioxidantes y aditivos. 17. Caucho natural. 18. Aminoácidos y afines. 19. Caucho sintético. 20. Carbonatos y percarbonatos.

Importación total: 1.868 millones de dólares.

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– Represión penal de la evasión impositiva. Se tipificaba la evasión como delito, sancionado con prisión. Se creaba, asimismo, la “cédula impositiva”, que sería otorgada anualmente por el ente recaudador a cada contribuyente que presentara su declaración de impuestos. La “cédula impositiva” sería indispensable para realizar transacciones inmobiliarias, constituir sociedades y salir del país. El propósito era tener bajo control a los sectores de ingresos no fijos (profesionales, empresarios), que hasta entonces tenían facilidades para evadir. –Corporación de Empresas del Estado. Diseñada a semejanza del I.R.I. italiano, su función sería la de coordinar las actividades de las empresas estatales. En la Argentina el Estado tenía el monopolio del petróleo, el gas y varios servicios públicos. Asimismo, había empresas estatales operando en siderurgia, electricidad, construcciones navales y un sinnúmero de actividades. –Nacionalización de los depósitos bancarios. El Banco Central dispondría de los depósitos de todos los bancos, y fijaría su destino. De este modo, el Estado –sin nacionalizar los bancos privados– se aseguraría el manejo del crédito, evitando el reciclaje de fondos practicado por los grandes bancos particulares (en su mayoría extranjeros), que acaparaban las cuentas de las empresas multinacionales y canalizaban hacia ellas mismas los mayores créditos. –Inversiones extranjeras. El nuevo régimen de inversiones extranjeras sería similar al vigente en los países del Pacto Andino: prohibición de adquirir empresas ya constituidas, de capital nacional; exclusión de los capitales extranjeros en determinadas áreas (servicios públicos, bancos, seguros, transportes, medios de comunicación social); límites a la transferencia de utilidades, la repatriación de capital y el endeudamiento externo; prohibición de efectuar pagos a las casas matrices; imposibilidad de obtener avales del Estado; nulidad de las cláusulas que establecieran, para las cuestiones judiciales, una jurisdicción que no fuera la de los tribunales argentinos; y otras restricciones. Se creaba, asimismo, un registro de agentes extranjeros, en el que debían inscribirse todos quienes dirigieran, representaran o asesorasen a empresas extranjeras.

Perón–Perón Mientras los legisladores discutían el “paquete” de medidas económicas, que –pese a las críticas de la izquierda ortodoxa, para la cual eran muy “débiles” y apenas “reformistas”– alarmaban a los sectores más conservadores de la sociedad argentina, en el seno del peronismo continuaba el avance de la derecha. Perón ratificó el 2 de agosto –ante los gobernadores de provincia– sus pocas simpatías por los “apresurados” y, si bien dijo que el suyo era un “movimiento de izquierda”, aclaró que no se trataba de “una izquierda marxista ni anárquica”. Advirtió, asimismo, que aplicaría todo el rigor de las leyes a la “ultraizquierda”, a la

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cual –dijo– “tampoco le temeríamos fuera de la ley”, terreno en el cual prefería no incursionar porque reprimir ilegalmente no era “lo más correcto”. El mismo día, López Rega anunció que uno de sus más íntimos colaboradores –y cabeza de la derechista Juventud Sindical Peronista (JSP)– sería el nuevo nexo entre la Juventud Peronista y el Líder. Al día siguiente, Perón se reunió con los representantes de los principales partidos políticos. El 4 fue proclamada la fórmula Juan Domingo Perón–María Estela Martínez de Perón (esposa del Líder, más conocida como Isabel). La izquierda no participó del congreso que, por unanimidad, consagró esa fórmula, Perón–Perón. El mismo día, Isabel aceptó su nominación a la vicepresidencia, y anunció que su marido se tomaría algunos días para decidir si aceptaba o no; pero adelantó que, en definitiva, “Perón hará lo que el pueblo quiera”. El 6, el Ministro de Hacienda y Finanzas anunció que el gobierno había otorgado a Cuba un crédito de 200 millones de dólares para la adquisición de tractores, camiones y maquinaria agrícola. La Argentina comenzaba así a romper el bloqueo que la Organización de Estados Americanos (con la abstención de seis países, entre los cuales estaba la propia Argentina, gobernada entonces por Arturo Frondizi) había impuesto a Cuba en 1962. El bloqueo había sido respetado, salvo por México, por todas las naciones americanas, incluida la Argentina. El mismo 6 de agosto, el Subsecretario de Relaciones Económicas Internacionales anunció que la Argentina estudiaba su incorporación al Pacto Andino. La posibilidad encerraba, además del económico, un valor político: en caso de ser admitida, la Argentina –por su propio peso– se convertiría en líder de un grupo de naciones en el cual figuraban Chile (gobernado por la Unidad Popular, con Salvador Allende), Perú (que llevaba adelante una revolución, conducida por militares de izquierda) y Venezuela (una democracia dominada entonces por el social– cristianismo), todos opuestos a Brasil, al cual Richard Nixon y su canciller, Henry Kissinger, habían elegido como el “delfín” de los Estados Unidos en América del Sur: “potencia emergente”, lo había llamado Kissinger. El 10 de agosto, el presidente provisional, su gabinete en pleno y los Comandantes en Jefe de las tres armas, se trasladaron a la Antártida, para hacer un acto de reafirmación de soberanía. La Argentina reclama para sí una porción de ese continente, donde tiene instaladas varias bases militares. En una de ellas, situada 3.200 kilómetros al sur de Buenos Aires, Lastiri –el primer Jefe de Estado en hacerlo– estableció, por cinco horas, su gobierno. Perón anunció, el día 11, que aceptaba la candidatura presidencial. Cuarenta y ocho horas después, la Unión Cívica Radical lanzó su propia fórmula: Balbín era acompañado por el joven senador Fernando de La Rúa (35 años), triunfador en los comicios del 15 de abril. El 18 de agosto, el diario La Opinión publicó una entrevista con Balbín, en la que éste desmentía que se estuviera gestando un acuerdo para consagrar la fórmula Perón–Balbín: “Había que cubrir la caída de Cámpora con algo, y creo que la cubrieron con eso”.

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La fórmula Perón–Perón recibió el apoyo de varios partidos menores, entre ellos el Comunista, que no había adherido a la fórmula Cámpora–Solano Lima, pero que – luego del Congreso celebrado a partir del 20 de agosto– decidió “acompañar a las masas” esta vez. También el desarrollismo –liderado por el ex presidente Frondizi– se plegó a la fórmula peronista. En este caso, no era novedad: Frondizi había ganado las elecciones presidenciales de 1958 con el voto peronista (impedido de ungir a candidatos propios); luego, el desarrollismo se había aliado a los peronistas en todas las elecciones presidenciales: 1963, marzo de 1973 y, ahora, septiembre del mismo año. Sin embargo, los desarrollistas, cuyas principales inquietudes están referidas a lo económico, tenían fuertes disidencias con el ministro Gelbard. Adherían a Perón con la esperanza de imponer, en última instancia, sus propias recetas: inversiones extranjeras para lograr el autoabastecimiento petrolero y el desarrollo a ultranza de la industria pesada. Perón sostuvo, el 19 de agosto, que la Argentina no podía lanzarse “a un desarrollo desconsiderado e irracional” y debía, en cambio, procurar una expansión moderada, “proporcional a nuestras posibilidades y nuestras necesidades”, teniendo siempre en cuenta que “el fin de la riqueza no es la explotación ni la soberbia, sino servir socialmente a los pueblos”. Eso no le enajenó el apoyo desarrollista, del mismo modo que el maccarthismo creciente de su partido no lo privó de los votos comunistas y otros grupos de izquierda. Eran muchos quienes querían ganar con Perón y ver después cómo influían en el gobierno. El 21, Gelbard asumió la cartera de Economía, creada por una nueva ley de ministerios –promulgada cinco días antes– que había fortalecido y rebautizado al Ministerio de Hacienda y Finanzas. Ese mismo día, el pleito de la Juventud Peronista con su Líder se hizo, por primera vez, manifiesto. Una publicación del sector juvenil recordó que, en 1951, cuando el peronismo intentara consagrar a Eva Perón como candidata a vicepresidente de la República, Perón había dicho: “No puede ser un matrimonio la fórmula presidencial”. Otra publicación insinuó que la elección de Isabel había sido, para Perón, un modo de demostrar y demostrarse que el liderazgo femenino, encarnado por Eva, había sido apenas un accesorio del liderazgo principal, ejercido por él mismo. Perón –sostenía– sentía que el mito de su difunta segunda esposa, competía con su propio mito. Para conmemorar el primer aniversario de un trágico episodio (la muerte de 16 guerrilleros que, al parecer, fueron fusilados ilegalmente en la prisión donde estaban alojados) la juventud peronista realizó, el 22 de agosto, un acto en un estadio de fútbol. Unas 30.000 personas escucharon al líder montonero, Mario Eduardo Firmenich, decir que la candidatura de Isabel “no es lo más representativo de estos dieciocho años de lucha” (iniciados con el derrocamiento de Perón, en 1955). Esa candidatura “nos desconcertó”, dijo Firmenich, pero aclaró: “De todos modos, el objetivo es Perón presidente”. Propuso organizar “los barrios, manzana por manzana”, para que, cuando alguien intentara dar otro “zarpazo”, encontrara al pueblo “organizado y pertrechado para resistir ahí”. 23

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El 31 de agosto, se realizó en la CGT un acto en “defensa del pacto social” y adhesión a la candidatura de Perón. No obstante versiones previas, según las cuales la Juventud Peronista estaría ausente, los dirigentes juveniles resolvieron ir para demostrarle al Líder –quien presidiría la concentración, desde un balcón– que la izquierda peronista movilizaba más gente que la “burocracia sindical”. Según testimonios objetivos, lo lograron: los jóvenes que desfilaron frente a Perón – cantando consignas ahogadas por un estridente altavoz– superaron en número a las columnas obreras que obedecieron al llamado de los gremialistas. El 2 de septiembre, López Rega viajó a Argel “de licencia”: iba a estar ausente durante el proceso electoral que culminaría el 23, y corrían versiones sobre su alejamiento definitivo. El 4, reporteado por un canal de televisión, Perón declaró que, después de él, debía venir “una institución”. La otra alternativa era –dijo– “una disociación peligrosa, que es lo que tenemos que evitar”. El mismo día, la Corte Suprema de Justicia declaró que las distintas empresas de un holding debían responder por la quiebra de un frigorífico que integraba ese conjunto económico. La Corte sentó así un criterio muy resistido por las corporaciones: que la realidad económica debe prevalecer sobre la ficción jurídica y, por lo tanto, un holding –aun cuando las compañías que lo forman sean, jurídicamente, independientes– debe ser considerado por los jueces como una unidad. En Caracas (Venezuela), al día siguiente, Carcagno daría nuevo aliento a los jóvenes deseosos de comprobar que no todo estaba perdido. Hablando ante sus pares del continente, en una Conferencia de Ejércitos Americanos, el Comandante en Jefe abogó por un nuevo sistema interamericano de defensa, afirmando que el vigente había sido diseñado para servir los intereses de los Estados Unidos. El 6, un grupo guerrillero copó una dependencia militar y dio muerte a un oficial. La ultraizquierda seguía presionando, al mismo tiempo que los sectores conservadores protestaban por actos tales como la sanción de la Corte al holding – reafirmada por una intervención a todas sus empresas, que se decretó el día 6– o el crédito otorgado a Cuba. Álvaro Alsogaray, ex ministro de Economía y líder de un minoritario partido conservador, salió esa semana a criticar con dureza la sospechosa generosidad con que, a su juicio, el gobierno había obsequiado a Fidel Castro. Sostuvo que la Argentina no estaba en condiciones de ser país prestamista, y que algunas de las ventas formalizadas se habían pactado a precios inferiores a los internacionales. El 11 de setiembre, el diario Clarín apareció con tres solicitadas incendiarias, firmadas por un grupo guerrillero que mantenía cautivo a un alto funcionario del diario y amenazaba con matarlo si no se publicaban esas solicitadas. Ese mismo día, un grupo de derecha –según el cual el diario no debió haber transigido– provocó un incendio en la sede de la empresa editora. En Santiago de Chile, mientras tanto, caía el gobierno de la Unidad Popular y –luego de bombardeada la sede de gobierno– Salvador Allende se suicidaba o era asesinado. El trágico fin de Allende –interpretado por Perón como una consecuencia natural de los “apresuramientos” en que habían incurrido el extinto presidente y, sobre

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todo, las exaltadas juventudes que lo apoyaban– vendría a reforzar las prevenciones de Perón respecto de la izquierda impaciente que tenía en su propio movimiento. El 15, ante dirigentes juveniles, Perón hizo la mejor síntesis de su conducta política: “Yo hago aquí de Padre Eterno. La misión mía es la de aglutinar el mayor número de gente posible… No soy juez ni estoy para dar la razón a nadie. Yo estoy para llevar a todos, buenos y malos, porque si quiero llevar sólo a los buenos voy a quedar con muy poquitos, y en política con muy poquitos no se puede hacer mucho… Muchas veces llega un tipo al que le daría una patada y le tengo que dar un abrazo. Pero la política es así: es un juego de utilidad, tolerancia y paciencia”.

Pronto, sin embargo, demostraría que su paciencia tenía límites. Balbín, por su parte, se plegaba a la lucha contra la izquierda peronista. En una entrevista radial, difundida el 19 de setiembre, dijo –comentando el fin de Allende– que, en situaciones como las vividas por Chile, “lo que hay que hacer es fortalecer al hombre que está haciendo la gran tarea, para que los agazapados no lo alcancen”. Claro que el líder radical no perdió la oportunidad de recordarle a Perón el aliento dado en otras épocas a esos “agazapados” que ahora lo asediaban. “Se equivocaron cuando no tuvieron el coraje de condenar la violencia y la subversión. Aquí, al pie de la tribuna del radicalismo, nunca hubo jóvenes armados”, dijo en un acto de su campaña, que cerró el día 20.

GOBIERNO DE PERÓN

Perón Presidente Perón–Perón, 61,85 por ciento de los votos; Balbín– De la Rúa, 24,42. Ese fue el resultado de la elección celebrada el 23 de septiembre. Perón había sido plebiscitado. Al día siguiente, un decreto de Lastiri declaró ilegal al ERP, y prohibió la publicación de cualquier texto o declaración emanada de esa organización guerrillera. Ese mismo día, López Rega reasumió el Ministerio de Bienestar Social, frustrando las esperanzas –alentadas por muchos– de que su licencia se perpetuara. El 25, a sólo cuarenta y ocho horas del triunfo de Perón, fue asesinado el jefe de la CGT, José Ignacio Rucci. Estaba amenazado por la izquierda peronista, que solía entonar en sus actos la consigna: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor” [Augusto Timoteo Vandor, el más prominente líder sindical que dio el peronismo, había sido asesinado en 1969 por los montoneros]. El asesinato de Rucci enardeció a Perón. El 1º de octubre, durante una reunión del presidente electo con los gobernadores de provincia, fue leída una “orden reservada” del Comando Superior Peronista que mandaba a impedir “por cualquier 25

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medio”, la participación de los “marxistas infiltrados” en actos y actividades del peronismo. La orden establecía, además, que se organizaría “un sistema de inteligencia al servicio de esta lucha”. Todo peronista debía “definirse públicamente contra el marxismo, y luchar contra él”. El Consejo Superior advertía que no se admitiría publicación alguna que afectara “a cualquiera de nuestros dirigentes” y establecía la infalibilidad de Perón: sus directivas debían ser “acatadas, difundidas y sostenidas, sin vacilaciones ni discusiones de ninguna clase”. Esa “orden reservada” iba a hacerse pública, por decisión del propio Comando Superior peronista, la noche del 12 de octubre, horas después de que Perón asumiera por tercera vez la Presidencia de la República. Luciendo su uniforme de teniente general, el Líder volvió ese día al balcón desde el que tantas veces había arengado a las masas. La última vez había sido el 31 de agosto de 1955, cuando –jaqueado por los militares que pocos días después lo derrocarían– amenazara, encrespado: “Cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos”. Ahora, volvía “descarnado”, “amortizado”, como “prenda de paz” (expresiones que usó varias veces desde su retorno al país), pero debía enfrentarse a una situación tan violenta como aquellas palabras pronunciadas casi dos décadas antes. Una prueba: debió hablar protegido por un vidrio blindado, instalado al frente del balcón. Sin embargo, volver a ese escenario, a los 78 años, con el uniforme de teniente general y la banda de presidente, debió parecerle –después de 18 años de destierro y denuestos que le auguraban la muerte en el extranjero– un acontecimiento casi mágico. “¡Compañeros!”, gritó, y la multitud estalló al oír esa típica invocación. Luego, confesó: “Hay circunstancias en la vida de los hombres en las cuales uno se siente muy cerca de la Providencia”. Era lo que le ocurría a él mismo. Por un momento, el país olvidó todo –hasta la latente guerra civil que estaba viviendo– y, se emocionó al contemplar el inesperado capítulo que se abría en la vida de aquel hombre. Perón aceptó, sin beneficio de inventario, el gabinete de Lastiri. Gelbard (resistido por diversos grupos económicos) seguiría gobernando la Economía. López Rega (el enemigo de la Juventud Peronista) retendría el ministerio de Bienestar Social y sería, además, secretario privado del Presidente. La Secretaría General de la Presidencia le fue confiada al ex vicepresidente Vicente Solano Lima, quien sería, también, rector de la Universidad de Buenos Aires, donde el ciclo de la izquierda había terminado. Cámpora obtuvo un “exilio de lujo” al ser designado Embajador en México. 17 de octubre: ésta era la principal efemérides del peronismo. Tal día, en 1945, una gigantesca manifestación popular había forzado a que el entonces coronel Perón – preso en una isla por disidencias con sus superiores, que ejercían el gobierno de facto– fuera puesto en libertad. Perón, que había ganado popularidad como Secretario de Trabajo y Previsión del gobierno militar que imperaba desde 1943, se insinuaba ya como líder de masas y aquel día presidió una gran concentración, primer hito de su marcha hacia la presidencia, finalmente conquistada en las urnas en 1946. Perón decidió, en 1973, no festejar el 17 de octubre. La Juventud Peronista, sin embargo, organizó en Córdoba (la segunda ciudad del país, escenario de los disturbios de 1969) un acto al que asistieron 15.000 personas. Firmenich reivindicó 26

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allí, como uno de los méritos de los montoneros –por él dirigidos—el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu [en venganza por el fusilamiento, en 1956, de militares y civiles peronistas que se habían alzado contra el gobierno de facto presidido por Aramburu: uno de los oficiales que derrocaran a Perón en 1955]. En el acto de Córdoba, el jefe montonero auspició la “depuración” del peronismo, del cual había que eliminar a los “agentes de los yanquis” y a “todos aquellos que no representen a los trabajadores”. “Utilizaremos las armas” si insisten en agredirnos y golpearnos “donde menos lo esperen y donde más les duela”, amenazó Firmenich. El 18 de octubre, la Corte Suprema de Justicia dictó un nuevo fallo desfavorable a las empresas multinacionales. En este caso, se trataba de una corporación que – apoyándose en la tesis de la propia Corte, según la cual nadie podía contratar consigo mismo– pidió que el Estado le devolviera lo pagado durante años en concepto de impuesto a las ventas por transacciones entre dos filiales que en la realidad, eran partes de un mismo conjunto económico. El tribunal resolvió que, para tener derecho al reclamo, la corporación debía reajustar todas sus obligaciones impositivas a la realidad económica invocada; y no sólo la relativa al impuesto cor respecto al cual el reajuste le resultaba ventajoso. Asimismo, la Corte subrayó que, para solicitar la devolución de impuestos, era imprescindible probar que su pago había ocasionado un daño al contribuyente, lo cual no era por fuerza en este caso, dado que el impuesto a las ventas era trasladable a los precios. Los sindicatos no estaban todos en manos de la llamada “burocracia sindical”. La rama obrera de la Juventud Peronista (Juventud Trabajadora Peronista, JTP) había logrado control o influencia en algunos gremios. Uno de ellos –que agrupaba a empleados de una empresa estatal– difundió, en esos días de octubre, un proyecto de “control obrero”. Estaba destinado a “garantizar la transición al socialismo” implementando “un sistema de planificación centralizada”, bajo la supervisión de los obreros en cada fábrica. El sistema impediría –según el sindicato– el boicot que, sin duda, los capitalistas iban a organizar en contra del proceso de socialización. El 20 de octubre, se transmitió por televisión una extensa entrevista a Perón. Se habló de la guerrilla, y Perón cometió un error que repetiría más tarde. Sostuvo que el ERP era dirigido desde París por la Cuarta Internacional, cuyo “agente para Latinoamérica” sería “Posadas”. En verdad, el ERP había sido creado en 1970 como brazo armado de un pequeño partido que pertenecía, sí, a la Cuarta Internacional (fundada en 1938 por Trotsky; dirigida ahora por Ernest Mandel y otros, desde París). Sin embargo, hacia 1972 el ERP se había alejado de la Cuarta Internacional, sosteniendo que su dirección no comprendía los problemas argentinos. Los dirigentes europeos, a su vez, acusaban a la guerrilla de no haber logrado la captación de las masas. Además, el mencionado “Posadas” no pertenecía a la Cuarta Internacional, sino que había formado su propia “Cuarta Internacional Posadista”, un grupúsculo que era enemigo del ERP y acusaba a los guerrilleros de ser un instrumento de la CIA. Por el contrario, “Posadas” defendía al “Gobierno Popular” (peronista) de las “acciones asesinas” de la guerrilla.

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¿Perón cercado? El Congreso Nacional incurrió, el 25 de octubre, en lo que se consideró un caso de “contrabando legislativo”. Disimulada en una ley modificatoria del Presupuesto nacional vigente, introdujo una autorización para que el Estado otorgara avales a particulares y se sometiera a la jurisdicción de los tribunales extranjeros en las controversias que surgieran con los beneficiarios de tales garantías. Se estableció, de ese modo, un principio contrario al incluido en la ley de inversiones extranjeras y al dictamen del ex procurador Bacigaluppo. La norma sancionada por el Parlamento había sido solicitada –en un acto inconsecuente con su política– por el Ministerio de Economía. Perón, mientras tanto, precisaba –el mismo 25, en la sede de la CGT– el tope que pondría a las reivindicaciones obreras: lograr que el producto bruto interno fuera repartido por partes iguales entre empresarios y asalariados. En 1955, recordó Perón, se había llegado a que los trabajadores recibieran 47,6 por ciento del producto bruto interno; pero, después de dieciocho años de gobiernos distintos del peronismo, aquel porcentaje había descendido a 33 por ciento. Desde luego, entre socializar la economía y mejorar la participación de los obreros en la renta nacional, había una gran distancia. La izquierda peronista, sin embargo, interpretaba ésta y otras definiciones de Perón (en particular, su hostigamiento a los “apresurados” y su firme defensa del Pacto Social) como índices de que el anciano líder estaba “cercado” por los empresarios, por la “burocracia sindical” y por un grupo de cortesanos –entre ellos, su propia esposa y López Rega– que lo aislaban del pueblo. La consigna era “romper el cerco”. El 8 de noviembre, Perón trató de desbaratar la hipótesis del cercamiento. Demostró que era él mismo quien se oponía a la izquierda de su Movimiento. Recordó que, para destruir al peronismo, se habían ensayado –sin éxito– todos los métodos. Ahora, recalcó, había “un nuevo procedimiento: el de la infiltración”. No había calado en los sindicatos por “el gran sentido de responsabilidad de sus dirigentes y la férrea organización”. Por eso, había quienes atacaban a los gremialistas. Perón se sentía tan identificado con la posición de éstos que –sostuvo– esos ataques eran, en verdad, contra él mismo: “Yo sé que, cuando atacan a un dirigente, se lo dicen a él, pero me lo mandan a decir a mí”. También el 8, Perón designó un nuevo Consejo Superior peronista, compuesto sin excepciónpor representantes de la derecha, y sancionó las “normas de institucionalización” del Movimiento. Este era dividido en cuatro ramas –política, femenina, gremial y juvenil– pero la juvenil no tendría carácter nacional sino que se organizaría por distritos, sobre la base de las agrupaciones que el respectivo delegado del Consejo Superior reconociera, y a razón de un representante por cada agrupación, cualquiera fuese la envergadura de ésta. Ese fue un día de anuncios. “También sé que hay conspiración dentro del país. Tampoco la tememos… Es necesario alertar al pueblo y decirle que esté tranquilo. Si lo hacemos, no hay conspiración que pueda vencer, ya que a la larga es el pueblo el que vence”.

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El 10 de noviembre, Perón visitó una base naval y, allí, reunió a la oficialidad para insistir en la necesidad de “realizar una unidad firme y decidida de todos los argentinos” para enfrentar “los problemas, las asechanzas y los peligros” del “futuro inmediato”. “Tenemos que unirnos”, dijo, para desterrar “esos brotes anticonstitucionales que todos los días están surgiendo, no por culpa nuestra sino por infiltraciones extrañas que tratan de meternos el virus de la descomposición”. Tres días más tarde, también reunió Perón a los dirigentes de 29 partidos políticos, junto a representantes de la CGT y la CGE, para decirles: “En el continente ha habido numerosos golpes militares a los que los políticos, indudablemente, les hemos dado en cierta medida posibilidad de éxito”. Instó a que eso no se repitiera en la Argentina, y reiteró la necesidad de “defender el sistema”. El 16, el Jefe de Estado se reunió con oficiales superiores del Ejército, en el Estado Mayor del arma. No se informó sobre lo tratado, pero a la semana siguiente fue Balbín quien habló (en una entrevista publicada el día 21) sobre la eventualidad de un golpe. “Ese golpe ambula en ámbitos juveniles, recoge allí su justificación”, sostuvo el jefe radical. Nadie creía que hubiera una conspiración en marcha, destinada a tumbar a Perón. Sin embargo, era verosímil que alguien estuviera realizando aprestos para “llenar el vacío”, si Perón moría. Las versiones sobre la salud del Líder eran inquietantes. Ya sus médicos habían opinado, antes de que Perón aceptase la candidatura, que debía “ajustar su actividad a su edad” (entonces 77 años; cumplió 78 el 8 de octubre) y “a la dolencia sufrida” en junio, antes de emprender su regreso definitivo al país: una dolencia de cuyo diagnóstico nunca se tuvo noticia oficial pero que había requerido la atención de cardiólogos. Perón se enfermó el 21. Un parte médico anunció el “reagudizamiento” de una “afección bronquial”, y enseguida comenzaron a circular rumores sobre la inminente muerte del caudillo. Sin embargo, a los pocos días Perón estaba otra vez en pie.

Sale Carcagno La enfermedad debió permitirle nuevas reflexiones sobre la posible conspiración, ya que el 18 de diciembre sustituyó a Carcagno por un nuevo Comandante General (designación que se les dio, a partir del 3 de octubre, a los Comandantes en Jefe): Leandro Enrique Anaya fue el elegido. Antes, Perón había dado instrucciones a los senadores peronistas para que negasen el acuerdo del Senado –constitucionalmente imprescindible– para convertir en general al coronel Juan Jaime Cesio, asesor político de Carcagno y artífice del acuerdo con la Juventud Peronista que fructificó en el Operativo Dorrego. Con la remoción de Carcagno y su reemplazo por Anaya –un general reposado, hijo de otro oficial que había sido compañero del propio Perón– el Líder se aseguró que el Ejército se quedara sin caudillo político.

