El periodista como autor. Evolución de la protección jurídica sobre la obra informativa

June 24, 2017 | Autor: Javier Díaz Noci | Categoría: Intellectual Property, Copyright, Copyright Law
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Descripción

JAVIER DÍAZ NOCI EL PERIODISTA COMO AUTOR EVOLUCIÓN JURÍDICA DE LA PROTECCIÓN JURÍDICA SOBRE LA OBRA INFORMATIVA

Ñ

Javier Díaz Noci

Índice

Introducción

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1. La propiedad intelectual y la información en la antigüedad: El mundo clásico

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2. El concepto de autor y la transmisión de la información en la Edad Media y el Renacimiento

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3. La invención de la imprenta, el nacimiento del periodismo y de la protección jurídica de la obra informativa (siglos XVI a XVIII)

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4. La aparición de la figura del periodista, el derecho de autor moderno y las primeras legislaciones específicas

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5. La profesionalización del periodista y la especial consideración jurídica de la obra informativa: la época contemporánea

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6. La obra informativa frente a las nuevas tecnologías y la globalización: los tratados internacionales Conclusiones

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Introducción POCAS CUESTIONES pueden comprenderse sin recurrir a explicar su desarrollo histórico. Tampoco, por supuesto, lo que es la profesión de periodista. Ésta puede ser contemplada desde múltiples puntos de vista. Uno de ellos es el jurídico, que a su vez permite enfocar la cuestión desde diversas perspectivas. La protección que el Derecho dispensa al periodista como autor es una de ellas. El presente trabajo es una introducción a un estudio más amplio sobre los derechos de autor de la obra periodística. Por eso nos hemos decidido a investigar sobre un tema en principio tan poco abordado como las raíces históricas del derecho de autor y la propiedad intelectual de la obra informativa, hasta llegar a lo que hoy en día es la configuración jurídica del derecho de autor de los informadores profesionales, los periodistas, cualquiera que sea el ámbito que finalmente abarca este concepto no del todo legalmente claro, y que nosotros preferimos entender sensu lato. Nos ha animado además otra cuestión: el alemán H. POHLMANN, en sus obras «Priwilegienwesen und Urheberrecht», de 1961, y «Zur notwendigen Revission unseres bisheringen Geschichtsbildes auf dem Gebiet des Urheberrechts und des geberblichen Rechtsschutzes», de 19621 pedía que se revisase la concepción histórica acerca del desarrollo histórico de los derechos de autor, retrotrayéndose en el tiempo antes del siglo XVIII, que es cuando se sitúa el origen de la moderna formulación de la propiedad intelectual. Está claro, y así lo pondremos de manifiesto en este trabajo, que es en ese siglo cuando se produce la plasmación legal del concepto. Pero no lo es menos, a nuestro 1

Ambas citadas por Javier PLAZA PENADÉS en su obra El derecho de autor y su protección en el artículo 20, 1, b) de la Constitución. Valencia: Tirant lo Blanch, 1997, p. 56.

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entender, que eso no es sino el resultado final de un proceso de toma de conciencia de varios actores sociales, no sólo del autor tal y como lo hoy lo consideramos, a lo largo de muchos siglos. POHLMAN proponía revisar los documentos, en particular los privilegios de impresión. Nuestro empeño no es tan ambicioso; tan sólo pretendemos hacer una lectura nueva, a partir de un colectivo de autores habitualmente olvidado como es el de los periodistas, los productores de noticias, para comprobar cómo la historia ha marcado profundamente las diferentes concepciones que sobre el derecho de autor tenemos hoy en día. Y, de paso, intentar explicar desde el punto de vista del Derecho privado algunos conceptos referentes a la opinión pública, uno de los pilares de nuestras democracias liberales de hoy, que habitualmente sólo se explican desde el punto de vista del Derecho público. Debemos entender que la formulación moderna del derecho de autor, así como la del periodismo, son coetáneas entre sí, pues ambas alcanzan plenitud y razón de ser con la invención y desarrollo de la imprenta en el mundo occidental. La producción cultural –sobre todo la escrita, aunque también la iconográfica– se multiplica gracias al invento de Gutenberg, y es entonces cuando surge una verdadera industria cultural, todo un volumen de negocio con unas nuevas necesidades a las que el Derecho tenía que dar respuesta. Como sabemos, las primeras leyes específicas sobre derecho de autor y, en el sistema jurídico anglosajón de Common Law, sobre copyright, datan del siglo XVIII. Desde entonces hasta hoy, a medida que la industria cultural crecía y las nuevas tecnologías hacían posible una mayor y mejor producción y distribución de los contenidos culturales el Derecho ha tenido, y aún hoy tiene, que hacer frente a nuevos y más complejos retos para proteger los derechos del autor y, a la vez, los de las empresas culturales. Las respuestas jurídicas han sido diversas en el mundo cultural jurídico anglosajón y en el continental, en los mundos a veces antagónicos de la Civil Law y la Common Law, hasta conformar los sistemas que hoy se conocen con los nombres de copyright, en el mundo del derecho anglosajón, y sistema de derecho de autor, en el mundo del de-

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recho de raíz romano-germánica. No obstante, la globalización de los flujos comerciales, en los que los bienes culturales no son sino mercancías de creciente valor económico, está sin duda provocando el forzoso acercamiento de ambos sistemas. De eso trata, fundamentalmente, esta primera parte. De cómo los dos grandes sistemas daban respuesta a problemas similares, y en concreto cómo se aplican a la producción informativa. Será ésta una historia fundamentalmente moderna y contemporánea, porque ya hemos dicho que la expansión de la imprenta provoca también la creación de las leyes de propiedad intelectual, la plus sacrée en palabras de los primeros revolucionarios franceses de 1789. Pero también nos fijaremos en épocas bien anteriores, porque, aunque no existiesen ni la propiedad intelectual ni el periodismo como tales, sí se halla una producción cultural informativa que adoptaba unas u otras formas y determinadas respuestas jurídicas, o ausencia de ellas, de las que conviene dar cuenta. Por eso, nuestra investigación comienza en la antigüedad grecorromana, donde ya existía un cierto flujo de cartas informativas y un atisbo de negocio editorial, bien que manuscrito, sigue a través de la Edad Media y el Renacimiento, donde interesa ver cuál era el concepto de autor, hasta desembocar finalmente en la invención de la imprenta y el nacimiento de la información periódica. El siglo XX, con sus imparables avances técnicos que ponen en cuestión el concepto mismo del derecho de autor y la propiedad intelectual, será el punto en el que nos detendremos. La base metodológica empleada es doble, tanto historiográfica como jurídica, y hemos procurado además recoger también aportaciones de las ciencias de la información, por ejemplo, la definición de las diferentes obras periodísticas, escritas, audiovisuales, géneros de opinión o de información, etc. La bibliografía a utilizar tendrá en cuenta por lo tanto obras de los tres campos del saber; la Historia, el Derecho y las Ciencias de la Información. Historiográficamente, utilizaremos los métodos de la historia de la cultura, dentro de la más amplia corriente de la historia social, una historia socio–cultural, en el sentido que a este con-

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cepto dan autores como Roger CHARTIER o Peter BURKE. Se trata de una historia tanto jurídica como del periodismo o, si se quiere, de una historia de la comunicación que necesariamente ha de ser una historia de la comunicación social. Un historiador norteamericano, David Paul NORD, ha puesto acertadamente el dedo en la llaga, al indicar que se trata de una historia desdoblada en dos historias paralelas y mutuamente interrelacionadas: una historia social de la producción y una historia social del consumo del periodismo. Es posible, en nuestro caso, trazar con mayor precisión –aunque se nos escapan múltiples detalles de singular importancia– la historia de la producción que la de la recepción, donde la ausencia de datos objetivos hace que nos movamos en un terreno mucho más especulativo. En lo que se refiere al aspecto jurídico, los datos empíricos, las leyes y decisiones de los tribunales –especialmente importantes en un sistema basado en la doctrina del stare decisis como el anglosajón– nos dan una base más sólida, aunque creemos que no se debe descuidar un aspecto más intangible: el de la producción social de la legislación. Es obvio, por tanto, que hay que intentar hacer de esta investigación una historia social que contemple la mayor cantidad de aspectos posible. Como ha puesto de manifiesto A. W. Brian SIMPSON, la historia legal doctrinal es también una historia de las ideas, de su recepción, evolución e interacción2. La técnica del Derecho comparado será especialmente apropiada en este estudio. Ésta se llevará a cabo en dos estadios: una comparación de los dos grandes sistemas (copyright-Common Law frente a derechos de autor-Civil Law), en primer lugar, y una comparación de las diferentes legislaciones (europeas y estadounidense) entre sí, hasta desembocar, por ejemplo, en los tratados internacionales sobre la materia y las subsiguientes discusiones que los actores involucrados en el negocio de la información hacen públicas, como consecuencia de un inevitable 2

«Doctrinal legal history (...) is a special branch of the history of ideas, of their reception, evolution and interaction (...). Additionally it contributes to an understanding of how a sophisticated legal system works and, at a more profound level, in what it consists». SIMPSON, A. W. Brian. A History of the Common Law of Contract. Oxford: Clarendon Press, 1975, p. vii.

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proceso que tiende en nuestros días a una creciente armonización legal. A la vez que se hace este estudio digamos «horizontal» se trazará otro «vertical», es decir, histórico, comprobando cuál ha sido la evolución cronológica de este sistema múltiple. Se trata, por tanto, de una investigación histórico-jurídica, pero que no descuidará otros aspectos de la ciencia del Derecho. Además del ya citado método comparativo, hemos recurrido también al método jurídico-descriptivo, de manera que una cuestión eminentemente jurídica como ésta del derecho de autor de los informadores pudiese descomponerse en sus diversos aspectos, estableciendo niveles y relaciones que ofrecen una imagen de funcionamiento de una norma o institución jurídica. Y si lo sustantivo es la investigación jurídica, histórica y comparativa, lo adjetivo es «de la obra periodística» o «de la información de actualidad». A partir de la inquietud personal y profesional como antiguo periodista y actual profesor de Ciencias de la Información respecto a esa cuestión, y de mi formación como historiador y jurista, me he atrevido a afrontar, espero que con unas ciertas garantías, el estudio de este tema. Todo ello con el objetivo de cubrir un aspecto no del todo suficientemente estudiado en el terreno del derecho de autor, válido igualmente para la docencia. Nuestra investigación pretende aportar un estudio de la evolución del periodista como profesional y de su consideración como autor a lo largo de la historia, de su acceso a la propiedad intelectual, de la pugna entre las empresas –cesionarias de derechos patrimoniales– y los trabajadores, y de la propia evolución del derecho de autor y de los sistemas jurídicos a través del tiempo. Fundamentalmente, son dos las hipótesis desde las que partimos: 1) La paulatina profesionalización de quienes se dedican a recopilar, elaborar y ofrecer información, tanto empresas periodísticas como periodistas, conduce a la toma en consideración de los derechos de autor sobre la obra informativa de actualidad. Tanto el periodista, que accede a la condición de autor, como la propia obra periodística reciben tratamientos diferenciados en las normas europeas. Ello es fruto de una evolución histórica de

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la profesión periodística, que a su vez condiciona la especial protección jurídica que la normativa sobre derecho de autor le brinda. 2) Tras un proceso de diversificación del tratamiento de la propiedad intelectual sobre la obra informativa, correspondiente a sendos sistemas, autoral (Derecho continental) y de copyright (Derecho anglosajón), la globalización de los mercados, la irrupción de las nuevas tecnologías y la creación del espacio único europeo han comenzado a provocar un cierto proceso de armonización legal, que se acentuará en los próximos años, y que ha provocado ya el interés de las asociaciones profesionales de periodistas y de las empresas dedicadas al negocio de la información. Un viaje a Italia me permitió, en junio de 1997, visitar la cuna del Derecho occidental, Bolonia. La amabilidad del profesor Enrico Pattaro, y sobre todo de las doctoras Giusella Finocchiaro y Beatrice Cunegatti, me permitió acceder a los fondos del CIRFID y a los del Istituto Giuridico A. Cicu, la magnífica biblioteca de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Bolonia. La mayor parte del material sobre jurisprudencia y doctrina no sólo italiana, sino también de otros países de Europa, principalmente en lengua francesa, que he empleado proviene de aquella agradable estancia en tierras de la EmiliaRomagna. La jurisprudencia y la doctrina inglesa –y la que, no siendo británica, se expresa en ese idioma– la obtuve durante sendas estancias en dos prestigiosas universidades británicas. La primera, de un mes en la Universidad de Cambridge, donde me hallaba en julio de 1997 asistiendo a un curso sobre métodos legales ingleses. Las clases de todos los profesores cantabrigenses, especialmente las de Tony Weir y Ann Sullivan, sobre contracts y torts, así como las del director de aquel curso, el doctor Roderick Munday, fueron un inmejorable punto de partida para entender los fundamentos de la Common Law. Especialmente inolvidables fueron las clases magistrales del octogenario profesor Kurt Lipstein. Es necesario que mencione aquí la ayuda del di-

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rector de la Law Library de Cambridge, Peter Zawada, y su paciencia, a la hora de localizar las referencias que necesitaba. La segunda estancia, más larga, se desarrolló durante el curso académico 1998–1999, en que fui uno de los visiting fellows de la Universidad de Oxford. La Biblioteca Bodleiana (en su división jurídica sobre todo, la Main Law Library, pero también en el venerable edificio de Thomas Bodley) suministró el material suficiente para entender el sistema de copyright anglosajón. Es obligado citar también, por supuesto, a los responsables del St Antony’s College de Oxford, al que estaba adscrito y donde tenía mi despacho (en el que algunas partes de esta tesis, en su versión más primigenia, se redactaron y pulieron), que también aguantaron con británica flema mis conversaciones sobre el tema, y por supuesto a los responsables de la Sociedad de Estudios Vascos, cuyo acuerdo con la citada universidad británica me permitió disfrutar de un curso académico en tierras inglesas. Entre los oxonienses, creo obligado citar al director del European Studies Center del citado college, Mr. Tony Nichols, a su secretaria Mrs. Jennifer Law y sus siempre amables indicaciones, y a los también visiting fellows de diversos países Paul Chasty, Ilaria Favretto, Mikael af Malmborg (tristemente fallecido) y Margit Szöllösi-Janze. Muy singularmente debo agradecimiento por varios motivos, profesionales y de amistad, al Andrés Bello visiting fellow y profesor venezolano de Derecho Público Rafael Badell Madrid. Muy especialmente, esta tesis se debe al apoyo, siempre incondicional, de mis padres. A su ejemplo y abnegación, así como a la infinita paciencia de mi hermano, va dedicado este trabajo.

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La propiedad intelectual y la información en la antigüedad. El mundo clásico

CUALQUIER INVESTIGACIÓN sobre la producción cultural y los antecedentes del derecho de autor –por ende, de la propia concepción social del autor– hunde necesariamente sus raíces en el mundo clásico. En la sociedad occidental, se acepta comúnmente que éste comienza con la antigüedad griega y cristaliza definitivamente con la extensión del imperio romano. Nuestro tema no es una excepción: cualquier búsqueda de los antecedentes remotos tanto del periodismo como del derecho de autor comienza necesariamente en Grecia. Antes existían, claro está, una cierta producción cultural y un Derecho, en algunos casos incluso codificado, en otros pueblos de la antigüedad, los mesopotámicos en concreto. Hoy conocemos varios de esos códigos, el más famoso de los cuales es el de Hammurabi. Se trata, como es sabido, de una serie de normas de carácter sobre todo penal, y algunas que hoy incluiríamos dentro del Derecho civil, especialmente la regulación de la propiedad. Una propiedad sobre todo de la tierra, por tanto una propiedad material, muy alejada de la propiedad intelectual y de la propiedad inmaterial, conceptos que sólo aparecerán mucho más tarde. Cualquier posible referencia en el mundo antiguo a los autores –ni siquiera se toma en cuenta su derecho a poseer su propia obra– es, por tanto, de tipo penal, como acertadamente puso de manifiesto hace ya algún tiempo el francés Michel FOUCAULT1. 1

FOUCAULT, Michel. Qu'est–ce qu'un auteur?. En: Bulletin de la Société Française de Philosophie, París, septiembre de 1969, p. 73–104. Esta y otras referencias las recoge Roger CHARTIER en Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna. Madrid: Alianza Editorial, 1993, especialmente en las p. 62 a 64.

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En Grecia aparecen las primeras referencias legislativas sobre el texto, aunque éstas sean, claro, de tipo penal. Como recuerda Luis GIL2, «los legisladores que redactaron las más antiguas constituciones de las poleis griegas [...] se enfrentaron por vez primera con el problema de la calumnia, la difamación y las injurias verbales como posible fuente de disturbios públicos». Zaleuco de Locros y Solón promulgaron disposiciones al respecto. En Roma, la propia Ley de las XII Tablas, de tan marcado carácter penal, recogió figuras similares. Durante toda esta fase antigua, la propiedad intelectual fue secundaria, cuando se tenía siquiera en cuenta, y en todo caso lo era «con relación a lo que podría llamarse la apropiación penal. Los textos, los libros y los discursos empezaron a tener realmente autores [...] en la medida en se podía ser castigado»3. Incluso esa fase tan clara sólo comienza a aparecer cuando la producción literaria es intensa, y ésta se convierte en una realidad cuando el conocimiento de la escritura se extiende en la sociedad, es decir, cuando la alfabetización se hace efectiva. Ni siquiera esto ocurre en las sociedades arcaicas, donde la facultad de escribir (y, consecuentemente, la de leer) se reserva a unos pocos escogidos, los escribas, en alguna sociedad incluso una casta social, cerrada como todas las castas. La escritura es así algo arcano al alcance de muy pocas personas, todas ellas pertenecientes o cercanas a las elites dirigentes. Nada que se acerque, por supuesto, a una verdadera producción cultural. Ésta, como ya hemos dicho, comienza a producirse en el mundo helénico. Tönnes KLEBERG, entre otros, ha puesto de manifiesto que «sólo se puede hablar de un auténtico comercio librario cuando alguien se dedica profesionalmente a producir y vender libros». Eso sucede en Atenas, en la segunda mitad del siglo V a. C., que es cuando aparecen las primeras referencias a los 2

GIL, Luis. Censura en el mundo antiguo. Madrid: Alianza Universidad, 1985, p. 51. 3 Ibidem.

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libreros como comerciantes que venden sus productos en el mercado, como otros gremios de artesanos4. Existe tanto un público, unos compradores, como unos productores o autores. Del anonimato de la obra –hecha en la más remota antigüedad por encargo del soberano, y sobre la que no cabía por tanto mención alguna de autoría– se pasa a un sistema en el que el autor necesita que su nombre aparezca encabezando su producción, lo que le asegura fama, es decir, reconocimiento moral, y posibilidades de promoción económica. Está claro que en el mismo momento en que la obra intelectual se convierte en mercancía y entra en el mercado, el reconocimiento, aunque todavía incipiente, de que el autor tiene unos derechos sobre su obra comienza a perfilarse, y lo hace sobre las mismas bases en que lo hace la moderna protección del derecho de autor en el mundo (o, al menos, en los sistemas jurídicos continentales): la doble asunción de los derechos morales y de los derechos patrimoniales sobre la producción del espíritu. La extensión de la capacidad de leer y escribir fuera de las elites más cercanas al poder, la democratización (relativa) del alfabetismo es el primer punto de partida de la producción cultural. El segundo presupuesto, que también comienza a darse en Grecia y otros pueblos del Mediterráneo (Tracia, por ejemplo), en que la cultura helénica influía, es el del paso de la obra única a la obra múltiple, que sólo se da en el caso de las obras literarias. Por supuesto, no puede hablarse aún de una verdadera industria editorial del mismo modo y en los mismos términos en que lo hacemos ahora. La copia manuscrita es, en realidad, una obra única en sí misma, derivada de un original o de una copia del original. Sin embargo, sí existía en Grecia una organización de la producción de copias, generalmente a partir de encargos, aunque no necesariamente. A medida que el mercado se iba consolidando, la iniciativa de los editores hizo que se produjesen copias al margen de los encargos puntuales, copias que se vendían 4

KLEBERG, Tönnes. Comercio librario y actividad editorial en el Mundo Antiguo. En: CAVALLO, Guglielmo (editor). Libros, editores y público en el Mundo Antiguo. Guía histórica y crítica. Madrid: Alianza Editorial, 1995, p. 53.

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en los núcleos de población de una cierta importancia. Es más: como pone de manifiesto KLEBERG, «la frontera entre copias privadas parecidas y las ediciones comerciales es fluctuante»5. El abanico de obras copiadas se amplía notablemente, desde las obras de creación literaria hasta los cuadernos escolares. Mucho más complicado es poder encontrar en Grecia el origen del periodismo. Es de suponer que ya entonces existían necesidades comunicativas, tanto del poder hacia sus subordinados (lo que, utilizando una terminología contemporánea, podríamos denominar «comunicación oficial»), como de las diferentes clases sociales entre sí, especialmente las clases letradas, lo que equivale a decir las pudientes. La desaparición de los soportes no perdurables no nos permite conocer en toda su dimensión la producción cultural de la antigüedad griega, pero al menos algo nos ha llegado. En lo que respecta a la comunicación de la clase dirigente hacia los administrados, es obvio que, al menos en lo que a las leyes se refiere, existía una comunicación pública. Ahí tenemos, sin ir más lejos, las leyes de Gortina, todo un código no sólo penal, sino también civil, que aún se puede ver casi en su integridad en las ruinas de esta ciudad grecorromana en Creta. No nos consta que existiese otro tipo de comunicación más continua o incluso periódica que sí se produjo posteriormente en Roma, como veremos. A pesar de todo, no faltan los autores que pretenden encontrar algún atisbo de periodismo primitivo en la Grecia antigua. Vicente VELA MARQUETA6, por ejemplo, cita a Heródoto de Halicarnaso, a Jenofonte y a Tucídides, en realidad historiadores, como modelos de cronistas periodísticos. Obviamente, eso es una exageración, aunque nos deja bien a las claras que la necesidad de información sobre hechos de actualidad y el propio concepto de ésta era mucho menos perentoria y mucho más amplia de lo que ha sido luego. Y también es cierto que los primeros teóricos del periodismo, por ejemplo Tobias Peucer, en la primera tesis conocida sobre la materia, en 1690, presentan como 5

Op. cit., p. 59. VELA MARQUETA, Víctor Vicente. La noticia periodística en los pueblos clásicos. Madrid: Institución San Isidoro, 1948, p. 15. 6

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modelos para el incipiente periodismo a los historiadores griegos, en concreto a Luciano de Samósata, como el primer escritor de la antigüedad que distingue claramente entre relatos de ficción y crónica de hecho verdaderos. Existe otro indicio de la existencia de un cierto tráfico de noticias en Grecia. Así, se creó una figura de funcionarios públicos llamados astinomos «a quienes se encomendaba cortar de raíz la noticia falsa, creadora de inquietudes y desasosiegos ciudadanos»7. De ahí a denominar a esa actividad, remunerada o no, «periódico oral griego», media un abismo, por más que sepamos que ese comercio de noticias se practicaba en lugares públicos como las barberías, los juegos olímpicos, las tiendas de los mercaderes o las escuelas públicas. En cualquier caso, como ya decíamos antes, la censura juega un papel determinante, porque es a través de la represión penal donde se encuentra el primer reconocimiento legal de la obra intelectual, aunque ésta aún no se denomine así. Faltaba en muchos casos la plasmación en un soporte más o menos perdurable de estas obras. Éste, sin embargo, se da en la democracia ateniense, en la medida en que se produce la «difusión de la capacidad de leer y escribir» hasta convertirse «en un presupuesto básico de la democracia ateniense»8. Buena parte de la producción oral en origen deviene luego escrita y, por tanto, en la medida en que las técnicas manuales de la época lo permitían, reproducible y publicable. Así, por ejemplo, los discursos sofísticos o epìdeixis9. Existieron incluso listas de distribución, como aquellas de las que disponía el filósofo Isócrates. Se trata de una publicación reducida, si lo comparamos con las que hoy se producen gracias a otras técnicas más complejas. Lo que nos interesa destacar de cara a este estudio es, sin embargo, que es en ese preciso instante cuando el concepto de difusión más o menos pública de la obra intelectual, y por ende un cierto concepto de autoría, comienza 7

VELA MARQUETA, op. cit., p. 22. TURNER, Eric G.. Los libros en la Atenas de los siglos V y IV a.C.. En: CAVALLO, Guglielmo (dir.). Libros, editores y público en el Mundo Antiguo. Guía histórica y crítica. Madrid: Alianza, 1995, p. 31. 9 TURNER, op. cit., p. 40. 8

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a florecer. A pesar de lo cual, faltaba aún un tercer elemento determinante para que el Derecho se ocupe de estas cuestiones: el comercio. Éste no existe aún como tal, al menos si hacemos caso a las siguientes palabras de Eric G. TURNER: Entre los medios de difusión esbozados hasta aquí no hay lugar para el comercio librario. El autor en persona supervisa la puesta en circulación de sus obras y se reserva el porcentaje de propiedad literaria que correspondía a un libro, según admitían las concepciones de los antiguos. Si hubiese echado mano al comercio librario, habría podido arriesgar estas ventajas sin ninguna compensación (desde luego no un porcentaje sobre las ganancias: ningún autor de la antigüedad sacó una perra de un editor). No sabemos ni siquiera si en la Atenas del siglo V hubo alguien que hubiese asumido las funciones de editor, esto es, si hubo una persona dispuesta a asumir el riesgo de producir muchas copias antes de saber si habría una cierta demanda de la obra de un determinado autor por parte del público: nuestra ignorancia de los métodos comerciales es absoluta.10

Este presupuesto, que será básico muchos siglos más tarde a la hora de configurar una construcción jurídica de los derechos de autor (recordemos, en principio denominados copyright o, literalmente, «derecho de copia») no se produce en Grecia, al menos de una forma lo suficientemente extendida como para que pueda ser considerado un fenómeno habitual y establecido11. Sólo un último dato nos permite adivinar alguna preocupación del autor para con su obra, el de la integridad y fiabilidad de la misma. Como recuerda TURNER, «el mensaje, una vez congelado en la escritura, es algo rígido: un libro no puede responder a preguntas si es defectuoso, ni defenderse si es atacado»12. Es en Grecia donde se produce el salto definitivo y crucial en la producción intelectual de la humanidad: el paso de la expresión oral 10

TURNER, op. cit., p. 41. Por ejemplo, Tönnes KLEBERG cree encontrar alguna prueba de la existencia de este comercio librario basándose en el conocimiento que tenemos de que había ya en la Atenas de los siglos V y IV a.C. de colecciones privadas de libros (KLEBERG, op. cit., p. 55). 12 TURNER, op. cit., p. 44. 11

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a la escrita, es decir, a la fijación de las ideas. Que será, es superfluo recordarlo, otro de los presupuestos que aún hoy las modernas leyes exigen para la protección de la obra del espíritu, la fijación de las ideas en un soporte. «Si el logos», decía PLATÓN en su Fedro, «es ofendido o es injustamente atacado, siempre tiene necesidad de la ayuda del padre; de hecho, él no es capaz de repeler un ataque o de defenderse por sí mismo». La importancia se desplaza poco a poco del texto, antes oral y única parte del proceso intelectual con peso específico, independientemente de su creador, al autor, aunque sólo sea para constituirse en guardián de la integridad de la obra.

