El Patrimonio Arqueológico de la A a la Z. Proteger, conservar, difundir, sensibilizar sobre la fragilidad de la historia

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EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO DE LA A A LA Z IGNACIO RODRÍGUEZ TEMIÑO Doctor en Historia, especialidad Arqueología y Ciencias de la Antigüedad

Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

El patrimonio arqueológico de la A a la Z. Proteger, conservar, difundir, sensibilizar sobre la fragilidad de la historia. Ignacio Rodríguez Temiño* Dr. en Arqueología y Ciencias de la Antigüedad Director del Conjunto Arqueológico de Carmona (Junta de Andalucía) SUMARIO El presente trabajo analiza el patrimonio arqueológico, desde la perspectiva de su gestión, atravesando las principales áreas funcionales en las que se divide su tutela: la protección, la conservación y restauración, la difusión y la defensa de la legalidad. Orientado para un público concreto, miembros de las carreras fiscal y judicial, no pretende ser un manual plano sobre este tema, sino que combina definiciones con la exposición de la problemática, a través de casos concretos, que de alguna manera más incidencia puede tener en sede judicial. No obstante, como su título indica también se plantean otros aspectos sobre el uso social del patrimonio arqueológico con el propósito de sensibilizar sobre la necesidad de su conservación. ÍNDICE I. LA ARQUEOLOGÍA Y EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO II. LA DESTRUCCIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO III. LA PROTECCIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO III.1. EL CASO DEL YACIMIENTO DE EL CARAMBOLO (CAMAS, SEVILLA) III.2. EL ‘CASO ODYSSEY’ IV. CONSERVACIÓN Y RESTAURACIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO V. LA DIFUSIÓN Y SENSIBILIZACIÓN SOBRE EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO V.1. EL CONJUNTO ARQUEOLÓGICO DE CARMONA Y SU PÚBLICO REAL Y VIRTUAL VI. LA DEFENSA DE LA LEGALIDAD

I. ARQUEOLOGÍA Y PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO Antes de entrar en otras consideraciones, resulta oportuno explicar de forma somera cuál es la relación entre la arqueología y el patrimonio arqueológico. Sin ánimo de ahondar en los cada vez más dilatados perfiles de esta disciplina, entendemos por arqueología el estudio del comportamiento *

http://museosdeandalucia.academia.edu/IgnacioRodriguezTemiño http://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=56408 http://catalogo.bne.es/uhtbin/cgisirsi/0/x/0/05?searchdata1=^A991734 https://scholar.google.com/citations?user=UB7uxPEAAAAJ http://isni.org/isni/0000000061556492 http://id.loc.gov/authorities/names/no2004090013.html

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humano a través del registro e interpretación de la cultura material, concepto amplio que engloba no solo las construcciones muebles e inmuebles, sino también la ocupación del territorio y su modificación para adaptarlo a las necesidades humanas, modificaciones que incluyen los cambios operados en animales y plantas y otros componentes ecosistémicos antiguos y recientes. Debe tenerse presente que de todos los seres vivos que pueblan la faz de la tierra, el género humano es el que mayores modificaciones produce en su entorno para poder subsistir. La historia de la especie humana ha venido marcada por el desarrollo de una habilidad tecnológica para incrementar su capacidad adaptativa y colonizar prácticamente todos los rincones de la tierra. Como residuos de esta actividad la práctica totalidad de la superficie del planeta, incluyendo fondos marinos, se ha visto afectada directa o indirectamente por el género humano, convirtiéndose en depositaria de esas acciones. De acuerdo con ello, el artículo 40 de la Ley 16/1985, de 25 de junio, de Patrimonio Histórico Español (en adelante LPHE) establece que el patrimonio arqueológico se compone de bienes históricos susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica, con independencia de si han sido excavados o están ocultos, de si están sobre la superficie terrestre o bajo aguas jurisdiccionales españolas. Tomando en consideración lo antes indicado, no resulta ningún despropósito reconocer que vivimos rodeados literalmente de patrimonio arqueológico, aunque en muchos casos sea desconocido por estar oculto. Sobre las diversas situaciones del patrimonio arqueológico se hablará más abajo, de momento interesa ahora detenernos en otra consideración sobre la forma adecuada de registrar la evidencia arqueológica para asegurar su validez como fuente de interpretación histórica. Superada la larga etapa en que el ámbito primordial de investigación eran los objetos dejados por culturas pretéritas, hoy día hay un amplio consenso en torno a que para alcanzar la finalidad de conocimiento de la arqueología deviene imprescindible extraer toda la información posible no ya de los objetos mismos, sino de los contextos en que se hallen. Por

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ejemplo, la huella dejada por un hogar prehistórico antes de ser excavada contiene un caudal informativo que, tras removerse de su situación original, se ha perdido, convirtiéndose lo que antes era una estructura arqueológica en un montón de cenizas y tierra con escaso o nulo valor documental, ya que incluso los análisis a que pudiesen ser sometidas solo tendrían sentido dentro de un estudio más global para el que resultaría imprescindible excavarlas en su contexto deposicional. Obviamente, esta información no se devuelve esparciendo de nuevo las cenizas por el suelo. Lo que no se haya registrado en el momento de su hallazgo es imposible de recuperar. Ni siquiera otra estructura similar contendrá los mismos datos; cada entidad arqueológica es única e irrepetible. Por eso el expolio del patrimonio arqueológico resulta nefasto no tanto por la pérdida de objetos o estructuras de singular belleza o rareza (que también), como por la imposibilidad de restitución del daño producido, una vez cometido. Debe quedar claro también que incluso en yacimientos donde la superficie ha sido arada durante muchos años, aunque los niveles superficiales

estén

revueltos,

se

ha

constatado

empíricamente

el

mantenimiento de una cierta “estratigrafía horizontal”; esto es, que la distribución de cerámicas y otros ítems arqueológicos se desplazan pocos metros de su situación originaria, salvo en casos de vertientes muy empinadas. Esto significa que no toda la información contextual se ha perdido

y

que,

mediante

su

correcta

localización

en

los

estudios

superficiales, es posible extraer conclusiones fiables de carácter espacial. Si se despoja a los yacimientos de los objetos arqueológicos contenidos en esas capas, también se estarán perdiendo datos

de interés para la

investigación de diversos aspectos relacionados con la ocupación de tales enclaves. La definición de patrimonio arqueológico antes mencionada ofrece tres situaciones del mismo, con respecto al conocimiento de su existencia, ya sea terrestre o subacuático: conocido (el ya excavado o el que pervive por su carácter monumental y aquellos cuya existencia es conocida aunque no se haya excavado), el presunto (cuando se sabe de su existencia, pero no está localizado exactamente) y el desconocido. Esas situaciones dan lugar a ciertas

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peculiaridades en cuanto a su situación jurídica y a la adaptación de los medios destinados a su protección, aspecto este que siempre ha preocupado a los legisladores desde la promulgación de las primeras normas destinadas a su preservación, a comienzos del siglo XIX, y que convierte al arqueológico en un patrimonio especial con una casuística particular diferente del resto del patrimonio histórico. Una de estas peculiaridades es su especial vulnerabilidad al daño y la destrucción, que deviene irreparable como ya se ha comentado. Debe tenerse presente, además, que el patrimonio arqueológico es finito y no renovable. Estas últimas consideraciones nos llevan a un nuevo aparato donde analizar precisamente esa vulnerabilidad y su estado de conservación. II. LA DESTRUCCIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO De tiempo en tiempo se hace público a través de los medios de comunicación el descubrimiento de nuevas evidencias arqueológicas, cuyo valor documental y excepcionalidad las convierte rápidamente en nuevos hitos históricos. Esto puede conducir a la impresión de que los bienes pertenecientes al patrimonio arqueológico son virtualmente infinitos y que estamos muy lejos de conocer todo lo existente. Esta idea resulta bastante falaz. Los nuevos descubrimientos ocurren, en la inmensa mayoría de los casos, dentro de investigaciones llevadas a cabo sobre yacimientos ya conocidos. En realidad, se tienen estimaciones bastante aproximadas, aunque no sean completas, de los yacimientos existentes en cada Comunidad Autónoma, a través de los catálogos e inventarios que se vienen realizando de forma sistemática desde comienzos del siglo XX y que han experimentado un considerable avance en los últimos treinta años. Según los datos aproximados consultables en la base de datos ARQUEOS manejada por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico (IAPH) dependiente de la Consejería de Cultura, el monto de yacimientos documentados en esta comunidad autónoma ronda los 12.818. Si bien es cierto que no toda Andalucía ha sido prospectada de manera suficiente y, por tanto, este número se incrementará conforme la investigación se extienda a toda su extensión, incluidas las aguas del mar territorial frente a sus costas, aunque ya existe una carta arqueológica de la mayor parte de

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sus costas realizadas por el Centro de Arqueología Subacuática (CAS) dependiente igualmente del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico. Si atendemos a su estado de conservación, los datos resultan menos halagüeños. Durante la reunión del Consejo de Patrimonio Histórico celebrada en Alcalá de Henares en febrero de 1998 se expuso por la Guardia Civil –por vez primera que yo sepa– el cómputo de denuncias realizadas por las unidades del Seprona en toda España, referidas al expolio de yacimientos arqueológicos. Las cifras ofrecidas por el instituto armado resultaban de un impacto innegable. Si desde el inicio del registro de las denuncias, en 1990, hasta 1998 se había experimentado un alza moderada de las mismas, en 1999 la curva sufría un fuerte ascenso, duplicándose el número de denuncias del año anterior. A partir de ahí la gráfica se instala, con una sola excepción, por encima de la barra de las 500 denuncias. Esta idea coincidía con la expresada por la Brigada de Patrimonio Histórico del Cuerpo Nacional de Policía a consecuencia de la operación Lirio: «[l]os expolios han experimentado un descenso progresivo en los últimos años en lo referente al robo de obras de arte, pero no en relación con las agresiones

que

afectan

al

patrimonio

arqueológico» (El País de 24/04/2005). Andalucía era la comunidad autónoma donde, de largo, más expolios se producían, con casi la mitad de todos los registrados en el Estado español. Y dentro de esta comunidad, la provincia de Sevilla era indudablemente la que más contribuía a ese triste récord, seguida de Córdoba, Jaén y Cádiz. Por otra parte, Andalucía ha venido trabajando en la evaluación del deterioro debido al expolio arqueológico; caso único –que yo sepa– en la totalidad del Estado español. Existe una línea de investigación del Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico está dedicada a evaluar el grado de perdurabilidad de los yacimientos arqueológicos, dentro del proyecto denominado Modelo Andaluz de Predicción Arqueológica (MAPA).