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El Plan Trienal ¿Qué sucedía, en tanto, con la economía argentina? Ya sabemos cuáles eran los moderados objetivos que perseguía el gobierno, reiterados ese último mes del año por Perón. El día 10 –al anunciar que ya la participación de los asalariados en el reparto del producto bruto interno se había elevado a 42 por ciento– había reafirmado la meta: “que la riqueza sea distribuida con justicia, fifty–fifty”. Una revista, crítica del gobierno, ironizó: “la mitad para 5.000.000 de obreros y la otra mitad para medio millón de empresarios”. El 14, hablando otra vez en la CGT, Perón sostuvo que “lo inteligente y lo lógico es que cada uno pueda ganar más sin perjudicar a nadie”, y censuró a quienes “quieren lola, por la lola nada más” [es decir, a aquéllos que se rebelaban por el placer de rebelarse]. Perón se mostraba conforme con la política económica, en particular con la reducción de la tasa inflacionaria: si bien no se había alcanzado la “inflación cero” a la que, con cierta ligereza, había aludido él mismo, las estadísticas oficiales mostraban que se había bajado de 80 a 50 por ciento anual. Sin embargo, había problemas. El más notorio era el desabastecimiento de algunos productos. Los productores pecuarios retenían animales, ciertas industrias mermaban su producción y los mayoristas acaparaban mercaderías. Esperaban que, presionado por la escasez, el gobierno liberara los precios, a los cuales les había puesto topes. Las autoridades insistían en atribuir las dificultades de abasto a la vigorización de la demanda interna (producida por el incremento del salario real que se había operado al aumentar los sueldos y congelar precios), pero el mayor consumo era, en todo caso, sólo un factor adicional y no la causa única de las insuficiencias registradas en el abastecimiento. Por otra parte, el mercado europeo de carnes estaba cerrado (en virtud de medidas proteccionistas de la Comunidad Económica Europea) y eso le creaba, a la Argentina, dificultades para colocar el producto al cual le debía, en situaciones normales, 25 por ciento de las divisas entradas por año. Para agravar la situación, ese año se había producido la guerra del petróleo, y el precio internacional del combustible se había multiplicado. Eso iba a encarecer, tanto las importaciones del petróleo mismo (producto que la Argentina había vuelto a importar en cantidades significativas, luego del autoabastecimiento alcanzado en 1962) sino el de todos los productos industriales y bienes intermedios que el país necesitaba comprar en el exterior. El equipo económico, por último, era motivo de ataques políticos. Los sectores agropecuarios lo acusaban poco menos que de marxista, por haber auspiciado la ley de impuesto a la renta potencial (cuya aplicación fue diferida, en virtud de las presiones, para 1975) y otras medidas “confiscatorias”, como la expropiación de tierras ociosas. Dentro del peronismo, había (si bien no en la cúpula gremial) 30

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resistencia de los trabajadores al Pacto Social, por la congelación de salarios y la suspensión de las paritarias; lo cual había sido, ya, causa de numerosas huelgas. También la Juventud Peronista, que apoyaba la política económica internacional, estaba enfrentada al Pacto Social. Un aliado del peronismo, el desarrollismo, era más extremo y cuestionaba toda la conducción económica. No obstante, Perón estaba resuelto a mantenerla. El 21 de diciembre, se hizo la presentación del Plan Trienal 1974–1977 [ El mandato de Perón terminaba en 1977; Lanusse había modificado la Constitución, reduciendo reduciendo el período presidencial de seis a cuatro años]. “Este plan no se limita a lo que habitualmente se conoce como un plan de desarrollo. No podríamos incurrir en el pecado desarrollista de lograr records que se agotan en sí mismos”, dijo Perón ese día. El plan en cuestión preveía el crecimiento del producto bruto interno a razón de 7,5 por ciento anual, pero no estaba demasiado claro cómo se lograría esa meta. “Este es un plan de reconstrucción. La Argentina sufrió una de las peores formas de destrucción: el sojuzgamiento y el estancamiento. Ahora, debe reconstruirse lo destruido”. Así, de manera retórica, se iniciaba el prólogo a la edición oficial del plan. “Este es el plan del pueblo”, remataba. El Congreso lo aprobó enseguida. Los economistas, lo examinaron con desconfianzas. Los redactores de ese plan no habían previsto, para todo el período 1974–1977, sino un ingreso de 225 millones de dólares en concepto de inversiones extranjeras. Esperaban préstamos por 346 millones, créditos de proveedores por 2.284 millones y “otras entradas previsibles” por unos hipotéticos 1.750 millones. Era evidente que sus mayores expectativas estaban puestas en el comercio externo. Suponían que el país duplicaría sus exportaciones de trigo y carne. Para eso, se forzaría un incremento de la producción, gravando la improductividad y manejando el Estado los volúmenes exportables. Semejante plan inspiraba, aparte de las desconfianzas de los economistas –quienes lo suponía apresurado, ambicioso y poco previsor– el recelo de los más tradicionales sectores rurales. Poco después, el diario La Prensa –vocero de tales sectores– sostendría que la proyectada ley agraria, uno de los instrumentos tenidos en cuenta por el plan, resultaba una “introducción al marxismo”.

Los proyectos de Perón Terminaba 1973, y el proyecto de Perón ya parecía claro: el Pacto Social servía, no sólo para legitimar la política económica, sino para aumentar la representatividad del gobierno, concediendo participación efectiva a obreros y empresarios. Es cierto que lo hacía a través de sus dirigentes –no siempre representativos– pero también era cierto que no había otro modo a la mano. En lo político, Perón procuraba aplastar –dentro de su partido– toda rebeldía. Buscaba, además, el entendimiento con los otros partidos, y planeaba incorporar a la Constitución (a cuya reforma convocaría) un sistema de participación, pluripartidario, que permitiera dar cabida en el Ejecutivo a las mismas fuerzas ya representadas en el Congreso. 31

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De esa forma, toda la “comunidad organizada” –expresión grata al propio Perón– estaría representada, a través de los partidos y, simultáneamente, de corporaciones que seguirían pactando la conducción económica y social. Mientras construía ese sistema, procuraba evitar el surgimiento de caudillos que, en determinadas circunstancias, pudieran constituir una alternativa. Perón creía que él sólo podía ser sustituido por una organización. El mayor obstáculo se le presentaba dentro del propio peronismo: allí no había posibilidad de pactos. Perón, Balbín, los partidos, los dirigentes empresarios y sindicales, tenían un interés común: salvar un sistema. Unos querían mantenerlo incólume, otros querían introducirle reformas menores o mayores, pero todos lo querían preservar. El conflicto intrapartidario, en cambio, enfrentaba a dos concepciones ideológicas dispares, no negociables. Por cierto, la solidificación del sistema a la que Perón aspiraba, favorecía a uno de esos sectores internos: el de los dirigentes sindicales y el Consejo Superior.

Mr. Hill El 11 de diciembre, los Estados Unidos designaron nuevo embajador en la Argentina: Robert Hill, un hombre vinculado a los servicios de inteligencia norteamericanos. Hill había sido el representante del Departamento de Estado ante el Cuartel General del Ejército norteamericano de la región China–Birmania–India, durante la Segunda Guerra Mundial. En esa época, prestaba servicios para la OSS, precursora de al CIA. Siendo Embajador en Costa Rica, había participado, en 1954, del operativo de “desestabilización” que acabó con el régimen de Jacobo Arbenz, en Guatemala. A partir de 1962, además, había pertenecido al AIFLD (American Institute for Free Labor Development), un ente que intervino en el derrocamiento de Juan Bosch (1963), en la República Dominicana, y João Goulart (1964), en Brasil. El AIFLD, además, cooperó en la “desestabilización” de Salvador Allende (1973), en Chile. En la Argentina, Hill sería un embajador silencioso. No aparecería nunca en escena y, por lo tanto, tampoco aparecerá ya en esta cronología. Conviene dejar constancia, sin embargo, de su curriculum y de su designación, resuelta por el Departamento de Estado a fines de aquel 1973 en el que tanto había pasado y cuando tanto se esperaba que sucediera, a partir de entonces, en la Argentina.

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1974 El 11 de enero, Perón recibió a una delegación de empresarios y aprovechó la ocasión para felicitarse, públicamente, por el “acierto de haber entregado la conducción económica nacional a los hombres de la Confederación General Económica, de quienes dijo que habían dado “muestras no sólo de eficiencia sino de desprendimiento”. “El Pacto Social que se ha establecido en el país”, subrayó, “no debe ser roto por ninguna causa, y el gobierno tiene la más enérgica decisión de imponerlo contra cualquiera de las fuerzas que actualmente se le oponen”. Volvió sobre el tema el 14 de enero, en un mensaje radiotelevisado: el Pacto Social, sostuvo entonces, era “indispensable para dominar el flagelo moderno, la inflación, provocada por un desacuerdo permanente entre precios y salarios (que se da cuando) los primeros suben por el ascensor y los salarios por la escalera”.

Guerra a la izquierda Pronto, sin embargo, Perón desplazaría su mayor interés del campo económico al campo político. El 20, un grupo guerrillero copó el más poderoso regimiento del Ejército argentino, mató al jefe de la unidad y su esposa y huyó llevando a un oficial como rehén. Roberto Mario Santucho, jefe del ERP –organización que se proclamó autora del asalto– diría poco después que, demostrado ya el “carácter contrarrevolucionario” del peronismo “burgués y burocrático”, y sus “vínculos con el imperialismo yanqui”, estaban dadas las “condiciones objetivas” para que “el peronismo progresista y revolucionario” (al parecer, una alusión a los montoneros) se uniera al ERP “y otras organizaciones marxistas–leninistas” para librar la “guerra revolucionaria”. No era eso lo que le preocupaba a Perón: al contrario, él prefería que la izquierda peronista emigrara hacia el marxismo. El mismo día 20, denotando irritación, se presentó frente a las cámaras de televisión y, en un mensaje a todo el país, acusó al gobierno de la Provincia de Buenos Aires (encabezado por el peronista de izquierda Oscar Bidegain) de apañar a la guerrilla que había copado la unidad militar, situada en esa provincia. Dijo que estos grupos terroristas venían “operando en la provincia de Buenos Aires ante la evidente desaprensión de sus autoridades”. Destacó que el Ejército sólo merecía “el agradecimiento del pueblo argentino”; prometió “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal”, y amenazó con irse: “Yo he aceptado el gobierno como un sacrificio patriótico, porque he pensado que podría ser útil a la República. Si un día llegara a persuadirme de que el pueblo argentino no me acompaña en este sacrificio, no permanecería un solo día en el gobierno”. Al día siguiente, Bidegain renunciaba y la gobernación de la provincia era asumida por el vicegobernador, Victorio Calabró, un dirigente sindical. De esta forma, un episodio bélico sirvió para legitimar la destitución de uno de los tres gobernadores

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objetados por la derecha peronista. Quedaban ahora: Ricardo Obregón Cano, de Córdoba, y Martínez Baca, de Mendoza. La remoción de Bidegain no fue la única respuesta del gobierno al copamiento de la unidad militar. De inmediato, el Ejecutivo remitió al Congreso nacional un proyecto de reforma al Código Penal, destinado a hacerlo más severo. El proyecto mostraba el apuro con el cual había sido hecho, y contenía algunas sanciones penales en blanco, por lo que mereció reservas a los diputados peronistas pertenecientes al ala izquierda del Movimiento. Los legisladores pidieron audiencia a Perón, para debatir el tema, y les fue concedida para el día 22. Cuando concurrieron a la cita, se encontraron con que la entrevista distaría de ser privada: la radio y la televisión estaban instaladas en el recinto donde los diputados dialogarían con Perón. Ese diálogo fue oído, así, por el país entero. Los legisladores comenzaron a esbozar sus puntos de vista, y Perón los frenó: “Quien esté en otra tendencia diferente de la peronista, lo que debe hacer es irse. No es lícito estar defendiendo otras causas y usar la camiseta peronista”. Dijo que la guerrilla estaba dirigida desde París y, a medida que fue enervándose, adoptó posiciones cada vez más duras. Aseguró que, apartándose de la ley, “en una semana” él terminaría con la subversión, “porque formo una fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato, que es lo que hacen ellos”. Por eso, dijo, si no se votaba la reforma, “el camino será otro; y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la violencia, nosotros tenemos más medios posibles para aplastarla, y lo haremos a cualquier precio, porque no estamos aquí de monigotes”. Llegó a proponer una cacería de terroristas: “Los delincuentes están todos armados, mientras que las personas decentes no pueden llevar armas. Eso no puede ser… A la violencia no se le puede oponer otra cosa que la propia violencia”. Al día siguiente, López Rega declaró a la prensa: “El general ha resuelto poner orden en la casa. Se terminará con el caos generado por apátridas e idiotas útiles dirigidos por extranjeros”. Los diputados agredidos por Perón, renunciaron a sus bancas. El Parlamento –que de inmediato aprobó la reforma penal– vio reducir, de ese modo, la participación de la izquierda. Eso facilitaría, aun más, una labor legislativa favorable a intereses impopulares. El Congreso Nacional, en efecto, venía de sancionar una ley que restringía el derecho de huelga, facultando al Estado para que –en casos determinados— sometiera un conflicto gremial al “arbitraje obligatorio” del propio Estado. Asimismo, había sancionado una Ley de Asociaciones Profesionales [sindicatos] que permitía la reelección indefinida de los dirigentes, no establecía la obligatoriedad del voto, no aseguraba la pureza de los actos eleccionarios, no otorgaba representación a las minorías, no creaba mecanismos para fiscalizar el manejo de fondos, prescribía asambleas de afiliados una vez cada dos años, permitía a los dirigentes revocar los mandatos de los delegados de fábrica y autorizaba a las federaciones a intervenir los sindicatos adheridos a ellas. Otras decisiones del Congreso que fueron muy discutidas: 

Modificando el proyecto original del Ejecutivo, el Senado agregó a la Ley de Inversiones Extranjeras una disposición que autorizaba a inversionistas foráneos a tener intereses (aunque inferiores a 20 por ciento) en empresas vinculadas a la

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defensa y la seguridad nacional, servicios públicos, seguros, banca comercial, actividades financieras y medios de difusión. 

Devirtuando la nacionalización del comercio exterior de cereales, propuesta antes de que asumiera Perón, estipuló que las empresas privadas podrían exportar directamente.

El 31 de enero, los jóvenes fueron citados a conversar con Perón. La Juventud Peronista se negó a ir, alegando que la reunión había sido montada por López Rega y la llamada Juventud Peronista de la República Argentina (JPRA), vinculada al cuestionado ministro. Al día siguiente, el diario El Mundo (editado por un grupo marxista) divulgó un documento interno de los montoneros, donde éstos admitían tener “una diferencia” con Perón “en la concepción del poder”. El 4 de febrero, Perón volvió a dirigirse al país por radio y televisión. Elogió a los partidos políticos, y criticó a su propio Movimiento: “La oposición, respondiendo a un profundo sentido nacional y patriótico, ha colaborado permanentemente… [poniendo] de relieve un alto sentido de responsabilidad en sus dirigentes. No puedo decir, lamentablemente, lo mismo del oficialismo”. Luego, el presidente exhibió algunas cifras, reveladoras de los presuntos logros de la conducción económica. Sostuvo que la participación de los trabajadores en el reparto de la riqueza ya estaba en 42,5 por ciento; mantuvo que la inflación había desaparecido; subrayó que el déficit fiscal se había reducido de 31.300 a 19.000 millones de pesos, y habló de los proyectos en marcha: petroquímica, siderurgia, energía eléctrica y 500.000 viviendas económicas. Un párrafo de ese discurso, resultó alarmante. Perón agradeció “la cooperación de la ciudadanía, tanto en la información como en la represión del enemigo común, porque en la lucha entre la delincuencia y el país, nadie puede ser neutral”. Era peligroso ese llamado oficial a la represión directa, en un país donde –durante enero– habían muerto, según partes oficiales, 22 personas víctimas de la violencia política: 1 policía y 21 presuntos guerrilleros (sin incluir a chilenos y uruguayos, refugiados en la Argentina, que habían desaparecido). La Juventud Peronista no se daba por vencida. Su vocero, la revista El Descamisado, dijo el 5: “Este Movimiento es nuestro y en él nos vamos a quedar. Nos empujan de adentro y nos llaman de afuera pero, ¡minga! [jamás]. La vamos a pelear de adentro… Ya ahora no nos despide nadie”. La publicación recordaba: “Nosotros no nos rebelamos ante Perón cuando estaba vencido o exiliado, como han hecho muchos leales de hoy”. Hablando ante la JPRA, Perón insistió el día 7: el peronismo, y en particular su rama juvenil, estaban sufriendo una infiltración. “En todas las fracciones políticas siempre existen los que con gran propiedad han sido llamados idiotas útiles”. Al día siguiente, en una conferencia de prensa, Perón se exaltó ante la pregunta de una periodista de El Mundo. La reportera se refirió a la “escalada fascista”, aludió a la voladura (en las dos semanas previas) de 25 locales de la Juventud Peronista, y denunció que numerosos militantes habían sido asesinados por “grupos parapoliciales de ultraderecha”. Perón replicó: “Eso de parapoliciales lo tiene que

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probar” y ordenó ahí mismo que se procesara a la periodista. Deploró los enfrentamientos de la ultraizquierda (“que son ustedes”) y la ultraderecha, los cuales –dijo– debían ser saldados entre los propios bandos en disputa. Otro periodista se refirió al intento fallido de volar un gasoducto (un hecho del día anterior) y preguntó si se declararía el estado de sitio. Perón negó que esa medida estuviera a estudio, pero la misma conferencia de prensa sirvió para confirmarle al país que estaba viviendo momentos de conmoción. El 18, hablando para la televisión española, Perón repitió algo que ya le había dicho a algunos jóvenes: “Toda revolución pasa por cuatro etapas: la doctrinaria, la de la toma del poder, la dogmática y la institucional”. Citó como ejemplos, dos revoluciones: la francesa y la rusa. Después dijo que el peronismo estaba en la etapa dogmática (“es necesario fijar el dogma, inculcarlo y hacerlo cumplir”). Eso significaba que, a juicio del Líder, aun no había llegado el momento de consolidar institucionalmente al peronismo; de momento, sólo correspondía acatar sus órdenes o [esto no lo dijo Perón] correr un riesgo: el dogmatismo de la Revolución Francesa se había traducido en el terror, y el de la bolchevique en el stalinismo. En esa entrevista, el caudillo reiteró que la izquierda de su movimiento tenía “cinco partidos socialistas donde ubicarse” y también un Partido Comunista, “que aquí funciona dentro de la ley”. Pocos días antes, Perón había dicho: “Los que quieran la patria socialista, tienen partidos de esa tendencia. Yo mismo puedo presentarlos, porque tengo algunos amigos en todos ellos… Cada uno puede pensar lo que quiera, pero tiene que colocarse en el tablero político que le corresponde, y no meterse a hacer enredos entre los otros que no piensan como él.” El 20, el gobierno derogó por decreto el Estatuto de los Partidos Políticos (sancionado por Lanusse) a los efectos de impedir la afiliación masiva al peronismo, que la Juventud peronista se disponía a intentar. Quedaron suprimidas, de esta forma, las normas que permitían recurrir a la justicia electoral en el caso de que la dirigencia rechazara una solicitud de afiliación. Asimismo, se acabó con el régimen según el cual el registro de afiliados debía permanecer siempre abierto: sólo se podría afiliar durante sesenta días por año. Días más tarde, El Caudillo –vocero de la derecha peronista– sostuvo: “La inconsciencia criminal de los traidores merece un solo castigo: el fusilamiento por la espalda… Quien insista en ubicarse en la vereda de enfrente, junto a la tendencia [o sea, la izquierda] y contra Perón, no tendrá oportunidad de arrepentirse”. Esta clase de amenazas era corriente en la publicación, que se editaba bajo el lema “El mejor enemigo es el enemigo muerto”. En Córdoba, en tanto, aparecía en un diario local cierta solicitada, con la firma del “Comando 26 de setiembre–José I. Rucci, de la República Argentina” [Rucci había sido asesinado el 26 de septiembre del año anterior]. La solicitada decía: “Ha llegado la hora de defender a Perón y a su doctrina, y por todo ello vamos a defender hasta las últimas consecuencias a la Policía de Córdoba”. Horas más tarde, la policía penetraba en la Casa de Gobierno y se llevaba al gobernador, al vicegobernador y a los ministros. El jefe de la policía estableció su “cuartel general” en la jefatura,

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repartió armas a 200 civiles, recibió el apoyo del Ejército y fue, por cuatro días, el amo de la provincia. El gobierno central no acudió en auxilio de las autoridades legítimas (elegidas un año antes por 53 por ciento de los cordobeses, y apoyadas en esta emergencia por los demás partidos políticos). Al contrario, al cabo de los cuatro días, la provincia fue intervenida, usando una facultad que la Constitución le otorga al Ejecutivo nacional en casos especiales. El gobernador, el vice y sus ministros quedaron en libertad (poco después, el ex vicegobernador sería asesinado) pero la izquierda peronista había perdido ya dos de sus tres gobiernos provinciales. Dos gobierno decisivos: entre Buenos Aires y Córdoba suman 45 por ciento de la población argentina, y la mayor parte de la capacidad industrial instalada. En marzo, un nuevo golpe le fue asestado a la izquierda: se conoció el proyecto oficial de eliminar la autonomía universitaria y reducir la participación de los estudiantes en el gobierno de las casas de estudio. [En la Argentina, a partir de 1918 y salvo en los períodos de dictaduras militares, las universidades estatales se gobernaron por medio de consejos tripartitos, integrados por profesores, egresados y alumnos. Tradicionalmente, las izquierdas habían dominado las representaciones estudiantiles, y ahora la Juventud Peronista tenía mayoría]. Sin embargo, Perón seguía considerándose a sí mismo un revolucionario. El día 5, en carta a Fidel Castro (que llevó a La Habana el ministro Gelbard, cabeza de una misión comercial que viajó a celebrar acuerdos con el gobierno cubano), sostuvo: “Tanto usted, amigo Fidel, como yo, llevamos muchos años de permanente lucha revolucionaria”. Le aclaró a Castro, es cierto, que “las revoluciones no pueden ser idénticas en todos los países porque tampoco todos los países son iguales ni todos los pueblos tienen la misma idiosincrasia”. La izquierda peronista tenía sus propias ideas sobre la revolución en la Argentina, y el día 11, en un acto público, Firmenich anunció que la Juventud Peronista iría a la Plaza de Mayo –donde Perón presidiría una concentración popular, el Día de los Trabajadores– para exigir el cumplimiento de las “pautas programáticas” del peronismo. “Hay que recuperar el gobierno para el pueblo y para Perón”, dijo el líder montonero. Ese mismo 11 de marzo (nadie lo recordó) se cumplió un cuarto de siglo de un acontecimiento que siempre el peronismo había considerado un fausto: la sanción de la Constitución nacional de 1949, que en su momento remplazó a la de 1853 y resumía la “doctrina justicialista” de Perón. Destituido éste en 1955, la Constitución de 1949 fue abrogada, y reiteradamente se dijo en la Argentina que el movimiento militar de 1955 se había hecho, en verdad, contra aquella Constitución. Domingo Mercante, quien presidió las deliberaciones de la Convención Constituyente (en 1949) había escrito años más tarde, desde su exilio en Montevideo, que la finalidad de la Constitución peronista fue “hacer, de una Argentina hasta entonces dependiente de un imperialismo expoliador, una nación económicamente libre y políticamente soberana”. El artículo 40 de esa Carta Magna establecía que “la organización de la riqueza y su explotación, tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y 37

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monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales”. El mismo artículo establecía que el comercio exterior estaría a cargo exclusivo del Estado y declaraba “propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación” las riquezas minerales. Por último, el famoso artículo prohibía la prestación de servicios públicos por parte de las empresas privadas. Durante el mes de marzo, la CGT discutió con la CGE los términos de una actualización del Pacto Social. El 26, los representantes de ambas entidades se reunieron con Perón y su gabinete. “No pudimos ponermos de acuerdo”, dijo Adelino Romero (sucesor de Rucci en la CGT). “No deben olvidar que estamos en una situación de emergencia”, advirtió Perón. “El movimiento obrero prefiere perder con usted y no ganar con otro”, concluyó el dirigente sindical. Abril fue un mes de tensiones. Había intranquilidad en el sector laboral, y gran expectativa por la inminente definición del pleito interno al que estaba sometido el peronismo. El 4, Perón aplaudió la destitución del gobernador Obregón Cano: “Se ha hecho una cosa buena; quizás no sea lo mejor, porque lo mejor suele ser enemigo de lo bueno”, dijo a un grupo de gremialistas cordobeses. Ese mismo día, puso –ante una asamblea de empresarios– énfasis en subrayar que no cambiaría la política económica. “Ha sido una excelente idea la de confiar especialmente a los sectores empresarios la organización y desenvolvimiento de la nueva economía argentina”, dijo. Calificó de “superficiales” las críticas a la suspensión del régimen de convenciones colectivas de trabajo. “¿Qué mejor convenio colectivo, qué mejor paritaria, que la que han acordado la CGT y la CGE?, preguntó. Y luego, declaró solemnemente: “Prometo no cambiar en absoluto la orientación económica que el país va tomando bajo la acertada dirección de un ministerio de Economía que ha podido concitar la voluntad de los que dirigen y los que trabajan”. Hizo un “emocionado reconocimiento a los señores empresarios” y los invitó a tomar en sus manos las empresas estatales: “La República tendrá que agradecérselo, porque son demasiadas las empresas estatales y demasiado grande el déficit que producen”. No obstante, la izquierda peronista seguía esperanzada en torcer el rumbo. El 25, Perón consiguió reunir a todas las fracciones antagónicas de la juventud. El propio Perón y el Secretario General de la Presidencia (el coronel Damasco, quien venía acompañando a Perón en todas sus reuniones con los jóvenes) propugnaron la conciliación. Damasco repartió entre los asistentes la letra de una propuesta Marcha de la Juventud –escrita por él mismo– que empezaba diciendo: “Hermanados y unidos marcharemos…”. Los jóvenes –tanto los de derecha como los de izquierda– hicieron poco caso de la idílica marcha y los pedidos de unidad. La última semana del mes, La Causa Peronista (vocero de la izquierda, sucesor de El Descamisado, que fue clausurado el día 10) reiteró que la Juventud Peronista iría a la Plaza de Mayo “porque donde haya trabajadores y pueblo reunido, la burocracia pierde”. El Caudillo, por su parte, sentenció: “Perón siempre tiene razón. Al que no le guste, que se vaya”.

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En tanto, José Antonio Allende asumió el 26 de abril como nuevo presidente del Senado, y se situó así en la línea sucesoria, ya que –a falta de presidente y vice– era el titular de la Cámara alta el encargado de ejercer la presidencia de la Nación. Confirmando que Perón no tenía problemas sino dentro del peronismo, el caudillo había elegido para ese puesto a un extrapartidario. Allende pertenecía al pequeño Partido Popular Cristiano, integrante del FREJULI pero no peronista.