Algunos avances, si no espectaculares sí sustanciales, para el estudio tanto del desarrollo jurídico del derecho de autor como del periodismo se producen en Roma. Hay en el Imperio latino formas pre–periodísticas escritas, tanto públicas como privadas, aparece la figura del editor como tal, y por tanto se desarrolla la industria en torno a la obra intelectual, y, aunque no se expresa como tal, es posible encontrar alguna forma de protección de ésta en las leyes de Roma. Vayamos por partes. El comercio, la compra y la copia manuscrita de libros parece venir de los últimos siglos de la Grecia clásica, especialmente los libros de los escolares. La frontera entre copia privada y lo que podríamos considerar ediciones en toda regla es ciertamente difusa en los primeros años del Imperio romano. Parece claro, sin embargo, que, sea cual fuese el carácter de esta actividad, «el mundo antiguo no conocía los derechos de autor en el sentido actual y ninguna legislación limitaba la libertad de acción ni de editores ni de libreros. Difícilmente se puede hablar de un honorario para el escritor en el sentido hoy atribuido al término»13. La única retribución posible era en términos de gloria, así que en todo caso podemos hablar, en cierto sentido, de un reconocimiento de los derechos morales, en concreto el de paterni13

KLEBERG, op. cit., p. 60.

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dad de la obra. Alguna remuneración económica podía percibirse también a través de los concursos o de entrar a formar parte del entorno de algún señor o tirano, es decir, por medio del mecenazgo. Existe aún otro indicio de reconocimiento o de lucha por poder controlar esa parte de la producción intelectual, del derecho a la integridad de la obra. Puesto que las copias eran necesariamente manuscritas, debía sin duda interesar al autor que las copias sucesivas (a veces copias de copias) fuesen lo más fieles posible al original único. Cómo podía llevarse a cabo ese control sobre la integridad de la obra escrita es otra cuestión. Se trataba de un lujo que no estaba al alcance de cualquiera. Un caso de extraordinaria importancia e interés es la relación de Cicerón con su editor, Tito Pomponio Ático. Una relación en la que las noticias, en forma de carta, tuvieron también un papel crucial. Ático es un caso muy particular dentro del mundo editorial romano. En primer lugar, era una persona no solamente rica, sino cultivada, que había estudiado en Grecia y que disponía él mismo de una biblioteca envidiada en su tiempo y con ejemplares de extraordinario valor (en muchos casos originales de los literatos a quienes él servía de editor). Es preciso conocer cuál era el camino por el que una obra se daba a conocer (hoy diríamos «se da a la difusión pública») y se publicaba en forma de copias. En primer lugar, lo más habitual era que el propio autor procediese a una lectura semipública de su obra ante un reducido círculo de allegados. Hasta aquí el autor disponía de lo que hoy es el derecho de copia y reproducción, porque podía todavía entonces dar o no los siguientes pasos. Un segundo paso podía ser una recitación pública, con lo que alguna manera la obra escapaba entonces de las manos del autor, ya que la obra podía ser copiada, memorizada y en cualquier caso reproducida lejos del control del autor. El tercer paso, a medida que la capacidad lectora aumentó en el mundo romano, era publicarlo en forma escrita, copias que se vendían, bien por encargo (a veces era el propio autor quien se encargaba de producir ese número limitado de copias, o costearlas a sus expensas), bien –y aquí entra el concepto de riesgo empresarial– una vez producidas a quien

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tuviera a bien adquirirlas. Eso suponía el definitivo paso para que el autor pudiese eventualmente perder el control sobre su obra. Eso debió producirse alrededor del siglo I d.C. Las ganancias debían de ser prácticamente exclusivas para el editor. Varias cartas de Cicerón a Ático confirman que este último, con el permiso de aquél, había editado, publicitado y vendido varias de sus obras, a entera satisfacción del autor, sobre todo porque Ático cuidaba sus ediciones, haciendo copias que se supervisaban posteriormente, a partir de los originales que Cicerón le cedía. El cuidado que Ático procuraba a esas copias y la difusión que a través de ellas se le daba a sus obras debían ser del agrado de Cicerón, que llega a confiarle «una especie de derecho exclusivo de publicación de sus obras»14, puesto que asegura en una de sus cartas, que han llegado hasta nosotros en buena medida, precisamente, por Ático, que «me gustaría que mis libros no fueran editados por nadie más que por ti». A los autores de prestigio les interesaba controlar al máximo la copia y distribución de sus obras, y algunos se reservaban el derecho a corregir y dar o no su visto bueno a esas copias antes de salir a venta. Como recuerda Tönnes KLEBERG, «las copias en las que podía atestiguarse que insignes eruditos habían realizado un control textual eran particularmente apreciadas»15, con lo que de nuevo tenemos aquí un indicio de cómo trataban de protegerse los derechos morales en la antigua Roma. Asegurarse un editor escrupuloso y único suponía también que a este último le interesaba que nadie más pudiese copiar esas obras, aunque ningún límite legal impedía a nadie hacer «copias piratas». Será este mecanismo, exactamente, el que dará lugar más tarde, en la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, y también en otros lugares de Europa, al derecho de copia a los editores. No obstante, en el mundo antiguo no parece que tal cuidado fuese habitual más allá de Cicerón y Ático. Por supuesto que la mejor y más segura regulación es la que el propio mercado imponía. Las copias piratas no eran fidedignas ni habían sido hechas a partir de los originales sino de copias, 14 15

KLEBERG, op. cit., p. 66. KLEBERG, op. cit., p. 73.

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con lo que valor disminuía claramente. Aún así, no era del todo imposible que el autor recurriese a la justicia para evitar copias no deseadas de sus escritos, ya que podía iniciar una iniuriarum actio contra aquél que vendiese libros sin su permiso. No queda claro, sin embargo, en quién recaía este derecho, si en el propio autor, en el editor que sí disponía del permiso de aquél para editar sus libros o en cualquiera de ambos. Rara vez el Derecho se ocupó directamente de la falta de respeto al texto original del autor. No obstante, en Grecia parece ser, según Heródoto, que Hiparco, por influencia precisamente de la férrea censura de la Roma republicana, desterró de Atenas a un editor que había intercalado pasajes en una colección de oráculos del poeta Museo16. La propia Ley de las XII Tablas, como ya hemos dicho, recoge esta posibilidad. Otro dato que nos habla elocuentemente de la evolución de la obra intelectual es la división del trabajo que se produce en todo el proceso. Se separa la producción de la copia, la distribución, la propaganda y la venta, aunque todas estas fases pudieran recaer en una sola mano. Pero también aparecen, de alguna manera, los trabajadores asalariados. No se trata de los verdaderos productores de obra intelectual, es decir, de los autores, sino de los copistas. Parece ser que no sólo eran esclavos quienes se dedicaban, sin cobrar emolumento alguno, a la copia manuscrita, sino que en algún momento hubo ciudadanos libres que se dedicaron a tales menesteres, hasta el punto de que algún decreto de Diocleciano regula las tarifas que pueden ser cobradas por redactar determinados tipos de documentos. Algún pasaje de Ático nos permite también saber cuál era el modo en que se recompensaba a estos copistas, mediante el pago a tanto alzado17. Detengámonos un momento sobre esta cuestión. No faltan las quejas de autores no ricos sobre las escasas o nulas ganancias que sus obras les reportan, aunque sí se las procuran a los edito16

GIL, Luis. Censura en el mundo antiguo. Madrid: Alianza Universidad, 1985, p. 39. 17 AGUILERA CASTILLO, César. Comunicación e información antes de la imprenta. En: PIZARROSO QUINTERO, Alejandro (coordinador). Historia de la prensa. Madrid: Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 1994, p. 21.

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res. Horacio asegura en su Ars poetica que, mientras la edición de obras procura a los hermanos Sosios pingües beneficios, al autor sólo le reporta honor. «Sólo el honor es mi recompensa, pues mi cartera no se llena», dice el también poeta Marcial en uno de sus epigramas. Aquí el punto de vista de Tönnes KLEBERG pone, en nuestra opinión, el dedo en la llaga: no puede hablarse de derechos de autor (mucho menos de derechos patrimoniales de autor) en la antigüedad clásica, por lo que liga la producción intelectual al concepto de ciudadanía, tan debatido, y a los conceptos de propiedad privada y pública. Su teoría es que, mientras la obra se mantenía en las primeras fases antes expuestas, es decir, antes de confiarse a la declamación pública y sobre todo a las manos de un editor para su copia y venta, la obra pertenecía a la esfera privada de su autor: Oratio publicata res libera est, aseveraba en el siglo IV d. C. Símaco. Una vez dado el paso de su publicación, la obra se convertía poco menos que en dominio público. Podía darse también, sin embargo –y ello constituye un claro precedente de algunas de las obras que la legislación actual exceptúa de los derechos de autor–, el caso de otro tipo de obras públicas desde su mismo origen. A la hora de examinar los modelos pre-periodísticos romanos nos encontraremos de nuevo, precisamente, con esta cuestión. Existían algunas excepciones a esta norma de no remuneración económica al autor de la obra: las piezas dramáticas. No por su carácter literario, ni por el hecho de que fueran representadas, sino porque eran muy frecuentemente encargadas por los dueños de los teatros a los autores dramáticos, que obviamente exigían un pago en contraprestación a los servicios prestados. Al examinar algo más tarde las obras pre-periodísticas, veremos también cómo aquí cabía el pago por suministrar noticias en forma de cartas manuscritas, fuesen éstas posteriormente publicadas o no. El pago se producía por el encargo, no por la posterior distribución, y rara vez en forma de participación proporcional en las ganancias. Si bien se mira, ésa es exactamente una de las situaciones posibles en la profesión periodística actual, recogida, bajo una u otra figura, en los diferentes sistemas legis-

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lativos hoy en día, bien bajo la forma anglosajona del work made for hire, bien bajo la continental del trabajo remunerado. En cuanto a las fases de producción y distribución, también hay una cierta separación entre ambas funciones. Con frecuencia era imposible distinguir al editor del librero minorista, ya que en muchas ocasiones el número de copias no permitía sino una distribución muy limitada. Llegados a este punto, debemos plantearnos una cuestión clave, que reaparecerá periódicamente en este trabajo: ¿de qué vivía entonces el autor? Pues bien, de sus propias rentas en algunos casos, del mecenazgo en otros. Todavía en la España del siglo XVIII hay periodistas que sólo contemplan esta última modalidad como medio para ganarse la vida suficientemente ejerciendo su profesión. Veamos ahora cuáles son las principales formas de periodismo que se desarrollaron en Roma, y que tienen una clara implicación en cuestiones de propiedad intelectual y de derechos de autor. Por definirlas de alguna manera, se trata de una forma de periodismo de iniciativa privada, y difusión en principio igualmente privada, aunque se le dé posteriormente una cierta difusión pública, según las costumbres que hemos visto antes; y una forma de periodismo público, oficial en definitiva, aunque la difusión se haga posteriormente también de forma privada, en forma de reproducción epistolar. Ambas suponen, a nuestro entender, el precedente de sendas formas periodísticas que llegan hasta nuestros días así como de varias figuras jurídicas unidas al derecho de autor. Casi todos los historiadores del periodismo coinciden en señalar que existieron en Roma varios «periódicos oficiales». Jesús TIMOTEO ÁLVAREZ18 muestra hasta cuatro:

18

ÁLVAREZ, Jesús Timoteo. Del viejo orden informativo. Madrid: Actas, 1991, p. 32. Aunque considerar estos acta como periódicos ha sido muy discutido, desde que en 1838 J. V. LECLERC publicó su Des Journaux chez les Romains. Recherches precédées d'un mémoire sur les Annales des Pontifes et suivres de fragment des journaux de l'ancienne Rome. Paris: Firmon Didot Frêres Ed., existe toda una corriente que acepta que estas manifestaciones informativas son el precedente directo del periodismo actual.

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1. Los Annali Maximi o anuarios de los pontífices, que se redactaban en tablas pintadas de blanco y se exponían al público, en las que se recogían de forma muy breve los principales hechos anuales. Publio Mucio Escévola los recogió en ochenta libros. 2. Acta Senatus, una especie de resumen del diario de sesiones del Senado en tiempos de Julio César. 3. Acta diurna, un diario oficial en toda regla, tablones que se exponían en el foro en tiempos del Imperio. 4. Otros documentos de referencia confusa: los acta forensia o actas de los tribunales, acta militaria o bellica, etc. En concreto, en el año 59 de nuestra era Julio César, entonces cónsul, decide la publicación de los Acta Senatus y los Acta diurna populi Romani o Acta diurna Vrbis. Es ésta la más importante manifestación periodística romana, y contiene tres tipos de información: 1. Los asuntos públicos, discursos y procesos importantes. 2. Hechos referidos a la familia imperial (nacimientos, matrimonios, fallecimientos). 3. Hechos diversos: accidentes (sobre todo en el Circo), eclipses, construcciones nuevas, etc.19 La aparición era más o menos regular, sobre todo (diaria) en el caso de los acta diurna. Habrá «periódicos» similares también en Pompeya, por ejemplo. Continuarán con altibajos (Augusto los suprimió, a la vez que reinstauraba la Lex Cornelia de iniuriis) hasta, al menos, la época de Tiberio, de quien se decía que hacía publicar todo lo que se decía contra él y también lo que no se decía: nombramiento de funcionarios, edictos, discursos de tribunos, sucesos militares, nacimientos, casamientos, divorcios, fallecimientos, incendios, bancarrotas, prodigios y espectáculos20.

19

ACHARD, Guy. La Communication à Rome. Paris: Les Belles Lettres, 1991, p. 189. Vide también MASINO, A. Il giornalismo nell'Antica Roma. Gli Acta urbis. Urbino, 1978. 20 RIZZINI, Carlos. O jornalismo antes da tipografia. São Paulo: Companhia Editora Nacional, 1977, p. 5.

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Se produce así una doble forma de comunicación, en todo asimilable a las recogidas en la moderna legislación (al menos, en la continental): por un lado, la comunicación pública, en forma de exposición a todo el público, o al menos para todo aquel que supiera leer, en lugares como el foro. Por otra parte, en un segundo momento los particulares producen copias, obviamente manuscritas pero a veces en serie, de todo o parte de estas actas, hasta el punto de que se genera un cierto volumen de negocio para repartir estas copias por todas las provincias del ya entonces vasto imperio y en los ejércitos romanos21. Se produce así una distribución de copias, precedente del moderno sistema de copyright. Uno de los instigadores de estas copias de información fue, precisamente, Cicerón. Es ésta, no nos cansamos de repetirlo, una figura clave para conocer con exactitud el mundo editorial y el embrión de los derechos de autor en la antigua Roma. Consciente del valor de la información, tanto como instrumento de conocimiento y de poder como de mercancía en sí misma, Cicerón se supo rodear de buenos informantes que le mantuviesen al tanto de lo más importante que acontecía en la urbe cuando él estaba fuera. Conocemos incluso el nombre de alguno de sus informantes o «periodistas» (¿por qué no?), M. Celio Rufo, un plebeyo que fue su corresponsal cuando Cicerón era cónsul en Cilicia. Se conservan al menos 17 de sus cartas, dirigidas a Cicerón a instancias y expensas suyas, que constituyen un verdadero diario de lo que ocurría en la ciudad imperial. Jesús TIMOTEO ÁLVAREZ aventura que seguramente cada cargo público establecido fuera de Roma tenía corresponsales similares22, como los tendrán luego, durante los siglos XVI a XVIII, los más importantes banqueros europeos. Contaban con una profesión ciertamente desarrollada de «periodistas», los subrostani, que 21

Cicerón insta, en una de sus cartas, a su editor y amigo Ático a que le siga enviando copia de las acta diurna. Y Plinio el Joven pide a un amigo suyo que «conserve la buena costumbre de mandarnos a nosotros, campesinos, copia de las acta de la ciudad». También Tácito se muestra ávido de noticias del foro: "Los diarios de Roma se leen ahora [en tiempos de Nerón] con redoblada avidez en las provincias». 22 Ibidem.

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vendían noticias bajo los rostros del Foro: «Eran ellos», según decía HORACIO, «quienes completaban o ampliaban, para los interesados, las noticias sólo sugeridas o calladas o breves de las Actas públicas, y hasta fueron, probablemente, autores de libelos, a encargo, por ejemplo, de Tiberio»23. Esta comunicación privada en origen se hace luego pública. En el año 63, CICERÓN afirma que «una vez transcrita la denuncia [se refiere a la defensa de Sila], yo no la he disimulado, no la he mantenido secreta en mi casa, la he hecho copiar por todos los escribas, la he repartido por doquier, la he hecho publicar y conocer al pueblo romano; la he enviado por toda Italia, la he difundido por todas las provincias». De alguna manera, el interés por las noticias trascendía el ámbito privado. La correspondencia privada (que a veces se hacía, en un cierto grado, pública, y tal era su intención inicial) alcanzó en Roma volúmenes que hoy no sospechamos. Se calcula que un romano medianamente culto podía escribir o dictar más de diez cartas diarias, y recibir otras tantas, al menos en época republicana, cuando el papiro y el correo imperial se desarrollan lo suficiente. ¿A quién pertenecía la información que hemos descrito? La pública era, claro está, de dominio público, antes como hoy podía ser libremente reproducida y citada, porque ése era su objetivo fundamental. El poder estaba interesado en ofrecer su propia información. Pero, junto a ello, existen personas particulares que quieren y se pueden permitir tener información para sus propios intereses. Y esta información no es de su autor material, es decir, del informante que la recoge, la escribe y la envía (del periodista, diríamos hoy), sino claramente de quien la encarga y la paga. La figura no nos es hoy desconocida: tanto los derechos patrimoniales del Derecho continental en el caso de la obra producida por el autor contratado laboralmente como incluso los derechos morales en el caso de la work made for hire del Derecho anglosajón revierten en quien encarga la obra. Se produce en Roma, por lo tanto, un claro precedente del primer 23

ÁLVAREZ, Jesús Timoteo. Del viejo orden informativo. Madrid: Actas, 1991, p. 33.

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copyright: es quien paga las copias, en el caso de que éstas lo sean de información pública, quien decide cómo y cuándo se publica. Y, en el caso de información digamos privada, es el encargante quien decide si esa comunicación privada se convierte en pública, y de qué manera. La información no sólo se contempla como una mercancía sino, al menos mientras puede controlarse el proceso –y personas como Cicerón y Ático ciertamente lo hacían– como una propiedad en toda regla, que se lograba mediante las habituales formas de adquisición –y así, de la información pública sería la usucapión– y de la que podía disponerse libremente una vez en el dominio de una persona. Ni siquiera está tan claro que en todos los casos se dé una ausencia de diferenciación entre la creación intelectual o corpus mysticum y el soporte en que está contenida, el corpus mechanicum. Por supuesto que, frente a la ley, era poco menos que imposible defender la propiedad intelectual sino a través de la defensa del soporte, pero eso no quiere decir que no se contemplase la producción del espíritu humano como una mercancía, como algo apropiable en definitiva y diferente del objeto material. Hay algunos indicios que permiten afirmar que la cuestión no era tan simple. Es cierto que el Digesto justinianeo (6, 1, 23, 3; 6, 1, 23, 4; 10, 4, 3) afirma que es dueño de la obra quien es dueño del soporte. Tengamos, por otra parte, en cuenta que éste alcanzaba gran valor económico, pero no era éste el caso de las cartas informativas encargadas por Cicerón y otros, obviamente mucho más preocupados por el valor de la información en sí misma que por el coste del papiro en que les llegaba escrita. Pero incluso entre los juristas romanos comenzó a diferenciarse la figura de la especificación, y por tanto comenzaron a preguntarse de quién era la creación de un hombre que se fija en el soporte de otro. Unos, Sabino, Casino, Juliano, Gayo y Ulpiano, aseguran que debe aplicarse el principio sine materia nulla species effici possit, y por tanto debe atribuirse la propiedad al dueño del soporte material. Otros, como Nerva, Proculo, Pomponio y Calistrato, proponen una solución más cercana a nuestra realidad jurídica actual: quod factum est, antea nullius fuerat, y conceden así al autor de la obra la propiedad sobre todo el conjunto. Exis-

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tían además dos figuras jurídicas a las que podía recurrir el autor: la actio furti, encaminada a proteger la obra a través de la protección al soporte material, y la actio iniuriarum, que protege a la obra de una publicación abusiva, no querida por el autor. De alguna manera, Roma configura los caminos por los que seguirá, muchos siglos después, el derecho de autor.

2

El concepto de autor y la transmisión de la información en la Edad Media y el Renacimiento

LA CAÍDA DEL IMPERIO romano trajo consigo la fragmentación de la unidad político-administrativa, así como la pérdida (al menos en Occidente) del Derecho romano, que se conservó sin embargo en Bizancio, hasta que fue recuperado más tarde a través de Bolonia y del Corpus Iuris Civilis de Justiniano. En el tema que nos ocupa, eso significó también un completo cambio en la concepción del autor y de la propia producción intelectual. La producción editorial se redujo muy notablemente, quedando los monasterios como únicos depositarios del saber occidental y centro de manufactura de libros, que se convierten así en artículo de lujo al alcance de muy pocos.

En cuanto al periodismo, o dicho de una manera más amplia, la transmisión de información noticiosa, queda reservada a la oralidad. Como recalca Carlos RIZZINI, «la Edad Media es a la fuerza la edad de la palabra hablada: los pocos individuos que sabían escribir no tenían cómo, ni a quién hacerlo»1. En lo jurídico la cosa tampoco fue mucho más boyante. No podemos por menos que suscribir completamente las palabras de Javier PLAZA PENADÉS:

1

RIZZINI, Carlos. O jornalismo antes da tipografia. São Paulo: Companhia Editora Nacional, 1977, p. 11.

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Esa conciencia social de que la obra pertenece a su autor y su consiguiente protección fue paulatinamente perdiendo intensidad, debido a la influencia del cristianismo y a la idea de que toda obra intelectual se crea para disfrute y beneficio de la colectividad. Ello provocó que la condición de autor pasase a un segundo plano2.

Es cierto que otra manera de transmitir la información durante la Edad Media fue, junto a la oral, la visual. Los pórticos de las iglesias están repletos de imágenes destinadas a contar pasajes bíblicos y vidas de santos con el evidente propósito de informar y de ejemplarizar. El grado de alfabetización era entonces muy bajo, por lo que es lógico que se recurriese a estas técnicas. No obstante, en aquello que nos ocupa, la información de actualidad –toda vez que el propio concepto de actualidad comprende lapsos de tiempo mucho mayores que los que hoy consideraríamos aceptables para incluir en ese término– se sitúa en el dominio oral. La producción de imaginería es lo suficientemente lenta como para que se dediquen a lo visual las enseñanzas más serias y atemporales. Difícilmente puede hablarse con propiedad de un periodismo medieval. También a ese respecto la ruptura con el sistema romano es abrupta. Incluso las formas más remotamente emparentadas con lo que hoy es la información de actualidad hay que buscarlas en los últimos siglos de la Edad Media, una época, eso también es cierto, aún muy desconocida hoy en día, en gran medida por la ausencia de documentos escritos. Es comúnmente aceptado que son los romances y baladas, de tono épico, un medio de contar noticias y difundirlas. En el siglo XI, por ejemplo, las noticias se difundían mediante las cantinelas, «estrofas breves y actuales, medio líricas, medio narrativas (...) verdaderas gacetas rimadas»3, de autor único (y desconocido, al menos en origen) pero modificadas sucesivamente por el propio pueblo. Se trata en cualquier caso –y retomamos así el enfoque jurídico– de obras de autor no sólo anónimo, sino en el fondo colectivo. Pe2

PLAZA PENADÉS, Javier. El derecho de autor y su protección en el artículo 20, 1, b) de la Constitución. Valencia: Tirant lo Blanch, 1997, p. 52. 3 RIZZINI, íbidem.

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ro incluso estos romances datan en su mayoría de los siglos XIII a XV, raramente se encuentran en época anterior4. Existe aún otro precedente periodístico, directamente entroncado con la tradición romana, concretamente la de los Annales. Nos estamos refiriendo a las crónicas ciudadanas de que disponen la mayoría de las ciudades italianas durante los siglos XII y XIII, y que recogen los acontecimientos más destacados de cada urbe durante los pasados 365 días. Tampoco suelen tener un autor determinado, porque se consideran obras para, y por tanto de, la comunidad. ¿Dónde encontrar alguna señal que nos hable de la existencia de un autor y, por ende, de un sentimiento de paternidad de la obra, tan básico para poder rastrear los orígenes del derecho de autor y la propiedad intelectual en Europa? Una vez más, la represión penal es la única vía. Los señores feudales se encargaron de controlar a los juglares que eran, por decirlo utilizando términos actuales e incurriendo, siquiera sea conscientemente, en un anacronismo, los únicos que se asemejaban un poco a nuestra actual libertad de prensa5. Por ejemplo, una ordenanza de 1395, promulgada por el rey de Francia Carlos VI: À tous ditteurs, faiseurs de ditz et de chançons et à tous autres menestriers de bouche et recordeurs de ditz que ils ne facent, dyent, ne chantent, en place ne ailleurs, aucuns ditz, rymes ne chançons que facent mention du Pape, du Roy, nostre sire, de nos seigneurs de France (...) soubs peine (...) d'estre mis en prison deux moins au pain et à l'eaue.