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El desarrollo del proyecto MAPA ha sido, sin duda, un paso de trascendental importancia. Su fundamento consiste en la conjugación de diversos factores, convertidos en índices, para inducir las principales causas del deterioro de los sitios arqueológicos y, en consecuencia, adoptar las medidas oportunas para paliar sus nocivos efectos. A pesar de su carácter incompleto, estas tablas dejan claro la magnitud del fenómeno al que nos enfrentamos, dando por vez primera cifras no solo a la pérdida de bienes en general, sino también al expolio. Magnitud esta última que también viene sugerida, aunque de manera indirecta, por las impactantes cifras de objetos recuperados en operaciones policiales contra el expolio arqueológico que han tenido lugar en Andalucía. La operación Tambora arrojó un saldo de más de cien mil objetos intervenidos, procedentes de yacimientos arqueológicos, expoliados con la ayuda de detectores de metales. En 2005, la denominada operación Lirio daba cuenta de la desarticulación de una banda dedicada a la falsificación de bienes culturales (cuadros y piezas arqueológicas, fundamentalmente), habiendo la policía requisado 10.358 objetos, de los cuales entre monedas, hebillas, puntas de flecha y cerámicas había 9.833 (El País de 24/04/2005). Dos años después, en la operación Tertis, la Guardia Civil volvía a incautarse de más de trescientas mil piezas arqueológicas (Abc. Sevilla de 8/02/2007). Si el grado de desconocimiento del expolio del patrimonio arqueológico terrestre resulta, como estamos viendo incompleto, con respecto del subacuático la situación adquiere tintes trágicos. Todo expolio se realiza de forma

clandestina,

pero

la

ubicación

del

patrimonio

arqueológico

subacuático en lugares desaparecidos de la vista y de difícil control, hace que el daño sea especialmente silencioso, escapando al conocimiento general, lo que aumenta la dificultad para detectarlo y evaluar sus efectos. Los expertos admiten que, en muchas ocasiones, se conoce el expolio por la entrada en el mercado de piezas de procedencia submarina, resultando muy difícil saber su origen, puesto que, al contrario de lo que sucede en tierra, las remociones submarinas dejan poca huella.

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Casi todo lo sabido de la devastación del patrimonio arqueológico subacuático está basado en opiniones extraídas de quienes tienen un conocimiento directo, aunque parcial, de esa realidad sin que haya habido visiones conjuntas o, al menos, aditivas. También en este terreno nos movemos fundamentalmente por extrapolaciones guiadas por un pesimismo generalizado, ante la falta de respuestas contundentes de los poderes públicos. También aquí, esas visiones negativas están más cercanas a la realidad que a la ficción. Este grado de aproximación no es exclusivo de Andalucía o España, sino que, ante la falta de estudios sistemáticos sobre esta lacra, en todos los países predomina esa indefinición. Los estudios más fiable, como el realizado por la empresa Nerea a petición de la Asociación de Profesionales de la Arqueología Subacuática, establece una ratio de ocho de cada diez pecios expoliados en las costas españolas, proporción plausible extraída de la

experiencia

del

equipo

profesional

de

la

empresa

(El

País

de

05/02/2004). La mayor parte de este patrimonio resulta relativamente accesible a los buceadores debido a su poca profundidad, lo que ha facilitado su expolio ocasional, o sistemático. Pero tampoco el más profundo, hasta ahora prácticamente intacto, resiste mejor la presión antrópica. Piénsese, a modo de ejemplo, que el tramo de costa entre la desembocadura del Guadalquivir y la Bahía de Cádiz, quizás sea de los puntos del planeta con mayor cantidad de naufragios, habida cuenta de la intensidad del tráfico marítimo soportado y la dificultad de navegación de sus aguas. Para más inri, no se trata de objetos de un valor arqueológico incalculable, pero escaso valor en el mercado, sino de metales preciosos y bienes que dejan beneficios astronómicos. La creencia, aún muy extendida, de que lo existente en el mar es para quien lo encuentra está muy arraigada y supone un serio inconveniente, al que debe añadirse la dificultad de detectar un acto de expolio bajo las aguas. Pero la situación actual dista mucho de la predominante hace solo unos años, cuando se contaban con los dedos de una mano a quienes les importaba qué sucediese con el patrimonio subacuático.

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Las cartas arqueológicas del litoral español, a pesar de que su culminación sigue reivindicándose en la actualidad como una asignatura pendiente desde 1960, están dando una aproximación bastante afinada a este panorama del expolio subacuático, al menos en las aguas sometidas a jurisdicción española. En el caso concreto del litoral andaluz, el Centro de Arqueología Subacuática ha venido desarrollando un proyecto de carta arqueológica, con el objetivo global de disponer de un catálogo de yacimientos arqueológicos a los que proteger, introduciéndolos en el Sistema de Información del Patrimonio Histórico de Andalucía (SIPHA). Merced a esta labor se han identificado cerca de 900 naufragios en aguas andaluzas, de los cuales 638 se localizan en aguas del Golfo de Cádiz. No obstante, como han puesto de manifiesto los primeros estudios realizados sumergido,

sobre el estado de conservación del patrimonio arqueológico los

yacimientos

más

cercanos

a

la

costa,

compuestos

usualmente de material cerámico, han desaparecido en su totalidad, quedando de ellos noticias orales o escritas. En el caso de navíos con cañones, estos permanecen cuando son de hierro, pues los de bronce, al estar en mejor estado de conservación y ser más codiciados en el mercado negro, suelen expoliarse. En la actualidad no resulta factible cuantificar todo el daño causado al patrimonio arqueológico subacuático, al desconocerse su estado originario. Sin embargo, a partir del abundante material de procedencia subacuática, que desde la década de los ochenta empezó a ser depositado en los museos y ayuntamientos, se puede deducir que la cantidad de piezas expoliadas o descontextualizadas desde entonces ha sido considerable. Pero en nuestros días no solo asistimos a las formas tradicionales de expolio, representado por los buceadores deportivos que buscan objetos de recuerdo; la presencia de empresas dedicadas a la caza de tesoros submarinos ha cambiado el panorama de manera radical. España, a pesar de todo, no sufre el tipo de expolio severo que observamos en otros países sumidos en procesos bélicos interminables y que están siendo expoliados sistemáticamente con destino a los mercados

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internacionales, tampoco se documentan casos tan notorios como los acontecidos en suelo italiano en las décadas finales del siglo XX, pero tanto la presión urbanística, como las infraestructuras o la roturación del campo ponen diariamente en peligro nuestra riqueza arqueológica. Sin embargo, estas amenazas pueden, con mayor o menos eficacia, con los instrumentos protectores arbitrados por la legislación. Por el contrario, los casos vistos de expolio requieren otras medidas para la defensa de la legalidad. III. LA PROTECCIÓN JURÍDICA DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO La acción tuitiva sobre el patrimonio histórico en general está dividida en diversas facetas según el tipo de acciones emprendidas y su finalidad. De entre ellas destacan por su importancia: la protección, la conservación y restauración y la difusión y la defensa de la legalidad. Esas acciones, aplicadas al patrimonio arqueológico conforman los aparatados sustanciales de este trabajo. En cada uno de ellos, se definirá el contenido de término, ya que no es única y admite diversas interpretaciones legítimas. Aquí se entiende por protección aquel conjunto de medidas de orden jurídico y/o administrativo que permiten la intervención tuteladora de las administraciones públicas. Se trata por tanto de la adopción de medidas intangibles sobre los bienes, mediante disposiciones normativas u actos administrativos. Con respecto al patrimonio arqueológico, la diferente situación antes mencionada en que se encuentran estos bienes, según sean conocidos, su existencia sea presunta o bien estén ocultos y desconocidos, la legislación aplicable establece una serie de instrumentos de protección, cuya aplicación tiene diversas consecuencias para titulares o poseedores de los mismos e incluso las propias administraciones públicas. Sin embargo, antes de entrar a describir esos mecanismos, debemos prestar atención al ordenamiento jurídico que les afecta de una forma directa. Dejaremos de lado la pluralidad enorme de regulaciones de derecho privado y público que les afectan como entidades materiales, pero que apenas entran en su condición específica como bienes que incorporan un conocimiento acerca de la historia.

