\"El perfil del catedrático. Academia y política siglos XIX Y XX. Presentación.\"

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Rosalina Ríos Zúñiga w Presentación al Apartado 3

3. EL PERFI L DE L CAT EDR ÁT ICO FIL ACADEMIA Y POLÍTICA, SIGLOS XIX Y XX P RE SENTACIÓN Rosalina Ríos Zúñiga La relación entre academia y política es indudable. Por eso, el estudio de las universidades e instituciones de educación superior y principalmente de los actores que participan en ellas — estudiantes, profesores y autoridades—, termina siempre por revelar ese vínculo, que es, sin duda, intenso y complejo. Los artículos que integran este apartado, pese a su aparente disparidad, se ocupan, desde distintas perspectivas y periodos, de resaltar esa relación, bien lo hagan a partir de individuos o desde contingentes más numerosos, trátese de profesores o alumnos. En general, el periodo cubierto por el conjunto de artículos es bastante amplio, pues va de inicios del siglo XIX a la primera mitad del XX. Por eso mismo, nos ofrecen como marco diversos acontecimientos que vivió México en ese lapso; por ejemplo, la revolución de Independencia, la guerra entre México y Estados Unidos, la Revolución mexicana o bien, el desarrollo estabilizador..., que fueron parte de su construcción y funcionamiento como Estado-nación moderno. En el primero de los artículos, Dorothy Tanck nos acerca a los avatares de la corporación universitaria en tiempos de la guerra de Independencia, por medio de la vida de Tomás Salgado, rector de la Universidad de México y comisionado de primeras letras por parte del ayuntamiento. Dichas instituciones por las que transitó Salgado, importa destacarlo, se habían convertido en baluartes de los criollos de la Nueva España, y este personaje era uno de ellos. En ese sentido, su actuación en ellas lleva a plantear preguntas sobre su postura en relación con el movimiento insurgente pues, en general, se considera que la Universidad fue contraria a la insurgencia. Sin embargo, Tanck nos dice que Salgado pudo haber tenido alguna conexión con los Guadalupes, “la agrupación secreta que ayudaba a los insurgentes”. Aunque esa duda no queda del todo resuelta, lo más importante, nos dice la autora, es que dicho rector, heredero de una tradición de defensa de esos espacios de poder para los criollos y de estos mismos, la continuaba, aunque quizá con menos fuerza que otros contemporáneos suyos, como lo fueron José María Alcalá, José Ignacio Beye de Cisneros, Ignacio Adalid y Francisco Antonio Galicia. Salgado, en todo caso, mantenía una posición independiente del virrey y de los sectores conservadores de la sociedad. Tal vez fue uno de los que buscaron un gobierno alterno pero que, finalmente, después de 1816 prefirieron “mantenerse en buena luz tanto “con los que quisieron ese gobierno alterno” (los Guadalupes), como con las autoridades españolas.” Es decir, vuelve a apuntar Tanck, Salgado pudo ser un equilibrista que murió en 1833, durante la epidemia de cólera. Por tanto, su vida, como la de otros contemporáneos, muestra los cambios de posición ideológico-política por los que atravesaron los individuos en la difícil transición de un régimen de gobierno a otro. La tarea no fue menos fácil para los hombres de la siguiente generación, pese a haber sido formados en moldes más modernos. Sin embargo, mantenían la convicción de la importancia del trabajo intelectual para defender posiciones políticas. El trabajo expuesto por Miguel Soto Estrada sobre el historiador y político duranguense del siglo XIX, José Fernando Ramírez nos habla de esa circunstancia. En su texto, Soto aborda inicialmente con sumo detalle la labor de rescate de fuentes prehispánicas y también de textos coloniales realizada por José Fernando Ramírez, quien fue uno de * Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-Universidad Nacional Autónoma de México