4

Son muchos los ejemplos que se pueden aportar, desde el romance compuesto por orden del rey Enrique IV para celebrar la entrada del condestable Miguel Lucas en Granada, o las «gacetas» versificadas sobre la batalla de Alporchones en Portugal, en 1452, o, incluso en una lengua tan poco utilizada hasta esa fecha en usos cultos como el vascuence, que cuenta con el magnífico Cantar de Bereterretche (Bereterretcheren Khantoria), en el que se narra el asesinato, en una Pascua indeterminada de mediados del siglo XV, de un noble suletino a manos del conde de Lerín. 5 El aserto no es nuestro. Lo hemos tomado prestado, de forma indirecta, de León GAUTIER, a través del op. cit. de Carlos RIZZINI, p. 15.

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También en Inglaterra, en el siglo XIII, en 1275 para ser exactos, aparecen ordenanzas regias (del rey Eduardo I) contra los propagadores de noticias falsas6. Y, ya en pleno Renacimiento, incluso el Papa de Roma toma cartas en el asunto. Pío V dicta la bula Constitutio contra scribentes et dictantes monita, vulgo dicta avissi et ritorni. Gregorio XIII y Sixto V claman asimismo contra una incipiente clase de periodistas, que habían hecho del comercio de la información un pingüe negocio, los novellanti. El propio Sixto V, en el siglo XVI, hizo arrancar la mano de escribir y la lengua a Anibal Cappello, un menante que fue después colgado. También fue colgado en Venecia, en 1569, cerca del puente del Rialto donde en una pequeña tienda se vendían las noticias, Niccolò Franco, que estuvo al servicio del cardenal Morone. Los autores tienen que ser identificados para poder ser torturados, condenados y ejecutados. De nuevo nos encontramos, como en la remota antigüedad, con un concepto de autoría más ligado al derecho penal que al civil. En definitiva, sólo aparece el autor cuando se trata de echar a alguien la culpa de rumores, noticias interesadas o simplemente informaciones no controladas por el poder regio o papal. Eso hacía necesario identificar al autor. Pero, claro está, eso provoca que éste tome conciencia del valor de su obra y de su propia estima como productor de cultura.

El salto es ya grande. No tanto como lo será después la invención de la imprenta, una verdadera revolución en la sociedad occidental. De la Edad Media al Renacimiento lo que se produce es el paso de lo oral como principal, casi única, forma de transmitir la información, a lo escrito. El redescubrimiento de los clásicos grecolatinos impulsa a una nueva clase social, los humanistas, a reconsiderar la producción cultural. Puede incluso 6

Dicha ordenanza tuvo una notable prolongación en el tiempo: se confirma en 1378 y la invoca, sin éxito por otro lado, en 1662, en un juicio con jurado contra un periodista, el Consejo Privado de la Corona inglesa.

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hablarse de una cierta profesionalización de la cultura, de la obra intelectual. Y aparece, claro, o mejor dicho reaparece, el autor. Es éste un tema central que reaparecerá a lo largo de este ensayo: para que exista una conciencia de autor es preciso que se produzca una profesionalización del productor cultural, da igual que sea un escritor, un pintor, un escultor o un periodista. Por supuesto que intervienen otros factores, pero el económico es determinante: debe existir una demanda de obra intelectual y una especialización del trabajo para que aparezca el autor. Y entonces, claro, el Derecho interviene, de una manera o de otra según las circunstancias históricas, para regular todo eso. En el Renacimiento surge la burguesía como clase social bien definida. El negocio, los intereses materiales, ocupan un primer plano en la sociedad. La racionalización adquiere pujanza. Ya en siglo XV se va desarrollando un nuevo tipo de escritor, no un mero copista o refundidor de textos preexistentes, sino un creador con conciencia de serlo, que hace de ello su profesión –es decir, su principal fuente de ingresos– aunque sea a tiempo parcial. Y es entonces cuando nacen nuevas formas protoperiodísticas, algunas de las cuales ya se habían manifestado en la antigua Roma. Por hacer un catálogo ni mucho menos exhaustivo, éstas son algunas de esas formas de primitivo periodismo: en primer lugar, foglie a mano y avvisi, hojas pequeñas, en cuarto, generalmente cuatro páginas, escritas a mano y sin título, por supuesto también sin firma, con el nombre de la ciudad en que se imprimían y la fecha. Surgen en Italia, en los puertos donde se recibían las noticias más frescas y reciben algunas veces el nombre de gazzette. Tenían una periodicidad más o menos fija, salían generalmente los sábados y se distribuían aprovechando el correo regular a las principales ciudades italianas. Venecia fue, como es lógico, uno de los principales focos productores de este tipo de productos, para luego extenderse a Francia (nouvelles à la main) y los países germánicos (Geschriebene Zeitungen). Se encargan a profesionales de la información, los menanti o mercaderes de noticias.

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También existían cartas informativas, con oficinas estables y bien dotadas económicamente, compuestas por corresponsales elegidos por los principales hombres de negocios de Europa, los Függer por ejemplo. Esta clase social emergente, que hacía negocio en varios países del Continente, precisaba saber cuál era la situación económica, política y bélica en su caso de los territorios en los que tenían intereses. Datan del siglo XV y se reenviaban a los demás centros de negocios. En el fondo, la fórmula no es nueva, ya hemos visto cómo Cicerón y otros la practicaban con asiduidad en Roma. El esquema jurídico es el mismo: la propiedad es claramente de quien encarga la información, no de quien la recoge, la redacta y la envía a su patrón. La lista de precios o price-current, igualmente manuscrita, es otra forma pre-periodística, que se desarrollará hasta nuestros días. Nacen en los puertos marítimos y su público es la burguesía comercial. Son bastante tardíos, del siglo XVI. Todos esas gacetas, hojas volantes y corantos nos hablan bien a las claras de que existía ya no solamente un público lector ávido de recibir gacetas, sino también de una cierta industria y un mercado organizado de la información. Lo que no existía es, al contrario que en otro tipo de creadores (los plásticos, por ejemplo, que cuentan con gremios o guilds desde la Edad Media), asociaciones que defiendan los intereses de los periodistas (entonces no se llamaban así, sino que recibían entre nosotros el nombre de «gaceteros»). Ésta se configura así desde sus orígenes como una profesión fuertemente individualista. El paso definitivo lo producirá, para el desarrollo del periodismo y del derecho de autor, la invención de la imprenta, que permite una difusión masiva y por tanto un verdadero volumen de negocio a partir de la obra intelectual. Y es en ese preciso instante donde el Derecho realmente se ve en la acuciante necesidad de regular todas las cuestiones nacidas en torno a este nuevo tipo de propiedad.

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La invención de la imprenta, el nacimiento del periodismo y la protección jurídica de la obra informativa (siglos XVI a XVIII)

EN EUROPA –en China y otros países de Oriente la imprenta y el periodismo se habían desarrollado mucho antes, ya en el siglo 1 II a. C. – la invención de la imprenta supone toda una revolución cuyos efectos sólo ahora, a la puerta de una nueva revolución en el mundo de la comunicación, la que traen consigo las redes de ordenadores, comienza a ser cabalmente estudiada.

Lo ha expresado magníficamente Elizabeth EISENSTEIN en el que probablemente sea el libro más agudo y certero de todos los que se han escrito sobre la imprenta:

1

El periodismo chino es igualmente temprano, de la dinastía Han (206 a. C.–220 d. C.). Se trataba entonces de una publicación dirigida únicamente a los funcionarios, de difusión estricta en la Corte. Este tipo de periodismo oficial (una especie de Gaceta de la Corte) se mantuvo hasta la dinastía King, que abarcó hasta los primeros años del siglo XX. Difícilmente puede aquí apreciarse derecho de autor alguno. El modelo es absolutamente absolutista, información al servicio de los emperadores, sin que quepa reconocimiento alguno a quienes la recogían y elaboraban. De hecho, como muy bien recuerda Ronald V. Bettig, el concepto de propiedad intelectual es europeo, y carecían de él las sociedades asiáticas hasta la llegada del hombre occidental. En realidad, China no dispuso de una ley de propiedad intelectual hasta 1991 (BETTIG, Ronald V. Copyrighting Culture. The Political Economy of Intellectual Property. Boulder, Colorado; Oxford: WestView Press (HarperCollins Publishers), 1996, p. 13).

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A finales del siglo XV, la reproducción de materiales escritos empezó a desplazarse desde el pupitre del copista al taller del impresor. Este cambio, que revolucionó todas las formas de conocimiento, revistió una particular importancia para los estudios históricos2.

Y cita este significativo pasaje de STEINBERG: Ningún suceso político, constitucional, eclesiástico o económico, ni ningún movimiento sociológico, filosófico o literario pueden ser entendidos por entero sin tener en cuenta el influjo que la imprenta ejerció sobre ellos.

En el caso del periodismo es el factor decisivo que hace que el oficio y el fenómeno se consoliden como tales; y en cuanto al derecho de autor, éste nace vinculado muy estrechamente a la imprenta o, dicho de otra forma, a la posibilidad de producir copias exactas unas de otras y difundirlas. Y, por supuesto, venderlas. De hecho, como luego veremos, el primer sistema jurídico que recoge los derechos de propiedad intelectual, el inglés, lo denomina precisamente copyright, es decir, derecho de copia. Surge también entonces, y en esto no es en absoluto ajena la imprenta, la idea de que la sociedad está compuesta por individuos con sus propios derechos, más fuertes que los de la colectividad. Si antes la oralidad predominaba, y el alfabetismo estaba reservado a unos pocos, por lo que el lector era más bien un oyente, alguien pasivo que recibía la lectura y las enseñanzas de otro, ahora la imprenta permite que se extienda el conocimiento de las letras, de manera que la audiencia se fragmenta. Ya no hace falta reunirse para recibir un mensaje. Aparece el lector solitario, que ni siquiera lee en voz alta –como hacían, en cambio, los romanos–, así que, dicho una vez más en palabras de Elizabeth EISENSTEIN, «la noción de que la sociedad puede ser vista como un haz de unidades particulares o que lo individual es anterior al grupo social parece más compatible con un públi-

2

EISENSTEIN, Elizabeth. La revolución de la imprenta en la edad moderna europea. Madrid: Akal, 1994, p. 15.

Imprenta y protección jurídica de la obra informativa

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co de lectores que con uno de oyentes»3. Y, a medida que se forja el lector individual y anónimo, aparecerá el autor conocido, que reivindica para sí el derecho a la paternidad de su obra, a ser públicamente conocido y reconocido, y a ganarse la vida con su trabajo4. Es entonces cuando comienzan a gestarse los derechos de autor y la propiedad intelectual. Aparece con la imprenta también, aunque no es éste un fenómeno ni masivo ni repentino, un mercado amplio y una industria. Por primera vez, la producción cultural produce riqueza. Entre el público y el autor se encuentran los impresores y los editores. Las figuras se irán especializando con el curso del tiempo, porque en principio era muy fácil, sobre todo en el periodismo –tendremos ocasión de abundar algo más sobre ello–, encontrar que los únicos nombres conocidos son los de los impresores, que hacen todo el trabajo: además de imprimir, corren con la iniciativa y los gastos y recopilan, escriben o refunden noticias. En cualquier caso, con la imprenta surge una nueva clase social, los «hombres de letras». Se tiende a considerar a éstos como portavoces de todas las clases sociales, salvo la suya propia; pero, como ha puesto de manifiesto EISENSTEIN, ni siquiera eso es cierto. Hay, por supuesto, que rebuscar aquí y allá para encontrar reflexiones en voz alta, o mejor dicho en letra impresa, de los hombres de letras sobre sí mismos. Aún más difícil es encontrar referencias de determinados tipos de hombres de letras, por ejemplo periodistas, acerca de su propia actividad. Pero alguna existe. La situación puede resumirse así: durante los dos primeros siglos, la imprenta hizo que los autores tuviesen dos relaciones principales con los otros agentes implicados en la producción cultural: el patronazgo, o el mecenazgo, y el estipendio por parte de los impresores, seguramente mediante el pago por pieza, 3

EISENSTEIN, op. cit., p. 98. Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, en su Hija de Celestina de 1615, arremete contra los «poetas de cartapacio», «que piensan que porque trasladaron el soneto y romance de su vecino en papel que era suyo, escrito de su letra y con pluma que les costó sus dineros, pueden canonizar el trabajo por propio y lo hacen». 4

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aunque también nos consta (la fuente es la comedia de Ben Jonson The Staple of News5) que se pagaba a determinados trabajadores a tiempo completo mediante una participación en las ganancias. El autor no escapará, por más que su obra sea intelectual, a las leyes del contrato acordado con cualquier otro artesano. La emancipación del autor sólo llegará bien entrado el siglo XVIII, y será necesaria una nueva revolución, en este caso política y económica, para que se produzca el ambiente necesario para ello. Nos referimos, claro está, a la Revolución francesa de 1789. Tiempo tendremos de citar a los revolucionarios franceses y la creación del derecho de autor continental. Ahora tenemos que ver cuál era la situación en lo referente a la propiedad intelectual antes no sólo de la promulgación de la primera ley sobre ella en la Francia revolucionaria, sino incluso antes de que en la Inglaterra de los albores del XVIII se redactase la primera ley sobre copyright. Como hemos dicho, la imprenta hace aparecer al impresor y al editor, que costea las ediciones, no solamente la impresión física y la distribución posterior de las copias, sino a menudo el que contrata al autor, bien encargándole la obra –muy a menudo era esto lo que ocurría, sobre todo en el campo del periodismo–, bien aceptando de éste el ofrecimiento que le hacía. Hay veces en que aparece el autor. Por ejemplo, los almanaques y pronósticos, de periodicidad anual, que algunos han vinculado a la prehistoria del periodismo, se vendían muy bien en Europa. En 1504, el doctor francés Guillaume Cop reclamó ante el Parlamento de París, que entonces funcionaba como tribunal de primera instancia, que impidiese al impresor Jean Boissier la publicación de su almanaque. El Parlamento aceptó y, reconociendo a Cop la autoría y los derechos sobre su obra, prohibió a Boissier vender almanaque alguno que no estuviese autentificado con la firma de su autor. Era posible, sobre la base de la fama que reportaba para la buena venta de la obra el nombre de su autor, pleitear con éxito sin basarse en el sistema de privilegios. 5

JONSON, Ben. El comercio de noticias y Noticias del Nuevo Mundo descubierto en la Luna. Traducción, introducción y notas de Javier Díaz Noci. Bilbao: Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, 2001.

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La invención de la imprenta provoca dos fenómenos legales: uno, la aplicación extensiva de la censura, seglar o religiosa, y otro, la aparición del sistema de privilegios. En ambos casos, el absolutismo monárquico pretende controlar la difusión de información. Habla asimismo por sí sólo el hecho de que en muchos países de Europa las únicas gacetas posibles, excepción hecha de las clandestinas, fuesen las que ponían en marcha o en todo caso autorizaban las respectivas monarquías.

No cabe duda de que, a pesar de los precedentes protoperiodísticos que habitualmente se citan, y que continúan cultivándose también después, el nacimiento y desarrollo del periodismo como tal se halla indisolublemente ligado a la aparición de la imprenta, a finales del siglo XV en el Viejo Continente. Los primeros impresos noticiosos con periodicidad determinada comienzan a publicarse antes en unos países que en otros. En Centroeuropa, concretamente, los Neue Zeitungen se conocen desde el siglo XVI, e incluso existe toda una literatura académica en torno a ellos que se produce en la zona de Leipzig durante el siglo XVII. En otros países de la Europa occidental, en España por ejemplo, la aparición de las primeras publicaciones periódicas, aquí conocidas como gacetas, es bastante más tardía. Los primeros periódicos de la península aparecen a mediados del siglo XVII. Tampoco la importancia del fenómeno es igual en todas partes, y a ello se debe tanto la penetración de la imprenta como a la formación o no de un público lector ávido de noticias, el grado de alfabetización, el nivel económico, etc. Obviamente, en aquellos países donde la producción impresa es mayor, el derecho de autor se desarrolla antes. Es claramente el caso de Inglaterra, donde, como veremos, la existencia de papeles periódicos muy desarrollados, todo un modelo para el resto del Continente, es un caldo de cultivo para que se produzca una discusión pública acerca de a quién corresponden los derechos sobre la

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propiedad intelectual. Una polémica en la que tienen una buena parte de responsabilidad, precisamente, los periodistas. Situar el origen del periodismo europeo en un año y un lugar concreto es un empeño harto difícil, si no imposible, porque lógicamente se superpone la producción periodística simultánea en varios lugares –y contamos sólo aquello que conocemos hoy en día, aunque sin duda será mucho más lo que se ha perdido– y porque existen además manifestaciones anteriores a la publicación de periódicos propiamente dichos (series de impresos con título similar, contenido noticioso y periodicidad determinada, numeradas correlativamente en muchos casos), lo que hace que existan productos, como los avisos, los corantos, los ocasionales, los canards y, sobre todo, los almanaques, que son considerados antecedentes del periodismo –o, por mejor decirlo, de los periódicos– en sentido estricto. Como ha puesto de manifiesto Roger CHARTIER, toda esta literatura, en ocasiones asimilada al término «de cordel» (de colportage, en francés) porque así era como la llevaban, para ser declamada públicamente, los ciegos y otros narradores ambulantes, está vinculada a la cultura popular y a manifestaciones anteriores a la imprenta, que ésta no hace sino amplificar6. En cualquier caso, la invención (o, para ser más ajustados a la verdad, la reinvención europea de la imprenta) provoca todo un fenómeno de popularización de la cultura, que si antes era fundamentalmente oral, sobre todo para las clases menos pudientes, ahora deviene escrita para todos. La producción escrita se especializa, también lo hace la producción informativa, y busca públicos concretos. Si el de todos los tipos de impresos antes citados eran las clases populares, los periódicos buscan a las clases ilustradas, nobleza y burguesía principalmente, personas que, dedicadas a la actividad comercial, precisaban de datos muy concretos –precios, sucesos destacados, estabilidad de los diferentes países, etc.– que les ayudasen a desarrollar con éxito sus empresas. De las cartas informativas, que banqueros como los 6

CHARTIER, Roger. De la historia social de la cultura a la historia cultural de lo social. En: Historia Social. Otoño. Valencia: Instituto de Historia Social de la U.N.E.D., 1993, p. 45.

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Függer encargaban a corresponsales diseminados por toda Europa, de carácter privado, se pasa a un concepto público –si bien restringido a quien podía costearsela– de la información. Nacen así las gacetas. La palabra aparece tardíamente en castellano, aunque es prácticamente contemporánea al nacimiento del periodismo en España. Se documenta, por ejemplo, en sendos sonetos de 1609 y 1611, cuando Luis de GÓNGORA Y ARGOTE las cita para referirse a los periódicos que se publicaban en Europa7. Aún no habían aparecido papeles con noticias periódicas en la Península, pero sí en Centroeuropa o Italia (de donde procede la palabra), sin ir más lejos. Precisamente, suele aceptarse que es en la actual Alemania donde nace realmente el periodismo. Allí se editan, además de otros papeles no periódicos relacionados de una manera o de otra con la información, las Neue Zeitungen, desde el siglo XVI. Eran unas hojas volantes, no periódicas –la periodicidad aparecerá más tarde, en el siglo XVII– de las cuales se han llegado a contar nada menos que 5.000 títulos diferentes. No obstante, es ya en el XVII cuando el fenómeno se manifiesta con total consistencia. En 1605 aparecen las Nieuwe Tijdingen, que se hacen plenamente periódicas en 1616. En 1615 comienza a editarse la Frankfurter Postzeitung. Es significativo que aparezca la palabra Post en el título. Junto con la imprenta, es determinante que el correo se afiance como un servicio controlado por las monarquías europeas y permita la distribución de todo aquello que el invento de Gutenberg da a la luz. Producción y distribución, no sólo de periódicos sino de noticias, que van de un lado a otro del Continente con una celeridad antes desconocida, están en el origen del periodismo europeo. En España existe un precedente impreso de las gacetas: los Correos de Francia, Flandes y Alemania, breve compendio de noticias extranjeras que aparecía en cuatro o seis páginas cada tres meses, y cuyo autor era Andrés de Almansa y Mendoza, que las 7

ALTABELLA, José. Fuentes crítico-bibliográficas para la historia de la prensa provincial española. Madrid: Editorial de la Universidad Complutense, 1983, p. 16.

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publicó desde 1621 hasta, al menos, 1638. Sin embargo, habrá que esperar hasta 1660 para que aparezca la Gaceta de Madrid, una iniciativa oficial de don Juan de Austria que se confía a su secretario de confianza, que actuará así como editor: Francisco Fabro Bremundán. En los países anglosajones, es decir, Inglaterra y las colonias inglesas en América, lo que luego serán los Estados Unidos, el periodismo se extiende rápidamente. De 1622 es la primera publicación inglesa periódica, semanal concretamente: The Weekly News, en la que sus autores (en Inglaterra la reivindicación de la paternidad de la obra periodística es mucho más temprana que en el Continente), Nicholas Bourne y Thomas Archer, recogían como era habitual también en el Continente noticias de otros países europeos, que no causaban excesivos problemas con la censura regia y cada vez demandaba más la burguesía comercial británica. Inglaterra contaba, por otra parte, con una considerable tradición de correspondencia manuscrita de tipo informativo, o newsletter (palabra que ha llegado hasta nuestra época para designar los boletines informativos), desde al menos mediados del siglo XV. Las gacetas, sin embargo, desarrollaron pronto otras funciones de las que las cartas informativas –algunas de las cuales comenzaron a imprimirse– carecían: eran vehículos de información, propaganda, literatura y anuncios comerciales8. No obstante, hay que considerar a Gran Bretaña una nación adelantada en la regulación legal de la prensa, ya que, tras la guerra civil de 1642, un acta del Parlamento de Londres, especialmente sensibilizado con el uso de la prensa con los fines antes expuestos, limitó la libertad de prensa de que antes se disfrutaba (sobre todo con la pugna entre el realista Mercurius Aulicus y su oponente el Mercurius Britannicus). Pronto surgió, como en el resto de los reinos europeos y aproximadamente en los mismos años (1665), una gaceta oficial, la Oxford Gazette, luego llamada London Gazette, periódico que sustituyó al órgano oficial de información, dos recopilaciones de noticias o newsbooks que, bajo el título de L'Estrange, se publicaron dos veces al año du8

CLARK, Charles E. The Public Prints. The Newspaper in Anglo-American Culture, 1665–1740. Oxford, etc.: Oxford University Press, 1994, p. 23.

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rante dos temporadas, de 1663 a 1665. El caso británico, como se comprobaría un siglo después, disfrutaba en cambio de una tradición hasta cierto punto plural que el resto de los modelos informativos nacionales del continente tardó décadas en conquistar. En cuanto a las entonces colonias americanas de Inglaterra, la recepción del modelo liberal británico fue muy acusada desde el principio. Fueron pioneras la conflictivas Publick Occurrences de 1693 del librero londinense temporalmente residente en Boston Benjamin Harris, que fueron prohibidas por la Corona británica, celosa de sus privilegios. Una década después, de 1704 a 1719, John Campbell, hijo de un impresor escocés, publicó en la misma ciudad el Boston News-Letter, primera gaceta norteamericana con continuidad. Aquella época, aquellos años concretos de la segunda mitad del siglo XVII, aquella corriente intelectual es determinante para comprender por qué el periodismo se extiende por toda Europa y la América entonces conocida. En los tiempos anteriores predomina la relación, generalmente anónima salvo excepciones (por ejemplo, aquella en la que el propio Cristóbal Colón da cuenta de su llegada a las Indias), que aún durará, especializándose en un público más popular o para dar información in extenso de un acontecimiento puntual, que se juzga especialmente importante, hasta bien entrado el siglo XVIII. Las necesidades comunicativas de la nueva burguesía urbana, ya consolidada como clase dirigente y motor de la sociedad, así como los adelantos técnicos, provocan el comercio de relatos de hechos verdaderos. Se considera al incipiente periodista, al que no se denomina así –y, en los países diferentes a Alemania, se va confundir con el impresor, que adopta las funciones no sólo de tal, sino también de editor y director de la publicación, cuando no de único redactor– un «historiador del presente».

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Volvamos ahora a las cuestiones jurídicas. Está claro que la imprenta revoluciona el panorama comunicativo y que los diferentes agentes sociales, el poder oficial, el económico, los impresores, los editores, los autores y los juristas buscan su propia posición. Los autores, muchas veces confundidos con el editorimpresor (en el caso de la información privada; en el caso de la pública, el autor como tal se diluye tras el mandato de la Administración), intentarán sacar también provecho de la situación, puesto que les va en ello su supervivencia económica. No obstante, el paso al concepto de la propiedad intelectual y los derechos del autor no será algo que se les conceda automáticamente y de forma pacífica. Antes había otras personas directamente implicadas en la producción de información y cultura, en la producción física por supuesto, que eran los verdaderos motores de esa actividad económica, un grupo al que interesaba asegurar sus beneficios y al que, a su vez, las coronas europeas tenían que controlar si querían que la información no se volviese contra ellas. Y había, por supuesto, que regular jurídicamente esa nueva actividad lucrativa. Es obvio, como apunta PLAZA PENADÉS, que se «hacía necesario articular un mecanismo jurídico que asegurase al impresor unos beneficios económicos que compensasen, cuando menos, las ingentes cantidades de dinero que la actividad de la impresión requería»9. La cuestión es que había que asegurar al impresor que él sería el único que pudiese imprimir un título – nos es indiferente si se trata de un libro o una gaceta–, es decir, de que detentase una exclusiva, un derecho erga omnes que oponer frente a todos los demás. Esto se logra mediante la figura del privilegio. Se consigue así un doble objetivo: regular de alguna manera el mercado y que el poder regio conserve la exclusiva de las licencias. De alguna forma, se trata de un derecho que las monarquías ceden a determinados beneficiarios –generalmente el impresor, rara vez el autor–, y ello por un determinado período de tiempo, general9

PLAZA PENADÉS, op. cit., p. 54.