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La legislaciones con mayor incidencia en la protección de esa naturaleza específica y que, en razón de la cual, los extraen del tráfico jurídico ordinario, son las relativas al patrimonio histórico (Ley 14/2007, de 26 de noviembre, de Patrimonio Histórico de Andalucía [en adelante LPHA] y la LPHE aplicada en la C. A. de Andalucía con carácter supletorio a la anterior, menos en aquellos bienes sobre los que mantiene competencias la Administración General del Estado); la urbanística (la Ley 7/2002, de 17 de diciembre, de Ordenación Urbanística de Andalucía [en adelante LOUA], la Ley del suelo, aprobada por RDL 2/2008, de 20 de junio y La Ley 1/1994, de 11 de enero, de ordenación del Territorio de la Comunidad Autónoma de Andalucía) y, por último, la legislación de carácter medioambiental aplicable tanto a la protección de parques y espacios naturales ( Ley 2/1989, de 18 de julio, por la que se aprueba el Inventario de Espacios Naturales Protegidos de Andalucía) como a las evaluaciones de impacto ambiental, normativa prolija donde se dan cita directrices y otros instrumentos jurídicos de ámbito europeo, con el desarrollo de los mismos por parte del Estado español y, por último, normas de orden infraestatal. Para el caso de los pecios marinos, además deben tenerse presente los instrumentos aportados por el derecho internacional, singularmente la III Convención sobre el Derecho del Mar (Bahía Montego [Jamaica] 1982) (en adelante CDM), la Convención de Unesco de 2001 sobre la Protección del Patrimonio Cultural Subacuático y la LPHE y la LPHA para el régimen de autorización de intervenciones arqueológicas sobre él en el límite de las 12 millas

náuticas

(mar

territorial),

aunque

la

LPHE

extienda

estas

competencias contraviniendo la legislación internacional hasta el límite de la plataforma continental. Lo cierto es que sobre un mismo bien [inmueble terrestre] pueden incidir

instrumentos

independientes

de

los

tres

órdenes

legislativos

mencionados antes, de dos de ellos, de uno o de ninguno, aunque ello no quiera decir que está desprotegido pues la legislación cultural ofrece unas garantías mínimas a todo el patrimonio arqueológico. No resulta nada fácil ordenar de forma coherente este marasmo legislativo, pero al menos se intentará

establecer

las

principales

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características

de

los

mismos,

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comenzando por la ordenación medio ambiental y urbanística, y dejando para el final de este apartado la más precisa generada por el ordenamiento específico sobre patrimonio histórico. Después se verá someramente el régimen de los pecios. De forma sumarísima podría decirse que la ley sobre espacios protegidos, la de ordenación del territorio, las evaluaciones de impacto ambiental y la legislación urbanística, recogen la previsión de que en sus instrumentos de desarrollo para el espacio físico en el que sean de aplicación se contengan inventarios de bienes pertenecientes al patrimonio cultural, siendo los yacimientos arqueológicos el monto más importante de bienes que encuentran amparo en ellos. Las capacidades desplegadas por estos instrumentos consisten normalmente en el despliegue de un conjunto de

normas

preventivas

tendentes

a

evitar

el

desarrollo

de

obras

urbanísticas sobre ellos o, en el peor de los casos, de carácter paliativo, esto es la obligación de llevar a cabo una intervención arqueológica previa al desarrollo de las obras, delegando hacia la administración cultural la autorización y control de las mismas, así como la resolución adoptada al final sobre la compatibilización entre la obra nueva y las preexistencias arqueológicas. Es decir, estas figuras

de

protección del patrimonio

arqueológico tienen uno de estos dos significados: ‘Peligro para el patrimonio arqueológico’, cuando se pretende preservar al yacimiento de la actuación urbanística (usuales en las zonas clasificadas como rústicas o no urbanizables) y otra, ‘Peligro de Patrimonio Arqueológico’, cuya finalidad es advertir a los promotores de la existencia de unos condicionantes derivados de

la

existencia

de

vestigios

arqueológicos

que

deben

tener

en

consideración a la hora de poner en carga esos suelos (normales en suelos urbanos o urbanizables). Obviamente esta normativa se aplica sobre bienes conocidos y, con ciertas matizaciones, sobre presuntos en las evaluaciones de impacto ambiental. La LPHE definió un instrumento, el Catálogo de Bienes de Interés Cultural destinado a los bienes inmuebles (o muebles) más relevantes, dejando el resto a la protección urbanística. El olvido hecho por el legislador

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estatal de 1985 de las competencias constitucionales otorgadas a las Comunidades Autónomas en esta materia ha provocado significativas modificaciones no solo por la sentencia del Tribunal Constitucional 17/1991, sino por la emergencia de la legislación autonómica que ha asumido la competencia sobre los bienes de interés cultural y que también ha establecido nuevas categorías para acoger bienes sin ese carácter de relevancia. En el caso de Andalucía, el Catálogo General del Patrimonio Histórico de Andalucía que incluye, aparte de los bienes de interés cultural, los catalogados específicamente y los catalogados de forma genérica. Por supuesto, se trata de bienes conocidos. Para los bienes muebles, la LPHE instituyó el Inventario General de Bienes Muebles y la legislación autonómica ha optado por incluir en las mismas figuras muebles e inmuebles. Las técnicas de protección que conlleva la declaración consisten en la necesidad de previa autorización para cualquier obra o modificación que desea realizarse sobre los mismos, ya sea por los propietarios o otras administraciones públicas y, en el caso de las zonas arqueológicas – categoría con la que se denominan a estos bienes por la legislación cultural, la obligación de contar con un plan especial u otro instrumento urbanístico análogo que garantice la convivencia de usos en ellas. Frente al caso de los conjuntos históricos, en Andalucía solo las zonas arqueológicas de La Alhambra (Granada) y Madinat al-Zahra (Córdoba) cuentan con un plan especial aprobado, cuya aplicación deja mucho que desear básicamente porque la administración competente para su ejecución, la municipal, no es la titular del bien. No obstante, a pesar de esta pluralidad de instrumentos jurídicos vita no se ha mejorado el principal talón de Aquiles que presenta este sistema de protección. Da igual qué régimen quiera aplicarse a los bienes, si de máxima protección o de una menor, el caso es que la declaración requiere un procedimiento individualizado (salvo las declaraciones ope legis previstas en el propio texto legal, de las cuevas con arte rupestre y los castillos), cuya tramitación supone un esfuerzo considerable, sobre todo en la contestación de alegaciones y en asegurar la correcta notificación de los

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diversos pasos procedimentales a todos los interesados, que raramente se substancia en un plazo menor del legalmente previsto de 18 meses. Eso supone un auténtico cuello de botella que ralentiza el otorgamiento de un sistema específico a los miles de yacimientos conocidos. La única forma de soslayar estas horcas caudinas es derivar el grueso de la protección al planeamiento

urbanístico,

lo

que

significa

dejar

en

manos

de

las

autoridades locales responsabilidades sobre las que casi carecen de competencias porque, para colmo, la legislación cultural es una celosa defensora de la administración competente para su ejecución. Cuando se sospecha de la existencia de vestigios cuya ubicación exacta no se conoce, la legislación infraestatal dispone de figuras preventivas (como las zonas de servidumbre arqueológica), cuya aplicación en tierra firme no ha sido muy destacable, pero que se ha demostrado muy útil para el patrimonio subacuático. Las medidas son igualmente de carácter preventivo. Por último, el patrimonio arqueológico desconocido tiene diversos instrumentos de carácter protector sobre el nuevo patrimonio arqueológico mueble que se conozca a través de las dos principales formas de incrementar estos bienes, el hallazgo casual y las actividades arqueológicas. En primer lugar, hace ingresar esos bienes en el dominio público (ex artículo 40 LPHE) y, en segundo lugar, somete a previa autorización la realización de actividades arqueológicas, técnica que ya estaba presente en la Ley de Excavaciones Arqueológicas de 1911. El instituto jurídico del hallazgo casual dispone de medidas conducentes no solo a la salvaguarda de los bienes que surjan de forma no intencional, frente a las actividades arqueológicas. No obstante, a pesar de ser la institución jurídica con mayor solera en el derecho cultural español, pues ya estaba presente en las primeras normas protectoras de comienzos del siglo XIX, su aplicación resulta muy irregular y esporádica. Tampoco está jurídicamente bien resuelta su confrontación con la regulación civil del tesoro. Por su parte, el derecho del mar se ha consolidado a través de diversas convenciones de la ONU, la última de las cuales fue la mencionada CDM. En estas convenciones se han dividido los espacios marinos y submarinos en

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franjas determinadas por el grado de dominio estatal que sobre ellas se ejerce: aguas interiores, mar territorial (con una extensión máxima de 12 millas náuticas), zona contigua (con una extensión de 12 millas náuticas), zona económica exclusiva (ZEE hasta 200 millas incluyendo el mar territorial), plataforma continental y alta mar y fondos marinos y oceánicos. En las dos primeras categorías se acepta el dominio estatal costero sobre los espacios marinos bajo la figura jurídica de la soberanía. El problema comienza a partir de la zona contigua, donde se debate el alcance de los poderes de los estados ribereños, ya sea bajo la figura jurídica de soberanía o de jurisdicción. El patrimonio arqueológico está entre los elementos en discusión de la zona. A partir de las 24 millas náuticas, a pesar de algunas pretensiones de carácter nacional, la norma es que sobre el patrimonio arqueológico subacuático los estados no ejercen soberanía, sino

que

los

procedimientos

deben

ajustarse

al

derecho

público

internacional. El régimen de la ZEE, la plataforma y la alta mar y fondos marinos y oceánicos no contemplan ambas figuras jurídicas (salvo sobre sus propios buques y nacionales), para dar paso al concepto de patrimonio o bien común de la humanidad. Entrando algo más en detalle debe señalarse que la CDM contiene previsiones sobre navegación de superficie y submarina, tendido de tuberías submarinas, exploración y explotación de toda clase de recursos, pesca, conservación racional y utilización de especies, investigación científica y preservación del medio marino, entre otros aspectos incluyendo también el patrimonio arqueológico subacuático. Este fue un empeño debido a la presión ejercida por Grecia y Turquía, que despertó cierta sensibilidad en el seno de la ONU. Sin embargo, está tratado de forma bastante poco definida, lo que ha sido excusa para interpretaciones muy laxas que han permitido expolios subacuáticos, aunque probablemente sea mejor que nada. La Convención Unesco de 2001, sobre Protección del Patrimonio Cultural Subacuático, cuya entrada en vigor ha sido en enero de 2009, es el instrumento normativo del derecho internacional más completo de los existentes.