Caballo de Troya en la CGE “El proyecto económico–social que hemos presentado al país, constituye una revolución pacífica que está destinada a plasmar un programa antiimperialista”, había dicho Gelbard, por esos días, ante una asamblea de entidades empresarias. En otras ocasiones, el ministro había desarrollado su idea, más o menos, en estos términos: “En distinta medida, obreros y empresarios son víctimas comunes de una agresión externa; la de los países más poderosos que la Argentina, interesados en mantener la desigualdad internacional. La lucha contra ese adversario común exige la unidad de fuerzas sociales dispares”. Este planteo era la base tanto del Pacto Social como de la política económica internacional. Desde luego, hallar un enemigo común externo, que permita postergar “para momento más oportuno” la dilucidación de los conflictos sociales internos, era muy conveniente para el sector empresario. Sin embargo, la necesidad de un acuerdo social –con independencia de cuánto favoreciera a los empresarios– era sentida por la mayoría de los argentinos; y la actitud “antiimperialista” de Gelbard, aunque por el momento se limitara a lo retórico, encontraba eco. La CGE, por otra parte, era vista como el nucleamiento de los empresarios más progresistas del país. Por eso mismo, la atacaban los grupos conservadores, que apoyaban a la Unión Industrial Argentina (UIA). Si se tenía en cuenta el número de empresas afiliadas, la CGE era más importante que la UIA; pero si lo que contaba era el capital representado, o la participación de las empresas afiliadas en el producto bruto interno, la UIA era la principal entidad empresaria del país. Así lo sentían sus dirigentes, quienes siempre habían manifestado desdén por la CGE. Ahora, sin embargo, la CGE era el poder. Gelbard había tomado las riendas de la economía nacional, con el respaldo de Perón, y se había puesto en práctica una política de concertación, adjudicándole a la CGE (y sólo a ella) la representación de los empresarios. La UIA resolvió dar el paso: inició negociaciones para “incorporarse a la CGE”. En abril, esa incorporación –que de hecho se había dado meses antes– quedó formalizada. Al ensanchar sus bases, abarcando al gran capital, argentino y extranjero, la CGE corría el riesgo de desdibujarse. El mayor poder económico de las empresas multinacionales y otras que, sin serlo, no estarían de acuerdo en una política

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“antiimperialista” como la proclamada por Gelbard, les podría otorgar una fuerza creciente en la poderosa entidad que resultó de la fusión. Un comentario, publicado en la época, presentaba así la cuestión: “La CGE debería plantearse a sí misma si –como pareciera hasta ahora– aspira a representar al empresariado nacional, víctima de la agresión económica externa; o, si, en cambio, aspira a representar a todos los empresarios, sin excepciones. Si opta por lo primero, seguirá siendo coherente la alianza con los trabajadores, tendiente a enfrentar a un enemigo común. Si opta por la representación amplia, el pacto carecerá de sentido, porque semejante representación no puede tener otra finalidad que la de defender los intereses de la clase empresaria ante el contradictor común interno: la clase trabajadora”. Esto era muy importante, sobre todo porque la CGT había aceptado que el Pacto Social fuera administrado por los empresarios. Perón no había querido que el timón lo tuviera la CGT, y ésta lo había cedido a la CGE; pero ahora el gran capital se metía en la central empresaria. Los sindicatos, sin embargo, parecía más preocupada por afianzar su propio poder económico. Aquel mes de abril, festejaron la sanción, por el Congreso, de una ley que obligaba a todo obrero argentino –estuviera o no afiliado– y a sus patrones, a efectuar aportes a las organizaciones sindicales.

Expulsión de los montoneros “Duro, duro, duro, éstos son los Montoneros que mataron a Aramburu”. El grito de guerra atronó en la Plaza de Mayo, la tarde de aquel Día de los Trabajadores. En su época anterior, el peronismo había hecho una tradición del mitin del 1º de mayo. Pero nunca Perón había encontrado, frente a sí, a un grupo como aquél que –según los testimonios más objetivos– ocupaba poco menos que una mitad (la mitad posterior) de esa plaza, situada frente a la casa de gobierno. En los días previos, se había instado a que nadie llevara al acto otra bandera que no fuese la Argentina. Los montoneros (o la Juventud Peronista, ya que a esta altura no se podía distinguir a una organización de la otra), llevaron sus propios estandartes enrollados, y los desplegaron una vez en el sitio. “No queremos carnaval, asamblea popular”, cantaban. Y coreaban: “Se va a acabar, se va a acabar, la burocracia sindical”. También formulaban reclamos a Perón: “El pueblo te lo pide: queremos la cabeza de Villar y Margaride” [el jefe y el subjefe de la Policía Federal, quienes se habían destacado en la época de los gobiernos militares y ahora habían sido llamados por Perón para endurecer la represión]. Cuando Isabel apareció en el balcón, los enardecidos jóvenes gritaron: “Evita hay una sola”. Perón empezó a hablar, visiblemente contrariado. Fustigó a “esos estúpidos que gritan”, y defendió a la agredida “burocracia sindical”: “A través de estos veinte años, las organizaciones sindicales se han mantenido inconmovibles, y hoy resulta que algunos imberbes pretenden tener más méritos que los que lucharon durante veinte años”. Luego, se tornó amenazante: “Que en el futuro, cada uno ocupe el lugar que le corresponde en la lucha que, si los malvados no cejan, hemos de iniciar”. Prometió la “liberación,

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no solamente del colonialismo que viene azotando a la República, a través de tantos años, sino también de estos infiltrados que trabajan dentro, y que traidoramente son más peligrosos que los que trabajan desde fuera”. “Son”, insistió, “mercenarios al servicio del dinero extranjero”, y los acusó de haber asesinado a dignos dirigentes “sin que todavía haya tronado el escarmiento”. La Juventud Peronista no esperó el final del discurso. Abandonó la plaza, dejando un vacío notorio. Al día siguiente, la CGT publicó en varios diarios un mensaje a los trabajadores del país. Triunfante, la central obrera subrayaba: “Con frecuencia, se nos trató de imponer el trillado slogan de la lucha de clases, que llevaría al sacrificio y la derrota a los trabajadores de muchos países del mundo. Nosotros postulamos, en cambio, que frente a los enemigos de toda la nación, como lo son los [dos] imperialismos, la unidad nacional constituye una premisa insustituible”. Los sindicalistas hacían referencia allí a un concepto que Perón manejaba recurrentemente: las revoluciones se hacen con sangre o con tiempo; quien quiere ahorrar tiempo, debe gastar más sangre, y quien quiere ahorrar sangre debe emplear más tiempo. Pero la izquierda creía que no era cuestión de esperar: la proa del proceso no estaba puesta en dirección de revolución alguna. Sin embargo, la Corte Suprema de Justicia y el equipo económico, seguían produciendo algunos hechos que habrían alentado a la izquierda, si el pleito con la derecha –y el partido tomado por Perón– no hubiesen provocado un eclipse y ocultado todo otro aspecto de la realidad. El día 2, la Corte falló en contra de la Ford Motor Argentina un juicio en el que esa empresa multinacional pretendía descontar, de su balance impositivo, los intereses pagados a la Ford Motor Co. de los Estados Unidos por la financiación de bienes que la casa matriz había “vendido” a su filial argentina.

Misión a Europa oriental El 7, Gelbard y una numerosa comitiva partieron rumbo a la Unión Soviética, Polonia, Checoslovaquia y Hungría. Volvieron el 13, con varias cosas entre manos: la URSS financiaría (600 millones de dólares a 10 años, con un interés de 4,5 por ciento anual) una importante obra hidroeléctrica, cooperaría en la conclusión de otra, montaría una refinería de petróleo y una planta de arrabio, y proveería perforadores de profundidad y unidades de cracking catalítico para la empresa estatal de petróleo, además de otros equipos, todo en base a créditos amplios y generosos. Checoslovaquia se asociaría con el Estado argentino para fabricar turbinas hidráulicas y de vapor, y con una empresa privada de capital argentino para fabricar generadores. Polonia se asociaría con el Estado para explotar una cuenca carbonífera y encarar un proyecto de desarrollo pesquero. Quedaba abierto, además, un crédito de 100 millones de dólares para la provisión de maquinaria.

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Hungría estaba interesada en la fabricación conjunta de locomotoras, grúas portuarias y equipos de telecomunicaciones. Gelbard reseñaba de este modo las ventajas de los acuerdos logrados y, en general, de la política económica externa: “Al impulsar la exportación de bienes manufacturados, modificamos nuestra estructura de producción, reduciendo la importancia relativa del sector agropecuario, cosa que cambiará las fuentes tradicionales del poder en el país. Además, desarrollamos una red más extensa de clientes y proveedores, con lo que se diluye nuestra dependencia, tanto económica como tecnológica. En los nuevos mercados, encontramos demandas no influidas por la propaganda, lo que permite a nuestros productos competir en calidad y precio. Todo esto ayudará a que evitemos las crisis periódicas de la balanza de pagos, que hasta ahora ha sido el freno principal para nuestro crecimiento independiente”. Los comunistas argentinos señalaron que los acuerdos celebrados por el equipo económico no generaban dependencia económica, ni financiera, ni técnica, dado que no se habían llevado a cabo con “monopolios imperialistas, cuyo objetivo es el logro de “máximos beneficios” sino con “democracias populares”. El 21 de mayo, el órgano de la Juventud Peronista dijo: “Estamos de acuerdo en la importancia que adquiere la política económica exterior, aunque sea conducida y beneficie fundamentalmente al gran empresariado nacional”. Pero puntualizó: “no estamos conformes con el Pacto Social porque no es peronista… Está hecho y conducido en función de los intereses de un sector de los grandes empresarios nacionales, que son los que conducen a la CGE, y el otro firmante, la CGT, está controlada por la burocracia, que tiene claras relaciones con los intereses imperialistas”. Con todo, el artículo resultaba conciliador (con Perón). Hacia el final, se volvía profético: “De continuar esta política económica, se producirá, tarde o temprano, la ruptura del frente de liberación, y se destrozará la unidad nacional.” El remate era: “Perón o muerte”.

Perón teórico Mientras tanto, Perón –quien el 1º de mayo, en el Congreso Nacional, había anticipado la inminente difusión del “proyecto nacional” que propondría al país– se encargaba de esbozar ese proyecto. El 13 de mayo, explicó: “Cuando Napoleón, el 14 [sic] de Brumario, toma el poder de Francia, en primer término como primer cónsul, y después cuando se corona como Emperador, se encuentra con un problema gravísimo. La Revolución Francesa fue hecha por el pueblo llano… y las corporaciones, que eran en esa época las organizaciones de tipo gremial… La revolución se hace contra el clero, la milicia y la monarquía. La situación del Emperador es difícil, porque él es monárquico. Aspira a establecer una nueva monarquía que reemplace a la antigua. Entonces, el pueblo llano lo mira un poco torcido y, como es lógico, no le puede tener confianza, porque si el pueblo ha luchado contra la monarquía, no se explica el advenimiento de un monárquico. Asimismo, la monarquía, el clero y la milicia, ven torcido a Napoleón, por ser revolucionario. Su situación es desesperada cuando toma el gobierno, pero como es

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un hombre de gran habilidad, llama a la burguesía –que no había intervenido en la Revolución Francesa y que, en consecuencia, no había sufrido– y le encarga la organización de lo que él llamó el Estado Nuevo”.

La referencia estaba destinada a suscitar una analogía: encerrado entre el pueblo llano y los sectores privilegiados, Napoleón, “hombre de gran habilidad”, había llamado a la burguesía para encomendarle lo que hoy se llamaría un “proyecto”, que en definitiva consistía en organizar a la comunidad, anulando a las fuerzas extremas que habían hecho la revolución y pretendían llevarla hasta sus últimas consecuencias. El 4 de junio, Perón recibió a los delegados que habían llegado a la Argentina para participar de un congreso mundial de juventudes comunistas. “Ustedes son hombres que tienen ideas similares a las nuestras”, les dijo. Y les resumió su visión del mundo, que ya los argentinos conocían de sobra: “El Hombre cree que él es quien realiza la evolución, pero el Hombre sólo puede crear sistemas para cabalgar sobre el proceso”. Al terminar el siglo 20, terminaría “el dominio imperialista” y el “régimen liberal capitalista”. Habría, por entonces, una crisis mundial de alimentos. Los países subdesarrollados permanecerían como las grandes reservas. Pero sería necesario crear sistemas que permitieran “una mejor producción y un mejor reparto de bienes” porque, de lo contrario, habría que recurrir a la “supresión biológica”. Este sería un problema que enfrentaría la sociedad universal, porque ya habría acabado la torpe edad durante la cual los hombres “se mataron para defender fronteras que sólo existían en su imaginación”.

Rebelión laboral Los trabajadores, menos filosóficos, pedían reivindicaciones inmediatas. Querían aumentos de sueldo, y en algunos casos contaban con la conformidad de los empleadores; pero todo reajuste era una violación al Pacto Social. Se sucedieron, en pocas semanas, conflictos, huelgas y ataques al Pacto. El 11 de junio, la vicepresidente apareció por radio y televisión. En un mensaje al país, Isabel atacó a los especuladores (“clase inmoral, carente de sensibilidad social”) y a los irresponsables que demagógicamente impulsaban reivindicaciones que no podían ser atendidas. ¿Por qué Isabel dirigió aquel mensaje? ¿Por qué no Perón?. Las conjeturas se sucedieron, y fueron multiplicadas por una sorpresiva declaración de López Rega: “Si Perón se va, también lo hará la señora vicepresidente y este humilde servidor”. La CGT comenzó, de inmediato, la organización de un acto en Plaza de Mayo, el día siguiente. El 12, fue Perón –esta vez sí– quien habló por radio y televisión. El mismo reiteró, entonces, la amenaza de irse, al “menor indicio” de que el suyo fuera “un sacrificio inútil”. Dijo que era necesario “depurar de malezas” el proceso, y acusó a “algunos firmantes de la gran paritaria” (se supuso que eran los empresarios dispuestos a dar aumentos) de “no cumplir el acuerdo”. También atacó a “minorías irresponsables” 43

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que alentaban reclamos: “los acuso de sabotear la Revolución Nacional”. Al pueblo le pidió “no sólo que los identifiquen claramente, sino que los castigue como merecen… Los que hayan violado las normas salariales y de precios, como los que exijan más de lo que el proceso permite, tendrán que hacerse cargo de sus actos”. Luego, desde los balcones de la casa de gobierno, Perón habló a la multitud que se había congregado en la plaza. “Tenemos enemigos que han comenzado a mostrar sus uñas”, dijo, y reiteró su peligrosa invitación a que cada ciudadano se transformara en “un vigilante observador” y actuara “de acuerdo con las circunstancias”. También habló de su posible ausencia, ya no por renuncia: “Algunos aspiran a una sucesión de tipo personal”, advirtió, y desalentó a quienes tenían tal aspiración: “El único sucesor de Perón será el pueblo argentino”. Sin saberlo, al decir eso le estaba dando una bandera a la Juventud Peronista, que no se había resuelto, pese a todo, a romper con el Líder. El moriría dieciocho días más tarde, y los jóvenes izquierdistas enrostrarían a Isabel y López Rega que Perón no tenía –por expresa disposición de él mismo– más sucesores que el pueblo. Claro, no todo el legado se respetaría. El 17 de junio, ante dirigentes sindicales, Perón –a la vez que cedió en cierta forma a los reclamos populares, aceptando que se impusiera a las empresas públicas y privadas el pago de medio “aguinaldo” [medio sueldo extra, pagadero en julio]–, sentenció: “Nadie saldrá beneficiado en romper el Pacto Social… Primero hay que juntar y después repartir”. En los últimos días de Perón, además, los enemigos de la izquierda hicieron algunos avances. El gobernador de Mendoza, Roberto Martínez Baca, había sido removido (en este caso, por la legislatura provincial) y Perón había intervenido la provincia. López Rega (ex cabo de policía, exonerado en 1962) se hizo reincorporar a la Policía Federal y ascender, por decreto, a la máxima jerarquía: poco después, haría algunas apariciones públicas exhibiendo el uniforme de comisario general. Perón, por último, firmó –en su lecho de enfermo– un decreto aceptándole a Cámpora la renuncia, no presentada, a su cargo de Embajador. Era un acto simbólico, que luego sería interpretado como signo de una última voluntad del Líder: acabar con la izquierda peronista.

La muerte de Perón Al día siguiente, se informó que el presidente padecía “una gripe”. Su esposa, acompañada por López Rega, estaba en Europa: iba a participar en la asamblea de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en Ginebra, donde atacaría a las empresas transnacionales. “Los grandes monopolios internacionales no reconocen patria y sólo persiguen la idea de lucro por el lucro mismo y cuando benefician a la humanidad, por el avance tecnológico que despliegan, lo hacen de un modo incidental”, diría Isabel en su discurso leído ante burócratas, empleadores y sindicalistas del mundo entero.

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López Rega no se quedó a escuchar el discurso de la vicepresidente. El 23 de junio, regresó de improviso a Buenos Aires. Isabel llegó cinco días más tarde –una vez hecha su presentación en la OIT– y pocas horas después de su arribo se informó, la noche del 28, que Perón padecía “desde hace doce días”, “una broncopatía infecciosa que, por su intensidad, ha repercutido sobre su antigua afección circulatoria central”. En la mañana del 29, Isabel asumió “interinamente” la presidencia de la República. Poco antes, Balbín se había pronunciado por el mantenimiento de la legalidad, “no importa que tenga pollera o pantalón”. Hasta el 1º de julio, los partes oficiales trataron de restar gravedad a la enfermedad de Perón. Ese día, a las 10.25 a.m., se anunció una “brusca agravación”. Minutos más tarde, se supo que el presidente había sufrido “un paro cardíaco que ya ha sido controlado”. A mediodía, se admitió oficialmente que Perón estaba en “estado gravísimo”, y a la 1:35 p.m. se informó el cuadro que acababa de agudizarse aún más. En verdad, a esa hora Perón ya estaba muerto.

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GOBIERNO DE ISABEL

López Rega, detrás del trono A las 2.50 p.m., María Estela Martínez de Perón protagonizaría, ante las cámaras de televisión, una de las escenas más patéticas de la historia contemporánea de la Argentina. La otra, también la había producido el peronismo, y también una mujer: Eva Perón, demolida por el cáncer, sostenida por las manos de su esposo, renunciando desde un balcón ante el pueblo, que –tanto como ella– sabía o presentía que estaba muriéndose, y la reclamaba. Eso había ocurrido en 1951. “Con gran dolor, debo transmitir al pueblo el fallecimiento de un verdadero apóstol de la paz y la no violencia”, dijo la viuda de Perón este 1º de julio de 1974. Y anunció, a continuación, que había asumido la Presidencia de la República. Minutos más tarde, se divulgó el parte médico: “El teniente general Juan Domingo Perón falleció a las 13,15 horas”. El país se sintió, de pronto, en la orfandad. Como si fuera un feudo donde, muerto el señor feudal, todos quedaran desamparados. La fantasía popular imaginaba que, después de ese día, ningún mal sería evitable. La gente se estremecía ante la primera plana de un periódico, que lanzó rápidamente una edición extra a la calle: decía, con letras que ocupaban la mitad de la página, simplemente: MURIÓ Las radios y las televisoras del país estaban en cadena. Transmitían nada más que música sacra. De pronto, ya avanzada la tarde, la voz grave de un locutor anunció al Ministro de Bienestar Social, y López Rega apareció para decir, en tono dramático: “Con gran pesar, debo confirmar al pueblo argentino la infausta noticia del paso a la inmortalidad de nuestro líder nacional, el general Perón”. ¿Por qué debía “confirmar” López Rega lo que había anunciado la propia jefa del Estado, viuda de Perón, y los médicos que habían asistido al extinto presidente?. Luego se dijo que, una vez certificada la defunción por los médicos, López Rega había intentado “resucitar” a Perón, y la “confirmación” de la muerte no había sido sino la confesión de su fracaso. También había sido –y esto preocupaba a mucha gente– una manera de demostrar que, a partir de allí, él tendría el poder, y hasta los actos de la Presidente necesitarían de su “confirmación”. El velatorio de Perón transcurrió durante tres días. El país estaba paralizado. La ciudad de Buenos Aires era una inmensa casa mortuoria: el féretro se exhibía en un salón del Congreso, en el centro de la ciudad, y gente –venida de todas partes– formaba colas que se extendían por cuadras y cuadras, en las frías calles porteñas. El entierro fue el 4 de julio. Hubo una decena de oraciones fúnebres, pero ninguna impresionó como la de Balbín: “No sería leal si no dijera… que vengo en nombre

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de mis viejas luchas, que por haber sido claras, sinceras y evidentes, permitieron en estos últimos tiempos la comprensión final. Por haber sido leal en la causa de la vieja lucha, fui recibido con confianza en la escena oficial que presidía el Presidente muerto… Y hoy, este viejo adversario despide a un amigo”. Hacia el final, el líder opositor se volvió hacia Isabel: “Yo le digo, señora Presidente de la República: los partidos políticos argentinos estarán a su lado, en nombre de su esposo muerto, para servir a la permanencia de las instituciones argentinas, que usted simboliza en esta hora”. Balbín se esforzaba –como antes Perón– por “salvar el sistema”. La Iglesia estaba de acuerdo: en las mismas exequias, el arzobispo de Buenos Aires, recordó que el país debía “a la clarividencia” de Perón, el haber buscado y obtenido el diálogo con los dirigentes políticos y “aproximar a empresarios y obreros” impidiendo “una lucha de clases, hasta hace poco, inevitable”. Se trataba de saber, ahora, si Isabel aceptaba “reinar”, dejando que la “comunidad organizada” –los partidos políticos, la CGE, la CGT, también la Iglesia y los militares– continuaran la tarea de Perón. López Rega era visto como un obstáculo y, por eso, muchos se alegraron cuando, el día 5, Isabel reunió a todos sus ministros, todos los legisladores nacionales, los comandantes en jefe de las tres armas, las directivas de la CGE y la CGT, y Balbín. Creyeron entender que la presidente ensayaría un gobierno de ancha base, donde acaso no hubiera, siquiera, lugar para su cuestionado colaborador. Sin embargo, ese mismo día López Rega fue confirmado como ministro y secretario de la presidente.

Peligra el Pacto Social Por esos días, las “62 Organizaciones” –los sindicatos peronistas– comenzaron a desempeñar un papel cada vez más notorio. La CGT, que a pesar de ser dominada por los peronistas, también incluía a sindicatos en los cuales imperaban otras corrientes, se vio opacada. Su secretario general, Adelino Romero, murió pocos días después que Perón, víctima de un paro cardíaco. Fue reemplazado por Segundo Palma, quien presidía una directiva integrada, en su mayoría, por hombres de las “62 Organizaciones”, junto a representantes de una corriente que había sido expulsada de ese sector años antes. Lorenzo Miguel, líder de esas “62 Organizaciones”, se encargó de ir haciendo más importantes a esa congregación que a la misma CGT. Esto no resultaba propicio para la continuidad del Pacto Social: la CGT era, pese a las críticas que recibía, más representativa de la clase obrera que la fuerza dirigida por Miguel y constituida por la "burocracia sindical" peronista. No era ésa la única amenaza que pesaba sobre el Pacto Social. El déficit estatal, el alza del petróleo, la “inflación importada” y el desabastecimiento, habían repercutido en los salarios. En los hechos, los perjudicados eran aquellos a quienes,

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según sus enunciados, la política económica se proponía beneficiar: los trabajadores y el empresariado menor. Entre los obreros, la reacción no había estallado hasta entonces porque ellos confiaban en Perón. Con todo, el 12 de junio, cuando el propio Perón se viera en la necesidad de llamar al pueblo y amenazar con su renuncia, se había comprobado lo difícil que sería llevar adelante los planes de Gelbard. Este era, además, el hombre que había quedado más desprotegido a la muerte de Perón: enfrentado por Lorenzo Miguel, mantenía difíciles relaciones con López Rega. Adelino Romero, que era su aliado, también había muerto. ¿Quién iba, ahora, a pararle las huelgas y acallar a los disconformes?. A pocas horas de enterrado Perón, ya un semanario –ligado a las “62 Organizaciones” y afín a López Rega– había exigido la renuncia del ministro de Economía. A todo eso, se sumaba la corrosión que Gelbard sufría en sus propias bases: la Unión Industrial Argentina comenzaba a conquistar posiciones dentro de la CGE, que había sido manejada –desde su creación, en 1950– por el propio Gelbard. Los grandes propietarios rurales, por último, resistían la política reformista del ministro, y proyectaban formar (con apoyo de la rancia Sociedad Rural), una Confederación General Agraria (CGA), al mismo nivel que la CGE y con todas las posibilidades de un entendimiento con la UIA. La izquierda peronista, aun a regañadientes, se volcaría a favor del equipo económico. En la opción, preferiría recostarse sobre ese sector del gobierno, que tenía por adversarios a los enemigos de la izquierda. Además, los intereses urbanos de ese grupo lo enfrentaban a los terratenientes; y el espíritu comercial lo había llevado a practicar la apertura hacia los países socialistas. Aunque fuera por la vía de los negocios, ese sector había adoptado, así, una posición de amplitud ideológica, que contrastaba con el maccarthysmo de la derecha peronista, la cual había llegado a lanzar la caprichosa consigna “Gelbard bolche [comunista]”. El favor de la izquierda, sin embargo, no aumentaría el poder del ministro y, en cambio, lo tornaría más vulnerable. Esa izquierda estaba aislada. Perón –a quienes los montoneros velaron con el mismo dolor que habrían demostrado si él no los hubiese expulsado de la Plaza de Mayo, sesenta días antes de su muerte– le había quitado poder y la había dejado a merced de sus enemigos. El 15 de julio, los montoneros mataron a Arturo Mor Roig, un radical que había sido ministro del Interior de Lanusse, y había conducido el proceso que llevó a la elección de Cámpora, en 1973. Mor Roig estaba acusado de haber inspirado las cláusulas con las cuales Lanusse procuró evitar el ascenso del propio Perón a la presidencia. En verdad, el ex ministro había urdido varias tramas para forzar un resultado propicio a los militares; sin embargo, en vastos sectores había ganado consideración como hombre moderado y ecuánime, por lo cual su asesinato provocó una reacción general adversa.