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mente no más de cinco o diez años. Aunque existen privilegios perpetuos –por ejemplo, se conceden algunos a finales del siglo XV en Venecia a los impresores Sabellico y Pier Francesco de Rávena– lo más común es que sean perecederos. Los privilegios suponen, desde el punto de vista de la moderna construcción jurídica de los derechos de autor y la propiedad intelectual, la reivindicación del aspecto patrimonial de los mismos. El derecho de autor, eso es algo que parece no estar sometido a discusión, aparece como figura jurídica en el mismo momento en que la producción intelectual comienza a ser una fuente continua y sustanciosa de ingresos económicos. Es lógico que sean quienes más dinero apostaban quienes pretendiesen, según la emergente teoría liberal, asegurarse la mayor parte de los beneficios. Sólo después de que el impresor o el editor, es decir, el empresario, hubiese logrado obtener beneficios de la actividad de publicación de una obra intelectual podía el autor de la misma reclamar una parte de los mismos. Lo cual no quiere decir que no hubiese desde el principio mismo una cierta reivindicación de este tipo. POHLMAN reformuló, en los años sesenta de este siglo nuestro, la construcción histórica de los derechos de autor, asegurando que en muchos privilegios los autores se aseguraban la facultad de decidir o no la publicación de la obra. También es cierto que en muchas de esas ocasiones el impresor y el autor eran la misma persona. Aún así, se cita el ejemplo del propio Miguel de Cervantes, que obtuvo un privilegio, sin ser impresor, para dar a la luz en 1604 su Ingenioso hidalgo. Los privilegios datan de la segunda mitad del siglo XV. El primero del que se tiene noticia es de 1469, y se lo concede la República de Venecia a Giovanni Spira. El modelo lo siguen todos los reinos europeos. En España los Reyes Católicos dejan el libro libre de aranceles, como mercancía provechosa que es, desde que se introduce la imprenta en la Península, en 1468, hasta 1502, en que se promulga una pragmática de 8 de julio10 que

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Real Pragmática de Isabel y Fernando, dictada en Toledo el 8 de julio de 1502, sobre las diligencias que deben proceder a la impresión y venta de libros

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prohibe imprimir papel alguno sin contar con la autorización de los arzobispos y presidentes de las audiencias. Supone esto una reacción al inicial libre comercio de impresos recogido en la ley (primera de la Novísima Recopilación, por cierto), de Toledo, 1480. Carlos V impone una tasa a los libros, competencia que atribuye al Consejo de Castilla, y sus sucesores Felipe II y Felipe III, obligados como estaban a hacer frente a la propagación de las ideas protestantes, restringen más aún los derechos de edición. En concreto, Felipe II promulga en Valladolid el 7 de septiembre de 1558 una pragmática reservándose el derecho a autorizar o no la edición de todos los impresos en el Reino. Tres eran las técnicas de intervención de las monarquías en la edición de impresos: las prohibiciones de impresión, venta o importación; la censura, encargada en España a la Inquisición; y las licencias, que correspondían de forma mixta al poder religioso y al secular, en este caso quedando en manos de los presidentes de las audiencias de Valladolid y Granada, hasta que Felipe V instituye al Consejo de Castilla como órgano encargado de otorgar o denegar licencias. El sistema opera en España hasta prácticamente el siglo XIX, y tiene siempre un criterio territorial. En principio, el objeto para el que están pensadas las licencias es el libro, pero prontamente se extiende a todo tipo de impresos, incluidos los periódicos: relaciones, gacetas, nuevas y cartas. No hay más que consultar la Ley IX del Título 16 del libro 8º de la Novísima Recopilación, dictada por Felipe IV en Madrid el 13 de junio de 1627: Y asimismo que no se impriman ni estampen relaciones ni cartas, apologías ni panegíricos, ni gazetas ni nuevas, ni sermones, ni discursos ó papeles en materias de Estado ni Gobierno, y otras cualesquier (...) sin que tengan y lleven primero exámen y aprobacion en la Corte de uno de los del Consejo que se nombra por Comisario de esto (...). Por supuesto, esto suponía un intento de la Monarquía por controlar toda la información que se difundiese en el país. Pero, a la vez, como señala Javier PLAZA PENADÉS, también supone del Reyno, y para el curso de los extranjeros, en la Novísima Recopilación, VIII, 16, 1.

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«la profunda preocupación por mantener en todas las impresiones una reproducción fiel y exacta del texto original, lo cual constituye, indudablemente, una manifestación primaria de lo que hoy día es el derecho moral de respeto a la integridad de la obra»11. Por supuesto que, como ha puesto de manifiesto Germán BERCOVITZ, «la imprenta supone el elemento clave del cambio: desde aquel momento parece cada vez más difícil consentir que terceros plagiarios se enriquezcan con el trabajo de los autores», y que «el criterio general de concesión es una cuestión de equidad, para garantizar una situación de ventaja que recompense los esfuerzos del impresor»12, pero también es cierto que (y recurrimos una vez más a Plaza Penadés) «aún en el supuesto de que el editor fuera el beneficiario del privilegio, éste, para que se le conceda licencia a él con preferencia a otro, debía atraer al autor con una más o menos sustanciosa merced crematística»13. Indirectamente, el autor resultaba beneficiado de la revolución económica que supuso el advenimiento de la imprenta, ya que, como condición previa a la concesión de una licencia o privilegio al editor o impresor, el autor debía a su vez conceder a éste permiso o autorización. Hemos citado supra cómo el doctor Guillaume Cop reclama en 1504, con éxito, que el Parlamento de París impida la publicación de un almanaque suyo sin su permiso, basándose en su condición de autor. Años más tarde, el 7 de febrero de 1545, el Consejo de Venecia promulgó un edicto para proteger a los autores. El impresor no podía publicar escrito alguno sin contar con el permiso expreso de su autor14. Existe, sin embargo, una clara diferencia de los libros, habitualmente de autor único (con lo que es sistema expuesto más arriba era fácil de seguir) respecto de los periódicos. Como han insistido muchos autores dedicados al estudio de la propiedad intelectual, ésta surge con la imprenta y el referente claro es la 11

PLAZA PENADÉS, op. cit., p. 59. BERCOVITZ, Germán. Obra plástica y derechos patrimoniales de su autor. Madrid: Tecnos, 1997, p. 23. 13 PLAZA PENADÉS, op. cit., p. 59. 14 ROSE, Mark. Authors and Owners: The Invention of Copyright. Belknap Pr, 1995, p. 20. 12

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propiedad literaria, que puede reproducirse y distribuirse. Otro tipo de creaciones encaja algo peor en la legislación: la obra plástica, por ejemplo, y, por distintas razones, la obra periodística, que se trata por definición (en el caso de los periódicos, no, obviamente, en el caso de cada una de las piezas que la componen, por cierto generalmente anónimas en los albores del periodismo, lo que no quiere decir que no tuviesen autor y que éste no percibiese una remuneración por su trabajo) de una obra colectiva. Ese concepto no lo recogerá la legislación hasta mucho más tarde. Así las cosas, dejando a salvo el nombre del impresor o, en algunas raras ocasiones (la Gaceta de Madrid, por ejemplo), el editor, es raro encontrar en los papeles periódicos referencia alguna a la autoría de los textos. La única salvedad son las relaciones, pliegos impresos con una sola noticia de importancia, de publicación ocasional, donde sí puede hallarse citada la paternidad de la obra. Toda la Península, todos los dominios de la Corona española, hervían en deseos de informarse, y, además de la Gaceta de Madrid, florecen por doquier las gacetas, aunque se trate de empresas que tardan en consolidarse, de industrias un tanto efímeras. Una de las más duraderas, si no la que más, será precisamente la que en torno a tres gacetas montan los impresores oficiales de Guipúzcoa, los Huarte, desde 1687 hasta, al menos, 1727. Nada menos que cuarenta años de periodismo vasco entre el fin del XVII y los albores del XVIII. No tenemos que irnos, por lo tanto, muy lejos para demostrar cuál era la actividad periodística de la época y cuáles eran las usanzas en el continente. El caso de las gacetas donostiarras de los Huarte es ciertamente paradigmático15. Era, en primer lugar, impensable que una iniciativa privada escapase al control públi15

La mayor parte de los datos provienen de un artículo que publicamos en la Revista Internacional de los Estudios Vascos: DÍAZ NOCI, Javier. Los inicios de la prensa vasca: primeros pasos y formas protoperiodísticas. En: Revista Internacional de los Estudios Vascos. Año 42. Tomo XXXIX. Nº 2 (1994), p. 245–275. Posteriormente, profundizamos en el tema en la reedición facsímil de las primeras gacetas vascas: El nacimiento del periodismo vasco. Gacetas donostiarras de los siglos XVII y XVIII. San Sebastián: Sociedad de Estudios Vascos, 2003.

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co. Son los Huarte los primeros impresores estables de la provincia. En 1667 Martín de Huarte y su hijo Pedro se ofrecen a la provincia como impresores, puesto que no los hay en la misma, siempre que se les compren los materiales de impresión. Las Juntas Generales de Fuenterrabía determinan aceptar la propuesta y nombrarle impresor oficial. A la muerte de Martín, en 1677, quedan como sus sucesores su viuda, Francisca de Aculodi, y su hijo, Pedro de Huarte, quien junto con su hermano Bernardo lleva el taller heredado del padre. Los nombres de los tres aparecerán en los pies de imprenta de las gacetas que estudiamos. Probablemente el de Francisca de Aculodi aparece para que pueda cobrar una pensión institucional, y no nos permite, como hacen algunos autores modernos, afirmar que fue una de las primeras periodistas españolas, ya que eran con seguridad sus hijos quienes llevaban las riendas del negocio. La actividad de Pedro de Huarte (o Ugarte, como aparece en otros pies de imprenta), que aprendió su oficio en Francia, como impresor de la Provincia, está registrada desde 1685 a 1729, es decir, el margen aproximado de producción de las tres gacetas que nos ocupan: las dos Noticias, documentadas desde 1687 hasta 1704, y el Extracto de Noticias Universales, del que conocemos dos ejemplares de 1727 y 1728. Noticias Principales y Verdaderas y Noticias Extraordinarias del Norte eran los títulos de las gacetas que, al menos desde 1687 y al menos hasta 1704 publicaron en San Sebastián, de forma intercalada –unas semanas se editaba una y otras la segunda–, los miembros de la familia Huarte. Huarte utilizó dos gacetas flamencas en español para confeccionar las suyas, que eran una reimpresión expurgada de aquellas. No parece que contase con el permiso de quienes detentaban la propiedad de aquellas, en concreto el impresor bruselense Pedro de Cleyn, a quien por cierto ni siquiera cita. Tal práctica no se consideraba especialmente ilegal. Además, en determinadas ocasiones, utilizó a modo de complemento otras fuentes usuales entre los impresores y «periodistas» de la época, es decir, correspondencia noticiosa o corantos. Sin desdeñar, claro está, las que el correo de paso por San Sebastián pudiese proporcionarle. Por tanto, y a pesar de

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que la estructura absolutista del Estado –como la de todos los estados europeos, por otra parte– impedía el nacimiento de un periodismo en el sentido actual, las gacetas seicentistas de la familia Huarte supusieron un empeño plenamente periodístico, similar al que se estaba desarrollando a lo largo y ancho de todo el continente, y que participó de sus características e idiosincrasia. Huarte ofrecía las noticias que podía ofrecer y que al público de aquella época interesaban. Puesto que era impensable un periodismo local o nacional a la usanza actual, se desarrolló un periodismo de contenido internacional, basado en la crónica noticiosa de hechos, que permitía una mayor libertad de información siempre dentro de un estricto carácter oficialista más que oficial. Parece claro que Pedro de Huarte pagaba por estas informaciones, pero no lo es en cambio si los autores de las mismas percibían alguna remuneración. Es más que seguro que ésta se reducía a la que pudiesen recibir en origen, por encargo, los corresponsales. Cobrados sus emolumentos, y publicadas sus informaciones en una gaceta, las demás consideraban esa información de dominio público y la reproducían libremente, por supuesto traduciendo, adaptando, cortando y añadiendo lo que considerasen pertinente sin mayores explicaciones. Ahora bien, es de suponer que si un impresor o editor, un «gacetero» por utilizar la terminología de la época, pretendía asegurarse su suministro puntual de noticias, debía pagar por ellas. Una vez impresas, cualquier otro impresor podía con casi total libertad reimprimirlas sin ni siquiera citar su origen. Examinemos ahora cómo actuaba un «corresponsal» de nombre conocido. Un egregio ejemplo de corresponsal de noticias, a través del género epistolar, es Luis de Góngora y Argote. El poeta cordobés, que residía en la Corte, enviaba puntualmente a Cristóbal de Heredia y Francisco del Corral cartas en las que daba noticias de Madrid desde su privilegiada posición. Como en la antigua Roma, estas epístolas son mitad privadas, mitad públicas, porque, si bien tienen un destinatario individual, también es cierto que lo contenido en las letras de Góngora adquiere una difusión inmediata. A sabiendas de esto, el poeta advierte en alguna ocasión que «vuestra merced no publique esto en mi

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nombre». Ejerce así uno de los derechos morales del autor (aunque no estaban como tal reconocidos en aquel entonces), el de paternidad, el derecho a firmar o no la obra propia. Será en el siglo XVII cuando, debido a la difusión que habían alcanzado ya los periódicos, se establezca para ellos un régimen similar al de los libros, es decir, la licencia previa de impresión. Ésta se regula en primer lugar por auto de 13 de junio de 162716, al que ya hemos hecho referencia, y luego se va confirmando mediante auto del Consejo de Castilla de 27 de noviembre de 171617 y mediante auto de Felipe V, de 4 de octubre de 172818. Posteriormente Carlos III dictará dos disposiciones muy importantes en el campo del periodismo: la Orden de 19 de mayo de 178519, sobre las competencias del Juez de Imprentas y del Consejo de Castilla, y la Resolución de 2 de octubre de 178820 que establece el régimen de estas publicaciones y su sometimiento a la censura. Esta última norma nos interesa especialmente, porque hay aquí alguna referencia, sea siquiera por la vía de la represión, a la autoría de los textos periodísticos. En efecto, el primer punto de esa Ley III del Título XVII de la Novísima Recopilación («De la impresión del rezo eclesiástico y calendario y de los escritos periódicos») establece que «los autores ó traductores de papeles periódicos los presentarán firmados por sí mismos al Juez de Imprentas, solicitando licencia para su impresión». Es obvio que, más que a los periodistas firmantes de cada texto, la ley se está refiriendo al titular de la empresa, el editor o el impresor, que debe figurar como autor (diríamos hoy, de la obra colectiva) para solicitar la licencia previa pertinente. Aún se cita alguna vez el término «autor» en esta ley, siempre para hacerlos responsables de alusiones no permitidas a la autoridad civil o religiosa. En cualquier caso, el concepto de autor no se refiere sino al responsable de la empresa periodística, que podía ser evidentemente una persona o más. 16

Novísima Recopilación, VIII, 16, 9. Novísima Recopilación, VIII, 16, 13. 18 Novísima Recopilación, VIII, 16, 14. 19 Novísima Recopilación, VIII, 17, 4. 20 Novísima Recopilación, VIII, 17, 3. 17

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Ésa debió ser la tónica habitual en todo el periodismo continental. El inglés tomó, como veremos a continuación, otros derroteros.

El periodismo inglés, como la nación en que se desarrolla, son casos bien especiales en la Europa de los siglos XVII y XVIII. La imprenta se introdujo en 1476, y, aunque al principio ello no causó mayores disturbios a la monarquía de los Tudor, pronto, a principios del siglo XVI, los impresores comenzaron a introducirse en la polémica religiosa y política. Como es lógico, los reyes ingleses intentaron controlar ese sector crítico y establecieron un sistema de censura y licencias previas de impresión como en el resto de Europa. Los monarcas británicos dieron, sin embargo, un paso más, y crearon un organismo encargado de controlar la producción impresa de las islas. Lo hicieron mediante la Stationers' Company, que creó en 1557 la reina María Tudor, organismo que agrupaba a los gremios de editores, libreros e impresores. Esta compañía actuó como un verdadero monopolio del cada vez más pingüe negocio de la letra impresa. El sistema se completó unos años más tarde, con el decreto de la Cámara Estrellada de la reina Isabel, que atribuía a este órgano la competencia judicial en materia de imprenta. Como recuerda Anthony Smith, en la Stationers’ Company no sólo había impresores, sino también editores, mercaderes que buscaban incansablemente noticias de cualquier tipo (viajes, descripciones de acontecimientos sensacionales, desastres naturales, eclipses) que poder luego imprimir en forma de relaciones y vender. Por supuesto, el autor de tales noticias quedaba en un segundo plano: «No copyright existed with the author once his manuscript passed into the hands of a registered member of the Company»21.

21

SMITH, Anthony: The Newspaper. An International History. London: Thames and Hudson, 1979, p. 24.

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Hasta aquí no existe apenas ninguna particularidad con respecto al modelo continental, salvo en lo que se refiere a la agrupación de personas ligadas al nuevo negocio de la imprenta. Por otro lado, como en toda Europa, la monarquía inglesa intentó también controlar la información noticiosa, autorizando únicamente las noticias oficiales, al principio en forma de hojas volantes, luego ya periódicos22. Antes se había preocupado escasamente de la obra informativa: en 1583 una comisión del Consejo de Estado había decidido que las baladas, informes y noticias no debían pasar necesariamente por la Stationers' Company y podían ser impresos por cualquiera. Los primeros impresos periódicos noticiosos, los corantos, aparecen en Inglaterra en 1620, en principio sólo noticias del Continente tomadas de las gacetas holandesas, las únicas en Europa que escapaban a la censura. Algunas voces claman por una regulación de los corantos, otras por su desaparición. En 1638 la monarquía inglesa de Carlos I otorga el monopolio de la publicación de noticias a Nathaniel Butter y Nicholas Bourne. Sólo entonces, en 1620, la Stationers' Company comienza a preocuparse por controlar las relaciones y corantos noticiosos, insistiendo en que se cumpliese la orden de 1612 que obligaba a registrar todo tipo de ephemera y a pagar una tasa, lo que los editores cumplieron a desgana e irregularmente23. Sin embargo, durante el siglo XVII se va configurando una burguesía capitalista y un sistema pre–industrial sin parangón en el resto de Europa. El sistema parlamentario inglés era también muy especial. En la Cámara, los parlamentarios comienzan a reivindicar más libertades, también la de expresión, de manera que, desafiando la ley, aparecen muchísimos impresos, muchos de ellos periódicos, criticando el estado de cosas. Se configura así una prensa crítica y libre que no habrá en el Continente hasta 22

Se calcula que entre 1590 y 1610 una cuarta parte de las obras depositadas en el Stationers’ Register se referían a noticias de actualidad, y que en ese período aparecieron más de 450 títulos entre relaciones, newsletters y gacetas. Tengamos en cuenta que la producción total de libros cada año en Inglaterra no pasaba del centenar. 23 LAMBERT, Sheila. Coranto printing in England: The first newsbooks. En Journal of Newspaper and Periodical History, vol. 8, nº 1, 1992, p. 9.

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El periodista como autor

siglos después. Es una prensa «de autor», porque son los individuos, y no sólo los grupos políticos, los que reivindican una serie de libertades propias. Sobre todo durante el reinado de Carlos I y la Guerra Civil inglesa la prensa polémica y de opinión –recordemos que en el Continente ésta no existía– se extiende como una mancha de aceite. Los periodistas ingleses comienzan a firmar con su nombre, interviniendo en la vida pública. Un contemporáneo de Shakespeare, Ben Jonson, los retrata ácidamente en The Staple of News. Si la información podía ser anónima, objetiva y aséptica –conceptos que, por cierto, han llegado hasta nuestros días– la opinión es sin embargo subjetiva por definición, crítica y va firmada por su autor. Las voces en favor de una prensa libre eran cada vez más constantes. En 1641 se suprime la Cámara Estrellada. Estamos en la Guerra Civil promovida por Oliver Cromwell y los periódicos surgen por doquier, aunque no cuenten con la licencia de la Stationers' Company. En 1643 se promulgan las llamadas Ordenanzas de junio para controlar la prensa y restablecer la censura, que atribuye a la Stationers' Company. Escritores como John Milton, en su archiconocida Areopagitica, reclaman la libertad del autor frente a la censura y el control oficial. Sin embargo, la primer ordenanza dirigida directamente contra los nuevos corantos o news sheets es la Ordinance against unlicensed or scandalous Pamphlets, and for the better Regulating of Printing, ya que era la primera que se dirigía indistintamente contra autores e impresores24. Le sigue otra ordenanza en 1649, contra «the mischiefs arising from weekly pamphlets». El mismo texto legal ordena de nuevo que todo impreso que se pretenda legal debe

24

En estos términos: «That what person soever shall Make, Write, Print, Publish, Sell or Utter… any Book, Pamphlet, Treatise, Ballad, Libel, Sheet or Sheet of News whatsoever (except the same be Licensed… with the name of the Author, Printer and Licenser thereunto prefixed) shall for every such Offence, suffer, pay and incur the Punishment, Fine and Penalty hereafter mentioned», pena mayor para el autor (cuarente chelines) que para el impresor (veinte chelines). En: PATTERSON, Lyman Ray. Copyright in Historical Perspective. Nashville: Vanderbilt University Press, 1968, p. 132.

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registrarse o contar con un monopolio como el que se concedía a algunos gaceteros para publicar noticias25. En 1679 se produce, por una confusión legislativa, un «estado de gracia» para la libertad de prensa, al no renovarse la Licensing Act, restaurada de nuevo en 1682. Esta ley de la censura inglesa prescribe definitivamente en 1695. Es entonces cuando el sistema de control de la prensa entra definitivamente en crisis. Y es entonces cuando se pone en marcha toda una campaña por una ley que otorgue el control sobre sus obras, al menos el control inicial, a sus autores, y no al gremio de impresores. Es el nacimiento del sistema de copyright. Nos interesa ahora destacar un factor que pocas veces se ha puesto de manifiesto: varias de las figuras principales de la discusión sobre el copyright y aquellos que más hicieron por dotar al autor de derechos sobre su obra fueron periodistas. Principalmente, porque la prensa periódica era ya entonces, a las puertas del reinado de Ana, el principal altavoz de propaganda. Pero también porque, y aunque nunca lo reivindiquen expresamente, pertenecen a una clase de autores que dependen económicamente de sus obras. Daniel Defoe y Joseph Addison fueron dos de los principales valedores de los derechos de los autores, así como del individualismo burgués y liberal del que viene directamente este concepto del creador intelectual. Era entonces el momento de dar un paso más allá. Es cierto que los stationers habían supuesto una ruptura con el monopolio medieval de la producción cultural en manos de las universidades y la Iglesia, y habían introducido un elemento de racionalidad, al organizar la producción de textos a cambio de un precio cierto. Pero este sistema ya no era válido en un mundo en el 25

Como hemos dicho, el primer monopolio se concedió a Nathaniel Butter y Nicholas Bourne, los primeros gaceteros legales de Inglaterra (el capitán Thomas Gainsford, también conocido por el muy expresivo nombre de Captain Pamphlet, que se dedicaba a importar y publicar sin licencia noticias procedentes de los Países Bajos, a veces con pie de imprenta falso, detenta el honor de ser el primer periodista inglés). Luego se concedió a Roger L’Estrange, en 1663 («a monopoly of all narratives not exceeding two sheets of paper, mercuries, diurnals, play bills, etc. »), también por cierto Supervisor de la Prensa ese mismo año, puesto que ocupó hasta 1688.

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que la libertad individual se proclamaba un principio sagrado sobre todas las cosas. Comenzaba así la era del autor, y es lo que explica que la propiedad intelectual y los derechos de autor sean un concepto plenamente moderno y europeo, que no se produce ni en tiempos previos ni en otras sociedades no occidentales. No era ya posible que la relación se estableciese entre el gremio de editores e impresores y la Corona inglesa, licencias a cambio de control a los autores. Ahora la relación se traspasa al intercambio comercial entre el autor y el editor–impresor, mientras que la Corona, el poder público, no detenta ya monopolio alguno, y se limita a tutelar las relaciones privadas. Como pone de manifiesto Ronald V. Bettig, personajes como Daniel Defoe o John Locke se dieron cuenta de que escribir era una actividad individual rentable en el mercado, que se basaba en el reconocimiento a la personalidad del propio autor26. El autor se emancipa así del sistema de patronazgo típico de la época anterior y se erige en dueño de su propio destino. Este reconocimiento del autor se basa en el derecho natural. Locke será al respecto un valedor infatigable del autor como propietario de su propia obra. Y, sin embargo, la génesis de la primera ley sobre copyright, el Statute of Anne (8 Anne c. 19, 1710) se basará también en otros postulados mucho más materialistas: la protección que reclamaba la Stationers' Company frente a los impresores ajenos –la actividad de la imprenta se había también liberalizado–, y encontraba sus propias garantías a través de la seguridad de que el autor, y sólo él, pudiese ceder sus derechos. Era éste un recurso que escondía una clara voluntad de mantener la situación monopolística anterior, porque la práctica de publicar libros sin autorización del autor era más bien rara en Inglaterra. Es más, la Cámara Estrellada, a requerimiento de la Stationers' Company, había promulgado un edicto en 1641 prohibiendo la impresión o reimpresión de obra alguna «sin el nombre y consentimiento del autor». Mataban así dos pájaros de un tiro, porque, lejos de ser una declaración a favor 26

BETTIG, Ronald V. Copyrighting Culture. The Political Economy of Intellectual Property. Boulder, Colorado/Oxford: WestView Press (HarperCollins Publishers), 1996, p. 19.