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La Convención se compone de dos partes diferenciadas: a) el propio texto de la Convención, cuya función es la de cubrir aspectos legales tanto de carácter general (esto es, cualquiera que sea el lugar donde se halle este patrimonio), como especial (aplicables dependiendo del lugar en que se encuentren); b) un Anexo con recomendaciones de naturaleza técnica y que ha recibido un apoyo generalizado de los países intervinientes, aunque manifestasen su rechazo a la Convención. Las principales características del texto podrían sintetizarse en los siguientes puntos: definición abarcadora de patrimonio cultural, obligación de preservar el patrimonio cultural subacuático, la preservación in situ como opción prioritaria, no a la explotación comercial del patrimonio arqueológico subacuático,

formación

e

intercambio

de

información

y

un

notable

compromiso entre el imperativo de protección y las necesidades operativas, es decir las normas sobre rescate y hallazgos. La aplicación de este entramado normativo protector no resulta fácil ni mecánica. Dos ejemplos recientes y conocidos pueden ilustrar los perfiles difusos por los que se desenvuelve la realidad: el caso del yacimiento de El Carambolo (Camas, Sevilla) y el denominado ‘caso Odyssey’. III.1. EL YACIMIENTO DE EL CARAMBOLO Como es bien conocido, en 1958 apareció un tesoro formado por piezas de oro durante la construcción de las instalaciones de la Sociedad Sevillana del Tiro de Pichón, en el paraje conocido como El Carambolo, un prominente cerro asomado a la cornisa del aljarafe sevillano, en el término municipal de Camas. Desde muy pronto el tesoro y los repertorios cerámicos recuperados en las excavaciones llevadas a cabo en ese lugar se convirtieron en una referencia constante en los estudios nacionales e internacionales sobre la protohistoria andaluza. Esta notoriedad, sin embargo, no afectó al propio yacimiento arqueológico, que mantuvo el status quo de 1958 durante

los siguientes cuarenta y tres años,

rompiéndose definitiva e irreversiblemente en 2000. La adquisición de los terrenos por parte de una mercantil con el objetivo de construir un hotel donde se encontraban las instalaciones del

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Tiro de Pichón dio inicio, en ese año, a un expediente administrativo tormentoso, traumático y repleto de desatinos e incoherencias. Tales despropósitos han afectado a la conservación del yacimiento, han trasmitido una pésima imagen de la gestión del patrimonio arqueológico a la opinión pública,

han

levantado

quejas

de

asociaciones

culturales

contra

la

administración cultural y, finalmente, se ha debido indemnizar a la mercantil con más de un millón y medio de euros, según recoge la sentencia 138/2012, de 27 de febrero de 2014 del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. El yacimiento no había sido declarado como monumento histórico artístico, a pesar de su notoriedad tras el descubrimiento del tesoro. Tras la transferencia de competencias a la Comunidad Autónoma de Andalucía, en 1984, tampoco se solventó ese déficit de atención, principalmente porque el sitio no corría peligro y, dado la inversión considerable de esfuerzo para llegar a la declaración de un bien de interés cultural, normalmente lo urgente desplaza a lo importante. Paralelamente, el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de Camas, desde su primera formulación en 1974, contemplaba la zona de El Carambolo como paisaje sobresaliente, adscribiéndose al sistema de espacios libres. Además de ello, preveía la redacción de un plan especial de carácter cultural y el paso al dominio público del yacimiento. Tales deseos tampoco contaron con impulso municipal, quedándose en propuestas sobre el papel. En 2000 cambió radicalmente la situación urbanística con respecto al yacimiento y su entorno. Se había producido la compra de los terrenos por parte de una empresa con la idea de construir un hotel en esa zona. El Ayuntamiento tramitó una nueva revisión del PGOU mediante la cual se establecía un uso terciario en ese sector, a concretar mediante un plan parcial (PP-5 Carambolo). En 2002, una nueva modificación del PGOU situó el hotel en la parte alta del cerro, en un lugar sin definir entorno de las instalaciones del Tiro de Pichón. Se pasó así de una figura de protección urbanística tendente a valorizar el yacimiento arqueológico, al menos en sus componentes

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paisajísticos, a otra figura donde el yacimiento resulta ser un problema a salvar para conseguir la finalidad pretendida por el promotor. En una decisión harto criticable –en mi opinión- por parte de la Delegación de Cultura en Sevilla, no incoó de urgencia expediente para su declaración como bien de interés cultural, lo que habría garantizado la protección

del

yacimiento.

Pero

además

de

ello,

para

colmo

de

despropósito, se autorizaron excavaciones que lejos de delimitar el yacimiento para excluirlo del sector donde había de construirse el hotel, se limitaban a excavar la superficie donde iba a construirse la instalación hotelera en medio del yacimiento. Acto nada baladí, pues una vez realizada la excavación, pagada además por el promotor, resulta más complejo no autorizar la construcción del hotel indirectamente, al permitir el completo levantamiento de las estructuras excavadas. Semejante decisión, que carecía de consenso de los técnicos de la Delegación, terminó generando un importante debate sobre qué hacer con las estructuras excavadas, una vez concluida la excavación y sacado a la luz una parte importante y realmente bien conservada del yacimiento. La presión mediática y profesional, preocupada por el futuro del yacimiento, inhibió la toma de una decisión final por parte de la autoridad administrativa, lo que no hizo sino agravar la situación. Tras año y medio de abandono, al retrasar la decisión final, se adoptaron

medidas

por

la

propia

Consejería

para

salvaguardar

el

yacimiento, cubriendo las estructuras arqueológicas que habían salido. No obstante, el periodo de indecisión continuó, esta vez por parte del Ayuntamiento, partidario decidido de la construcción hotelera, a causa de la paralización de cualquier autorización en los cambios de uso de parcelas rústicas, tras hacerse público el denominado ‘caso Camas’, que implicaba comportamientos reprochables penalmente en materia urbanística a la corporación municipal y singularmente al alcalde. Cabe pensar que esta contingencia, unida al cambio de personas al frente de la Consejería de Cultura y de su Delegación en Sevilla, favoreciese el favorable

acogimiento

autorizándose indirectamente,

el el

de

desmontaje hotel.

un

nuevo

de

las

criterio

estructuras

Consecuentemente,

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sobre

la

el

hotel,

no

exhumadas

e,

comercial pidió

una

Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

indemnización como responsabilidad patrimonial con el resultado conocido. En 2015 se ha incoado procedimiento para la declaración de lo que queda del yacimiento como bien de interés cultural. III.2. EL ‘CASO ODYSSEY’ El denominado ‘caso Odyssey’, cause célèbre de expolio submarino, contiene en sí mismo dos situaciones distintas: la búsqueda por parte de la empresa ‘caza tesoros’ Odyssey Marine Exploration Inc. (en adelante OME) del pecio del MHS Sussex y el expolio del pecio de la Nuestra Señora de las Mercedes,

en

una

localización

náutica

distinta,

con

la

reclamación

subsiguiente del tesoro extraído de ella ante la jurisdicción norteamericana. El HMS Sussex era un navío de guerra británico armado con ochenta cañones que naufragó debido a una fuerte tormenta en 1694, frente a Gibraltar. En el momento de su hundimiento llevaba un cargamento de nueve toneladas de oro, valorado en la actualidad en cuatro millones y medio de dólares, cuyo destino era comprar el favor del duque de Saboya para que ayudase a los ingleses frente a Luis XIV. Hacia 1998, OME realizaba pesquisas para localizar el pecio con el consentimiento del Ministerio de Defensa británico, quien ejerce como legítimo propietario del buque hundido. Con el apoyo del Gobierno británico, OME solicitó autorización a las autoridades españolas para desarrollar el denominado ‘Project Cambridge’, cuya finalidad era la localización del pecio del Sussex, si bien parece ser que ya contaba con autorización de Gibraltar. Debido a las posibles implicaciones internacionales del asunto –habida cuenta de que el pecio podía estar en aguas de titularidad disputada entre España y Gibraltar– el Ministerio de Asuntos Exteriores se puso en contacto con el de Cultura y, aun reconociendo la competencia de la Junta de Andalucía

para

autorizar

intervenciones

arqueológicas

en

las

aguas

españolas frente a sus costas, decidió que en esta ocasión la competencia debería quedarse en sede del Gobierno del Estado. Cuando OME, a través de un despacho de abogados de Madrid, pide autorización al Gobierno español para realizar prospecciones, el Ministerio

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

de Asuntos Exteriores, en diversos escritos, le solicita que adecúe su petición

a

la

legislación

vigente

sobre

prospecciones

arqueológicas

subacuáticas (LPHE). Tras diversas correcciones, en 1999 se notificó a OME la concesión de la correspondiente autorización, con conocimiento del Museo Naval e informe favorable del Centro Nacional de Investigaciones Arqueológicas Submarinas. Esta autorización puede parecer descabellada puesto que, por mucha adecuación

del

proyecto,

resulta

inverosímil

que

una

compañía

de

cazatesoros se reconvierta a la metodología arqueológica. Sin embargo España tenía poco margen de maniobra a este respecto; y de hecho lo usó para garantizar, de la mejor manera posible, que la actividad se realizase en fases y tener siempre la seguridad de que afectase solo al pecio del MHS Sussex. Para entender el porqué de esa estrechez en el margen de maniobra, debemos volver a los principios jurídicos internacionales explicados más arriba. No estaba en discusión que el MHS Sussex fuese un barco de Estado en misión oficial cuando se hundió; condición jurídica de buques y aeronaves que no pierden tras haber naufragado, extendiéndose también a su

cargamento.