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López Rega y sus poderes López Rega, mientas tanto, estructuraba su poder político. Por esos días, un amigo de Perón publicó en España un artículo en el que evocaba el papel desempeñado por el propio López Rega durante los últimos años del exilio del Líder: “Ejercía la futurología y las ciencias ocultas de la predestinación, con mejor presentación científica que las gitanas españolas… Decían que conducía a Perón con los astros, como los astrónomos del siglo XVII. Isabel y López Rega se adueñaron finalmente de la situación. Perón ya no era más que un faquir”. López Rega pertenecía a la logia espiritista Anael, y aparentemente Isabel había sido convertida a esa secta. El 20 de julio, un diario de Porto Alegre, Brasil, publicó fotos de López Rega arrodillado ante el “cacique” de otra secta, Umbanda, en el llamado “templo del sol”. El “cacique” era citado por el periódico jactándose de una vieja amistad con el ministro argentino. En agosto, comenzó el gobierno de Isabel. Pasado el largo duelo, la presidente retocó el gabinete: en el ministerio de Educación, reemplazó a Jorge Taiana – acusado de favorecer a la izquierda– por el derechista Oscar Ivanisevich. También nombró nuevos ministros de Interior y Defensa. Gelbard, entre tanto, logró un transitorio fortalecimiento. Durante todo agosto, circularon versiones sobre un pacto del ministro de Economía con López Rega. El 28, la revista Las Bases –dirigida por la hija del propio López Rega e inspirada por él– publicó un extenso reportaje a Gelbard. El ministro de Economía aparecía allí sosteniendo: “López Rega y yo somos parte de un equipo de seres humanos que luchan por al misma causa… Él es un hombre laborioso, muy activo. Nunca está quieto. Está siempre a disposición. Por eso lo distinguía el teniente general Perón y por eso goza de la confianza de la señora Presidente de la República. Siempre lo he visto como un componente familiar del matrimonio Perón. Diría, en lo personal, que da una clara sensación de ser un hombre de grandes lealtades y muy directo en su forma de actuar”. ¿Qué razones tenía López Rega para pactar con un hombre que –según indicios previos– no era de su simpatía y que, en apariencia, ganaba más que el propio López con el acuerdo? Se dijo que, a diferencia del ministro de Bienestar Social, Gelbard gozaba de respaldo militar; pero lo más probable es que el acuerdo entre ambos haya respondido al impulso de la propia Isabel: la inexistencia de equipos de recambio homogéneos y confiables, la obligaba a retener a Gelbard. Pero no podía hacerlo si eso implicaba gobernar con un gabinete dividido. El pacto fue fugaz, pero le dio margen a Gelbard para remover al tituar del Banco Central, Alfredo Gómez Morales, que se había convertido en uno de sus principales adversarios internos. Por esos días, la presidente cedió a la presión de dos sindicatos –el de petroleros y el de telefónicos– adoptando medidas que, además de satisfacer un reclamo gremial, tenían la virtud de mostrar audacia y congruencia con el nacionalismo pregonado por Perón. Así, Isabel estatizó todas las estaciones de servicio de las petroleras privadas, especialmente Shell y Esso [Exxon]. También resolvió anular unos 49

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contratos que la empresa telefónica del Estado había celebrado con dos multinacionales para la provisión de materiales y equipos. Esa ola de nacionalismo populista esperaba ahogar las críticas a la conducción económica. Sin embargo, también iba a generar recelos en las empresas privadas, que ya estaban inquietas por otros problemas. Ese mismo mes, una de las principales fábricas de automóviles declaró –y mantuvo varios días– un lock out, alegando que el desabastecimiento de partes, y los precios no rentables fijados a los autos, impedían seguir produciendo. También había reclamos obreros. Gelbard, por su parte, se veía sometido a un acoso personal, a raíz del contrato que una empresa –en la cual él tenía intereses– había suscrito con el gobierno de Lanusse. Se sostenía que el Estado había favorecido en forma indebida a esa empresa, como resultado de una connivencia entre ésta y ciertos funcionarios.

Rebrota la guerrilla La violencia, entre tanto, no cesaba. A medidos de mes, el ERP asaltó con éxito una fábrica de armas, en Córdoba, donde los guerrilleros se apropiaron hasta de un equipo antiaéreo. Como contrapartida, sufrieron un revés en la provincia de Catamarca, donde un intento de copar el regimiento local fue reprimido con violencia por fuerzas del Ejército y la policía. El 20 de agosto, al tiempo que los gobernadores suscribían un documento en el cual se comprometían a “combatir y erradicar la violencia contrarrevolucionaria”, la presidente hizo públicas sus felicitaciones al ministro de Defensa por “la brillante y abnegada labor que cupo a las Fuerzas Armadas durante la lucha antisubversiva desarrollada en la provincia de Catamarca”, durante la cual habían muerto varios guerrilleros. El 28, el gobierno convocó al pueblo a la Plaza de Mayo y, remedando a Perón, Isabel arengó desde los balcones de la casa de gobierno. Aseguró que, detrás de su “apariencia frágil”, había una gran fortaleza: “Tengo dos brazos, y en una mano a Perón y en la otra a Eva Perón. Perón y Eva Perón sacrificaron sus vidas en aras y por amor al pueblo… Como alumna de Perón, cumpliré fielmente su doctrina, caiga quien caiga y cueste lo que cueste”. Isabel se autoproclamaba heredera política de Perón y Eva. La izquierda peronista, no lo aceptaba. Los jóvenes llamaban Eva Perón a María Eva Duarte [nombre completo y apellido de soltera de Eva], pero le decían María Estela Martínez o Isabel Martínez a la presidente. Esa era, de todos modos, una inocente sutileza. Al anunciar su retorno a la clandestinidad, los montoneros demostraron en agosto que no pensaban agotarse en sutiles cuestiones de apellidos. Volverían a las armas. Acaso, repetirían sucesos tan escalofriantes como el que narrarían el 3 de setiembre en su semanario La Causa Peronista, que fue clausurado de inmediato. “Mario Firmenich y Norma Arrostito cuentan cómo murió Aramburu”, anunciaba la portada. Dentro, un minucioso 50

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relato del secuestro, “juicio” y “ejecución” del ex presidente de facto. Los dos montoneros evocaban hasta los más ínfimos detalles de aquella operación, culminada en el sótano de una casa de campo, donde el propio Aramburu dio la orden a su ejecutor, Fernando Abal Medina, quien le apuntaba al pecho: “Proceda”. Junto con el relato, los montoneros incluyeron un facsímil de lo que –afirmaron– había sido la respuesta de Perón al informe que, luego de matar a Aramburu, ellos le habían enviado: una esquela, con la firma del Líder, donde éste consignaba “Estoy completamente de acuerdo y apruebo todo lo actuado”. Un semanario de ultraderecha, ajeno al peronismo –la revista Cabildo– se quejó, a mediados de septiembre, de que nadie hubiese desmentido a los montoneros, negando la autenticidad de la esquela: ni el partido peronista, ni el gobierno, ni Isabel en su calidad de viuda de Perón. El ERP, mientras tanto, realizó por esos días una conferencia de prensa clandestina. Frente a varios corresponsales extranjeros, el jefe de la organización anunció que la organización mataría a l6 militares: uno por cada uno de los guerrilleros muertos en Catamarca. La ley del Talión comenzó a aplicarse pocos días después: primero, cayó un general; luego, un capitán. “Quiera Dios que estas provocaciones no obliguen a la Nación a desatar todo el poder de combate de sus instituciones armadas, porque en el ejercicio de su fuerza aplastante, muchos argentinos justos podrían vivir momentos de angustia que no merecen”, dijo el Comandante General del Ejército en el sepelio del general. “El Ejército no cejará hasta lograr el total exterminio de los enemigos de la Patria”, prometió el mismo Anaya en el entierro del capitán. El gobierno, por su parte, reincidía en las reformas a la legislación penal. A los asesinos (no descubiertos) de los dos oficiales, les correspondía cadena perpetua, sin necesidad de reformar nada. Sin embargo, ambos crímenes vinieron a reforzar la idea –falsa, desde luego– de que había violencia porque la ley era benigna. Las reformas srivieron obtener “beneficios secundarios”. La legislación antisubversiva incluyó restricciones a la prensa, jueces especiales para los periodistas, y castigos para los huelguistas. El ejercicio del derecho de huelga sería, a partir de allí, un delito, toda vez que el gobierno declarase ilegal un paro.

La “triple A” Sin embargo, no era la ley penal –con todas sus reformas– lo más temible. Aquel mes de setiembre, hizo su aparición la Alianza Anticomunista Argentina (AAA), una secta violenta que vino a inaugurar una nueva técnica criminal: el asesinato intimidatorio, que cumplía la doble finalidad de suprimir a un enemigo y amedrentar a otros. La técnica de la organización (o la de los diversos grupos que se identificaban con la sigla AAA), era la siguiente: 

Hacían ostensible su falta de temor por las consecuencias que los “operativos” podían acarrearles. Para ello, actuaban a la luz del día, en automóviles dotados de ruidosas sirenas, y haciendo ostentación de armas.

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Secuestraban, sin necesidad, a sus víctimas. Según todos los indicios, no sacaban provecho del secuestro: no obtenía información ni rescate. Se llevaban a una persona para “ejecutarla” casi de inmediato.



Las “ejecuciones” eran practicadas en lugares abiertos y tenían todas las características del “castigo ejemplar”. No se limitaban al “fusilamiento”. Las víctimas eran destrozadas con descargas excesivas o con explosivos, para demostrar a los sobrevivientes la irrestricta disposición de la “triple A” al exterminio de sus enemigos.



Esos antecedentes hacían que la mayoría de quienes recibían amenazas de la “triple A”, no las desestimaran. La organización –incapaz de matar a todos los “marxistas” que creía reconocer– no sólo lograba sus objetivos “ejecutando” víctimas, sino también intimidando.

En setiembre, la “triple A” ultimó a un diputado de la izquierda peronista, al ex vicegobernador de Córdoba y a un abogado marxista, hermano del ex presidente Frondizi. Pero también logró, mediante amenazas, que cinco actores, un ex ministro (Jorge Taiana) y varios intelectuales, emprendieran el camino del exilio. Dos ex rectores de la Universidad de Buenos Aires, por su parte, pidieron –y lograron– el asilo de la embajada mexicana. En apariencia, nada les impedía salir del país, pero ambos habían sido amenazados y ya el hijo de uno de ellos había muerto al estallar, en su casa, una poderosa bomba. Los ex rectores alegaron que el gobierno argentino era “impotente” frente al terror y que, de hecho, las amenazas de muerte se cumplían en la Argentina de manera “inexorable”. México aceptó el argumento. Por una u otra vía, muchas figuras de relieve salieron del país, y otras –como un diputado de la izquierda no peronista– optaron por recluirse en “algún lugar” de la Argentina. El heroísmo no le podía ser exigido a nadie: había una gran desproporción entre los riesgos ciertos a los que se exponía alguna gente, y los magros frutos de su sacrificio. Esa gente, abandonaba. Nadie tuvo derecho a juzgarla. Pero cada deserción era otra victoria del terror.

El oscurantismo La derecha no sólo contestaba a la violencia de la guerrilla. Amparándose en la necesidad de derrotar al marxismo en todos los ámbitos, tomaba posiciones en diversos campos. En ese violento mes de setiembre, el ministro Ivanisevich se atrevió a sostener que la investigación científica “exige un gasto que no pueden soportar los países en desarrollo”. Al ministro le parecía un despropósito que la Argentina desperdiciara 12 millones de dólares anuales en investigación, y que los científicos no hicieran “ningún invento”. Edison –recordó Ivanisevich– no era universitario, sino un simple vendedor de diarios. Citando al cardenal Newman y a Ortega y Gasset, el ministro sostuvo que “la Universidad no es el lugar adecuado para la investigación” y que ésta “debe hacerse en las empresas”. Las afirmaciones de Ivanisevich provocaron la renuncia del Secretario de Estado de Ciencia y Tecnología.

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El 17, Alberto Ottalagano –acusado por muchos de fascista– fue designado interventor en la Universidad de Buenos Aires. En los días subsiguientes, centenares de profesores, verdadera o supuestamente enrolados en la izquierda, fueron despedidos. Un aire inquisitorio empezó a respirarse en los claustros. Ni siquiera el laboratorio del bioquímico Luis Federico Leloir, premio Nobel (1970), se eximió de la sospecha: un diario que promovió la intervención del laboratorio denunció que también allí había “infiltración marxista”. Las nuevas autoridades universitarias suspendieron la carrera de Psicología y eliminaron de la bibliografía, en todas las escuelas de humanidades, las obras de Sigmund Freud. Por supuesto, la literatura marxista –sobreabundante en las universidades argentinas hacia 1973– ingresó en el index. Los estudiantes, por otra parte, eran sometidos a un severo régimen disciplinario. El caos de la época montonera fue reemplazado por un sistema policial: 2000 “celadores” quedaron encargados de preservar el orden en las aulas. Eso era en Buenos Aires. La Universidad de La Plata, entre tanto, era descabezada por la “triple A”, que asesinó a dos de sus más altos directivos y forzó la renuncia del amenazado rector.

Ley de Contratos de Trabajo El gobierno daba, así, una imagen de oscurantismo. Al mismo tiempo, aspiraba a lucir como progresista, y el 20 de septiembre la CGT convocó al pueblo a la Plaza de Mayo, para agradecerle a Isabel la Ley de Contratos de Trabajo, sancionada pocos días antes. Se trataba de una ley proyectada en vida de Perón, que no introducía reformas drásticas en la legislación laboral, pero sistematizaba normas dispersas y daba fuerza de ley a algunos criterios jurisprudenciales que beneficiaban a los trabajadores. El instrumento contenía normas para evitar el fraude que los empleadores solían hacer para evadir sus obligaciones, establecía un régimen riguroso de seguridad industrial, ampliaba los períodos de vacaciones y aumentaba las garantías de estabilidad. Ese día, fue laborable –por disposición de la CGT– sólo hasta las 10 de la mañana. Fábricas y oficinas hicieron, de ese modo, las veces de puntos de concentración, desde donde los trabajadores eran conducidos a la histórica plaza. Aun los empleados públicos –excluidos de la nueva ley– fueron a agradecer a la presidente. Fue un éxito para Casildo Herrera, quien dominaba, desde el puesto de secretario adjunto, la poderosa central. Aliado a Lorenzo Miguel, daba órdenes al secretario general, Palma, hombre del propio Miguel e individuo de escasa personalidad que obedecía las directivas de su adjunto. Poco después, la situación se sinceraría, con el alejamiento de Palma y la promoción de Herrera a la secretaría general. Antes de salir al balcón para arengar a la multitud, aquel 20 de septiembre, la presidente entregó a Herrera, en acto público que se celebró en la Casa de Gobierno, un cheque por 250.000 dólares. Era una “donación” para la CGT, pero no se aclaró en nombre de quién fue hecha por la presidente.

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Hacia fines de septiembre, los argentinos tenían la sensación de haber vivido un mes dramático. El 27, el comandante general del Ejército confesó que los militares, “conturbados por la indignación” a que daba lugar cada ataque guerrillero, sentían que la mente se les estremecía y nublaba. Otros sectores –los que lloraban a los muertos por la “triple A”– se conturbaban, se estremecían, se nublaban más secretamente; sin micrófonos que recogieran su exaltación, simétrica a la de los militares. El ministerio de Economía procuraba dar aliento con cifras. Según sus cálculos, en el primer semestre del año el producto bruto interno había crecido 6,2 por ciento, con respecto a igual período del año previo; y la demanda interna había sido 6,3 por ciento mayor. El aumento de esa demanda –informaban los técnicos oficiales– era resultado del incremento en el salario real, que había sido de 19,1 por ciento. Lo que había bajado, en un año, era la desocupación: de 6,1 pro ciento a 4,2 por ciento de la fuerza de trabajo. El balance de pagos era positivo, la deuda externa de corto plazo había disminuido y había más reservas de divisas. Esos números no salvarían a la conducción económica. Por un lado, los discutían los críticos externos, como un ex ministro de posición conservadora, según el cual “en menos de un año y medio, la emisión monetaria” había superado “dos veces y media la de los cien años anteriores”. Desde otro lado, los dirigentes sindicales, desmentían el alza del salario real. Estadísticas privadas intentaban demostrar que, en realidad, el poder adquisitivo de los sueldos se había reducido 14 por ciento en seis meses. Por esos días, Gelbard debió ser llevado de urgencia a una unidad coronaria: un ataque cardíaco que logró superar, le daría más tarde un motivo para satisfacer, renunciando, los deseos de adversarios variados. La ley antisubversiva –que prometía cárcel al director de cualquier medio de difusión que informara sobre actividades guerrilleras– empezó a regir el 2 de octubre. Ese día, el ERP asesinó a un militar. Un vespertino tituló, entonces: “Sorpresivamente falleció un capitán del Ejército”. Otros periódicos, aún más prudentes, escondieron la información, pese a que ella tenía origen en el propio Ejército. La autocensura se sumaba así a las drásticas medidas oficiales: a esa altura, el gobierno ya había clausurado “definitivamente” tres diarios de izquierda, dos semanarios vinculados a la guerrilla, una revista humorística y numerosos órganos de circulación limitada. El 4 de octubre, el rector Ottalagano anunció que, a partir del año siguiente, los nuevos estudiantes universitarios recibirían –en todas las facultades– un curso de doctrina. Entre los profesores designados para dictar ese curso, figuraba Jaime María de Mahieu, quien lamentó en uno de sus libros que la raza aria, “llevando la higiene y la medicina a los pueblos inferiores”, hubiera “multiplicado a sus adversarios” y roto “el equilibrio étnico del planeta”. En cuanto a la situación general del país, Ottalagano dijo que, entre quienes mataban “por” la patria y quienes mataban “contra” la patria, lo que correspondía era estar con los primeros. Isabel, en tanto, procuraba dar otra imagen. El 8 de octubre –día en el que Perón habría cumplido 79 años– presidió una reunión, radiotelevisada, con los principales líderes políticos del país. Balbín subrayó, en esa reunión, que la presidente debía 54

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evitar los “microclimas”: una clara y pública alusión al papel aislante que cumplía López Rega. Los dirigentes políticos se pronunciaron, de forma unánime, contra toda clase de terrorismo. Entre ellos, el de los grupos parapoliciales. “El orden debe restablecerlo el Estado (y no bandas armadas)”, sostuvo el ex presidente Frondizi. Pocos días después, en la revista inspirada por López Rega apareció una nota que defendía a los grupos parapoliciales: “¿Es que acaso la guerrilla tiene uniformes o distintivos o autos con leyendas? No. Por el contrario, la guerrilla se pone uniformes militares y policiales robados. Es decir, se disfraza para actuar… ¿Por qué asustarse si quienes combaten a la violencia se disfrazan, a su vez, de civiles?”. Los militares, por su parte, ya empezaban a pensar en su retorno. “Nuestra hora ha sonado… En cualquier momento seremos llamados a actuar… y ahora no fallaremos”, dijo, sin ambigüedad, un general el 10 de octubre. El 16, los montoneros robaron, en el cementerio de la Recoleta (Buenos Aires), el ataúd que guardaba los restos de Aramburu. No lo devolverían –anunciaron– hasta que no reaparecieran los restos de Eva Perón, desaparecidos en 1955.

Cae Gelbard El 17 (primer 17 de octubre sin Perón, desde aquél de 1945 que había convertido al entonces coronel en un líder de masas) Isabel, que venía de una breve gira por el noroeste del país, presidió el mitin tradicional, desde los balcones de la casa de gobierno. López Rega estaba a su lado, dándole indicaciones tan ostensibles que se hizo claro su deseo de demostrar el poder que ejercía sobre la presidente. Rescatando algo del nacionalismo peronista, sin embargo, Isabel anunció ese día la “argentinización” de tres empresas extranjeras; una de ellas, filial de la ITT. Recurrió, también, al otro ingrediente exigido por la receta de su extinto esposo –el populismo– y convocó a una Gran Paritaria Nacional para reajustar salarios, pese a la resistencia que oponía a tal reajuste el ministro de Economía. Era el fin de Gelbard. Al día siguiente, la CGT –que hasta entonces había sido favorable al proyecto de ley agraria– anunció: “Apoyamos la iniciativa de dictar una ley agraria, pero no avalamos el contenido de un anteproyecto que habría sido elaborado”. La central obrera se sumó así a la Sociedad Rural y otros sectores que atacaban a Gelbard por su intento de expropiar –mediante indemnizaciones diferidas, pagaderas en bonos– las tierras ociosas o mal explotadas. “Es un atentado contra la propiedad privada”, decían los terratenientes, que se habían opuesto a la idea. Ahora, la CGT también se oponía. La CGT, en contra. López Rega, en contra. La Sociedad Rural y sus numerosos voceros –entre ellos, los diarios más tradicionales del país–, en contra. La UIA, que había amarrado por dentro a la CGE, también en contra. Gelbard estaba solo. El 21, presentó su renuncia. Con ella, le envió a Isabel una carta reservada, que él mismo haría pública un año y medio después. En ella le advertía que, muerto Perón, se habían abandonado poco a poco sus postulados, y en especial la idea de la concertación (o acuerdo social). “Se está debilitando la unidad nacional”, sostenía, 55

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en síntesis, el documento de Gelbard, que alertaba contra el “sectarismo” de quienes rodeaban a la jefa del Estado. Con la caída de Gelbard –quien no se había movido de su puesto desde mayo de 1973, pese a la sucesión de presidentes: Cámpora, Lastiri, Perón, Isabel– terminó una experiencia que, para continuar, habría necesitado de Perón. En esencia, el programa diseñado y ejecutado por Gelbard había apuntado, primero, a la estabilidad monetaria, procurada a través de una política de control sobre precios y salarios. A partir de esa estabilidad forzada, el ex ministro auspiciaba una apertura comercial, tendiente a buscar en al demanda exterior el factor dinamizante de la economía argentina. Para financiar el crecimiento de la economía así dinamizada, Gelbard –en cuyo esquema las inversiones extranjeras desempeñaban un papel secundario– quiso forzar una mayor producción agropecuaria, gravando la ineficiencia y expropiando campos abandonados o mal aprovechados. También intentó arrebatarle al sector privado el manejo de las exportaciones agropecuarias. Su ambición era transferir ingresos del campo al Estado y, por vía de éste, a la industria. A la caída de Isabel, Gelbard –refugiado en los Estados Unidos– sería privado de sus bienes y de la ciudadanía argentina. Lo acusarían de haber favorecido, de forma indeterminada, a la guerrilla; criticarían sus buenas relaciones con Brezhnev y con Castro, así como sus audaces proyectos. En aquel octubre de 1974, Gelbard fue reemplazado por Gómez Morales, quien lo había combatido desde dentro del gobierno. El nuevo titular de Economía fue elogiado por el presidente de la Sociedad Rural. Una de sus primeras medidas fue reemplazar al funcionario que había redactado el proyecto de ley agraria. En su lugar, puso a un hombre vinculado al campo, para quien “el peor latifundio es el de la tierra fiscal”, la cual “debe ser entregada en propiedad” a particulares, no poniendo límites al máximo “sino al mínimo de tierras a entregar”. Partidario de la inversión extranjera, Gómez Morales no provocaba las mismas resistencias que su antecesor. Él era, además, un peronista reconocido y confeso. La izquierda –aunque sólo veía en Gelbard un empresario con sentido de la oportunidad, y opinaba que su programa era meramente reformista– juzgó que el cambio de ministro era un nuevo retroceso. Que se sumaba a los que sufría en otros campos. Por esos días, un cuarto gobernador –el de la provincia de Santa Cruz– fue obligado a abandonar el cargo por supuestas vinculaciones con la izquierda. El Ejecutivo nacional, además, indultó –con fecha 18 de octubre– al jefe de policía que había destituido meses antes al gobierno de Córdoba. En la misma provincia de Córdoba, el 25, un general afirmó: “El Ejército debe estar listo para actuar”. La violencia de izquierda se hizo presente, otra vez, el 27: ese día, fue asesinado Jordán Bruno Genta, uno de los principales asesores de Ottalagano y un convencido de que “no hay ni puede haber Argentina soberana sin que Cristo y María reinen en ella”.

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Estado de sitio El 1º de noviembre, una bomba, instalada en su yate, mató al Jefe de la Policía, Alberto Villar. Para esa fecha, sumaban 200 los muertos de uno y otro sector en pugna, subversivos y “fuerzas del orden”, que la guerra intestina había causado en 1974. El 6, el gobierno declaró el “estado de sitio”, y las garantías constitucionales quedaron en suspenso. Cuarenta y ocho horas después, el director de la Escuela Superior de Guerra aseguró que los guerrilleros tenían “los días contados”. Entre tanto, el nuevo equipo económico dejaba en evidencia que, en materia salarial, no se proponía ninguna innovación. La Gran Paritaria Nacional había acordado un aumento de 15 por ciento, y el Ministerio de Economía mantuvo, a ese nuevo nivel, la congelación. Se anunció que los precios no serían liberados, sino sometidos a una “actualización selectiva”. El día 11, hablando ante periodistas alemanes, Gómez Morales afirmó que la política de precios y salarios seguida por su antecesor era “básicamente correcta”, aunque “carente, en la práctica, de la suficiente flexibilidad”. El nuevo ministro se diferenciaría, solamente, en una mayor predisposición a los reajustes. En la misma conferencia de prensa, Gómez Morales demostró que estaba interesado en la inversión externa, y aseguró que la Argentina no auspiciaría ni integraría ningún “cartel” de países productores de carne o trigo, como sugerían por esos días algunos, entusiasmados por el éxito de la OPEP.

Sindicalistas contra López Rega La CGT dejaba actuar al nuevo ministro de Economía. Ahora, los cañones de la dirigencia sindical apuntaban hacia un antiguo aliado: José López Rega. Éste había hecho crecer tanto su poder, influyendo en la presidente, manejando el Ministerio de Bienestar Social e intentando poner bajo su dirección el Ministerio del Trabajo [reducido a Secretaría], que hombres como Herrera y Lorenzo Miguel ya se sentían, ellos también, víctimas de aquél a quien, en privado, todos llamaban “el brujo”. A López Rega se le atribuía la idea de crear, para combatir a la guerrilla, un organismo suprapolicial que, se decía, él iba a controlar directa o indirectamente. La dirigencia sindical se oponía a la supuesta idea, y mantenía que la lucha contra la subversión debían monopolizarla las Fuerzas Armadas. El 12, la CGT rindió homenaje, en el Comando General del Ejército, a los militares muertos en esa lucha (a quienes, ese mismo día, se agregó un oficial asesinado). Todo indicaba que los sindicalistas aspiraban a una mayor participación de las Fuerzas Armadas, no sólo en la acción antisubversiva sino en otras cuestiones. El propósito era comprometerlas, afianzar la estabilidad del régimen y forzar, además, la salida de López Rega. En última instancia, el proyecto tenía que conducir a una

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alianza militar–sindical, para gobernar bajo el reinado de una Isabel libre de otras influencias.

Los restos de EvaPerón El 14, los tres comandantes generales se reunieron con el ministro de Defensa y, luego, con los altos mandos de sus respectivas armas. López Rega, por su parte, viajó de forma inesperada “a Medio Oriente, para cumplir una misión comercial”. Tres días después, volvería (de España, no de Medio Oriente) con el cadáver embalsamado de Eva Perón. En 1955, tras el derrocamiento de Perón, los militares creyeron oportuno deshacerse de ese cuerpo embalsamado que –guardado en un cajón con tapa de vidrio– descansaba, por voluntad de la extinta, en la sede de la CGT. Eva era, aun después de muerta, objeto de veneración, y un factor perturbador para el gobierno militar. El féretro fue sustraído y enviado a un lugar del mundo que nunca se reveló. Algunos presidentes, y los jerarcas de la Iglesia argentina, sabían dónde estaba, pero nunca lo dijeron. Se suponía que habían sido llevados a Italia, pero nada más. En 1972, como parte de su estrategia, que procuraba quitarle a Perón todo motivo de reclamo, Lanusse ordenó que se le devolviera el cuerpo de su extinta esposa. Perón lo recibió en su casa de Madrid, y allá había quedado luego del traslado de Perón, Isabel y López Rega a la Argentina. Nadie esperaba, en 1974, la repatriación de esos restos. La noche del 16 de noviembre, Isabel dirigió al país un mensaje, anunciando que los despojos de Eva Perón estaban en viaje y llegarían en la mañana siguiente. Lo improvisado del operativo quedó de manifiesto cuando la presidente aclaró que, por un tiempo, la “abanderada de los humildes” no podría ser vista: la cripta donde iba a colocarse su ataúd, en la residencia presidencial de Olivos, junto a los restos de Perón, no estaba lista. A la mañana siguiente, López Rega descendió de un avión, en el aeroparque militar de Buenos Aires. Junto con él, bajó una corte de civiles: cada uno, llevaba en una mano una ametralladora; con la otra, sostenía las manijas del féretro en el que volvía a la Argentina (un 17 de noviembre, igual que Perón, vivo, dos años antes) el cuerpo de Evita. Herrera y Miguel no pudieron entrar al aeroparque, fuertemente custodiado. Debieron ver el arribo de los restos desde lejos, confundidos con el público que se había reunido en la calle. La CGT manifestaría, horas más tarde, su desagrado por la “forma súbita y desorganizada” de la repatriación. Ese mismo 17, en un terreno baldío de Buenos Aires –el sitio donde había estado la cárcel en la que el gobierno militar fusiló a peronistas insurrectos en 1956– fue abandonado el féretro con los despojos de Aramburu, que había sido robado el 16 de octubre por los montoneros. El macabro canje se había concretado.