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de los derechos del autor, los hacía responsables junto con los impresores de cualquier delito de libelo, blasfemia o sedición27. Al finalizar el período de vigencia de la Licensing Act, los autores rehusaron continuar con el sistema de licencias. Exponente de ello es la obra Essay on the Regulation of the Press de Daniel Defoe, en la que reclamaba una regulación que no se basase en las prerrogativas de la Corona. Con John Milton y John Locke, Defoe defendía un sistema esencialmente libre con la posibilidad de que el autor pudiese reclamar por las ofensas contra él cometidas después de la publicación de la obra, por lo que pedía una ley que impidiese la publicación de obras anónimas. Una vez más, Derecho penal y privado van de la mano: se trataba de combatir la injuria o libelo tanto como la piratería en materia de propiedad intelectual. La labor de Defoe no se limitará a la publicación del opúsculo ya citado, sino que continuará durante los primeros años del siglo XVIII con la edición de artículos diversos sobre el tema en su Review. Es curioso cómo Defoe, Swift y, sobre todo, Addison, defienden ardientemente al autor como depositario de derechos originarios sobre su obra, lo hacen a través de sus periódicos pero 27

ROSE, Mark. Authors and Owners: The Invention of Copyright. Belknap Pr, 1995, p. 22. Para reforzar su opinión de que la posición del autor era ciertamente marginal en la época inmediatamente previa al Estatuto de la Reina Ana, ROSE cita el caso Ponder v. Bradill de 1679. También el caso Stationers' Company v. Seymour, de 1667 (ER 86: 865–866), en que el tribunal determinó que el derecho de imprimir un almanaque correspondía a la Corona, y por derivación a la Stationers' Company, porque los almanaques, alegaba el tribunal, carecían de autor. Una solución bien diferente a la decisión del Parlamento de París de 1504, que hemos citado supra, y que nos recuerda la actual diferencia que subsiste entre los dos grandes sistemas jurídicos de Occidente. No hay más que recordar dos casos recientes con soluciones opuestas: en Tasini v. New York Times, el Tribunal de Nueva York denegaba a los autores de diversos textos periodísticos, entre ellos el demandante Tasini, derecho alguno a percibir una nueva remuneración económica por la publicación en un cederrón, por parte del New York Times, de textos previamente aparecidos en la versión impresa de este diario. El tribunal alegaba que la empresa era la dueña de los derechos de publicación en cualquier soporte (Tasini et al. v The New York Times et al. (diciembre de 1993). 93 Civ. 8678 (SS)). A su vez, en 1998, el Tribunal de Estrasburgo impedía, a instancias de varios periodistas, la difusión por Internet de los contenidos previamente emitidos por France 3 Alsace.

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nunca consideran al periodista –a sí mismos, por tanto– como autores. Parece que siempre están pensando en los novelistas, en el verdadero creador intelectual, como el autor por excelencia. Y, sin embargo, es obvio que Joseph Addison, por ejemplo, debió considerar muy seriamente la posibilidad de que su obra periodística, compuesta por pequeños ensayos al hilo de la actualidad que aún hoy se leen con fruición, y con la que se ganaba muy bien la vida (su periódico The Tatler constituía un negocio muy rentable), fuese objeto de protección jurídica. La actividad creadora se presenta en The Tatler, como en otras obras de la época, como algo falto de protección en comparación con otras actividades manuales, pero a la vez como una actividad un tanto elitista, separada del mundo por lo elevado de sus propósitos28. Probablemente aquí reside la clave de la cuestión: si se considera al periodista como un artista, perteneciente a la elite de los creadores intelectuales, su obra –como la de Addison– merece protección. Si, en cambio, reducimos su trabajo –y así debía ser considerado el gacetero, recopilador y manipulador de noticias; véase la obra ya citada de Ben Jonson– a una mera labor manual, incluso periodistas como Addison o Defoe debían pensar que su oficio ya estaba suficientemente protegido como un Mechanick Artizan. Esta concepción, que como luego veremos se nos revela del todo moderna y duradera, está vigente aún hoy en día y es clave para comprender la postura que la sociedad mantiene ante la obra periodística, dividiéndola, muy artificialmente y provocando perniciosos efectos para el autor, en informaciones de actualidad, desprovistas de todo atisbo de originalidad (géneros informativos, diríamos), y artículos de opinión, más «literarios» y por tanto merecedores de una mayor protección en virtud de su calidad creadora. Pero no sólo fueron los autores los que reclamaron una ley específica sobre propiedad intelectual. También los impresores de 28

«All Mechanick Artizans are allowed to reap the Fruit of their Invention and Ingenuity without Invasion; but he that has separated himself from the rest of Mankind (...) and has an Ambition to communicate the Effect of half his Life spent in such noble Enquiries, has no Property in what he is willing to produce», decía ADDISON en el número 101 de su periódico, el 1 de diciembre de 1709.

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la Stationers' Company se dirigieron en similar sentido al Parlamento de Londres en 1707. Todos estos intentos cristalizan en 1710, tras presentar un amigo de Addison, Edward Wortley, un proyecto al Parlamento en el que pedía que se penase económicamente a quien imprimiese o reimprimiese una obra sin el consentimiento de su autor. Los libreros de Londres presentaron también su propio proyecto. Tras las enmiendas introducidas en la Cámara de los Lores, en el sentido de no considerar el derecho de los autores una propiedad y asimilarla a la invención industrial (lo que, en vez del plazo de 50 ó 70 años propuesto por John Locke, dotaba a la obra intelectual de una protección de catorce años), el 10 de abril de 1710 el Estatuto de la Reina Ana, la primera ley sobre derecho de autor, entró en vigor. Su título completo era An Act for the Encouragement of learning, by Vesing the Copies of Printed Books in the Authors or Purchasers of such Copies, during the Times therein mentioned. Principalmente, lo que proveía la ley era: 1. El derecho exclusivo del autor sobre cada nuevo libro u obra para imprimirla, derecho que duraba catorce años. 2. La posibilidad de que el período de protección se renovase durante otros catorce años si el autor continuaba con vida. 3. La obligación de registrar la obra en el Stationers' Hall. Dicho de otra manera, esta ley inaugura la tradición anglosajona del copyright, poniendo el acento en el derecho a hacer copias, la caducidad de la protección, y la obligación de registrar la obra para que ésta fuese efectiva. Inmediatamente se puso en marcha una discusión típica del sistema de Common Law que sólo muy limitadamente nos interesa a nosotros. En los casos Millar v. Taylor y Donaldson v. Beckett se estableció que el derecho de los autores sobre sus obras no era un derecho de Common Law, sino estatutario29. En cualquier caso, se sientan las bases del sistema de copyright. Como 29

Puede seguirse con detalle esta polémica en los libros de SCRUTTON, Thomas Edward. The Laws of Copyright. An Examination of the Principles which should regulate Literacy and Artistic property in England and other countries. Being the Yorke Prize Essay of the University of Cambridge for the Year 1882, revised and enlarged. London: John Murray, 1883; y de ROSE, Mark. Authors and Owners: The Invention of Copyright. Belknap Pr, 1995.

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El periodista como autor

dice Jane GINSBURG, «perhaps the most significant shift in English law was its recognition of the rights of authors, and not merely those of printers and booksellers»30. En ese momento comienza la profesionalización del periodismo, a medida que, al menos en Inglaterra, aumenta su consideración social. La propiedad de los periódicos pasa gradualmente, en la década de 1730 sobre todo, de las manos de los impresores a la de los libreros más importantes de Londres, que actúan como editores. Ese cambio viene de la nueva concepción del copyright, que protegía los intereses del empresario frente a actos de piratería, aunque demandasen aún más protección que la que les brindaba la ley. Una protección que sólo la constitución de esquemas económicos capitalistas, de asociación de capitales, podría brindarles31. En nuestra opinión, las siguientes palabras de Mark ROSE resumen lo que es la postura del mundo jurídico anglosajón al respecto, tan diferente de la que se inaugura con la Revolución francesa de 1789: The persistence of the discourse of original genius implicit in the notion of creativity not only obscures the fact that cultural production is always a matter of appropriation and transformation, but also elides the role of the publisher (...) in cultural production. Thus it continues the tradition of the eighteenth–century arguments in which the booksellers appeared only as shadowy «assigns» of the author32.

La tensión entre los derechos económicos, claramente predominantes desde su origen en la concepción sajona del derecho de autor, y los derechos morales, fundamentales en la concepción continental, marcará desde entonces hasta hoy la panorámica de la protección jurídica de la obra intelectual en el mundo occidental.

30

GINSBURG, Jane; GORMAN, Robert A. (eds.). Copyright for the Nineties. 1993. 31 SMITH, Anthony, op. cit., p. 61. 32 ROSE, Mark, op. cit., p. 135.

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La aparición de la figura del periodista, el derecho de autor moderno y las primeras legislaciones específicas

EN EL SIGLO XVIII el consumo de diarios y gacetas era equiparable al de novelas. La lectura de periódicos alcanza niveles muy altos ya a finales del siglo XVII. A medida que la censura se relaja, la afición se dispara. El periodismo aglutina las inquietudes políticas de la gente y se convierte en un verdadero espacio público de discusión: «Las clases bajas se hacían leer las noticias sensacionalistas en los mercados o las tabernas, las capas más altas las engullían en las grandes ciudades en los puestos de avisos o discutían sobre ellas con toda la formalidad en las sociedades literarias», así describe la situación Reinhard WITTMAN1. El periodismo, como tantas otras iniciativas culturales, se convierte en una empresa del todo capitalista al servicio de un público burgués.

Las monarquías occidentales no tienen más remedio que ir dejando paso, mal que bien, al nuevo estado de cosas. En España también hay una notable apertura en el siglo XVIII. Sobre todo con Carlos III, un rey ilustrado que, en el tema al que dedicamos este trabajo, también trajo novedades. En efecto, en 1763 promulga una Real Orden, de fecha 22 de marzo, mediante la cual 1

WITTMAN, Reinhard. ¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?. En: CAVALLO, Guglielmo y CHARTIER, Roger (dir.). Historia de la lectura en el mundo occidental. Madrid: Taurus, 1997, p. 464.

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El periodista como autor

el privilegio de impresión se concede única y exclusivamente al autor de la obra. No se trata de una revolución, pero al menos el autor es tenido en cuenta y comienza a ocupar el lugar central que le corresponde en la producción intelectual. El propósito de esta Real Orden era «fomentar y adelantar el comercio de los libros en estos reynos, de cuya libertad resulta tanto beneficio y utilidad á las Ciencias y á las Artes». La ley hace frente al nuevo mercado. A partir de la Real Orden de 20 de octubre de 1764 se permitía la transmisión del privilegio de impresión a los herederos del autor, si así lo solicitaban. El privilegio se convierte, por otra parte, en perpetuo a partir de la Real Orden de marzo de 1777. El propósito es del todo económico, como recalca PLAZA PENADÉS2, aunque se trate todavía de un privilegio concedido por el rey y no de un derecho. Nada que ver, por lo tanto, con el origen de la ley inglesa de propiedad intelectual, aunque el resultado venga a ser similar. El propósito es el mismo, en cualquier caso: «Estimular la producción intelectual para que de ello se beneficie toda la sociedad»3, pero mientras en el caso británico se trata de un derecho –bien que no un derecho de Common Law, sino estatutariamente decidido, al menos su plazo de disfrute– en el caso continental se trata de un privilegio otorgado. Falta aún un buen trecho para que la Revolución francesa de 1789 traiga consigo el pleno reconocimiento de los derechos morales del autor, en los que se basa buena parte del sistema europeo de protección de la propiedad intelectual. La semilla había sido lanzada, sin embargo, al mencionar los «derechos naturales», que se recogen no solamente en los trabajos preparatorios del Estatuto de la Reina Ana de 1710, sino también en las leyes sobre copyright que, inspiradas en él, se promulgaron en varios lugares de los Estados Unidos de América: Nueva York, Virgina, Georgia y Nueva Jersey, entre 1783 y 1786. Esta concepción estaba muy cercana al espíritu inglés, que siempre utilizó la metáfora de la paternidad para referirse a la relación del autor con su obra. Otros estados, en cambio, prefirieron remitirse al concepto de la propiedad para establecer 2 3

Op. cit., p. 61. PLAZA PENADÉS, op. cit., p. 63.

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normas sobre el copyright: así, Rhode Island, New Hampshire, Carolina del Norte y Massachusetts4. En 1787 se impone en la Constitución americana el concepto de bienestar público, y así, en el artículo 8, sección primera, se establece que el propósito es «to promote the progress of science and useful arts, by securing for limited times to authors and inventors the exclusive right to their respective writings and discoveries». Se equipara, por un lado, la propiedad industrial a la intelectual, tendencia que permanece vigente en el derecho anglosajón. Se establece asimismo que el derecho de autor tiene una vigencia limitada, siempre a partir del registro de las obras. Y se basa, por último, en su interés público más que en la conveniencia individual. La primera ley federal estadounidense de copyright, la Copyright Act de 31 de mayo de 1790, establece, como su predecesora inglesa, un plazo de catorce años de vigencia del derecho, previo registro de la obra y publicidad del mismo, renovable por otros catorce si viviese el autor. El modelo en la Europa continental será exactamente el contrario, y, como en tantas otras cosas, se inspira en el sistema francés. La Revolución de 1789 acaba con el sistema de privilegios, aunque en otros lugares de Europa las monarquías se resisten a abandonarlo. En España, sin ir más lejos, la apertura que había comenzado Carlos III acaba con la Real Orden de 21 de junio y cédula del Consejo de 1 de julio de 1784, prohibiendo la venta de libros extranjeros sin licencia del Consejo, y la resolución de Carlos IV de 24 de febrero y auto del Consejo de 12 de abril de 1790, prohibiendo cesasen todos los papeles periódicos a excepción del Diario de Madrid, es decir, el periódico oficial, y aún éste «ciñéndose a los hechos, y sin que en él puedan ponerse versos, ni otras especies políticas de qualquiera clase». El ambiente no era aquí el más propenso ni a la labor crítica, ni a la reivindicación de la autoría de textos periodísticos.

En Carolina del Norte afirman que «nada constituye propiedad del hombre más estricta que el fruto de su estudio», y en Massachusetts que «ninguna propiedad pertenece más peculiarmente al hombre que la producida por el trabajo de su mente». Citado en PLAZA PENADÉS, op. cit., p. 64. 4

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El periodista como autor

En otros lugares de Europa y en los Estados Unidos, en cambio, el periodismo lleva camino de convertirse en toda una industria. Por supuesto, a principios del siglo XVIII todo está en manos, fundamentalmente, de los impresores. El trabajo se desarrolla «de manera atomizada, en círculos parcelados, y con ausencia de una lógica de organización global de la economía»5. En el caso del periodismo, aunque se trataba de una actividad que en los siglos anteriores había tenido un carácter mercantil –era una actividad dominada casi totalmente por los impresores, es decir, una organización del trabajo claramente pre-capitalista– en el siglo XVIII se produce una división del trabajo que hace que aparezca, junto con la figura del impresor, la del autor, el periodista, generalmente una persona de clase acomodada que no vivía de los frutos de ese trabajo, que consideraba su actividad de publicista como algo complementario, algo de tipo espiritual con que dar a conocer sus ideas ilustradas para el progreso de la sociedad, pero no como forma de ganarse la vida. Como mucho, algunos de los periódicos de la época se basan en el reconocimiento de la figura del mecenazgo como motor de la actividad intelectual. Durante mucho tiempo, se considera además que la calidad artística de los textos periodísticos no es comparable a la de otras creaciones intelectuales y se prefiere para ellos el anonimato6. 5

GONZÁLEZ-POSADA MARTÍNEZ, Elías. El derecho del trabajo: una reflexión sobre su evolución histórica. Valladolid: Secretariado de Publicaciones e Intercambio Científico, Universidad de Valladolid, 1996, p. 28. 6 Algunos discursos de uno de los mejores periódicos españoles de la época, El Censor, son representativos de estas posturas, en concreto los números 11, 47 y 54, todos de 1781. De la misma opinión es Paul-J. GUINARD, autor del que probablemente sea el estudio más completo sobre la prensa española del siglo XVIII, La presse espagnole de 1737 à 1791. Formation et signification d'un genre, Paris: Centre de Recherches Hispaniques, 1973: «A qui devra-ton donner ce nomme [de periodista o, como se decía en aquella época, publicista]? Il est plus simple de commencer par dire à qui l'on devra ne pas le donner: d'abord, aux écrivains qui ont apporté leur collaboration à un périodique d'une manière occasionnelle seulement, surtout si cette collaboration

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En otros casos, sin embargo, «a partir de 1760 muchos escritores –es decir: abogados, funcionarios, religiosos, militares y en menor medida solo escritores propiamente– frecuentan las obras periódicas, conscientes en diverso grado de sus posibilidades educativas y utilitarias [...] pero no menos conscientes de las posibilidades pecuniarias del oficio»7. Se produce así una concepción doble, a veces antagónica, que en cierto modo se prolonga hasta nuestros días, una imagen propia de periodistas que, por una parte, se ven a sí mismos como parte de una clase aparte, de un quehacer despegado de las miserias del mundo material, pero por otra se saben indefectiblemente unidos a los dictados del mercado, de la lógica del trabajo remunerado. Será en el mundo anglosajón donde algunos periodistas comiencen a considerarse autores. No en el sentido que hoy damos al término. No nos estamos refiriendo al redactor que envía noticias. A ése apenas se le llama entonces autor. Lo que ocurre en Inglaterra y, sobre todo, en los Estados Unidos, es que se separa la figura del impresor, que reunía en sí todos los cometidos de publicación de un periódico, desde la recopilación y redacción de textos hasta la impresión de los mismos, «a mere mechanick», en palabras de Benjamin FRANKLIN, de la del editor. Así lo define el propio Benjamin FRANKLIN, que toda su vida quiso ser recordado como periodista y llegó a presidente de su país: The Author of a Gazette [...] ought to be qualified with an extensive Acquaintance with Languages, a great Easiness and Command of Writing and Relating things cleanly and intelligibly, and in a few Words; he should be able to speak of War both by Land and Sea; be well acquainted with Geography, with the History of the Time, with the several Interests of Princes and States, the Secrets of Courts, and the Manners and Customs of all Nations. est restée clandestine, du fait de l'anonymat ou du recours à un pseudonyme», p. 92. 7 ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. El periodista en la España del siglo XVIII y la profesionalización del escritor. En: Periodismo e Ilustración en España. Estudios de Historia Social, nos. 52/53, enero-junio, 1990, p. 30.

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FRANKLIN está describiendo al moderno periodista. La tradición continúa en los Estados Unidos hasta hoy 8. En Europa la cuestión es ligeramente diferente. Por supuesto, existen también «autores» que se dedican al ya rentable negocio de publicar periódicos. Nipho es, en España, un notable ejemplo de ello. Pero, junto a esa situación, cuántos otros títulos cuyos autores nos resultan desconocidos. Insistimos: en todo caso, autor y periodista se asimilan a editor, a la cabeza visible de una empresa periodística, aquél que asume la iniciativa y el riesgo. Rara vez, salvo que se trate de un texto de opinión o literario, aparecerá una firma. Ni uno solo de los corresponsales de información firmará durante los siglos XVII y XVIII una sola noticia. Nada que ver con la situación actual. Así las cosas, se comprende que la legislación de propiedad intelectual –ése es el nombre que, a imitación de la doctrina revolucionaria francesa, recibirá en toda la Europa continental– protege a periodistas del prestigio, la fama y la originalidad de Benjamin Franklin, personas que pueden justamente considerarse creadores a la altura de cualquier escritor, poeta o dramaturgo. En ningún momento se piensa, y ninguna ley lo cita siquiera, en los autores de la información de actualidad. Es más: en Europa cuesta incluso que el periodista, el editor, aquél que sí firma sus textos, se considere a sí mismo un autor. Hasta la propia palabra se cita tardíamente. Habrá que esperar a los años inmediatamente posteriores a la Revolución francesa, aquellos en los que, precisamente, se promulgará la Ley de Propiedad Intelectual que servirá de modelo a otras en el Viejo «To the mechanical skills of compositor and pressman, and to the business concerns of a contractor and retailer, Franklin now proposed to add the requisite literary qualifications and knowledge of world affairs to produce a well-written, intelligently edited ‘gazette’ (...). The separation between compositor and pressman was found only in London and in the great university presses of Oxbridge». CLARK, Charles E. The Public Prints. The Newspaper in Anglo-American Culture, 1665–1740. Oxford, etc.: Oxford University Press, 1994, p. 194. Una acertada visión del impresor como trabajador y empresario manual, como hombre de negocios, y el nacimiento de la figura del editor-periodista en Europa puede leerse en todo el capítulo 9 de este libro, titulado precisamente «The Printer as Publisher». 8

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Continente, de la que luego hablaremos. Pues bien, es en esos tiempos que siguen a la toma de la Bastilla cuando se crea una prensa de información al servicio de los diputados de la Asamblea Nacional francesa. Uno de los periodistas más destacados será Camille DESMOULINS, que trabaja para, por ejemplo, Révolutions de France et de Brabant y Le Vieux Cordelier. Él será uno de los que reivindiquen el papel público del periodista, su lugar en la nueva sociedad burguesa: «Aujourd'hui, les journalistes exercent le ministère public; ils dénoncent, règlent à l'extraordinaire, absolent ou condamnent»9. Al principio, se trata de un servicio público, patriótico, cuya única recompensa es la gloria por la patria. Pero, poco a poco, el periodista post-revolucionario toma conciencia de su individualidad. Como cualquier otro trabajo intelectual, «la rédaction et la fabrication d'un journal nécessitent un retrait et un exercise d'abord solitaire»10. Y así, DESMOULINS escribirá que «une grande partie de la capitale me nomme parmi les principaux auteurs de la Révolution. Beaucoup même vont jusqu'à dire que j'en suis l'auteur». Se niega por tanto a quedar sometido al mero papel de transcriptor de las discusiones de la Asamblea y pide para el periodista, para el autor que tiene derecho a usar de su libertad y su creatividad individual, que tiene derecho a firmar su obra y reclamar para ella y para sí mismo los mismos derechos que cualquier otro creador, la posibilidad de realizar comentarios. Es por tanto en este siglo cuando toma cuerpo la figura del moderno periodista, aquél que reivindica su propia libertad, y no sólo de expresión. También de creación. Y para ello será indispensable que disponga de la consideración de autor que antes sólo le estaba reservada a otros colectivos, que se convierta en un profesional y que reclame para sí todos los derechos que corresponden a un autor. 9

Les Révolutions de France et de Brabant, nº 17. Citado en BONNET, JeanClaude. Les Roles du Journaliste selon Camille Desmoulins. En: RÉTAT, Pierre (ed.). La Révolution du Journal. 1788–1794. París: Éditions du Centre National de la Recherche Scientifique, 1989, p. 180. 10 BONNET, op. cit., p. 181.

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La Revolución francesa inaugura todo un concepto acerca de la propiedad intelectual, bien diferente del que ya estaba legislado en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Un sistema basado en el concepto de propiedad, un concepto autor-centrista. Las diferencias con el sistema de copyright anglosajón son patentes, a pesar de que incluso esto ha sido convenientemente relativizado. El primer lugar en el que desaparece definitivamente el sistema de privilegios es, aparte claro está de Inglaterra y los Estados Unidos, la Francia revolucionaria. El concepto, bien burgués por cierto, de propiedad privada se instala en el centro del nuevo sistema jurídico, y el privilegio –concesión discrecional del poder– da paso al derecho universal. Por tanto, no es raro que se hable de propiedad intelectual, hoy un concepto muy discutido –en general, preferimos hablar de derechos de autor– pero que se mantiene en, por ejemplo, la Ley española 1/1996, llamada precisamente «de propiedad intelectual». La primera norma legal revolucionaria francesa (la primera continental, asimismo) es el Decreto de la Asamblea Nacional francesa de 13 de enero de 1791 («Décret relatif aux spectacles»). Pensado en principio para los autores dramáticos, que habían sido excluidos de la Real Orden de 30 de julio de 1778 (una norma que regulaba el derecho de propiedad literaria, que se concedía perpetuamente a su autor y sus herederos, pero que podía ser cedida a terceros) extiende su protección a toda la vida del autor, lo que será una constante del derecho de autor continental, más cinco años post mortem auctoris. Este Decreto es sólo el preludio de una regulación más minuciosa, plasmada en el Decreto de la Convención Nacional francesa de 24 de julio de 1793 («Décret relatif aux droits de propriété des auteurs d'écrits en tous genres, compositeurs de musique, peintres et dessinateurs»). Basada en el informe LE CHAPELIER, en el que se afirma que la propiedad intelectual es «la más sagrada, la más legítima, la más personal de todas las propiedades», pero también la más especial, dispone que los autores

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de cualquier tipo retengan los derechos sobre su propiedad durante toda su vida y diez años más. La originalidad de la legislación francesa respecto de la anglosajona consiste en, aparte de extender su protección a toda la vida del autor, hacerlo también a la representación de las obras, y no meramente a la reproducción y venta de impresos en que se basa el sistema de copyright. El carácter propietario del derecho de autor continental se basa, además, en la figura de éste, al considerar que se trata de la más personal de todas las propiedades. Sin embargo, tanto en el derecho anglosajón como en el continental la propiedad intelectual se diferencia de la propiedad en general por ser limitada en el tiempo, aunque los plazos sean diferentes en uno y otro sistema. Las diferencias no son, en opinión de Jane GINSBURG11, tan pronunciadas entre ambos sistemas. En primer lugar, esta autora pone de manifiesto cómo el Decreto de 1791 no pone de forma excesiva el acento en el autor, y sí en el interés público que supone la representación de las obras dramáticas. Incluso en el posterior informe de LE CHAPELIER éste se refiere, en la famosa frase antes transcrita, a las obras inéditas, no a las ya publicadas, que considera de interés público. Claro está que el interés del autor y el interés del autor se contemplan en ambas legislaciones, aunque mientras la inglesa y la americana insisten en el interés público, la continental lo hace en el interés del autor. La protección de ambos sistemas legislativos se extiende a todo tipo de obras del espíritu. Algunas se citan especialmente: las literarias, los planos y mapas en el caso de la legislación americana, las obras literarias, teatrales y musicales en el caso de la francesa. Nada se dice aún de la obra periodística, que sí aparecerá como especialidad en las leyes de propiedad intelectual a finales del siglo XIX. La diferencia estriba en que a finales del XVIII la obra de los periódicos, como hemos visto, es perfectamente asimilable a la literaria, al menos las obras «creativas», no 11

GINSBURG, Jane. A Tale of Two Copyrights: Literary Property in Revolutionary France and America. En: SHERMAN, Brad; STROWEL, Alain. Of Authors and Origins. Essays on Copyright Law. Oxford: Clarendon Press, 1994, p. 131–158.