Una

vez

aceptado

el

postulado

anterior,

y

con

independencia de dónde se halle, ser un buque de Estado implica, en aplicación de los principios de la CDM, que tal pecio goza de una inmunidad soberana, recayendo en el Reino Unido la potestad de decidir su destino y, consecuentemente, a quién le concede la encomienda para realizar su rescate. Debe observarse también que, reconocida la titularidad extranjera del pecio y su carga, no cabe la aplicación a este supuesto del precepto contenido en el artículo 44 LPHE sobre el dominio público de los hallazgos arqueológicos

y

los

bienes

de

esa

misma

naturaleza

producto

de

intervenciones arqueológicas, por no tratarse de una res nullius, sino que tienen propietario conocido que no ha hecho dejación de sus derechos, antes bien los está ejerciendo. No obstante, el Gobierno español no se limitó a una mera respuesta positiva a la solicitud de OME, sino que aprovechó el acto autorizatorio para

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

limitar el alcance de la actividad. Se concretó el objeto de la búsqueda a los restos del MHS Sussex, debiendo dar cuenta a las autoridades españolas de cualquier otro hallazgo; también se establecieron condiciones limitativas en el orden temporal de la vigencia de la autorización (noventa días ampliables por

cuestiones

meteorológicas)

y

espacial,

confinándola

al

espacio

delimitado por unas coordenadas concretas. Junto a estas limitaciones se pusieron otros condicionamientos con incidencia

en

la

forma

en

que

debería

desarrollarse

el

trabajo.

Concretamente OME no tenía autorización para realizar ninguna extracción, quedando obligada a notificar toda la información científica derivada de la actividad, así como a permitir la presencia de un representante de la Armada española para colaborar en las tareas científicas. Por último, se recordaba que esa autorización no les eximía de solicitar las demás que fuesen pertinentes. El siguiente hito fue el conocimiento por parte de la Administración española, en 2001, de la localización de un conjunto de piezas de artillería y un ancla por OME. Se autorizó su extracción, bajo estrictas condiciones, en ese mismo año. Como la vez anterior, estas se extendían a la prohibición de que

los

buques

de

OME

recalasen

en

Gibraltar,

la

presencia

de

representantes de la Armada y, eventualmente, de arqueólogos en ellos y, finalmente, la limitación de la autorización a la extracción de las piezas señaladas. Las piezas fueron extraídas y, aunque el informe del Museo Nacional de Cartagena sobre una pieza de hierro fundido procedente de esa actuación, determina que no puede precisarse de manera rotunda su procedencia, OME sí aseguró al Gobierno británico que su procedencia era el Sussex. Ello permitió la conclusión de un acuerdo económico para la explotación del pecio entre el Gobierno británico y OME, firmado en 2002. A través de la Guardia Civil, en 2001 conoció la Junta de Andalucía los permisos dados por el Gobierno de España a OME para la localización del MHS Sussex, tras lo cual el Consejo de Gobierno andaluz autorizó a su gabinete jurídico a plantear un conflicto de competencias, por entender que se trataba de una injerencia del Estado en competencias autonómicas. Pero

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

la respuesta del Gobierno, atendiendo a las circunstancias extraordinarias que rodeaban el ‘caso Sussex’, convencieron a la Junta de Andalucía, que aparcó su inicial propósito. Este conato de desencuentro competencial entre el Gobierno central y el de la Junta de Andalucía trajo como consecuencia que, a partir de ese momento, fuese esta quien asumiese la competencia sobre las ulteriores autorizaciones solicitadas por OME. En diversas sesiones de la Comisión Andaluza de Arqueología celebradas entre 2002 y 2004 se vieron diversas versiones de proyectos de excavación remitidos por OME, por ser necesario su informe como fundamento técnico para las resoluciones de la Dirección General de Bienes Culturales (art. 18.4 del Reglamento de Actividades Arqueológicas de Andalucía, aprobado por Decreto 168/2003, de 17 de junio). Todos los proyectos fueron informados negativamente por la Comisión, atendiendo a diversos motivos tanto formales como de fondo. Con posterioridad, los informes de la Comisión han sido igualmente desfavorables a las pretensiones de la empresa cazatesoros, al negarse a dar las coordenadas donde se había localizado el supuesto pecio del Sussex. A comienzos de 2005 se conoce que la Guardia Civil mantiene un operativo de vigilancia en aguas del Estrecho, al menos desde noviembre del año anterior, por petición de la Junta de Andalucía, ante la presencia de un barco de OME realizando actividades de búsqueda no autorizadas por el Gobierno autonómico (Diario de Sevilla de 21/02/2005). En julio de 2005, el Ministerio de Asuntos Exteriores comunicó a la Embajada de EE UU la autorización a OME para la realización de las labores de identificación del HMS Sussex, sujeto a las condiciones impuestas para ello por la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y el Ministerio de Cultura, entre ellas la de contar con personal técnico designado por la Administración andaluza para inspeccionar el desarrollo de la actividad, recayendo sobre OME la responsabilidad de solicitarlo. Cuando OME solicitó la designación del nombramiento de la persona experta, tanto la Dirección General de Bienes Culturales de la Junta de Andalucía, como la de Bellas Artes y Bienes Culturales del Ministerio de Cultura, comunicaron a la empresa que debía

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

primero

obtener

autorización

para

la

realización

de

la

actividad

arqueológica. Ya en 2006, la persistencia de OME en su intento de localizar el Sussex, aún sin poseer autorización administrativa para ello (Diario de Sevilla de 17/01/2006), motiva una nueva intervención del instituto armado que denuncia ante el juzgado de La Línea de la Concepción la resistencia de la empresa a abandonar aguas españolas (El País de 12/01/2006). Para OME resultaba innecesario tener una nueva autorización de la Consejería de Cultura, ya que poseen la del Ministerio de Asuntos Exteriores (Diario de Sevilla de 19/01/2006). Esta contestación, agravada por una creciente presión

social

y

movilización

de

grupos

ecologistas

(El

Mundo

de

26/01/2006), parece mover a intervenir de manera directa al Ministerio de Asuntos Exteriores español, que reclama ante la embajada de EE UU, la suspensión de la búsqueda del Sussex por parte de OME (El Mundo de 27/01/2006). La empresa finalmente desiste de su empeño, tras recoger ‘muestras arqueológicas’ (Diario de Sevilla y El País de 28/01/2006). Este

rifirrafe

entre

la

Administración

autonómica

y

OME

tuvo

consecuencias administrativas. En marzo de 2006, la Consejería de Cultura abrió expediente sancionador a OME por realización de actividades arqueológicas, sin autorización, a nueve millas náuticas de la playa Atunara (dentro de las aguas territoriales). Procedimiento que adquirió firmeza por Orden de la Consejera de Cultura de abril de 2007, en la que se estimaba parcialmente el recurso de alzada interpuesto por la empresa, quedando fijada la cuantía de la sanción en 60.101,21 €. Recurrido ante la jurisdicción contenciosa-administrativa esta Orden, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía dictó sentencia el 27 de mayo de 2010 (Recurso nº 396/2007), desestimando el recurso interpuesto por OME y confirmando la multa impuesta. Años después se ha sabido que, por esas fechas, OME encargó a especialistas en naufragios la búsqueda de información sobre la carga y lugar de hundimiento de varios barcos en aguas del Estrecho, en el Archivo de Indias, en lo que denominó ‘proyecto Amsterdam’. Entre ellos la Nuestra

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

Señora de las Mercedes, fragata de bandera española que se hundió en aguas internacionales, frente al cabo de San Vicente, en 1804. En 2007 OME y el Gobierno británico parecen haber aprendido la lección. En lugar de volver a trabajar obviando todos los requisitos necesarios para ello, se busca, de nuevo mediante la inapreciable mediación del Ministerio de Asuntos Exteriores español, un permiso de la Junta de Andalucía para rescatar el cargamento del Sussex. Tal permiso no llegó a otorgarse en ningún momento, aunque hubo conversaciones al respecto. La negativa de OME a facilitar las coordenadas del lugar donde pensaba operar en la búsqueda del pecio británico fue el mayor escollo para la concesión de la autorización interesada por la Embajada británica. No obstante, el Odyssey Explorer y el Ocean Alert, barco de apoyo del anterior, habían recorrido sin control alguno aguas cercanas al Estrecho, una vez que sabían las coordenadas del pecio del Nuestra Señora de las Mercedes. Las siguientes noticias aparecidas ya no tienen relación con la búsqueda del MHS Sussex, sino con el expolio de la fragata española. OME había contratado en 2005 a una documentalista para recabar toda la información relativa al navío Nuestra Sra. de las Mercedes hundido en aguas internacionales del Estrecho de Gibraltar (Abc de 25/09/2008). La empresa pidió al Gobierno español autorización para su explotación a finales de ese año, según se recoge en el sumario abierto en el juzgado de Tampa (Florida) por este caso, a lo que España se negó. No obstante, aunque los servicios de vigilancia de control marítimo tuvieron localizados de manera constante los barcos de OME, durante los meses de abril y mayo de 2007 perdieron su rastro en aguas del Atlántico, permaneciendo fuera de los localizadores casi un mes. El 17 de mayo OME mostró su auténtico rostro. Ese día, el Tampa Bay News reproducía un comunicado de prensa en el que OME ponía en conocimiento de la opinión pública, la presentación de sendas acciones judiciales para reclamar la propiedad y derecho de explotación de dos pecios: uno era el del Ancona y el otro, envuelto en el mayor de los secretismos, denominado Black Swan. De él solo dijeron que estaba situado a cien millas al oeste de Gibraltar y a mil cien metros de profundidad.