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Se va Ottalagano Parecía obvio que López Rega, acosado desde varios ángulos, había recurrido a la repatriación de los restos de Eva Perón para distraer la atención de sus adversarios. Si ése era su propósito, tuvo la valiosa e involuntaria ayuda del rector Ottalagano, quien por esos días se encargó de convertirse en el blanco de los mayores ataques. El 15, Ottalagano había planteado a los argentinos una “prueba de fuego”: debían optar entre ser peronistas o marxistas. A la disyuntiva estaban sometidos, incluso, todos los partidos políticos. El rector no reconocía otras posiciones: o peronismo o marxismo; opción que traducía a términos “teológicos”: “Aquí y ahora hay que estar con Cristo o contra Cristo… Se ha pretendido una sociedad llamada pluralista y a la vista están las consecuencias. Nosotros tenemos la verdad y la razón; los otros no la tienen y los trataremos como tales”. El ideal de Ottalagano, según lo explicó él mismo, era un Estado que excluyera a los partidos políticos y se asentara en la Iglesia Católica, las Fuerzas Armadas y la CGT. Uno de sus principales colaboradores, el interventor en la Facultad de Ciencias Exactas, declaró que la democracia era “un invento jurídico”. Un grupo que apoyaba a Ottalagano, por su parte, instó a la presidente a que, “respaldada por las Fuerzas Armadas”, asumiera la “plenipotencia legislativa” e instalara una dictadura. Todo bajo el signo de Cristo, porque “los católicos no aceptamos compartir la verdad”. El 19, la Unión Cívica Radical –el partido de Balbín– condenó la orientación que habían tomado el ministerio de Educación y la Universidad. El 27, el comandante general de la marina advirtió que “la Armada argentina rechaza de plano pensamientos exóticos y pretéritos” y “opondrá toda su fuerza” para impedir la sustitución de la democracia representativa. Pocos días después, Ottalagano abandonaría el rectorado de la Universidad de Buenos Aires.

La presidente busca recuperar terreno Isabel necesitaba recomponerse: no podía aparecer secuestrada por López Rega. El esotérico ministro, por un lado, y el insólito Ottalagano, por el otro, habían creado un clima de anormalidad. Los partidos políticos se alejaban cada vez más del gobierno. El poder sindical se sentía marginado e intentaba una alianza con los militares: “la alianza de nuestros dos principales factores de poder”, de la cual “hay que felicitarse”, según un comentarista. Las Fuerzas Armadas, aceptaban el homenaje de la CGT, y aunque hacían oídos sordos a los reclamos de la ultraderecha –deseosa de volver, como lo dijo una publicación de ese sector, a “la hora de la espada”–, empezaban a considerar la eventualidad de asumir el gobierno. La guerrilla contribuía a despertar, en algunos sectores castrenses, la urgencia de tomar las riendas: desde el 25 de septiembre hasta el 1º de diciembre, los guerrilleros habían ultimado a 1 general, 2 coroneles, 2 tenientes coroneles, 3 capitanes, 1 mayor y 1 teniente primero. Entre esos crímenes, el de un capitán había 59

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sido el más conmovedor: el 1º de diciembre en Tucumán; junto con él, había muerto una de sus hijas, de 3 años; otra, de 5, quedó mal herida. El ministro de Trabajo – hombre de la CGT– declaró por esos días: “las balas que hoy penetran en los uniformes son las mismas que ayer entraban en los mamelucos”. El poder sindical seguía buscando la alianza con los militares. El 6 de diciembre, Isabel salió de su encierro y fue a la CGT, donde presidió un acto, flanqueada por Herrera y Miguel. Por otro lado, el gobierno auspició una Ley de Defensa Nacional, lo cual daría a las Fuerzas Armadas una mayor participación en los asuntos de estado que, directa o indirectamente, afectaran a la seguridad nacional. Entre otras cosas, el proyecto preveía la creación de una Central Nacional de Inteligencia, integrada por los distintos servicios de inteligencia militar y la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal. Gómez Morales, a la vez, auspiciaba reformas a la Ley de Inversiones Extranjeras, alegando que la rigidez del régimen legal ahuyentaba a los inversores foráneos. Además, el ministro resolvía convocar a convenciones paritarias de empleadores y trabajadores en cada gremio: acababa así con el Pacto Social (quitando hasta los vestigios de poder a la CGE, liderada otra vez por Gelbard, aunque presidida por Julio Broner) y accedía a los reclamos de los sindicalistas, que esperaban encontrar en ese sistema mayores posibilidades de satisfacer a sus bases. La rigidez del Pacto Social había puesto a muchos dirigentes en situación de ser cuestionados. Dos diarios fueron clausurados en diciembre. El Ente de Calificación Cinematográfica, por su parte, prohibió la exhibición de numerosas películas. El Ente estaba presidido desde agosto por un discutido funcionario, que ese mes de diciembre declaró: “En el cine, es forzoso hacer censura previa… Hay que hacer la limpieza de las películas, antes que las vea el público”. Lo más inquietante, era la violencia desatada. Casi a diario, aparecían –en distintos lugares del país– cadáveres de personas previamente secuestradas. El 23 de diciembre. el nuevo jefe de la Policía Federal, Luis Margaride, salió ileso de un atentado terrorista contra su vida. Una camioneta con explosivos fue arrojada al paso del automóvil del jerarca policial. Hubo muertos y heridos, pero Margaride no fue afectado. Eran, para la Argentina, unas navidades luctuosas. El 25 de diciembre, los muertos durante ese mes por causas políticas, sumaban 47: casi un muerto cada 12 horas. Desde el punto de vista político, cualquier analista habría dicho que estaban dadas las condiciones para que la presidente echara a colaboradores cuestionables y buscara asentarse, con el apoyo de los partidos, en esa alianza en ciernes entre los poderes sindical y militar. Factores psicológicos intervenían, a menudo, para imponer a la situación giros que ningún analista político podía explicar. Para Navidad, unos 3000 niños –provenientes de barrios pobres y diversas escuelas– fueron llevados por autobuses del Ministerio de Bienestar Social al lugar donde López Rega proyectaba construir el Altar de la Patria: un gigantesco panteón

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nacional. Allí, ofició una misa el “arzobispo primado” de una iglesia desconocida: la “Ortodoxo Americana”. La Constitución Argentina prevé que el Estado sostiene el culto Católico Apostólico Romano. Las Fuerzas Armadas del país tienen, además, una tradición religiosa bien arraigada. No era fácil comprender el sentido de aquella provocativa misa. En ese confuso panorama, la Corte Suprema de Justicia proseguía su labor en contra de las multinacionales: el 27 de diciembre, anuló un laudo arbitral por el cual YPF – la petrolera estatal– había sido condenada a pagar 7 millones de dólares a un consorcio de empresas norteamericanas. El año terminó, en medio de la incertidumbre colectiva: nadie se animaba a predecir qué le esperaba al gobierno, y al país, en 1975.

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1975 Buscando apoyo norteamericano Las primeras semanas del año, mostraron al gobierno peronista buscando apoyo norteamericano. Los Estados Unidos acababan de sancionar una ley de comercio exterior que castigaba, excluyendo de su sistema de preferencias, a los productos provenientes de países miembros de la OPEP u otra asociación similar, así como de aquellos países que expropiaran bienes de norteamericanos o negasen “un acceso justo y razonable” (en opinión de Washington) a sus mercados y a sus fuentes de materia prima. América Latina, liderada por el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, se había levantado contra esa ley. En esas circunstancias, la Argentina apareció como la mejor amiga de los Estados Unidos. El ministro Gómez Morales viajó el 12 de enero a Nueva York, y ese mismo día recibió a representantes de la Exxon, quejosa por la estatización de las bocas de expendio, y de la ITT, inquieta por el anuncio de “argentinización” de una filial. El ministro dio satisfacciones. En el caso de la empresa petrolera, recordó que él se había opuesto a cualquier avance estatal en materia de hidrocarburos. En efecto, a través de un memorando dirigido por Gómez Morales a Gelbard el 27 de marzo de 1974 –revelado por una publicación en el mismo enero de 1975– el entonces presidente del Banco Central había objetado un proyecto de ley, redactado por los asesores del ministro, en el cual se acentuaba el monopolio de YPF. Gómez Morales puntualizó en ese documento su oposición a que se eliminara a “las empresas privadas de su actual participación en la refinación, comercialización y distribución”. Eliminadas de esa última faz por una decisión de la presidente, el ahora ministro prometió, en su reunión con Exxon, una indemnización satisfactoria. A la ITT le aseguró que la “argentinización” de su filial se limitaría a la incorporación de capital nacional, sin alterar el carácter de sociedad privada que esa filial tenía, ni excluir a la ITT como copropietaria. Trató de probar, además, que el consorcio se vería beneficiado al actuar en la Argentina a través de una empresa local, que no despertaría los mismos recelos que una filial de compañía extranjera. El gobierno argentino había demostrado ya su buena voluntad hacia los inversores externos al dejar “en suspenso” la aplicación de una ley –heredada de Gelbard– que acababa con el anonimato de las acciones. Al establecer que las sociedades mercantiles sólo podrían emitir acciones nominativas, aquella ley había tratado de controlar, entre otras cosas, que no se violaran las restricciones legales a la inversión extranjera.

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En ese mismo viaje, Gómez Morales habló en el Council of the Americas, ante 350 representantes de grandes compañías norteamericanas. Al día siguiente, el Journal of Commerce sintetizó en su título la conferencia del ministro: “La Argentina tiende una alfombra de bienvenida a las inversiones”. Cuando los periodistas le pidieron al ministro una opinión sobre la ley norteamericana de comercio –acusada por más de un gobernante latinoamericano de ser “discriminatoria” y “desleal”– Gómez Morales sólo dijo que podía “limitar posibilidades”. Ya en Buenos Aires, sostendría que era “anacrónico” hablar del “imperialismo norteamericano”. El canciller Alberto Vignes, entretanto, se procuraba las simpatías de Henry Kissinger. Por entonces, el secretario de Estado norteamericano planeaba acabar con la “ineficiente” OEA, donde cada país tenía un voto (lo mismo daba Estados Unidos que Panamá), y establecer un “nuevo diálogo” (bilateral), entre los Estados Unidos por un lado, y América Latina por el otro. Vignes organizó entonces una reunión de Kissinger y los cancilleres latinoamericanos, que iba a tener lugar en Buenos Aires, durante el mes de marzo. Venezuela y Ecuador (ambos miembros de la OPEP y, por lo tanto, víctimas de la ley norteamericana de comercio exterior) resolvieron no concurrir a la cita, en señal de protesta. México, por su parte, notificó que no participaría del cónclave, dado que el canciller cubano no sería invitado. Como no era una reunión de la OEA –organización de la cual Cuba estaba excluida—los mexicanos habían imaginado que el cónclave serviría para acabar con la segregación de ese país. No siendo así, prefirieron estar ausentes. Colombia y Perú, por su parte, dieron indicios de que juzgaban innecesario e inoportuno el diálogo con Kissinger. El presidente colombiano deploró que se organizaran “diálogos cuya fecha y lugar elige el secretario de Estado norteamericano”. La reunión había sido condenada al fracaso. De nada valió el consejo público del embajador argentino ante la OEA, quien recomendó a los países miembros que aprovecharan la “oportunidad” y enviaran a sus cancilleres a conversar con Kissinger, ya que probablemente el Secretario de Estado no participase, después de la reunión de Buenos Aires, en otros foros interamericanos. El 27 de enero (“como resultado de presiones inapropiadas”, según el Departamento de Estado), la Argentina se vio en la necesidad de suspender la proyectada reunión. El gobierno argentino, de todos modos, había dado pruebas de su extrema buena voluntad hacia el de Washington. El tercermundismo había quedado atrás, y ahora los sucesores de Perón buscaban en el Departamento de Estado la estabilidad que no estaban muy seguros de conseguir dentro de la misma Argentina. En febrero, la presidente tomó vacaciones y López Rega viajó a Brasil. En los primeros meses del año [verano meridional] la actividad suele ser escasa en la Argentina. Ese año, sin embargo, no todos estaban dispuestos a imitar a la presidente y su ministro. Para los militares, por ejemplo, no hubo verano. Ese mes, iniciaron el Operativo Tucumán: por primera vez en el siglo, el Ejército argentino

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iba a entrar en combate. El enemigo –interno– era la guerrilla, adueñada de la provincia de Tucumán. Los guerrilleros, apostados en los montes boscosos de esa región subtropical del país, solían descender a los pueblos, y a las carreteras, luciendo uniformes y realizando actos de propaganda y adoctrinamiento. Mientras el Ejército combatía a los sediciosos, el equipo económico se veía en la necesidad de luchar contra una crisis. La balanza de pagos iba tornándose desfavorable. Los exportadores sostenían que el peso estaba sobrevaluado, y aseguraban que, en muchos casos, eso ponía a los productos argentinos fuera del mercado internacional. El mercado negro de divisas –aunque inflado por la especulación– parecía demostrar que, en efecto, se requería una devaluación: el dólar norteamericano, que oficialmente valía 10 pesos, se pagaba extraoficialmente a 25. El “contrabando de exportación” crecía, pues muchos exportadores sacaban fraudulentamente sus mercancías del país, las cobraban en el extranjero y luego liquidaban las divisas en el mercado negro. El gobierno, sin embargo, temía a una drástica devaluación, capaz de generar una inflación cambiaria muy marcada. Gómez Morales optó, al fin, por una devaluación que, en aquellas circunstancias, podía considerarse moderada: el dólar subió de 10 a 15. Al mismo tiempo, el titular del Banco Central advirtió que la Argentina podía pedir un crédito contingente al Fondo Monetario Internacional: un extremo al cual el peronismo siempre se había opuesto [En sus primeras presidencias, Perón se negó a que la Argentina ingresara al FMI; el país ingresó en 1956, luego de derrocado el gobierno peronista]. El ministro logró imponer un tope al aumento de salarios que estaba previsto para marzo, y amenazó con “llenar las cárceles” de comerciantes que violaran los precios máximos. Sin embargo, el propio gobierno se sentía sin autoridad para mantener esos precios máximos: el aumento salarial (aunque limitado) y el encarecimiento de los insumos importados, por efecto de la devaluación, habían incrementado los costos. No obstante sus sonoras advertencias, el ministerio optó, en materia de precios, por el laissez passer. Los analistas políticos se preguntaban si se llegaría a las elecciones presidenciales de 1977. Balbín sostenía que era preciso llegar, “aunque sea con muletas”. El partido de Frondizi –principal socio del peronismo en el FREJULI– dio a publicidad un documento, destacando el “indudable deterioro de la situación nacional”. La inquietud comprendía a la dirigencia sindical. El 19, en La Plata, la CGT y las “62 Organizaciones” pidieron una “total reestructuración” del partido de gobierno. Lastiri, uno de los hombres del “entorno” presidencia, mantuvo esa semana reuniones de hasta cinco horas, a puertas cerradas, con Miguel y otros dirigentes sindicales.

Un muerto cada 2 horas y 24 minutos El 22, el gobierno denunció un “complot” de características inusuales”, montado por la guerrilla y destinado a “paralizar la producción industrial” en la zona ribereña del río Paraná, próxima a Buenos Aires.

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La guerrilla, al parecer, ya no sólo estaba firme en Tucumán, sino en un prolongado cordón industrial vecino a la capital de la República, sobre todo en Villa Constitución, sede de una importante fábrica siderúrgica. Como la Unión Obrera Metalúrgica –el sindicato de Lorenzo Miguel– había perdido de la zona, en cuyas fábricas predominaba la izquierda, hubo quienes atribuyeron la denuncia del presunto complot a una maniobra de la “burocracia sindical” para forzar la militarización de una filial que le resultaba ingobernable. Era –se decía en Buenos Aires– un favor del gobierno a los quejosos dirigentes sindicales. De hecho, el sindicato metalúrgico de Villa Constitución fue intervenido. Al mismo tiempo, ese 22 de marzo, en el país se vivían varios dramas: • En distintos lugares de Mar del Plata (400 kilómetros al sur de Buenos Aires) velaban a un abogado, un cirujano, un estudiante, un militar retirado y dos hijos del militar. Todos habían sido acribillados por motivos políticos esa madrugada. • En Tucumán, la policía identificaba dos cadáveres que, días antes, habían aparecido en el lecho de un río. Eran, también, víctimas del terror político. • Mientras, en Córdoba, se aprestaban a enterrar, por un lado, a un comisario; por otro, a dos guerrilleros. Los tres habían caído el día anterior. • Otro subcomisario, un presbítero y una mujer eran llorados por sus deudos en Bahía Blanca, al sur de la provincia de Buenos Aires. También ellos habían sido ametrallados. • En un hospital de Jujuy, en el noroeste, se procuraba salvar a cuatro personas, heridas en un tiroteo entre policías y sindicalistas. • En los alrededores de la capital, se velaban los restos de un obrero y un sargento de policía, muertos 48 horas antes. En Villa Constitución –una de las ciudades ubicadas en el área del “complot”– alguien planeaba el asesinato del subjefe de policía, que iba a ocurrir el 23. • Entretanto, en Temperley, muy cerca de Buenos Aires, trece personas, casi todas encapuchadas, practicaban un macabro raíd, secuestrando enemigos políticos, destruyendo e incendiando casas y, por último, fusilando a ocho personas. Los vecinos escucharon las ráfagas, luego algunas explosiones y al rato quedaron a oscuras: los ejecutores habían destrozado con bombas los cadáveres de sus víctimas y uno de los cuerpos había volado y caído sobre un cable de alta tensión. Todo el país se teñía de sangre. El domingo 23, el matutino La Opinión destacó: “La escalada (de violencia) alcanzó este fin de semana su punto crítico con un promedio de una muerte cada 2 horas y 24 minutos”. También recordó que, sumadas esas 34 de las horas previas, habían llegado a 113 en 90 días las víctimas de terror político. Costaba admitir esto en un país que, hasta 1966, se había jactado de su civismo. Un país que se creía exento del crimen político como sistema. Por otro lado, era sencillo atribuir toda la responsabilidad al gobierno. Unos pocos rumores trataban de fijar la atención en las Fuerzas Armadas: se decía que el terror 65

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era una de las técnicas de contrainsurgencia que empleaban los ejércitos latinoamericanos. Sin embargo, la mayoría del país creía que la represión ilegal era practicada por la “triple A” (a la cual se suponía dirigida por López Rega), la dirigencia sindical (que tenía a su servicio grupos armados, alegando su necesidad de seguridad personal) y la policía. El 23, Balbín sostuvo que era “necesario hacer rectificaciones”, porque la situación se estaba “desencuadernando”. “Existen malestares profundos”, sentenció el líder radical. Ese mismo día, el Ministro del Interior atribuyó a “grupos malintencionados” los rumores de golpe. El Comandante en jefe del Ejército desmintió, el 25, que las Fuerzas Armadas proyectaran hacerse cargo del poder. Sin embargo, había en el país una conspiración. Si no para derrocar a Isabel, sí para obligarla a prescindir de López Rega. El jefe de los diputados peronistas había declarado que éstos tenían “dificultades” con “algunos funcionarios”. La CGT ratificó, el 25, su apoyo al gobierno, “más allá de disidencias parciales con algunos funcionarios”, pero reclamó a la presidente un “diálogo fluido”, con la central obrera, como el que había mantenido Perón. La dirigencia sindical aspiraba a tener “participación real y activa” en el gobierno. Esto fue lo que dijeron los conductores de la CGT en un documento público. En otro, secreto, que entregaron a la presidente, cuestionaban el poder de López Rega. En abril, el dictador chileno Augusto Pinochet visitó la Argentina. Kissinger, en cambio, suspendió el que iba a ser su primer viaje oficial a Buenos Aires. Luego de sucesivas postergaciones, el secretario de Estado hizo saber que no bajaría a la Argentina. La situación, en el país, seguía siendo tensa. En Villa Constitución, las plantas siderúrgicas permanecieron paradas todo el mes. Los obreros exigían la libertad de los dirigentes presos; o sea que, para reabrir las fábricas, era necesario poner en libertad a aquellos que –según el gobierno– habían sido detenidos para evitar que las fábricas cerraran. Era difícil saber si el gobierno se había equivocado o si, robándole la iniciativa a los presuntos complotados, los había colocado en situación de desistir de su plan a cambio de la libertad.

Triunfo electoral del oficialismo Para compensar, el oficialismo obtuvo, el 13 de abril, una victoria: ganó con facilidad (casi la mitad de los votos) una elección provincial. En Misiones, gobernador y vice habían muerto tiempo antes en un accidente aéreo. La constitución provincial exigía el llamado a nueva elección, y a ésta concurrieron, principalmente, el peronismo, el radicalismo, y el Partido (Peronista) Auténtico, fundado el 11 de marzo por la izquierda peronista. Tanto el oficialismo como la Unión Cívica Radical cosecharon en esos comicios más votos que en el de 1973, y sumaron entre ambos 86,65 por ciento de los sufragios. El Partido Auténtico apenas

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consiguió 5,6 por ciento, y eso fue celebrado por el gobierno tanto como la victoria en sí.

Crisis económica Los radicales, por su parte, festejaban que en Misiones se hubiese mostrado, por un lado, tendencia al bipartidismo; y por el otro, un crecimiento de su propio caudal. Estimaban que, si la relación de fuerzas era igual en el resto del páis, la Unión Cívica Radical podría conquistar el gobierno en 1977. Para eso, contaban con el desgaste que sufriría el peronismo en el gobierno, los conflictos internos y la falta de un verdadero sustituto de Perón. Quienes no se dedicaban a los cálculos políticos, por su parte, se preocupaban por los indicadores económicos. La deuda externa era de 9.233 millones de dólares y no había cómo pagar en término los compromisos. Las reservas habían caído bruscamente de 2.000 millones de dólares a 1.200 millones en sólo noventa días. El costo de vida había aumentado, según las muy prudentes cifras oficiales, 23,4 por ciento en el primer trimestre del año. El déficit fiscal, ya se veía, iba a exceder las previsiones. A mediados de abril, el ministerio de Economía dejó trascender una “primera versión del plan de emergencia” que estaba proyectando para hacer frente a la situación: 

Solicitar un crédito contingente al Fondo Monetario Internacional.



Imponer una estricta austeridad, a través de una “política de ingresos” que consistía en poner los salarios en la heladera y dejar, durante un tiempo, que los precios llegaran a sus “niveles reales”, para congelarlos allí.



Reducir el gasto público mediante la congelación de vacantes en la administración pública y la suspensión de inversiones públicas “no estrictamente necesarias”.



Obtener fondos mediante un nuevo “blanqueo” impositivo.

El 21, Gómez Morales se presentó en un programa de televisión. “El Pacto Social ha sido rebasado”, dijo; y describió un cuadro inquietante: “El país está gastando más de lo que produce… La oferta de bienes es insuficiente. La congelación de precios se prolongó demasiado y dio lugar a un mercado negro que le quitó fondos al circuito productivo”. Para salir de esa situación –insinuó el ministro– había que liberalizar los precios, subordinar los incrementos salariales a un aumento en la productividad, captar inversiones extranjeras y créditos internacionales, y recuperar el “dinero negro” autorizando a comprar acciones con fondos de origen indeterminado. No había, por lo visto, forma de solucionar la crisis sin provocar el disgusto popular. El 28 de abril, Isabel viajó a Tucumán, para inspeccionar el teatro de las operaciones contra la guerrilla.

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El 1º de mayo, la presidente –cumpliendo una tradición– presentó el informe anual al Congreso. Hablando ante la Asamblea Legislativa, citó a Fray Luis de León para afirmar: “Nunca es durable lo que es violento, y es violento todo lo que es malo o injusto”. Esa misma tarde, hablando desde los balcones de la Casa de Gobierno, aseguró que llevaría al pueblo “a la felicidad… pese a quien pese y caiga quien caiga”. A los “antipatria” que se opusieran, prometió darles “con el látigo”. “No les tengo miedo”, aseguró. Y dijo en una parte de su discurso: “El general (Perón) decía que mejor es persuadir que obligar, pero yo le digo al general, de aquí adonde se encuentre, que si tengo que obligar los voy a obligar… El que no esté de acuerdo, que se largue”. Esa había sido, también, una característica de Perón: hablar muy ponderadamente ante las cámaras y exaltarse ante la multitud (que en el caso de Isabel estaba mermada). Sin embargo, la dureza de las palabras de Isabel, unida al volumen de su voz y la elocuencia de sus gestos, traslucían –más que la intención de imitar a Perón– la necesidad sentida de probar que ella tenía firmeza y capacidad de mando.

Relevan a Anaya El 13 de mayo, el teniente general Anaya, que había logrado establecer una buena relación con la dirigencia sindical, fue relevado de la comandancia general del Ejército. Un radiograma que envió ese día a todas las unidades del arma, informaba que había solicitado el retiro “por requerimiento del señor ministro de Defensa”, Adolfo Mario Savino, que era hombre de confianza de López Rega. En remplazo de Anaya, fue designado Alberto Numa Laplane, a quien el propio López Rega había propuesto, en 1974, para sustituir a Carcagno. Laplane había sido antiperonista hasta 1973. Ese año, sin embargo, aceptó formar parte de la comitiva, encabezada por el presidente Cámpora, que acompañó a Perón en su retorno definitivo a la Argentina. Reemplazó en esa misión al general Jorge Rafael Videla, quien se había negado a cumplirla. En el radiograma de Anaya, el 13 de mayo de 1975, se indicaba que la causa el relevo había sido “los conceptos vertidos” por él durante una reunión celebrada el 25 de abril. En aquella reunión, Anaya había transmitido a Isabel la inquietud del Ejército por el poco apoyo que a su juicio recibía el Operativo Tucumán (queja que motivó el viaje de la presidente, el 28 de abril, a la provincia en guerra) y por el auge de la violencia. Entre los oficiales más preocupados por esos temas, había dicho Anaya, estaba Videla. La designación de Laplane provocó el retiro de tres generales con mayor antigüedad que la suya, y dejó vacante el poderoso Primer Cuerpo de Ejército, con asiento en Buenos Aires. El candidato a ocuparlo era Videla, pero la presidente lo vetó.