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las meras noticias que, tácitamente, no se consideran merecedoras de reconocimiento alguno. Algo comienza a cambiar, lo hemos examinado en el epígrafe precedente, de la mano de algunos periodistas post-revolucionarios como Camille DESMOULINS. En realidad, lo que se protege en las primeras legislaciones de propiedad intelectual es la obra en sí, es decir, el periódico, de autor único aunque se trate de una obra colectiva. En efecto, se considera que cada periódico tiene un sólo autor, aunque los textos o imágenes que se incluyan tengan cada uno de ellos un autor individual. En realidad, las imágenes eran escasas, y los textos solían ser escritos, recopilados o refundidos por una sola mano, la del autor-editor, con lo cual este tipo de obras aún no planteaban demasiados problemas legales. Sí lo harán ya entrado el siglo XIX, cuando los medios de comunicación sean grandes empresas capitalistas con una estructura laboral compleja e intervención de múltiples manos en su elaboración. Aparecerá entonces la tensión entre los derechos de cada uno de los autores individuales y los del autor de la obra colectiva12. Sin embargo, ya a finales del siglo XVIII hay datos que nos permiten apreciar la importancia que las publicaciones periódicas tenían en la reclamación de derechos de autor. En Estados Unidos, donde era y es preceptivo el registro para que la protección jurídica actúe, entre 1790 y 1799 de todos los tipos de obras que se registran la mayoría corresponde a los periódicos: 540, seguido por obras de ciencia política (441), 302 títulos de historia, 270 de ciencias sociales y sólo 43 novelas13. Es lógico, en el fondo, que así sea: los periódicos y, en general, las obras utilitarias, sobre todo en un sistema como el estadounidense que pri12

Alguna polémica se encendió ya en aquellos tiempos. Tournon llega a acusar a Prudhomme de no ser el autor original del periódico Les Révolutions de Paris, «car toute l'invention et le plan des Révolutions de Paris se réduisent à faire les détails de chaque journée, et à les unir l'un à l'autre pour en faire un cahier» (citado en RÉTAT, Pierre. Forme et discours d'un journal révolutionnaire: Les Révolutions de Paris en 1789. En: LABROSSE, Claude; RÉTAT, Pierre. L'instrument périodique. La fonction de la presse au XVIIIe siècle. Lyon: Presses Universitaires de Lyon, 1985, p. 142). 13 GINSBURG, op. cit., p. 140–141.

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maba el interés y la instrucción públicas, reportan más beneficios que la ficción. También en la Francia de las postrimerías del XVIII se repite la misma tendencia. Aunque en la ley de 1793 se hace referencia a «todas las producciones de las beaux arts», en realidad son las obras de contenido informativo o instructivo las más numerosas a la hora de solicitar protección jurídica. De 37 pleitos examinados por Jane GINSBURG en el período inmediatamente posterior a la promulgación de los decretos de 1791 y 1793, nada menos que 21 se refieren a obras de contenido informativo. El resto, 15 en total, se refieren a dramas, poesía, música, arte y ficción14. En todo caso, la nueva visión del mundo concibe al autor como alguien independiente, emancipado del patronazgo y el mecenazgo del Ancien Régime, un profesional liberal según términos modernos. Y, sin embargo, pronto comenzaron a aparecer los autores que trabajaban por encargo o cuenta ajena. Algo tenemos que decir también acerca de las modalidades y el concepto del contrato, porque es un presupuesto básico en todas las legislaciones posteriores sobre derechos de autor, especialmente (aunque no únicamente) en el caso de los periodistas, saber si el autor es o no un asalariado. En el principio (esto es, en el paso del Antiguo al Nuevo Régimen, tras la Revolución francesa) todo contrato era civil. Hemos de tener en cuenta que era aquélla una época en que se consideraba que la libertad y la igualdad (dejemos a un lado la fraternidad) eran los pilares de una nueva sociedad, hecha a imagen y semejanza del ideario burgués. Según esta concepción del mundo, todo individuo podía libremente negociar con otro y establecer todos los acuerdos que considerase menester, pues tal negociación se planteaba entre iguales, con el sólo límite de la ley, que protegía de los posibles errores y abusos. Ése es el concepto que se respeta escrupulosamente en la mayoría de los códigos civiles occidentales. Se establece firmemente en el sistema jurídico occidental, por lo tanto, la autonomía privada de la voluntad. Es decir, el sistema legal respeta, ampara y convierte en ley los acuerdos que, lícitamente, adopten los sujetos capaces 14

GINSBURG, op. cit., p. 153.

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de obligarse jurídicamente, es decir, toda aquella persona natural o jurídica que pueda contraer obligaciones y tenga, recíprocamente, derechos. También la concepción anglosajona del contrato, basada en la consideration (definida por la expresión something for something, una manera de explicar la relación sinalagmática, bilateral y recíproca) eleva a carácter de ley la voluntad expresada libre y conscientemente por las partes. En el Derecho español, la autonomía de la voluntad, referida en concreto a los contratos, está recogida en el artículo 1.255 del Código civil, que dice literalmente: «Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público». Un impecable principio de respeto a la libertad de los individuos, basada en la supuesta igualdad de los mismos. Los planteamientos del derecho privado se revelaron sin embargo insuficientes nada más producirse la Revolución Industrial. El idílico panorama de la Revolución burguesa de 1789 cambia sustancialmente con el advenimiento de otra Revolución, la industrial, entrado ya el siglo XIX. Surge entonces una organización social diferenciada, la división del trabajo, y se pone en cuestión la legitimidad de la propiedad privada de los medios de producción, hasta entonces literalmente sagrada y uno de los pilares del ordenamiento jurídico civil. Hasta ese momento, la figura del arrendamiento de servicios, todavía hoy vigente en nuestro ordenamiento civil y significativamente una de las más utilizadas de nuevo, era el eje central de las relaciones entre patrón y obrero. «La libertad del pacto, la igualdad de los contratantes, la temporalidad de la relación y el libre desistimiento van a predeterminar la estructura obligacional del contrato de trabajo», explica Elías GONZÁLEZ-POSADA15. Pero a mediados del XIX, y como puso de manifiesto Max WEBER, la fábrica, la producción en masa y para las masas, la explotación por parte de una empresa con capital fijo, la radical distinción entre propiedad de los medios de producción y fuerza de trabajo, se convertirán en categorías de la economía capitalista. Situación a la que no son ajenos los medios de comunicación, que, 15

Op. cit., p. 31.

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sobre todo a partir de la irrupción de empresarios como Joseph Pulitzer en América o de empresas tan exitosas como The Times o Le Petit Journal en Europa, son verdaderas fábricas de información.

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La profesionalización del periodista y la especial consideración jurídica de la obra informativa: La época contemporánea

LA REVOLUCIÓN francesa es el detonante para que se extienda por toda la Europa continental, a imitación de Francia, la codificación. El racionalismo se impone, aunque monarquías como la española se resistan a adoptar el definitivo camino de la modernidad. La propiedad privada y la autonomía de la voluntad se instalan en el centro mismo del sistema jurídico civil europeo. El individuo es el depositario de todos los derechos y las obligaciones, la razón misma de la actividad jurídica.

Todo lo expuesto vale perfectamente para el derecho de autor. El individuo es, al menos en teoría, el depositario y la razón de ser de toda la construcción jurídica en torno a la cuestión, que se define como una propiedad especial, y así será recogida en numerosos códigos civiles europeos, entre ellos el español. La concepción original del autor es la de un individuo dotado de capacidad creativa y libertad absoluta, no la de alguien que trabaja por encargo, por cuenta ajena. Todo eso irá cambiando a medida que avance el siglo XIX. Se produce entonces también otro avance en el derecho de autor, sobre todo por influencia de los filósofos alemanes (Kant, Fichte, Hegel, Schopenhauer) y definitivamente se separa la obra intelectual del soporte en que está contenida. De alguna

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manera, y aunque principalmente se configura como una propiedad (por tanto prevalece el aspecto patrimonialista), el derecho de autor, sobre todo el continental, será también, de alguna manera, un derecho de la personalidad («la más personal de todas las propiedades», afirmaba LE CHAPELIER). Junto con esta concepción, se produce un lento desarrollo de los derechos morales del autor. Se pasa así de la propiedad intelectual al derecho de autor, si bien no es un paso ni abrupto ni completo. El término mismo de propiedad intelectual, ya muy en cuestión, subsiste incluso en el título de algunas leyes europeas, sin ir más lejos la española. En el mundo jurídico de la Common Law, como recuerda W. R. CORNISH, no se usó en cambio el término author's right. Por dos razones: por el proceso histórico en que la ley inglesa se desarrolló, y que hemos someramente examinado en las páginas precedentes, pero sobre todo porque la denominación «derecho de autor» simbolizaría de alguna manera una preferencia por el creador antes que por el empresario, y eso es algo «which has rarely attracted much ardour in Britain»1. Alemania fue durante todo el siglo XIX el foco principal de la teoría sobre los derechos de autor. Cabe destacar a Otto VON GIERKE, cuya argumentación se basa en la impronta personal que el autor confiere a su obra, por lo que el derecho de este autor es en realidad una facultad de disposición sobre su trabajo. Sólo el autor puede decidir qué destino dar a la obra, si ha de ver o no la luz y en qué condiciones. Obviamente, el mercado exige que, una vez que la obra se publica, intervengan otros agentes que tienen también derechos económicos, pero en ningún caso eso supone la ruptura del vínculo personal que une al autor con su creación. Es lógico por tanto que todas las legislaciones continentales se inclinen por considerar que el derecho de autor es 1

CORNISH, W. R. Intellectual Property: Patents, Copyright, Trade Marks and Allied Rights. London: Sweet & Maxwell, 1996 (tercera edición), p. 300. Este profesor inglés, uno de los máximos especialistas en propiedad intelectual en el mundo anglosajón, añade que “the relation between author and exploiter offers many opportunities for tension and disagreement. In continental Europe the need to safeguard the artistic integrity of the author in the course of such relations was eloquently argued, particularly in the latter nineteenth century”.

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vitalicio, y dura mientras lo hace la persona creadora. El resto del plazo antes de que la obra pase al dominio público es arbitraria y se deja a la gracia de los diferentes legisladores. Incluso en la legislación de raíz inglesa el plazo de protección, siempre temporal, va extendiéndose durante todo el siglo XIX. Así, en Inglaterra, tras un intento de reforma de la legislación sobre copyright en 1774, fallido, se promulga una nueva Copyright Act en 1842. Uno de sus opositores, MACAULAY, argumentó que no existía derecho natural alguno sobre el derecho de copia, y que éste era un monopolio, «a tax on readers for the purpose of giving a bounty to writers»2. Por eso consideraba perjudicial la extensión del derecho más allá de la muerte de su autor. A pesar de todo, el acta se aprobó, y estableció que la protección al autor se extendería durante 42 años o toda la vida del autor y siete años más3. En todo Europa –SCRUTTON cita los casos de Inglaterra, Francia, Holanda, Noruega, Suecia, Dinamarca y España4– el plazo de protección se va ampliando paulatinamente. La jurisprudencia protege igualmente cada vez más al autor. En particular la francesa: el Tribunal Civil del Sena decide, mediante sentencia de 17 de agosto de 1814, que la cesión del derecho de explotación no da al cesionario ningún derecho a modificar la obra, ya que éste corresponde únicamente al autor. Se intenta así preservar la reputación del autor, que también tiene una indudable proyección económica. Sentencias posteriores confirman esta tendencia, aunque los derechos morales de autor no se reconocerán como tales hasta que en 1928 se revisa en Roma el Convenio Universal de Berna sobre propiedad intelectual, y se citan expresamente en el artículo 6. Esta tendencia a la dualidad de los derechos de autor (morales y patrimoniales), cada vez más patente en el derecho continental, será poco menos que ignorada en el anglosajón. En Inglaterra el Acta de 1842 define el copyright como «la sola y exclusiva 2

SCRUTTON, op. cit., p. 109. Otras acts se habían aprobado anteriormente. Así, la Fine Arts Copyright Act de 1862, acerca de pinturas, dibujos y fotografías. 4 SCRUTTON, op. cit., p. 116. 3

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libertad de imprimir o multiplicar copias de cualquier libro»5, si bien se asimila el libro a «cualquier volumen, parte o división de un volumen, panfleto, hoja de carta impresa, partitura, mapa, carta o plano publicado separadamente»6. Los tribunales confirman la asimilación de cualquier impreso al libro, por ejemplo en White v. Geroch. Se incluyen en el concepto citado los periódicos. El desarrollo de la prensa inglesa –The Times marca, en 1803, el inicio del periodismo industrial– hace que haya bastante tempranamente casos que implican a empresas periodísticas. Por ejemplo, Cox v. Land and Water Company. El propietario de The Field, un periódico no registrado, pleiteó contra determinadas personas por presunta piratería o plagio. Uno de los jueces, MALINS, adujo que un periódico no era un «libro» según la cláusula 2 del Acta de 1842, aunque no era necesario el registro para que operase la protección. La cuestión se reprodujo en Walter v. Howe. Aquí se dejó bien claro que un periódico era un libro, según el concepto estatutario, porque podía incluirse dentro de las «sheets of letter-press». Queda así establecido que si la obra se publica como parte de una publicación periódica en Inglaterra, en ausencia de acuerdo expreso o implícito en contrario el autor tiene los derechos originarios de hacer o no publicar su obra, y en caso contrario el editor del periódico o revista sólo dispondrá de derechos en el artículo de que se trate como parte de la obra, y puede reimprimirlo en el mismo periódico durante 28 años desde su primera publicación, pero no de cualquier otra manera. En concreto, el autor puede reservarse cualquier otra forma de publicación por un plazo igual de 28 años. Es, por otra parte, obligatorio registrar la obra, aunque en el caso de los periódicos sólo es necesario indicar la fecha de publicación del primer número, el nombre y la dirección del propietario y del editor7. 5

«The sole and exclusive liberty of printing or otherwise multiplying copies of any book». 6 «Every volume, part or division of a volume, pamphlet, sheet of letter– press, sheet of music, map, chart, or plan separately published». 7 SCRUTTON, op. cit., p. 191–193.

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La especialidad acerca de la obra periodística será sin embargo mucho más tardíamente recogida en otras legislaciones. En la española, en concreto, los vaivenes de la vida política, la tensión entre un Antiguo Régimen que se resiste a morir y una concepción del Estado acorde con la ideología liberal imperante en el mundo occidental provocará un notable retraso en la producción legislativa, y por supuesto en la incorporación de la regulación de la propiedad intelectual y los derechos de autor.

Ni siquiera España escapa a la necesidad de regular de alguna manera la propiedad intelectual. Las Cortes de Cádiz se encargan de promulgar la primera disposición legal española sobre propiedad intelectual. En concreto, se trata del Decreto del 10 de junio de 1813, relativo a las «Reglas para conservar a los escritores la propiedad de sus obras». También aquí la propiedad intelectual se concibe principalmente como propiedad literaria. En aquella disposición legal se establece que los escritos pertenecen, durante toda su vida, a su autor, que es quien tiene el derecho original de imprimirlos. Aún después de su fallecimiento, los herederos podían disfrutar durante un plazo de diez años de ese derecho. Una particularidad es que, pasado ese plazo, son las corporaciones públicas las que durante otros cuarenta años pueden ejercer el derecho de impresión de las obras, y sólo después de estos cincuenta años tras la muerte del autor pasa la obra al dominio público. La Constitución de Cádiz de 19 de marzo de 1812 acaba con el sistema de licencia previa8. En otros decretos previos se establece quién es el autor de un impreso. Por ejemplo, en el Decreto IX de 10 de noviembre de 8

Dice su artículo 371: «Todos los españoles tienen libertad de inscribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes».

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1810, sobre libertad política de imprenta, el artículo 7 establece que los autores, baxo cuyo nombre quedan comprehendidos el editor ó el que haya facilitado el manuscrito original, no estarán obligados a poner sus nombres en los escritos que publiquen, aunque no por eso dexan de quedar sujetos á la misma responsabilidad. Por tanto deberán constar al impresor quién sea el autor ó editor de la obra, pues de lo contrario sufrirá la pena que se impondría al autor ó editor si fuesen conocidos.

Sin embargo, la vuelta de Fernando VII supone la reinstauración del Antiguo Régimen, y por tanto de la legislación de Carlos III. Habrá que esperar al Trienio Liberal (1820–1823) para que de nuevo exista libertad de imprenta. La Ley sobre propiedad de obras literarias, llamada «Ley Calatrava» por haber sido firmada por el entonces Secretario de Gracia y Justicia, José María Calatrava, el 5 de agosto de 1823 es el siguiente hito legal en la historia de la defensa de la propiedad intelectual en España. En su artículo 1º se insiste en el concepto propietario del derecho de autor: Los autores, traductores, comentadores y anotadores de cualquier escrito y los geógrafos, músicos, pendolistas y dibujantes son propietarios de las producciones de su ingenio y pueden disponer de ellas del mismo modo que los demás bienes.

No se reconocen los derechos morales, ya que se equipara en esencia la propiedad intelectual con la material, y por tanto el autor (artículo 3) puede transmitir su obra por cualquier medio establecido por la ley. La Ley Calatrava no tuvo apenas vigencia, porque se derogó el 1 de octubre de ese mismo año de 1823, al regreso del rey Fernando VII. A pesar del avance que en toda Europa existía a favor de la propiedad intelectual, y de la que fue pionera, tras la legislación

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francesa, la prusiana9, España se resistía a abandonar el sistema de privilegios y licencias previas. Durante la regencia de María Cristina se promulga, en 1834, el Reglamento de Imprentas, que regula no sólo las licencias, sino también la censura. A pesar de todo, el Real Decreto de 4 de enero de 1834 atribuyó de nuevo al autor durante toda su vida la propiedad de la obra original y la posibilidad de transmitirla a sus herederos durante diez años. El periodismo no es todavía, salvo para algunos aventurados editores –todavía no se les puede calificar de empresarios en toda regla– que arriesgan sus duros y su trabajo por difundir su ideología. El periodismo es entonces un paso hacia la política. Algunos de los que luego serían juristas de reconocido prestigio, como el propio impulsor de la codificación penal española, José Francisco PACHECO, pasan por el periodismo antes de dedicarse a la vida pública. Es un caso ejemplar: colabora primero con El Siglo, durante un breve período en 1834. Más tarde, Javier de Burgos lo hace redactor, con sueldo a cargo del erario público, del Diario de la Administración. También escribirá para el Boletín de Legislación y Jurisprudencia entre 1836 y 1840. Es muy interesante comprobar, a través de las palabras del propio PACHECO, cuál era la opinión que a los propios periodistas merecía esta profesión: en su ingreso en la Academia, en 1845, PACHECO se muestra agradecido al periodismo por haberle permitido, como literato frustrado, seguir cultivando las musas, siquiera fuese a través de un género «desaliñado y procaz, militante y febril, que nos han traído las revoluciones, y que es hoy en día un accidente necesario en el estado de nuestra sociedad»10. A pesar de todo, esta época de restablecimiento del Antiguo Régimen no impide que algunas voces, incluso dentro del periodismo, se alcen en favor de la propiedad intelectual y de los derechos de autor. En 1836, establecida ya en España, a pesar de 9

Fue en Prusia donde primero se recogió en un Código civil el derecho de autor, si bien no se cita expresamente la propiedad intelectual, pero se establece claramente que sólo en virtud de un contrato adquiere el editor la facultad de utilizar y explotar la obra, que originariamente, por tanto, pertenece a su autor. 10 Citado en TOMÁS Y VALIENTE, Francisco. Códigos y Constituciones (1808–1978). Madrid: Alianza, 1989, p. 39.

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las dificultades, la prensa de partido, los periódicos, ya empresas dedicadas a obtener beneficios, acostumbran a incluir en sus páginas revistas de prensa, con fragmentos previamente publicados en otros periódicos, lo que provoca que cabeceras fuertes como La Abeja o El Español polemicen entre sí «sobre si atenta o no al derecho de propiedad intelectual la reproducción de los artículos de fondo de los otros periódicos»11. Se piensa, claro está, en los derechos de cada uno de los periódicos, no en el de los autores de los respectivos textos citados. En cualquier caso, y ésta será una constante en la legislación no sólo española, sino de casi todo el mundo occidental, durante al menos los dos primeros tercios del siglo XIX los derechos se atribuyen más al editor o empresario que al autor material del mismo. El acento se pone más en el periódico como obra colectiva que en cada uno de los ítems que lo componen. A esta época sucede la Década Moderada, durante la cual se acomete el proyecto de codificación civil. El Proyecto de Ley de Bases del Código civil de 1844 establece que será una ley especial la que regule la propiedad intelectual, o mejor dicho, la propiedad literaria, como será finalmente denominada. En concreto, la Base 25 decía: «La propiedad artística e industrial se regirán por leyes especiales». Por tanto, en el Proyecto de Código civil de 1851 el artículo 393 se limita a decir que «las producciones del talento ó del ingenio son una propiedad de su autor, y se regirán por leyes especiales», sistema que se ha seguido hasta hoy en España. La primera Ley de Propiedad Literaria y Artística española es incluso anterior al Código civil, y data de 1847. Como pone de manifiesto Juana MARCO MOLINA, «conserva reminiscencias de la legislación de los privilegios»12, aunque a la vez refleja influencias del sistema de protección jurídica de propiedad intelectual francesa. La ley se refiere sobre todo a la propiedad literaria, es decir (art. 1º), a los «escritos originales». En realidad, 11

SEOANE, María Cruz. Historia del periodismo en España. 2. El siglo XIX. Madrid: Alianza, 1983, p. 155. 12 MARCO MOLINA, Juana. La propiedad intelectual en la legislación española. Madrid: Marcial Pons, 1995, p. 21.

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extiende su protección no sólo a la literatura de creación, sino también a las obras científicas, por ejemplo. Quedaría por saber si la obra periodística de información (entonces minoritaria; la prensa continental era en aquella época un periodismo de opinión, ideológico y literario, la época de Larra, en definitiva) estaría o no dentro de la «obra literaria». No obstante, existe una cita a la obra periodística. La Ley de 1847 distingue entre obras de soporte físico (escritos, cartas geográficas, esculturas y dibujos, etc.) y obras sin soporte (sermones, lecciones, discursos) o –y esto es lo más curioso– de soporte inicial efímero, es decir, según los artículos 3.3. y 4.1., «artículos y poesías originales de periódicos». Para que estas últimas disfruten del período completo de protección, deberían ser elevadas a un soporte físico menos efímero, como una colección, es decir, un libro que agrupe estas obras sueltas. Con la misma obra, por lo tanto, el autor disfrutaría de un período tuitivo notablemente diferente: si escribe un artículo de periódico, exactamente la mitad que si se recoge en un libro. En el fondo, la Ley de 1847 protege sobre todo la edición de libros. De alguna manera, la legislación española trata a la obra periodística como un objeto jurídico de segunda categoría en cuanto a su protección. Ni siquiera se sigue la regla comúnmente extendida en Europa de proteger la reproducción de la obra (las obras «sin soporte físico» no se reproducen físicamente, pero sí lo hacen los múltiples ejemplares impresos de un periódico, por ejemplo), y se garantiza tan sólo la exclusividad del derecho de reproducción una vez producida ésta. Sólo la primera reproducción de la obra (considerada ésta como un libro para que opere la total tutela de la ley) es decisiva para que comience a aplicarse el precepto legal, no la fijación de las ideas (como en la actualidad). La ley tiene por tanto un marcado carácter patrimonialista. Se atribuyen al autor los derechos originales, si bien con algunos deberes de inexcusable cumplimiento: uno, la reproducción o impresión de la misma, sin la cual no puede reclamarse protección legal alguna; y dos, el depósito de la obra ante la autoridad administrativa, para que conste así su voluntad de ejercer el mo-

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nopolio de la reproducción de la misma. La carga del depósito recae en el autor o editor. Es fácil imaginar que, en el caso de la producción periodística, el depósito lo es de la obra conjunta o colectiva, del periódico en definitiva, no de cada uno de los artículos que lo componen. La Ley Calatrava es al respecto igualmente deficiente, ya que sólo se cita la obra conjunta o colectiva en el artículo 5.2. Es, sin embargo, un precepto que nos resulta especialmente interesante, porque plantea dos cuestiones: una, porque atribuye únicamente a la corporación el derecho adquisitivo de la propiedad literaria, negando así el derecho de los autores individuales salvo como pertenecientes a un grupo; y dos, porque se refiere a la obra de encargo. Ésta tenía su precedente en el Código civil prusiano, que recogía el encargo de una obra como título adquisitivo originario de la misma. En el caso de la Ley española de 1847, el encargo como título adquisitivo de la obra literaria sólo se regula con relación a las corporaciones. Faltaba por saber cuál era la situación en que se encontraban los particulares encargantes. La cuestión la resolvió la jurisprudencia, y así el Tribunal Supremo, en sentencia de la Sala Segunda de 12 de noviembre de 1872, resolvió que, si bien el derecho correspondía originariamente a los autores, «no sucede lo mismo cuando se trata de las [obras] en que se haya [...] dirigido por encargo de una o más personas, quedando a la libre disposición de las mismas como cosa propia». La sentencia se refería a pintores o escultores, pero creemos que es perfectamente aplicable a otros colectivos, como los periodistas. Aún más: el artículo 19.1 de la Ley que examinamos no sólo protege al autor, sino que confiere iguales derechos (patrimoniales; los morales apenas se contemplan) al «que le haya subrogado en el derecho de publicar». El artículo 28 se refiere al «comprador de la propiedad literaria», con lo cual podemos adivinar que la situación poco cambia para la mayoría de los periodistas españoles con respecto a épocas precedentes: una vez transmitida su propiedad, como cualquier otra, mediante cualquiera de los métodos previstos por la ley, el autor perdía los derechos que sobre ella originariamente tenía. En ausencia de derechos

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morales, que mantienen perpetuamente un vínculo del autor con su creación, «el autor no es, en definitiva, para la Ley de 1847 más que el primer sujeto que pone en circulación una determinada mercancía, pero, una vez se encuentra ésta en el tráfico, no se le reconoce ningún tipo de derecho eminente ni se articula ningún mecanismo que permita la subsistencia del vínculo de autor con su obra»13. La definitiva emancipación del autor aún no había llegado. Puede claramente adivinarse cuál es la situación del periodista –la del asalariado o la de aquel que, más comúnmente, cobra un precio cierto a la entrega de su obra–, cedidos los derechos de su obra a su empleador, el editor o empresario, y, aunque los retuviese, considerablemente mermados en el tiempo por el solo hecho de haberlos publicado en un periódico, un «soporte efímero», y no en el más duradero y protegido soporte del libro.