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

El distinto eco que tuvo esta noticia, distribuida por la agencia Efe al día siguiente en la prensa española, muestra hasta qué punto tenía la mayoría de los periódicos adormecida su capacidad crítica, y cómo el giro dado por OME les cogió con el ‘paso cambiado’; explicación plausible de por qué tardaron en reaccionar y ver la dimensión real de lo ocurrido. Pronto, la Administración española sospechó que este relato era cierto y comunicó a la Embajada de EE UU, mediante Nota Verbal 78/11 de 22 de mayo del Ministerio de Asuntos Exteriores, la suspensión inmediata de cualquier tipo de actuación de OME. Después planteó acciones jurídicas para recuperar el cargamento del pecio (Abc de 31/05/2007), que no tardó en identificar como el de la Nuestra Señora de las Mercedes. Tras un proceso llevado a cabo ante la administración de Justicia norteamericana, el resultado fue el reconocimiento de la reclamación española, de que se trataba de un buque de Estado y, por tanto, el cargamento pertenecía al Estado español. Una vez devuelto, parte del mismo se ha distribuido en diversos museos y exposiciones itinerantes. No obstante, cabe advertir de que el expolio cometido contra este pecio, sin duda perteneciente al patrimonio histórico español aunque sea en aguas internacionales, del que entiende un juzgado de La Línea de la Concepción (Cádiz) está virtualmente parado, por lo que parece evidente que quedará impune. IV. LA CONSERVACIÓN DEL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO Por conservación debe entenderse el conjunto de medidas de intervención sobre el bien tendentes a ralentizar su deterioro, intentando garantizar una mayor perduración. Por el contrario, la restauración interviene sobre el bien para devolverle la configuración perdida, haciéndolo más comprensible, o bien permitiendo prolongar su uso o darle uno nuevo. Todo bien arqueológico, una vez desenterrado sufre un proceso físicoquímico de transformación para adecuarse a las nuevas características medioambientales, que implica normalmente su cambio más o menos rápido dependiendo de la naturaleza de los materiales de los que esté hecho. Este proceso es inevitable y sus transformaciones, irreversibles. La

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conservación preventiva trata de ralentizar su producción, procurando estabilizar las nuevas condiciones medioambientales y hacerlas lo más parecidas posible a las que tenía previamente. La conservación tiene un carácter preventivo y suele ser poco invasora sobre el bien y su configuración. Habitualmente consiste en tratamiento químico para consolidarlo o tratarlo de determinadas patología, así como aislarlo, en la medida de lo posible, de la influencia externa ya sea medioambiental ya antrópica. Son medidas de conservación preventiva, como la construcción de techumbres o espacios que amparen bienes inmuebles in situ, pequeñas reparaciones de elementos para frenar causas de su deterioro, las limitaciones de acceso público a los mismos, o la estabilización medioambiental del entrono de piezas mediante su exhibición en vitrinas. La conservación preventiva se ha convertido en un campo altamente especializado, en el que se aplican las más diversas técnicas y analíticas físico-químicas. Si bien, cabe destacar que, a pesar de esos esfuerzos, aún no se conocen bien las causas del deterioro en toda su profundidad, ni tampoco

las

relaciones

sistémicas

entre

determinadas

variables

ambientales, más allá de la incidencia de la temperatura, luz y humedad relativa. No obstante, dada la dificultad de aplicación y la constancia con que debe mantenerse el cuidado de los bienes desenterrados, la regla de oro de la conservación preventiva es no excavar y no dejar a la intemperie bienes sin haber asegurado antes la aplicación de medidas paliativas y de control del deterioro. Las intervenciones de restauración en yacimientos arqueológicos han respondido a dos concepciones divergentes, por no decir opuestas, que solo muy recientemente han comenzado a confluir en un cuerpo doctrinal. Por un lado, la restauración monumental, deudora del moderno aprecio a los bienes históricos, excluía a las ruinas de la intervención restauradora, limitando su intervención a la consolidación y las labores de conservación que garanticen su continuidad temporal. De otro lado, se desarrolló tempranamente otra corriente que, pensando más en el público visitante que en los propios vestigios, propició intervenciones que acentuaban las

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

posibilidades didácticas de los vestigios, con libertad de criterio, aunque no siempre con unos principios rigurosos que hayan mantenido vigencia a lo largo del tiempo. Ambas líneas han mantenido una evidente tensión entre ellas, con el debate sobre la autenticidad como piedra de toque. No obstante, aunque ya en la Carta de Atenas, y más adelante, en la Venecia, se hacía especial hincapié en huir de las reconstrucciones en estilo, este rigorismo ha ido perdiendo fuelle. Varias son las cuestiones que han incidido en ello. Por un lado, la universalización del debate sobre la autenticidad ha obligado a tomar en cuenta a otras sensibilidades sobre la perduración del pasado en el presente, distintas de la europea, como se manifiesta en la Carta de Nara. De otro, los más cumplidos ejemplos de anastilosis se han revelado menos exactos de lo que se presuponía, pero no por ello se ha procedido su desmontaje ya que, por encima de la disconformidad con los expertos se ha impuesto el favor con el que son acogidas por el público, siempre agradecido por la ayuda que prestan para interpretar las ruinas. Por último, el arsenal conceptual rigorista de mínima intervención estaba mal equipado para hacer frente a las necesidades especiales nacidas de las destrucciones casi totales de ciudades, como Berlín o Dresde, durante la Segunda Guerra Mundial. Los vastos programas de reconstrucciones, siguiendo las premisas de ‘donde estaba y como era’, encajaban mal con el tratamiento minimalista de los monumentos del que hacía gala la teoría de la restauración del Istituto Centrale del Restauro, adalid del rigorismo en la intervención mínima sobre la apariencia. Aunque, el gusto romántico por la conservación de las ruinas tal cual, con mínimas tareas de mantenimiento, sigue siendo predominante en la forma de tratar los vestigios arqueológicos en los países donde las teorías de Morris y Ruskin tienen todavía un amplio peso específico, como el Reino Unido, lo cierto es que las intervenciones en yacimientos arqueológicos, desde la óptica de la restauración, vive desde finales del siglo XX una etapa dominada por los grandes proyectos dirigidos a dotar a las ruinas de legibilidad visual para los visitantes, compaginando el gusto por la ruina y un afán desmedido por la restauración-restitución. Los ‘campos de ruinas’

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han dejado de poseer ese valor místico que tuvieron otrora. No se trata tanto de restituir siguiendo el estilo original, sino de nuevos proyectos que revalorizan, en muchas ocasiones a costa de las propias estructuras arqueológicas, como el teatro de Sagunto (Valencia), el mausoleo de Abla (Almería), el yacimiento de Torreparedones (Baena, Córdoba), o una amplia gama de fortalezas y castillos repartidos por toda la geografía nacional, la funcionalidad de los espacios mediante construcciones que siguen lenguajes contemporáneos. La Carta de Cracovia ha dado un importante paso en este itinerario, reconociendo la mutabilidad de los valores asignables a los bienes culturales y su necesaria adaptación a los deseos y necesidades de la comunidad. Pero también, desde el punto de vista de la interpretación, se reivindican con fuerza los yacimientos arqueológicos como lugares donde explicar los procesos de conocimiento y la vinculación de la arqueología con el público. Ciertamente este debate, basado especialmente en intervenciones materiales sobre los bienes, pierde contundencia en el ámbito profesional conforme las nuevas metodologías de la representación visual, como la realidad aumentada, ganan favor y resultan cada vez más asequibles, pero no pierde vigor en el social. En no pocas ocasiones, esta presión social ejercida por asociaciones culturales llega (o al menos lo intenta) a fiscalías y tribunales

en

forma

de

denuncias

por

‘destrucción

del

patrimonio

arqueológico’, sobre las que resulta muy difícil pronunciarse, cuando no se han conculcado preceptos legales y tienen las pertinentes autorizaciones administrativas, e incluso han sido impulsadas por ellas. El artículo 39 LPHE recoge como precepto, en línea con los postulados de la carta de Venecia, la prohibición en bienes inmuebles declarados de interés cultural de reconstrucción en estilo, salvo anastilosis (uso de partes originales) debidamente documentadas, y el respeto a todas las adiciones hechas a lo largo de la historia al monumento, salvo que supongan una evidente degradación. A pesar del éxito judicial en la aplicación de este principio en el conocido caso de la reconstrucción del teatro de Sagunto, la irreversibilidad de lo construido, aunque teóricamente no lo fuese, deja la sentencia en