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Auge de López Rega López Rega estaba llegando al cénit. El despido de Gómez Morales –que se decidió a fines de mes– le permitió completar su equipo de adictos, colocando en el ministerio de Economía a Celestino Rodrigo: un ingeniero industrial, profesor de física y dibujo de máquinas, que había trabajado en el Banco Industrial y, desde 1973, se desempeñaba en el Ministerio de Bienestar Social. Rodrigo era amigo personal de López Rega, y participaba de su vocación ocultista. En un folleto que se divulgó después de su designación había descrito la crisis política y religiosa que sufría el mundo. Rodrigo proponía allí “establecer una armonía de valores humanos y divinos”, para alcanzar “una estructuración homogénea” en la “vida interior”. La presidente, el comando general del Ejército, el ministerio de Economía y su propio Ministerio de Bienestar Social: López Rega tenía las riendas del gobierno en la mano. No le convenía que se lo siguiera viendo como el jefe de una banda asesina. El 28 de mayo, convocó a un grupo de artistas que habían recibido amenazas de la “triple A” y les dijo: “El gobierno no acepta ninguna clase de violencia, de izquierda o de derecha, y por indicación de la señora presidente está en marcha una profunda investigación para determinar los móviles de la organización denominada de ‘ las tres A’ , y quiénes son sus integrantes”. Horas más tarde, la supuesta organización –que acababa de asesinar a un periodista– envió a los periódicos un comunicado en el que anunciaba una “tregua”. Aparente dueño del poder legal, López Rega no deseaba seguir asociado, en la consciencia colectiva, a la fuerza ilegítima. “La única violencia que admito es la del nacimiento”, les dijo a los artistas.

El “rodrigazo” Celestino Rodrigo asumió el 2 de junio. Cuarenta y ocho horas después, anunció su plan: el “rodrigazo”, según se lo conocería. Para paliar el déficit y detener el éxodo de divisas, Rodrigo recurrió a remedios drásticos: devaluó el peso, asignándole un valor en dólares 100 por ciento inferior; subió, entre 40 y 80 por ciento, las tarifas de todos los servicios públicos; y casi triplicó el precio de la nafta (que en la Argentina incluye un impuesto directo). Era un tratamiento de shock para una crisis coyuntural. Rodrigo confesó que, más allá de estas medidas, aún no tenía un plan. No llegaría a elaborarlo: ningún gobierno débil puede imponer sacrificios como los que se derivaban de aquellas medidas. Y faltaba, aún, algo que Rodrigo pelearía en la trastienda: un tope a los aumentos de salarios. En junio, los montoneros liberaron a los empresarios Jorge y Juan Born, secuestrados por ellos el 19 de septiembre de 1974. La organización Bunge y Born –una multinacional de origen argentino– debió pagar un rescate de 50 millones de dólares y publicar, el 20, en Le Monde de París y otros periódicos de prestigio internacional, un comunicado de los guerrilleros. En la Argentina, estaba prohibida la difusión de 69

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noticias relativas al país que tuvieran su origen en el extranjero; las críticas montoneras al gobierno no hallaron, así, repercusión interna. El país, además, centraba sus preocupaciones en los problemas económicos inmediatos. Las paritarias, que ya debían haber finalizado, seguían discutiendo salarios. En mayo los gremios habían demorado los acuerdos, a la espera de las medidas económicas que se presentían. Todos esperaban, además, que firmaran los sindicatos con mayor poder de negociación, ya que los convenios suscritos por esos sindicatos –como el metalúrgico, por ejemplo– iban a fortalecer la posición de los sindicatos más débiles en sus respectivas paritarias. Rodrigo sostuvo que los convenios no debían establecer aumentos superiores a 38 por ciento; “superar ese límite significaría decretar, lisa y llanamente, el fracaso del programa económico”. La CGT replicó que ese tope era inaceptable y el ministro se estiró para admitir aumentos de hasta 45 por ciento. El convenio de los metalúrgicos iba a incluir aumentos de 143 por ciento: los sindicalistas querían asegurar, mediante esas conquistas, el control de sus gremios; y sabotear el plan del ministro puesto por López Rega. Sin embargo, los acuerdos obrero–patronales necesitaban, según la ley, la homologación del Estado. Rodrigo presionaba a Isabel para que no aprobara la homologación. Herrera y Lorenzo Miguel, que asistían en Ginebra a la asamblea anual de la OIT, volvieron a Buenos Aires para presionar en el sentido contrario. Los gremialistas tuvieron, en principio, éxito. El 24 de junio, después de anunciarse que el gobierno homologaría el convenio de los metalúrgicos, la UOM organizó una concentración en Plaza de Mayo, para “agradecer” a la presidente. Acompañada por Lorenzo Miguel, ella salió al balcón y confesó a quienes la aclamaban que ése era un momento de alegría, después de muchas tristezas. Al día siguiente, Herrera y Lorenzo Miguel volvieron a Ginebra. Herrera se había ufanado en en la OIT del régimen de convenciones colectivas que regía en su país, donde obreros y empresarios pactaban los salarios en negociaciones paritarias. Mientras tanto, en Buenos Aires –donde López Rega estaba de regreso, trás uno de sus frecuentes viajes a Brasil– Isabel resolvió dar marcha atrás: a cuarenta y ocho horas de haber presidido aquel acto en Plaza de Mayo, anuló todos los convenios colectivos. En lugar de los aumentos pactados por obreros y empresarios, habría un aumento general de 50 por ciento, que se completaría con nuevos reajustes de 15 por ciento, en octubre y enero. El ministro de Trabajo presentó su renuncia. La CGT decretó, para el 27, una huelga general. Convocó, además, a una concentración en la Plaza de Mayo, el mismo día. Las radios y televisoras, controladas por el gobierno, ignoraron las resoluciones de la central obrera. Una emisora del Uruguay que se escucha en Buenos Aires y tradicionalmente ha servido a los porteños para burlar cualquier censura informativa, fue interferida mediante una onda portadora , que la tornó inaudible en la capital argentina.

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Sin mencionar el paro decretado por la CGT, para no hacer propaganda involuntaria a esa medida de fuerza, la señora de Perón agradecía –según un comunicado que con insistencia repetían los medios de difusión– toda manifestación de apoyo, pero pedía a los trabajadores que no concurrieran al día siguiente a la Plaza de Mayo y, en cambio, permanecieran en sus puestos para beneficio de la mayor productividad que el país reclamaba. Con todo, el paro del 27 fue total y la concurrencia a la Plaza de Mayo superó a la de cualquiera de los actos que Isabel había presidido. Las consignas que se entonaron evidenciaban una férrea disciplina: ratificaban el apoyo a la presidente ("Isabel, Isabel”), reclamaban la homologación de los convenios, y atacaban tanto al ministro de Economía como a López Rega, sospechado de apadrinarlo. Los ataques al “brujo” fueron de tono subido y, como ése era un ejercicio que no requería mayores coincidencias ideológicas, los insultos fueron coreados por un público tan numeroso como heterogéneo. La presidente, no salió a los balcones. Ni siquiera había ido a la casa de gobierno ese día. La indignaba la “extorsión” a la que, según creía, pretendían someterla los sindicalistas, a quienes acusaba de haber adoptado, en las paritarias, una conducta demagógica e irresponsable. El mismo 27 “ordenó” al renunciante ministro de Trabajo que convocara a los dirigentes de la CGT y las “62 Organizaciones” a una audiencia en la residencia presidencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires. Cuando los sindicalistas llegaron, ya las cámaras de televisión estaban allí: reeditando la técnica que Perón había usado el 22 de enero de 1974 (para apabullar a los diputados de la izquierda peronista opuestos a la reforma penal), la audiencia de los caudillos sindicales con Isabel sería difundida en vivo. La presidente –flanqueada por Lastiri y López Rega– leyó una breve introducción, obligó a que hablase un solo dirigente, lo escuchó y luego los despidió a todos, diciendo que al día siguiente anunciaría su decisión “al país”. El 28, inició su alocución invocando sus facultades de jefa de Estado y su autoridad moral. Reprochó la incomprensión de dirigentes políticos y gremiales; defendió a sus colaboradores (“con los pocos amigos dispuestos al sacrificio de darlo todo por la patria, me entregué de lleno a proseguir la línea trazada por Perón”) y dio a conocer, tal como lo había redactado originalmente Celestino Rodrigo, el decreto que anulaba los convenios colectivos. El 2 de julio, Isabel convocó a los legisladores peronistas a una reunión privada. “Estoy enferma de asco”, les dijo, y advirtió que –con la complicidad de algunos “traidores”– estaba en marcha un plan para derrocarla. Anunció que ella no renunciaría. “Tendrán que colgarme en la Plaza de Mayo, y sepan que entonces los van a colgar a todos ustedes sin excepción”. Imitando a Perón, sentenció: “Roma no paga traidores”. En un duro telegrama, dirigido desde Madrid, Lorenzo Miguel y Herrera recordaron a la presidente “el compromiso contraído con el pueblo”. La litis estaba trabada. Se enfrentaban gobierno y cúpula sindical; con precisión, gobierno y dirigencia metalúrgica. Por esos días (el 30 de junio, en rigor) se cumplían seis años del

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asesinato de Vandor, el artífice de ese poder político que la Unión Obrera Metalúrgica había alcanzado. Isabel había hecho sus primeras armas en la política a raíz de la sublevación metalúrgica, una década antes, cuando llegó a la Argentina –enviada por su marido– para apoyar la candidatura de un peronista “ortodoxo” que, en la provincia de Mendoza, se presentaba a elecciones de gobernador al mismo tiempo que un neoperonista apoyado por la UOM.

Cae López Rega El 4 de julio, mientras el equipo económico era interpelado en la Cámara de Diputados, la CGT dispuso un nuevo paro general: desde la hora 0 del lunes 7, todas las actividades cesarían durante 48 horas, para reclamar la homologación de los convenios. El 10, los convenios eran homologados. Obligado por la paralización del país –que fue total– e inducido por consejo militar, el gobierno decidió rever la medida que había adoptado diez días antes. Pero, después de tanto desgaste, ya no se trataba sólo de decir “sí” a lo que antes se había dicho “no”. Había que hacer cambios en el gabinete y, sobre todo, eliminar “figuras irritativas”. López Rega resignó sus cargos oficiales y desaparecieron Savino y Rocamora. Era un intento de atravesar la tormenta: el ex ministro de Bienestar Social seguiría moviendo los hilos, contando para ello con su intacto ascendiente sobre la señora de Perón y un hombre de su entourage, Carlos A. Villone, a quien hizo nombrar como su reemplazante. La nueva situación fue flor de un día. Apenas López Rega dio muestras de actuar como si nada hubiese pasado, las Fuerzas Armadas –que habían colocado en el gabinete a un representante oficioso: el nuevo ministro de Defensa, Jorge Garrido– se sintieron obligadas a tomar algunas iniciativas. El sábado 19, los granaderos (integrantes del cuerpo que custodia a los presidentes argentinos) penetraron en la residencia presidencial de Olivos, donde Isabel estaba recluida desde el comienzo de la crisis. Desarmaron a la guardia de López Rega e intimaron al ex ministro a abandonar el país. Mientras él hacía caso del consejo – embarcándose rumbo a España el mismo sábado–, sus amigos perdían los puestos. Villone fue removido. Rodrigo renunció el mismo 19. Lastiri resistió unos días más, pero terminaría dejando la presidencia de la Cámara de Diputados el día 26. El intento de gobernar sin apoyos, confiando en la autoridad que jurídicamente confieren los cargos y despreocupándose de los factores de poder, terminó como era previsible. Sin duda, para Isabel el proceso fue desgarrante: no confiaba en nadie como en aquel hombre, López Rega, con quien ella y su esposo habían compartido largos años de exilio. No obstante, comprendió que, en la situación fronteriza a la que se había llegado, no desprenderse de López Rega la arrastraba hacia el mismo destino de su colaborador. Optó por permanecer en el puesto.

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El problema era cómo recobrar autoridad. Luego de haberse allanado a los reclamos de los trabajadores, que antes rechazara con tanto énfasis, y tras haber sido despojada de sus hombres de confianza, no era sencillo retomar las riendas. De hecho, la iniciativa gubernamental pasó por breve tiempo a un “triunvirato” formado por los Ministros de Defensa (Garrido), Interior (Antonio Benítez) y Justicia (Ernesto Corvalán Nanclares). La necesidad más urgente que enfrentaron los “triunviros” fue la de elegir Ministro de Economía, lo cual suponía –más que acertar con un nombre– escoger la política a seguir. Por fín, la designación recayó en un hombre de 69 años; un peronista olvidado: Pedro J. Bonanni, quien asumió el 22. Él sería el encargado de diseñar, en colaboración con la CGT, una nueva política económica. El “triunvirato” creyó que, entre tanto, eran aconsejables algunas medidas de descompresión, y estimuló la elección, en el Senado, de nuevo presidente del cuerpo. Ítalo Luder, un peronista moderado, bien visto por propios y ajenos, se convirtió así en el titular de la Cámara alta y eventual presidente provisional de la Nación, si Isabel se retiraba por un tiempo. Esto disgustó a la presidente, quien aspiraba a que la presidencia del Senado quedara vacante y el titular de Diputados, Lastiri, permaneciera primero en la línea sucesoria. Para el supuesto de un retiro definitivo de la presidente, además, el Congreso sancionó una nueva Ley de Acefalía, que le permitía al propio Poder Legislativo elegir, entre sus filas o entre los gobernadores de provincias, a un presidente encargado de completar el período de gobierno que quedare trunco. Agosto fue un mes de cambios. Bonanni iba a concluir, el 12, una breve gestión al frente del Ministerio de Economía: apenas 21 días. La CGT y las 62 elaboraron, en ese lapso, un plan económico propio: congelación de precios (a los niveles del 31 de mayo de 1975), subsidios a la producción de alimentos, ajustes periódicos de salarios, nuevas líneas de crédito para las empresas, nacionalización del comercio exterior y creación de un Consejo Nacional de Emergencia Económica. Era una mezcla de aspiraciones, para satisfacer las cuales se requerían medios no bien previstos en el plan, y algunas medidas que –como las nacionalizaciones—no podía llevar adelante un gobierno tan débil. Para lo inmediato, los sindicalistas, inquietos por la ola de despidos que empezaba a notarse, pidieron una “tregua de 180 días”, que Bonanni concedió: se envió al Congreso un proyecto de ley, que fue sancionado, y por seis meses los empresarios se vieron impedidos de despedir, con o sin causa, a cualquiera de sus dependientes. En cuanto al plan en sí, no hubo acuerdo entre el ministro y la cúpula sindical. Esta quería el “retorno a la línea histórica del peronismo”, que juzgaba abandonada por Rodrigo (y aun por la presidente, quien en esos días, en contradicción con su discurso del año anterior ante la OIT, había elogiado a las multinacionales, y solicitado su cooperación). Al peronismo retórico de la dirigencia sindical, el ministro opuso reparos técnicos. Hubo, además, un desacuerdo teórico cuando Bonanni propuso un “seguro de desempleo” y los sindicalistas respondieron que ésa era una “solución liberal” [En la Argentina, la palabra “liberal” se utiliza como sinónimo de “conservador”]. 73

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Por fin, el fugaz ministro renunció el 11. No fue el único: ese día hubo una renovación parcial de gabinete: salieron Benítez (reemplazado por el coronel Vicente Damasco), Vignes (sustituido por el ex ministro de lnterior, Robledo) y el discutido Ivanisevich, cuyo cargo fue ocupado por Pedro Arrighi, quien se definió a sí mismo como “un nacionalista con c” , no un nazionalista.

Cafiero, ministro de Economía La cartera de Economía fue confiada a un prestigioso peronista, que Isabel había vetado –por razones personales– tres semanas antes, a la salida de Rodrigo. El nuevo ministro era Antonio Cafiero, quien rápidamente consiguió el apoyo de la CGT (olvidada ya de su propio plan) y la CGE, así como la confianza de las Fuerzas Armadas y hasta de los radicales. “Se han acabado los shocks, se han acabado los palos a ciegas, se han acabado los elefantes en el bazar”, anunció Cafiero en su primer mensaje al país. El plan que se proponía ejecutar el nuevo ministro, era el siguiente: 

Minidevaluaciones periódicas, para ir ajustando la paridad sin provocar bruscas alteraciones.



Liberación de precios, salvo para productos de la “canasta familiar” [es decir, los que constituyen el consumo indispensable], que serían sometidos a topes y rígidos controles.



Renegociación de la deuda externa.



Gestión de créditos ante el Fondo Monetario Internacional, al que –dijo Cafiero– no había que tenerle miedo. “Los tiempos han cambiado”, sostuvo, sugiriendo que el FMI era ahora menos indeseable. Además, la Argentina podía negociar con quien fuere, porque no estaba “doblegada, ni enajenada, ni vencida, ni humillada”.

En materia laboral, Cafiero –quien trabajaría en estrecha relación con el ministro de Trabajo, Carlos Ruckauf– prometía cuidar el salario real, sin ofrecer ilusorios progresos. El jefe del nuevo equipo económico se aprestaba a viajar a Washington, para hacer gestiones ante el FMI, cuando se desató, el 14, una crisis militar.

Videla comandante Los altos mandos objetaron que Damasco, un coronel en actividad, formara parte del gabinete de Isabel. Para “esperar la descomposición del gobierno”, que era el objetivo de la cúpula castrense (excluido Laplane), era indispensable que las Fuerzas Armadas fueran ajenas a ese gobierno. El jefe del Ejército fue cuestionado por aceptar que Damasco se hubiese hecho cargo del Ministerio del Interior. Damasco pidió entonces el retiro, para seguir en el puesto sin comprometer a la institución. Pero ésta ya no tenía retroceso: un comando rebelde exigió el pase a retiro de Laplane –cuyo nombramiento, se

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recordó, había sido inspiración de López Rega– e impuso la designación de Jorge Rafael Videla como nuevo comandante. Videla pasó a ser, de ese modo, la principal figura de un poder militar que estaba cerca de culminar su estrategia; había dejado que López Rega y algunas fuerzas “incontrolables” hicieran el indeseable trabajo de la represión irregular. Desprestigiado López Rega, lo había removido, debilitando de paso a Isabel. Ahora, ese poder militar quería diferenciarse con nitidez del gobierno, al cual no le aseguraban la sobrevida. El mismo 14 de agosto, La Prensa informaba que la presidente había destinado a gastos personales una suma elevadísima de dinero, perteneciente a una sociedad benéfica que ella presidía y que se financiaba con fondos públicos. Era el comienzo de un escándalo. El Ejército, iba a ser espectador de lo que sobreviniera. Su actuación se limitaría a la contrainsurgencia, ahora que se había terminado con la etapa de la improvisación –caracterizada por la “triple A”– y comenzaba lo que podía llamarse “represión científica”. En materia de lucha antisubversiva, ya no serían las Fuerzas Armadas quienes colaborarían con el gobierno, sino éste quien cooperaría con las Fuerzas Armadas: un artículo aparecido por esos días indicaba que la acción militar contra la guerrilla, debía tener “su correlato” en el Ejecutivo, así como en el Congreso, encargado de sancionar una “legislación adecuada”, y en la justicia, que debía ser “eficiente”, todo –se sobreentendía– a juicio de las propias Fuerzas Armadas. La lucha sería violenta. Un general sostuvo el 19 de agosto –en el sepelio de uno de los oficiales asesinados por esos días– que en la Argentina no habría tranquilidad “hasta que los enemigos de la paz sean sepultados”. El militar aseguró que el Ejército no descansaría hasta lograr que desaparecieran “para siempre”, no sólo los guerrilleros sino “los instigadores ideológicos, los perjuros, los traidores”. No habría perdón, subrayó, para “los falsos predicadores de hipotéticos paraísos”. Estabilizada la situación militar, Cafiero viajó a la búsqueda de créditos. Lo acompañaban Herrera y un directivo de la CGE. En Washington, el agregado militar de la embajada argentina se sumó a la comitiva, para afianzar la imagen de unión nacional que el ministro quería transmitir al Fondo Monetario Internacional y a los banqueros privados que entrevistarían en Nueva York. Del Fondo, consiguieron un crédito compensatorio de la caída de exportaciones, y las llamadas facilidades petroleras (oil facilities). El crédito compensatorio procedía porque, debido al cierre del mercado europeo de carnes, la Argentina había sufrido una de las situaciones en las cuales el FMI otorga asistencia compensatoria, no sujeta a ninguna condición. Las facilidades petroleras también eran procedentes, porque la Argentina seguía siendo el país importador –pese a su considerable producción doméstica de petróleo– y se había visto afectada por la revalorización del precio internacional. Cafiero se ufanaría, a su regreso, de haber conseguido 820 millones de dólares, sin lesionar la soberanía nacional ni someterse a los dictados de ningún organismo internacional. El crédito contingente (stand by), cuyo otorgamiento exige el previo 75

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compromiso del país beneficiario a aplicar las recetas monetaristas del Fondo, no había sido solicitado. No obstante –se revelaría más tarde–, Cafiero se había comprometido con los prestamistas a adoptar ciertas medidas cambiarias e impositivas que asegurasen el cumplimiento de las obligaciones contraídas.

Luder, presidente interino A principios de setiembre, la presidente viajó a Tucumán y pronunció desde allá un enérgico discurso. Sin embargo, se sabía que era inminente el interinato de Luder, provocado por una licencia que Isabel solicitaría, “por razones de salud”. El 13, la licencia fue pedida al Congreso (y otorgada por éste). Luder, un abogado y profesor de derecho constitucional que había prestado asesoramiento jurídico a la CGT y a la Iglesia Católica, se hizo cargo del Ejecutivo. El presidente interino entró a la casa de gobierno echando ministros. Removió al de Defensa –cuestionado por los militares a raíz del papel conciliador que, en defensa de la institución presidencial, había cumplido durante el episodio que culminó con la caída de Laplane– y designó para ese cargo a Tomás Vottero; hizo regresar a Robledo a Interior, en reemplazo del controvertido Damasco, quien se había convertido en asesor político de Isabel, y entregó la cancillería al jurista Manuel Arauz Castex. Luder limitó, asimismo, las funciones de Julio González, secretario técnico de la presidencia y, según parecía, nuevo hombre de confianza de Isabel. Pocos días después, el jefe interino del Estado prosiguió la limpieza, cesanteando al interventor federal en Córdoba: un hombre de ultraderecha, que había causado irritación en la provincia. Culminando una semana ajetreada, Luder resolvió disfrutar de un week–end en la residencia presidencial de Olivos, donde escuchó misa dominical y prometió seguir haciéndolo cada siete días. Le faltó pronunciar un discurso por la cadena oficial pero, aun sin él, supo dar a entender que su misión no era, precisamente, la de guardarle el sillón a la presidente. Sin duda, Luder contempló, desde el primer momento, la posibilidad de que la señora de Perón no regresara, o tardase mucho en hacerlo. Sabía que las Fuerzas Armadas y los principales partidos políticos, estarían satisfechos de contarlo como presidente efectivo. Sabía, también, que la presidente no sólo era víctima del desgaste político, sino de un real deterioro en su salud. Luder y sus ministros –hombres como Cafiero, Robledo, Arauz Castex– eran peronistas, pero no esos peronistas ignaros y rústicos que horrorizaban a la clase media. No eran, además, “verticalistas”, adjetivo con el cual se designaba, en el peronismo, primero a quienes obedecían ciegamente a Perón y, ahora, a aquellos que sostenían a Isabel. No eran pocos los partidarios de extender el interinato de Luder.

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Isabel –que había hecho un gran esfuerzo, tratando de adaptarse a las exigencias de un cargo para el que no estaba preparada– había sufrido un sensible desgaste. Llevaba perdidas todas las batallas: no había logrado impedir que el Senado eligiera presidente provisional, había tenido que homologar los convenios laborales y se había frustrado en su intento de mantener a Laplane. Esos yerros habían debilitado su autoridad. Por lo demás, despojada de su gente de confianza (López Rega era el caso más prominente) debía soportar las ensoberbecidas presiones de quienes, habiendo forzado la salida del ex ministro de Bienestar Social, pretendían (y en buena medida habían logrado) convertirse en jueces supremos, revisores de toda elección que la presidente hiciera. Esta situación no podía satisfacer a Isabel, ni al país, que aspiraba a una conducción indiscutida. En ese contexto, Balbín entrevistó a Luder para sugerirle este plan: que las elecciones presidenciales, previstas para 1977, fueran adelantadas. El jefe radical propuso que el comicio se celebrara en noviembre de 1976, y que, entre tanto, Luder retuviera el gobierno interino, con el apoyo de los partidos políticos que dominaban el Congreso, y la supuesta conformidad de las fuerzas armadas.

La cruz y la espada Los militares, seguían su estrategia: sin ilusionarse con el interinato de Luder, proseguían la guerra contra la subversión. En esta tarea, iban a recibir la bendición de las jerarquías católicas. El 23 de septiembre, el provicario castrense, Monseñor Victorio Bonamín, celebró una misa en memoria de un coronel asesinado por la guerrilla. En su homilía, sostuvo: “Cuando hay derramamiento de sangre, hay redención. Dios está redimiendo, mediante el Ejército argentino, a la Nación Argentina”. Según el provicario castrense, la muerte del coronel había sido “una muerte de amor”, como la de todos los militares caídos en la lucha contra la guerrilla. “El Ejército Argentino está expiando por todos”, subrayó el obispo, quien definió a los militares argentinos utilizando el término falange: “una falange de gente honesta, pura, que hasta ha llegado a purificarse en el Jordán de la sangre para poder ponerse al frente de todo el país, hacia grandes destinos futuros”. La inesperada homilía de Monseñor Bonamín provocó diversas reacciones; pero no se la valoró como era debido. Los legisladores nacionales, por ejemplo, citaron al obispo para averiguar si su oración fúnebre había sido “golpista”, y se conformaron cuando el prelado dijo que no. Sobre el mismo tema, debieron interrogar, no al provicario castrense sino al comandante general, de quien el provicario dependía, y con cuyo consentimiento –previo o posterior– contaba la homilía. Pero esa homilía tenía un significado que excedía toda especulación sobre un eventual golpe de Estado: el provicario castrense había dado su bendición a la guerra, rendido culto a la muerte, designado a los militares como cruzados contra el comunismo. Les había dicho que –al margen de que tomaran o no el gobierno– tenían, en la lucha contra la guerrilla, todas las facultades y prerrogativas de quienes libran una guerra santa. Los había llamado, en fin, falange.

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El 28, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina y Vicario Castrense, Monseñor Adolfo Tortolo, ratificó todo aquello: “Leí la homilía”, dijo, “y no me causó ninguna extrañeza: me pareció que estaba dentro de lo que debe ser el magisterio de un obispo”. Los montoneros dieron, el 5 de octubre, un golpe audaz en la provincia de Formosa; ocuparon, al mismo tiempo, un regimiento del Ejército y el aeropuerto provincial, dependiente de la Fuerza Aérea. En el cuartel, se dedicaron a acopiar armas largas, con las cuales llenaron siete cejas. En el aeropuerto, se adueñaron de un Boeing, en el cual cargaron esas cajas y huyeron de la provincia. El avión secuestrado aterrizó en un campo de la provincia de Santa Fe, donde los guerrilleros descargaron su botín y desaparecieron, dejando la máquina abandonada. Al día siguiente, el Episcopado dio a conocer un documento en el que pedía “un claro y positivo esfuerzo –hasta heroico si fuere necesario– para devolver la paz y la seguridad interior.” El 7 de octubre, el Arzobispo de Rosario (tercera ciudad del país) también hizo oír su voz: advirtió que las universidades habían sido “centros de adoctrinamiento marxista” y que “también en iglesias se han incubado guerrilleros”, todo ello “por inconsciencia o falta de visión de los gobernantes”. Pronosticó el obispo que, si se seguía “tolerando la penetración marxista”, la Argentina entraría “en un cono de sombra, como ya han entrado Vietnam y Laos”. En realidad, la guerrilla era tan enemiga del gobierno de Isabel como de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los militares –y ahora también la jerarquía católica– tendían a presentar el problema como una guerra santa del Ejército contra la subversión, de la cual todos los otros sectores, incluido el gobierno, eran espectadores más o menos pasivos.