La Ley de 1847 se mantuvo en vigencia durante 32 años. Le sucedió la Ley de Propiedad Intelectual (ya no «literaria») de 10 de enero de 1879. Para entonces, se había malogrado el proyecto de Código civil de 1851, y España, superadas muy diversas etapas políticas (tras la década moderada, el bienio progresista 1854– 1856, los últimos años de Isabel II hasta 1868, el Sexenio revolucionario hasta 1874, y la Restauración), había encontrado el camino hacia una cierta estabilidad y modernidad. Es entonces cuando se da el salto, también entre nosotros, al periodismo de empresa, con lo que la cuestión de la propiedad intelectual sobre la obra periodística saltará de nuevo, y esta vez con más fuerza que nunca, a la palestra. «Los periódicos que cuentan son los que asumen decididamente su carácter de empresa mercantil», dice María Cruz SEOANE14. Aunque la prensa estará sujeta a restricciones importantes, la Constitución de 1876 13 14

MARCO MOLINA, op. cit., p. 58. Op. cit.

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recoge la libertad de expresión y la prohibición de la censura previa. Los periodistas ocupan un nuevo lugar protagonista en la vida pública. Eso es para algunos un demérito, pero al menos se les empieza a tomar en consideración incluso como grupo social o profesión. Aparecen asimismo géneros nuevos, como la entrevista o el reportaje, que permiten que el periodista luzca su estilo personal, incluso ofreciendo información o interpretación, no opinión, con lo que junto a la mera noticia (que, según una mentalidad muy extendida, no exige apenas intervención alguna del ingenio de su autor, y consistiría poco menos que en presentar sin más los datos) y el artículo doctrinario, ahora los periodistas pueden firmar otro tipo de textos. Las condiciones laborales son todavía precarias. Se dice que el primer periodista español «que no es ni pretende ser otra cosa» es Miguel Moya, que a partir de 1890 se hace cargo de la dirección de El Liberal, tras haber trabajado en él como redactor durante años. Es obvio que «la profesionalidad es un fenómeno ligado a la consolidación del periodismo concebido como empresa lucrativa»15. Aún así, y a pesar de que ya en el último tercio del siglo XIX había en España periodistas a tiempo completo, que dependían por lo tanto de lo que percibían de sus respectivas empresas para vivir, la sola idea de que tuviesen un contrato era impensable. María Cruz SEOANE cita, todavía en 1900, este pasaje de uno de los periódicos más importantes de España, el Heraldo de Madrid: «Ya se sabe que para entrar en las redacciones no se firma contrato como para cantar en un teatro o torear en una plaza»16. Los periodistas cobraban a la pieza, mensualmente bajo recibo, siendo su relación con la empresa por lo tanto plenamente civil, de prestación de servicio o de obra. Los periodistas no toman conciencia de su situación hasta bien entrado el siglo XIX. Sólo comienzan a agruparse, y no todos, a partir de 1877, que es cuando surge la Liga de la Prensa Malagueña, la primera de toda una serie de asociaciones provinciales. Es lógico que, en este estado de cosas, la Ley de 1879 se ocupe en particular de la obra periodística. La Constitución de 1876 da 15 16

SEOANE, María Cruz, op. cit., p. 295. Ibidem.

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un nuevo impulso al proceso legislativo del Código civil. Se trata de conservar el orden social establecido17. Tras el fracaso del proyecto de 1851, sin embargo, el Código civil español no se promulgará hasta 1889. Mientras tanto, varias materias civiles se regulan con su correspondiente ley: la Ley Hipotecaria de 1861, la Ley de Aguas (otra propiedad especial) de 1866, la Ley del Notariado de 1862, la del Registro Civil de 1870 o la del Matrimonio Civil del mismo años, por ejemplo. También la Ley de Propiedad Intelectual. Ésta surge por la iniciativa de varios intelectuales, entre ellos el propio Emilio Castelar, a la vez diputados del Congreso, que encargan a Manuel Danvila Collado, a la sazón vocal de la Comisión General de Codificación, una proposición de ley. Fundamentalmente, lo que pretendían era que se extendiese con carácter perpetuo el derecho de los autores sobre sus obras. El Gobierno expresó su malestar ante esta posibilidad, y los propios proponentes prefirieron, para impulsar su proyecto, retocarlo e incorporar un plazo de duración del derecho de propiedad intelectual. Se adelantan así al Código civil que se promulgará una década después, que, en una construcción jurídica típicamente española, incluye la propiedad intelectual dentro de las propiedades especiales, junto con las aguas y los minerales, por ejemplo, donde por cierto continúa (Título IV, Libro II, arts. 428 y 429). Contradicen así la tendencia doctrinal alemana que pretendía que la propiedad intelectual no era un derecho sobre ninguna cosa, sino un derecho de la personalidad. De ahí vendrá el reconocimiento internacional, ya en pleno siglo XX, de los derechos morales del autor. En cualquier caso, la Ley de 1879, la de mayor vigencia en materia de propiedad intelectual en España (no hubo otra nueva hasta más de un siglo más tarde, en 1987), supuso un considerable avance respecto a su precedente de 1847. Para empezar, ya no se habla de «propiedad literaria» sino que se la denomina «propiedad intelectual». Se amplía además el abanico de obras protegidas, sin limitarse a las reproducibles por medio de la imprenta. Se abandona la curiosa división de las obras en razón de 17

TOMÁS Y VALIENTE, op. cit., p.82.

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su soporte, aunque quede alguna reminiscencia tácita. Y, sobre todo, se abandona el criterio de que la obra, para ser protegida, debe primero publicarse. El artículo 8 de la nueva Ley establece que «no es necesaria la publicación de las obras para que la Ley ampare la propiedad intelectual». Se tiene en cuenta, a la hora de aplicar la protección legal, que la obra sea susceptible de ser comunicada al público, y se habla ya, también en el artículo 8, de la «lectura, ejecución o exposición pública o privada». Se atribuye al autor la propiedad de su obra en razón de su trabajo. Y, lo que es más importante, se define por fin al autor en el artículo 2: «Se considera autor, para los efectos de la Ley de propiedad intelectual, al que concibe y realiza alguna obra científica o literaria, o crea y ejecuta alguna artística, siempre que cumpla las prescripciones legales». Se reputa autor al que introduce variaciones sustanciales en una obra precedente (art. 27). Se reconoce la obra de encargo (artículo 16.1 de la Ley), aunque no está claro si se extiende a todos los casos de encargo la regla de que son las partes litigantes quienes tienen el derecho de propiedad intelectual sobre los escritos presentados a su nombre en cualquier pleito o causa. No parece que del tenor literal del precepto pueda desprenderse tal conclusión. Como la anterior Ley, la de 1879 reconoce la posibilidad de subrogación en los derechos del autor si éste los transmite, mediante cualquiera de los títulos adquisitivos reconocidos en el ordenamiento jurídico español, a una tercera persona. Hay algunas excepciones. Una de ellas es la obra periodística. En efecto, el artículo 30 de la Ley indica que el autor sólo cede el derecho a insertar su texto en el periódico de que se trate, pero retiene la propiedad sobre su obra. Lo explica así el propio impulsor de la Ley, Manuel DANVILA COLLADO: «Respecto de los artículos de los Diarios, éstos en un principio no adquieren más que el derecho de publicarlos una sola vez, porque lo que se compra es la actualidad de la obra, ó sea, la primera edición. Por ello el autor, á no existir pacto en contrario, conserva la propiedad de la obra, y el derecho de publicarlo una sola vez»18. Los 18

DANVILA COLLADO, Manuel. La propiedad intelectual. Madrid, 1882. Apud MARCO MOLINA, op. cit., p. 108.

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cambios en el periodismo, que era de opinión y ahora vive de la información de actualidad, explican suficientemente este cambio de concepción. Y aquí DANVILA, como sus contemporáneos, está pensando ya en textos informativos, no en textos literarios u oratorios insertados en los periódicos. Es probablemente el único caso de la Ley española de Propiedad Intelectual de 1879 en que se admite que el autor ceda sus derechos sin abandonar la propiedad de su obra. Se explica por la caducidad de la obra informativa de actualidad. Pero ello permite eventualmente al periodista, por ejemplo, publicar una recopilación de sus escritos. La tardía recepción de la doctrina europea de los derechos morales explica que, como regla general, nuestra legislación sea tan tremendamente patrimonialista, y reduzca prácticamente los derechos de autor al ius disponendi sobre su obra. Facultades que hoy son básicas dentro de los derechos morales del autor (refundir y corregir su obra, impedir que vea la luz pública) se contemplan sólo de forma residual en la Ley de 1879. El reconocimiento de los derechos morales no se producirá, como ya hemos dicho, hasta la revisión del Convenio de Berna en Roma, en 1928, concretamente en el artículo 11 bis, que hace reserva del derecho moral del autor con motivo de la radiodifusión de su obra. Precisamente uno de los principales problemas de la Ley de 1879 fue su extrema longevidad, lo que la hizo incapaz de afrontar los problemas que introdujeron no sólo las nuevas corrientes doctrinales en materia de derecho de autor, sino también las nuevas tecnologías. En opinión de Juana MARCO MOLINA, la situación creada al amparo del régimen de 1879/89 era de absoluta desvinculación entre el autor y su obra [...]. Tal situación de indefensión tiene además a agravarse, a medida que la creciente complejidad de las técnicas de difusión de obras intelectuales impone cada vez más la intervención de un mayor número de sujetos a la figura del propietario-tipo del artículo 428 [del Código civil].19 19

MARCO MOLINA, op. cit., p. 123.

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De ahí que en fecha tan tardía como 1966 hubiese que promulgar la Ley 17/1966, de 31 de mayo, de derechos de propiedad intelectual en las obras cinematográficas. Hasta 1987 no se promulgará una nueva Ley de Propiedad Intelectual que sustituya la que estuvo en vigor en España desde hacía más de un siglo. Los periodistas, y otros creadores, se vieron obligados a vivir con la vieja Ley de 1879. Aunque teóricamente esta norma, como hemos visto, les favorecía, porque indicaba que sólo, salvo pacto en contrario, podían ceder su obra para su inserción en un periódico una vez, y retenían el derecho de propiedad sobre la misma, el mercado no deparaba en cambio excesivos motivos para la alegría del profesional de la información. A principios de siglo, a duras penas una docena de periodistas madrileños había conseguido hacer del periodismo su verdadera profesión. Los periódicos españoles sólo alcanzan una tirada diez veces menor que la de los diarios franceses. Son, además, bastante menos los títulos que aparecen en España que en otros países de Europa. Según un estudio publicado en 1924 por la revista Le Droit d'Auteur, órgano mensual de la Unión para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas, en 1920 los periódicos y revistas que se publicaban en España eran 2.289, algo menos que en Gran Bretaña (esta última con bastante menos extensión territorial y habitantes), 2.398, y aproximadamente la tercera parte que en Francia (6.081 títulos en 1922). Incluso Checoslovaquia aventajaba a España en la edición de periódicos (2.696 en 1922), aunque, de los países europeos, la palma se la lleva, con diferencia, Alemania: nada menos que 20.000 títulos en 191820. Una de las causas de este pobre panorama, se queja en 1915 uno de los grandes empresarios de la prensa española, Nicolás de Urgoiti, dueño y artífice de El Sol, es que «la retribución por los trabajos periodísticos no es la suficiente para llevar a este importantísimo

20

«La statistique internationale des publications périodiques». En: Le Droit d'Auteur, année 37, n. 2, 15 Février. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1924, p. 18–19.

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órgano de educación popular a hombres que no tengan otra aspiración que la puramente profesional del periodismo»21. En 1912, vista la precaria situación laboral en que vivían, crean en Madrid «La Previsión Periodística», una asociación benéfica de socorros mutuos22. Hasta 1928 no se firman los primeros contratos de trabajo para periodistas españoles, en plena dictadura de Primo de Rivera, que a cambio de recortes en la libertad de expresión concedió ventajas materiales a los profesionales de la prensa, y el primer censo profesional de periodistas, que entonces cobraban entre 250 y 400 pesetas, no se completó hasta mayo de 1931, ya en tiempos de la Segunda República Española. La enseñanza del periodismo, que se inicia en España en 1928, más tarde bien en forma de escuelas oficiales, bien de facultades, ha facilitado la profesionalización de su ejercicio en España, aunque el enorme número de licenciados, más que la ausencia de exigencia de titulación para poder ejercer la profesión, ha mantenido a los periodistas en la precariedad laboral.

21

Citado en SEOANE, María Cruz; SÁIZ, María Dolores. Historia del periodismo en España. 3. El siglo XX: 1898–1936. Madrid: Alianza, 1996, p. 44. 22 ALTABELLA, José. Crónicas fundacionales de la FAPE. Santander: Asociación de la Prensa de Cantabria, 1989.

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La obra informativa frente a las nuevas tecnologías y la globalización

A LO LARGO de todo el siglo XIX se gesta la protección de la propiedad intelectual internacionalmente. Del 27 al 30 de septiembre de 1858 se celebra en Bruselas un Congreso sobre el tema, que adopta cinco resoluciones: 1ª Los países civilizados deben reconocer en sus respectivas legislaciones los derechos de los autores. 2ª Esta protección debe operar independientemente del principio de reciprocidad. 3ª Los autores extranjeros deben asimilarse en todo a los nacionales. 4ª Siempre que hayan cumplido las formalidades requeridas en la legislación de sus países de origen, no se debe exigir ninguna otra formalidad a los autores para que sus derechos sean reconocidos en otro país. 5ª Se hace un llamamiento a la uniformidad en las legislaciones nacionales. La deseada unidad no ha llegado todavía, y sigue siendo una reivindicación constante en todas las convenciones internacionales sobre derecho de autor. Fruto de esta inquietud internacional surgió en la Exposición Universal de París de 1878 la Asociación Literaria Internacional, hoy Asociación Literaria y Artística Internacional (ALAI). Esta organización celebró en 1882 la reunión de Roma, en la que se dejan sentadas las bases para el primer Convenio Internacional de Derechos de Autor. Se ultimó en Berna, el 9 de septiembre de 1886, y se denominó Convenio para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas.

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Este Convenio se ha ido modificando y completando posteriormente, en París en 1896, Berlín en 1908, de nuevo Berna en 1914, Roma en 1928, Bruselas en 1948, Estocolmo en 1967 y París en 1971. España, uno de los primeros firmantes junto con Bélgica, Francia, Reino Unido, Haití, Suiza y Túnez de la Convención de Berna en 1886, firmó la revisión de París en 1974. En los últimos años se ha aprobado el Proyecto de Tratado de la OMPI (Organización Mundial de Propiedad Intelectual) sobre Derecho de Autor en Ginebra (1996). A la vez, los países de la órbita americana habían suscrito su propio acuerdo, el Tratado de Washington. Se trataba de acercar ambos mundos, tan dispares jurídicamente. En 1952, la UNESCO consiguió que se firmase la Convención Universal de Derechos de Autor (Universal Copyright Convention). Se convirtió en efectiva en 1955, y Estados Unidos la firmó un año antes. Todos estos acuerdos internacionales, que se producen además en una época en que la irrupción de nuevas tecnologías (la telegrafía, la radio, la televisión, las redes de ordenadores) introduce cambios sustanciales en la sociedad (que llegará a denominarse en nuestros días «sociedad de la información») y en las obras a proteger jurídicamente. Esto provoca un movimiento que afectará, por supuesto, a la obra informativa y a las empresas y profesionales dedicados a la recolección, manipulación y confección de informaciones de actualidad.

El primer tratado internacional sobre derecho de autor, firmado a raíz de la Conferencia de Berna de 1884, citaba ya expresamente la obra periodística en su artículo 9, y establecía algunas limitaciones a aplicar que, por lo general, se han seguido en las diferentes leyes nacionales. En concreto, el artículo 9 se refería a las informaciones publicadas en la prensa. El párrafo primero establecía el principio de libertad de reproducción de los artículos de prensa, que se ha convertido en un punto que la mayoría de las legislaciones nacionales sobre derecho de autor han incor-

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porado. El segundo párrafo contenía algunas excepciones a esta regla general: se recoge la prohibición de reproducir artículos de prensa cuando los autores o editores hayan prohibido claramente su reproducción, extremo que también ha incorporado la ley española (la reserva de derechos), y también se prohíbe la reproducción de novelas-folletines o artículos científicos o artísticos. A su vez, el tercer artículo contenía una excepción a la excepción del párrafo segundo: no se aplica la norma de éste a los artículos de discusión política, cuya reproducción sí está permitida1. Es en este Convenio donde se establece el régimen básico que van a seguir los diferentes países a la hora de tratar la información periodística en sus respectivas legislaciones. Algunas delegaciones creían insuficiente, por no decir nula, la protección dispensada a los artículos de periódico. La delegación alemana pidió en su cuestionario la adopción de medidas, en concreto que se consagrase la facultad en todos los países de la Unión de la facultad «de reproducir, en original o en traducción, los artículos extraídos de diarios o publicaciones periódicas, a excepción de las novelas por entregas o folletines y de los artículos de ciencia o de arte». Otros países como Suecia, Haití y Noruega presentaron sus propias alegaciones. A consecuencia de todo ello, la segunda Conferencia de Berna, de 1885, modificó ligeramente el artículo (que se convirtió en el 7 en el Convenio de Berna, artículo adicional y protocolo final, firmado el 9 de septiembre de 1886), y pasó a tener sólo dos puntos: el primero establecía la libre reproducción de los artículos de prensa, a menos que existiese una prohibición expresa del autor o el editor (lo que hacía posible, con mención de reserva de derechos, impedir esa reproducción), y el segundo exceptuaba completamente de esa posible prohibición o reserva de derechos a «los artículos de discusión política o a la reproducción de noticias del día y de hechos diversos». A la vez, como hemos dicho, otras obras publicadas en los periódicos recibían una protección jurí-

1

ROJO AJURIA, Luis. Comentario a los artículos 33–34. En BERCOVITZ RODRÍGUEZ CANO, Rodrigo (dir.). Comentarios a la ley de propiedad intelectual: ley 22/1987, de 11 de noviembre. Madrid: Tecnos, 1989, p. 528.

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dica total: las novelas-folletines, novelas cortas y trabajos literarios. La obligación de mencionar expresamente la reserva de derechos de los artículos de prensa para evitar su reproducción, logro conseguido en 1886, es sin embargo puesta en cuestión por determinados organismos de autores y editores de obras literarias: por ejemplo, la Asociación Literaria y Artística Internacional (Congreso de Venecia, 1888; de 1889, París; de 1890, Londres), el Congreso de Libreros Italianos (Milán, 1894), el Instituto de Derecho Internacional (Cambridge, 1895) reclaman que los artículos de periódicos sean protegidos contra la reproducción y la traducción, como cualquier otro texto literario, sin que el autor pueda ser obligado a insertar mención alguna de reserva o interdicción. En varios congresos (en 1889, 1890, 1893 y 1894) se alzaron también varias voces para protestar contra la obligación de indicar una interdicción especial para la reproducción de artículos de prensa o revistas, mientras que las novelas por entregas o folletines (romans-feuilletons) gozaban de una protección mayor. En 1896 la revista Le Droit d'Auteur, decana de las que se dedican específicamente a este campo jurídico y que aún en día aparece (es el órgano oficial de la Unión para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas), publica la primera de una larga serie de discusiones públicas acerca de las obras periodísticas o, para ser exactos, de las obras que son publicadas por los medios de comunicación (entonces, recordemos, sólo impresos, la radio no se convertirá en un medio extendido entre el gran público hasta veinte años después). En el número 1 de 1896 se publica un estudio sobre el derecho de reproducción de las obras publicadas en diarios y publicaciones periódicas2. En este estudio se pone por primera vez en cuestión por qué se exceptúa de la protección jurídica a los artículos de discusión política y las noticias del día y de faits diverses (término ambiguo donde los haya), a los cuales no puede aplicarse la interdicción 2

Études générales: Du droit de réproduction en matiére de journaux et de publications périodiques. En: Le Droit d'Auteur, année 9, n. 1, 15 Janvier. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1896, p. 8–11.

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de libre reproducción o (el término es posterior) «reserva de derechos». Se ponen así de relieve los inconvenientes prácticos del artículo 7 del Convenio de Berna. Ese mismo año de 1896 se organiza la Conferencia de París de revisión de la Convención de Berna. La delegación francesa, encargada de preparar la Conferencia, propuso sustituir la anterior redacción del artículo 7 de la Convención por un texto que dijese que «los artículos literarios, científicos o críticos, folletines y novelas y, en general, todas las obras publicadas en los diarios o revistas periódicas, a excepción de los artículos de discusión política, las noticias de actualidad o de hechos diversos, no puedan ser reproducidas o traducidas sin la autorización de los autores o sus causahabientes». Finalmente, el artículo 7 quedó como sigue: Las novelas-folletines, y las novelas cortas, publicadas en los diarios o publicaciones periódicas de un país de la Unión, no podrán ser reproducidos, en original o en traducción, en los otros países, sin la autorización de los autores o sus causahabientes. Lo mismo se entenderá para los otros artículos de diarios o publicaciones periódicas, en los que los autores o editores hayan expresamente declarado en el mismo diario o revista donde han aparecido, que prohíben la reproducción. Para las revistas, es suficiente que la interdicción se haga de manera general al comienzo de cada número. A falta de interdicción, se permite la reproducción a condición de indicar la fuente. En ningún caso podrá aplicarse la interdicción a los artículos de discusión política, a las noticias del día y a los hechos diversos.

Naturalmente, quedaba en manos de cada uno de los legisladores nacionales aplicar estos postulados en sus respectivas leyes. Algunos no las habían renovado en años. Uno de los países que menos protección otorgaba a las informaciones de prensa era, según se ponía de relieve en ese estudio de 1896, España, que mantenía su ley de 1879 (art. 31) y el Reglamento de 1889 (arts. 15, 18 y 19) mediante los que se permitía la libre reproducción, siempre indicando la fuente, en una publicación del mismo

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género de los escritos y telegramas insertos en publicaciones periódicas, mientras que el régimen era sustancialmente distinto para novelas y obras científicas, artísticas y literarias. Un régimen algo más benévolo lo establecen los tratados suscritos entre Francia y España el 16 de junio de 1880 y entre Bélgica y España el 26 de junio de ese mismo año, que establecen que los artículos literarios, científicos o críticos, las crónicas, novelas o folletines y, en general, todos los escritos diferentes de aquellos de discusión política publicados en los periódicos y publicaciones políticas por los autores de uno u otro país, no podrán ser reproducidos ni traducidos, en el otro país, sin la autorización de los autores o de sus causahabientes.

La cuestión fundamental, que la ley no determina –y queda, por tanto, en manos de la interpretación jurisprudencial– es cuándo un texto es un mero «artículo de discusión política» y cuándo, a pesar de ser una información, puede caber en la categoría de «artículo literario o crítico» o incluso de «crónica». En el citado número de Le Droit d'Auteur de 1896 se plantea explícitamente la cuestión: ¿qué es un artículo de periódico? Y avanza una definición no oficial (el estudio que lo recoge es calificado de «oficioso»): «Un corto y rápido estudio acerca de un tema de actualidad inmediata, y más especialmente sobre un tema político, de administración o crítica». Eso permitía, en principio –aunque la reticencia de los legisladores al respecto se ha mantenido durante mucho tiempo–, considerar que un texto informativo poseía rasgos originales y era, por lo tanto, más que la mera reproducción de hechos noticiosos, constituía una «obra del espíritu» fruto de la capacidad intelectual de su autor, y por tanto objeto susceptible de ser protegido por las normas jurídicas. El estudio, finalmente, alertaba de manera elegante pero meridianamente clara acerca de la necesidad de proteger adecuadamente la obra periodística. Traducimos del francés: Es hora de tener en cuenta la solidaridad que necesariamente une a todos los periódicos, porque incluso el más modesto contribuye a

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enriquecer el fondo común de noticias locales y de otro tipo […]. Pero, como en el periodismo las reproducciones y las citas desempeñan un gran papel, esta reforma debería ser completada por otra, igualmente importante: la obligación de citar las fuentes donde han sido publicados los materiales originales, y el nombre del autor si el artículo reproducido está firmado.