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poco menos que en una victoria pírrica. En casos sucesivos, como la ampliación del Museo del Prado, la elasticidad de los criterios técnicos ha amortiguado interpretaciones más rotundas. La reforma del palacio de San Telmo en Sevilla (declarado monumento histórico-artístico en la década de los sesenta y, por tanto, con la consideración actual de bien de interés cultural) para adaptarlo a sede de la presidencia de la Junta de Andalucía enfrentó a técnicos de la Delegación de Cultura de esa ciudad, con el autor del proyecto, la Comisión de Patrimonio Histórico y la propia Junta de Andalucía, ya que originalmente el proyecto demolía uno de los muros de la antigua escuela de mareantes, así como unos patios realizados por Basterra en la década de los veinte, cuando fue convertido en seminario diocesano. La presión social y mediática, sobre todo cuando trascendió a los medios de comunicación que la delegada provincial había ocultado los informes negativos a la Comisión Provincial de Patrimonio, órgano asesor cuyo informe suele ser el adoptado por la citada autoridad en sus resoluciones autorizatorias o denegatorias, empantanó la autorización durante más de dos años. Finalmente, se constituyó una comisión internacional, liderada por el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico, que si bien no avaló el proyecto concreto, aunque el autor había accedido a respetar el muro de la fábrica original, sí la necesidad de reforma y finalmente se instrumentalizó au-dessus de la mêlée para aprobar el polémico proyecto. La asociación cultural contraria al mismo intentó penalizar el comportamiento de la delegada provincial con nulo recorrido, quizás una acción por la vía contenciosa hubiese tenido más éxito. Opino que, tras meses de contienda en los medios de comunicación, deseaban condenas penales para la citada autoridad ya que, en caso de haber triunfado en la vía contenciosa, estarían en la pírrica situación del caso saguntino. V. LA DIFUSIÓN Y SENSIBILIZACIÓN SOBRE EL PATRIMONIO ARQUEOLÓGICO Desde el principio de la administración cultural su función teleológica ha sido la protección y conservación de los bienes que la legislación sectorial les ha encomendado para el disfrute público. Sin embargo, ese destino público ha sido siempre tratado desde posicionamiento sometidos a

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

lo que actualmente consideramos como ‘modelo deficitario’. Según este principio,

la

sociedad

en

su

conjunto

presenta

una

deficiencia

de

conocimiento específico sobre historia y patrimonio histórico que trata de llenarse unidireccionalmente desde círculos expertos. Son ellos, desde la academia o la administración, quienes deciden qué información es preciso conocer y qué resulta de interés. El propio concepto de difusión, con una acendrada historia en el ámbito administrativo, apunta etimológicamente a ese modelo unívoco. Sin embargo, la relación con la sociedad y el público lego viene experimentando modificaciones notables, desde hace más de cuarenta años, tendentes a revalorizar el papel pasivo del público como destinatario inerte de la acción difusora. Museos y otras instituciones culturales claramente dedicadas a mostrar y enviar a la sociedad un mensaje cultural, han cuestionado la utilidad del ‘modelo deficitario’ y procuran conocer cuáles son las necesidades del público contadas por él mismo y no interpretadas por nadie. Incluso el viejo término de difusión se ha cambiado por el de comunicación, que soporta mejor el establecimiento de modelos bidireccionales. Antes de exhibir algo, de elegir qué se dice sobre alguna exposición, se hacen encuestas y estudios de público para conocer qué se sabe sobre ello y orientar mejor los mensajes. Esta ha sido realmente la gran revolución de la moderna museología y no la introducción de las tecnologías digitales en el aparato museográfico de una exposición. V.1. EL CONJUNTO ARQUEOLÓGICO DE CARMONA Y SU PÚBLICO REAL Y VIRTUAL El Conjunto Arqueológico de Carmona es el nombre con el que se conoce, desde 1992, la anterior Necrópolis Romana de Carmona, primer yacimiento en abrirse a la visita pública en España y uno de los primeros de toda Europa, pues se inauguró solemnemente en 1885. Esa larga trayectoria permite explicar a través de ella los cambios operados en la concepción de la comunicación del mensaje cultural. De forma pionera, la Necrópolis Romana de Carmona ya contaba a finales del siglo XIX con algunas facilidades para la interpretación, singularmente rótulos indicativos en los complejos funerarios y un museo de

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

sitio donde se exponían los bienes muebles hallados en las excavaciones. No obstante, cabe poca discusión sobre que la principal utilidad era la visita guiada realizada por los propios excavadores o personas de su confianza ya que solo las personas muy expertas, normalmente profesores universitarios, tenían conocimientos suficientes como para interpretar lo que veían. Las sucesivas reformas expositivas del museo que, en los años sesenta,

le

quitaron

el

gusto

anticuarista

que

mantenía

desde

su

inauguración por otro más acorde con los protocolos académicos, no fueron capaces de eclipsar el favor público de la visita guiada, dándose la circunstancia de que quien las hacía, a comienzos de la década de los sesenta del pasado siglo, era el hijo del guarda, que comenzó con esta función a los seis años y terminó a los nueve, cuando su padre fue trasladado de destino. En los libros de firmas de la institución se conservan centenares de alabanzas al petit guide que enseñó la Necrópolis a miles de visitantes de todas las nacionalidades, añadiendo en no pocos casos comentarios del siguiente tenor: ‘sabe más historia de Roma que nosotros [los adultos a los que acompañaba en su visita]’. Por cierto, no se trataba solo de visitantes legos conmovidos por la juventud del guía, intelectuales como Marguerite Yourcenar, también dejaron por escrito su complacencia con el chico, sin que a nadie pareciera importar qué hacía un niño de esa edad enseñando la Necrópolis en lugar de estar escolarizado. Amén de otras consideraciones de orden social, esta anécdota ilustra la necesidad de los visitantes de una explicación, por simple o desinformada que sea, cuando estos cambian de viajeros a turistas. En efecto, la gestión del turismo de masas en los lugares patrimoniales se ha convertido en un reto no solo para evitar el deterioro antrópico provocado por la acción mecánica de las olas de visitantes, sino para intentar hacer llegar ese mensaje mencionado anteriormente. Sobre esto no hay soluciones fáciles ni, mucho menos, recetas mágicas. Todo intento de gestionar los flujos de visitantes y su atención individualizada pasa por dividir el público en categorías, separando al denominado ‘público cautivo’ (que no manifiesta interés en visitarlo sino que la parada en

el Conjunto Arqueológico

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está motivada por el

Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

touroperador que gestiona el viaje) y quienes sí desean visitarlo de forma voluntaria, es decir el denominado visitante individual, aunque en realidad lo haga en pequeños grupos, normalmente de tipo familiar. Si para los primeros, todo intento de mejorar la comprensión de la visita resulta casi infructuoso debido, sobre todo, al muro infranqueable que presentan los guías que los acompañan y su negativa a cambiar de hábitos o enriquecer su discurso, para los segundos se dispone de medios audiovisuales que complementan las tradicionales cartelas y los folletos para hacer llegar el mensaje. No obstante, acorde con lo ya expuesto, el diseño de estos medios normalmente se realiza tras un arduo trabajo demoscópico y se testa con diversos métodos de observación y consulta. Junto a ello, se han diseñado estrategias para atender al público infantil escolarizado mediante animaciones y recreaciones de juegos gladiatorios o ritos funerarios romanos en los que toman parte activa, combinando el aprendizaje con un entorno lúdico. Estas técnicas se han mostrado realmente exitosas, aumentando la demanda de los centros que quieren participar, lo cual, aunque parezca contradictorio, debe ser manejado con suma precaución para no superar la capacidad de carga de la propia institución y evitar caer en la conocida como ‘muerte de éxito’. También se han desarrollado líneas de trabajo para acercar al Conjunto a los residentes del entorno social, que normalmente suelen ser los más reacios a entrar. En estos casos se suelen arbitrar medidas que combinan la institución museística con la acción social educativa, a través de talleres de lectura u otro tipo de acciones específicas dedicadas a colectivos menos atendidos museísticamente, así como a sus familiares, como las personas con discapacidades mentales. Por otra parte, el Conjunto Arqueológico de Carmona tiene, como cualquier otra institución museística moderna, una presencia cada vez más rotunda en las redes sociales, especialmente Facebook. Esta ventana abierta a internet es normalmente usada para difundir y comunicar las actividades y eventos que acontecen en la institución, cifrándose su éxito en el número de seguidores online que tienen. Sin embargo, en el Conjunto

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Ignacio Rodríguez Temiño El patrimonio arqueológico de la A a la Z…

hemos querido realizar actividades propiamente museísticas, la explicación de piezas de la exposición permanente, pero online. Se ha usado para ello la

página

del

Conjunto

Arqueológico

en

Facebook.

Para

incitar

la

participación, aplicamos las técnicas de interpretación del patrimonio a esta actividad. Así, para exponer la pieza, en lugar de dar el habitual repertorio de datos técnicos que la identifican, preferimos acompañarla de una escueta pregunta: por ejemplo, junto al espejo de bronce de un ajuar funerario se preguntaba ‘¿Para qué querrían los muertos un espejo?’ o junto a una liendrera de hueso hallada en un ajuar femenino, ‘¿Qué le picaba a esta mujer?’. Ello alentaba el debate y las opiniones entre los seguidores de la actividad. Cuando el debate parecía concluido, se daba una interpretación que intentaba responder a la pregunta. Mediante esa técnica, de la que fuimos pioneros y hoy está bastante extendida, pudimos fomentar la creación de un grupo más o menos amplio de seguidores, fidelizando su visita a nuestra página. Del análisis de esta comunidad, a través de los datos personales accesibles en sus propios perfiles, hemos visto que se trata, en su mayoría, de residentes en el entorno comarcal de Carmona, pero que frente a los visitantes reales, en estos seguidores virtuales suele haber un mayor porcentaje de personas con estudios elementales. También que esta interacción les ha motivado su visita al conjunto al que, en la mayoría de las ocasiones, habían venido una sola vez en su vida, cuando escolares. En fin, el hecho de que seamos un museo pequeño, con una fuerte implantación territorial nos permite esta atención, a pesar del reducido personal con que contamos. Los grandes museos que cuentan con cientos de miles de turistas no suelen prestar tanta atención a estos aspectos, ya que

cubren

los

estándares

de

éxito,

desgraciadamente

fijados

exclusivamente en el número de visitantes y no en la calidad de la visita, con suficiencia. De la experiencia en la comunicación del patrimonio arqueológico adquirida a lo largo de estos años en el Conjunto Arqueológico de Carmona, destacaría no obstante, que la visita guiada, la relación personal establecida con los visitantes sigue siendo el principal medio de transmisión y el que