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los primeros nahuatlatos. El autor analiza esa circunstancia: “Ramírez no alcanzó a consolidar una gran obra, mas los múltiples estudios que realizó sentaron las bases para no pocos trabajos posteriores”. Para demostrarlo, Soto nos introduce al estudio de las obras principales del duranguense, como fueron la Crónica Mexicayotl, obra original de Motolinía, de la que terminó ofreciendo una versión distinta, que llevó a nombrarla como Códice Ramírez. Otro ejemplo de esta tarea es su escrito “Notas y esclarecimiento a la historia de la Conquista de México, de William Prescott. Había en Ramírez, nos advierte Soto, un gusto por las culturas prehispánicas y, por lo tanto, una defensa de ellas. Para comprender más cabalmente a su personaje, en la segunda parte del texto el autor nos lleva al conocimiento biográfico del duranguense, así como a relatarnos su participación política e histórica en dos acontecimientos de suma importancia en la historia de México: la guerra contra los Estados Unidos y la Intervención francesa. Soto señala que “la enorme sensibilidad de Ramírez ofrece elementos de primer orden para entender no sólo su propia participación, sino el desarrollo de los eventos mismos”. En el caso de la invasión estadounidense, su colección de Cartas sobre la Guerra con los Estados Unidos revela la profunda división de la sociedad mexicana frente a la invasión y la incapacidad de los políticos para negociar ese problema. En realidad, no se podía vislumbrar la forma para mantener unido al país. Ese estado de ánimo se apoderó en general de los políticos de esos momentos y posteriormente. Comprenderlo ayuda a explicar no sólo la posición de Ramírez, sino también la de otros importantes políticos y académicos que terminaron colaborando con Maximiliano. Al final de cuentas, Soto busca de manera explícita darnos elementos para intentar esclarecer la siempre compleja relación entre academia y política. Esos terrenos fueron durante mucho tiempo sólo campo de los varones. Por eso interesa saber cómo fue dándose en ellos el proceso de inclusión, más abiertamente, de las mujeres. En este sentido, María Teresa Fernández Aceves nos ofrece una historia no sólo singular, sino sumamente atractiva: la de Atala Apodaca, maestra jalisciense (1884-1977) que rompió con el estereotipo liberal que dejaba a las mujeres un papel católico-pasivo en contra del progreso. En cambio, nos dice Fernández, Atala “promovió una nueva identidad femenina: anticlerical, revolucionaria y política”, pues sus “prácticas y discursos fueron en contra de las políticas de género de la Iglesia y el Estado revolucionario”, visiones ambas que ubicaban a las mujeres en el ámbito doméstico, como guardianas del hogar, fieles seguidoras del culto a la virgen María, o como personas que debían encajar en el modelo burgués. Apodaca no pertenecía a ninguna de esas representaciones, sino más bien lo hacía dentro del campo de acción considerado masculino: la política. Con la historia de esta mujer, Fernández Aceves busca explicar “por qué y cómo se construyeron y reprodujeron estas diferencias para resaltar lo masculino y reprobar lo femenino en la política durante el proceso revolucionario”. Para ello se vale de una metodología construida con base en las propuestas de género de Joan Scott y Jean Franco. Mucho más importante, Fernández se adscribe a una corriente dentro de la historia de la educación que “critica los estudios históricos hechos con una visión desde arriba y masculina de las instituciones y políticas educativas”. En este caso, se incorpora la perspectiva de género como una categoría de análisis para cuestionar la supuesta marginalidad e invisibilidad de las mujeres. Destaca, en ese sentido, el papel que la educación ha tenido en las maestras para que lucharan por la democracia, la justicia social, la expansión de los derechos civiles, políticos y sociales no sólo para ellas, sino para sus comunidades y grupos marginados. El marco de referencia de este estudio es la etapa revolucionaria y, dentro de ella, el choque entre católicos organizados y constitucionalistas, en el que la efervescencia política contribuyó a darles a las mujeres un papel central en las luchas que en varios ámbitos se dieron desde entonces. La historia