Isabel, otra vez A principios de octubre, Pedro Eladio Vázquez –médico personal de la presidente, consejero de ésta y alto funcionario de Bienestar Social– anunció que Isabel estaba “en perfecto estado” y reasumiría “antes del 17”, para hablar en el acto con el cual se celebraría el fausto peronista: “el día de la Lealtad”, como se llamaba al 17 de octubre. En efecto, a mediados de mes la presidente pidió la devolución de su cargo, restituyó todos sus poderes a Julio González y amenazó con designar a Damasco como secretario general de la presidencia. Animada por el éxito que –con la cooperación de los gremios– alcanzó el festejo del 17, se mostró resuelta a ejercer su autoridad. En el acto, se limitó a leer (por primera vez no improvisaba desde el balcón) un prudente discurso. Pocos días después, sin embargo, mostró sus recobradas energías, destituyendo al Ministro de Bienestar Social, Carlos Emery, quien estaba

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llevando a cabo una investigación sobre manejos de fondos en ese ministerio, durante gestiones anteriores, incluida la de López Rega. El 28 de octubre se anunció –sin previo aviso sobre la renuncia de Emery– que esa misma tarde juraría como nuevo ministro Aníbal Demarco. A último momento, la ceremonia fue suspendida, y se informó que la cartera de Bienestar Social sería desempeñada en forma transitoria por el ministro de Justicia. Sin embargo, al mediodía siguiente, sin que el titular de Justicia llegara a asumir el interinato, Demarco (“un león africano sin domar”, según su curiosa autodefinición) juraba como nuevo ministro, en una ceremonia privada, sin invitados, ni cámaras de televisión, ni micrófonos. ¿Qué había pasado?. La cúpula sindical, frustrado su intento de ubicar a un gremialista en la Secretaría General de la Presidencia, había objetado a Demarco y propuesto para Bienestar Social a otro dirigente gremial. Luego de algunas horas de vacilación, la presidente había resuelto ignorar la aspiración de los sindicalistas. Haciendo su voluntad, Isabel intentaba, al parecer, probar a los verdaderos “verticalistas” y quitar sus ropajes a los simuladores. No quería ser la “reina que no gobierna” y estaba dispuesta a demostrar, aun en lo intrascendente, que mientras no la derrocaran, ella sería quien mandaría. Todo interesado en sustituir su voluntad, estaría obligado a conspirar sin disimulo. Por esos días, circulaba en los Estados Unidos una edición del semanario U.S. News & World Report, en la que se aseguraba: “La inflación, la inquietud laboral y el terrorismo político están paralizando a la Argentina. La presidente Perón ya no puede contar con el respaldo militar”. No había razones para pensar que un gobierno militar acabaría con la inflación, la inquietud laboral y el terrorismo político. Pero había, en la Argentina, quienes lo pensaban; entre ellos, los militares. Un general dijo, a fines de octubre que el Ejercito no era custodio de “cualquier orden establecido”, sino de aquél que (a juicio de la institución, se entendía) resultara ajustado a los “principios fundamentales” de la Nación. El Arzobispo de Buenos Aires, Cardenal Juan Carlos Aramburu, había alabado en una misa, celebrada el 26 de octubre, el “heroísmo de la sangre” de quienes luchaban contra el “libertinaje” y el “desorden”. El 3 de noviembre, la presidente debió ser internada. Un médico de la Unión Obrera Metalúrgica, que había reemplazado a Vázquez, diagnosticó colitis ulcerosa. El semblante de la señora de Perón no denotaba enfermedad cuando ella apareció en las pantallas de televisión, poco después de la medianoche del jueves 5, anunciando que no renunciaría ni pediría licencia al Congreso. Sin embargo, permaneció en la clínica dos semanas, en uso de una licencia de hecho. Ni siquiera los ministros tuvieron trato fluido (algunos de ellos ningún trato) con la presidente durante ese período. La reclusión médica sirvió, en cambio, para que el secretario Julio González aumentara su influencia sobre Isabel. A él se le atribuyó haberle aconsejado resistir una investigación en el Ministerio de Bienestar Social, dispuesta por la Cámara de Diputados, donde el bloque oficialista se había dividido entre los verticalistas” y los que no acataban a la presidente. 79

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González propuso que el Ejecutivo retirase todos los proyectos de ley que había enviado al Congreso, para hacer entrar a éste en receso, ya que el período ordinario había terminado. El fin era impedir la investigación y, además, dejar a Isabel con las manos libres para intervenir por decreto la provincia de Buenos Aires, donde Victorio Calabró hacía pública su rebeldía. Calabró, un metalúrgico opuesto a la conducción de Lorenzo Miguel, también aspiraba a la presidencia. Según la ley de acefalía, él era, como gobernador, un presidenciable. Le hacía falta agregar soportes políticos, y Calabró se los procuraba sin descanso: mantenía reuniones secretas, intentaba alianzas, y el 12 organizó un acto según las normas de la liturgia peronista. Reunió a la gente en la plaza principal de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y él habló desde un balcón de la casa de gobierno bonaerense. Calabró intentó halagar a los peronistas disconformes, criticando al gobierno desde la “doctrina” de Perón. Atacó a López Rega. Alertó a los militares sobre las calamidades que podían sobrevenir si se derrumbaba el peronismo. Y halagó a la juventud: “¿Por qué se echa de nuestro movimiento a la juventud? ¿No saben estos idiotas que los movimientos se nutren de juventud y si no vegetan”. [Los miembros de la Juventud Peronista habían sido expulsados del partido]. Calabró procuraba ser el gremialista que concitara el apoyo de los jóvenes: una síntesis que, suponía, lo convertiría en el líder que estaba faltándole al Movimiento. Su proyecto no era un golpe de Estado, sino el reemplazo legal de Isabel. “Las Fuerzas Armadas son muy sensatas. No pueden gobernar y combatir a la guerrilla al mismo tiempo”, sostenía el gobernador. Las Fuerzas Armadas no pensaban lo mismo, pero aguardaban que la descomposición del gobierno avanzara.

Orfila en Buenos Aires Aquel mes de noviembre, llegó a Buenos Aires el secretario general de la OEA: el argentino Alejandro Orfila, un hombre confiable para el Departamento de Estado norteamericano. Orfila se reunió con toda la dirigencia argentina: con la presidente de la Nación, con cinco de sus ministros por separado, con la Corte Suprema de Justicia, con la conducción de la CGT, con Luder y con los presidentes de los distintos bloques parlamentarios, con distintos sectores empresarios y con los comandantes generales de las tres armas. A éstos, les habló de la necesidad de establecer, con todos los países americanos salvo Cuba, nuevas bases para un sistema de seguridad continental. Éste era un tema que interesaba mucho en Washington, donde los funcionarios especializados se quejaban de la escasa solidaridad militar entre los ejércitos del continente. En todas sus entrevistas, Orfila propuso, por otra parte, la modificación de la Ley de Inversiones Extranjeras, afirmando que sus disposiciones –demasiado celosas de la soberanía argentina—alejaban al capital internacional. 80

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También sostuvo el funcionario que la Argentina no podía aspirar al desarrollo de una tecnología propia, dado que eso iría ensanchando cada vez más la brecha que la separaba de las naciones desarrolladas; era necesario importar las tecnologías más avanzadas del mundo, lo cual permitiría ahorrar tiempo y esfuerzo que debían ser destinados a la producción, sobre todo de alimentos –que serían escasos en el mundo futuro– y al desarrollo de la infraestructura social: escuelas, caminos, hospitales. En particular, Orfila desarrolló su tesis ante los integrantes del equipo económico, que –presididos por Cafiero– se reunieron para rendirle un informe detallado de la situación en cada área, y luego para cambiar ideas en un “desayuno de trabajo”. Estas actividades del secretario general de la OEA despertaron, como era natural, la inquietud de los observadores. Unos dedujeron que Orfila había ido a Buenos Aires para apuntalar al gobierno de Isbael, sosteniendo que el cambio institucional no produciría rédito alguno y, en cambio, el mantenimiento de la legitimidad no obstaba a la acción contrainsurgente de las fuerzas armadas ni a la política económica deseable. Otros entendieron que Orfila había ido a fijar las condiciones bajo las cuales un cambio institucional podía tener respaldo externo. Lo cierto es que el secretario de la OEA, espontánea o deliberadamente, había notificado cuál era el modelo que –bajo la organización constitucional u otra eventual– los Estados Unidos deseaban ver aplicado en la Argentina: apertura a la tecnología y los capitales extranjeros, inserción en un esquema de complementación económica con otros países del área, especialización en la producción alimentaria y activa participación en el sistema de seguridad continental.

El “putsch” de la Aeronáutica “El país vive en medio de un esquema de desquicio económico, crisis moral y disolución social… mientras nuestros vecinos [Chile, Bolivia, Paraguay, Brasil y Uruguay; todos sometidos a dictaduras militares] prosperan en paz y en trabajo”. Así decía el Comunicado número 1, que el 18 de diciembre emitió un sector de la Fuerza Aérea, alzado contra el gobierno. El cabecilla del movimiento era el brigadier Jesús Orlando Capellini, y su ideólogo civil un nacionalista para quien el objetivo del pronunciamiento era “establecer un nuevo orden basado en nuestras tradiciones cristianas”. Los insurrectos, tras secuestrar al Comandante General de la Aeronáutica, desconocieron la autoridad del gobierno y requirieron a Videla que asumiera el poder en nombre de las Fuerzas Armadas. El Comandante General del Ejército – quien estaba en Caracas, Venezuela, y debió regresar rápidamente– juzgó prematuro el paso que le pedían. Los comunicados de los rebeldes, seguían saliendo al aire por las emisoras que ellos habían copado. “Seremos inexorablemente implacables con nuestros enemigos”, decía uno de esos comunicados.

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Uno de los insurrectos reconoció que “algunos de los oficiales” del movimiento “tuvieron relación” con cursos que había dictado el teórico ultraderechista Jordán Bruno Genta –el asesinado Consejero del ex rector Ottalagano– especialmente para militares. Videla rehusó el ofrecimiento de los rebeldes y se pronunció, en esa instancia, por el mantenimiento del orden constitucional. El brigadier Orlando Agosti fue designado nuevo comandante de la Fuerza Aérea, con lo que el movimiento obtuvo un triunfo parcial. Luego, Agosti debió reprimir a los insurrectos, y entonces fue bombardeada una pista de aterrizaje (vacía) en el principal de los cuarteles alzados. Sobrevino, de inmediato, la rendición. El último comunicado fue significativo: “Permanezca sereno el pueblo de la Patria, porque ya no estamos solos en la defensa de los supremos intereses de la Nación”. Durante la crisis, que duró cuatro días, Videla había enviado a todas las guarniciones y unidades del Ejército (el día 19) un radiograma en el que, “consciente de la grave situación que atraviesa el país”, se comprometía a reclamar “a las instituciones responsables y en nombre de los supremos intereses de la República, que actúen rápidamente en función de las soluciones profundas y patrióticas que la situación exige”. Por su parte, el vicario castrense, declaró que mucho de lo afirmado por los rebeldes era “verdad”. “Hay cosas muy buenas insertas en una actitud que no era, tal vez, totalmente legítima”, sostuvo monseñor Adolfo Tórtolo. Y precisó: “El país no puede continuar así”. ¿Cuáles eran las “soluciones profundas y patrióticas” que la situación exigía? ¿Qué era lo que no podía continuar?. La crisis económica –y esto lo admitían enemigos del gobierno– había sido enfrentada con recursos similares a los que emplearía un eventual gobierno militar. La lucha contra la subversión era llevada, con autonomía, por las Fuerzas Armadas. López Rega no estaba ya, ni siquiera, en el país. Cierto: el gobierno carecía de la autoridad, congruencia y ejemplaridad deseables; pero la oportunidad de sustituirlo legalmente estaba muy próxima: las elecciones presidenciales habían sido, por fin, adelantadas. Iban a celebrarse el 17 de octubre. Eso era, sin embargo, lo que no querían algunos sectores militares: que todo quedase librado a un resultado electoral. El director de la Escuela de Defensa Nacional –un general en actividad– alertó por esos días sobre el peligro representado por quienes “pretenden imponernos hoy mediante el crimen y… ¡cuidado! que mañana, quizás, mediante el sufragio, un régimen ateo, materialista y despótico”.

El país en guerra En vísperas de la Nochebuena, a 15 kilómetros de Buenos Aires había un frente de guerra. El comando general del Ejército emitía, esa noche, un parte requiriendo a la población que se abstuviera de transitar por zonas del Gran Buenos Aires, sometida

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al tableteo de ametralladoras, el ulular de sirenas y el zumbido de aviones y helicópteros. Desde el aire, llovían bengalas y fuego. En tierra, se combatía en el arsenal donde había tenido origen la batalla, al mismo tiempo que de daban escaramuzas en calles y caminos diversos. Algunos regimientos eran baleados y sus efectivos repelían los ataques. A medianoche, la Marina anunciaba que los aviones a su servicio cooperaban con las tropas del Ejército. A la mañana siguiente, los diarios –impresos durante el fragor de la contienda– daban la información trunca, pero ya contabilizaban decenas de víctimas: 50, 60, 100 muertos. Era indeterminable. Los argentinos se sintieron presas de un delirio. Sin embargo, lo ocurrido aquel 23 de diciembre era real: el ataque de los montoneros al arsenal había desencadenado una verdadera batalla, a las puertas de la capital. Al día siguiente, el comandante general del Ejército diría desde Tucumán que la guerrilla actuaba “favorecida por el amparo que le brinda una pasividad cómplice”. Videla sostuvo que las Fuerzas Armadas no se dejarían llevar por “injustificadas impaciencias” ni por “intolerables resignaciones”, y rogó a la “gracia divina” que permitiera “gozar de la celestial contemplación de Dios a los héroes muertos por la Patria”. En cuanto a quienes habían “abandonado el recto camino”, el jefe militar aclaró que no aspiraba al “castigo eterno” sino al de la “ley de los hombres”.

La presidente, sobreseída Quienes actuaban a impulsos de “injustificadas impaciencias”, agitaban por esos días el presunto fraude en el que habría incurrido la presidente, al disponer de fondos de una sociedad benéfica. La cuestión fue sometida a juicio. El juez encargado de tramitarla era el mismo que entendía en las causas abiertas contra López Rega y algunos de sus colaboradores, por malversación de fondos. El magistrado había, en esos casos, ordenado detenciones, solicitado la captura del ex ministro Villone y pedido a la Interpol que apresara a López Rega. El 30 de diciembre, el mismo juez absolvió a la presidente. Ella había extraído fondos de la entidad benéfica para pagar a las hermanas de Perón un legado que éste les había hecho. Era parte de la indemnización que el Estado le pagó al propio Perón por los bienes que le habían confiscado en 1955. Esa indemnización, por cierto, se hallaba depositada en una cuenta distinta de la que tenía la entidad benéfica. Isabel sostuvo que había utilizado la chequera de la entidad “por error”, y para demostrarlo disponía de un valioso instrumento: antes de que el caso tomara estado público, ella había hecho levantar un acta por ante la Escribanía General de Gobierno, dejando constancia del error cometido, el cual fue reparado de inmediato, depositando en la cuenta de la entidad un cheque de la presidente por el monto erróneamente retirado. Este nuevo cheque estaba librado contra la cuenta donde estaba la indemnización recibida por Perón.

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El juez no podía condenar a la presidente: el presunto delito había sido reparado a tiempo, y no había en el expediente ninguna prueba que destruyera la afirmación de que la acusada había obrado por error. La señora de Perón fue sobreseída definitivamente. Esto irritó a quienes habían tomado la bandera de la moral pública para llevar adelante una ofensiva contra el gobierno. Había quienes, incluso, esperaban una condena judicial, para promover a la presidente un “juicio político”, que no requería un pronunciamiento judicial previo. La constitución autoriza al Congreso argentino a destituir al presidente por “mal desempeño”, expresión que abarca la falta de idoneidad profesional o moral, la ineficacia y la pérdida de decoro o autoridad. El oficialismo ya no mandaba en la Cámara de Diputados, donde el bloque peronista se había visto menguado por una nutrida emigración. El “juicio político” era posible, pero había quienes esperaban que una condena judicial asegurase su éxito. El juez fue criticado por no facilitar esa “solución política”. El año terminaba en medio de zozobras. El parlamento se había olvidado de su función específica. Unos legisladores se dedicaban a buscar fórmulas para preservar el orden constitucional; otros a acelerar la ruptura. El gobernador de la más importante provincia del país (Calabró), había sido expulsado del partido gobernante. Los dirigentes sindicales se sentían marginados. Estaban, además, divididos. Lorenzo Miguel, quien había advertido durante el putsch de la Aeronáutica que era mucho lo que tenía para perder, optó por el apoyo franco a Isabel. Herrera, por su parte, se sentía impotente y pidió que la Iglesia Católica que convocara a las Fuerzas Armadas, los partidos políticos y las entidades gremiales a la búsqueda de una salida. La Iglesia y las Fuerzas Armadas, en verdad, ya habían adelantado su posición. Una alta jerarquía eclesiástica había asegurado que el país no podía “seguir así” y el comandante general del Ejército esperaba “soluciones profundas y patrióticas”. Los empresarios, por su parte, se habían resuelto a acelerar la descomposición. Una flamante federación empresaria –liderada por el sector ganadero, e integrada por todos los grupos no representados en la CGE– organizaba un lock out. Mucho más precisos que militares, obispos y políticos, los empresarios ponían de manifiesto sus intenciones: no invocaban ni a Dios ni a la Patria, y pedían cosas tan concretas como una devaluación o la abolición de aquellos vestigios de peronismo que quedaban. La Ley de Contratos de Trabajo, por ejemplo. Para resistir tantos embates, cualquier fuerza era poca; y la Presidente no tenía casi ninguna.

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1976 En enero, la señora de Perón volvió a hacer gala de su vocación de mando: promovió un cambio de gabinete, interpretado como un avance del “lastirismo”, dado que habría sido Lastiri el elector de los cuatro nuevos ministros, en particular de Roberto Ares, quien pasó a ocupar la cartera de Interior. Con eso, además, la presidente volvió a poner distancias entre ella y los dirigentes sindicales, a quienes no les informó con antelación de la crisis ministerial que provocaría, ni los invitó a la jura de los nuevos ministros. Herrera se quejó, el 21, del “entorno” de Isabel: una alusión a González y Lastiri, quienes –según la dirigencia gremial– aislaban a la presidente y la separaban de su única base de sustentación: el poder sindical. En el gobierno, mientras tanto, había quienes se empeñaban en satisfacer a los sectores económicos menos afectos al peronismo y, por lo tanto, más peligrosos para la estabilidad institucional. El Ministro de Economía, preparó un proyecto de ley que –en oposición a la doctrina de la Corte, y modificando una ley sancionada en vida de Perón– proponía dar a los “contratos” entre una filial y su matriz extranjera “el mismo tratamiento fiscal que el que correspondería si fueran entidades independientes una de otra”. De esa manera, las filiales podrían volver a deducir, en sus balances impositivos, los “pagos” hechos a sus matrices. También se proyectaba “flexibilizar” la ley de inversiones extranjeras, y autorizar a las empresas transnacionales a que transfiriesen al exterior ganancias anuales superiores a 14,5 por ciento del capital invertido. “Hay que volver a Perón. Retomar la política de concertación, el Plan Trienal, la política exterior y todos los instrumentos aptos para cumplir el programa que el pueblo votó masivamente en 1973”, aconsejaba por esos días Calabró. El gobierno, sin embargo, presentía que, para sobrevivir, tenía que alejarse cada vez más de aquel programa reformista. Algo de razón tenía: sus opositores se valían de las torpezas, errores e inconductas del propio gobierno, para atacarlo por razones distintas de las que enunciaban. Esas razones ocultas aparecerían, el 28, en un documento de las entidades empresarias que preparaban el lock out. En nombre de la “iniciativa privada”, se prevenía contra “el esquema colectivista, estatizante y demagógico que padecemos”. Los objetivos del movimiento de fuerza eran: lograr la derogación de ciertas leyes sociales –en particular, la de contratos de trabajo– y una mayor rentabilidad de las empresas privadas, para lo cual debía concederse una rebaja de impuestos. Más allá (esto no había sido declarado, pero lo probaría el tiempo) los empresarios aspiraban a un cambio de gobierno. El peronismo, aun con todas sus infidelidades doctrinarias, seguía incomodando a los sectores más conservadores de la sociedad.

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La perspectiva de que fuera un candidato peronista quien triunfara en las elecciones de ese año, les resultaba insoportable. Lo dramático, para el gobierno de Isabel, era que no contaba –para defenderse de tales sectores– con el apoyo popular. Sus concesiones habían perjudicado a los estratos sociales más bajos y no habían conquistado a quienes desconfiaban del populismo. Estadísticas privadas revelaban que los trabajadores habían iniciado 1976 con el salario real más bajo de los últimos quince años. Los dirigentes sindicales que, mal o bien, representaban los intereses de los asalariados e quejaban de que el gobierno no oía sus reclamos. Los empresarios, iban al lock out.

Mondelli, por Cafiero Cafiero –que contaba con apoyo sindical– intentó, en un sentido, “volver a Perón”: auspició la reedición del Pacto Social. El 2 de febrero, debían reunirse en el ministerio de Economía, la CGT y la CGE para iniciar discutir las medidas a adoptar para enfrentar la crisis. La CGE, que estaba pagando su error de haber alojado a la conservadora Unión Industrial Argentina, atravesaba por un periodo de desinteligencias internas, que llevarían a la renuncia de Broner. La puerta abierta por Cafiero, quien previamente había tenido roces con la CGE, le daban a ésta una oportunidad de rehacerse y de reconstruir, siquiera en parte, su antiguo poder. Sin embargo, Isabel –que había aprobado la convocatoria a ambas centrales– decidió, el mismo día 2, que la reunión no debía hacerse. Había triunfado la tesis de González, contrario a la reapertura de la política concertada. El Secretario General de la Presidencia, al parecer, veía esa reapertura como una “maniobra” de Cafiero, de quien se decía que aspiraba a integrar, acompañado de Lorenzo Miguel, la fórmula presidencial del peronismo. Cafiero salió del gabinete, junto con Ruckauf, Ministro de Trabajo. Emilio Mondelli –hasta entonces presidente del Banco Central, designado en su momento por Rodrigo– se hizo cargo de la cartera de Economía. Miguel de Unamuno, sindicalista, tomó Trabajo. La situación era crítica: 

La inflación había llegado a 1 por ciento diario. Los precios al consumidor habían trepado, de 100 en enero de 1973 (128 en mayo, al subir Cámpora; 160 en octubre de 1974, al salir Gelbard) a 1.450 en febrero de 1976.



El “dólar paralelo” había subido, en el mercado paralelo, de 12 pesos al subir Cámpora (20 al salir Gelbard) a 300 pesos.



Las reservas de divisas habían descendido de 950 millones de dólares al subir Cámpora (1.693 millones al salir Gelbard) a 500 millones.

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La balanza comercial había pasado a ser negativa y se preveía que las importaciones superarían ese año a las exportaciones en 520 millones de dólares: más del total de reservas disponibles.



La deuda externa era de 10.000 millones de dólares.



El país, además, debía afrontar en los 12 meses siguientes vencimientos por 3.500 millones de dólares, más intereses.

Mondelli propuso su solución: acabar con los “mitos”, recurrir al Fondo Monetario Internacional y dar incentivos a los inversores extranjeros. En conversación con un grupo de diputados, dijo por esos días: “Tenemos una ley de inversiones extranjeras que nos ha resguardado sin duda de todo imperialismo y de toda invasión extraña, pero, eso sí, inversión no hay ninguna”. Una misión del Fondo llegó ese mes a Buenos Aires, y el ministro logró que la CGT aceptara las negociaciones con el organismo “a menos que lesionen el interés nacional”. Los dirigentes sindicales, si bien no habían querido el cambio de Mondelli por Cafiero, y en otras circunstancias no habrían aceptado las recetas del ministro, entendían que el gobierno tenía el revólver en el pecho, y se mostraban complacientes. Con cierto acuerdo de la cúpula sindical, Mondelli elaboró el plan que anunció el día 5: alza de salarios, limitada a 12 por ciento; establecimiento de un mercado único de cambios, en el que el valor del dólar sería de 140 pesos (82,5 por ciento más de lo que valía, hasta entonces, el dólar en el mercado financiero oficial); aumentos en los servicios públicos y reajuste (80 por ciento) del precio de los combustibles. Las nuevas medidas eran reminiscentes del “rodrigazo”, pero sus consecuencias no fueron las mismas. El peronismo se sentía inseguro, y no estaba dispuesto a hostigar al gobierno. El 16, el país fue paralizado por la huelga patronal. Hasta los afiliados a la CGE adhirieron al paro. Los políticos, presintiendo el golpe militar, procuraban salvar las formas democráticas. Por esos días, se discutía la posibilidad de convocar una Asamblea Legislativa (es decir, la reunión de diputados y senadores) para remover por simple mayoría a la presidente, anticipándose así el Congreso al paso que planeaban los militares. La “solución” había sido ideada para sortear el obstáculo que presentaba el juicio político, que requería la voluntad de dos tercios de los legisladores. Claro está que la proyectada Asamblea era inconstitucional, habría sido desconocida por la presidente y, en definitiva, habría derivado hacia lo que se quería evitar: la intervención militar. La “solución” no llegó a intentarse. Su sola discusión en el Congreso demostraba, sin embargo, la extrema debilidad del gobierno. Éste, por momentos, parecía no comprender que estaba al borde del precipicio. El 13, dispuso que –antes de realizar las elecciones presidenciales– promovería la reforma de la Constitución, lo cual exigía la elección popular de una 87

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asamblea constituyente y un período de deliberaciones que llevaría las elecciones presidenciales a 1977. El 16, además, se cerró el Congreso, en virtud de un decreto de la presidente que daba por terminado el período de sesiones extraordinarias. Los partidos creían que, mal aconsejada por su “entorno”, la presidente jugaba con fuego: cerrar el Congreso, convocar en aquellas condiciones a la reforma de la Constitución, y aplazar las elecciones presidenciales (que ella misma había adelantado para desarmar a quienes planeaban su derrocamiento) parecía un despropósito. La presidente reaccionó. Habló al país para anunciar que, sin renunciar a su intento de previa reforma constitucional, convocaría a elecciones presidenciales para el 12 de diciembre. Ella, que constitucionalmente podía aspirar a otro período presidencial, no presentaría candidatura. Poco después, el Congreso fue convocado otra vez a sesiones extraordinarias.