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mayor satisfacción genera en el público visitante. Por ello prestamos tanto empeño en la formación en técnicas de interpretación de los guías profesionales, que habitualmente proceden del sector del turismo. Camino en el que aún estamos lejos de haber cosechado la respuesta adecuada, aunque no por ello desistimos de recorrerlo. VI. LA DEFENSA DE LA LEGALIDAD La educación es la meta en la que se fija el cambio conductual. La función social del patrimonio histórico, la razón por la cual estos bienes tienen una consideración especial para el derecho, reside en su capacidad de servir para el enriquecimiento personal, en la idea de que la cultura, en sentido amplio y no reducida a la mera recopilación de datos, nos hace más libres y capaces de controlar nuestro propio destino. Este aserto goza del suficiente reconocimiento como para convertirse en un principio, en piedra angular del ordenamiento jurídico y de la acción institucional. Sin embargo, este principio no funciona siempre de igual modo. Si es cierto que la autoconciencia nos permite elegir las mejores opciones, no siempre ese mecanismo opera de esa forma. Si ahondamos en fundamento cognitivo y filosófico subyacente a esta devoción en la educación que profesa la modernidad de la que somos herederos, encontramos que la acción educadora a la que me refiero aquí es de tipo informal, como la inmensa mayoría de la educación que recibimos a lo largo de nuestra vida, y está basada en el razonamiento platónico de que el conocimiento del bien y la verdad nos lleva ineludiblemente a la acción apropiada. La realidad que nos rodea ofrece ejemplos justamente de lo contrario. En efecto, si eso fuese así de fácil las campañas de sensibilización para una conducción responsable habrían bastado para disminuir los accidentes, sin necesidad de recurrir a penalizar las conductas más temerarias o imponer el carné de conducir por puntos. Tampoco se explicaría el escaso éxito de las campañas para prevenir el tabaquismo y sus consecuencias nocivas, sin recurrir a la prohibición de fumar en espacios públicos. Es decir, desconozco los mecanismos por los cuales la propia etología humana se aísla de las consecuencias de sus actos, eligiendo en muchos casos conductas de riesgo

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para uno mismo y los demás, pero es evidente que ocurren. Y si eso pasa con bienes tan relevantes como la vida, la salud o posesiones valorizadas como los automóviles, podemos imaginarnos el grado de motivación existente cuando se habla de bienes difusos, de propiedad comunal, como los arqueológicos. En fin, sirva este largo proemio para explicar que, a pesar de los esfuerzos educativos para generar respeto y aprecio por los bienes arqueológicos, lo cierto es que son precisas otras medidas de carácter coercitivo para caminar hacia el horizonte ideal dibujado en las leyes. Siempre que me enfrento a esta materia me parece prudente pedir disculpas por adelantado por no ofrecer una adecuada contextualización de las diversas posturas doctrinales y jurisprudenciales sobre algunos de las cuestiones que se abordan aquí, ya que mi menguada cultura jurídica no da ni siquiera para intentarlo. Soy consciente, pues, de tocar temas y conceptos muy vidriosos y de que en mi forma de exponerlos los simplifico quizá en exceso, confío en que quienes tengan la curiosidad de leer este texto aporten lo que falta. Esta advertencia me lleva a otra: las opiniones vertidas en este trabajo son estrictamente personales y no presuponen las de la administración a la que pertenezco. En este aparato de defensa de la legalidad me interesa traer a colación una cuestión que considero preocupante, el déficit de atención prestado al derecho administrativo sancionador en materia de patrimonio histórico por la doctrina administrativista. Opino

que

esta

falta

de

reflexión

ha

empujado

el

derecho

administrativo sancionador en materia de patrimonio histórico, más allá de lo razonable, dentro del posicionamiento doctrinal y operativo del derecho penal, con quien forma parte en efecto del ius puniendi del Estado, compartiendo con él principios fundamentales, pero no así todos sus preceptos. Con ello se ha tratado de garantizar los derechos de las personas infractoras ante los posibles abusos administrativos, pero también se ha desnaturalizado la acción administrativa, cuya función es sobre todo la prevención de riesgos y no duplicar el ordenamiento penal.

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Descendiendo al caso del uso de aparatos detectores de metales en relación a la búsqueda de restos arqueológicos (que de largo suponen la mayoría de los expedientes sancionadores instruidos), quizás se explique mejor mi posicionamiento. Estos aparatos son la causa de expolio más extendida en España, sobre todo en Andalucía, como ya se ha comentado. A pesar de ello, y de la preocupación sobre el expolio arqueológico que gravitaba sobre el legislador constitucional y de 1985, cuando se promulga la LPHE, el uso de estos aparatos no está entre las tipificaciones infractoras contempladas en esa norma. De hecho, las denuncias realizadas entre 1985 y 1991, cuando apareció la primera Ley de Patrimonio Histórico de Andalucía, solo tenían acogida en sede judicial, con nulos resultados a tenor de la escasa cuantía del valor de los bienes con que eran sorprendidos los usuarios de estos aparatos. La LPHE recoge como infracción administrativa la realización de actividades arqueológicas sin autorización, pero como define las actividades arqueológicas como aquellas destinadas a la investigación y conocimiento del pasado siguiendo los protocolos académicos de la arqueología, cualquier procedimiento sancionador decaía por falta de tipificación, ya que resultaba temerario imputar ese tipo de finalidad a personas que apenas tenían estudios primarios. En la Ley de Patrimonio Histórico de Andalucía de 1991, con regular técnica jurídica por cierto, se tipificaba ‘el uso no autorizado de aparatos detectores de metales’. El principio sustentante de esa conducta era gestionar un riesgo, adelantar la barrera de la prevención para salvaguardar unos bienes fácilmente accesibles y, por tanto, vulnerables al daño y la destrucción. Se trataba de someter a previa autorización el uso de esos aparatos, sancionando su incumplimiento. Un aparato detector de metales no distingue si lo que encuentra es, por citar un ejemplo muy aludido en las alegaciones, el anillo de oro perdido por el usuario en fechas atrás, o un anillo romano perteneciente a un enterramiento de hace veinte siglos. Para salir de la duda el usuario del detector debe remover el lugar donde se ha producido la localización, provocando ya la descontextualización del objeto arqueológico y por tanto un daño irreparable. No se trata de una infracción

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objetiva, sino de una conducta arriesgada de la que es responsable aunque sea a título de una culpa levísima (de no pedir autorización, cuya necesidad es bien conocida en el colectivo de quienes utilizan estos aparatos), pero suficiente para imponer una sanción administrativa (entre 600 y 900 €, dependiendo de la presencia de agravantes o atenuantes). No considero que para cumplir el tipo sea imprescindible demostrar el dolo añadido que querer encontrar restos arqueológicos. Si, en todo caso, quedara en evidencia esa intencionalidad no sería un componente de la conducta típica, sino un agravante. Sin embargo, los propios servicios jurídicos de la administración cultural desvirtuaron el contenido del tenor literal del artículo, añadiendo el requisito de demostrar el uso del aparato para buscar restos arqueológicos, ausente en la tipificación, que debe quedar de manifiesto a través de pruebas indiciarias. Tal premisa, asumida con naturalidad por la jurisdicción contenciosa-administrativa,

nos

ha

conducido

por

un

camino

que

progresivamente se va enredando en torno a la valoración de la prueba indiciaria, con sentencias absolutorias cuando el juzgador ha entendido que no eran suficientes para demostrar inequívocamente la convicción personal del infractor, a pesar de existir acta de la policía indicando que se encontraba usando el aparato detector sin autorización administrativa para ello. Lo

realmente

preocupante

es

que

la

instrucción

de

estos

procedimientos resulta el medio más idóneo para reprimir esta causa de expolio arqueológico, muy por encima de las acciones penales. Las técnicas de investigación policial, a raíz del archivo de la las diligencias previas de la operación Tertis, se dirigen a la acreditación en origen de las piezas expoliadas

mediante

seguimientos

de

algunos

usuarios

de

aparatos

detectores (normalmente quienes acumulan muchas denuncias y se sospecha de ellos que puedan actuar en redes de venta clandestina de objetos arqueológicos), pero este tipo de actuaciones resulta ser esporádica y estar dirigida sobre todo al desmantelamiento de redes, dejando para la acción administrativa sancionadora la gestión del grueso de las denuncias.

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Por último, se plantea una reflexión sobre el ejercicio potestativo u obligatorio de la potestad sancionadora por parte de la Administración que ostenta su ejercicio y, sobre todo, las dificultades en reconocer estatus de interesado más que a la persona imputada en el procedimiento sancionador. Esta limitación ha impedido la posibilidad de que otras personas pudieran oponerse a la inactividad de la Administración Pública. Existe quizá un argumento

importante para defender el ejercicio

obligatorio

de

las

potestades sancionadoras, a saber: si la razón de ser del establecimiento de un régimen jurídico sancionador que acompaña a las normas sustantivas es precisamente el que estas se cumplan y se mantiene su ejercicio potestativo, se pierde eficacia en imponer el cumplimiento voluntario del Derecho. Si el ejercicio de la potestad sancionadora es potestativo, la Administración tendrá en sus manos la posibilidad de matizar en gran medida el cumplimiento de la normativa vigente, ya que una determinada práctica administrativa en uno u otro sentido creará expectativas en los administrados sobre el riesgo de no cumplir con sus obligaciones. Pese a ello, mientras no se establezca la posibilidad de remover la inactividad de la Administración

por

una

persona

física

o

jurídica

interesada

que,

evidentemente, no puede ser quien haya sido imputada, de poco sirve argumentar sobre el ejercicio obligatorio de esta temida potestad.

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