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de vida de Atala, pese a las lagunas existentes, nos permite conocer sus proyectos, luchas y prácticas, realizadas junto con su hermana Laura. Ambas promovieron un ideal de mujer moderna, secular, no católica. En sus historias se entrecruzan los procesos católicos y revolucionarios en pugna. De manera evidente, personas como las Apodaca buscaban crear una mujer nueva, postura que les significó ser llamadas por la prensa católica como “iconoclastas” o “viejas radicales que no pertenecían a las clases medias por ser puras peladas, morenas y feas”. La autora concluye que la vida de Apodaca es muy ilustrativa para entender “la radicalización y politización de las ideas y valores liberales decimonónicos en torno a la patria, ciudadanía y educación que entretejieron tanto la política y a sus diferentes grupos subalternos”. En ese sentido, Apodaca dejó un legado a las generaciones posteriores para generar vínculos entre diferentes grupos sociales y generaciones que promovieron la organización de trabajadores y la movilización de las mujeres en la defensa de sus derechos. Bajo la guía de los profesores, en los establecimientos educativos se forma a los individuos que después se insertarán en la sociedad bien como profesionistas, profesores o simplemente ciudadanos. Dicho formación se dirige desde distintos aspectos, pues no es sólo la trasmisión de conocimientos lo que se persigue. Por eso también cuentan las ceremonias de fin de cursos realizadas en los establecimientos educativos. Tal argumento está definido en el artículo “Rito y retórica republicanos. La formación de los ciudadanos letrados en el Instituto Literario de Zacatecas, 1837-1854”, de Rosalina Ríos, en el que se analizan las ceremonias de fin de cursos de dicho instituto desde la perspectiva de la cultura política en el tránsito del antiguo al nuevo régimen de gobierno. Es decir, interesa explorar cómo se dio la formación de los ciudadanos y, enseguida, cómo esas ceremonias incidieron en la creación de la esfera pública moderna. Para ello, se describen a grandes rasgos las ceremonias, se identifica a los actores participantes en las mismas y, finalmente, se analizan los diversos tropos y metáforas manejadas por los profesores en los discursos que eran leídos en esas ocasiones. Una de esas metáforas, sin duda la más importante, es la del amor a la gloria, que debía entenderse como “la salida combinada a dos aspiraciones de la modernidad: la persecución de los intereses públicos y la de los intereses privados”. El amor a la gloria no era algo abstracto, sino concreto, cuando se ponía el ciudadano al servicio de la sociedad, de la patria, de la nación. Esa ética venía de la tradición republicana clásica, de las repúblicas griega y romana. Se buscaba, en todo caso, la construcción de la nación desde la provincia. Se partía para ello de la homogeneización ideológica de los jóvenes que después serían parte de la elite política gobernante. Por otra parte, la pretensión fue la de introducir a la incidencia de las ceremonias en la creación del espacio público moderno, que se entiende, apoyándonos en Fernando Escalante, como “el conjunto de mecanismos para tratar con los problemas colectivos”. Así, se considera que las ceremonias de fin de cursos fueron también uno de esos mecanismo en los que los grupos políticos tuvieron oportunidad de exponer los temas generales que les preocupaban en esos momentos; profesores y autoridades aprovecharon ese espacio para tratar de crear consenso, convencer y disuadir al público asistente. El foco de atención para analizar esa función de las ceremonias es una serie de discursos pronunciados después de la debacle ocurrida ante la pérdida de la guerra con Estados Unidos, que llama la retórica de la desesperación. Por ese mismo tenor sobre la formación nos lleva el trabajo de Candelaria Valdés Silva, quien enfoca en su trabajo a los profesores del Ateneo Fuente de Coahuila del periodo comprendido entre 1867 y 1909. Podemos dividir este trabajo en dos partes; la primera de ellas trata de caracterizar el conjunto de profesores ateneístas desde su etapa de formación hasta los procesos de selección de éstos como profesorado, pasando por los rasgos biográficos de los individuos del conjunto, todo enmarcado por el predominio de la filosofía positivista que permeaba en esa etapa de la historia de

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México a todo el incipiente sistema educativo. La segunda parte, quizá la más atractiva del trabajo pues está construida con base en memorias y diarios, particularmente de los escritos por Artemio del Valle Arizpe y de Vito Alessio Robles, alumnos del Ateneo, da cuenta de las impresiones de los alumnos acerca de sus profesores y le confiere al trabajo un carácter distinto, más íntimo y cercano a los lectores, lejos de las frías estadísticas y números del principio, que no permiten mirar a los seres humanos que actúan detrás de la historia. Baste dar un ejemplo de los que incluye Candelaria Valdés: “Don José María Cárdenas, ´don Chemita´, de aspecto imponente y cuerpo atlético, los adoctrinaba con su voz dulce y calma, modales bondadosos y lleno de paciencia en las asignaturas de geografía universal y patria, además de cosmografía”. Esto no sucedía en la clase de matemáticas a cargo del ingeniero topógrafo Octavio López, siempre malhumorado, áspero de condición y obstáculo feroz para el feliz cumplimiento de los grados de estudio. Los profesores fueron, dice la autora, “los portadores de la legitimación de la cultura escolar de carácter público que se fincó en el estado [de Coahuila] durante el siglo XIX” . Hasta aquí seguimos viendo la relación estrecha entre política y academia, entre saber y poder. Los individuos o las comunidades son los actores principales en ella, mas el objetivo de sus esfuerzos y afanes es la trasmisión de una determinada ideología, de un imaginario. Lo demuestra, precisamente, el artículo de Arturo Torres Barreto, quien se ocupa de analizar dos aspectos clave de la pedagogía desarrollada por Jaime Torres Bodet para formar a los ciudadanos: la enseñanza de la historia y del civismo. Sin una hipótesis de trabajo explícita, el autor aborda primero lo que él llama la doble biografía de Torres Bodet, en la que destaca su labor como funcionario público y como literato. En su labor como secretario del ramo de Educación, Bodet impulsó una idea de la educación mexicana como instrumento de cambio “en el sentido apuntado por los programas industrialización y crecimiento económico” de las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX. Bajo su gestión, nos dice Torres Barreto, se liquidó jurídicamente lo último que quedaba de la educación socialista e inauguró la todavía vigente idea democrática y nacionalista de la educación. En su segunda gestión, impulsó fuertemente la alfabetización; fue él quien puso en marcha el llamado Plan de los Once Años para la Expansión y Mejoramiento de la Educación Primaria. No sólo procuró atender la enseñanza primaria, sino también la preprimaria, secundaria, normal y, posteriormente, la técnica. El asunto más controversial durante su administración fue la distribución de millones de libros de texto gratuitos para la enseñanza primaria, creándose ex profeso la Comisión de Libros de Texto Gratuitos en febrero de 1959. Lo que se criticó de esta medida por sectores conservadores de la sociedad fue el carácter único de los textos para primaria. En la segunda parte de su artículo, expone con detalle las principales ideas de Bodet respecto a la enseñanza de la historia y el civismo. Torres Bodet atribuía a esas materias, “cuya orientación educativa” había trazado para la década de los cuarenta, una capacidad de renovación constante, basada en “su confianza en las fuerzas múltiples del espíritu y la equilibrada coordinación de los elementos del relato para mostrar la riqueza y la complejidad de la vida humana”. Apoyado en el historicismo de Benedeto Croce, para Torres Bodet la enseñanza de la historia debía tener un sentido ético y político, “porque el carácter real de la historia está en participar en ella y porque el pasado es un valor auténtico cuando el hombre lo toma en cuenta para construir el porvenir”. Criticó por ello cualquier intento de dejar fuera pasiones, odios o páginas negativas de la historia, pues la epopeya del ser humano consistía en ascensos y caídas, en triunfos y derrotas, que podrían llevar al resultado de una vida independiente. Proponía una amplitud de los estudios tanto en el interior como en el exterior; es decir, mostrando los diferentes actores y las relaciones de México con el mundo.