El gobierno agoniza El 5 de marzo, López Rega fue condenado por la justicia, que lo halló culpable de malversación. Un pedido de extradición fue dirigido al gobierno de España. Isabel, entre tanto, parecía recuperar energía. El 6, una convención la reeligió presidente del partido. Al improvisar un discurso, frente a los delegados, volvió a prometer “latigazos” y dijo que a sus enemigos les daría “con el hacha”. El 10, la presidente fue con Mondelli a la CGT. En el salón de actos, subió al escenario y habló a los sindicalistas, flanqueada por el ministro, Herrera –que venía de Ginebra, donde había pasado varias semanas en ejercicio de un cargo que tenía en la OIT– y Lorenzo Miguel. “A mí no me entorna nadie. ¡Ni el propio Perón me pudo entornar en dieciocho años!”, sostuvo allí la presidente. Anunció que el aumento salarial había sido elevado de 12 a 20 por ciento, y pidió a los gremialistas que fueran condescendientes con el ministro de Economía. Cuarenta y ocho horas más tarde, Isabel removió a su ministro de Defensa, José Guardo –designado en enero– por hallarlo demasiado afín a los militares. En su lugar, designó a José Deheza, hasta entonces Ministro de Justicia. De ese modo, la presidente completaba su récord: 38 ministros en 21 meses de gobierno. La prensa de esos días ya hablaba, abiertamente, del golpe que estaba en gestación. Se sabía que Videla asumiría el gobierno de un momento a otro. El 15, un afortunado cambio en su rutina, hizo que el comandante general del Ejército llegara algo tarde a la sede de sus funciones: minutos antes de su arribo, una poderosa bomba estalló en el sitio donde solía descender, dentro del comando general. Hubo un muerto, varios heridos, y quedó la sensación de que las Fuerzas Armadas –que a menudo habían insinuado su disgusto por la ineficiencia del gobierno civil en la lucha contra la subversión– tampoco habían logrado controlar la situación.

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Sin embargo, el golpe parecía inminente. El 16, Balbín habló al país por radio y televisión: “Todos los incurables tienen cura, cinco minutos antes de la muerte”, dijo, parafraseando a un poeta popular argentino. El jefe radical instaba, sin confianza, a la salvación de las instituciones. Herrera, no tenía ninguna confianza: se fue al Uruguay y, allá, le respondió a un periodista que preguntaba por la situación: “No sé nada. Yo, me borré” [es decir, desaparecí, no tengo nada más que ver]. La presidente aún confiaba en conservar el gobierno. En una reunión privada sostuvo, por esos días, que las medidas adoptadas por su Ministro de Economía eran idénticas a las que preparaban los militares, quienes se habrían quedado, así sin plan de alternativa. Isabel creía, además, que a las Fuerzas Armadas les convenía que fuese el “gobierno popular” quien absorbiera el impacto de semejantes medidas. La conclusión de Isabel era: “El golpe va a quedar frenado, y si ganamos un mes, entonces ya llegamos a las elecciones. Por dos cosas: una, porque yo no voy a ser candidata; dos, porque el candidato no va a ser un peronista. Va a ser un hombre de mucho prestigio internacional, que va a venir del extranjero”. Luego de aquel críptico comentario, la presidente se extendió en elogiosas referencias a Alejandro Orfila. El plan de Isabel era, según se deduce, arrebatarle las banderas a los militares, y presentar como candidato nada menos que al hombre que ocupaba la secretaría general de la OEA. No había tiempo para todo eso. Desde mediados de marzo, los diarios daban por descontado que las Fuerzas Armadas estaban listas para tomar el poder. Todos, además, procuraban justificar ese paso. Mostraban al gobierno civil sumido, irremediablemente, en el caos. El 22, La Prensa se alarmaba de la violencia: 1.358 personas habían muerto, por razones políticas, desde el 25 de mayo de 1973. En las siguientes cuarenta y ocho horas, el número subiría a 1.372.

La caída El 24 de marzo, las Fuerzas Armadas asumieron el poder. Derrocaron a la presidente, clausuraron el Congreso, removieron a los jueces de la Corte Suprema, cesantearon a los gobernadores provinciales, suspendieron toda actividad política y gremial, y ampliaron a civiles la aplicación del Código Militar. La ideología del nuevo gobierno, que sería presidido por Videla, fue esbozada en la proclama del movimiento militar. Algunos comunicados y un acta que firmaron los comandantes. El país afirmaría su vocación “occidental y cristiana”, se fomentaría la “iniciativa privada”, serían atraídos capitales extranjeros, quedarían prohibidas las huelgas, se intervendrían la CGT y la CGE y regiría una absoluta prohibición para desarrollar actividades políticas y gremiales. En Santiago de Chile, el diario El Mercurio ubicó al nuevo gobierno argentino en la misma línea de sus vecinos. Según el diario chileno, “la actitud castrense”, en

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Sudamérica, había “correspondido a la necesidad de reparar los daños causados por experimentos de tipo marxista o populista”. En el primer mes de gestión, el gobierno militar adoptaría una serie de medidas: anularía la nacionalización de los depósitos bancarios y del comercio exterior de carnes y cereales; reformaría la ley de contratos de trabajo; derogaría la ley universitaria; liberaría los precios y congelaría los salarios. Anunciaría, además, la modificación de la ley de inversiones extranjeras. Lanusse podía sentirse satisfecho. Todo era fruto de su audacia de cuatro años antes. La izquierda no pudo quedarse con el peronismo. El Líder –tras gozar su retorno y reivindicación personal– expulsó a los díscolos y se murió en paz. Después de Perón vino el diluvio y, con él, la oportunidad de otro gobierno militar. Hay quienes creen asistir a una aurora. Es, en verdad, el comienzo de una noche antártica, gélida y larga.

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BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

(Nota: El autor se vio en la necesidad de trabajar sin archivos personales. La bibliografía consultada no es el resultado de una selección, sino el acopio de los materiales que el autor pudo reunir en Caracas, a los fines de este trabajo). – Revista Cuestionario número 1 a 22 y 24 a 38, Buenos Aires, 1973–1976. – Rodolfo H. Terragno, “Los 400 días de Perón”, Ediciones de La Flor, Buenos Aires, 1974. – Juan D. Perón, “1973–1974/Todos sus discursos, mensajes y conferencias completos”, vol.II, Ediciones de la Reconstrucción, Buenos Aires, 1974. – Julio Godio, “Perón y los montoneros”, editado en mimeógrafo, Universidad del Zulia, Venezuela (Facultad de Ciencias Económicas y Sociales), 1977. – Diario La Opinión, Edición especial del tercer aniversario, “La Argentina entre el retorno de Perón y la presidencia de Perón”, Buenos Aires, 3 de mayo de 1974. – Revista Somos, “Historias y personajes de una época trágica”, Buenos Aires, 1977. – Pablo Kandel– Mario Monteverde, “Entorno y caída”, Editorial Planeta Argentina, Buenos Aires, 1976. – Virgilio Martínez Sucre–Arístides Horacio M. Corti, “Multinacionales y derecho”, Ediciones de La Flor, Buenos Aires, 1976. – Alejandro Lanusse, “Mi testimonio”, Laserre Editores, Buenos Aires, 1977.

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BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA

Para el estudio de proyectos de ley y leyes sancionadas: – Diario de Sesiones de la H. Cámara de Diputados de la Nación, Imprenta del Congreso, Buenos Aires, 1973–1976. – Diario de Sesiones de la H. Cámara de Senadores de la Nación, Imprenta del Congreso, Buenos Aires, 1973–1976. Para el estudio de indicadores económicos: (Oficiales): Boletín Semanal del Ministerio de Economía. Síntesis de informaciones y Comentarios, Ministerio de Economía, Buenos aires, 1973–1976. (Privados): Indicadores de FIEL, Buenos Aires, 1973–1976. Para el estudio de las manifestaciones públicas de Perón: Juan D. Perón, 1973–1974/ Todos sus discursos…, vol. I y II, Ediciones de la Reconstrucción, Buenos Aires, 1974. Para el estudio de los montoneros: Colección de la revista El Descamisado (apareció también bajo los nombres La Causa Peronista y El Auténtico), Buenos Aires, 1973–1976. (Este material es prácticamente inhallable en la Argentina). Para el estudio de sucesos en general: Colecciones de los diarios La Nación (conservador, antiperonista) y Clarín (desarrollista; primero pro–gubernamental y luego opuesto al gobierno de Isabel). (Las posiciones asumidas por el autor del presente trabajo durante el proceso al que éste se refiere, están contenidas en el libro Contratapas, Ediciones Cuestionario, Buenos Aires, 1976).

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ÍNDICE ONOMÁSTICO Banco Industrial, 69 Barataria, 6 Barcelona, 4 Benítez, Antonio Juan, 11, 73, 74 Ber Gelbard, José, 10, 14, 18, 23, 26, 37, 39, 40, 41, 42, 48, 49, 50, 54, 55, 56, 60, 62, 86 Bidegain, Oscar, 33, 34 Birmania, 32 Boeing, 78 Bonamín, Monseñor, 77 Bonanni, Pedro J., 73 Born, 69 Bosch, Juan, 32 Brasil, 22, 32, 49, 63, 70, 81 Brezhnev, 16, 56 Broner, Julio, 60, 86 Brumario, 42 Buenos Aires, 2, 8, 9, 10, 12, 13, 15, 16, 17, 18, 22, 26, 33, 37, 45, 46, 47, 53, 55, 58, 59, 63, 64, 65, 66, 68, 70, 71, 79, 80, 81, 82, 87, 91, 92 Bunge y Born, 69

6 62 Organizaciones, 47, 48, 64, 71 A AAA, 51 Abal Medina, Fernando, 51 Abal Medina, Juan Manuel, 9 Aeronáutica, 81, 84 Agosti, Orlando, 82 AIFLD, 32 Alemania, 12 Alianza Anticomunista Argentina, 51 Allende, Salvador, 11, 12, 22, 24, 25, 32, 39 Alsogaray, Álvaro, 24 América Latina, 16, 62, 63 Anael, 49 Anaya, Leandro Enrique, 29, 51, 68 Antártida, 22 Aramburu, Juan Carlos, 79 Aramburu, Pedro Eugenio, 27, 40, 50, 51, 55, 58 Arauz Castex, Manuel, 76 Arbenz, Jacobo, 32 Ares, Roberto, 85 Argel, 24 Argentina, 2, 3, 4, 5, 7, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 18, 19, 21, 22, 23, 24, 29, 30, 31, 32, 35, 36, 37, 39, 40, 41, 43, 46, 48, 52, 56, 57, 58, 60, 61, 62, 63, 64, 66, 68, 69, 72, 73, 74, 75, 77, 78, 79, 81, 86, 91, 92 Armada, 10, 59 Arrighi, Pedro, 74 Arrostito, Norma, 50 Asamblea Legislativa, 17, 68, 87

C Cabildo, 51 Cafiero, Antonio, 74, 75, 76, 81, 86, 87 Calabró, Victorio, 17, 33, 80, 84, 85 Cámara de Diputados, 6, 17, 72, 79, 84, 92 Cámpora, Héctor J., 6, 7, 8, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 22, 23, 26, 44, 48, 56, 68, 86 Capellini, Jesús Orlando, 81 Caracas, 2, 24, 81, 91 Carcagno, Jorge Raúl, 11, 18, 24, 29, 68 Carta Magna, 37 Casa de Gobierno, 11, 36, 53, 68 Castro, Fidel, 8, 24, 37 Catamarca, 50, 51 CEE, 8 Central Nacional de Inteligencia, 60 Cesio, Juan Jaime, 29 CGA, 48

B Bacigaluppo, Enrique, 16, 17, 28 Bahía Blanca, 65 Balbín, Ricardo, 7, 16, 17, 18, 22, 25, 29, 32, 45, 46, 47, 54, 59, 64, 66, 77, 89 Banco Central, 21, 49, 62, 64, 86

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El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

D

CGE, 10, 14, 15, 29, 38, 39, 40, 42, 47, 48, 55, 60, 74, 75, 84, 86, 87, 89 CGT, 14, 15, 18, 24, 25, 28, 29, 30, 38, 40, 41, 42, 43, 47, 53, 55, 57, 58, 59, 60, 64, 66, 70, 71, 72, 73, 74, 76, 80, 86, 87, 88, 89

Damasco, coronel, 38 Damasco, vicente, 74, 76 Damasco, Vicente, 74, 78 de La Rúa, Fernando, 22 De la Rúa, Fernando, 25 Deheza, José, 88 Demarco, Aníbal, 79 Departamento de Estado, 32, 63, 80 Día de los Trabajadores, 37, 40 DIPA, 13 Dorticós, Osvaldo, 11, 12 Duarte, María Eva, 50

Ch Checoslovaquia, 41 Chiang–Kai–shek, 3 Chile, 8, 11, 22, 24, 25, 32, 81, 89 China, 3, 32 C

E

CIA, 27, 32 Clarín, 24, 92 Código Militar, 89 Código Penal, 34 Comando en Jefe de la Marina, 8 Comando Superior Peronista, 25 como Secretario de Trabajo y Previsión, 26 Comunidad Económica Europea, 7, 30 Confederación General Económica, 10 Conferencia de Ejércitos Americanos, 24 Conferencia Episcopal Argentina, 78 Congreso, 11, 12, 17, 19, 23, 28, 31, 34, 40, 42, 46, 68, 73, 75, 76, 77, 79, 80, 84, 87, 88, 89, 92 Congreso Nacional, 11, 19, 28, 34, 42 Consejo Nacional de Emergencia Económica, 73 Consejo Superior, 26, 28, 32 Constitución, 17, 18, 31, 37, 61, 87 Córdoba, 4, 11, 26, 27, 34, 36, 37, 50, 52, 56, 65, 76 Corea del Norte, 13 Corte Suprema, 18, 24, 27, 41, 61, 80, 89 Corte Suprema de Justicia, 18, 24, 27, 41, 61, 80 Corvalán Nanclares, Ernesto, 73 Costa Rica, 32 Council of the Americas, 63 Cristo, 56, 59 Cuarta Internacional, 27 Cuba, 11, 13, 15, 22, 24, 63, 80

Ecuador, 63 Ejecutivo, 56, 75, 76, 80 Ejecutivo, Poder, 31, 34, 37 Ejército, 3, 5, 9, 10, 11, 14, 16, 17, 18, 29, 32, 33, 37, 50, 51, 54, 56, 57, 63, 64, 66, 68, 69, 74, 75, 77, 78, 81, 82, 83, 84, 88 El Caudillo, 36, 38 El Descamisado, 35, 38 El Mercurio, 89 El Mundo, 35 Emery, Carlos, 78, 79 EMI Odeón, 12 Ente de Calificación Cinematográfica, 60 Episcopado, 78 ERP, 14, 25, 27, 33, 50, 51, 54 Escribanía General de Gobierno, 83 Escuela de Defensa Nacional, 82 Escuela Superior de Guerra, 57 España, 6, 10, 12, 14, 15, 49, 58, 72, 88 Esso, 49 Estados Unidos, 8, 16, 18, 22, 24, 32, 41, 56, 62, 63, 79, 81 Estatuto de los Partidos Políticos, 36 Europa, 8, 41, 44 Eva, 18, 23, 46, 50, 55, 58, 59 Evita, 18, 40, 58 Eximport, 16 Exxon, 49, 62 F Fabricaciones Militares, 16 Fidel, 8, 24 94

El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

68, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78, 79, 80, 83, 84, 85, 86, 88, 89, 92 Italia, 7, 8, 12, 58 ITT, 55, 62 Ivanisevich, Oscar, 49, 52, 74

Firmenich, Mario Eduardo, 23, 26, 27, 37, 50 First National Citi Bank of New York, 16 FMI, 64, 74, 75 Fondo Monetario Internacional, 64, 67, 74, 75, 87 Ford, 41 Franco, Francisco, 15 FREJULI, 7, 8, 39, 64 Frente Justicialista de Liberación, 7, 13 Freud, Sigmund, 53 Frondizi, Arturo, 22, 23, 52, 55, 64 Fuerza Aérea, 10, 15, 78, 81, 82 Fuerzas Armadas, 4, 5, 7, 8, 9, 10, 11, 13, 50, 57, 59, 60, 61, 65, 66, 72, 74, 75, 76, 78, 80, 81, 82, 83, 84, 88, 89

J Jefe de Estado, 22, 29 Jefe de la Policía, 57 Jefe del Estado Mayor Conjunto, 8 Journal of Commerce, 63 JPRA, 35 JSP, 22 JTP, 27 Jujuy, 65 Juventud Peronista, 18, 22, 23, 24, 26, 27, 29, 31, 35, 37, 38, 40, 41, 42, 44, 80 Juventud Sindical Peronista, 22

G Galimberti, Rodolfo, 9, 10 Garrido, Jorge, 72, 73 Genta, Jordán Bruno, 56, 82 Ginebra, 44, 70, 88 Gómez Morales, Alfredo, 49, 56, 57, 60, 62, 63, 64, 67, 69 González, Julio, 76, 78, 79, 80, 85, 86 Goulart, Joao, 32 Gran Buenos Aires, 82 Gran Paritaria Nacional, 55, 57 Guardo, José, 88 Guatemala, 32

K Kissinger, Henry, 22, 63, 66 Krebs, Max Vince, 18 L La Causa Peronista, 38, 50, 92 La Opinión, 22, 65, 91 La Plata, 64, 80 La Prensa, 31, 75, 89 La Vanguardia, 4 Lanusse, Alejandro, 3, 4, 5, 6, 9, 11, 31, 36, 48, 50, 58, 90, 91 Laos, 78 Las Bases, 13, 49 Lastiri, Raúl, 17, 18, 22, 25, 26, 56, 64, 71, 72, 73, 85 Latinoamérica, 14, 15, 27 Le Monde, 69 Leloir, Luis Federico, 53 León, Fray Luis de, 68 Ley de Acefalía, 73 Ley de Amnistía, 12 Ley de Contratos de Trabajo, 53, 84 Ley de Inversiones Extranjeras, 34, 60, 80 Líder, 12, 13, 14, 18, 22, 23, 24, 26, 29, 36, 44, 49, 51, 90 Lima, 13, 15

H Herrera, Casildo, 53, 57, 58, 60, 70, 71, 75, 84, 85, 88, 89 Hill, Robert, 32 Hungría, 41, 42 I I.R.I, 21 Iglesia, 47, 58 Iglesia Católica, 59, 76, 84 II Cuerpo del Ejército, 9 Il Tempo, 8 India, 32 Instituto de Reconstrucción Industrial, 7 Interpol, 83 Isabel, 22, 23, 40, 43, 44, 45, 47, 49, 50, 51, 53, 54, 55, 56, 58, 59, 60, 66, 67,

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El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

Ll

Nueva York, 62, 75 Numa Laplane, Alberto, 68, 74, 76, 77

Llambí, Benito, 17

O

L

Obregón Cano, Ricardo, 34, 38 OEA, 15, 63, 80, 81, 89 OIT, 44, 45, 70, 73, 88 Olivos, 58, 71, 72, 76 OPEP, 57, 62, 63 Operativo Dorrego, 18, 29 Operativo Tucumán, 63 Orfila, Alejandro, 80, 81, 89 Organización de Estados Americanos, 13, 15, 22 Ortega y Gasset, 52 Otero, Ricardo, 11 Ottalagano, Alberto, 53, 54, 56, 59, 82

López Rega, José, 11, 13, 14, 17, 18, 22, 24, 25, 26, 28, 34, 35, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 55, 57, 58, 59, 60, 63, 66, 68, 69, 70, 71, 72, 75, 77, 79, 80, 82, 83, 88 Luder, Ítalo, 73, 76, 77, 80 M Madrid, 16, 58, 71 Magdalena, 9 Mahieu, Jaime María de, 54 Mandel, Ernest, 27 Mao Tse-tung, 3, 16 Mar del Plata, 65 Margaride, 40 Margaride, Luis, 60 María, 22, 46, 50, 54, 56 Maritain, Jacques, 13 Martínez Baca, Roberto, 34, 44 Martínez de Perón, María Estela, 22 Mayoría, 8 Medio Oriente, 58 Mendoza, 14, 34, 44, 72 México, 22, 26, 52, 63 Miguel, Lorenzo, 47, 48, 53, 57, 58, 60, 64, 65, 70, 71, 80, 84, 86, 88 Ministerio de Bienestar Social, 25, 57, 60, 69, 79 Ministerio de Economía, 28, 57, 73, 92 Ministerio del Trabajo, 57 Misiones, 66, 67 Mondelli, Emilio, 86, 87, 88 montoneros, 4, 14, 18, 25, 27, 33, 35, 40, 48, 50, 51, 55, 58, 69, 78, 83, 91, 92 Mor Roig, Arturo, 48 Movimiento, 5, 28, 34, 35, 80

P Pacífico, 8 Pacto Andino, 7, 21, 22 Pacto Social, 28, 31, 33, 38, 39, 40, 42, 43, 44, 47, 60, 67, 86 Palma, Segundo, 47, 53 Panamá, 63 Paraná, 64 París, 27, 34, 69 Partido Auténtico, 66 Partido Comunista, 36 Partido Popular Cristiano, 39 Patria, 14, 51, 60, 82, 83, 84 Pérez, Carlos Andrés, 62 Perón, Eva, 18, 23, 46, 50, 55, 58, 59 Perón, Juan Domingo, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 53, 54, 55, 56, 58, 63, 64, 66, 67, 68, 71, 72, 76, 79, 80, 83, 85, 86, 88, 90, 91, 92 Perú, 15, 18, 22, 63 Pinochet, Augusto, 66 Plan Trienal, 30, 31, 85 Plaza de Mayo, 11, 12, 37, 40, 43, 48, 50, 70, 71 Poder Legislativo, 73 Policía Federal, 13, 40, 44, 60

N Nación, 3 Naciones Unidas, 3 Napoleón, 42, 43 Newman, 52 Nixon, Richard, 3, 16, 22 Nobel, 53 96

El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

Polonia, 41 Porto Alegre, 49 Posadas, 27 Procurador General, 16 Puerta de Hierro, 12 Puig, Juan Carlos, 10, 17

Temperley, 65 Tortolo, Adolfo, 78 Tórtolo, Adolfo, 82 triple A, 51, 52, 53, 54, 66, 69, 75 Trotsky, León, 27 Troya, 39 Tucumán, 60, 65, 67, 68, 76, 83

Q U

Quijote, 6

U.S. News & World Report, 79 UIA, 10, 39, 48, 55 Unidad Popular, 22, 24 Unión Cívica Radical, 7, 8, 16, 22, 59, 66, 67 Unión Obrera Metalúrgica, 65, 72, 79 Unión Soviética, 41 Universidad de Buenos Aires, 52 Universidad de La Plata, 53 UOM, 70, 72 URSS, 41 Uruguay, 70, 81, 89

R Recoleta, 55 República, 10, 16, 17, 23, 26, 33, 36, 38, 41, 45, 46, 47, 49, 65, 82 República Dominicana, 32 Revolución Francesa, 36, 42 Revolución Nacional, 44 Righi, Esteban, 10, 17 Robledo, Ángel Federico, 11, 74, 76 Rocamora, 72 Rodrigo, Celestino, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 86 Roma, 7, 8, 9, 71 Romero, Adelino, 38, 47, 48 Rosario, 78 Rucci, José Ignacio, 25, 36, 38 Ruckauf, Carlos, 74, 86

V Vandor, Augusto Timoteo, 25, 72 Vázquez, Jorge, 15 Vázquez, Pedro Eladio, 15, 78, 79 Venezuela, 2, 7, 22, 24, 63, 81, 91 Vicente López, 15, 16, 17 Videla, Jorge Rafael, 68, 74, 75, 81, 82, 83, 88, 89 Vietnam, 78 Vignes, Alberto, 17, 63, 74 Villa Constitución, 65, 66 Villar, 40 Villar, Alberto, 57 Villone, Carlos A., 72, 83 Vottero, Tomás, 76

S San Andrés de Giles, 10 Santa Cruz, 56 Santa Fe, 78 Santucho, Roberto Mario, 33 Savino, Adolfo Mario, 68, 72 Secretaría General de la Presidencia, 26, 79 Segunda Guerra Mundial, 32 Senado, 12, 17, 29, 34, 39, 73, 77 Shell, 49 Shi–Huang–ti, 3 Sociedad Rural, 48, 55, 56 Solano Lima, Vicente, 13, 17, 23, 26

W Washington, 62, 63, 74, 75, 80 Y YPF, 61, 62

T Taiana, Jorge Alberto, 11, 49, 52

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El Peronismo de los 70

Rodolfo H. Terragno

INDICE TEMATICO ADVERTENCIA ......................................................................................................................... 2 INTRODUCCIÓN ....................................................................................................................... 3 CÓMO Y POR QUÉ VOLVIÓ A GOBERNAR EL PERONISMO ............................................................... 3 GOBIERNO DE CAMPORA ..................................................................................................... 7 Los 75 días previos ........................................................................................................................ 7 “Se van, se van, y nunca volverán” ............................................................................................. 10 Socialismo nacional ..................................................................................................................... 12 Retorno definitivo de Perón......................................................................................................... 15 INTERINATO DE LASTIRI .................................................................................................... 17 Cae Cámpora ............................................................................................................................... 17 La política económica.................................................................................................................. 19 Perón–Perón ................................................................................................................................ 21 GOBIERNO DE PERÓN .......................................................................................................... 25 Perón Presidente .......................................................................................................................... 25 ¿Perón cercado? ........................................................................................................................... 28 Sale Carcagno .............................................................................................................................. 29 El Plan Trienal ............................................................................................................................. 30 Los proyectos de Perón................................................................................................................ 31 Mr. Hill ........................................................................................................................................ 32 Guerra a la izquierda.................................................................................................................... 33 Caballo de Troya en la CGE ........................................................................................................ 39 Expulsión de los montoneros ....................................................................................................... 40 Misión a Europa oriental ............................................................................................................. 41 Perón teórico ................................................................................................................................ 42 Rebelión laboral........................................................................................................................... 43 La muerte de Perón ...................................................................................................................... 44 GOBIERNO DE ISABEL ......................................................................................................... 46 López Rega, detrás del trono ....................................................................................................... 46 Peligra el Pacto Social ................................................................................................................. 47 López Rega y sus poderes ........................................................................................................... 49 Rebrota la guerrilla ...................................................................................................................... 50

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La “triple A” ................................................................................................................................ 51 El oscurantismo ........................................................................................................................... 52 Ley de Contratos de Trabajo ....................................................................................................... 53 Cae Gelbard ................................................................................................................................. 55 Estado de sitio.............................................................................................................................. 57 Sindicalistas contra López Rega .................................................................................................. 57 Los restos de Eva Perón............................................................................................................... 58 Se va Ottalagano .......................................................................................................................... 59 La presidente busca recuperar terreno ......................................................................................... 59 Buscando apoyo norteamericano ................................................................................................. 62 Un muerto cada 2 horas y 24 minutos ......................................................................................... 64 Triunfo electoral del oficialismo ................................................................................................. 66 Crisis económica ......................................................................................................................... 67 Relevan a Anaya .......................................................................................................................... 68 Auge de López Rega.................................................................................................................... 69 El “rodrigazo” .............................................................................................................................. 69 Cae López Rega ........................................................................................................................... 72 Cafiero, ministro de Economía .................................................................................................... 74 Videla comandante ...................................................................................................................... 74 Luder, presidente interino ............................................................................................................ 76 La cruz y la espada ...................................................................................................................... 77 Isabel, otra vez ............................................................................................................................. 78 Orfila en Buenos Aires ................................................................................................................ 80 El “putsch” de la Aeronáutica ..................................................................................................... 81 El país en guerra .......................................................................................................................... 82 La presidente, sobreseída............................................................................................................. 83 Mondelli, por Cafiero .................................................................................................................. 86 El gobierno agoniza ..................................................................................................................... 88 La caída ....................................................................................................................................... 89 BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA .......................................................................................... 91 BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA ................................................................................................. 92

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