La cuestión se planteó incluso en el muy diferente mundo jurídico de la Common Law, en la asamblea anual del Instituto de Periodistas Ingleses (asociación profesional fundada en 1884) celebrada en Londres los días 10, 11 y 12 de septiembre de 1900: The Times recoge que, entre las cuestiones debatidas, la que suscitó más interés fue la relativa a la aplicación del copyright a las informaciones de prensa. El consejero judicial honorario del Instituto, J. A. STRAHAN, presentó asimismo un informe sobre «El reportero y la ley sobre derecho de autor»3. La Conferencia de Berlín de 1908 ajusta algo más la distinción entre las obras aparecidas en un periódico no reproducibles y las que pueden ser reproducidas libremente, citando en todo caso el autor y la procedencia. Por un lado, se protege toda obra publicada en un periódico, lo que suponía un notable avance respecto a las redacciones anteriores, que dividían las obras presentes en un periódico en obras digamos «literarias» e informaciones del día. El artículo 7 pasa a ser el 9 y a tener la siguiente redacción: Las novelas–folletines, las novelas breves y todas las otras obras, sean literarias, sean científicas, sean artísticas, cualquiera que sea su objeto, publicadas en los diarios o publicaciones periódicas de un país de la Unión, no podrán ser reproducidos, en original o en traducción, en los otros países, sin el consentimiento de sus autores. Salvo las novelas–folletines y las novelas cortas, todo artículo de periódico puede ser reproducido por otro periódico, si la reproducción no ha sido expresamente prohibida. En cualquier caso, deberá 3

Assemblée annuelle de l'Institut des Journalistes Anglais. En: Le Droit d'Auteur, 13ème. année, n. 12, 15 décembre. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1900, p. 158–159.

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indicarse la fuente: la sanción de esta obligación será determinada por la legislación del país donde se reclama la protección. La protección de la presente Convención no se aplica a las noticias del día o a los hechos diversos que tengan el carácter de simples informaciones de prensa.

La distinción entre meras informaciones, no protegidas jurídicamente, y otros textos publicados en los periódicos se mantiene a través de la Conferencia de Roma (1928), la de Bruselas (1948), y la de París (1971), ahora en el párrafo octavo del artículo 2: «La protección del presente Convenio no se aplicará a las noticias del día ni a los sucesos que tengan el simple carácter de informaciones de prensa». Parece, por lo tanto, claro que desde el primer convenio internacional sobre derecho de autor las informaciones periodísticas (al menos, las de prensa) han tenido siempre un carácter especial a los ojos del legislador. La cuestión sobre la protección jurídica de las informaciones de actualidad se amplió a otros medios. En 1924 se planteó la cuestión de los despachos o noticias de agencias. El 6 de junio de ese año se celebró en Berna el primer Congreso de Agencias Telegráficas de Europa, con la participación de representantes de firmas tan prestigiosas como Havas, Reuter o Wolff. Estuvieron presentes 23 países. Ernest RÖTHLISBERGER, director de las oficinas internacionales de la propiedad intelectual, pronunció una conferencia en la que ponía el dedo en algunas llagas: «La cuestión de la protección de las informaciones de prensa» (traducimos del francés), «transmitidas por un procedimiento técnico cualquiera, no ha preocupado suficientemente a los legisladores […]. Antes bien, la doctrina, la legislación, la jurisprudencia y la prensa han buscado asiduamente, después de muchos años, soluciones satisfactorias»4. Eran las primeras palabras de su intervención. Lo que proponía Röthlisberger era sencillamente «proteger los resultados de la actividad creadora de los redacto4

RÖTHLISBERGER, Ernest. La protection des informations de presse. En: Le Droit d'Auteur, année 37, n. 6, 15 Juin. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1924, p. 62–67.

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res, proveedores de los alimentos espirituales del gran público». La clave estaba, a su entender, en la arbitraria diferencia que se había establecido entre obras literarias y artísticas e informaciones de actualidad, a las que se otorgaba una menor protección jurídica. «Se desprovee a las segundas de toda categoría literaria, sin que al parecer sean portadoras de la impronta de un trabajo intelectual», hecho que niega, por ejemplo, el reportaje (el propio RÖTHLISBERGER cita este género periodístico), y sin que al parecer el sacrificio y esfuerzo del redactor o el colaborador por ofrecer una primicia merezcan recompensa jurídica alguna. La culpa, añade Röthlisberger, no es sólo de la legislación, sino de la jurisprudencia de los diferentes países europeos, que reiteradamente niegan a las «simples informaciones de prensa» el beneficio que las leyes conceden a las obras literarias. Por supuesto, buena parte de los géneros periodísticos «informativos» de la actualidad son en realidad géneros interpretativos (la entrevista, la crónica y, sobre todo, el reportaje), muy elaborados en ocasiones, en los que la intervención y la aportación de originalidad del periodista, del autor, son claramente rasgos de su personalidad. No de otra manera puede entenderse cuando los reportajes primero aparecidos en medios de comunicación se publican luego en forma de libro, por ejemplo, y entonces nadie cuestiona que sean objetos de pleno derecho de la protección jurídica que se dispensa a otro tipo de obras del espíritu. Por poner sólo un ejemplo conspicuo, Relato de un naúfrago, de Gabriel García Márquez, es un libro que recoge una serie de reportajes –en realidad, es un reportaje largo, que en origen apareció seriado– que vieron primero la luz en el periódico colombiano en el que el premio Nobel trabajaba entonces como redactor. El citado libro, y la serie de reportajes y entrevistas en que se basa, son un caso ciertamente ilustrativo de algunas de las cuestiones que pretendemos analizar aquí. En la edición del libro, cuyo autor es Gabriel García Márquez, éste se refiere a la cuestión de que aquella serie de reportajes y de entrevistas con un náufrago colombiano que consiguió permanecer con vida, a la deriva, sin comida ni agua, apareció en su momento a nombre del propio náufrago. En principio, por tanto, la atribución de

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autoría se hizo no a nombre de García Márquez, que obviamente era quien había redactado los trabajos, aun basándose en declaraciones y datos facilitados por el náufrago, sino a nombre del entrevistado. Sólo la fama posterior del periodista-escritor justificó el cambio en la atribución de la paternidad de la obra5. La popularización de otros medios de comunicación, como el cinematógrafo, tuvo su influencia tanto en el periodismo como en la protección jurídica a la obra informativa. Con la llegada del cine sonoro comienza el periodismo audiovisual: el filme de actualidad o reportaje cinematográfico. En la década de los años 30 del siglo XX se plantea la cuestión en los foros internacionales y se recoge en diversas legislaciones nacionales: en la ley austríaca de 9 de abril de 1936, en la alemana (los nazis estaban ya en el poder) de 30 de abril de ese mismo año. Es especialmente destacable la reforma general que se hizo en Alemania6. Se trataba no tanto de proteger el filme de actualidad como de impedir la reproducción no autorizada de obras literarias y artísticas preexistentes en el reportaje cinematográfico. Es más, se introduce un nuevo concepto, que marcará en buena medida la reforma de las diferentes leyes nacionales sobre derecho de autor, el de los derechos de los intérpretes y ejecutantes. El advenimiento de las nuevas tecnologías y la posibilidad de transmitir noticias por otros medios tuvo también su reflejo en los convenios internacionales. El artículo 9 del Convenio de Berna pasó a tener, tras la Conferencia de París de 1971, la siguiente redacción: Se reserva a las legislaciones nacionales de los países de la Unión la facultad de permitir la reproducción por la prensa o la radiodifusión o la transmisión por hilo al público de los artículos de actualidad de 5

Lo cuenta el propio GARCÍA MÁRQUEZ: Relato de un náufrago. Barcelona: Círculo de Lectores, 1984, p. 10-11. 6 Por supuesto, el Gobierno del III Reich lo que busca fundamentalmente es controlar toda la información difundida en sus dominios: la citada ley reserva las facilidades en materia de reportaje cinematográfico a las empresas autorizadas por el régimen. En: Le Droit d'Auteur, 50ème. année, n. 7, Juillet. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1937, p. 74–78.

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discusión económica, política o religiosa publicados en la periódicos o colecciones periódicas y obras radiodifundidas que tengan el mismo carácter […]. Sin embargo, habrá que expresar claramente la fuente […].

La mayoría de las legislaciones han incorporado una redacción similar. Y desde luego lo ha hecho la española.

Al mismo tiempo, en los mismos círculos se pone de manifiesto la importancia del vínculo del autor, del periodista, con el medio, con la empresa, ya que éste deja de ser exclusivamente civil para convertirse en, por lo general, un contrato laboral. Como dice un estudio general sobre el contrato de trabajo publicado en 1921 por Le Droit d'Auteur, puesto que se permite la reproducción de cualquier texto publicado por un periódico de los países firmantes de la Convención de Berna, «siempre con el consentimiento del autor», no es en absoluto indiferente determinar quién es el titular de los derechos, e incluso cabe preguntarse a quién corresponden éstos en el caso de que se publiquen de forma anónima, sin nombre de autor o bajo el nombre genérico del medio. El citado estudio constata la profunda transformación de las relaciones laborales y jurídicas entre los propietarios de periódicos, los periodistas–literatos o periodistas-artistas (cuya relación con el medio no suele ser laboral, sino civil, de arrendamiento de servicios o, más comúnmente, de obra) y los periodistas-redactores, dentro de un sistema de grandes empresas en la que los sindicatos también tienen algo que decir. Se da por definitivamente enterrada, por tanto, la relación patriarcal de mecenazgo que durante tanto tiempo dominó las relaciones entre informadores y medios. Comienzan además a tenerse en cuenta otras relaciones menos reguladas o protegidas jurídicamente: la de los colaboradores o «periodistas libres». El informe publicado por Le Droit d'Au-

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teur7 insiste en la necesidad de definir lo mejor posible esta categoría de trabajadores a pesar de la ausencia de salario fijo o (y esta expresión nos parece del todo aguda) al menos no fijado de antemano. La citada revista aboga por la necesidad imperiosa de fijar las cláusulas contractuales por escrito lo más firmemente posible, así como de emplear los medios más modernos para repartir el riesgo que sufre el trabajador entre las partes contratantes, mediante, por ejemplo los seguros de accidente, enfermedad, vejez o invalidez. El debate sigue en pie hoy en día, toda vez que los contratos civiles de prestación de servicio o arrendamiento de obra suelen utilizarse, salvo en el caso de las grandes estrellas del periodismo, para evitar todo tipo de riesgo empresarial (seguridad social, vacaciones, salario establecido, sujeción a convenios colectivos o sectoriales) por parte de lo medios8. Se recoge así la opinión general expresada por la Oficina Internacional del Trabajo de la Sociedad de Naciones, que, a través de William MARTIN, aseguraba que «los intelectuales son, sobre todo, trabajadores, porque no existe inteligencia sin trabajo. Como tales, la mayor parte de ellos son asalariados y han de ser protegidos contra toda opresión económica». Alemania llegó a redactar un contrato tipo para los periodistas, Austria promulgó en 1920 una ley regulando la profesión, Italia hizo lo propio tras el proyecto de ley de 1910 (este país impuso un contrato tipo de trabajo para los periodistas en 1919), Suiza disponía desde 1919 de un convenio sobre las condiciones de trabajo de los redactores de prensa y sobre los colaboradores9. Hungría lo tuvo antes, en 7

Études générales du contrat de travail des journalistes. En: Le Droit d'Auteur. 34ème. année, n. 10, 15 Octobre. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1921, p. 109– 119. 8 Sobre este tema hablábamos algo más extensamente en DÍAZ NOCI, Javier. El periodista como profesional liberal. La propiedad intelectual del periodista. En: Euskadi en offset. V Seminario de Periodismo. Bilbao: Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, 1998, p. 69–88. 9 Suiza ha sido siempre un país adelantado en estas cuestiones. En 1932, por ejemplo, F. OSTERTAG, doctor en Derecho y director de las oficinas internacionales reunidas para la protección de la propiedad industrial, literaria y artística presentó un completo informe en el Congreso Internacional de Derecho Comparado de La Haya sobre el derecho de autor de los periodistas en

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1914. Francia presentó en 1923 un proyecto de contrato colectivo de trabajo para los periodistas, en el que se estipulaban las categorías laborales, salariales, indemnizaciones por despido, etc. Al otro lado del océano, y por fijarnos en un país con sistema de derecho de Common Law, la Liga de Autores aprobó en 1921 un contrato tipo por la venta de derechos de publicación en un periódico. En los países anglosajones se otorgaba –y se otorga– más importancia a la venta de derechos de las obras – sobre todo a las denominadas works made for hire u «obras de encargo»– que al contrato laboral, por lo que ese contrato tipo regulaba, por ejemplo, la remuneración a abonar al autor caso de que su obra no fuese publicada, o lo fuese más de una vez, la cesión de derechos a terceros, el preceptivo permiso del autor para la publicación de sus artículos o noticias de prensa en forma de libro, etc. También Gran Bretaña solicitó, a través de una resolución adoptada en el Congreso de su Instituto de Periodistas en 1938 que se adoptase una mejor protección del derecho de autor para con los periodistas empleados en un medio de comunicación, bien mediante contrato de trabajo o mediante otro tipo de relación jurídica, de manera que fuese considerado sin más el titular originario de los derechos de autor sobre su obra, de manera análoga a la protección de que disfrutaban los autores de una obra literaria, artística, dramática o musical10.

Ya avanzado el siglo XX, la protección jurídica a la obra informativa se va enfrentando a nuevos retos, los que imponen los sucesivos avances tecnológicos. El cine, los registros fonográficos (el disco, la cinta de cassette, el disco compacto) y de imagen (cinta de vídeo, DVD), la radio, la televisión, la señal del satélite, la legislación suiza. Dicho informe fue publicado en Le Droit d'Auteur, 47ème. Année, n. 8, 15 Aôut. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1934, p. 87–90. 10 En: Le Droit d'Auteur, 51ème. année, n. 11, 15 Novembre. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1938, p. 129.

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la popularización de los ordenadores y su conexión en redes plantean problemas jurídicos que todavía hoy continúan debatiéndose en los foros internacionales. En los años 70 se acuña el concepto de mass media o «medios de comunicación de masas». Sobre todo –aunque no solamente– la radio y la televisión permiten ofrecer información (y también entretenimiento y servicios) a audiencias enormes, en ocasiones con un alcance internacional muy extenso. La tipografía fue un salto enorme que permitió que la cultura y la información llegasen a mucha más gente que antes. Los nuevos medios multiplican esa característica. La creación intelectual está así a disposición de muchísimos más usuarios. Pero eso provoca riesgos. El principal es la facilidad de reproducción de textos, imágenes y sonidos. Las tecnologías digitales han agravado el problema, al permitir hacer copias mucho más rápidamente y además sin merma de calidad alguna respecto al original. Esto, que en sí es una ventaja técnica innegable, se convierte en una enorme desventaja para quienes detentan los derechos de reproducción, pero sobre todo para los autores, que ven disminuir sus ingresos (base, no lo olvidemos, de todo el mercado de la propiedad intelectual) por mor de las copias ilegales o «piratas». Eso vale tanto para los textos como para los fonogramas y videogramas. La legislación ha intentado hacerle frente mediante dos instrumentos: la noción de copia privada y el pago de un canon por venta de máquinas copiadoras: fotocopiadoras, grabadoras de cassette, etc., así como un gravamen destinado a compensar a los autores por cada soporte copiable: cintas de cassette, cederrones grabables, etc. El canon por copias impresas, por ejemplo, se calcula mediante un promedio pactado con las sociedades que velan por los derechos de autor, obtenido mediante de unas ratios al número de copias totales realizadas en un determinado período de tiempo y las obras más vendidas. De ese canon han sido expresamente exceptuadas por la jurisprudencia española, en febrero de 1998, las copias de artículos periodísticos. El pirateo de la señal emitida por cable o por satélite es igualmente un riesgo, como lo es la difusión no permitida de esa señal. Ahí están los continuos casos de proyección pública de cin-

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tas de vídeo sin autorización, o la exhibición de programas de televisión de pago en establecimientos públicos que no cuentan con la pertinente licencia. De ahí que a lo largo de todo el siglo hayan surgido asociaciones de autores (en España, funciona sobre todo la Sociedad General de Autores, la SGAE) que velen por el respeto de los derechos de sus miembros. Pero tal vez haya sido el advenimiento de los ordenadores y de las redes telemáticas, con la consiguiente globalización de la información, la que ha alertado más perentoriamente acerca de la necesidad de armonizar las legislaciones y velar por el cumplimiento efectivo de los derechos de los autores, entre ellos los periodistas. Todo este panorama ha hecho que, desde finales de los años 70, determinados juristas hayan diseñado unas líneas de evolución generales del derecho de autor que aún hoy continúan vigentes. En concreto, el profesor griego Georges KOUMANTOS, en la Convención de Madrid, el 13 de diciembre de 197911, constató tres tendencias: 1) Los sujetos protegidos por las convenciones internacionales no son tanto los autores sino los organismos, públicos o privados, que difunden la obra. Se priman los intereses económicos más que los intelectuales. Eso, en el caso del periodismo, supone dar más importancia a los derechos de las empresas dueñas de los medios de comunicación (en muchos casos multinacionales muy poderosas) que a los autores de las informaciones. 2) El derecho de autor capitula ante los hechos ilegales. Aunque la acción sea la misma (por ejemplo, una copia ilegal), la tecnología permite ahora copiar no sólo más rápida y fidedignamente, sino también enmascarar mucho más fácilmente el delito. La internacionalización de las comunicaciones plantea problemas que jurídicamente no son nuevos (determinar qué legislación sustantiva y procesal y qué tribunales son competentes, KOUMANTOS, Georges. «Défis et promesses des mass media pour le droit d'auteur». En: Le Droit d'Auteur, Janvier. Berna: Bureau International de l'Union pour la Protection des Oeuvres Littéraires et Artistiques, 1981, p. 14. 11

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básicamente) pero que se multiplican por mil con las nuevas tecnologías, además de encarecer el proceso hasta hacerlo inasequible para nadie que no disponga de los recursos de las grandes empresas. Aunque el problema sea más policial que judicial, el Derecho se ve desbordado por los hechos, de manera que todas las soluciones que propone no palian el problema sino de forma muy parcial. 3) El derecho de autor está sufriendo una profunda modificación de su estructura. Lo que de momento es un derecho fundamentalmente absoluto y exclusivo que asegura a su titular poder impedir a cualquiera (es un derecho erga omnes, por lo tanto) la utilización de su obra sin su permiso, está convirtiéndose en un mero derecho de compensación a su titular, cuando éste puede alcanzar a detectar la infracción y hacer valer sus derechos por vía legal, por los perjuicios causados mediante una remuneración compensatoria. Las razones de estas transformaciones las expone el propio Georges KOUMANTOS: una, de orden ideológico, los derechos exclusivos han sido objeto de crítica; otra, económica, ya que los mass media se han convertido (y tecnologías como Internet, a pesar de las veleidades libertarias de sus primeros valedores, no han hecho a la postre sino acentuar esta tendencia) en grandes corporaciones económicas con un enorme poder transnacional, en términos meramente económicos como de influencia en la opinión pública; y tercera, de tipo político, la fuerza de los consumidores, ante cuya fuerza se doblega el mercado. Los autores individuales, por tanto, poco tienen que hacer si no es, en todo caso, uniendo sus fuerzas en asociaciones sectoriales. «Toda nuestra existencia cultural, todo nuestro porvenir […]», aseguraba el profesor KOUMANTOS en 1979, «dependen de la actividad creadora de determinadas personas que producen obras del espíritu y de la actividad comercial de otras personas que aseguran al menos la primera publicación de estas obras». Las palabras siguen siendo válidas todavía hoy, más de veinte años después y ya en el nuevo milenio.

Conclusiones

EL ESTABLECIMIENTO de la protección hacia la propiedad intelectual y el derecho de autor es estrictamente contemporáneo, y se instala en las legislaciones nacionales del mundo occidental a partir del siglo XVIII. Algo más tempranamente en el mundo jurídico de la Common Law anglosajona, a partir de la Revolución francesa de 1789 en el ámbito de influencia de la Europa continental. Ambos sistemas, que durante prácticamente dos siglos han mantenido posiciones divergentes –aún hoy las conservan en buena medida– se han visto obligados a tender a un proceso de unificación. La globalización de la economía y la extensión y ratificación de convenios internacionales les obligan. La reinvención de la imprenta en Europa, a finales del siglo XV, es lo que provoca que los derechos de autor cobren carta de naturaleza en el sistema jurídico occidental. Entonces, la información, que puede ser fácilmente reproducida y distribuida –y lo será cada vez más con cada nuevo avance técnico– se convierte en una mercancía, en un objeto (no físico) apropiable y con el que se puede comerciar, algo en definitiva con valor económico en el mercado. Es entonces cuando el Derecho se ve obligado, de una u otra manera, a regular esta nueva forma de propiedad. El periodismo nace, prácticamente, con la imprenta. Al igual que sucede con la propiedad intelectual, podemos rastrear su origen en épocas muy remotas, y de hecho un repaso a la historia desde el mundo clásico grecorromano nos ayuda a entender el por qué de ambos fenómenos, siempre muy de la mano. Desde la época de los privilegios y las licencias de impresión, las gacetas aparecen citadas. La legislación se ocupa así de la obra periodística desde su mismo inicio. En cambio, la configuración del periodista como profesional con conciencia de serlo, y por tanto que se considere a sí mismo como autor, es bastante más tardía. No porque no existieran

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profesionales dedicados a comerciar con la información. De hecho, al menos desde la antigua Roma existe una cierta continuidad y podemos comprobar cómo siempre han existido personas que han hecho de la información noticiosa su profesión y su medio de vida. No obstante, si en Roma era el patricio que encargaba a su corresponsal el que se convertía en dueño de la información, anticipando así el trabajo de encargo, hasta el siglo XVII, ya en plena época pre–industrial de la imprenta, es el impresor–editor la única figura visible del mundo informativo, quien compra y vende informaciones, las imprime y las ofrece al público con ánimo de lucro. Es a él a quien se dirige, fundamentalmente, el sistema jurídico de las licencias y privilegios de impresión. Aunque no únicamente; hay excepciones, sobre todo motivadas por el prestigio de su autor (al fin y al cabo, el prestigio también revierte en posibilidades de promoción económica), en que los privilegios se le conceden a él. Pero la cesión completa de la obra y de todos los derechos sobre ella por parte del periodista al impresor–editor mediante remuneración es la figura más extendida, y lo será durante mucho tiempo. A medida que la técnica avanza y la economía se hace capitalista, la división del trabajo se acentúa. En el mundo anglosajón (Inglaterra primero, Estados Unidos después) los periódicos se convierten en una industria y un negocio pingüe. El periodista se equipara al editor (Thomas Addison, Benjamin Franklin). La legislación de copyright, que inaugura en 1710 el Estatuto de la Reina Ana, será a esta figura a quien proteja: el empresario emprendedor que arriesga su dinero y su talento en la consecución de un empeño. Será ésta la tónica, por cierto, que marcará toda la legislación anglosajona sobre propiedad intelectual. La Revolución francesa, que pone el acento en la propiedad privada y en el individuo, traerá un nuevo concepto en que el autor es el eje central. El periodista comienza también a emanciparse, como lo harán otros tipos de autores, y a reclamar sus derechos individuales. Los decretos de 1791 y 1793 serán el comienzo de la decadencia del sistema de privilegios en la Europa continental y de la extensión de las leyes de propiedad intelectual en todo el continente.

Conclusiones

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Durante todo el siglo XIX, la producción intelectual, y el periodismo no es una excepción, se convierten en una industria equiparable a cualquier otra. Es necesario entonces que la ley proteja a la propiedad intelectual. Ante la imposibilidad de equiparar ésta a la propiedad material, la doctrina primero, el legislador después, optan finalmente por considerar la cuestión desde la óptica del derecho de autor. Surge así en la Europa continental el concepto de derecho moral, básico a la hora de comprender la evolución del derecho de autor en todo el mundo. A la vez, surgen los convenios internacionales que, hasta hoy mismo, tratan de unificar las diferentes legislaciones nacionales en beneficio del autor y de la propia producción intelectual. De forma paralela, los periodistas van comprendiendo la necesidad de incorporarse como autores que son a la protección de la obra intelectual. Profesionales liberales pero precarios, con muy escasa tradición asociativa, más adelante asalariados, la especificidad de su obra encuentra reflejo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, en las leyes sobre derecho de autor. La profesionalización cada vez mayor del periodista, impulsada por la imposición del modelo del periodismo de empresa, así como la cada vez mayor importancia cualitativa y cuantitativa de la obra periodística dentro del conjunto de la producción intelectual, y que cada nuevo avance técnico afecta muy especialmente a esta profesión dedicada a la recogida, manipulación y difusión de la información, provocan esta mayor atención legal y la especificidad jurídica de la obra informativa. La plena integración de ambos sistemas jurídicos, el de copyright y el de derecho de autor, se ha ido consiguiendo poco a poco y aún no puede decirse que se haya completado con total éxito. Estados Unidos no suscribió la Convención de Berna hasta 1988. Uno de los obstáculos principales eran los derechos morales del autor, que el sistema anglosajón nunca había reconocido explícitamente. La ratificación estadounidense ha supuesto algunos cambios en su legislación para adecuarla a las necesidades impuestas por la Convención, y tímidamente comienza a hablarse en el mundo anglosajón de derechos morales de autor. Asimismo, el Reino Unido, integrado en la Unión Eu-

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ropea, se ve obligado a adoptar las directrices generales de ésta y a implementar sus directivas sobre propiedad intelectual, y hacer frente así a un mercado cada vez más global. Probablemente éste sea el momento en que las normas sobre derechos de autor han estado más cerca que nunca de convertirse en algo uniforme en todo el mundo occidental.

POCAS CUESTIONES pueden comprenderse sin recurrir a explicar su desarrollo histórico. Tampoco, por supuesto, lo que es la profesión de periodista. Ésta puede ser contemplada desde múltiples puntos de vista. Uno de ellos es el jurídico, que a su vez permite enfocar la cuestión desde diversas perspectivas. La protección que el Derecho dispensa al periodista como autor es una de ellas. El presente trabajo es una introducción a un estudio más amplio sobre los derechos de autor de la obra periodística. Por eso nos hemos decidido a investigar sobre un tema en principio tan poco abordado como las raíces históricas del derecho de autor y la propiedad intelectual de la obra informativa, hasta llegar a lo que hoy en día es la configuración jurídica del derecho de autor de los informadores profesionales, los periodistas, cualquiera que sea el ámbito que finalmente abarca este concepto no del todo legalmente claro, y que nosotros preferimos entender sensu lato.  

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