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Consideraba que la “historia bien enseñada debía ser espejo activo, en cuya superficie el pasado explicara el presente y augurara, hasta donde las previsiones fueran razonables, la continuidad en lo por venir”. En cuanto a la formación cívica y al diseño formal del ciudadano, la importancia que se le dio a este objetivo en los estudios de secundaria llevó a la modificación de los planes de estudio en 1944. Se recomendaba atender en los tres cursos la realidad que vivía el país, que se plantearan los problemas políticos y sociales con “criterios democráticos” para que se despertara en los estudiantes el deseo por mejorar los logros alcanzados en nuestra historia en relación con la equidad y la libertad. Por sobre los programas, a Torres Bodet le parecía que lo verdaderamente importante era la actitud del profesor frente a sus alumnos. Su ideal era formar buenos ciudadanos mexicanos. Por otro lado, era probable que estos estudiantes no fueran capaces de continuar estudios superiores, por lo que se hacía más necesario aún que fueran formados cívicamente en la secundaria. Entendía que, “el incumplimiento de los objetivos de la formación cívica y los de la educación en su conjunto, equivalía a aceptar que los desajustes de la vida siguieran entregando a la sociedad obreros insatisfechos, empleados torpes, comerciantes precarios, carne de eterna improvisación”. Para él, era imprescindible reforzar las defensas de quienes tenían que saltar de la escuela a enfrentarse con la vida. Debía enseñarles que lo mejor de ser ciudadano era ser seres humanos íntegros. En realidad, el autor critica el modelo de ciudadano elegido por Torres Bodet, como otros tantos que fueron manejados en el siglo XIX, podría descalificarse por no fincarse en la realidad concreta. Por último, la aportación de Óscar García Carmona, “Alberto Terán, un catedrático racionalista”, pretende, en palabras de su autor, introducir a la curiosidad concreta de un profesor jalisciense, su espíritu de comprensión o simpatía, los temas que trató, los modos de explicación que propuso y cómo llegó a distinguirse especialmente por la labor que desempeñó en Jalisco durante los años en que se gestó y alcanzó su expresión ideológica más avanzada, el proyecto de la “Escuela de la Revolución”. Si bien en las siguientes líneas se resalta la figura política y de funcionario, habrá que señalar, no a manera de defensa, que la actividad docente, por ser una acción social, no puede desligarse de la primera. Las ideas vertidas por el sujeto en estudio reflejan su postura como educador y su proceso de formación.

Resaltar las problemáticas centrales de estos trabajos permite darnos cuenta de que se trata de importantes aportaciones a la problemática entre política y academia, entre enseñanza y formación ciudadana. Por eso el foco central son los propios actores de la educación: estudiantes, profesores, intelectuales y autoridades. El conjunto de escritos nos ofrece elementos para la integración de esas temáticas en procesos más generales que han tenido gran importancia en nuestra historia y, sin duda, despertarán inquietud para continuar ahondando en ellas.

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